El coloquio de los lectores - Robert Darnton - E-Book

El coloquio de los lectores E-Book

Robert Darnton

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Beschreibung

La lectura como una práctica social, como símbolo de la modernidad y como metáfora del conocimiento. De las novelas pornográficas del siglo XVIII, la defensa del pensamiento ilustrado, la escritura de las" vidas privadas", a la vida social de Rousseau, todas nuevas pistas para la historia del libro.

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Robert Darnton (Nueva York, 1939) realizó estudios universitarios en las universidades de Harvard y de Oxford. Es docente de la universidad de Princeton y dirige el Programa de Princeton en Estudios sobre Cultura Europea.

Además imparte seminarios y conferencias en Europa y en los Estados Unidos. Ha sido titular de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París; investigador en el Centro para Estudios Avanzados en Ciencias de la Conducta, en la universidad de Stanford; investigador en el Instituto Holandés para Estudios Avanzados; miembro del Instituto para el Estudio Avanzado en la universidad de Princeton; profesor visitante en la universidad de Oxford.

Entre otros, ha recibido los siguientes premios y reconocimientos: el Clifford Prize por la Sociedad Americana para Estudios del Siglo Dieciocho; el Koren Prize por la Sociedad para Estudios Históricos Franceses; Doctorado Honorario por la universidad de Neuchatel; el Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres (Francia).

El Fondo de Cultura Económica ha publicado de este mismo autor La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa. Además está por publicar Literatura clandestina del Antiguo Régimen y Los best-sellers prohibidos de la Francia revolucionaria.

El coloquio de los lectores

ESPACIOS PARA LA LECTURA

Primera edición: 2003Primera edición electrónica, 2016

Coordinación de la colección: Daniel Goldin Diseño: Joaquín Sierra Escalante Viñeta de portada: Mauricio Gómez Morin

Traducción de los artículos Mademoiselle Bonafon y La vida privada de Luis XVy Nuevas pistas para la historia del libro: Alberto Ramón.

D. R. © 2003, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3660-7 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

El coloquio de los lectores

Ensayos sobre autores,manuscritos,editores y lectores

Robert Darnton

Prólogo, selección y traducción deAntonio Saborit

Como fuente primaria de información, instrumento básico de comunicación y herramienta indispensable para participar socialmente o construir subjetividades, la palabra escrita ocupa un papel central en el mundo contemporáneo. Sin embargo, la reflexión sobre la lectura y escritura generalmente está reservada al ámbito de la didáctica o de la investigación universitaria.

La colección Espacios para la lectura quiere tender un puente entre el campo pedagógico y la investigación multidisciplinaria actual en materia de cultura escrita, para que maestros y otros profesionales dedicados a la formación de lectores perciban las imbricaciones de su tarea en el tejido social y, simultáneamente, para que los investigadores se acerquen a campos relacionados con el suyo desde otra perspectiva.

Pero –en congruencia con el planteamiento de la centralidad que ocupa la palabra escrita en nuestra cultura– también pretende abrir un espacio en donde el público en general pueda acercarse a las cuestiones relacionadas con la lectura, la escritura y la formación de usuarios activos de la lengua escrita.

Espacios para la lectura es pues un lugar de confluencia –de distintos intereses y perspectivas– y un espacio para hacer públicas realidades que no deben permanecer sólo en el interés de unos cuantos. Es, también, una apuesta abierta en favor de la palabra.

AVISO

Este volumen reúne varios escritos de Robert Darnton que salieron en busca de sus primeros lectores entre 1985 y 2002, esto es, en el espacio comprendido entre el comienzo del festín editorial que compuso por sí solo un libro como La gran matanza de gatos y otros episodios en la historia de la cultura francesa y la nueva de la aparición de su primer ensayo electrónico, “Una de las primeras sociedades informadas: las novedades y los medios de comunicación en el París del siglo XVIII”.

Ahora, bajo un nuevo título común, van en busca de otros lectores –porque ellos son nuevos en el universo temático y estilístico de este historiador o porque la lectura de estos mismos escritos ya los malearon irrevocablemente. Tienen mucho en común, pese a que no desarrollan una sola tesis nuclear, orbitada por tesis secundarias, y aun cuando el conjunto de sus partes nunca se pensó como libro de principio a fin. Es una recopilación ad hoc y a posteriori, en efecto, pero se trata también de un arreglo que mantiene un principio inflexible de unidad.

En todo momento la figura del lector –el de hoy, nuestro contemporáneo, tú mismo– rigió la elección y el orden que presenta este breve coloquio.

Lejos de pensar por el lector, antes bien contando con que él sabrá leer entre líneas por sí mismo estos materiales, se partió de la absoluta confianza en esto otro: que la aventura ensayística no es sólo antesala o preparación instrumental sino parte integral del ejercicio (y del oficio) de la historia. Tal vez no podría ser de otro modo en un libro cuyo centro es la lectura –como práctica, como símbolo, como metáfora.

A.S.

Robert Darnton y la linterna mágica

Los historiadores dibujan la trama de sus caprichos con las sombras de las manos. Lo mismo la de sus sueños. Y para hacerlo apenas necesitan una superficie medianamente tersa, una fuente de luz, la curiosidad de hacer vivir unos huesos o acaso la candorosa voluntad de dar cuerpo a una metáfora.

Sombras visten también las relaciones entre el saber histórico y la historia. Entre el historiador y su hora. Muchos de ellos han logrado arreglárselas con casi nada y por lo mismo en la ronda de las generaciones uno de los elementos estables es la vehemencia con la que se juzgan las aguatintas de sus historiadores. Cada época ofrece su propia versión del conflicto entre la aparente indisciplina de los estudiantes y el mundo también sólo en apariencia resuelto del maestro. Este conflicto es en realidad un desacato tan viejo como la misma transmisión del saber, recurrente como las disensiones entre lo clásico y lo moderno, y escarabajea con la espontaneidad de las fases lunares. Así pasa. Aunque a decir verdad las diferencias y el arreglo de los vasos comunicantes entre una generación y otra componen elaborados ciclos que la mayor parte del tiempo están expuestos a las pausas y las interrupciones que les imponen el azar, la fragilidad de la fábrica humana, las guerras.

Robert Darnton realizó sus estudios en un momento en el que los historiadores se cuestionaban el dominio que creían detentar sobre la singularidad del pasado con los métodos y técnicas al uso. Ésa es una de las marcas de su generación. Tal cuestionamiento no debe llamar la atención, al menos no cuando lo anima el interés por dar con una visión más profunda. Por lo demás, Pushkin o Gibbon comienzan a hablarnos donde termina el programa escolar. Sí es notable, en cambio, que cuando Darnton salió de Harvard a los veintiún años y cruzó el Atlántico al comienzo de la década de 1960 con el propósito de completar sus estudios en Inglaterra, la disciplina de la historia ya contaba con un prestigioso puñado de moñas académicas, siendo que sus cátedras en las universidades de Occidente no existían antes de 1812. Este nuevo perfil de la disciplina y la antigüedad del repertorio de sus clásicos se confunden en un juego de sombras.

El establecimiento de la historia como un campo autónomo de la enseñanza redundó de una manera relevante en la construcción de saberes en los estudios de la cultura, la sociedad y la política. Y si bien esto hizo vibrar las cuerdas más elementales de la cordura, también muy pronto escapó a la razón y a la experiencia, avivó enseguida la sed siempre insatisfecha de arribar al sentido último y pulsó la nota de la irracionalidad de la condición humana. Pocos han deslindado este tema con la lucidez y erudición de Felix Gilbert, quien realizó la mayor parte de su obra historiográfica lejos del censo macabro de su natal Alemania y al amparo de los notables acervos bibliográficos y documentales de las grandes universidades norteamericanas. Algo del tono y la manera ensayística de Gilbert –y no poco– delatarán algunos de los escritos de madurez de Darnton, en particular aquellos en los que coloca en perspectiva el cautiverio de los hechos inmediatos con ayuda de la insumisión que hace más de doscientos años los philosophes opusieron a sus propios horrores y esperanzas. La historia de la historia, es decir, la historia del efecto de los recursos del intelecto en la escritura de la historia, es una piedra dura de tallar que demanda encontrar las tramas generales en el estudio, la documentación y la representación escrita de lo pretérito. Es una actividad que sólo en apariencia resulta azarosa o sencillamente extraordinaria, y en el estudio y comprensión de su desarrollo realizó una intensa y notable obra este Gilbert. Sus escritos advierten que sin el concurso de tales tramas generales es difícil apreciar los juegos de sombras de las manos y se escapan tanto el genio individual como la arbitrariedad, claves de las rupturas en el desarrollo de la imaginación histórica.

Felix Gilbert sitúa el principio de la identidad académica de la historia, esto es, de la disciplina tal como hoy se conoce, en la puesta en marcha de un inédito espacio intelectual: la facultad de Filosofía de la Universidad de Berlín, creada hacia el final del siglo XVIII. La inflexible transparencia de esta facultad perseguía suplantar a su predecesora de Artes y poner de manifiesto las ideas generales sobre la naturaleza humana.1

Esta iniciativa, vista –si tal cosa fuera posible sin ayuda de la dudosa suficiencia de esta mera nominación– desde la época en la que Robert Darnton iniciaba sus estudios de posgrado, fue la marca de un tiempo de asombros. A partir de ella la educación y el estudio históricos se alejaron de la teología, el derecho, la filosofía moral y la retórica en pos de objetivos propios, y buscaron construir un saber ya no sólo auxiliar sino a tal grado ambicioso y traspasador que le incumbiera todo lo ocurrido. Esa fue la señal distintiva de la historia en el espectro de la enseñanza. El mundo entero del pasado, lejos de la fragmentación en regiones geográficas particulares o en temas precisos, fue competencia del nuevo sujeto en el campo docente: el profesor de historia, si bien en breve se decidió separar la historia Antigua de la Moderna, y más adelante se ensayó una nueva división entre la Medieval y la Moderna. “El historiador abarca la trama toda de la actividad terrena y todos los aspectos de las ideas celestiales”, escribió Wilhelm von Humboldt en su ensayo Sobre la tarea del historiador; “el centro de su exposición es la suma de la existencia, lo próximo como lo distante, y de ahí que esté obligado a trazar todos los derroteros de la mente.”2

Las palabras de Humboldt deben leerse como expresión de una de las fuerzas inspiradoras de la Ilustración. Son, además, parte del acuerdo entre las comunidades ilustradas alrededor del valor y la utilidad del estudio del pasado. Incluso se diría que buena parte de este estado de ánimo es inseparable de la confianza en la perfectibilidad de todo lo humano que alentó paralelamente el neoclasicismo. Pero las marcas de fuego que la historia dejó en el fervor de los ilustrados en realidad procedían de muy ricas y diversas genealogías.

El repertorio canónico de la historia era parte de la biblioteca del Príncipe renacentista y de todos y cada uno de sus consejeros. En forma de citas útiles lograron filtrarse a los libros de lugares comunes de los cortesanos las palabras de Tucídides, Livio, Salustio, Plutarco, y en no pocos casos su lectura informó la idea del poder, como lo muestra Darnton en el ensayo “Lugares comunes fuera de lo común.” Más aún, en el siglo XVII este mismo repertorio canónico fue punto de partida de una suerte de crítica sistemática a las interpretaciones de la tradición histórica. Además, la atención al delicado mecanismo retórico de los clásicos de la historia tuvo un poderoso nutriente en el manifiesto interés narrativo de los pintores de frescos de gran formato para los edificios públicos. Eso era lo que estaba en la mente de Leon Battista Alberti cuando a mediados del siglo XV propuso a la historia como la obra maestra de la pintura en el tercer libro de su tratado. “La historia humanista de cajón, con sus grandes hazañas, vistosas procesiones e impactantes batallas, todo ello expuesto en un estilo uniformemente clásico y realizado con ánimo de conmover e instruir, tiene mucho en común con la descripción hecha por Alberti de la historia pintada, al menos en lo que concierne a su estilo ideal y a los efectos buscados”, escribió Anthony Grafton.3 Con el tiempo estos grandes frescos narrativos sobre los muros llegaron a convivir con esta otra expresión: la pintura moral, y en los primeros años del siglo XVIII su intensa prédica se instaló en el centro de la inclinación ilustrada por la historia. Con ayuda del valor edificante de la comedia William Hogarth desarrolló a tal grado lo que él consideraba una forma distinta de la pintura histórica que llegó a describirse a sí mismo como un “pintor de historia cómica.” En esa misma y edificante cuerda, La Font de Saint Yenne pidió en 1754 que los cuadros históricos fueran una escuela de costumbres y Denis Diderot escribió en defensa de la obra moralizante del pintor Jean-Baptiste Greuze.4 La pintura disputaba tanto así terreno a la escritura de la historia que Louis-Sébastien Mercier afirmó provocadoramente que la certeza física de los hechos incumbe de tal modo a los pinceles que en el futuro los pintores terminarían por desplazar a los historiadores.5 Más allá de que esto fuera cierto o no, era clara la función edificante de ambos. No es de extrañar entonces que G.E. Lessing se refiriera a la historia como la maestra de la humanidad ni que Edward Gibbon señalara que el fin de la historia consistía en llevar un registro de las transacciones del pasado para instrucción de las épocas futuras.6 Más adelante se ha de esperar del historiador profesional la misma responsabilidad social que en el siglo XVIII se empezó a demandar del artista, pero en ese momento sólo hacía falta la historia, como lo ilustran D’Alembert y Voltaire, dos voces que Gilbert cita en un ensayo que me sirve de hilo conductor en estas páginas. Voltaire dijo haber aprendido “latín y tonterías” entre los jesuitas, quienes no lo informaron sobre “el país en el que nací, ni conocía las principales leyes ni los intereses de mi patria”, mientras que D’Alembert escribió en la Enciclopedia que era una vergüenza que los “estudiantes salieran de la escuela sin saber nada sobre la historia de su país, sobre la geografía, la cronología, la historia mundiales.”7 Humboldt, como se ve, ni improvisaba ni estaba solo. Más aún, a sus ideas sobre la tarea del historiador se sumó el deseo de “ser parte del pensamiento” de August Wilhelm von Schlegel y la preocupación por estar en el entendido de las cosas implícito en la idea de la historia como una fantasmagoría de la síntesis de Friederich von Gentz.

Las sombras largas y agoreras de este fervor por la historia bien pudieron interesar la vista de los ilustrados desde varios flancos. René Descartes, por ejemplo, turbó la claridad del paisaje con la sola inquietud meditativa que desde el siglo XVII generaron sus ideas sobre la verdad, las cuales en primer lugar desembocaron en la pregunta de si era posible o no alcanzar la certeza en la historia, hasta parar, más adelante, en la idea según la cual entender al hombre como un fenómeno histórico comportaba la escalofriante promesa de descifrar su esencia.8 A este desconcierto cartesiano se sumó el oscurecimiento momentáneo que siguió al frío relámpago de otra de las convicciones ilustradas: la necesidad del cumplido desarrollo de la enseñanza, aún cuando a mediados del siglo XVIII parecía atribuirse un papel corruptor a la educación. En el Discurso sobre las ciencias y las artes –un escrito que Darnton visita en dos de los ensayos aquí reunidos, “La revolución literaria de 1789” y “La vida social de Jean-Jacques Rousseau”–, Rousseau echaba en cara a los “profesores ordinarios” su empeño en humillar la inteligencia de sus alumnos hasta ajustarla a la “estrecha capacidad” de los docentes, lo que recuerda a Voltaire y D’Alembert. El estudio de las ciencias y de las artes, a los ojos de Rousseau,9 sólo debían intentarlo aquellos “con la fuerza suficiente para seguir sus huellas y sobrepujarlas” –pues graves eran los daños que ocasionaban el mal versificador y el geómetra subalterno, a quienes sólo les interesaba lograr “una módica pensión de academia”, o bien “ocupar un asiento en alguna universidad”.

Si una cara del temperamento ilustrado abrigaba la esperanza de que la educación redundaría en la construcción de una sociedad capaz de resolver los problemas de la humanidad, la otra veía con lúcido espíritu crítico la dudosa perfectibilidad de esa “cofradía de asnos” de la que hablaron Mateo Alemán en el siglo XVII y Jonathan Swift en el XVIII. Una cofradía no sólo inerme a la razón, por ella misma devastadora, sino proclive a todas las seducciones de la superstición y la ignorancia.10 Pocas cosas habrá más cruentas que la acendrada sonrisa sin humor de los que entonces ofician como censores de libros. En ese sentido iban algunas reflexiones de Moses Mendelssohn, los aforismos de Georg Christoph Lichtenberg o los grabados de Francisco de Goya –en particular el apunte que lo llevó de las máscaras de los “borricos literatos” hasta la prédica de la plancha 39 de sus Caprichos.11 Este mismo espíritu ha nutrido a Darnton. Y si hasta hoy él ha mostrado la cautela suficiente para no cometer el error más común entre los historiadores que pertenecen a la misma época que estudian: confundir el papel del abogado con el del historiador, lo cierto es que también ha sido declaradamente escéptico en cuanto a que la escuela de la experiencia de la historia sea capaz de enseñarnos algo.12 Después de todo, G. W. F. Hegel fue uno de los primeros en advertir que “lo que la experiencia y la historia enseñan es que jamás pueblo ni gobierno alguno han aprendido de la historia ni ha actuado según doctrinas sacadas de la historia.”13

La fe en la claridad de la Razón tan no bastó para detener el arrastre de las Tinieblas, que en breve los ilustrados habrían de conocer los monstruos que son capaces de producir los sueños de la Razón. Pero aun así, el interés por la calidad de la educación fue uno de los factores que mejor explicarían el salto a la modernidad de la historia y lo que a fin de cuentas le ayudó como nueva disciplina a enfrentar con éxito a dos de los más grandes adversarios que encontró en el camino.

El primero de ellos, como lo explicó Isaiah Berlin, fue la creencia dominante entre las comunidades letradas europeas según la cual

por fin se había hallado un método universalmente válido para la solución de las preguntas fundamentales que los hombres se habían hecho desde tiempos inmemoriales –cómo establecer la verdad y la falsedad en cada campo del conocimiento–; y sobre todo cuál era el camino de vida correcto que debía seguirse para alcanzar las metas a que siempre habían aspirado los seres humanos –vida, libertad, justicia, felicidad, virtud, el desarrollo más amplio de las facultades humanas de una manera armoniosa y creativa.14

Cuando yo tenía dieciocho años, dijo alguna vez Johann W. Goethe, también Alemania los tenía –una frase que manifiesta uno de los cambios decisivos en la conciencia de la llamada modernidad romántica.15 El segundo adversario que tuvo que enfrentar la enseñanza de la historia surgió de la misma historia: la animadversión del clima revolucionario que desde Francia propagó no sólo el comienzo de una nueva era que lo mismo alteró el marco legal que la cronología, las relaciones sociales que el lenguaje, y en donde al menos durante el tiempo de la República y el Directorio se dudó del significado de cuanto se relacionara con el Antiguo Régimen. Aun así, la enseñanza de la historia encontró “honorable asilo” (Rousseau) en los cursos de liceos y universidades durante la época revolucionaria, y según señala Felix Gilbert en las mismas reflexiones que he referido, entre el Consulado y el Imperio surgió la primera cátedra en la Sorbona dedicada exclusivamente a la historia, toda vez que la necesidad de crear un puesto para el joven François Guizot fue la que en 1812 se encargó de transformar las dos cátedras de Historia y Geografía modernas y antiguas en tres: Geografía, Historia Antigua e Historia Moderna.

“En vez de escribir la historia, los alemanes nos esforzamos de continuo por averiguar cómo debe escribirse la historia”, afirmó G.W. F. Hegel.16 Antes, sin embargo, establecieron la autonomía del campo de la enseñanza de la historia, según el mismo Gilbert o bien como afirma John Luckacs.17 Y enseguida, la supervisión y la dirección de los proyectos de investigación en esta área cayeron en manos del profesor de historia.

Esto no quiere decir que tales proyectos no existieran mucho antes del siglo XVIII. Su realización fue competencia de muy diversos cuerpos literarios y órdenes religiosas, verdaderas criptas de silenciosos y rutinarios grafómanos. Rara vez estos cuerpos estuvieron vinculados con la enseñanza misma o con los hábitos de las universidades europeas y en cambio vivieron al amparo de las atmósferas culturales de la corte o de los intereses de un gran señor, por lo que no es extraño que en muchos casos sus proyectos se extendieran por décadas y en ocasiones hasta por siglos. De lo anterior dan fe un gran número de manuscritos y publicaciones. Ahí están, por ejemplo, los empeños documentales de los franciscanos en la Nueva España a lo largo del siglo XVI, en especial los que van asociados al nombre de Bernardino de Sahagún, así como los del cronista Jerónimo Zurita en la península en torno a los Anales de la Corona de Aragón. Gilbert escribió que tal fue el caso de una colección iniciada a principios del siglo XVII por Heribert Rosweyde y que llegó hasta el final del XVIII gracias a la dedicación de Johannes Bolland y sus seguidores, las Acta Sanctorum. Un ejemplo americano moderno que cabe recordar es el de Carlos de Sigüenza y Góngora, quien con la ayuda de sus pares en la Universidad de México y de sus amigos en la Sociedad de Jesús formó una colección única de manuscritos, libros, objetos y pinturas antiguas de los indios.18 Gilbert menciona que la compilación de documentos medievales que realizaron los benedictinos de la congregación de Saint-Maur ocupa un lugar de honor entre múltiples series nacionales.

Buena parte de estos arduos proyectos de investigación, los cuales nacieron, florecieron y murieron en medio del amplio paisaje intelectual del Antiguo Régimen, se concentraron en la reunión y edición de una gran variedad de materiales documentales, pero su suerte luego de la Revolución francesa resulta ilustrativa. Gilbert escribe:

Era de esperarse que las empresas de investigación histórica se extinguieran en un periodo durante el cual los hombres creían haber triunfado sobre el pretérito y que ingresaban a una era completamente nueva, la última de todas. Pero también era de esperarse –e inevitable también– que el tiempo de la revolución fuera seguido por un periodo de interés por lo histórico. Se volvió entonces a poner atención en lo alcanzado en los siglos anteriores. Sólo que para entonces ya no existían ni los hombres ni las organizaciones que se habían echado a cuestas la realización de semejantes investigaciones. Los únicos agentes lo suficientemente grandes y fuertes para reanudar las tareas emprendidas en los siglos anteriores eran los gobiernos. Esto lo expresa con formidable franqueza un memorándum que Guizot, como ministro de Educación, giró a Luis Felipe en 1835: “En mi opinión, el único que puede realizar la gran obra de publicación general de todos los valiosos materiales inéditos relativos a la historia de nuestra patria es el gobierno. Sólo éste cuenta con los recursos que demanda tan grande empresa.”19

Todo parece indicar que al comienzo del siglo XIX se empezaron a registrar los primeros movimientos para desarrinconar y proseguir la obra de investigación del Antiguo Régimen en los principales países de Occidente. En Francia, dice Gilbert, el movimiento comenzó en los primeros años de la Restauración y la política de ayuda gubernamental para la investigación histórica que formuló Guizot tan sólo representa la culminación de este relevo en el tiempo y en las generaciones.

Pero la brisa de la época hacía tiempo que hinchaba las velas de este asunto. En atención a lo que desde 1780 Francisco Xavier Clavijero apuntó en su Historia antigua de México,20 Agustín I –como se hizo llamar Agustín de Iturbide al ocupar el solio del novísimo Imperio Mexicano cuando el virreinato de Nueva España rompió con su corona– mandó establecer en 1822 un conservatorio para las colecciones de historia natural y de objetos prehispánicos, revivió la Junta de Antigüedades que había existido entre 1808 y 1813, encargó la formación del museo y el estudio de la colección que entre 1736 y 1744 formó Lorenzo Boturini, todo lo cual redundó en la creación del Museo Nacional Mexicano. La Sociedad de la Historia de Francia, por su parte, contó con el apoyo oficial de Guizot para publicar fuentes históricas, además de que se fundó la Escuela de Chartres en 1822 para concluir la obra que los mauristas se vieron obligados a abandonar, mientras que el gobierno alemán a la postre terminó respaldando la edición de los Monumenta Germaniae Historica, empresa que en un principio los propios interesados se creyeron capaces de financiar, dice Gilbert.21 Pero no siempre la presencia del Estado acompañó los grandes proyectos historiográficos del nuevo siglo. Tal fue el caso de las tres sociedades históricas pioneras en Estados Unidos: la de Massachusetts, fundada en 1791, la de Nueva York, en 1809, y la Sociedad Anticuaria Americana, fundada por Isaiah Thomas y establecida en Worcester, Massachusetts, en 1812, con el propósito de descubrir las antigüedades del continente, preservar las reliquias e implementos de sus aborígenes y reunir, preservar y difundir los manuscritos y documentos relativos a la historia continental.22 A ellas se sumó la Sociedad Filosófica Americana, fundada en Pensilvania por Benjamin Franklin en 1743, y que incorporó en la segunda década del siglo XIX un comité especial dedicado a la historia y la literatura de Estados Unidos.23 Además, numerosos proyectos de investigación emprendidos de manera individual lograron salir adelante sin el respaldo del Estado, como los ensayos biográficos de John Eliot y Ethan Allen o las recopilaciones bibliográficas y las relaciones estadísticas, políticas e históricas de Estados Unidos que David B. Warden dio a la imprenta entre 1819 y 1840. Lo mismo podría decirse de los nueve gordos volúmenes profusamente ilustrados que entre 1830 y 1840 llegaron a conformar las Antiquities of Mexico, la obra emprendida por iniciativa de Edward King, vizconde de Kingsborough, así como de la amplia serie de investigaciones del bibliógrafo mexicano Joaquín García Icazbalceta y sus pares en el sur del continente, Gabriel René Moreno y Mariano Felipe Paz Soldán. Debiera resultar claro que con la participación más decidida del Estado la historia se transformó en una institución nacional, tanto en Europa como en América. Pero el hecho significativo en la historia del profesor de historia fue que, cuando los gobiernos o bien los particulares se dieron a la búsqueda de los individuos que habrían de dirigir estas empresas, volvieron la vista de manera natural hacia aquellos a los que habían empleado para enseñar historia en las universidades.

La escritura y la docencia se trenzan en la vida de Robert Darnton. Pero por ahora dejemos de lado al escritor, puesto que antes de que este último apareciera él hizo una pausa entre su etapa formativa y la enseñanza propiamente dicha y aprovechó la invitación que le hizo la Universidad de Harvard para formar parte de una de sus sociedades y así poder dedicarse de lleno entre 1965 y 1968 a investigar y escribir –de donde surgió el manuscrito de su primer libro, Mesmerism and the End of Enlightenment in France. Y quedémonos con el profesor, pues su prédica ya estaba presente en su tesis doctoral24 sobre las tendencias de la propaganda radical en vísperas de la Revolución francesa y continúa en el título más reciente.

Darnton empezó a dar clases en 1968, antes de cumplir los treinta, al sumarse a la planta de la Universidad de Princeton –primero como asistente, después como asociado, a partir de 1972 como profesor titular y desde 1985 en la cátedra de historia europea Shelby Cullom Davis. Lawrence Stone estaba en Princeton y la universidad ya era un lugar excepcional para dedicarse a la investigación, según el testimonio de Peter Burke. “En aquella época el Instituto para Estudios Avanzados lo integraban solamente matemáticos, físicos, historiadores del arte, y especialistas en el mundo clásico, pero también estaba Felix Gilbert estudiando el Renacimiento.”25 No deja de ser curioso que Darnton obtuviera su licenciatura con un estudio sobre los escritos históricos de Woodrow Wilson y el efecto de ellos en sus propios principios políticos, y que su carrera como profesor de historia se iniciara formal y precisamente en el mismo lugar en el que el ya legendario Arthur S. Link ahondaba sus estudios sobre la vida y obra de un Wilson que a lo largo de los ocho años que ocupó la Casa Blanca estableció un conjunto de objetivos a la política exterior norteamericana e impuso su sello en la manera de entender las relaciones internacionales, dándole forma a la actitud de Estados Unidos ante las revoluciones en México y Rusia.26 Y es comprensible especular que si Darnton le hubiera seguido los pasos a Wilson, su trabajo habría complicado la trama que empezó a bordar un compañero de la misma generación, John Womack, Jr.,27 con su legendaria biografía de Emiliano Zapata. Sólo que en el camino de Darnton estaban otros dirigentes y otra revolución.

La celebridad de los acervos de Princeton descansaba en parte en diversos archivos personales, como el del mismo Wilson. Obra de ancianos ministros presbiterianos, a quienes se debe la fundación del Colegio de Nueva Jersey en 1746, Princeton adquirió el estatus de universidad en 1896, seis años después de que Wilson iniciara ahí una fértil y optimista vida académica que lo llevó hasta su presidencia en 1903. Antes de dar el salto a la vida pública de su país para ocupar la gubernatura del estado de Nueva Jersey en 1910, y, más adelante, entre marzo de 1913 y marzo de 1921, la oficina oval de la Casa Blanca, Wilson ideó la manera de incorporar a la universidad a literatos y académicos de renombre, así como a algunos científicos que a la postre transformarían a Princeton en una de las principales capitales del mundo de las matemáticas y la física téorica.28 Al valioso fondo documental de Wilson –el primer presidente laico de Princeton– ya se sumaban muchos otros no menos ricos para cuando Darnton llegó a la planta docente de la universidad, y sobre todo ascendían a varios millones los libros repartidos en los anaqueles de la Biblioteca Firestone. Y el trabajo sistemático de estos acervos, como lo muestra el propio caso de Link, a cuyo cargo estuvo el proyecto de edición de una buena parte de los 69 volúmenes que conformaron The Papers of Woodrow Wilson, recayó en la figura del profesor de historia.29

Princeton, como las otras instituciones por medio de las cuales se empezó a expresar y diseminar la cultura en Estados Unidos, es muy posterior a sus contrapartes en Europa y se fundó en un escenario sin una infraestructura física, o bien poco desarrollado. De ahí que sólo en ese sentido banal y preciso se pueda hablar de la juventud de este empeño. Pero los primeros en echarse a cuestas la tarea de organizar e impulsar la educación, las artes y las ciencias puras y aplicadas, más que norteamericanos propiamente dichos seguían siendo europeos cuyas formas de entender y de argumentar eran tan viejas como las de aquellos que dejaron atrás. La idea es de George Steiner y está en un ensayo titulado “Los archivos del Edén.” Dice: “El aparato dominante de la alta cultura norteamericana es el de la custodia. Las instituciones del saber y de las artes constituyen el gran archivo, el gran inventario, el gran catálogo, la gran bodega, la gran sala de remates de la civilización occidental.”30

Los norteamericanos del siglo XVIII, ante la necesidad y el deseo de llevar sus escuelas y academias a la altura de los mejores establecimientos europeos, creían en la juventud de su sociedad. Y como sus vecinos novohispanos, respondieron con vehemencia al ilustrado menosprecio europeo hacia la cultura de los territorios americanos. “Muy lejos estamos de reconciliarnos con nuestra pobreza”, se dijo en las páginas de la North American Review, “pero deseamos que no luzca más grande de lo que es.”31 De ahí que principal y urgente tarea fue para ellos el incremento de sus fondos bibliográficos.32

Esta pasión por los libros delata el apetito por la lectura que caracterizó al siglo XVIII en Europa, según el apunte de Georg Christoph Lichtenberg.33 Aunque tan letrado apetito, de seguir a Johann Gottlieb Fichte, debiera fijarse a la segunda mitad del Siglo de las Luces, idea que más adelante se retomará para seguir con el hilo de Darnton. En todo caso no hay que perder de vista que la pasión norteamericana por los libros siempre estuvo asociada a la ambición de ofrecer la mejor enseñanza posible. La biblioteca de una universidad no sólo debía ser buena, “sino muy buena, amplia, generosa, el depósito del conocimiento del mundo.”34 Tras el incendio de la biblioteca del Colegio de Harvard en 1764, el fondo de obras clásicas antiguas y bíblicas en Cambridge tomó la precedencia sobre los contados planteles existentes y ya para el final de la segunda década del XIX tenía unos 20 000 ejemplares. Hacia 1820 la misma cantidad sumaban en Filadelfia los raros tratados sobre la historia antigua y la lucha revolucionaria en la Biblioteca de la Ciudad y los clásicos antiguos y la literatura europea del siglo XVII depositados en la Loganiana. Y por las mismas fechas la Biblioteca del Ateneo de Boston albergaba poco más de 10 000 títulos de literatura moderna, más que nada en historia, aunque esta cifra se iba al doble al sumar otros fondos en su depósito, como el de la biblioteca de John Quincy Adams, el de la Academia Americana y la colección de 8 000 panfletos reunidos por el juez Lemuel Shaw. A lo anterior agréguese una decena de miles de títulos y manuscritos repartidos en las sociedades históricas de Massachusetts y Nueva York, más otro tanto en la Sociedad Anticuaria Americana en Worcester, y se tendrá una idea aproximada de las dimensiones de estos acervos en un momento en que la Biblioteca del Congreso a duras penas tenía unos cuantos miles de ejemplares.35 La escasez y la dispersión de los fondos bibliográficos trazó provisionalmente en la imaginación de muchos hombres de letras la necesidad de construir una gran Bibliotheca Americana. Más aún, el mismo tema dio pie a toda una variedad de reproches enderezados contra la indiferencia de los gobiernos estatales y del gobierno federal ante la calidad de la agenda educativa –concentrada en las leyes, la medicina y la teología–, pero a fin de cuentas el asunto en buena medida quedó en manos de la munificencia individual y de las organizaciones religiosas. En un país con escasos dos siglos de antigüedad, se decía, asiento de unas cuantas fortunas pero de pocas propiedades relevantes, con instituciones académicas ajenas a las sinecuras políticas o literarias, con una planta de maestros pobre para la cual la demanda era ridícula, con un estudiantado que solía sumarse a un oficio o a una profesión remunerados antes de obtener un grado y, en pocas palabras, con un medio social en el que el saber no constituía una tarea precisa; en un país así, en suma, el saber parecía vivir en embrión frente a los estímulos que se le prodigaban en Europa. Allá, a diferencia de lo que sucedía en Estados Unidos, el gobierno de los estados y los llamados enemigos del pueblo, tales como príncipes, duques y electores, participaban en la manutención de las cuatro universidades en Holanda y en las de Berlín, Breslaw y Koeningsberg en Prusia, en las de Leipzig y Hannover en Sajonia, en la de Heidelberg en el Palatinado renano y en la de Witemberg. “No se sabe dónde localizar la causa de la indiferencia que en todo momento el gobierno norteamericano ha mostrado hacia la educación nacional”, dijo un comentarista.36 Con la misma urgencia con que era preciso formar buenas bibliotecas era esencial formar observatorios astronómicos, museos de historia natural, colecciones anatómicas, jardines botánicos. Y el inventario de las carencias impuso en muchos espíritus la certeza de vivir en un tiempo de críticos y compiladores antes que de creadores.

La disciplina de la historia seguía trabada a los estudios jurídicos y la política. Y así estuvo durante años. Sáquense cuentas de que la Escuela de Historia Moderna en Oxford apareció en la segunda mitad del siglo XIX.37 Y si bien las comunidades letradas norteamericanas eran capaces de reconocer la fuerza de la perseverante academia alemana, en los saraos de la república literaria americana poco les decían los nombres de Leopold von Ranke y Theodor Mommsen –o de los directores de los Monumenta Germaniae Historica, de la Sociedad de la Historia de Francia y de la serie Rolls– sobre el nuevo perfil de la enseñanza de la historia y sobre la forma en que el profesor de historia quedó atado a las grandes empresas de investigación.

Doscientos años después del incendio de la biblioteca de Harvard en 1764, un siniestro que tocó el orgulloso porvenir de Boston y la legendaria memoria del reverendo que en 1638 donó sus primeros trescientos títulos,38 las bibliotecas de Estados Unidos ya conformaban la variada Alejandría de la cultura occidental, para volver a las observaciones de Steiner. En la actualidad, dice él, en comunidades en las que ni siquiera existe una sola librería tolerable –como Bloomington, Indiana; Austin, Texas; Palo Alto, California–, “se encuentran los tesoros […] acumulados de los milenios europeos, los folios de Shakespeare y las publicaciones efímeras de una centena de idiomas […] décadas enteras de pensamiento y calamidad europeas.”39

El oficio de la historia y sus enigmas. William H. Prescott no salió de Boston para escribir su Historia de la conquista de México. “Si pudiera llegar allá en el maravilloso caballo de las Mil y una noches”, le dijo al amigo Ángel Calderón de la Barca, quien en 1840 lo invitaba a su residencia mexicana, “o que una alfombra mágica me transportara de inmediato al altiplano, estaría en la puerta de su casa en veinte horas. Pero desgraciadamente ya pasó el tiempo de los milagros, excepto en lo que se relaciona con vapores y ferrocarriles; y sería bastante difícil, me imagino, tender un ferrocarril por la cuesta del altiplano.”40 Francis Parkman, en cambio, antes de contar las guerras entre los franceses y los indígenas, visitó los escenarios de esa lucha fronteriza en Michigan, Indiana y Ohio, recorrió cientos de millas por lo que a mediados del siglo XIX era el Lejano Oeste (y hoy nada más Kansas, Nebraska y Colorado) y por último pasó una temporada entre los temibles dakotas para conocer íntimamente el carácter y hábitos de los indios, de donde surgió su obra The California and Oregon Trail: Sketches of Prairie and Rocky Mountain Life.41

El deseo de ver más de cerca la naturaleza de lo social ha llevado a muchos estudiosos a levantarse temporalmente de sus mesas de trabajo, a veces para completar en otros ámbitos la investigación documental que empezó en casa. En cambio, las buenas colecciones y fondos bibliográficos han permitido ensayar todas las rutas del mundo sin necesidad de abandonar el gabinete de trabajo. Esto fue lo que le pasó a Atanasius Kircher en la Roma del siglo XVII y lo que experimentó Prescott en el Boston del XIX.42 Algo muy semejante les sucedió a los primeros profesores de historia que, liberados de la obligación de formar un buen acervo documental o bibliográfico en los colegios y universidades en los que impartían sus cátedras, se pudieron dedicar en cambio al paciente y minucioso cultivo de sus propios saberes y a la impartición programada de un número limitado de tópicos a los estudiantes. La transmisión del conocimiento por lo general asumió la forma de conferencias temáticas que en un primer momento debían encauzar y dirigir la atención de los estudiantes sobre las rutas a seguir en aras de sus más personales intereses e inclinaciones, aunque a la postre se esperaba que estas mismas conferencias se encargaran de estimular y asesorar el estudio y la reflexión en privado de cada uno de los escuchas, de suerte que cada cual se transformara en su propio maestro.

El trabajo de Robert Darnton sobre la historia cultural de Francia en el siglo XVIII pareciera delatar un documentalismo semejante al de Prescott y una inclinación a la Parkman por tratar de familiarizarse con los escenarios reales y la verdadera idiosincrasia de las personalidades y actores sociales, a sabiendas de que una de las principales responsabilidades del historiador consiste en reconstruir el universo mental en el que los actos de sus sujetos cobraron sentido. Esto último Darnton lo advierte en la mayor parte de sus libros y sin duda tiene que ver con el efecto del saber antropológico en la disciplina de la historia –un efecto que va de los paseos de Parkman a mediados del siglo XIX a la llamada descripción densa y las teorías interpretativas de la cultura de finales del siglo XX y que en el fondo remite a la ilustrada promesa de decifrar la esencia humana.43 Sin embargo, antes es preciso señalar que el interés que en Estados Unidos despertó la historia de la Revolución francesa, en particular, y la historia de Francia, en general, si bien un poco anterior a Prescott y Parkman, surgió en buena medida en el espacio de los gabinetes de trabajo. Mucho y muy bien abonaron ese terreno personalidades como las de Benjamin Franklin y Thomas Jefferson, verdaderos y muy eficaces intermediarios culturales. Gracias a ellos, el interés por Francia entre las comunidades letradas de Nueva Inglaterra, lejos de circunscribirse a las noches revolucionarias, más bien abarcó todo el siglo XVIII. Llama la atención hasta qué punto la lectura de memorias y otro tipo de impresos difundió entre estas mismas comunidades letradas los detalles de mucho de lo que se discutía y comentaba a la sombra del Árbol de Cracovia en los jardines del Palais-Royal o en las cafeterías parisinas. Así fue que se supo en Estados Unidos, por ejemplo, las minucias del pleito entre David Hume y Jean-Jacques Rousseau –a quien Hume llamó perverso (scélérat) en una carta que dirigió al barón d’Holbach. Darnton menciona en uno de sus ensayos la enorme atención que en la Francia del siglo XVIII despertaba todo lo relacionado con las colonias norteamericanas, pero lo cierto es que no fue menos el interés con que en Nueva Inglaterra se siguieron los experiencias galas.

El caso de la disputa musical entre los partidarios de la escuela alemana y los de la escuela italiana, críptico como es en realidad, mereció la atención del otro lado del Atlántico. A mediados del siglo XVIII, las comunidades letradas de Francia se dividieron entre los defensores de Christoph Willibald von Gluck y los de Nicolas Piccini, es decir, entre quienes consideraban más adecuada para el siglo de la razón la mayor y más artificial complicación posible de sonidos musicales de la armonía y entre quienes preferían la más placentera sucesión de sonidos de la melodía, a la manera de los griegos. Los bandos llegaron a ocupar un lugar específico en el parterre, debajo de las plateas reales: a la sombra de la reina los gluckistas, del rey los piccinistas: Suard y el abad Arnaud por un lado, Marmontel y La Harpe, por el otro, hasta que la música de Antonio Sacchini apareció como una conciliadora tercera vía. Asimismo trascendieron en Estados Unidos las opiniones de Napoleón sobre la historia, en general, y sobre Tácito, en particular.44 De ahí entonces que las primeras traducciones y estudios originales fechados al comienzo del siglo XIX sean la genealogía en la que se inscriben los minuciosos estudios de Darnton sobre los bajos fondos literarios, los libros prohibidos, el mercado editorial, la lectura en la Francia del siglo XVIII e incluso un ensayo biográfico recogido en este libro sobre el abad André Morellet, cuñado del mismo Marmontel que asumió la causa de Piccini.

La riqueza de los Archivos del Edén ya era tal en la segunda mitad del siglo XX que habría sido suficiente para que Darnton realizara una obra original sobre la historia cultural francesa, apenas concluidos sus estudios de posgrado. Las mismas colecciones se habrían encargado de empujarlo a puerto seguro, tal y como le sucedió a la historiadora norteamericana Natalie Zemon Davis, quien arraigada en Estados Unidos por motivos políticos, realizó su tesis doctoral sobre Lyon en el siglo XVI con los materiales reunidos en la Biblioteca Pública de Nueva York, la Pierpont Morgan, la Universidad de Columbia y la Unión Teológica para Graduados, y terminó poniendo la historia del libro al servicio de la historia social.45 Darnton tuvo otras alternativas. A su paso por Harvard percibió la importancia de combinar la oferta de la Biblioteca Widener con los tesoros que guardaba el Edificio Houghton y así proseguir el estudio de la historia más allá del amplio universo de los libros e ingresar al laberinto no menos denso e inagotable de las fuentes documentales. Enseguida, el sistema tutorial de Oxford y el rigor empírico de académicos ingleses como Robert Shackleton, Harry Pitt y Richard Cobb enseñaron a Darnton la necesidad de respaldar con pruebas cada una de sus afirmaciones. De ahí que Darnton peregrinara a Francia para realizar in situ la investigación documental que demandaba su interés en estudiar la presencia de Thomas Jefferson en París, lo cual derivó hacia el mesmerismo, la literatura vivida, el mundo de la edición y los autores en el Siglo de las Luces. No hay uno solo de sus libros que no dé cuenta de su sistemático y minucioso rastreo en las llamadas fuentes primarias, tanto en los depósitos estatales como la Biblioteca Nacional de Francia, la Biblioteca Histórica de la Ciudad de París y la Biblioteca del Arsenal, por nombrar unos cuantos, así como en depósitos privados, como el primero que consultó mientras estudiaba el mesmerismo: el de la familia Bergasse du Petit-Thouars, sito en un pequeño château en la región del Loira, o bien fuera de la órbita estatal francesa, como el archivo de la Sociedad Tipográfica de Neuchâtel, en Suiza.

El sentido de lo anterior pareciera cobrar cuerpo al incluir lo que agregaron a la comprensión del papel de la escritura en la formación de Darnton una serie de vidas atadas al periodismo en Nueva York durante la primera mitad del siglo XX y la experiencia personal en el oficio. Una de esas vidas es la de Charles Darnton, quien en compañía del caricaturista mexicano Marius de Zayas dejó en las páginas del diario The World en la segunda década del siglo XX una detallada crónica de la intensa y muy variada actividad teatral en el Manhattan de las producciones de Oscar Hamerstein y las leyendas de los Barrymore, Harlow, Russel, Fiske y compañía. Otra es la de Byron, padre de Darnton, quien encandilado por la febril actividad de su tío Charles decidió mudar el sosiego de su vida en el medio oeste por los secretos del mundo urbano, hizo carrera en The New York Times, y encontró la muerte en 1945 en un accidente mientras cubría la Guerra del Pacífico. No fue la última influencia la de su madre, Eleanor, quien a la sombra del diarismo profesional pudo sacar adelante a sus dos hijos, Robert y John.46 Todo esto ayuda a explicar la claridad y concisión de muchos de los escritos de Darnton, el casi invisible zurcido teórico de sus ensayos, obras como Berlin Journal, 1989-1990, resultado de una estancia en Alemania que supuestamente emplearía en la conclusión de otra monografía sobre el siglo XVIII, y a cambio de la cual salió a la calle para registrar los pasos de otra revolución, esta vez en la antigua República Democrática Alemana. Pero la escritura de Darnton más bien está en otra frecuencia: la de una tradición que piensa la historia como una argumentación clara, alejada de cualquier tipo de jerga, intensa pero sin lirismo que altere la representación del pasado, casi contraria a la teoría aunque obediente a la tarea de ofrecer sus interpretaciones en un lenguaje accesible y siempre respaldada por las evidencias. Esto remite nuevamente al sistema tutorial de Oxford: cada semana Darnton tenía que presentar y leer en voz alta un ensayo y ahí se percató del efecto de su escritura en sus tutores. Y para mejorar la prosa, nada más persuasivo que apreciar en una sesión de esta naturaleza cómo se hunde en su silla con una expresión de dolor en la cara el que nos escucha.

En 1945 Felix Gilbert se topó en Heidelberg con Karl Jaspers, poco antes de que este último diera a la imprenta su ensayo sobre la idea de la universidad. Las autoridades norteamericanas le acababan de encomendar a Gilbert la reapertura y reforma de las universidades alemanas y Jaspers le preguntó entonces si en el nuevo reglamento de la universidad local le permitiría decir algo como lo siguiente: esta institución tiene como objetivo formar una aristocracia intelectual. Las principales ciudades alemanas eran un acopio de escombros y pesares de muerte. La conciencia histórica cambia con la historia, escribiría Jaspers poco después; y agregó: “En nuestro tiempo está determinada por la conciencia de la crisis, que, crecida lentamente desde hace cien años, se ha generalizado hasta ser la conciencia de casi todos los hombres.”47 Pero volvamos a Heidelberg. Gilbert, siendo alemán, no sólo le respondió con un categórico no a Jaspers, sino con una valiosa serie de estudios sobre las genealogías intelectuales de la historia.

Gilbert hizo notar que la transformación de la disciplina de la historia a lo largo del siglo XIX es inseparable de un conjunto de cambios institucionales que redundaron en el desarrollo y la construcción de nuevos saberes en los estudios de la política, la sociedad y la cultura. En realidad, fue un siglo rico en actividad y tentativas historiográficas. Y en él destacan los diferendos entre las dos grandes maneras de observar el pasado: la mirada microscópica de Saint-Beuve y la visión panorámica de Jules Michelet;48 también entre el temperamento romántico y los discursos nacionalistas, entre el culto al individuo y la preeminencia de la colectividad, entre la veneración a las fuentes escritas surgida en el Antiguo Régimen y los preceptos científicos de la nueva escuela metódica, entre la crítica de los documentos y la escritura propiamente dicha. Autores como Stendhal y Tolstoi, entre muchos otros, en el cuenco de sus narraciones pusieron al descubierto estrategias y formas de representación del pasado diferentes a las de la historia erudita de su tiempo, adelantándose por décadas a algunos de los reparos que los historiadores académicos opondrían a su propio oficio.49 Y sin embargo, la llamada historia erudita del siglo XIX –en manos de autores como Fustel de Coulanges y Jacob Burckhardt–, además de plantearse la tarea de lograr la aprehensión total del pasado, atinó a identificar al pasado como algo ajeno al historiador, advirtió sobre los riesgos de dar rienda suelta a la imaginación en la escritura profesional de la historia y supo que para explicar el entramado de una civilización era preciso desmontar las creencias de una época. Semejantes iluminaciones confirmaron en muchos historiadores su confianza en la marcha del progreso y en los horizontes de futuro que ellos mismos manejaban y al principio del siglo XX se llegó incluso a pensar que en la disciplina de la historia todo estaba resuelto. Sin embargo, como si expresar una certeza fuera suficiente para acabar con ella, en breve se empezó a dudar de si separar a la historia de las bellas letras no había significado en realidad una pérdida o un retroceso, de donde surgieron preguntas en torno al estatuto científico de la historia, o hasta qué punto era ciencia, de serlo.

Es difícil creer en la existencia de una disciplina tan estable y serena como la que por momentos podría desprenderse de este recuento. La historia está lejos de la regulación de un minué, si bien no pocas veces se espera que sus practicantes sepan adónde ir, en qué punto detenerse, qué rumbo seguir en absoluta unanimidad. De hecho, hasta las pulsaciones intelectuales más sutiles en el terreno de la historiografía pueden ser blanco de la mala fe que se marina en los ocios y ceremonias de la vida académica y literaria. Aun así, el mundo de los libros de historia es capaz de ofrecer varios escenarios de sosiego –como el del historicismo, por ejemplo, que logró sobrevivir al breve aunque decidido proceso de nazificación en los centros de enseñanza superior de Alemania.

En uno de esos escenarios Darnton conoció y trató a Robert Shackleton, su tutor en el posgrado y quien desde su oficina en Oxford lo puso en contacto con el mundo de la historia erudita del siglo XIX. “Ignoraba yo entonces (cuando en 1960 era un verde estudiante de posgrado y a duras penas había oído hablar de Fontenelle) que él era hijo de un fabricante de botas en Yorkshire”, escribió Darnton. La erudición de Shackleton era tan amplia como su propia complexión –“llenaba la ventana que daba sobre el estante de la Enciclopedia: la edición original en folio, con el Suplemento y el Índice analítico”–, pero todo lo que le enseñó a Darnton sobre Fénelon, La Bruyère y Montesquieu provenía de un profundo proceso de reflexión personal. Shackleton llegaba lentamente al grano, abriéndose camino entre una densa maleza bibliográfica.

Hablaba un lento y cuidadoso inglés y un francés sumamente propio y mal pronunciado. Pero sabía de lo que hablaba, hasta lo más hondo de sus raíces filológicas. Al comentar a Rousseau, usé ciertas palabras que tenían un sonido inocente, como autoridad y soberanía. Robert empezó a sacar diccionarios y enciclopedias de los estantes, todos ellos impresos a intervalos entre el final del siglo XVII y el final del XVIII. Me puso a rastrear las palabras de una a otra edición. Al final me di cuenta de que las ideas cobran forma en el lenguaje y de que el oído debe percibir las variaciones en el idioma tal y como se han desarrollado en el tiempo. Recuerdo en particular la búsqueda de la palabra cité. Yo pensaba que quería decir “ciudad”, pero tras una breve exégesis de Robert me empezó a sonar como a voluntad general. Robert no le hacía demasiado caso al “discurso”, o a cualquier cosa que los franceses hubieran producido después de 1800 salvo tal vez por Simenon a decir verdad, pero entendía la gramática del pensamiento político desde Maquiavelo hasta Rousseau. El análisis que hacía de eso tenía afinidades con las variedades más de moda de la historia intelectual.

Pero Shackleton nunca estuvo de moda. “Era demasiado erudito”, explica Darnton,50 “y su erudición acaso fue una barrera que le impidió a los de afuera apreciar la agudeza de su mente.” Darnton extrajo de este escenario el sexto sentido que hace falta para saber leer.

Sobre los años de formación de Darnton proyectaron su fría sombra las dudas en torno a las ideas relativas al valor y la utilidad de la moderna disciplina de la historia. Años de cartón y regocijo intelectual a la vez. Eso por un lado. Por otro, su propia versión del conflicto entre la aparente indisciplina de los estudiantes y el mundo también sólo en apariencia resuelto del maestro. A lo anterior hay que agregar una característica más de la época en que realizó sus primeros estudios, muy bien expresada poco antes por George Orwell: “La renuencia a la idea de que la historia podría escribirse con veracidad.”51 Súmense después estas tres piezas. Una, el deseo de ser un historiador académico –a sabiendas de que podían estar vedadas algunas de las alternativas conceptuales con las que contó la historiografía hasta finales del siglo XIX. Otra, el conocer a Richard Cobb en 1962 y verse expuesto al brío y élan de sus ensayos, a su erudición archivística sobre la Revolución francesa y a su interés por observar la historia desde abajo. La última, más bien múltiple: la voluntad por familiarizarse hasta la apropiación con las reflexiones antropológicas que empezaron a tocar la imaginación de ciertos historiadores, como Aby Warburg; por usar al máximo las iluminaciones provenientes de las páginas originalmente insólitas de la revista fundada por Marc Bloch y Lucien Febvre, Annales –como el Michel Vovelle que transplantó a la historia la categoría antropológica de los “intermediarios culturales”–; o bien por aprovechar las aportaciones de las escuelas inglesas –la marxista y la liberal clásica– en torno a la autonomía y creatividad de las culturas populares.52 Si a todo lo anterior se alcanza a agregar que la suya es una inteligencia más que versátil en una generación singularmente inquieta, acaso se comprenda que Darnton tenía razones de más para poner su mente y su pluma a disposición del clima mental de la época que precedió a la revolución de 1789.53

El soplo de la dirección oculta la gracia de los diversos sentidos en la obra de un historiador. Pero si a estas consideraciones se añade que los grandes acervos bibliográficos contemporáneos no sólo forman parte central del complejo institucional en el que se ha desarrollado el cultivo del saber y de la ciencia de la historia, sino de la formación misma de Darnton, tal vez se tenga una idea más precisa de su ejemplar interés en el arduo mundo de la letra de imprenta antes, durante y después de la Revolución francesa, punto de referencia indiscutible en la transformación de la imaginación política y literaria de la modernidad clásica.

La propagación de la lectura fue la gran novedad del siglo XVIII, y de ella se generó una “nueva industria que aspiró a sustentarse y enriquecerse con la entrega de la mercancía: el negocio del libro”, tal y como lo escribió Johann Gottlieb Fichte en la décima lección de su popularísimo curso Sobre la esencia del sabio y sus manifestaciones en el dominio de la libertad.54 De ahí que en Francia el auge del comercio de las publicaciones impresas y la intensa actividad literaria de sus ilustrados y philosophes acompañaran durante el siglo XVIII la vida política del reino: entre ambos difundieron las teorías y argumentos que tras mermar la legitimidad de la monarquía acabaron por redondear su epitafio, así como por proveer las imágenes que la fijaron al tiempo que desde entonces se conoce como el Antiguo Régimen.

El mundo de la letra impresa en Francia, en general, y en particular la producción, venta, distribución y lectura de los libros, gacetas, folletos y demás publicaciones en los que se propagó el pensamiento ilustrado a lo largo y ancho del reino, han ordenado muchas de las pesquisas y la mayor parte de los estudios de Robert Darnton. Pero ¿dónde reside la originalidad de este empeño cuando en la actualidad podrían formarse bibliotecas enteras con las ediciones críticas y las monografías y las revistas especializadas que acompañan a todos y cada uno de los grandes autores de la literatura de los siglos XVII y XVIII? La respuesta no es sencilla. El trabajo de Darnton acaso empezó a tomar forma tanto en la ciega actividad de la pereza que guió algunas de sus escapadas al Edificio Houghton en la Universidad de Harvard como en las lecturas realizadas en el estudio de Robert Shackleton en Oxford, con lo que logró dar cuerpo a una tesis doctoral sobre las formas de la propaganda radical en vísperas de la Revolución francesa. Asimismo, pudo haber encontrado su sentido en los diagramados laberintos de las controversias académicas en que se enfrascaron sus mayores a mediados del siglo XX, cuando las mismas sombras que suelen vestir las relaciones entre el saber histórico y la historia, o entre el historiador y su hora, empezaron a delimitar nuevos terrenos a la lectura y trazaron un horizonte distinto al de la crítica intensa. “Ya no es posible ignorar que un libro, un texto, una fuente, vienen a ser la respuesta de una voluntad, la que, a su vez, descansa en una serie indefinida de supuestos”, advirtió Edmundo O’Gorman en 1940; de ahí, añadió, que un libro diga “mucho más de lo que pueda deducirse por medio de un análisis fragmentario. Esos supuestos forman un complejo histórico inagotable, como es inagotable la realidad misma, y en ese complejo, gracias a la consideración de los textos como totalidades, podemos descubrir aquellos que para nosotros son fundamentales y por lo tanto, poseer el secreto y la clave de lo que a su vez ese texto tiene de fundamental para nosotros.”55 Me atrevo a dudar que Darnton conociera estas líneas de O’Gorman. Pero en cambio no creo que las figuras tutelares de alguien como él, interesado en ensayar una historia literaria capaz de reconstruir los circuitos de comunicación de esa época con el fin de apreciar los libros que se leyeron verdaderamente en la Francia del siglo XVIII, fueran los estudiosos que fragmentan el universo ilustrado –en aras del conocimiento de las fuentes del saber o incluso de la sensibilidad modernas–, sin detenerse a considerar la totalidad de los sentidos originales de muchas de sus obras tanto en la imaginación de sus autores como en la de sus primeros lectores.