Censores trabajando - Robert Darnton - E-Book

Censores trabajando E-Book

Robert Darnton

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Beschreibung

Robert Darnton expone en esta obra que si se resaltan las particularidades de cada caso se confirmará que la censura tiene la huella de quien la práctica. Con tal fin estudia tres casos de distintas épocas y lugares: la Francia borbónica, la India británica y el régimen comunista en Alemania Oriental, donde Darnton señala las formas de control y su peculiar decadencia al colapsarse el sistema.

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ROBERTDARNTON (Nueva York, 1939) es un historiador estadunidense pionero en el estudio de la historia cultural del libro. Es considerado uno de los mayores expertos en lo que se refiere a la Francia del siglo XVIII y los aspectos culturales de este periodo. Sus obras destacan por su conocimiento de los géneros literarios y cómo éstos intervienen en la práctica moral y social. Su contribución a la historia de la cultura abarca también los terrenos de la antropología y la literatura. Se desempeñó como reportero de The New York Times, profesor y catedrático en la Universidad de Princeton y director de la biblioteca de la Universidad de Harvard.

SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

CENSORES TRABAJANDO

Traducción

MARIANA ORTEGA

ROBERT DARNTON

Censorestrabajando

DE CÓMO LOS ESTADOS DIERON FORMA A LA LITERATURA

Primera edición en inglés, 2014 Primera edición en español, 2014 Primera edición electrónica, 2015

Título original: Censors at Work: How States Shaped Literature Copyright © 2014 by Robert Darnton. All rights reserved including the rights of reproduction in whole or in part in any form.

Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero Imagen: J. J. Grandville y Auguste Desperret, Descente dans les ateliers de la liberté de la presse, litografía, París, 1833, División de Impresos y Fotografías, Biblioteca del Congreso, LC-DIG-ppmsca-13649

D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3179-4 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Introducción

Primera ParteLA FRANCIA BORBÓNICA: PRIVILEGIO Y REPRESIÓN

Tipografía y legalidad

El punto de vista de los censores

Operaciones diarias

Los casos problemáticos

Los escándalos y la Ilustración

La policía de libros

Una autora entre la servidumbre

El sistema de distribución: redes capilares y arterias

Segunda ParteLA INDIA BRITÁNICA: LIBERALISMO E IMPERIALISMO

Etnografía amateur

Un melodrama

La vigilancia

¿Sedición?

La represión

Hermenéutica en la sala del tribunal

Juglares errantes

La contradicción fundamental

Tercera ParteLA ALEMANIA ORIENTAL COMUNISTA: PLANIFICACIÓN Y PERSECUCIÓN

Informantes locales

Dentro de los archivos

Las relaciones con los autores

Las negociaciones entre autores y editores

Golpes duros

Una obra de teatro: el show no debe continuar

Una novela: publicada y hecha papilla

El fin de la censura

Conclusiones

Agradecimientos

Bibliografía

Índice analítico

INTRODUCCIÓN

¿Dónde queda el norte en el ciberespacio? No tenemos brújula que nos oriente en el éter inexplorado más allá de la galaxia Gutenberg, y la dificultad no es simplemente de índole cartográfica y tecnológica, sino moral y política. En los albores de internet, el ciberespacio parecía ser libre y abierto. Ahora se pelean por él, lo dividen y lo confinan tras barreras protectoras.1 Los espíritus libres podrían llegar a imaginar que la comunicación electrónica se puede dar sin chocar contra obstáculo alguno, pero esto es ingenuo. ¿Quién querría dejar de proteger su correo electrónico con una contraseña, rehusar los filtros que protegen a los niños de la pornografía o dejar a su país indefenso frente a ataques cibernéticos? Por otro lado, la vigilancia sin restricciones llevada a cabo por la Agencia de Seguridad Nacional estadunidense y la Gran Muralla Electrónica de China son ejemplos de una tendencia a que el Estado haga valer sus intereses a expensas de la gente común. ¿Acaso ha producido la tecnología moderna un nuevo tipo de poder que haya llevado a un desequilibrio entre el papel del Estado y los derechos de sus ciudadanos? Quizá, pero debemos ser cautelosos cuando damos por hecho que el actual equilibrio de poder no tiene precedentes en el pasado. La historia de los intentos del Estado por controlar la comunicación nos puede dar una visión más amplia de la situación actual. El propósito de este libro es mostrar cómo se dieron dichos intentos —no todo el tiempo y tampoco en todas partes, pero sí en determinados momentos y lugares que pueden ser investigados con detalle—. Se trata de una historia de trastienda, puesto que sigue el hilo de la investigación en los cuartos traseros y las misiones secretas donde agentes del Estado vigilaban el uso de la palabra, permitiendo o prohibiendo su impresión y reprimiéndola por razones de Estado una vez que empezaba a circular en forma de libro.

La historia de los libros y los intentos por mantenerlos bajo control no habrá de brindarnos conclusiones que podamos aplicar directamente a las políticas que rigen la comunicación digital. Su importancia obedece a otras razones. Al adentrarnos en el trabajo de los censores observamos la forma de pensar, en su momento, de los legisladores; cómo calibró el Estado las amenazas a su monopolio del poder, y cómo intentó hacer frente a ellas. El poder de la palabra impresa podía ser tan amenazador como una guerra cibernética. ¿Cómo lo entendían los agentes del Estado y cómo sus pensamientos determinaron el curso de las acciones? Ningún historiador puede meterse en las cabezas de los muertos o, para el caso, en las de los vivos, aun si a éstos se les puede entrevistar para estudios de historia contemporánea. Sin embargo, con suficientes documentos podemos detectar patrones de pensamiento y acción. Muy rara vez contamos con archivos adecuados, dado que la censura se llevó a cabo en secreto y los secretos generalmente permanecieron ocultos o fueron destruidos. Aun así, con un caudal suficientemente vasto de evidencia podemos dilucidar los supuestos subyacentes y las actividades encubiertas de los funcionarios encargados de vigilar la palabra impresa. Sólo entonces los archivos nos dan pistas. Podemos seguir a los censores conforme revisaban los textos, a menudo línea por línea, e ir tras las huellas de la policía mientras rastreaba libros prohibidos, ejerciendo los límites entre lo legal y lo ilegal. Es necesario hacer un mapa de los mismos límites, ya que éstos frecuentemente eran inciertos y cambiaban de forma constante. ¿Dónde se puede establecer el límite entre una narración de Krishna jugueteando con las ordeñadoras y un grado de erotismo inaceptable en la literatura bengalí, o entre el realismo socialista y la narración “tardío-burguesa” en la literatura de la Alemania Oriental comunista? Los mapas conceptuales son interesantes en sí mismos e importantes en tanto dieron forma a conductas reales. La represión de libros (es decir, sanciones de todo tipo que caen bajo la firma de “censura pospublicación”) muestra cómo el Estado se enfrentó a la literatura en el espacio social cotidiano a través de incidentes que se hilvanan con las vidas de personajes, ya sea atrevidos o de mala reputación, que operaban más allá de los márgenes de la ley.

Aquí la investigación da paso al puro placer de la cacería, porque la policía o su equivalente, dependiendo de la naturaleza del gobierno, se topaba una y otra vez con un tipo de humanos que rara vez aparece en los libros de historia: juglares vagabundos, arteros vendedores ambulantes, misioneros sediciosos, mercaderes aventureros, autores de toda pinta (desde los famosos hasta los desconocidos, incluyendo un falso Swami y una camarera dispuesta a difundir escándalos), e incluso la misma policía, que a veces se unía a las filas de sus víctimas. Éstas son las personas que pululan por las siguientes páginas junto con censores de todas formas y tamaños. Y creo que este aspecto de la comedia humana merece ser narrado por derecho propio. Empero, contando sus historias de la manera más precisa posible, sin exagerar o distanciarme de las pruebas, espero lograr algo más: una historia de la censura en una nueva clave, una que sea tanto comparativa como etnográfica.

Con la excepción de maestros como Marc Bloch, los historiadores gustan de predicar la historia comparada muchas más veces de las que la practican.2Se trata de un género exigente no sólo porque requiere maestría en diferentes campos de estudio en distintos idiomas, sino también por los problemas inherentes al acto de hacer comparaciones. Será fácil distinguir entre peras y manzanas, pero ¿cómo puede uno estudiar instituciones que parecen similares o llevan los mismos nombres y sin embargo funcionan de manera distinta? Una persona entendida como censor puede comportarse según reglas del juego que resultan incompatibles con aquellas bajo las cuales opera alguien más considerado un censor en otro sistema. Los juegos en sí son diferentes. La noción misma de literatura tiene un peso en ciertas sociedades que difícilmente puede ser imaginado en otras. En la Rusia soviética, según Aleksandr Solzhenitsyn, la literatura fue tan poderosa que “aceleró la historia”,3 mientras que a la mayor parte de los estadunidenses les importa menos que los deportes profesionales. No obstante, las actitudes de los estadunidenses han variado enormemente a través del tiempo. La literatura les pesaba mucho hace 300 años, cuando la Biblia (especialmente las ediciones de Ginebra, derivadas en gran parte de las vigorosas traducciones de William Tyndale) contribuyó enormemente a su forma de vida. De hecho, puede resultar anacrónico hablar de “literatura” entre los puritanos, ya que el término no se hizo de uso común sino hasta el siglo XVIII. Los términos religión o divinidad quizá sean más adecuados, y esto también es válido para muchas culturas antiguas como la de la India, donde la historia literaria no puede distinguirse claramente de la mitología religiosa. Empero, más que centrarme en cuestiones de terminología, espero poder capturar el idioma mismo, es decir, entender el tono subyacente de un sistema cultural y la manera en que sus actitudes tácitas y sus valores implícitos influyeron sobre sus actos. Creo que las comparaciones funcionan mejor a nivel sistémico; por lo tanto, he intentado reconstruir la operación de la censura a lo largo de tres sistemas autoritarios: la monarquía borbónica en la Francia del siglo XVIII, el Raj británico en la India del siglo XIX, y la dictadura comunista en la Alemania Oriental del siglo XX. Cada caso es digno de un estudio propio. Cuando se toman en conjunto y se les compara es posible repensar la historia de la censura en general.

Lo mejor sería comenzar con una pregunta: ¿qué es la censura? Cuando pido a mis alumnos que me den ejemplos, sus respuestas han incluido las siguientes (al margen de los casos obvios de represión bajo los regímenes de Hilter y Stalin):

•   otorgar calificaciones;

•   llamar a un profesor “profesor”;

•   la corrección política;

•   la evaluación por homólogos;

•   las críticas evaluadoras de cualquier tipo;

•   la edición y la publicación;

•   la proscripción de armas de asalto;

•   jurar lealtad a la bandera o también rehusarse a hacerlo;

•   solicitar o expedir una licencia de manejo;

•   la vigilancia por parte de la Agencia de Seguridad Nacional;

•   el sistema de clasificación de películas de la Asociación Cinematográfica de América;

•   la Ley de Protección de la Privacidad Infantil en internet;

•   las cámaras de vigilancia de velocidad;

•   obedecer el límite de velocidad;

•   restringir información para proteger la seguridad nacional;

•   la restricción de cualquier cosa;

•   la clasificación algorítmica del grado de relevancia en internet;

•   el uso de “ella” en vez de “él” como el pronombre estándar;

•   usar o no corbata;

•   la cortesía, y

•   el silencio.

La lista podría extenderse indefinidamente y cubrir sanciones legales y no legales, filtros psicológicos y tecnológicos, así como cualquier tipo de comportamiento por parte de autoridades estatales, instituciones privadas, grupos de homólogos o individuos que escudriñan los secretos internos del alma. Independientemente de la validez de los ejemplos, éstos sugieren que una definición amplia de censura podría abarcar casi cualquier cosa. Se puede decir que la censura existe en todas partes, pero si está en todo entonces no está en nada; una definición que encapsulara todo borraría cualquier distinción y no tendría, por lo tanto, sentido alguno. Identificar la censura con restricciones de todo tipo significa trivializarla.

En lugar de partir de una definición y luego buscar ejemplos que se ajusten a ésta, yo he optado por interrogar a los propios censores. No pueden ser entrevistados (los censores de Alemania Oriental analizados en la tercera parte son una rara excepción), pero podemos recuperar sus voces de los archivos y hacerles preguntas probando y reformulando interpretaciones al ir de un documento a otro. Unos cuantos manuscritos aislados no son suficientes. Se necesitan cientos, y el conjunto debe ser lo suficientemente rico para mostrar cómo los censores llevaban a cabo sus tareas cotidianas y ordinarias. Las preguntas pertinentes que surgen entonces son: ¿cómo trabajaban y cómo entendían su trabajo? Si la evidencia es suficiente, debemos poder reconstruir los patrones de conducta entre los censores y su entorno circundante —desde la revisión de manuscritos por editores hasta la confiscación de libros por la policía—. Los papeles habrán de variar dependiendo de las instituciones involucradas y la configuración institucional dependerá de la naturaleza del orden sociopolítico. Sería erróneo, por lo tanto, esperar que todas las publicaciones sigan el mismo camino y que se les reprima de igual manera cuando ofenden a las autoridades. No hay ningún modelo general.

No obstante, sí hay tendencias generales en la forma en que se ha estudiado la censura durante los últimos 100 años.4 A riesgo de simplificar demasiado, yo citaría dos: por un lado, la historia que da cuenta de la lucha entre la libertad de expresión y los intentos de autoridades políticas y religiosas por reprimirla, y, por otro lado, la narración de las limitaciones de todo tipo que obstaculizan la comunicación. Opuestas como son, creo que hay mucho que decir de cada una.

La primera tiene un carácter maniqueo, enfrentando a los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, y les resulta afín a todos los defensores de la democracia que dan ciertas verdades por hecho.5 Cualquiera que sea su valor lógico o epistemológico, dichas verdades funcionan como principios básicos, no sólo en un plano abstracto sino también en la práctica política. La Enmienda I de la Constitución de los Estados Unidos es el punto de partida para las leyes y las decisiones judiciales que han determinado el significado y establecido los límites de “la libertad de palabra o de imprenta”, como la describe la misma enmienda en una sola frase que nos deja sin aliento.6 Los intelectuales sofisticados podrán burlarse del “absolutismo derivado de la Primera Enmienda”,7 pero la libertad invocada en las 10 enmiendas constitucionales, o Carta de Derechos, pertenece a una cultura política que incluso puede considerarse una religión civil;8 ha evolucionado durante más de dos siglos y cuenta con la lealtad de millones de ciudadanos. Al ceñirse a la Enmienda I, los ciudadanos estadunidenses mantienen el control sobre un cierto tipo de realidad. Ajustan su conducta con base en la ley y, cuando hay conflicto, llevan su caso a los tribunales, quienes deciden lo que es la ley en la práctica.

Los filósofos utilizan abstracciones cuando abogan a favor de los derechos fundamentales, pero por lo general entienden que las ideas se arraigan en sistemas de poder y comunicación. John Locke, el filósofo más vinculado a las teorías de los derechos naturales, no se manifestó a favor de la libertad de expresión cuando el requerimiento de censura previa a la publicación dejó de ser ley en Inglaterra. En cambio, consideró que la negativa del parlamento a renovar la Licensing Act [Ley de licencia], fomentando así la censura, constituía una triunfo sobre los libreros de la Worshipful Company of Stationers and Newspaper Makers [Venerable Compañía de Impresores y Hacedores de Periódicos}, ya que detestaba sus prácticas monopólicas y sus productos de mala calidad.9 Milton también arremetió contra los impresores en Areopagítica, el mejor manifiesto en lengua inglesa a favor de la libertad de prensa, un texto maravilloso, si bien limitado (no considera ni el “papismo” ni la “superstición abierta” permisibles).10 Éstos y otros ejemplos que podrían citarse (Diderot, entre ellos)11 no son muestra de que los filósofos hayan dejado de defender la libertad de prensa como una cuestión de principios, sino más bien de que la entendían como un ideal a defender en un mundo real de intereses económicos e influencias políticas. Para ellos, la libertad no era una norma de otro mundo sino un principio vital del discurso político, el cual entretejieron en la reconstrucción social de la realidad que tuvo lugar en la Europa de los siglos XVII y XVIII. Muchos de nosotros vivimos en el mundo creado por ellos, un mundo de derechos civiles y valores compartidos, e internet no ha condenado ese orden moral a la obsolescencia. Nada sería más contraproducente que hablar en contra de la censura e ignorar la tradición que nos lleva desde la Antigüedad y a través de Milton y Locke hasta la Enmienda I y la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Puede ser que este argumento suene sospechosamente elevado y con más que un dejo de liberalismo que puede resultar hasta chocante.12 Confieso que mis inclinaciones son de índole liberal y considero que Areopagítica es una de las más conmovedores obras polémicas que haya leído jamás, aunque también debo admitir que estoy de acuerdo con un segundo acercamiento al tema que socava la aproximación inicial. Ya sea hablada o escrita, la palabra ejerce poder. De hecho, el poder de la palabra funciona de maneras que no son fundamentalmente distintas de las de acciones ordinarias en el universo cotidiano. Los actos del habla, como los entienden los filósofos del lenguaje, tienen la intención de generar un efecto en el ambiente circundante; cuando toman forma escrita, no hay ninguna razón por la cual debamos asociarlos exclusivamente con la literatura. Algunos teóricos literarios han ido tan lejos como para argumentar que no tiene sentido establecer una categoría llamada “libertad de expresión”, santificada y salvaguardada por restricciones constitucionales. Como argumenta Stanley Fish en su provocativo ensayo, “no existe tal cosa como la libertad de expresión y eso es bueno” (“there is no such thing as freedom of speech – and it’s a good thing, too”).13

Se pueden mencionar otras tendencias en lo que a veces se conoce como posmodernismo14 para afirmar el mismo asunto: a diferencia de aquellos que consideran la censura como la violación de un derecho, muchos teóricos la entienden como ingrediente omnipresente en la realidad social. En su opinión, ésta funciona en la psique individual y en las mentalidades colectivas de todas partes y en todo momento. Es tan omnipresente que, como en los ejemplos dados por mis alumnos, apenas se le puede distinguir de las limitaciones de cualquier otro tipo. Una historia de la censura, por lo tanto, enfrenta un problema: puede ser válido rehusarse a limitar el tema con definiciones restrictivas, pero también es posible extenderlo más allá de todo límite. Nos enfrentamos a dos puntos de vista contradictorios: uno normativo y otro relativo. Por mi parte, creo que pueden ser reconciliados si se les adopta a ambos y se les eleva a otro nivel de análisis, uno que yo llamaría antropológico. Para presentar dicho argumento me abocaré a hacer una “descripción gruesa” de cómo operaba realmente la censura en tres sistemas políticos muy distintos.15

Este tipo de historia requiere investigación a fondo en los archivos, el equivalente entre los historiadores al trabajo de campo entre los antropólogos. Mi propia experiencia comenzó hace décadas entre los documentos de la Bastilla y las grandes colecciones de Anisson-Duperron y la Chambre Syndicale de la Biblioteca Nacional de Francia. Por una serie de afortunadas circunstancias, pasé los años de 1989 y 1990 en el Wissenschaftskolleg zu Berlin y, poco después de la caída del muro, llegué a conocer a algunos censores de la Alemania Oriental. En 1993 y 1994 pude hacer un seguimiento de la información que me habían proporcionado durante otra estancia como catedrático en el Wissenschaftskolleg y continué investigando el tema durante varias temporadas posteriores entre los papeles del Partido Socialista Unificado de Alemania (Sozialistische Einheitspartei Deutschlands, o SED). Habiendo estudiado a los censores en sus funciones dentro de dos sistemas muy distintos en los siglos XVIII y XX, decidí buscar material del siglo XIX fuera del mundo occidental. Gracias a la ayuda de Graham Shaw, quien entonces estaba a cargo de la India Office Library y los registros en la Biblioteca Británica, pude pasar dos veranos estudiando los riquísimos archivos del Indian Civil Service.

Finalmente, después de tantas expediciones a fuentes llenas de información, me encontré ante el problema de transformar material tan diverso en un libro. Quizá debería haber escrito tres libros con el fin de transmitir la información en toda su riqueza, pero quería condensar los resultados de la investigación en un solo volumen para que los lectores pudieran hacer comparaciones y estudiar asuntos generales en diferentes contextos. Deshilvanar las cuestiones conceptuales y contextuales que aparecen en cada uno de los tres países a través de tres siglos puede parecer una tarea de grandes proporciones, pero espero que este libro, condensado como está, resulte de interés a los lectores generales y los lleve a reflexionar sobre el problema que implica la convergencia de dos tipos de poder: el del Estado, siempre en expansión, y el de la comunicación, que crece constantemente con los cambios en la tecnología. Los sistemas de censura estudiados en este libro dan muestra de que la intervención estatal en el ámbito literario fue mucho más allá de la simple corrección de textos y se extendió a la conformación de la misma literatura como una fuerza que influía a lo largo del orden social. Si los Estados ejercían ya tal poder en la era de la imprenta, ¿qué les impedirá abusar de él en la era de internet?

1 John Palfrey, “Four Phases of Internet Regulation”, Social Research 77, otoño de 2010, pp. 981-996. Para un ejemplo de la visión de espíritu más libre del ciberespacio, véase John Perry Barlow, “A Declaration of the Independence of Cyberspace”, disponible en línea en [email protected].

2 Véase Marc Bloch, “Pour une histoire comparée des sociétés européennes”, en Marc Bloch, Mélanges historiques 1, SEVPEN, París, 1963, pp. 16-40.

3 Aleksandr Solzhenitsyn, The Oak and the Calf, Harper and Row, Nueva York, 1980, p. 33.

4 Para un estudio acerca de las investigaciones sobre el tema, véase Censorship: A World Encyclopedia, 4 vols., ed. por Derek Jones, Fitzroy Dearborn, Londres y Chicago, 2001.

5 Véase Reinhold Niebuhr, The Children of Light and the Children of Darkness: A Vindication of Democracy and a Critique of its Traditional Defence, Scribner, Nueva York, 1944.

6 La Enmienda I dice: “El Congreso no hará ley alguna por la que adopte una religión como oficial del Estado o se prohíba practicarla libremente, o que coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente y para pedir al gobierno la reparación de agravios”.

7 Stanley Fish, There’s No Such Thing As Free Speech, and It’s a Good Thing, Too, Oxford University Press, Nueva York, 1994, p. 111.

8 Robert Bellah, The Broken Covenant: American Civil Religion in Time of Trial, University of Chicago Press, Chicago, 1992.

9The Correspondence of John Locke, Electronic Edition, Intelex Past Masters, vol. 5, p. 78.

10 John Milton, Areopagitica, Arc Manor, Rockville, Maryland, 2008. [Edición en español: Areopagítica, trad. y pról. de José Carner, Fondo de Cultura Económca, México, 1941.]

11 Como el libre pensador que era, Diderot sin duda estaba a favor de la libertad de expresión; pero como un autor amenazado, por un lado, por el peligro de ser encarcelado por lettre de cachet (es decir, por una orden arbitraria del rey) y presionado, por otro, por un mercado literario que controlaba el gremio de libreros e impresores parisinos, tenía una visión poco ilusa de la industria editorial en su época. Dicha visión tenía mucho en común con aquella expresada por Milton un siglo antes, excepto que Diderot dependía más de poderosos editores. Véase Denis Diderot, Lettre sur le commerce de la librairie, ed. por Jacques Proust, París, 1962. [Edición en español: Carta sobre el comercio de libros, estudio preliminar de Roger Chartier, ed., trad. y notas por Alejandro García Schnetzer, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003.]

12 En The Whig Interpretation of History, Bell, Londres, 1931, Herbert Butterfield describe una visión liberal que destaca el avance inevitable del progreso sobre la reacción hacia un presente que aparece como el triunfo del liberalismo. Dado su aparente sesgo cultural y político, el término Whig history se ha convertido en un concepto peyorativo. Sin embargo, en un artículo reciente, William Cronin sostiene que es digno de reconsiderarse (“Two Cheers for the Whig Interpretation of History”, Perspectives on History 50, núm. 6, septiembre de 2012; edición en línea). Por supuesto, una visión de la historia que contrapone la censura a la continua búsqueda de la verdad no tiene por qué ser exclusiva de los liberales. Uno de los estudios más conocidos sobre la censura fue escrito por el conservador historiador de las ideas Leo Strauss: Persecution and the Art of Writing, Free Press, Glencoe, Illinois, 1952. [Edición en español: La persecución y el arte de escribir, Amorrortu Editores, Madrid, 2009.] Él rechaza explícitamente el tipo de “historicismo” que defiendo en este libro.

13 Fish, op. cit., pp. 102-119. Los juristas a veces destacan distintos usos del adjetivo “libre” (free): una cosa es la expresión libre de restricciones y otra la cerveza libre de costo. La primera es una acción que está protegida por la ley y limitada por restricciones legales; la otra, un producto que implica costos. Defender la libertad de expresión o el libre acceso al material disponible en internet no es, por lo tanto, hacer caso omiso de las realidades económicas y sociales o replegarse en un idealismo desinformado del tipo del que se burla Fish. Véase Lawrence Lessig, Free Culture: How Big Media Use Technology and the Law to Lockdown Culture and Control Creativity, Penguin, Nueva York, 2004. [Edición en español: Cultura libre. Cómo los grandes medios están usando la tecnología y las leyes para encerrar la cultura y controlar la creatividad, trad. de Antonio Córdoba, LOM Ediciones, Santiago, 2005.]

14 Entre los estudios sobre la censura que toman en cuenta teorías posmodernistas, véanse Michael Holquist, “Corrupt Originals: The Paradox of Censorship”, Publications of the Modern Languages Association 109, 1994, pp. 14-25; los ensayos incluidos en Censorship and Silencing: Practices of Cultural Regulation, ed. por Robert C. Post, Getty Research Institute for the History of Art and the Humanities, Los Ángeles, 1998; los ensayos en Censorship and Cultural Regulation in the Modern Age, ed. por Beate Müller, Rodopi, Nueva York, 2004; los ensayos en The Administration of Aesthetics: Censorship, Political Criticism, and the Public Sphere, ed. por Richard Burt, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1994, y Sophia Rosenfeld, “Writing the History of Censorship in the Age of Enlightenment”, en Postmodernism and the Enlightenment. New Perspectives in Eighteenth Century French Intellectual History, ed. por Daniel Gordon, Routledge, Nueva York, 2001.

15 Para la “descripción gruesa”, véase Clifford Geertz, The Interpretation of Cultures: Selected Essays, Basic Books, Nueva York, 1973, pp. 3-30. [Edición en español: La interpretación de las culturas, trad. de Alberto L. Bixio, Gedisa, Barcelona, 1992, pp. 19-40.]

PRIMERA PARTELA FRANCIA BORBÓNICA: PRIVILEGIO Y REPRESIÓN

LA VISIÓN MANIQUEA de la censura resulta especialmente atractiva cuando se aplica a la Ilustración, ya que dicho periodo puede ser fácilmente visto como una batalla de la luz contra la oscuridad. Se presentó a sí mismo de esa forma, y sus campeones derivaron otras dicotomías a partir de ese contraste básico: razón contra oscurantismo, libertad contra opresión, tolerancia contra fanatismo. Concibieron fuerzas paralelas que influían en el ámbito social y político: por un lado, la opinión pública movilizada por los philosophes, los intelectuales liberales de la Francia ilustrada; por otro, el poder de la Iglesia y el Estado. Por supuesto, los análisis históricos de la Ilustración evitan tal grado de simplificación y revelan contradicciones y ambigüedades, sobre todo en lo que se refiere a ideas abstractas relacionadas con instituciones y eventos. Sin embargo, cuando se trata del tema de la censura, las interpretaciones históricas generalmente presentan la actividad represiva de los funcionarios administrativos en contraposición con los intentos de los escritores por promover la libertad de expresión. Francia ofrece los ejemplos más dramáticos en ese sentido: la quema de libros, el encarcelamiento de autores y la proscripción de obras sumamente importantes de la literatura, particularmente aquellas de Voltaire y Rousseau, así como la Encyclopédie, cuya historia editorial personifica la lucha del conocimiento por liberarse de las ataduras impuestas por el Estado y la Iglesia.1

Hay mucho que decir sobre esta interpretación, especialmente si se mira desde la perspectiva del liberalismo clásico o como una defensa comprometida de los derechos humanos; es decir, desde una perspectiva moderna derivada de la Ilustración. Sin embargo, sea cual sea su validez como un vehículo para otorgar juicios de valor a la objetividad histórica, carece de investigación fundamental en el área de cómo funcionaba realmente la censura. ¿Qué hacían los censores, cómo entendían sus tareas y cómo encajan sus actividades en el orden político y social circundante?2

TIPOGRAFÍA Y LEGALIDAD

Consideremos, por ejemplo, la página titular de un libro cualquiera del siglo XVIII, Nouveau voyage aux isles de l’Amérique (París, 1722). Se extiende y se extiende como una sobrecubierta más que la página titular de un libro moderno. De hecho, su función era similar a la de la sobrecubierta: resumir y anunciar el contenido del libro a cualquiera que pudiera estar interesado en leerlo. El elemento faltante, al menos para el lector moderno, es igualmente llamativo: el nombre del autor, que simplemente no aparece. No es que el autor haya intentado ocultar su identidad: su nombre aparece en las preliminares. Sin embargo, quien era realmente responsable por el libro a nivel tanto legal como financiero aparece con prominencia en la parte inferior de la página, junto a su dirección: “En París, la rue Saint Jacques, la tienda de Pierre-François Giffart, cerca de la rue des Mathurins, en la imagen de Santa Teresa”. Giffart era un librero (libraire), y como muchos libreros también fungía como editor (el término moderno, éditeur, aún no era de uso común), comprándole manuscritos a los autores, imprimiéndolos, y vendiendo los productos finales en su tienda. Desde 1275, los libreros habían estado bajo la autoridad de la universidad y por lo tanto debían mantener sus establecimientos en el Quartier Latin [Barrio Latino]. Una buena parte se encontraba en la rue Saint Jacques, donde sus anuncios de hierro forjado (ergo, “en la imagen de Santa Teresa”) se columpiaban en el aire, suspendidos por bisagras, como las ramas de un bosque. La Hermandad de Impresores y Libreros, dedicada a San Juan Evangelista, se reunía en la iglesia de los padres de Mathurin, en la rue des Mathurins, cerca de la Sorbona, cuya facultad de teología a menudo dictaminaba sobre la ortodoxia de los textos publicados. La dirección impresa en este libro, por lo tanto, lo coloca en el corazón mismo del negocio oficial aunque, en cualquier caso, su indiscutible legalidad quedaba por demás clara en la leyenda impresa en la parte inferior: “Con la aprobación y privilegio del rey”.

Es aquí como nos encontramos con el fenómeno de la censura, porque estas approbations (o aprobaciones) eran las autorizaciones formales entregadas por los censores reales. En este caso hay cuatro, todas impresas al principio del libro y escritas por los censores que aprobaron el manuscrito. Uno de ellos, un profesor de la Sorbona, comentó en su approbation: “Me dio placer leerlo; está lleno de cosas fascinantes”. Otro, un profesor de botánica y medicina, destacó la utilidad que tenía el libro para viajeros, comerciantes y estudiantes de la historia natural; en particular, elogió el estilo. Un tercer censor, un teólogo, simplemente constató que se trataba de un buen libro. No lo podía dejar de leer, dijo, porque inspiraba en el lector esa “dulce pero ávida curiosidad que nos hace querer seguir adelante”. ¿Son éstas las frases que esperaríamos de un censor? O, para reformular la pregunta a la manera que Erving Goffman presuntamente estableció como el punto de partida de toda investigación sociológica: ¿qué está pasando aquí?

FIGURA 1. Una típica página titular de un libro censurado, Nouveau voyage aux isles de l’Amérique, 1722. [Copia privada.]

Podemos vislumbrar el principio de una respuesta en el privilege (o privilegio) mismo, el cual viene después de las approbations. Toma la forma de una carta del rey a los funcionarios de sus cortes, notificándoles que la corona ha concedido al autor del libro, cuyo nombre aparece ahora por primera vez, el derecho exclusivo de reproducirlo y venderlo a través de intermediarios en el gremio de los libreros. El privilegio es un texto largo y complejo, lleno de estipulaciones sobre las cualidades físicas del libro. Debía ser impreso en “buen papel y hermoso tipo, en conformidad a los reglamentos sobre el comercio de libros”. Dichas normas establecían estándares detallados de control de calidad: el papel debía manufacturarse con trapos de un cierto grado; el tipo debía calibrarse para que una “m” fuera exactamente tan ancha como tres “l”. Se trataba, en resumen, del más puro colbertismo; es decir, la interferencia estatal para promover el comercio estableciendo estándares de calidad y reforzando a los gremios detrás de una pared protectora de aranceles, una estrategia originalmente ideada bajo la dirección de Jean-Baptiste Colbert. El privilegio concluía como todos los edictos reales: “Porque tal es nuestro placer”. Legalmente, el libro existía por el placer del rey, un producto de su real “gracia”. Esta palabra, grâce, se repite en todos los edictos clave en el comercio del libro; de hecho, la Direction de la Librairie, o la administración real a cargo del comercio de libros, se dividió en dos partes: la Librairie Contentieuse, que resolvía los conflictos, y la Librairie Gracieuse, que dispensaba los privilegios. Finalmente, después del texto del privilegio venía una serie de párrafos indicando que éste se había añadido a los registros del gremio de los libreros y dividido en porciones, las cuales habían sido vendidas a cuatro libreros distintos.

Hoy en día todo esto nos parece bastante extraño: los censores alaban el estilo y la legibilidad del libro en vez de suprimir sus herejías; el rey confiere su gracia, y los miembros del gremio de los libreros se la dividen y la venden como si fuera un tipo de propiedad. Efectivamente, ¿qué está pasando aquí?

Una manera de darle sentido a este rompecabezas es pensar en el libro del siglo XVIII como algo comparable a esos frascos de mermelada y cajas de galletas inglesas que resultan tan curiosas a los extranjeros ya que existen por nombramiento especial de la reina (“By special appointment to her Majesty the Queen”). El libro era un producto de calidad; tenía la autorización real y, al dispensar dicha autorización, los censores avalaban su excelencia en general. La censura no era simplemente cuestión de purgar herejías. Era algo positivo: el respaldo real del libro y una invitación oficial a leerlo.

El término que regía en este sistema era privilege o “privilegio” (etimológicamente, “derecho privado”). De hecho, el privilege era el principio de organización en el Ancien Régime en general, no sólo en Francia sino en la mayor parte de Europa. La ley no se dispensaba de igual forma a todos, ya que la mayoría daba por hecho que todos los hombres (y, aún más, todas las mujeres) habían nacido desiguales y con razón: las jerarquías eran orden de Dios e inherentes a la naturaleza. La idea de la igualdad ante la ley era impensable para la mayoría de los europeos, con la excepción de unos cuantos filósofos. La ley era una dispensa especial otorgada a determinados individuos o grupos por tradición y por la gracia del rey. Así como los hombres de buena cuna gozaban de privilegios especiales, también los libros de calidad. De hecho, el privilegio funcionaba en tres niveles en la industria editorial: el libro mismo se encontraba privilegiado (la idea moderna de los derechos de autor no existía más que en Inglaterra); el librero era privilegiado (como miembro de un gremio disfrutaba el derecho exclusivo a participar en el comercio de libros), y el gremio también contaba con el privilegio (como corporación exclusiva contaba con ciertos derechos, en particular la exención de muchos impuestos). En resumen, la monarquía borbónica desarrolló un elaborado sistema para canalizar el poder de la palabra impresa. Como producto de ese sistema, el libro se convirtió en el epítome del régimen entero.

EL PUNTO DE VISTA DE LOS CENSORES

Esas eran las características formales del antiguo régimen tipográfico, pero ¿cómo se ve el sistema si estudiamos su funcionamiento tras la fachada de las portadas y los privilegios, es decir, desde el punto de vista de los censores mismos? Afortunadamente, hay una serie de manuscritos en la Biblioteca Nacional de Francia que constituyen una rica fuente de información acerca de cómo realizaban los censores sus tareas en las décadas de 1750 y 1760. Cientos de cartas y reportes dirigidos a C. G. de Lamoignon de Malesherbes, director de la administración del comercio de libros, conocida como Direction de la Librairie, revelan su forma de trabajo y, sobre todo, sus razones para aceptar o rechazar solicitudes de privilegio.3

FIGURAS 2a y 2b. Las aprobaciones y el privilegio impresos después del prefacio a Nouveau voyage aux isles de l’Amérique. A continuación del privilegio (sólo aparece aquí la primera parte) numerosas notas indicaban los pasos legales tomados para su implementación comercial: 1. Fue ingresado en el registro oficial resguardado por el gremio parisino de libreros e impresores. 2. El autor, F. J.-B. Labat, cedió formalmente el privilegio, que le había sido concedido a dos libreros, Giffart y Cavelier hijo. (Como indicaba una nota anterior, sólo los libreros o los impresores tenían permiso para vender libros.) 3. Giffart y Cavelier hijo certificaron que ellos habían dividido el privilegio en cuatro partes; cada uno de ellos conservaba una parte y de común acuerdo cedieron una parte al padre de Cavelier y otra a Theodore le Gras, que también era librero. [Aprobaciones y privilegio, Nouveau voyage aux isles de l’Amérique, 1722. Copia privada.]

Ya que se trataba de cartas confidenciales a Malesherbes, los informes evaluaban libros con una franqueza que no podía aparecer en las aprobaciones formales. A veces, sin duda, simplemente garantizaban que el manuscrito no contenía nada que pudiera ofender a la Iglesia, a la moral o al Estado; las categorías convencionales que debía atender un censor. Muchas de ellas, sin embargo, refrendaban positivamente el estilo y el contenido, incluso cuando consistían en una sola frase o dos. La siguiente es una recomendación típica para un privilegio: “He leído, por orden de monseñor el canciller, las Lettres de M. de la Rivière. Me parecen bien escritas y llenas de reflexiones edificantes y razonables”.4 Cuando los censores se encontraban entusiasmados con un texto lo colmaban de alabanzas. Uno de ellos hizo un reporte elaborado de todas las cualidades que justificaban la concesión de un privilegio a un libro sobre las islas británicas: una manera impecable de ordenar el tema, excelente manejo de la historia, geografía precisa; era justo aquello que se necesitaba para satisfacer la curiosidad del lector.5 Otro censor respaldó un libro sobre ética principalmente por sus cualidades estéticas. Aunque carecía de cierta grandeza de tono, era sencillo y conciso, iba enriquecido con divertidas anécdotas y se narraba de manera que pudiera sostener el interés de los lectores a la vez que los convencía de las ventajas inherentes a la virtud.6 Algunos informes positivos son de tal longitud que parecen reseñas de libros.7 Un censor se deshizo en elogios sobre un libro de viajes pero posteriormente puso freno a su entusiasmo y decidió presentar una recomendación concisa “para evitar infringir en el territorio de los periodistas”.8 Lejos de sonar como centinelas ideológicos, los censores escribían como hombres de letras y sus informes podrían considerarse una forma de literatura.

Las inquietudes literarias de los censores se hacen particularmente evidentes en los informes negativos, donde uno podría esperar la mayor cantidad de vetos sobre todo tipo de herejías. Un censor condenó el “tono ligero y bromista” de un tratado sobre cosmología.9 Otro no presentó ninguna objeción teológica a una biografía del profeta Mahoma pero declaró el libro superficial y falto de investigación.10 Un tercero se negó a recomendar un libro de texto de matemáticas porque no trabajaba los problemas con suficiente detalle ni daba los cubos y los cuadrados de ciertas sumas.11 Un cuarto rechazó un tratado legal alegando que utilizaba terminología inexacta, documentos mal fechados, malentendía principios básicos y estaba lleno de faltas de ortografía.12 Un quinto se ofendió con un recuento de las campañas de Federico II, no por cualquier falta de respeto en su discusión de la política exterior francesa sino porque se trataba de “una compilación sin sabor ni discernimiento”.13 Y un sexto rechazó una defensa de la ortodoxia religiosa contra los ataques de los librepensadores principalmente por su falta de cuidado: “Esto no es un libro en lo absoluto. No se puede saber cuál es el propósito del autor hasta no haber terminado la obra. Avanza, se regresa; sus argumentos son a menudo débiles y superficiales; su estilo resulta petulante en sus intentos por ser animado… A menudo cae en el ridículo y la estupidez a fuerza de intentar hacer frases bonitas”.14

Por supuesto, los informes también contienen un montón de comentarios condenando ideas heterodoxas. Los censores ciertamente defendían a la Iglesia y al rey, pero partían de la suposición de que una aprobación era un respaldo positivo para un libro y que un privilegio representaba la autorización de la corona. Ellos mismos escribían como hombres de letras dispuestos a defender “el honor de la literatura francesa”, como lo expresó uno de ellos.15 A menudo adoptaban un tono superior, vertiendo desprecio sobre obras que no estaban a la altura de estándares tan altos que podían haber sido establecidos en el Grand Siècle. Un censor suena tan cortante como Nicolas Boileau, el más agudo crítico del siglo XVII, al rechazar un almanaque que no contenía nada ofensivo, excepto su prosa: “Su estilo es deleznable”.16 Otro rechazó un romance sentimental simplemente porque estaba “mal escrito”;17 un tercero condenó la traducción de una novela inglesa por encontrarla francamente insulsa: “Sólo veo moralizaciones insípidas entremezcladas con aventuras ordinarias, parloteo banal, descripciones incoloras y reflexiones triviales… una obra así no es digna de aparecer con marca de aprobación pública”.18

Este estilo de censura presentaba un problema: si los manuscritos no solamente tenían que ser inofensivos sino además dignos de la aprobación del mismísimo Rey Sol, ¿no era entonces imposible que la mayor parte de la literatura pudiera cumplir con dichos requisitos? El censor de la novela mencionada eligió un camino convencional para superar esta dificultad: “Dado que [esta obra], a pesar de sus defectos y mediocridad, no contiene nada peligroso ni condenable y, después de todo, no ataca a la religión, la moral o el Estado, creo que no hay riesgo en tolerar su impresión y puede ser publicada con un permiso tácito, aunque el público no se verá muy halagado con semejante regalo”.19

En otras palabras, el régimen creó fisuras en el sistema legal. “Permisos tácitos”, “tolerancia”, “permisos simples”, “permisos de la policía”: los responsables del comercio de libros idearon toda una serie de categorías que podían utilizarse para permitir la aparición de libros sin que éstos recibieran un aval oficial. A menos que hubieran querido declararle la guerra a la mayor parte de la literatura contemporánea y dada la naturaleza del régimen de privilegios, no podían haber hecho otra cosa. Como dijo Malesherbes al reflexionar sobre sus años como director del comercio de libros: “Aquel hombre que sólo leyera los libros que aparecieron originalmente con la sanción explícita del gobierno, como prescribe la ley, estaría al menos un siglo detrás de sus contemporáneos”.20 Más que cualquier director anterior del comercio de libros, Malesherbes extendió el uso de los permisos tácitos, un acuerdo que permitía la venta discreta de un libro siempre y cuando no generara tal escándalo que tuviera que ser retirado del mercado, generalmente con la complicidad de la policía. A diferencia de los privilegios, los permisos tácitos no otorgaban el derecho exclusivo de publicar una obra, pero requerían la aprobación de un censor y la inscripción a un registro. Ningún rastro de aprobación, incluyendo el nombre del censor, aparecía en el libro, que a menudo llevaba una dirección falsa en su portada para sugerir que se había publicado fuera de Francia. En casos particularmente problemáticos, los censores podían recomendar simples tolérances, un acuerdo informal en el que el director del comercio de libros accedía a voltear para otro lado cuando un libro se vendía de manera subrepticia. Los permissions de police eran dispensados por el teniente general de la policía para trabajos cortos y efímeros que también podían ser revocados si causaban ofensa.

Para el censor que se encontraba ante un nuevo manuscrito, este espectro de gradientes de legalidad normalmente significaba elegir entre tres posibilidades: podía recomendar, a través del director del comercio de libros, que el canciller otorgara un privilegio, y entonces el texto finalmente aparecía con una aprobación y con el nombre del censor añadido; podía recomendar un permiso tácito, y entonces el trabajo aparecía sin ningún aval oficial, como si hubiera sido importado del extranjero, o podía negar la autorización y el libro ser publicado ilegalmente o no publicarse nunca.21 Para tomar esa decisión, el censor tenía que sopesar factores complejos y a veces contradictorios: la ortodoxia del texto en relación con las normas convencionales de la religión, la política y la moral; su contenido como una contribución a la literatura o a algún campo del conocimiento; su valor estético y a veces comercial; su potencial efecto en asuntos de actualidad, y su efecto en las redes de alianzas y enemistades incrustadas en “le monde” (es decir, en la élite aristócrata rica y talentosa que dominaba la vida pública en Francia). Consideremos dos ejemplos.

Primero, una historia de éxito. El caballero de Mouhy, un novelista de pacotilla y en algún momento espía de la policía, tenía poco talento y aún menos dinero, pero había conseguido hacerse de un capital en forma de “protecciones” (el término del siglo XVIII para el tráfico de influencias que hacía que el universo aristocrático, “le monde”, girara). En 1751, Mouhy improvisó algunos ensayos de bellas letras bajo el título Tablettes dramatiques y jugó una de sus cartas: ser conocido del caballero De Pons, uno de los consejeros del duque de Chartres. De Pons permitió que Mouhy presentara su manuscrito al duque durante una audiencia en el Château de Saint Cloud. Después de echar un vistazo al texto, el duque hizo un comentario dando a entender que tenía la esperanza de que se publicara. Mouhy regresó a su buhardilla, escribió una efusiva dedicatoria al duque y, después de algunas negociaciones sobre los halagos contenidos en una de las líneas, persuadió a De Pons para que persuadiera al duque de aceptarlo. A continuación, Mouhy se dedicó a hacer pasar el manuscrito por la censura, lo cual no era tarea fácil dado que contenía algunos comentarios irreverentes sobre los hombres de letras y la Académie Française. Para facilitar su camino, jugó una segunda carta: la protección del mariscal de Belle-Isle. El mariscal escribió a M. de la Reignière, el suegro de Malesherbes, explicando que había concedido su protección a Mouhy y que estaría encantado si De la Reignière haciera lo mismo. Mouhy envió su propia carta a De la Reignière, destacando la dedicatoria, la doble protección y la importancia de un veloz procesamiento del privilegio, ya que, por razones comerciales, necesitaba poner el libro en el mercado tan pronto como fuera posible. De la Reignière accedió con una carta a Males-herbes y éste hizo su parte asignándole un censor comprensivo: F.-A. Paradis de Moncrif, un dramaturgo, poeta, miembro de la Académie Française y un sujeto bien conectado en “le monde” gracias a sus atractivos modales e ingenio. Moncrif sabía lo que se esperaba de él porque Malesherbes ya le había señalado, al enviarle sus órdenes, que el mariscal de Belle-Isle, uno de los hombres más poderosos en Francia, tenía interés en el asunto.

Hasta aquí todo iba bien, pero Moncrif recibió una copia sumamente descuidada, escrita en garabatos que apenas resultaban legibles. Le tomó mucho tiempo y esfuerzo revisarlo, colocando sus iniciales en cada página aprobada de acuerdo con el procedimiento habitual. Mouhy, implorándole que actuara con velocidad, lo convenció de entregar el primer lote de páginas aprobadas con el fin de que el libro pudiera ser registrado para su aprobación durante la siguiente audiencia de Malesherbes en el Bureau de la Librairie. De esta forma, el impresor podía empezar a trabajar en la parte aprobada del texto mientras Moncrif censuraba el resto. Nada podía salir mal porque, más tarde, Moncrif podía checar las pruebas contra las páginas del manuscrito en las que había puesto sus iniciales. Además, Mouhy le había dado el derecho de eliminar cualquier cosa desagradable a la vez que le había asegurado que no encontraría nada de eso en el texto. Sin embargo, en lugar de recibir las pruebas, Moncrif obtuvo una copia del libro recién impreso junto con la copia del texto que habían utilizado los impresores. La copia contenía muchos pasajes que no existían en el manuscrito que Moncrif había aprobado, incluyendo algunos comentarios en la página 76 que seguramente habían de ofender a sus colegas en la Académie Française. Moncrif salió disparado a las librerías que habían recibido las primeras copias, arrancó la página ofensiva y exigió a Mouhy que la sustituyera con una cancelación antes de que la mayor parte de la edición pudiera comercializarse. Al final, el censor mantuvo su reputación y el autor obtuvo el libro que quería (con una página de menos), gracias a su descarada capacidad de lidiar con la burocracia y utilizar sus influencias.22

El segundo caso tuvo un final menos feliz. Guillaume Poncet de la Grave, abogado y hombre menor de letras, era un personaje de mucha mayor talla que el caballero de Mouhy pero tuvo mucho menos éxito en movilizar protectores, aun si eventualmente se convirtió en censor él mismo. En 1753 terminó un Projet des embellissements de la ville et des faubourgs de Paris, una propuesta de la longitud de un libro para embellecer París mediante el rediseño de los espacios públicos. Favorecido con el mismo censor, Moncrif, que se especializaba en obras de bellas artes, Poncet también intentó conseguir un influyente patronazgo para su libro y pidió permiso para dedicarlo al marqués de Marigny, hermano de madame de Pompadour y administrador clave en lo concerniente a los proyectos de construcción real. No logró nada. Marigny regresó el borrador de la dedicatoria junto con su rechazo; cuando se le presionó para que diera una explicación, respondió: “Aceptar la dedicatoria de una obra sería darle aprobación pública”. Tampoco permitió que Poncet llevara su caso ante madame de Pompadour: “Como mi hermana tiene muy poco tiempo libre, no veo en qué momento podría yo presentarlo a usted con ella.”23 El fracaso de la dedicatoria se convirtió en un obstáculo para la aprobación, porque el censor no quería hacerse de enemigos en Versalles.24 Poncet y Moncrif discutieron largamente sobre este lío durante una reunión en el Château des Tuileries. Según Poncet, Moncrif consideraba el manuscrito perfectamente digno de ser aprobado y confesó que “mi deber como censor” le requería hacerlo, pero nada podía convencerlo de ir en contra de Marigny.25 Éste, por su parte, tenía sus propias ideas sobre planeación arquitectónica y no quería que se diera por hecho que estaba a favor de otros proyectos, especialmente si requerían un aumento en los impuestos. Versalles, como siempre, se encontraba falto de dinero. Pero, ¿por qué estas consideraciones habrían de impedir que un súbdito leal publicara un libro que no ofendía a la Iglesia, ni al rey, ni a nada, excepto el gusto de un marqués bien colocado?

Desconcertado, Poncet decidió ignorar a Moncrif y apeló directamente a Malesherbes. “Es lamentable para un autor, os confieso, estar expuesto a tantas dificultades en Francia”, escribió. “Nunca he sabido cómo ser cortesano. Es una desgracia para mí.” Sin embargo, posteriormente pasaba a utilizar un lenguaje cortesano: “Yo podría, si no conociese, monsieur, vuestra igualdad, invocar a mi favor los lazos que me unen a los messieurs d’Auriac y Castargnier. Aunque no los frecuento, ellos saben perfectamente quién soy y mi nombre es bien conocido para ellos… La sangre nunca se desmiente entre las almas bien nacidas”.26 También escribió una indignada carta a Poncet, quejándose de haber quedado expuesto a la desaprobación de Malesherbes. Poncet, por lo tanto, se vio orillado a suplicar que le asignaran otro censor y le dieran un permiso tácito. Cuando su libro apareció un año más tarde sin privilegio ni aprobación, su destino fue exactamente el mismo que podría haberse previsto desde el principio: no ofendió a nadie y nadie le prestó atención.

Más que esas historias ya conocidas sobre la represión de obras iluministas, estos dos episodios revelan las maneras en que realmente operaba la censura en su cotidianidad. De hecho, los autores y los censores trabajaban juntos en una zona gris donde lo lícito se desplazaba gradualmente hacia lo ilícito. No es de extrañar que compartieran los mismos supuestos y valores dado que generalmente provenían de los mismos círculos.27 La mayor parte de los censores también eran autores, y entre ellos figuraban escritores relacionados con la Ilustración, como Fontenelle, Condillac, Crébillon hijo y Suard. Como los encyclopédistes, pertenecían al mundo de las universidades y las academias, el clero, las clases profesionales y la administración real.28 No se ganaban la vida censurando libros; eran profesores, médicos y abogados que ocupaban varios puestos administrativos. La censura era una actividad secundaria para ellos y la mayoría la llevaba a cabo sin goce de sueldo. De un total de 128 censores en 1764, unos 33 recibieron la modesta suma de 400 livres al año; uno recibió 600 livres y el resto nada.29 Después de su largo y leal servicio podían aspirar a recibir una pensión. El Estado, por ejemplo, destinó 15 000 livres a las pensiones de los censores jubilados en 1764, aunque la recompensa para la mayor parte de ellos tomaba la forma de prestigio y posibilidades de patrocinio. Aparecer listado como censeur du roi en el Almanach Royal significaba ocupar un lugar destacado entre los funcionarios de la corona, lugar que podía conducir a puestos más lucrativos. Un censor informó a Malesherbes que había aceptado su puesto en el entendimiento de que su protector haría avanzar su carrera, pero el protector había muerto y por lo tanto dicho censor ya no tenía interés en seguir revisando manuscritos.30 En la medida en que el estatus relacionado con el puesto de censeur du roi puede calcularse a partir del número de hombres que lo ocupaban, vemos que éste no disminuyó en el curso del siglo. El número continuó creciendo, de unos 10 en 1660 a 60 en 1700, 70 en 1750, 120 en 1760, y casi 180 en 1789.31 El crecimiento fue correspondiente al gran aumento en la producción de libros medida a partir de las solicitudes anuales para un permiso de publicación en el siglo XVIII; aumentó de cerca de 300 en 1700 y 500 en 1750 a más de 1 000 en 1780.32 Tanto autores como editores y censores participaban en una industria en proceso de expansión, aunque los censores eran los que menos se beneficiaban.

¿Por qué tantos hombres de letras, muchos de ellos también hombres de principios, estaban dispuestos a tomar este trabajo? La tarea no era particularmente atractiva: la paga era poca o nula, sin escritorio y ni siquiera oficina; el gobierno no otorgaba ni un lápiz azul. Lo que es más, censurar implicaba mucho trabajo tedioso y el constante riesgo de ofender a gente importante o incluso de generar oprobio. Pero hacer dicha pregunta de esa manera es sucumbir a un anacronismo.

Con la excepción de inusuales protestas como el famoso arrebato de Fígaro en Le Mariage de Figaro,33 la mayor parte de la indignación contra los censores se dio después de 1789, una vez que la creencia de que los individuos tienen un derecho natural a la libertad de expresión había echado raíz entre los ciudadanos comunes. ¿Cómo puede uno encontrarle sentido a la censura como un sistema que generaba respeto desde un mundo organizado acorde con otros principios?

OPERACIONES DIARIAS

Podríamos empezar por considerar la relación entre la censura y el crecimiento del Estado, un proceso que había adquirido un ímpetu enorme en Francia desde los tiempos de Richelieu. Para la era de Malesherbes, la vieja monarquía absolutista estaba siendo transformada por un nuevo fenómeno que, de acuerdo con Max Weber, habría de dar forma a la sociedad moderna en general: la burocratización.

El término burocracia apareció en la década de 1750, acompañado por una creciente dependencia del papeleo, los formularios impresos, procedimientos racionales para la ejecución de tareas y jerarquías de empleados asalariados que iban desde oficinistas y copistas a premiers commis o administradores y chefs de bureau o jefes de oficina.34 Por supuesto, muchas oficinas continuaron siendo corruptas hasta el final del Ancien Régime, y el Estado manejaba sus negocios financieros y legales de una manera arbitraria e irracional que contribuyó a su colapso en 1789.35 Como parte del aparato del Estado, una sección dentro de la Chancellerie, o lo que nosotros llamaríamos el Ministerio de Justicia, la Direction de la Librairie, apenas se asemejaba a la burocracia moderna. Ni siquiera tenía oficinas. Malesherbes trabajaba desde su casa en la rue Neuve des Petits Champs, cerca de la rue de la Feuillade, una sección de moda en París, cerca de la Place Vendôme. Cuando administraba asuntos de censura y una gran variedad de otros asuntos relacionados con el comercio de libros, lo hacía desde una habitación conocida como bureau. Pero el cuarto también servía para “audiencias”, donde recibía suplicantes y demandantes como el gran señor que era, dado que pertenecía a la gran dinastía de Lamoig-non dentro de la nobleza de toga: era dueño de la oficina del premier président en la Cour des Aides, que arbitraba aspectos fiscales, mientras que su padre ocupaba el cargo más alto del reino como chancelier de France, o canciller de Francia.36 Los censores que trabajaban bajo la dirección de Malesherbes no tenían oficinas propias. Revisaban los manuscritos en sus aposentos privados o en cualquier espacio que ocupaban mientras llevaban a cabo su trabajo principal. Describirlos con neologismos del siglo XVIII como bureaucrate, buraliste o paperasseur (chupatintas) es concebirlos erróneamente.37

Sin embargo, los rastros de papel que dejaron tras de sí indican una formalidad procesal y una conciencia de sí mismos que pueden verse como los síntomas de una forma burocrática de hacer negocios, mezclada, sin duda, con elementos arcaicos peculiares de una industria dominada por un gremio, la Communauté des Libraires et des Imprimeurs de París. Los libreros, que tenían que ser miembros del gremio, con frecuencia se presentaban a las audiencias de Malesherbes: eventos populosos y animados que se llevaban a cabo todos los jueves con el fin de presentar manuscritos y solicitudes de privilegios.38

Malesherbes había asignado cada manuscrito a un censor mediante la emisión de un billet de censure, también conocido como un renvoi. Éste era un formulario impreso, dirigido al censor, que contenía una frase estándar: “Monsieur… estará encantado de tomarse la molestia de examinar este manuscrito con la mayor atención y diligencia posibles para emitir un juicio rápido de éste para M. LE CHANCELIER”.

FIGURA 3. Un billet de censure fechado el 28 de febrero de 1751 y firmado por Malesherbes, ordenando a un censor, De Boze, a examinar el manuscrito titulado “Lettre sur les peintures d’Herculanum”. Al calce De Boze escribió un juicio, fechado el 2 de marzo de 1751, testificando que el manuscrito era digno de recibir un permiso tácito o un privilegio. La nota que está en la parte superior indica que iba a recibir el permiso tácito, y el número en la esquina superior izquierda lo identifica para su registro en el “Feuille des jugements”. [ Billet de censure, Bibliothèque Nationale de France, 1751.]

Como se ilustra en la figura 3, el secretario de Malesherbes ponía el nombre del censor en la forma, el título del manuscrito, la fecha, y en la parte superior izquierda de la página, el número de solicitud. Este número se registraba en el llamado livre sur la librairie con la información correspondiente. Después de recibir el manuscrito acompañado por el billet de censure, el censor revisaba el texto, ponía sus iniciales en cada página que leía (a menos que decidiera rechazar el manuscrito, haciendo el uso de iniciales innecesario) y anotaba los cambios que considerara indispensables. En casos sencillos que contaban con su aprobación, a menudo escribía su “juicio”, como se le conocía, en la parte inferior del billet de censure, que se devolvía a Malesherbes. Un juicio positivo típico era así: “No he encontrado nada más que [material] decente y razonable en este pequeño trabajo sobre las pinturas de Herculano, cuya impresión puede ser autorizada por medio de un privilegio formal, si se solicita, en lugar de un permiso tácito”.39