Cegados por la humanidad - Martin Barber  - E-Book

Cegados por la humanidad E-Book

Martin Barber

0,0
13,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En numerosos puntos del planeta hay masas de población necesitadas de ayuda urgente. Llegar a tiempo lleva consigo salvar muchas vidas humanas, o perderlas. ¿Cómo afronta la ONU esas crisis humanitarias? ¿Por qué a veces su ayuda no es más eficaz? Tras décadas de experiencia en el corazón de la ONU y en destinos difíciles, el autor ofrece un sincero análisis sobre las luchas internas en la sede central de Naciones Unidas, el trabajo entre refugiados, la coordinación de ayuda humanitaria y el mantenimiento de la paz. Un libro riguroso, que deja al descubierto los puntos fuertes y débiles de la principal institución a cargo del orden mundial y sensibiliza al lector para construir entre todos un mundo más justo.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



MARTIN BARBER

CEGADOS POR LA HUMANIDAD

Un análisis desde dentro de las misiones humanitarias de la ONU

EDICIONES RIALP, S. A.

MADRID

Título original: Blinded by Humanity. Inside the UN'S Humanitarian Operations

© 2015 I. B. Tauris & Co, LTD

© 2015 de la versión española, realizada por MARÍA JOSÉ LÓPEZ CEBRIÁN,

by Ediciones Rialp, S. A., Colombia, 63 - 28016 Madrid

(www.rialp.com)

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4595-7

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para William y Tom

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

ILUSTRACIONES

AGRADECIMIENTOS

PRÓLOGO

PREFACIO

INTRODUCCIÓN

1. LOS COMIENZOS. En Laos

2. AL OTRO LADO DEL MEKONG. Con los refugiados indochinos en Tailandia

3. REFUGIADOS, ASILADOS Y DESPLAZADOS. La visión desde Europa en los años 80

4. AFGANISTÁN. Las oportunidades perdidas

5. CRISIS EN LA TRASTIENDA DE EUROPA. La coordinación de la ayuda internacional en Bosnia

6. EL SECRETARIO GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS. La aportación de Kofi Annan en la confrontación de las crisis

7. MINAS. Los enemigos ocultos

8. LA AYUDA ÁRABE. ¿Lecciones para Occidente?

9. A MODO DE RESUMEN. Coordinar la ayuda humanitaria

10. ¿CEGADOS POR LA HUMANIDAD?

APÉNDICE

BIBLIOGRAFÍA COMPLEMENTARIA RECOMENDADA

ACRÓNIMOS

GLOSARIO

ÍNDICE

MARTIN BARBER

FOTOGRAFÍAS

ILUSTRACIONES

FIGURAS

1. Mapa de la República Democrática de Laos. Cortesía de ACNUR

2. Mapa de Tailandia. Cortesía de ACNUR

3. Mapa de Afganistán. Cortesía de ACNUR

4. Mapa de Bosnia y Herzegovina

AGRADECIMIENTOS

Hay varias personas que ya no viven y que me habría gustado que hubieran podido leer este libro; y que de alguna manera, me han ayudado a escribirlo. El primero es mi padre, Philip, que me enseñó que la vida es más satisfactoria si estás abierto a cuestionarte la sabiduría que has recibido. Creo que habría podido disfrutar leyendo esto. Después están aquellos cuyas vidas fueron truncadas por un accidente, enfermedad o terrorismo, y que han influido en mi manera de pensar y trabajar. Entre ellos están Jacques Cuénod, Darryl Han, Sergio Vieira de Mello, Jacques Mouchet y Sadruddin Aga Khan. Me alegra que David Lockwood, que tuvo un papel fundamental en los acontecimientos que se describen en el capítulo 4, pudiera leer y comentar el manuscrito antes de morir en enero de 2012.

Entre los vivos, tengo una particular deuda de gratitud hacia dos personas, por su aliento y apoyo durante la redacción de este libro. El profesor Mats Verdal, de King’s College, Londres, que me ha animado, aconsejado y apoyado en cada paso del camino. Nicholas Morris, que ha trabajado en ACNUR y con el que me une una amistad de 35 años. Leyó cada capítulo en cuanto se lo mandé, hizo comentarios incisivos, y cuando fue necesario me impulsó a seguir.

Tengo una gran deuda con Mark Malloch-Brown, que aparece en estas páginas a partir del capítulo 2, por su amable prólogo y sus valiosísimos comentarios sobre los borradores de los capítulos 2, 9 y 10.

También estoy muy agradecido a antiguos colegas que muy amablemente leyeron la mayoría del manuscrito o su totalidad y me dieron sus puntos de vista. Entre ellos se encuentran Radolph Kent, Frederick Lyons, Jeff Crisp y Robert England. Otros colegas me prestaron su valiosa ayuda leyendo los borradores anteriores de algunos capítulos, salvándome en ocasiones de inexactitudes y errores de interpretación. Entre ellos están Everett Ressler, Alan Philips, Bob Eaton e Ian Mansfield. Por supuesto, cualquier error que pueda haber permanecido es entera responsabilidad mía.

Algunos miembros de mi familia, amigos y antiguos compañeros me han ayudado de diferentes maneras con la publicación del libro. Entre ellos se incluyen mis hijos, William y Tom, mi hermana, Sarah Backhouse, Teresa Francis, Sultan Al Shamsi, Mohammed Azam Chaudhry, Julia Chatellier, Helena Fraser, John Flanagan, David Harland, Susan Hopper, Bruce Jones, Rashid Khalikov, Francesco Mancini, Ian Mansfield, Ian Marvin, Ross Mountain, Yvon Orand y Hansjoerg Strohmeyer.

Las personas que trabajan en las Naciones Unidas dependen de sus compañeros para todo lo que hacen. Les debo mucho a gran cantidad de colegas que trabajaron y trabajan en la ONU; a homólogos e interlocutores en los gobiernos, en ONG, medios de comunicación y representantes de las comunidades afectadas por los desastres. Posiblemente no pueda nombrarlos a todos. Sin embargo hay unos pocos que no he nombrado todavía, a los que creo que tengo que estar agradecido, por su apoyo y asesoramiento en los pasos críticos de mi carrera: Ampahy Doré, Jean-Marie Guéhenno, Iqbal Riza y Zia Rizvi.

Hay un grupo de héroes olvidados de las operaciones de la ONU, sin cuya valentía y profesionalidad no podríamos ir a ningún sitio: los conductores. Muchas veces tienen que esperar durante muchas horas y después se les pide que conduzcan de modo seguro por carreteras peligrosas. Todos les debemos la vida a personas como Amir Ali Khan, quien fue mi conductor en Pakistán durante siete años.

Doy las gracias a I.B. Tauris, mis editores, Lester Crook y Joanna Godfrey, que me han guiado de manera experta a través del proceso de publicación con el apoyo de Cécile Rault, Katherine Tulloch y Antonia Leslie. Rob Brown y su equipo de Saxon Graphics han trabajado rápido y de modo eficiente en la impresión.

Pero mi mayor deuda de gratitud es para mi familia: para Keolila, que desde hace 28 años ha aceptado con alegría los continuos cambios que forman parte de este tipo de familia, y para William y Tom, que aunque tuvieron menos elección, me han proporcionado grandes alegrías y un apoyo maravilloso.

PRÓLOGO

Martin Barber y yo somos de la generación de los «refugiados indochinos». Hubo un primer grupo de personal humanitario, la «generación Biafra». Después siguieron otros, atraídos por el trabajo humanitario en Afganistán, en el Cuerno de África, en América Central, y más tarde, por el conflicto de Bosnia y la región de los Grandes Lagos de África. Y ahora en Siria. Cada uno de estos problemas provocó un estallido de simpatía y empujó a hombres y mujeres jóvenes a ir a ayudar, posponiendo carreras más ortodoxas. Éramos idealistas ansiosos de salvar víctimas de la terrible inhumanidad del conflicto.

Cuando todo hubo acabado —y para Martin, eso sucedió muchas décadas después— tuvimos que hacer balance: ¿habíamos conseguido lo que nos proponíamos? Cada uno de nosotros tuvo su propio momento de lucidez en que finalmente la cabeza controló el corazón y nos dimos cuenta de que nuestros actos aparentemente sencillos tuvieron muchas veces consecuencias que no pretendíamos. Fuimos conscientes de que las cosas no son tan sencillas. El personal humanitario debe tener la humildad de escuchar y aprender, y —como concluye Martin al final de su libro—, no aparentar que las cosas siempre se han hecho bien. Esta es la historia de su viaje y descubrimientos, de cuya lectura todo el personal humanitario y los que comienzan a trabajar en la ONU deberían beneficiarse.

Dice Martin: «Si hay un mensaje que quiero transmitir a los jóvenes que quieren hacer el bien en el mundo, es este: sed apasionados, pero conoced vuestro mundo. Mucha gente tiene buenas intenciones; pero si no comprenden el contexto en que están trabajando y la gente para la que trabajan, si no se infor­man con infinito cuidado, posiblemente, el impacto de sus acciones será más perjudicial que beneficioso».

Martin no era tan inexperto e inocente como yo cuando llegué a Tailandia a trabajar para él en 1979. Ya era un veterano de VSO en Laos y doctor en antropología social de la región. Tenía el envidiable conocimiento local del que muchos carecíamos.

Pero cuando su carrera le llevó a Pakistán y Afganistán, a Bosnia y a otros lugares, él, como todos los demás, se dio cuenta de lo poco que sabía. Quizá porque había empezado con tanta ventaja en Indochina, dudó de que el reasentamiento masivo de vietnamitas, camboyanos y laosianos en EE.UU. y Occidente fuese la panacea. Desde el principio fue mucho más cauto y crítico que muchos de nosotros.

Esta es la historia de un testimonio de consecuencias insospechadas a lo largo de una vida. Sin embargo, los años en Laos y Tailandia también le dieron la otra cualificación que requiere una carrera humanitaria: la pasión. Sin pasión, el escepticismo —que es tan útil en un mundo lleno de concesiones como es el de la ONU—, rápidamente se convierte en cinismo. Muchos de los que permanecimos en esto fue porque, como en Martin, pronto prendió en nosotros una llama que nunca se extinguió. Este libro, que narra su viaje personal desde Laos a Abu Dhabi, muestra de manera elocuente su humanitarismo: un equilibrio entre el corazón y la cabeza.

LORD MALLOCH-BROWN

PREFACIO

La guerra y los refugiados eran temas recurrentes en mi infancia. Mi padre contaba que sus años de servicio en el ejército británico durante la II Guerra Mundial fueron los más interesantes de su vida. Le gustaba hablar de los lugares en los que había estado vistiendo el uniforme militar, la gente que había conocido, los acontecimientos trágicos o entretenidos de los que había sido testigo.

Uno de sus relatos favoritos era sobre mi nacimiento. En febrero de 1945, se encontraba en Holanda con su batería de artillería antiaérea cuando recibió la noticia de mi nacimiento. Estaba alojado con una familia de la localidad. Esa tarde les dio la noticia. «¡Oh, comandante Barber, qué estupenda noticia!», dijo la señora Vadenburg. «¡Y pensar que no ha estado en casa desde hace dos años!». El señor Vadenburg corrigió a su esposa rápidamente. Mis padres siempre me aseguraron que él tuvo parte en mi concepción.

Mi padre, cuando era civil, al igual que su padre y su abuelo, era perito contable. Ejerció esa profesión sin mucho entusiasmo, porque su padre había querido que al menos uno de sus hijos siguiera sus pasos en su carrera profesional y sus tres hermanos mayores se habían negado. Sin embargo, a mi padre le habría gustado ser editor.

En 1949, para alegría de mi madre, que era londinense, mi padre encontró un empleo en Londres, donde nos trasladamos desde Shetfield. En su tiempo libre, mi padre colaboraba con una institución benéfica llamada Consejo Británico para la ayuda de Refugiados (BCAR); al principio, como tesorero honorífico, y después como presidente. Nos contaba historias sobre los refugiados del este de Europa que habían venido a Gran Bretaña después de la guerra, y también de señoras extraordinarias que daban su tiempo y dinero para ayudarles. Mi tío Adam fue uno de esos refugiados polacos. Un día de Navidad, como estricto deber familiar, comimos con un joven refugiado búlgaro, cuya historia, contada en un inglés no muy correcto, me hizo mella.

De este modo, parecía natural que lo primero que debía hacer al acabar la escuela era ir a un campo de trabajo organizado por la Asociación de las Naciones Unidas (ANU) del Reino Unido en el sur de Austria. El objetivo del campo era ayudar a una familia de refugiados rumanos a construir su casa en un pueblo a las afueras de Klagensfurt.

La energía de los rumanos, y la gratitud por la ayuda que les habíamos prestado, parecían ilimitadas. El padre se levantaba a las 4 todas las mañanas para ordeñar las vacas de la granja donde trabajaba. Cuando acababa su trabajo allí, venía al lugar de la construcción. Mientras nosotros nos esforzábamos por empujar las pesadas carretillas de ladrillos hacia los tablones de madera, él corría hacia arriba cantando con fuerza. Sabía lo que era no tener absolutamente nada —como hablaban en alemán habían sido expulsados de su casa en Rumanía— pero ahora tenían una oportunidad. Era imparable.

La Universidad de St Andrew, en la costa este de Escocia, era un lugar tranquilo y bastante conservador en los años 60. Me uní al Club de Debate y me gustó el tira y afloja de la discusión. Participé en concursos de debate en Dublín y Glasgow. Esto me abrió los ojos respecto a lo que ocurriría en Europa Occidental en 1968.

En 1966, durante unas vacaciones de verano, participé en otro campo de trabajo de ANU, esta vez en el noroeste de Grecia, cerca de la frontera con Albania. Instalamos un sistema de tuberías en un pueblo en el que, durante siglos, las familias habían obtenido el agua de un manantial y la llevaban a sus casas en cubos. A medida que avanzaba el proyecto, tuvimos el placer de invitar a las familias del pueblo a abrir por primera vez los grifos en sus jardines. Entonces comíamos tortitas y corría el ouzo, y ese día se acababa el trabajo. Pero, al día siguiente, cuando teníamos que cerrar el suministro mientras instalábamos el grifo en la siguiente casa, las ancianas venían furiosas a quejarse de que no tenían agua. ¿Cómo se suponía que iban a vivir sin agua? Con la llegada de las comodidades modernas, pronto se había borrado la memoria de siglos de duro trabajo.

Con estas experiencias no podía imaginarme seguir a mi padre en su negocio de contabilidad. De hecho, él hizo todo lo que pudo para disuadirme. No deseaba imponerme la carga que él había recibido de su padre. Por eso, en 1968, solicité ver mundo con el Servicio de Voluntarios de Ultramar (VSO), una fundación británica de voluntariado.

Un puesto como voluntario durante dos años, aunque sea en un país tan atractivo como Laos, no lleva necesariamente a una carrera en una organización internacional. Incluso después de otros dos años investigando para mi doctorado en antropología social, habría vuelto a una carrera académica en Reino Unido. Pero a finales de 1974, me invitaron a unirme al innovador programa de la Alta Comisión para Refugiados de las Naciones Unidas (ACNUR) para gente desplazada en el interior de Laos, y no me costó decidirme a aceptar.

Después de una carrera de cuarenta años, trabajando con gente atrapada en los conflictos más espinosos del siglo XX, he tenido tiempo de reflexionar. Los años me han dado una amplia y rica experiencia, que incluye perturbadores destellos de lo que deberíamos haber hecho, pasando por lo peor y lo mejor que los seres humanos somos capaces de hacernos unos a otros. Mientras celebro los logros y las amistades forjadas en la experiencia compartida, una pregunta permanece de manera persistente: ¿podíamos y deberíamos haberlo hecho mejor?

En 2006 me invitaron a impartir un curso en la Universidad de Edimburgo sobre «Las Naciones Unidas y las Emergencias Complejas», para 36 estudiantes de último año de Ciencias Políticas, Relaciones Internacionales y Antropología Social. La experiencia me obligó a depurar mi pensamiento sobre las cuestiones más difíciles en el campo humanitario, pero también me enfrentó al hecho de que hay pocos libros sobre el tema escritos por gente con experiencia. Hay mucho trabajo académico; algunas operaciones particulares se han analizado en profundidad, pero cuando los estudiantes me preguntaron dónde podían encontrar cómo era una carrera en este campo, parecía que no había mucho que ofrecer. Por eso intenté llenar ese vacío.

Mientras describo una vida de trabajo para las variadas situaciones de las Naciones Unidas, también planteo en este libro una amplia serie de cuestiones: ¿cuál ha sido la efectividad de las organizaciones internacionales para proporcionar la paz y bienestar a la gente afectada por el conflicto? ¿Cómo actuaron las Naciones Unidas? Y basándome en las lecciones aprendidas desde 1975, ¿cómo podría la ONU mejorar su capacidad de ayudar a la gente afectada por los conflictos en el siglo XXI?

Analizo el trabajo de asistencia humanitaria de las Naciones Unidas a través de mi propia experiencia en operaciones específicas: la ayuda a los refugiados, el mantenimiento de la paz, la construcción de la paz y la acción antiminas, con un enfoque particular en Laos, Afganistán y Bosnia-Herzegovina, los países donde he trabajado. El libro analiza los recientes desarrollos de las políticas dirigidas a mejorar la calidad y efectividad del trabajo de las Naciones Unidas en estos campos, y evalúa hasta qué punto las recientes reformas son adecuadas para hacer de la ONU un socio más efectivo para los países que emergen de un conflicto.

Trabajar para un país destrozado por un enfrentamiento puede ser tan emocionante como frustrante. El estímulo viene de la genuina legitimidad y prestigio de la ONU, su capacidad para reunir a gente procedente de todas las partes del mundo, centrarse en un problema desesperado que afecta a las gentes de un lugar, y conseguir que cambie. La frustración es la otra cara de la moneda. La diversidad puede conseguir maravillas y también alimentar malentendidos y fracasos. Cuando una organización internacional se equivoca en su actuación la gente sufre.

Un colega dijo una vez que hay dos tipos de gente trabajando para las Naciones Unidas: los que creen que es un privilegio trabajar para una organización internacional, y los que se pasan la vida reclamando lo que la ONU les debe. Los compañeros del primer grupo son más interesantes y afables, ya que siempre buscan el modo de mejorar la actuación de la organización. Este libro es un esfuerzo personal para celebrar los logros de las Naciones Unidas en los países en conflicto, y una honrada exposición y análisis de sus debilidades. Se pretende que sea una contribución para la historia y una evaluación objetiva de los cambios que harían falta.

Para conseguir el éxito, los dirigentes de las operaciones de las Naciones Unidas en países que están saliendo de un conflicto necesitan trabajar en armonía con una increíble serie de organizaciones e individuos: el gobierno del lugar, sus ministros y autoridades locales; grupos rebeldes a los que se les tiene que convencer para que se unan al proceso político o al menos para que permitan el paso de ayuda humanitaria; representantes de las comunidades afectadas; militares; los gobiernos de los países que proporcionan los fondos para la operación; una multitud de organizaciones regionales e internacionales: desde el Banco Mundial hasta las agencias de las Naciones Unidas, pasando por el Comité Internacional de la Cruz Roja (ICRC), por una miríada de organizaciones no gubernamentales (ONG), tanto nacionales como internacionales, periodistas del país afectado y de todo el mundo; empresas comerciales dispuestas a contribuir con servicios y equipamiento; y por supuesto, los hombres y mujeres reclutados para trabajar en la operación, con sus propias necesidades, habilidades, esperanzas y miedos.

No sorprende que los coordinadores de semejantes operaciones puedan tener un impacto significativo en el éxito o fracaso de la empresa, o que sea ciertamente difícil encontrar a personas capaces de llevar a cabo la tarea de modo efectivo. Este libro se centra particularmente en la dirección de las operaciones de las Naciones Unidas, su naturaleza, requerimientos y retos.

El material de estas páginas viene de tres fuentes: la literatura sobre las operaciones de la ONU; entrevistas y correspondencia con antiguos colegas y personal actual de la ONU; y mis propios documentos, notas y recuerdos.

Está escrito en orden cronológico. La introducción proporciona información general sobre las tres áreas principales de mi trabajo: protección y asistencia a refugiados, coordinación de la respuesta humanitaria y misiones de paz. También señala algunas de las increíbles similitudes entre las recientes historias de Laos, Afganistán y Bosnia-Herzegovina.

El capítulo 1 habla de Laos entre los años 1968 y 1977. Introduce algunos temas que se desarrollan en los capítulos siguientes, sobre los refugiados en Tailandia y Europa. El capítulo 2 trata de la llegada a Tailandia de los refugiados de Laos, Vietnam y Camboya entre 1975 y 1981. Se centra particularmente en cómo se escogió la solución del reasentamiento en países de Occidente. El capítulo 3 trata sobre la acogida de refugiados y búsqueda de asilo en Gran Bretaña entre 1981 y 1988. Aborda cuestiones como el asilo, la ley de refugiados y la migración económica.

El capítulo 4 es un relato sobre Afganistán. Cuenta cómo la ONU gestionó allí la crisis, desde la partida de las tropas soviéticas en 1989 hasta 1996. Trata sobre la coordinación y las respuestas a las minas antipersona, y plantea la cuestión de qué tenemos todavía que aprender, y qué podría ayudar actualmente a la comunidad internacional de Afganistán. El capítulo 5 aborda la respuesta de la comunidad internacional a la crisis en Bosnia y Herzegovina, centrándose en el periodo comprendido entre 1996 y 1998, inmediatamente después del final de la guerra.

El capítulo 6 nos traslada a la sede de la ONU en Nueva York y se centra en el primer mandato de Kofi Annan como secretario general (1997-2001). Examina las reformas que introdujo en las operaciones humanitarias y de paz de las Naciones Unidas. A continuación, el capítulo 7 examina la historia de la impresionante respuesta internacional al problema de las minas antipersona. El capítulo 8 ofrece una visión rápida del rasgo prácticamente ignorado de la ayuda internacional y de la contribución de los Emiratos Árabes.

El capítulo 9 analiza la «coordinación» de la ayuda humanitaria, centrándose en el trabajo en que he colaborado, y en la responsabilidad que tengo actualmente en una gran oficina en el Secretariado de la ONU. El capítulo 10 es una conclusión que lleva el título del libro. Identifica siete «puntos muertos» que, en mi opinión, limitan a las organizaciones internacionales en sus esfuerzos para asistir a los necesitados y llevar la paz y prosperidad a los países con problemas. En él nos preguntamos si las Naciones Unidas están preparadas para los retos que plantean las operaciones del siglo XXI. ¿Ha aprendido la ONU a responder rápidamente y de manera efectiva en una emergencia?; ¿cómo encontrar, formar y apoyar a buenos líderes?; ¿cómo conseguir que las diferentes partes de las Naciones Unidas trabajen juntas de manera efectiva?; ¿cómo dar más poder a la gente de las naciones afectadas, para que dirijan sus propios países durante la recuperación? ¿O la ONU permanece obstinadamente ciega a sus propias insuficiencias y a los modos prácticos de afrontarlas?

Este libro pretende ser accesible al público general y al interesado en las Naciones Unidas, pero se dirige de modo particular a estudiantes de relaciones internacionales y asuntos humanitarias, no como libro de texto, sino como de lectura general, para añadir el sabor de la vida real a sus estudios. Si los jóvenes más brillantes aspiran a unirse a las Naciones Unidas, el futuro de esta institución internacional está asegurado. Me encantaría que este libro también fuese de interés para académicos, diplomáticos, para los políticos y los colegas de la ONU y las ONG.

INTRODUCCIÓN

Antes de lanzarme a la narración principal, me parece que es importante situar brevemente la escena y proporcionar alguna información general sobre las tres actividades principales de la ONU que aparecen en este relato —la ayuda a refugiados, la coordinación de la repuesta humanitaria en las situaciones de emergencia, y las operaciones para mantener la paz—. También incluyo una pequeña reflexión sobre mis experiencias en Laos, Afganistán y Bosnia en la segunda mitad del siglo XXe introduzco uno de los temas principales del libro bajo el título «No bastan las buenas intenciones».

LAS NACIONES UNIDAS Y LOS REFUGIADOS

¿A quién se considera un refugiado y cuáles son sus derechos? Esta pregunta sigue suscitando el debate hoy en día, más de 60 años después de la adopción de la Convención sobre el Estatus de los Refugiados en 1951.

Las negociaciones que llevaron a adoptarla se basaban en definiciones limitadas al espacio y al tiempo. Cuando se llegó a un acuerdo con la Convención, esta definió al refugiado como una persona que:

Como consecuencia de acontecimientos ocurridos antes de enero de 1951 y con un miedo bien fundado de ser perseguido por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un particular grupo social o político está fuera de su país de origen y es incapaz, o tiene tanto miedo que le incapacita beneficiarse de la protección de ese país […] y no puede regresar a él.

La Convención no solo constreñía el estatus de refugiado a acontecimientos ocurridos antes de 1951, sino que lo limitaba a lo acontecido en Europa. En los años 60 estaba teniendo lugar el proceso de descolonización de África, lo que generaría una grandísima emergencia de refugiados. Actuando bajo su Estatuto que —al contrario que la Convención—, no restringía la definición de refugiado a un tiempo y a un espacio, la Oficina de la Alta Comisión para los refugiados de la ONU se ofreció a ayudar. El proceso hacia la universalidad de la definición de refugiado, y de la institución creada para proteger y asistir a dichas personas, había comenzado. En 1967 se adoptó un protocolo que ampliaba las disposiciones de 1951 tanto en el tiempo como en el espacio, para que se incluyera a todas las personas que fueran realmente refugiados.

Las disposiciones clave de la Convención y el Protocolo, imponen a los estados la siguiente obligación vinculante: que los refugiados no deben ser obligados en ningún caso a regresar a su país de origen en contra de su voluntad. Este es el principio de no expulsión. Los estados que ratifican la Convención y el Protocolo acceden a mantener en su territorio a los que demuestren que se pueden definir como refugiados. Es bastante sorprendente que unas pocas naciones se mostraran reacias a adoptar el Protocolo de 1967 y algunas tardaran muchos años en hacerlo. Muchos de los estados que accedieron se lo habrían pensado dos veces si hubiesen previsto la movilidad internacional durante los siguientes cuarenta años, y la facilidad con que aparecería en países de otros continentes la gente que conseguía escapar de la persecución en su país natal.

En el capítulo 3 me centro en lo que sucedió cuando los principios para la protección de los refugiados en Europa se aplicó, sin ningún cambio, a los africanos que llegaban al viejo continente y a los asiáticos que llegaban a América.

COORDINACIÓN DE LA RESPUESTA HUMANITARIA

En la década de los 80, cuando estaba en el Consejo Británico de Refugiados (BRC), resultaba obvio que la ONU no tenía capacidad para coordinar la respuesta de sus propios organismos en las crisis humanitarias. Como ONG que trabajaba con refugiados, las tareas de la ONU estaban bien organizadas, porque ACNUR tenía la clara responsabilidad de dirigir el esfuerzo internacional. Sin embargo, cuando la gente fue desplazada dentro de su propio país a causa de un conflicto, nadie sabía quién estaba a cargo de la respuesta internacional. Desde BRC hicimos campaña para que la Secretaría General de las Naciones Unidas confiara la responsabilidad de asistir a las personas desplazadas dentro de sus países a un organismo de la ONU, o para que creara una nueva oficina que se encargara de este asunto. La propuesta fue rechazada, pero nuestra intervención, y la de muchos otros organismos tuvo su efecto. Cuando los Acuerdos de Ginebra de 1988 acabaron con la ocupación soviética de Afganistán, el secretario general Pérez de Cuellar pidió a su anterior rival para el puesto, el príncipe Sadruddin Aga Khan —que había sido alto comisario para los refugiados—, que fuese el coordinador de los programas de asistencia económica y humanitaria para Afganistán (OCNUA), con sede en Ginebra. El nombramiento de Sadruddin para Afganistán fue uno de los aciertos en las respuestas al reto de la coordinación del esfuerzo internacional en situaciones de emergencia.

En 1991 la Asamblea General adoptó la resolución 46/182, lo que creó el puesto de coordinador del Socorro de Emergencia (CSE) en la sede de la ONU en Nueva York. También pidió al CSE que presidiera un Comité Permanente entre Organismos (IASC), que unificara no solo los organismos de la ONU sino también la Cruz Roja, la Media Luna Roja y las ONG internacionales. Esto supuso un giro impresionante. De una situación, veinte años antes, en que el papel de la ONU en la respuesta humanitaria internacional a emergencias se había limitado deliberadamente a catástrofes naturales, se pidió a las Naciones Unidas, en la persona del coordinador del Socorro de Emergencia, que dirigiera todo el esfuerzo internacional por responder a lo que se empezó a llamar «emergencias complejas».

El primer CSE, el sueco Jan Eliasson, y su nuevo Departamento de Asuntos Humanitarios (DAH), encontró dificultades al principio. Se tuvieron que enfrentar a los espíritus libres de la Fundación para la Infancia de las Naciones Unidas (UNICEF), de ACNUR y del Programa Mundial de Alimentos (PMA), que no estaban acostumbrados a que les «coordinaran» desde un departamento en Nueva York. Al principio, muchos veteranos de DAH en Nueva York no eran agentes humanitarios, sino que habían sido transferidos por departamentos económicos del Secretariado. Aunque algunos habían venido trasladados desde organismos de la ONU, el poco entusiasmo de los mismos por la iniciativa se tradujo en que no siempre enviaron el personal más apto para ocupar esos puestos.

Las dificultades de DAH también se debieron al hecho de que su sede se dividió entre Nueva York y Ginebra. Mientras que los de Nueva York nunca antes habían trabajado juntos, el equipo de Ginebra, compuesto sobre todo por la antigua Oficina de Coordinación del Socorro en casos de Catástrofes (UNDRO), solo había trabajado en catástrofes naturales, y necesitó tiempo para adaptarse al nuevo campo de las emergencias complejas. En el capítulo 6 se analiza detalladamente la transformación de DAH en la Oficina para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCAH) en 1997, y el breve pero eficaz trabajo como CSE de Sergio Vieira de Mello.

En 2006, 15 años después de la institución del DAH, la Asamblea General no hizo nada extraordinario aparte de establecer un fondo, el Fondo Central para las Respuestas de Emergencia (CERF), con un presupuesto anual de 450 millones de dólares, y ponerlo por completo a disposición del CSE. De ser un cero a la izquierda en el panorama del socorro internacional, el Secretariado de las Naciones Unidas no solo se había convertido en el coordinador jefe, sino en la fuente principal de recursos rápidos en una catástrofe repentina.

MANTENIMIENTO DE LA PAZ

El final de la Guerra Fría trajo consigo un periodo de consenso sin precedentes en el Consejo de Seguridad y supuso un torbellino de nuevas iniciativas para mantener la paz, para el que el Secretariado de la ONU no estaba preparado en absoluto. Aunque las operaciones en Namibia, Mozambique y Camboya acabaron sin muchos desastres, el periodo entre 1993 y 1995 fue testigo de la retirada ignominiosa de Somalia y Haití, el genocidio en Ruanda y la masacre de 8000 hombres y jóvenes musulmanes en Srebenica. Cuando Kofi Annan ocupó el cargo de secretario general de las Naciones Unidas en enero de 1997, mucha gente predijo que las misiones de paz llevadas a cabo por la ONU no se recuperarían del desprestigio que habían sufrido. No podían estar más equivocados. El capítulo 6 analiza cómo esta misión de la ONU experimentó una considerable recuperación.

Este breve relato sobre el modo en que las Naciones Unidas gestionan los tres principales componentes de la respuesta a las crisis —apoyo a los refugiados, coordinación de la ayuda humanitaria y misiones de paz— relata tres historias distintas. Desde el año 2000 y la publicación del Reportaje sobre la Relación de Operaciones de Paz de la ONU, presidida por Lakhdar Brahimi, las tres cuerdas se han estrechado, hasta llegar a la creación de gran cantidad de «operaciones de paz multidimensionales», en las que un diputado especial, representante de la Secretaría General tiene la función de coordinar la acción humanitaria y la recuperación en las misiones de paz. El capítulo 9 ofrece un breve ensayo de este fenómeno, mirando los pros y contras de este acuerdo.

EL GRAN JUEGO: EL ESTILO DEL SIGLOXX

Los tres países destrozados por la guerra en los que trabajé desde 1975 hasta 1998 —aunque separados por miles de kilómetros—, tienen mucho en común. Laos, Afganistán y Bosnia son montañosos y sin salida al mar. Todos ellos se componen de varios grupos étnicos, vinculados con grandes poblaciones de la misma etnia en los países vecinos. De todos ellos se puede decir que están «atrapados en la línea de fuego» de conflictos más amplios entre sus vecinos y respaldados por los grandes poderes. En todos ellos una parte considerable de su población se desplazó convirtiéndose en refugiados. Como dijo un escritor en Laos, se podían considerar «estados tapón o campos de batalla». Desgraciadamente, en la segunda mitad del siglo XX, los tres se convirtieron en ambas cosas.

A un primer nivel se puede ver fácilmente lo que los tres estados tenían en común. La competencia entre Rusia y Gran Bretaña por influir en el sur y el centro de Asia se conocía en el siglo XIX como «el Gran Juego». Francia y Gran Bretaña —y más tarde EE.UU. y la Unión Soviética— mantenían juegos parecidos en el Sureste asiático. Los Balcanes se los disputaban la Europa Occidental y el Imperio Otomano. En los tres casos, los poderes rivales no podían obtener ningún beneficio al dirigir estos países, pero pensaban que tenían que impedir que lo hiciesen sus rivales. Era preferible la inestabilidad en estos países a la paz bajo la influencia de sus enemigos.

El juego se desarrolló de modo parecido en cada uno de los tres casos. Los poderes explotaron la fisura natural de la rivalidad étnica, de la sucesión dinástica, o ambas a la vez. Los líderes locales, ávidos de poder, fueron inducidos a luchar por sus intereses mediante la fuerza de las armas si era necesario, respaldados por los grandes poderes o por sus representantes locales. El profundo resentimiento de lo que se percibía como injusticia encontró una respuesta en el generoso apoyo extranjero.

En Laos, la minoría de las tribus de las montañas fueron apartadas durante siglos de las tierras productivas por la etnia dominante lao, cuyos miembros acapararon los trabajos en la administración y las oportunidades educativas. De esta manera, el movimiento pro comunista Pathet Lao (Nación Lao) encontró el adecuado caldo de cultivo para el reclutamiento dichas tribus.

En Afganistán, los reyes pasthunes de Kandahar habían mantenido el control de las comunidades tayikas y uzbekas del norte asentando a familias pasthunes del sur en algunas de las tierras más productivas de los valles del norte. Los que se oponían al poder establecido solo tenían que aprovechar el profundo resentimiento histórico.

En Bosnia, los musulmanes, con el apoyo de los turcos, habían ocupado las tierras más productivas de los valles y habían empujado a los serbios hacia las montañas. Desde el punto de vista de los serbios, los musulmanes se estaban quedando con las mejores oportunidades educativas y de empleo y despreciaban a los serbios como si fueran campesinos incultos.

De esta manera los tres países eran, y todavía son, en diferente grado, polvorines a punto de explotar. En cada caso, los mejores días de su historia, coincidieron con el mandato de un líder fuerte capaz de contener la oposición interna. En Laos, nos remontaríamos al rey Souligna Vongsa de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. En Afganistán, el rey Zahir Shah y sus consejeros consiguieron equilibrar las presiones internas durante cuarenta años, desde 1933 hasta 1973. En el caso de Bosnia y Herzegovina, el mariscal Tito, después de sus hazañas en la II Guerra Mundial, mantuvo unida a Yugoslavia, hasta su muerte en 1980, cuando se hicieron patentes todas las tensiones y hostilidades.

Al considerar la reciente historia de Laos, Afganistán o Bosnia, es interesante fijarse en el modo en que Suiza consiguió evitar el mismo destino durante las grandes guerras del siglo XXen Europa. Había adquirido una serie de instituciones nacionales maduras que le permitieron adoptar una política neutral y agarrarse a ella. Su constitución garantiza que sus diferentes comunidades (francesa, italiana y alemana) gocen de un cierto grado de independencia. En otras palabras, el muy descentralizado sistema cantonal es la clave de la fuerza de Suiza como sociedad multiétnica y políglota, capaz de resistir las presiones de fuera para ser ella misma, sin necesidad de demonizar a los miembros de otros grupos étnicos y lingüísticos.

Aunque Laos, Afganistán y Bosnia muestran muchas similitudes en los motivos que les condujeron a sus conflictos internos, la historia de los itinerarios que escogieron para salir de estos no podría ser más diferente. La constitución bosnia, negociada en Dayton, Ohio, en 1995, es parecida a la suiza. Las diferentes identidades de los bosnios musulmanes, los croatas católicos y los serbios ortodoxos se reconocen en la estructura de los 12 cantones de la Federación de Bosnios y Croatas y la República Serbia que componen un estado descentralizado.

Desde que Pathet Lao asumió el poder en 1975, la República Democrática de Laos, ha sido un estado con un solo partido. Sin embargo, esta estructura nacional no ha impedido el continuo debate sobre cómo se debería gobernar el país. Actualmente, entre los líderes políticos predominan los miembros de las comunidades que han estado históricamente marginadas. Esto ha contribuido a igualar las oportunidades en educación y empleo. El partido está consiguiendo cada vez más representación de las etnias mayoritarias en las provincias y distritos. En sus treinta y cinco años de mandato, el poder se ha ido descentralizando y ha comenzado a escuchar cada vez más las opiniones de los miembros del partido local, descubriendo a los que tienen talento para gobernar.

Por supuesto, los hijos de los altos líderes disfrutan de un estilo de vida privilegiado en Vientián, y hay corrupción a todos los niveles de la sociedad; pero se han corregido en gran medida los abusos históricos y el juego es más equilibrado. Aunque Laos no sea el paraíso democrático parlamentario que les gustaría a los políticos occidentales, se ha alcanzado una cierta estabilidad, y algunas democracias vecinas empiezan a envidiar los crecientes niveles de prosperidad que se están alcanzando.

Afganistán no ha escogido ninguno de estos dos caminos. No se ha descentralizado y no ha buscado corregir las desigualdades históricas. Por el contrario, la constitución de 2003 puso todos los poderes en manos de un presidente elegido por sufragio universal, lo que obliga a los candidatos a hacer pactos con los dirigentes regionales que pueden proporcionarles votos.

Volveré sobre este asunto en el capítulo 4, cuando me detenga a analizar las causas por las que el esfuerzo internacional por reforzar la estabilidad en Afganistán ha fracasado. Probablemente esta situación no mejorará a menos que se cambie la estrategia, teniendo en cuenta la historia del país y la experiencia de los conflictos del siglo XXen otras naciones con rasgos históricos parecidos a los de Afganistán.

NO BASTAN LAS BUENAS INTENCIONES

Este libro presenta una larga serie de personajes individuales y de organizaciones, que pueden clasificarse en dos grandes grupos; por una parte los refugiados y las personas desplazadas, los huérfanos, las viudas, los discapacitados a causa de los disparos y los mutilados por las minas, los que han perdido sus hogares, su modo de subsistencia y en ocasiones su salud mental a causa de la guerra; y por otra parte, el ejército y las instituciones o individuos que quieren ayudarles.

Nos encontraremos con estos dos protagonistas, los necesitados y los que ayudan, en todo tipo de ubicaciones diferentes. En estos encuentros se pondrá de manifiesto una idea sencilla: las buenas intenciones, sin la competencia necesaria, no bastan, o dicho de otro modo: el «por qué» no se puede divorciar del «cómo». Con demasiada frecuencia, el simple mandato de «no hagas daño» se pasa por alto y las acciones se justifican no por el impacto que tengan en aquellos que sufren, sino por la satisfacción que proporcionan a los que tratan de remediar esa situación. Uno de los principales objetivos de mi carrera ha sido promover la unidad entre la motivación de ayudar a los que sufren y la competencia profesional que se requiere para realizar el trabajo de modo efectivo.

Figura 1: Mapa de Laos.

1. LOS COMIENZOS

En Laos

El grupo de entrevistadores en Queens College, Dundee, en abril de 1968, intimidaba. En medio de ellos estaba el director de los Servicios de Voluntariado de Ultramar (VSO). Buscaba entre las páginas de una voluminosa carpeta.

«¿Te gustaría ir a Thakkek?»

«No sé dónde está.»

«Está en Laos.»

«Bueno… sí. Pero, ¿no están en guerra? ¿No se preocuparán mis padres?»

El director me explicó que la guerra tenía lugar en el campo, que Thakkek estaba en el río Mekong, y que si había algún problema, podía coger un barco, atravesar el río y ponerme a salvo en Tailandia.

Esta entrevista tuvo lugar durante mi último semestre de estudios de francés y alemán en la Universidad de St Andrew de Escocia. Basándome en la explicación sobre la evacuación, convencí a mis padres de que este sería un primer trabajo genial.

La oferta formal era un puesto como profesor de inglés en el liceo de Luang Prabang. El mapa parecía indicar que, aunque la ciudad estaba en el río Mekong, en ese punto, ambos lados del río estaban en Laos. Decidí no compartir esta información.

LLEGADA

A finales de julio de 1968, ocho jóvenes voluntarios británicos de VSO volamos, pasando por Bangkok, a Vientián, capital administrativa de Laos. Asistimos durante dos meses a un curso intensivo de la lengua laosiana. Nos familiarizamos con el lento y relajado estilo de vida. Encontramos buenos restaurantes franceses, puestos de fideos vietnamitas bastante baratos y cafeterías que daban al río, donde podíamos disfrutar de una cerveza y contemplar la puesta de sol después de un día intenso de estudio.

El laosiano es una lengua monosilábica y tonal, muy parecida al tailandés. Los que tienen oído para la música lo tienen más fácil a la hora de aprenderla. Por ejemplo, la palabra «nah» puede significar «tía», «campo de arroz» o «delante de», dependiendo del tono. Esto da lugar a muchos malentendidos. Como a mí siempre me ha gustado cantar, aprendí la nueva lengua con más rapidez que algunos de mis compañeros.

Después del curso intensivo, volé a Luang Prabang. El avión era un clásico DC3 de la II Guerra Mundial. Estábamos en la estación lluviosa y durante la hora que duró el vuelo se me quedó grabada para siempre en la retina la imagen de la exuberante jungla tropical y las espectaculares montañas.

Luang Prabang, la capital de la monarquía, era entonces una población de unos 30.000 habitantes que se extendía a lo largo del banco izquierdo del río Mekong, en el punto donde confluye con el Nam Khan. Está dominada por una colina en forma de cono, Phou Si, con un pequeño templo budista en lo alto. Debajo, se extiende toda la ciudad, incluido el modesto y encantador Palacio Real.

Luang Prabang parecía un lugar idílico. El ritmo de vida era lento. A finales de septiembre estaba llegando la mejor estación del año. Acababan las lluvias, la vegetación era exuberante, el calor iba disminuyendo y empezaban a soplar bocanadas de aire fresco por las tardes. Entre los edificios de la ciudad, rodeada de montañas, podías encontrar, a lo largo de una misma calle, una feliz mezcla de colonialismo francés, casas laosianas de madera —que no están construidas en la tierra, sino sobre pilotes—, coloridos templos budistas y casas-comercio de mercaderes chinos. Todas las tardes, parejas de chicos o chicas adolescentes recorrían la ciudad lentamente en sus bicicletas y motos. Los conductores permitían a sus pasajeros flirtear con el del otro vehículo mientras conducían a su lado. La ciudad apenas ha cambiado desde los años 60. La UNESCO la declaró Patrimonio de la Humanidad y constituye un destino muy popular para estudiantes mochileros.

CONTEXTO

En 1968 Francia y Estados Unidos competían por la influencia sobre las élites de Indochina (Laos, Camboya y Vietnam). En Laos, todos los líderes nacionales hablaban francés. Incluso cuando hablaban en laosiano, su conversación estaba salpicada de palabras francesas. El liceo donde yo trabajaba era el único que ofrecía la educación secundaria completa en el norte del país. Sus estudiantes procedían casi por completo de familias de la élite, exceptuando unos pocos chicos muy brillantes hijos de campesinos pobres, incluso algunos de etnias minoritarias de las montañas, que se habían abierto camino a través del sistema en la escuela primaria.

Yo vivía en una cómoda casa de madera de dos plantas con persianas del mismo material, justo enfrente del único hotel de la ciudad. Todos los días me dirigía al liceo en mi Suzuki de 80 cc. Durante casi todo el año llegaba cubierto de polvo. La capa era más densa si coincidía con la llegada de los niños ricos en el Mercedes conducido por su chófer. Algunos estudiantes llegaban en moto o bicicleta. Los más pobres iban caminando.

Entre mis estudiantes había un miembro de la tribu hmong. Un día vino a mi casa para que habláramos de sus opciones de futuro. Le pregunté sobre su pueblo. ¿A qué distancia estaba? Oh, estaba muy lejos, a muchos días caminando. ¿Estaba en Laos? Oh, no, en absoluto. Entonces fuimos al mapa y me enseñó qué carretera tomaba desde Luang Prabang, dónde paraba el autobús y dónde empezaba a caminar. Acabamos con mi dedo justo en la mitad norte de Laos. Pero mira, tu pueblo está en Laos. No, es hmong. Mi estudiante, uno de los más educados de su tribu, no tenía el concepto de una entidad nacional que consistiera en tierra dentro de unos bordes definidos. Para él, Laos era la ciudad de Luang Prabang, las carreteras principales y los pueblos habitados por los hablantes de la lengua lao, pero donde él vivía era territorio hmong.

En Luang Prabang, la pequeña élite educada en francés dirigía la administración provincial, la policía y el ejército. Había comerciantes chinos y técnicos vietnamitas. Había un Organismo Internacional de EE.UU. para el Desarrollo Internacional (USAID), que albergaba al equipo de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense (CIA), que apoyaba las operaciones militares del gobierno monárquico de Laos contra los rebeldes comunistas, conocidos como Pathet Lao. El resto de la población consistía en familias de la etnia lao, muchas de las cuales habían trabajado en las granjas de los pueblos cercanos hasta hacía poco, que habían emigrado a la ciudad, casi siempre huyendo de la guerra.

EL BUDISMO

Quería aprender más sobre la religión de esta gente tan agradable, educada, sonriente y aparentemente feliz, y sobre los monjes budistas con túnicas anaranjadas que vivían en los numerosos y encantadores templos (wat). Cuando me presentaron a Amphay Doré tuve la oportunidad de saber más. Amphay investigaba sobre los orígenes y la historia de Laos. Vivía entre París, Vientián y Luang Prabang, y sabía mucho sobre la gente de Laos, su cultura y su religión. Además era generoso con su tiempo. Su familia tenía una casa de madera y bambú a las afueras de la ciudad y me invitaba a hablar allí sobre Laos y el budismo.

En Laos, como en Camboya y Tailandia, el budismo theravada de Sri Lanka se había mezclado con las tradiciones hindúes de la realeza, y el antiguo animismo local de culto a los espíritus en una tradición religiosa que era a la vez rigurosa y flexible. Era rigurosa en lo que se refiere a la disciplina que debían observar los monjes: debían ir descalzos a pedir comida al pueblo inmediatamente después del amanecer, no podían comer después del mediodía, tenían frecuentes sesiones de canto y unas condiciones de vida espartanas. Pero admitía creencias y tradiciones no budistas.

Amphay poseía una calma extraordinaria y la cultura laosiana le convencía totalmente. Sus lecciones se reforzaron en 1974, cuando viví durante un mes como un monje en uno de los templos de Luang Prabang. Me hablaba de la búsqueda de una existencia armoniosa, del sufrimiento y la muerte como algo inevitable, el respeto por todos los seres vivos, los conceptos de meta y karuna, que se podrían traducir en como «compasión» y «desprendimiento» de las cosas materiales, de los sentimientos y las cosas efímeras. Por supuesto, el budismo y la cultura de Laos son algo mucho más rico y complejo, pero estos son los elementos principales que se me han quedado grabados y han influido en mi modo de enfocar la vida.

GEOGRAFÍA E HISTORIA

Laos era un país sin salida al mar con tres millones de habitantes a finales de los años 60 —la población en 2012 era de algo más de 6,5 millones—, que lindaba con Myanmar, China, Vietnam, Camboya y Tailandia. Fue parte de la Indochina francesa desde comienzos del siglo XXhasta 1954, cuando se convirtió en una monarquía constitucional independiente, cuyo rey estaba en Luang Prabang y el gobierno y la administración en Vientián.