Celebración de París - José Vidal-Beneyto - E-Book

Celebración de París E-Book

José Vidal-Beneyto

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Celebración de París' es el manuscrito que José Vidal-Beneyto dejó sobre la mesa de su domicilio parisino antes de fallecer unas semanas más tarde en el hospital de La Pitié-Salpêtrière. Vidal-Beneyto prolongó durante décadas el aprendizaje de una ciudad que no dejaba de asombrarle. Adoptó desde muy joven París como teatro intelectual, como escenario de conspiraciones políticas, mapa de acciones culturales que nunca se agotan y tramoya de una imaginación ilustrada. La perspectiva que adopta el autor es la de los hombres de letras cuyas voces resuenan en la urdimbre del callejero parisino. Una ciudad que a través de sus cafés y de sus plazas alienta las aventuras de la condición humana y los logros del filósofo que se hace a sí mismo hablando y escuchando. Con esta celebración de Vidal-Beneyto, el lector concluirá que, efectivamente, siempre nos quedará París.

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Seitenzahl: 198

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Del texto: José Vidal-Beneyto, 2017© De esta edición: Universitat de València, 2017

Imagen de cubierta: Le café Capoulade, rue Soufflot et le Panthéon. Paris, 1956.

Foto de Janine Niepce (1921-2007)

© Janine Niepce / Roger-Viollet

ISBN: 978-84-9134-211-3

A los de La Nueve, que liberaron París.

A Miguel Servet,único español con una estatua en París,condenado a morir en la hoguera:por la Inquisición y por Juan Calvino.

ÍNDICE

PRÓLOGO

Juan Goytisolo

CELEBRACIÓN DE PARÍS,

José Vidal-Beneyto

I. LOS PASAJES

1. El espacio público moderno

2. De la mano de Walter Benjamin

3. Los espacios públicos de la cotidianeidad: los cafés

4. Usos de los espacios públicos: leer y conversar

5. Saint-Germain-des-Prés y el existencialismo

6. Sartre y Beauvoir o Montparnasse y la militancia

7. La cultura al paso de la ciudad

8. Arquitectura y creatividad

9. Determinaciones urbanas y socialidad

10. De París al Mundo

11. Los Pasajes en la literatura

12. Símbolo y herencia

II. LOS SALONES

1. La civilidad espacializada

2. El culto de la cultura

III. LOS CAFÉS

1. Un café para Sócrates

2. La Coupole y sus compañeros de Vavin

4. Los cafés existencialistas

APÉNDICE

Españoles en y de París. Escritores e intelectuales

APUNTES SOBRE JOSÉ VIDAL-BENEYTO

Cécile Rougier-Vidal

PRÓLOGO

Juan Goytisolo

Para quien ha pasado más de cuarenta años del siglo que dejamos atrás en la capital francesa, Celebración de París es una constante e incentiva invitación a volver al pasado.

Me permitiré de entrada un breve inciso personal. En mis primeras estancias en la ciudad me alojé en la Rive Gauche y allí visité el café Flore y el Deux Magots en el barrio de Saint-Germaindes-Prés atraído por el nombre de sus clientes más célebres, no solo Sartre y Simone de Beauvoir sino un verdadero listín telefónico de los escritores y artistas más famosos del momento, pero, según descubrí enseguida, los mentores del existencialismo habían desertado del lugar: abrumados por la curiosidad de los turistas y los burgueses habían renunciado a escribir en los cafés y lo hacían en sus domicilios, en el 42 de la rue Bonaparte él, y en la rue Schoelcher ella, domicilios que Monique Lange y yo visitamos durante y después de la guerra de Argelia con motivo del famoso manifiesto de los 121 a favor de la deserción del ejército colonial. Con gran minuciosidad y documentación, José Vidal-Beneyto sigue los pasos de la pareja instalada ya en Montparnasse y sus vicisitudes durante Mayo del 68: la intervención de Sartre en la Sorbona y la militancia maoísta del filósofo hasta su reclusión en su domicilio del bulevar Raspail, en donde le entrevisté para el diario El País dos años antes de su fallecimiento. El libro de Vidal-Beneyto que arranca con ellos se articula luego en torno a una tan rigurosa como amena reflexión sobre el espacio cultural y social de los cafés, pasajes y salones en donde se desenvuelve la vida literaria y artística de la ciudad. ¿Cómo no celebrar con él el homenaje que le tributa después de los ataques brutales de que ha sido objeto?

La remodelación de París iniciada a fines del XVIII y culminada en el XIX por el barón Haussman originó la emergencia de nuevos espacios de convivencia: los Pasajes que aúnan el comercio y la flânerie. Ahí la referencia a la obra de Walter Benjamin resulta indispensable. En su París capital del sigloXIX el gran pensador alemán analiza las colusiones espacio-temporales de la ciudad desde la perspectiva desestabilizadora del cambio conforme a la visión de Baudelaire. Con la aceleración vertiginosa de las transformaciones, el paisaje urbano reducía las cosas a meras imágenes del recuerdo. Todo concurría a subrayar la caducidad del presente y la incertidumbre ante lo por venir. Las demandas de la nueva burguesía y su aspiración a unos ámbitos exclusivos provocaron complejas operaciones de limpieza y «saneamiento»: creación de áreas despejadas y avenidas amplias, expulsiones masivas de pobres y «elementos asociales» a los guetos que Zola debería describir más tarde. En dicho cambio el papel de los Pasajes era primordial. Si en la zona que se extiende de la Ópera a los Grandes Bulevares –los de Vivienne, Colbert y sobre todo el de Los Panoramas, que fascinó a Cortázar– estos mantienen, aunque museizados, un excelente estado de conservación, otros, que yo solía recorrer casi a diario en mis paseos por los distritos II y X cercanos a casa –los Pasajes de El Cairo, Prado y Brady–, ofrecen hoy un componente humano muy distinto de aquel para el que fueron creados: cafés turcos, bazares hindúes, peluqueros pakistaníes… El autor da buena cuenta de ello en unas páginas en las que el urbanismo se funde con la sociología y esta con una reflexión filosófica que embebe la obra de principio a fin.

En las presentes circunstancias de horror, tras los bárbaros atentados del yihadismo contra el Bataclán y los cafés de los distritos X y XI que sustituyen hoy a los de la Rive Gauche como punto de cita de la bohemia y ocio de los jóvenes, la lectura de las páginas de Celebración de París reviste una obligada dimensión melancólica. Tristemente el odio a la cultura forma parte del genoma humano. Como dice José Vidal-Beneyto: «En estos tiempos de desolación colectiva, en los que el egoísmo y la furia del salvaje urbano vienen a añadir tanta crueldad gratuita a nuestras maltratadas existencias individuales, los valores de armonía y convivencia […] pueden ser una invitación a la felicidad. Que no deberíamos dejar que se perdiera».

Quienes nos sentimos parisienses tenemos que decir bien alto que no lo lograrán.

CELEBRACIÓN DE PARÍS

José Vidal-Beneyto

I. LOS PASAJES

El espacio público moderno

Los Pasajes de París, de los que se dará noticia en este texto, son, más allá de su condición urbana y estética, una de las expresiones más emblemáticas del espacio público moderno. Pero ¿qué significa esta designación? Las relaciones interpersonales y sociales de los seres humanos son fundamentales para su desarrollo y cumplimiento. Esta socialidad congénita, vinculada al aristotélico zoon politikon, reclama ámbitos para su ejercicio. El espacio público, que es el que más adecuadamente se ajusta a esa función, consiste en plataformas de encuentro y conocimiento, de conversación, de intercambio de noticias e informaciones, de debate y de elaboraciones argumentales que sirven para preparar y proponer interpretaciones de la realidad. Ver y ser visto, instruirse en lo que pasa y confrontar argumentadamente los pareceres de uno con los de los demás son los rasgos esenciales de los dos modelos de espacio público: el clásico y el moderno. El primero corresponde a la experiencia griega del gobierno de la ciudad centrado en torno al ágora, ámbito en el que los ciudadanos se reúnen para tomar las decisiones que reclama la marcha de la comunidad. Es la concepción de la polis, en la que los ciudadanos deciden sobre aquello que todos tienen en común, frente al oikos, que es la esfera privada, reservada a los asuntos domésticos, a las ordinarias actividades económicas de las personas y las familias. El espacio público clásico, estrictamente político, se articula alrededor de la praxis, cuyo instrumento capital es el diálogo racional, que funda el reino de la libertad, en oposición a la texne, propia de lo doméstico, donde prima la racionalidad instrumental característica de la necesidad.

El espacio público moderno es una creación de la Ilustración que tiene sus raíces en el pensamiento de Kant, a partir del cual Habermas, tomando apoyo en la Öffentlichkeit o esfera de la publicidad, y Koselleck, en la soberanía del sujeto y en la crítica de la razón práctica, reelaboran esta categoría. Esta reelaboración se enmarca en la preeminencia de la conciencia individual, incondicionada y autónoma, sin más guía que la razón y la moral. Este nuevo espacio emergente, fuertemente impulsado por las fuerzas de la burguesía en plena fase ascendente, apunta básicamente a la emancipación del individuo frente al Estado y a su razón omnipotente. El enemigo es el absolutismo político encarnado por Hobbes, al que la irrupción del espacio público burgués, con la fuerza que le dan las conciencias y las voluntades de las personas privadas, miembros de la sociedad civil, priva de toda legitimidad. Con ello el espacio público moderno o burgués se nos aparece como una entidad bifronte, con una cara política y otra social, la segunda funcionando como soporte y fundamento de la primera, pero ambas regidas por el principio de la argumentación y de la crítica y contribuyendo por igual a la producción de la opinión pública.

El advenimiento de la sociedad de masas y las tecnologías de la información generan un tercer espacio público, el mediático, que es en cierto modo un metaespacio que modifica profundamente la naturaleza y el funcionamiento de los dos anteriores. La transformación más relevante es la del abandono de la crítica racional y su sustitución por una opinión difusa, resultado de la agregación de datos, comentarios y juicios de estatus discutible. Y así, la comunicación política, que es la que, según los especialistas –Roland Cayrol, Donimique Wolton, Danin Nimo y Keith Sanders, etc.–, deriva de la interacción entre los políticos, los periodistas, los institutos de encuestas/sondeos y los intelectuales, se ve radicalmente afectada por el proceso de mediatización. Limitándonos a estos últimos, su entrega a la espectacularidad los ha convertido en difusores de mostrenqueces, recitadores de insignificancias, en saltimbanquis del pensamiento. De esa contaminación mediática, unos por ambición y otros por frivolidad, no nos hemos salvado casi nadie, ni los literatos best-sellers, ni los profesores del jet-lag. A los incontaminados los hemos hecho, pese a su excelencia, imperceptibles anónimos. ¿Quién que no sea de su gremio sabe hoy quiénes son Joan Massagué, Javier Muguerza, Juan Antonio Carrillo, Francisco Fernández Buey, Jaime Pastor, Fernando Álvarez-Uría, Luis Enrique Alonso, Julia Varela, Josep Fontana, Anna Cabré, Manuel Garrido y ese corto pero sustancial etcétera gracias al cual podemos decir todavía que en España se piensa?

De la mano de Walter Benjamin

Walter Benjamin es quien sitúa el tema de los Pasajes de París en el paisaje intelectual del siglo XX. Pasajes que, para él, no son tanto una figura urbana de perfil triple –económico, estético y social– cuanto una inagotable cantera de materiales teóricos y empíricos. Los Pasajes, a pesar de la parvedad de la atención de que el autor los hace objeto –apenas el 10% de los textos que escribe sobre este tema se ocupan propia y directamente de ellos–, constituyen el referente central de su reflexión. Esa larga convivencia intelectual con ellos se extiende desde las Primeras notas, que datan de 1927, hasta las últimas consideraciones escritas en la primavera de 1940. El conjunto compone un vasto volumen de 1102 páginas (edición de Rolf Tiedeman, Suhrkamp Verlag, 1982) que lleva por título París, capital del sigloXIX o El Libro de los Pasajes, y que incluye dos presentaciones globales del proyecto, una de 1935 y otra de 1939, junto con 35 capítulos, agrupados como Notas y materiales, que se encuadran en lo que Benjamin denomina «mitología moderna». En ellos se abordan temas tan distintos como la presentación de Victor Hugo, Marx, Baudelaire, Saint-Simon, Fourier, etc.; el comentario de procesos políticos, sociales y económicos de particular importancia en el siglo XIX como la Comuna, la Bolsa, las sectas, la prostitución, el compañonaje, la ociosidad, el movimiento social, etc.; y sobre todo sus consideraciones sobre los aspectos urbanos y las nuevas técnicas de la época, como el viejo París, la construcción en hierro, las calles, las intervenciones del barón Haussman, la fotografía, etc.

Ahora bien, este batiburrillo temático se ordena en torno a la concepción espacio-temporal de los Pasajes de que se sirve el autor, en la que la espacialidad física que corresponde a su primera acepción –un nuevo territorio urbano en el que se está y por el que se circula– viene completada por la temporalidad de su segundo significado, en el que el flujo de la duración, el discurrir del paso del tiempo, confiere a la historia una presencia determinante. Historia que no es la de los grandes acontecimientos con sus héroes y sus fastos, sino la de una triunfante cotidianeidad pasada hecha de logros precisos hoy agotados y lúgubres, una historia compuesta sobre el desgaste de los éxitos, sobre la obsolescencia, obsesiva para Benjamin, de las novedades y los inventos convertidos en desechos de una modernidad a la deriva. Todo ello al filo de una exploración de las cosas concretas en la que el autor, coincidiendo con la fenomenología y con el lema husserliano de zu den sachen selbst –«hay que ir a las cosas mismas»–, sitúa toda fuente de conocimiento, aunque colocando su decurso bajo el primado de la materialidad.

Por esta razón, los Pasajes están atravesados por una ininterrumpida crítica del capitalismo, cuyo núcleo constante fue el rechazo de la ortodoxia marxista-leninista y su alineamiento con la «Historia y conciencia de clase» de Lukács y con la teoría del fetichismo de la mercancía. Para Benjamin, el destino de la cultura se manifiesta en la condición de mercancía de los bienes culturales, que sin embargo no hace de ellos el simple reflejo del desarrollo económico, ni constituye a la superestructura en el inevitable producto de la infraestructura, sino que hace de aquella la expresión de esta.

El antisubjetivismo de Benjamin en el que tanto insiste Adorno le empuja a construir su análisis apoyándose solo en citas, renunciando a todo tipo de comentarios y elucubraciones y situando desnudos frente a frente, por una parte, la imponente masa de materiales que ha reunido a golpe de citas, notas y testimonios y, por otra, sus interpretaciones teóricas, otorgando a los primeros una posición dominante y haciendo que las segundas funcionen como ejes sostenedores del montaje. Por esta razón la hipótesis de suprimir todo el aparato documental y dejar reducidos los Pasajes al sucinto inventario de los deslumbrantes fragmentos producto directo de Benjamin falsearía completamente su intención y sentido. La connivencia más profunda de Benjamin con la problemática de los Pasajes está, reside como se ve, en las descripciones de estos, en su efímera condición espacio-temporal, en su vocación intersticial de microespacios entre dos calles, de tránsito fantasmagórico entre dos épocas, dos mundos.

Los espacios públicos de la cotidianeidad: los cafés

La tendencia cada vez más general a encerrarnos en la repetición de las mismas prácticas, a que todos hagamos en el ámbito personal y privado las mismas cosas de la misma manera –comer, vestir, emparejarnos, divertirnos, reñir, aburrirnos, reconciliarnos– junto a la implacable alteración/destrucción de los espacios públicos de encuentro y conversación están haciendo de nuestras vidas recintos átonos y tediosos, de una previsible uniformidad desconsoladora. Para salir de ellos y dada la extrema dificultad de escapar a las prácticas masivas del consumo ordinario, a la privacidad de masa que nos impone la reina economía, tenemos que reivindicar los espacios públicos, pero no confinándolos en los altos temas ciudadanos sino instalándonos en la trivialidad de la ordinaria sociedad civil. Habermas, en su tempranamente iniciada y ya nunca abandonada reflexión sobre la condición pública –la ya citada Öffentlichkeit–, cuya aparición sitúa en el siglo XVII en Francia y simultáneamente en Inglaterra, la caracteriza por la emergencia de un público que frecuenta los cafés, los salones, los clubs y que generaliza con ello la conversación desinteresada, productora de una sociabilidad que impulsa el intercambio de informaciones e ideas. La distinción entre espacio público y privado llega, para Habermas, hasta la vida íntima y familiar, que reserva en las casas una zona de recibo que se dedica a los visitantes y a las reuniones con la gente del exterior, frente a otra a la que no se quiere dar acceso, de la que forman parte las habitaciones y la zona interior.

La Revolución francesa representa el momento culminante de esta separación, a la que pone fin el triunfo del mercado con la interpenetración de ambas esferas, la pública y la privada, que dura hasta su clausura por la generalización en la segunda mitad del siglo XIX de la prensa escrita. Esta y la radio suponen un notable impulso para el debate público y la proliferación de espacios donde ejercitarlo. Europa se llena de cafés y da lugar a una geografía cafeística que inspira a George Steiner la sugerente evocación que recoge en Une certaine idée de l’Europe. Muchas de las principales ciudades europeas tienen un café emblemático y limitándome a Italia y a Austria hay que citar en la primera el café Greco en Roma, el Florián en Venecia, el Gilli en Florencia, el San Carlos en Turín, el Ussero en Pisa, el Patrocchi en Padua, el San Marcos en Trieste; y en cuanto a la segunda todos los tempranos y maravillosos cafés de la ciudad de los cafés, Viena, con el café Central de 1860, el Imperial de 1873, el Sperl y sus pintores en 1880, el Museum de la mano de Alfred Loos y el Karlplatz, ambos de 1889; sin olvidar dos de los más significativos, el Leopold Hawelka y el Tirolerhof, todos ellos inseparables de la gran eclosión intelectual de la ciudad: Freud, Musil, Wittgenstein, Karl Krauss, Carnap, que fueron sus clientes asiduos e incondicionales. Pues los cafés promueven y asumen los rasgos dominantes del medio en el que se encuentran. Y así, en Carcaixent, mi pueblo, la pasión musical valenciana hizo que los dos principales cafés tuvieran su banda de música y con ellas se instalara una permanente competición y el inacabable palabreo sobre los respectivos méritos y deméritos de una y otra. Durante largo tiempo, la Lira Carcagentina, hermanada con el Casino Gallero, ha mantenido viva, aunque en solitario, esta tradición musical cafeística.

Por lo demás, la regresión de los cafés se inicia en los años sesenta con la ola de las cafeterías, sitios del consumo de pie, concebidos para la urgencia, no para la palabra, y no cesa hasta hoy. En Madrid los principales vestigios son el café Gijón y el Comercial,1 al igual que en Lisboa la resistencia está personificada, a la sombra de Pessoa, por A Brasileira. Los cafés han sido sustituidos por tiendas cuya razón de ser no es la conversación sino la compra; los VIP en Madrid y los Drugstores en París responden a la unánime vocación comercial que nos domina. Y está también internet, que, según los expertos, por ejemplo el peruano Eduardo Villanueva Monsilla, aspira a convertirse con sus listas de discusión en el nuevo espacio de intercambio y discusión. La verdad es que la mísera interacción que produce el egotista enclaustramiento en las pantallas digitales y en la palabra electrónica, así como los cibercafés, no aseguran esa esperanza.

Usos de los espacios públicos: leer y conversar

En los años cincuenta y sesenta el otro gran componente de estos espacios fueron las librerías, en particular las pequeñas de los barrios, así como los grandes templos del texto. Ambos desempeñaban una función esencial, no solo de información y pedagogía sino también en la creación de comunidades de interés y de microcírculos de reflexión en común. Recuerdo una librería kiosco en la Rue Caulaincourt, en pleno Montmartre, donde acostumbraba a comprar los diarios a mediados de la década de los sesenta y cuya propietaria nos adelantaba y comentaba las novedades editoriales. Allí establecí una serie de relaciones que me han acompañado durante largo tiempo. Y no digamos nada de las tertulias apasionantes y discontinuas que se iniciaban en PUF y en La Joie de Lire, en este último caso a la sombra de la personalidad excepcional de François Maspero, librero, traductor y escritor, y de su compañero Antonio Pérez, más que virgilios de nuestro saber, mecenas de nuestra formación, a los que no hemos rendido el homenaje que merecían por su generosidad y mansedumbre, al permitirnos despojarlos mes tras mes del libro que nos interesaba. Tertulias que se continuaban habitualmente en el café Capoulade o en el Petit Cluny y que me recordaban nuestras recaladas madrileñas –diez años antes– en el café Lyon o en el Gijón después de haber encontrado a Luis Martín Santos, a Francisco Pérez Navarro y a Juanito Benet, que venían de discutir en Buchholz con la omnisciente Gerda2 sobre el último Sartre o el penúltimo Faulkner y de intentar convencerla de las excelencias del bajorrealismo, el último movimiento literario que habían alumbrado.

En la dictadura retomábamos fuerzas y libros en Fuentetaja, donde Jesús Ayuso oficiaba con maestría y serenidad, y llegada la Transición contamos con Chus en Visor para no perdernos en la turbamulta de las publicaciones –libros y revistas– revolucionarias. Estas dos últimas librerías quedan, pero todas las demás, incluyendo Buchholz y Miessner, han desaparecido por obra del diktat económico y de sus dos imperativos: cantidad y beneficios, sustituidas por las multinacionales del libro, con sus supermercados de venta, la espectacularización mercadotécnica de sus best sellers por encargo y la irrespirable cadencia de sus novedades. Pero las FNAC no han sido lo peor, sino la macabra contabilidad de las librerías difuntas, transmutadas en zapaterías, tiendas de ropa y almacenes de muebles y objetos domésticos.

Con todo, al socaire de la cultura y de sus estribaciones turísticas, algunos cafés privilegiados han logrado resistir como lugares de encuentro y conversación, lo que obliga a volver a ellos. En París, comenzando por el café Procope, el primero de la ciudad y según algunos de Europa, hoy restaurante, escenario del último encuentro entre Danton y Robespierre, donde Benjamin Franklin redactó su Constitución, que fue antes cenáculo de los enciclopedistas Diderot y Voltaire, y que nos lleva de la mano a la saga cafeística del existencialismo, que sigue siendo una referencia dominante. Sus dos grandes protagonistas, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, convencidos de que la intencionalidad de Husserl ha puesto definitivamente fin al hombre interior, instalan sus vidas en la exterioridad más radical, la física, y hacen de calles, plazas, jardines, cafés, hoteles y bares, su aposento más permanente. Cuando en 1930, en el Jardin du Carrousel, concluyen un primer «contrato de arrendamiento mutuo de sus personas» por dos años, que garantiza su unión a sus propios ojos y que renovarán hasta su muerte, lo hacen acampar en París, la ciudad necesaria, en la que han nacido, viven y morirán. Su primera localización se sitúa en el triángulo que va desde la Rue de Rennes al Jardin du Luxembourg y a la Place du Panthéon y que une dos espacios eminentemente sartrianos, el Quartier Latin y Montparnasse. La pareja comienza viviendo, aunque nunca juntos, en diversos hoteles de este último –el Royal Bretagne, Rue de la Gaité; el Mistral, Rue Cels; el Louisiana de la Rue de Seine– y haciendo del café de La Rotonde y del Dôme actores principales de la novela de Beauvoir La invitada y del relato de Sartre Intimidad sus gabinetes de estudio y su plataforma de lanzamiento social. La guerra se acerca y con ella la movilización de Sartre que pondrá fin a la primera fase montparnasiana de la pareja. En El aplazamiento, Mathieu, el protagonista, se desplaza desde Le Dôme a Les Deux Magots, prefigurando lo que sería para ellos la aventura existencialista de Saint-Germain-des-Prés.

Saint-Germain-des-Prés y el existencialismo

De la mano de Annie Cohen Solal (Sartre), de Deirdre Bair (Simone de Beauvoir), de Gérard-Georges Lemaire (Cafés d’autrefois) y de Jean-Luc Moreau (Le Paris de Sartre et de Beauvoir) llegamos al Saint-Germain-des-Prés que ellos recrearon. Estamos en la primavera de 1937 y el barrio comienza a recuperar el trasiego literario que conoció en torno a la Primera Guerra Mundial, gracias a Apollinaire y a los surrealistas, que sentaron sus penates en la terraza de Les Deux Magots y la convirtieron en la encrucijada inexcusable de quienes están, o aspiran a estar, en la gloria literaria. Sinclair Lewis discute con Chardonne; Maurice Sachs, Eluard, Artaud, Cocteau, Le Corbusier, Audiberti, se agolpan buscando mesa para hablar largamente de su última obra; Hemingway invita a Joyce a tomar un sherry, seco desde luego, y en el interior, Alfred Jarry, el creador de Ubu, para llamar la atención de la muchacha sentada a su lado que se empeña en ignorarlo, saca su pistola, dispara contra el espejo que tiene a sus espaldas y le dice: «Señorita, ahora que hemos roto el hielo, hablemos…». La poesía de lengua alemana en el exilio hace de Les Deux Magots su cuartel general y allí se encuentran Robert Musil, Alfred Döblin, Ernst Weiss, Max Brod, el amigo de Kafka, Stefan Zweig, Heinrich Mann, Anne Seghers, Joseph Roth, Bertolt Brecht intercambiando nostalgias y esperanzas y confiriéndole el marchamo de primer ámbito literario de la ciudad.

1. Saint-Germaindes-Prés y el Café de Flore.

2. Sartre y Beauvoir en La Coupole