Chile en las series de televisión: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante - Javier Mateos-Pérez - E-Book

Chile en las series de televisión: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante E-Book

Javier Mateos-Pérez

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Estás páginas desentrañan las claves del éxito de tres títulos que se han convertido en referencia del imaginario colectivo del país: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante, analizándolas desde una triple perspectiva: la producción, el contenido y la audiencia, con el fin de valorar su impronta en el público chileno. Se trata del primer libro publicado sobre el tema y es el resultado de una investigación, original e inédita que está dirigida a la audiencia que vivió la emisión de estas producciones y a los interesados en la comunicación social, la televisión y las series, y cómo estas pueden constituirse en nuevos soportes de memoria.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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Índice

Portada

Nicolás Acuña Farina • Prólogo. Por el camino de las series

Introducción

Gloria Ochoa y Andrea Valdivia • Contexto socio-político y abordaje de la historia reciente en la ficción televisiva

Claudia Bossay • Imágenes de lo posible, la imaginación histórico-social en el audiovisual

Javier Mateos-Pérez • Los 80. La vida televisada de una familia en dictadura

Gloria Ochoa Sotomayor • Los archivos del Cardenal: esto no es ficción

Andrea Valdivia Barrios • El reemplazante. Radiografía al Chile desigual de inicios del siglo XXI

Javier Mateos-Pérez • La producción de las series de televisión chilenas de éxito (2008-2012)

Valentina Carvajal Gallardo • Los 80: cuando la ficción se transforma en marca

Gloria Ochoa Sotomayor • Los archivos del Cardenal: el desafío de lo verosímil

Javier Mateos-Pérez • El reemplazante. Visibilizar el problema de la educación en Chile

Gloria Ochoa Sotomayor • La mirada de la audiencia juvenil

Lorena Antezana Barrios • Memorias generacionales y sentimientos: el pasado reciente en la ficción televisiva

Cristián Cabello Valenzuela • Ficción autoritaria y memoria generizada de hijos e hijas de la dictadura

Ficción televisiva e historia reciente: ¿un lugar para la reflexión social?

Ficha técnica de las series

Autoras y autores

Javier Mateos-Pérez Gloria Ochoa Sotomayor

Chile en las series de televisión

Los 80,

Los archivos del Cardenal

y El reemplazante

Chile en las series de televisión.

Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante

Primera edición: enero de 2019

© Javier Mateos-Pérez y Gloria Ochoa Sotomayor, 2019

Registro de Propiedad Intelectual

N° 291.854

© RIL® editores, 2018

Sede Santiago:

Los Leones 2258

cp 7511055 Providencia

Santiago de Chile

(56) 22 22 38 100

[email protected] • www.rileditores.com

Sede Valparaíso:

Cochrane 639, of. 92

cp 2361801 Valparaíso

(56) 32 274 6203

[email protected]

Sede España:

[email protected] • Barcelona

Composición e impresión: RIL® editores

Diseño de portada: Matías González Pereira

Fotografías de Los 80: gentileza de Canal 13

Fotografías de Los archivos del Cardenal y de El reemplazante:gentileza de Nicolás Acuña.

Impreso en Chile • Printed in Chile

ISBN 978-956-01-0600-1

Derechos reservados.

PrólogoPor el camino de las series

Las series forman parte importante de mi vida. En casi 15 años he realizado y producido ocho series de ficción en distintos formatos, algunas de ellas con más de una temporada. En este sentido, no podía restarme a la invitación del profesor Javier Mateos-Pérez para ser parte del primer libro sobre series chilenas. Su publicación habla de la maduración de un formato que, hasta hace poco, no tenía la relevancia que tiene hoy.

En el año 2002, cuando realicé mi primera serie, Justicia para todos, el escenario era muy diferente. Sin embargo, el punto de partida era el mismo: el Consejo Nacional de Televisión (CNTV), principal financista de estas producciones.

La televisión por cable recién se posicionaba. Las plataformas como Netflix o Amazon no existían y era impensado que una serie realizada en Chile fuera exhibida en el extranjero. Mucho menos que HBO, FOX, TNT, SPACE tuvieran interés en nuestros proyectos. Hoy, en los mercados internacionales, donde se inician los contactos para conseguir financiamiento, no es raro encontrar a productoras nacionales, con más de un proyecto en desarrollo y, en algunos casos, firmando contratos.

Cuando inicié mis primeros proyectos de series, los directores que entonces hacían solo películas no entendían por qué había cambiado el cine por un formato que implica grabar muchas escenas en poco tiempo, sin mucho dinero y sin reputación autoral. Por lo general, se debía estar cuatro meses dirigiendo ininterrumpidamente. Pero el principal argumento de mis colegas era que la televisión chilena no era el medio adecuado para mostrar proyectos audiovisuales de mayor complejidad y la única ficción que allí funcionaba eran las telenovelas.

La verdad es que tomar esta opción no fue sencillo. En primer lugar, había que convencer a los ejecutivos de los canales de la necesidad de renovar la oferta programática con contenidos de mayor calidad. Luego, debíamos de idear, diseñar y grabar estas producciones de ficción seriada con una lógica distinta.

Bajo ese objetivo, junto a Luis Emilio Guzmán, guionista de algunas de las series que he dirigido, creamos Justicia para todos. Había que inventar una historia en que el 50 por ciento de las escenas sucedieran, a lo menos, en una gran locación. Por ese tiempo, la reforma procesal penal estaba en su etapa de prueba en algunas regiones y se acercaba el momento de implementarla en la Región Metropolitana. Esa era una gran oportunidad para hacer nuestra primera serie de ficción. Habíamos intentado, sin éxito, ganar el Fondo del Consejo Nacional de Televisión con otros proyectos. Ahora teníamos un nuevo argumento para convencer al CNTV: un tema relevante y un formato televisivo probado. Además, en los juicios orales se produce una síntesis del conflicto dramático, es como un pequeño teatro griego. Por lo tanto, un formato atractivo. Para los ejecutivos de los canales de televisión disminuir el riego es esencial. «¿A qué se parece esta serie?» es una pregunta recurrente hasta hoy en la industria. Nuestra respuesta era evidente: La ley y el orden, una de las series más longevas de la televisión estadounidense. En un principio contábamos con el apoyo del Ministerio de Justicia, pero al leer el primer guion se dieron cuenta de que el fiscal, que interpretaba Bastián Bodenhofer, tenía una amante. Se escandalizaron y no participaron en el proyecto. Mucho tiempo después, uno de los padres de dicha reforma me contó que la serie fue la mejor herramienta comunicacional del Ministerio de Justicia para difundir el nuevo sistema judicial.

Grabar Justicia para todos tomó diez días por capítulo; Cárcel de mujeres, siete; Los archivos del Cardenal, nueve; El reemplazante, cinco, y Sitiados, ocho. Estos capítulos tienen por lo general una duración de 50 minutos. Una película, que se extiende por 90, no puede grabarse en menos de seis semanas. A pesar de tener que grabar rápido y, en general, con menos dinero que en una película en Chile, con las series nacionales se logran buenas actuaciones, una puesta en escena muy aceptable y guiones trabajados, algo que las distancia de las telenovelas.

El oficio de director, como muchos otros, requiere de continuidad para ser ejecutado adecuadamente. Personalmente, pasé de estar en un set de grabación un mes cada dos años a estar permanentemente en uno, trabajando con guionistas, actrices, actores, equipo técnico y de producción.

Hacer una serie es una empresa gigantesca, no solo de recursos y tiempo, sino de vida. Cuando termino de grabar una serie siento que viví varios años en unos meses. Como le escuché decir alguna vez a Raúl Ruiz, dirigir, en algún sentido, es un ejercicio más físico que intelectual.

Hoy, en un escenario muy competitivo, donde las series son la moda de la industria audiovisual, tenemos que elegir muy bien qué historias queremos contar. Locales, con fuertes rasgos identitarios, como Ramona, o de género, como Prófugos, son alternativas que han tenido resultado.

Muchas veces me preguntan cómo logramos convencer a FOX de producir una serie sobre el pueblo mapuche. Cuando tuve que exponer frente a ejecutivos de distintos países, responsables de los contenidos de esa mega empresa, mi principal argumento fue que estaba seguro de que en Latinoamérica podíamos hacer más que series de narcotraficantes y putas, las que se producen en exceso. El pueblo mapuche sitiando un fuerte del imperio español al final del mundo fue el punto de partida para contar la historia de la colonización de nuestro continente. Hoy se realiza la tercera temporada de Sitiados en México.

Nuestro desafío es consolidar las series en Chile y en Latinoamérica con proyectos creativos, tanto en su contenido como en su realización. En una segunda etapa, lograr coproducciones con las empresas que dominan la producción y aspirar a que nuestras series tengan distribución global.

Trapped, la primera serie de televisión islandesa, es un buen ejemplo de cómo una historia local se trasforma en un éxito mundial. A pesar de ser una historia sencilla, cuenta con una cinematografía cuidada, excelentes actuaciones y un guion policial bien trabajado, como saben hacerlo los nórdicos.

¿Cuánto falta para que hagamos la primera serie en inglés? Sebastián Lelio y Pablo Larraín ya lo hicieron en el cine. Probablemente, en breve tendremos a lo menos una serie bilingüe. Pero antes habrá que generar condiciones de mayor solidez para un contexto más consistente de las productoras independientes responsables del desarrollo y producción de contenidos. También es urgente involucrar a los canales de televisión abierta. No solo para que aumenten su inversión, sino para que eleven el estatus de estas producciones en su programación. Las series chilenas aportan identidad, generan fidelidad y mejoran la percepción de la audiencia respecto a las empresas que administran las señales de televisión.

Las escuelas de cine y televisión también están llamadas a contribuir en el desarrollo del sector, adaptando sus programas académicos a las nuevas tecnologías y a los medios digitales, proponiendo planes de estudio sobre el ámbito televisivo, invirtiendo en la capacitación de docentes y transformando a las y los estudiantes en el primer motor de la creación de nuevos contenidos audiovisuales.

Tenemos ventajas comparativas, como la calidad de nuestros equipos técnicos en fotografía, dirección de arte, montaje, entre otros; una gran cantidad de actrices y actores con experiencia y talento; locaciones únicas y empresas de servicio de gran eficiencia. Esto me hace pensar que el futuro puede ser promisorio para las series de ficción.

Esperamos que, con la llegada de la televisión digital terrestre, se abran nuevos espacios para todos los contenidos audiovisuales que escasamente llegan a los medios de comunicación. Sin embargo, si no mejora la legislación y coordinación de los instrumentos de fomento vigentes, difícilmente se llegará al nivel de desarrollo que necesitamos para dar un salto cualitativo en la producción y difusión de contenidos audiovisuales.

Las series de ficción ya no son el hermano pequeño de las películas. En la actualidad existen directores como Andrés Wood, Pablo Larraín, Alicia Sherson, Cristián Jiménez, que realizan series de ficción. Otros, como Dominga Sotomayor, Alejandro Fernández, Sergio Castro, Moisés Sepúlveda, Juan Sabatini, están preparando proyectos. Guionistas provenientes del teatro y la narrativa, incluso de telenovelas, como Josefina Fernández, Guillermo Calderón, Pablo Paredes, Rodrigo Cuevas, Nona Fernández, escriben también guiones de series. Las universidades las analizan, en los colegios se utilizan para la enseñanza, ganan festivales internacionales. Actrices, actores y guionistas gozan de prestigio al ser parte de ellas, y atraen talentos de otras disciplinas, como la literatura, música, pintura.

Entre muchas otras, Gen Mishima, Ecos del desierto, Los archivos del Cardenal, Bala loca, Los 80, El reemplazante, Héroes, Mary & Mike, Prófugos, Ramona, Huaiquimán y Tolosa son parte de nuestro patrimonio audiovisual.

Autoras y autores de este libro han investigado el proceso de la producción de series y han abordado el estudio de tres de ellas: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante. Estas han sido concebidas como un fenómeno por su contenido, por la propuesta audiovisual, por las críticas recibidas, por la recepción de la audiencia y, principalmente, por el debate social que despertaron. Para estudiarlas, se ha optado por una estrategia poco habitual y compleja, que analiza este fenómeno cultural desde tres perspectivas: la narrativa (la historia que cuentan y los recursos que utilizan para ello), el contexto social en el que surgen (las condiciones sociales, políticas y de la propia industria que están a la base de su emergencia) y la recepción de la audiencia, en particular de la audiencia juvenil. Estos estudios, que en general se asumen de manera separada, en esta ocasión se integran con el objetivo de ofrecer una respuesta al entramado de condiciones que permitieron que estas series de ficción fueran un éxito.

De esta manera, las páginas que siguen nos entregan elementos para recordar y reflexionar sobre estas producciones, para saber cómo se crearon y para conocer cuál es el camino que debe de recorrer un proyecto de este tipo, desde que surge la idea hasta que se emite y el público lo recepciona. Además, también nos permiten aproximarnos a los cambios ocurridos en la sociedad chilena en los últimos veinte años, de los cuales estas producciones también son parte y expresión.

Nicolás Acuña FarinaDirector de la carrera de Cine y TelevisiónInstituto de la Comunicación e Imagen, Universidad de ChileDirector de cine y televisión

Introducción

La televisión es la actividad a la que mayor tiempo de ocio dedican los chilenos y las chilenas1. Habitualmente la audiencia busca en el consumo televisivo informarse, educarse y, fundamentalmente, entretenerse. En este ámbito, las series de televisión son un eje vertebrador de la programación televisiva. Estos productos audiovisuales han cosechado un importante éxito de seguimiento por parte de espectadoras y espectadores, que aprecian y valoran positivamente las series nacionales. Se trata de espacios televisivos capaces de aglutinar audiencias masivas que siguen la emisión con una periodicidad regular y constante, conformando un público altamente fidelizado.

El modelo de serie dramática de producción nacional ha alentado un cambio sustancial en la industria audiovisual, en concreto en la industria televisiva del país, puesto que ha logrado en la última década un espacio prioritario en la programación televisiva. Sus emisiones han conseguido desplazar los productos que habitualmente ocupan la franja horaria nocturna: los programas de entretenimiento, las películas de estreno, las telenovelas o las series estadounidenses. El éxito de estas propuestas ha promovido un buen contingente de nuevas producciones de ficción, que han incrementado, en los últimos tiempos, su presencia en los canales de televisión del país.

Uno de los rasgos característicos de esta oferta ha sido el interés por centrarse en periodos temporales próximos, situados en la dictadura y en las consecuencias operadas sobre las dimensiones políticas, económicas o socioculturales de Chile. Desde estas producciones se ha establecido un ejercicio narrativo consistente en dramatizar determinados personajes, temas o acontecimientos reconocidos por la audiencia. Los 80 (Canal 13, 2008) fue la serie pionera de un puñado de títulos que surgieron a partir de su éxito. Volver a mí (Canal 13, 2010), Los archivos del Cardenal (TVN, 2011), Amar y morir en Chile (CHV, 2012), El reemplazante (TVN, 2012), Ecos del desierto (CHV, 2013), No, la serie (TVN, 2013), Sudamerican Rockers (CHV, 2014), Bala loca (CHV, 2016), Ramona (TVN, 2017) y Mary & Mike (CHV, 2018) son ejemplos indicativos de que la televisión chilena, en el último tiempo, se ha configurado como un agente central en la representación y abordaje de nuevos y conflictivos contenidos, a través de la evocación de imaginarios históricos y actuales en formatos y propuestas narrativas diversas.

Tres de las producciones que forman parte de las producciones nacionales señaladas son objeto de este libro: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante. Series que conforman un corpus en el que se representa, desde la ficción y de manera cronológica, un periodo histórico definitorio y crucial para la conformación de la actual sociedad chilena. Este abarca los cambios sociales acontecidos y la evolución de la sociedad desde la dictadura cívico-militar, instaurada el 11 de septiembre de 1973, hasta la actualidad, es decir, los últimos cuarenta años de la historia reciente.

Estas series destacan por las temáticas abordadas, el periodo en que fueron emitidas, por la recepción masiva y la valoración positiva que obtuvieron. Los 80 fue la primera serie de ficción que abordó la época de la dictadura en Chile y la experiencia de una familia chilena en esa época. Su emisión tuvo inicio el año 2008, en el marco del bicentenario y contó con 7 temporadas. Los archivos del Cardenal fue la primera producción ficcionada que situó el foco específicamente en un tema sensible y polémico: la violación a los derechos humanos y el terrorismo de Estado practicado en el periodo dictatorial. Fue emitida bajo la conmemoración de los cuarenta años del golpe de Estado, alcanzó una considerable audiencia y abrió el debate sobre un tema aún conflictivo en el país. Por su parte, El reemplazante se hizo eco de la movilización social por el derecho a una educación gratuita, pública y de calidad, con el abordaje de la crisis del sistema educativo en el modelo neoliberal y su impacto en jóvenes de un sector marginal de Santiago, haciéndolos protagonistas de la historia sin estereotiparlos, lo que tuvo una notable acogida entre el público. Estas características, y el propio formato audiovisual, así como el dedicado proceso de producción que tuvo cada una, las constituyó en series que recibieron fondos públicos para su realización, reconocidas por las y los telespectadores, positivamente comentadas por la crítica especializada y galardonadas con premios de reconocimiento a las artes. Es decir, se constituyeron en productos culturales reconocidos en el ámbito social, industrial y artístico.

Estas series televisivas contribuyeron a enriquecer el debate público acerca de situaciones específicas que enfrenta el país, como la crisis del sistema educativo o la desigualdad social, y sobre temas pendientes aún no resueltos, como la violación a los derechos humanos, la valoración de la dictadura o la verdad y la justicia. La ficción televisiva suscitó nuevas discusiones en diversas instancias e integró en ellas a nuevas generaciones que se incorporaron a la discusión a raíz del visionado de estas historias. Buena parte del éxito de estas series se debe precisamente a la identificación de la audiencia con la memoria personal y colectiva, vinculada a determinadas temáticas que es necesario someter a la discusión pública. Lo que lleva a postular que, para espectadoras y espectadores, es importante que la televisión sea un medio que entregue contenidos para la controversia y la reflexión social sobre el país y la sociedad.

Este tipo de producciones, de ficción histórica y de contingencia, tienen el desafío de representar mensajes de manera verosímil. Los formatos de ficción, que son los más populares entre la audiencia, también se presentan como referencias de la vida social. En ese sentido, deben de resultar creíbles. Así, la ficción es capaz de ejercer esa función de provocación y reflexión sobre la propia experiencia, en tanto proponga a quien la observa un contexto reconocible basado en la realidad. La necesidad de garantizar la conexión entre relato y audiencia exigirá que, incluso ambientadas en el pasado, las tramas recojan un corpus de normas, valores, símbolos, creencias susceptibles de una interpretación en clave de presente. Lo que, como veremos a lo largo de este libro, estas series consiguen alcanzar gracias a distintas estrategias narrativas, audiovisuales y de producción.

Además, son productos culturales y por ello es necesario valorar su calidad. En este sentido, estas tres series han atesorado una importante cantidad de premios otorgados por actores diversos. Se da la circunstancia de que las tres ganaron, y de manera sucesiva, los premios Altazor, Premios de las Artes Nacionales, que otorgan los propios creadores e intérpretes de las artes, reconociendo su aporte a la escena audiovisual del país.

Por todo lo descrito, se consideró que estas series constituyen un interesante objeto de estudio y de reflexión respecto a Chile y a la industria televisiva. La disquisición se desarrolló a partir de las preguntas: ¿qué pasó en la sociedad chilena que llevó a que series que abordan temas complejos –como la dictadura, la violación a los derechos humanos, el terrorismo de Estado, el impacto del sistema neoliberal, la crisis del sistema educativo y la desigualdad social− fueran emitidas en horario de alta audiencia y dirigidas a un público masivo? ¿Cuál es el contexto socio-político en que esto ocurre? ¿Cuál es el contexto de producción televisiva? Y ¿cuál es la recepción de la audiencia juvenil, que en parte no vivió los hechos relatados, pero que también ha sido protagonista como generación de temas abordados en la ficción señalada?

Estas cuestiones fueron las que guiaron la investigación plasmada en el proyecto denominado La representación de la historia reciente de Chile en las series de ficción nacionales de máxima audiencia y su recepción en el público juvenil (FONDECYT Regular 2015, número 1150562), y son las que se tratan de responder en este libro. La investigación se construyó a través de tres estudios. El primero dio cuenta del contexto de producción e indagó en las condiciones que permitieron la creación, producción y emisión de las series. El segundo indagó en el contenido de las series: el relato, la narrativa, el análisis de sus personajes, la representación de género y cómo estas series presentaron la historia reciente de Chile. Por último, se analizó la recepción que el público, en concreto la audiencia juvenil, realizó de estas producciones.

De este modo, el estudio de estas tres series de televisión permite discutir y relevar la potencia que tienen estos programas en la configuración de representaciones y de determinados relatos sobre la sociedad y su historia. Asimismo, nos permite conocer la producción de ficción seriada en el país. Es importante señalar que este género audiovisual es el más consumido en el mundo, situándose en la actualidad como núcleo de la industria del entretenimiento. De ahí el poder que se atribuye a estas producciones.

Para comprender este fenómeno y dar respuesta a las preguntas planteadas, en la primera sección se aborda el contexto socio-político en el cual estas series surgen y que las hace posibles, así como su vinculación con otros productos audiovisuales, como el documental y el cinematográfico. Posteriormente, se presenta una revisión del contenido de cada una de ellas, observando su narrativa: qué historia relatan, cómo la cuentan y con qué personajes. La siguiente sección desarrolla el escenario de producción televisiva nacional en el que surgen, y luego se desglosa el camino que cada una recorrió desde la génesis de la idea, hasta su emisión, explicando también lo que pasó después de su exhibición. La última parte del libro indaga en la recepción de la audiencia. En particular, la audiencia juvenil, pero también en públicos pertenecientes a generaciones de mayor edad.

En síntesis, en este trabajo se aborda el estudio de estas tres series como un fenómeno integral, es decir, desde diferentes aproximaciones que trascienden a su contenido, como la producción, la recepción y su contexto. Esto es, factores que las constituyen en el exitoso y masivo producto audiovisual de consumo que han sido.

1La televisión es el medio de comunicación con mayor audiencia, principal forma de ocio de chilenas y chilenos, promedio 3,5 horas/día/persona, según el Anuario Estadístico. Oferta y consumo de programación TV abierta del Consejo Nacional de Televisión del año 2017.

Contexto socio-político y abordaje de la historia reciente en la ficción televisiva

Gloria Ochoa SotomayorAndrea Valdivia Barrios

La sociedad chilena de la década de 1990 estuvo marcada por la herencia de la dictadura cívico-militar vigente en el país por 17 años, así como por el veto o escasa posibilidad de cuestionamiento y modificación de esa herencia, expresada principalmente en la implantación del modelo neoliberal, mantenido por los sucesivos gobiernos democráticos a partir de esa fecha. Esto en un contexto socio-político donde la mirada en dirección al pasado fue percibida como una acción incómoda que no permitía avanzar hacia un nuevo país, donde cualquier posibilidad de justicia respecto a las violaciones a los derechos humanos ocurridas a partir de septiembre de 1973 solo sería efectiva en «la medida de lo posible», conocida frase del presidente Patricio Aylwin, mandatario en los primeros años de esa década (Moulian, 1997). Contexto donde, además, las posibilidades de transformación de la sociedad vividas durante el gobierno de la Unidad Popular fueron dejadas en el olvido hasta que las nuevas generaciones comenzaron a mirar el periodo bajo una perspectiva distinta, incorporándolo como parte de la experiencia de los colectivos sociales del país.

La visibilización y reconocimiento de la historia reciente2 en Chile ha sido un contenido que entró paulatinamente a la discusión social. Este proceso se acentuó con la emergencia del denominado movimiento estudiantil, que tiene su hito de posicionamiento el año 2006, y de la conmemoración de los cuarenta años del golpe de Estado el año 2013, producto de la activación de la opinión pública en torno a ambos hechos. Los medios de comunicación y las redes sociales fueron un escenario de despliegue de esta discusión, de la cual no estuvo exenta la televisión, convirtiéndose en un lugar para el intercambio de opiniones y la difusión de contenidos respecto a los temas señalados. Al mismo tiempo, permitió el encuentro de dos generaciones, las y los jóvenes de la década del setenta, que fueron parte de la lucha social de ese momento, y las y los jóvenes del 2000, quienes empezaron a cuestionar las bases del modelo predominante3. De alguna manera, parecía que la sociedad chilena estaba ampliando el espacio de lo posible a través del hablar, el hacer e incluso la posibilidad de transformar su conformación presente y las bases que la sustentan.

De acuerdo a lo anterior, a continuación reflexionamos en torno a la pregunta: ¿Qué ha ocurrido en la sociedad chilena durante el siglo xxi que favorece la producción y emisión de tres series de ficción televisiva que abordan parte de la historia reciente del país: Los 80, Los archivos del Cardenal y El reemplazante? Estas tratan un periodo altamente significativo que va desde el fin de los años setenta hasta la actualidad. Las dos primeras lo hacen respecto del periodo de la dictadura cívico-militar. Los 80 a través de la vivencia de una familia chilena promedio que se ve enfrentada e impactada por los distintos hechos acontecidos en esa época. Mientras que Los archivos del Cardenal muestra las violaciones a los derechos humanos ocurridas en el periodo por medio del trabajo realizado por la Vicaría de la Solidaridad4. Por su parte, El reemplazante nos enfrenta a la desigualdad social existente en Chile, expresada en el impacto de la implantación y mantención del modelo neoliberal, principalmente en el sistema educativo y en la vida de jóvenes urbano marginales de la ciudad de Santiago. Temas que escasamente se abordaban en la televisión abierta y menos aún en formato de ficción y en horario de alta audiencia.

Para dar respuesta a esta pregunta proponemos reflexionar en torno a dos ejes: i) la mirada al pasado y procesos de memorialización respecto a la dictadura cívico-militar y ii) el cuestionamiento al neoliberalismo, expresado principalmente en el movimiento estudiantil. Pensamos que estos elementos pueden ayudar a comprender lo ocurrido en la sociedad y en la ficción televisiva chilena durante los últimos años, incluyendo la emergencia de las tres series señaladas.

Mirada al pasado y procesos de memorialización

La violación a los derechos humanos y el terrorismo de Estado ejercidos a partir del golpe cívico-militar del 11 de septiembre de 1973 tuvieron una precaria aceptación en la sociedad chilena posdictatorial de los años noventa. Su presencia en el debate nacional se debió a la perseverancia de diversos grupos, principalmente de familiares y sobrevivientes, cuyo objetivo fue alcanzar verdad y justicia frente a los hechos ocurridos (Ochoa, 2017), en el marco de una transición pactada, donde el exdictador ostentó el cargo de comandante en jefe del Ejército hasta 1998 y fue senador vitalicio hasta el año 2002 mientras que los colaboradores de su régimen fueron integrantes activos de la sociedad chilena5. Esto, además, en un contexto socio-político donde la mirada hacia el pasado era percibida como una acción incómoda que no permitía avanzar hacia un nuevo país, y la presencia militar y la posibilidad de su regreso al poder era una amenaza latente6.

Un hito de inflexión en esta situación ocurre en el año 1998, cuando es detenido en Londres Augusto Pinochet por una orden dictada por el juez Baltazar Garzón desde España por su presunta implicación en los delitos de genocidio, terrorismo internacional, torturas y desaparición de personas, ocurridos en Chile durante la dictadura. Hecho al que siguieron acusaciones como el denominado caso Riggs (2004), proceso judicial que lo implicaba en la malversación de fondos públicos junto a otros colaboradores, debido al descubrimiento de cuentas bancarias secretas que mantenía en el Riggs Bank de Estados Unidos7. Esta acusación llevó a muchos partidarios del exdictador a distanciarse de su figura y expuso en la discusión pública que la dictadura militar no solo había cometido crímenes de lesa humanidad −que podían ser puestos en entredicho o incluso justificados por razones de guerra interna−, sino que también había cometido delitos económicos. Estos hechos impactaron en los medios de comunicación y en los procesos judiciales relativos a violación a derechos humanos, así como en las medidas conducentes a la búsqueda de verdad.

Sin embargo, siguiendo a Stern y Winn (2014), las batallas por la memoria se habrían hecho presentes en el país desde el mismo momento del golpe de Estado. Esto por la interpretación de lo que había sido el gobierno de la Unidad Popular y el proceso social asociado, y por lo que fue el rol y actuar de las fuerzas armadas y de orden, así como sus organismos de seguridad, a partir de septiembre de 1973. A esto se sumó, durante los años noventa, las distintas lecturas de lo que fue la dictadura y la forma de integrarla a la historia de Chile y a la sociedad chilena. En este devenir existen dos elementos que se mantienen relativamente constantes. El primero es que, en general, todos los gobiernos posdictadura han debido tomar alguna medida en relación al terrorismo de Estado y las violaciones a los derechos humanos, independientemente de la intensidad y profundidad de las mismas, de la prioridad dada al tema por cada administración, ser iniciativas propias o producto de la presión nacional o internacional (como ocurrió en el momento de la detención de Pinochet en Londres). El segundo es la constante lucha por la verdad, la justicia y la memoria emprendida por familiares de detenidos desaparecidos o de víctimas de la represión y de las y los sobrevivientes de la misma, desde el día del golpe de Estado. Lucha que a lo largo del tiempo ha dotado de vigencia a sus demandas, ha logrado aliados en las nuevas generaciones y ha permitido que los hechos ocurridos adquieran un rango de aceptación en la sociedad chilena que los hace incuestionables, aunque no por ello totalmente asumidos.

En busca de la verdad

Como una respuesta a la demanda internacional y nacional por verdad y justicia, los gobiernos del periodo posdictatorial aplicaron diferentes medidas al respecto. La primera fue el establecimiento de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación (1990-1991), hecho que significó un reconocimiento de lo ocurrido y la solicitud de perdón del presidente Aylwin en calidad de representante del Estado y transmitida por cadena nacional. A pesar de ello, su alcance tuvo límites y cuestionamientos, puesto que dejó fuera los delitos de tortura y se centró en el caso de los detenidos desaparecidos y ejecutados. Además, identificó víctimas, pero no victimarios, y determinó muerte o desapariciones a manos de agentes estatales, pero no el detalle sobre el destino de las víctimas (Stern y Winn, 2014).

Posteriormente, y como respuesta a lo ocurrido con la detención de Pinochet en Londres, se instaló la denominada Mesa de Diálogo (1999-2000) bajo la presidencia de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, instancia que buscó nuevamente entregar respuesta a la pregunta: ¿dónde están?. Sin embargo, parte de la información que se obtuvo fue posteriormente desmentida, cuando investigaciones judiciales en curso dieron con los restos de algunas personas que aparecían en las listas de «arrojadas al mar» que había entregado la Mesa, en un sitio de entierro clandestino llamado Fuerte Arteaga (Collins, 2013).

Con posterioridad, durante el gobierno de Ricardo Lagos, se convocó a una Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Comisión Valech 1, 2003-2004), la cual incluyó los delitos de tortura. Estos quedaron totalmente al descubierto y se derribó el mito de que solo habían sido cometidos algunos excesos. Se estableció que la tortura había sido tan masiva y generalizada que correspondía a una política sistemática del régimen militar (Stern y Winn, 2014). Sin embargo, se incorporó una ley de secreto que restringe por 50 años el uso o difusión de la información de esta comisión, incluso por el poder judicial (la Ley 19.992 establece pensión de reparación y otorga otros beneficios a favor de las personas que indica). Asimismo, se excluyó de la consideración de prisión política y tortura a quienes habían sido detenidos brevemente o en contextos de redadas domiciliarias brutales, dejando de lado los abusos más generalizados de la década de 1980 y ocurridos principalmente en el marco de allanamientos en poblaciones marginales de Santiago. Esta comisión tuvo continuidad en la Comisión Asesora para la calificación de Detenidos Desaparecidos, Ejecutados Políticos y Víctimas de Prisión Política y Tortura (Comisión Valech 2, 2010-2011), que cumplió su misión durante el gobierno de Sebastián Piñera, aunque fue creada en el gobierno de su predecesora Michelle Bachelet8.

Por otro lado, en el año 2010 se inaugura el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos con la asistencia de los cuatro presidentes de la Concertación de Partidos por la Democracia, incluida la presidenta Bachelet, que había sido también víctima de represión, como un intento de reconocer y visibilizar lo ocurrido durante el periodo dictatorial. Esta inauguración puede ser vista como parte de un proceso creciente de constitución de espacios públicos de memoria que había impulsado la sociedad civil, en algunos casos apoyados por la institucionalidad pública desde el gobierno de Ricardo Lagos9. Entre los cuestionamientos que tuvo la iniciativa se encuentran el que inicia su exposición el día del golpe de Estado sin una explicación de su origen y consecuencias, así como restringirse a las explicaciones y análisis oficiales de los informes Rettig y Valech (Stern y Winn, 2014). Durante el discurso inaugural de la presidenta, la hermana del joven mapuche Matías Catrileo, asesinado en democracia, y la hermana de los hermanos Rafael y Eduardo Vergara Toledo, asesinados en dictadura, intervinieron pidiendo justicia y denunciando con su presencia la situación de los derechos humanos en el país.

De esta manera, se puede decir que la sociedad chilena se vio permanentemente enfrentada a una verdad a medias10, a un reconocimiento de lo ocurrido bajo un velo que no permitía apreciarlo en su totalidad y protegiendo, en algunos casos, a quienes estuvieron involucrados en esos acontecimientos de las consecuencias judiciales de sus actos.

En busca de la justicia

Por muchos años primó en los tribunales la aplicación de la Ley de Amnistía de 1978. A partir del Informe Rettig se promovió que los jueces revisaran las pruebas aportadas por la comisión antes de aplicar dicha ley, lo que fue resistido por los mismos. Sin embargo, el país fue testigo del enjuiciamiento de algunos funcionarios de alto perfil del régimen militar. Manuel Contreras −exjefe de la Dirección Nacional de Informaciones (DINA)− fue sentenciado el año 1993 a siete años de prisión como autor intelectual del asesinato de Orlando Letelier, lo que fue ratificado en 1995 por la Corte Suprema en el marco de un escenario político de alta tensión. Por ello, fue llevado a una nueva cárcel de máxima seguridad llamada Punta Peuco, a la que con el tiempo se sumaron otros colaboradores de la dictadura sentenciados por crímenes contra los derechos humanos.

Aunque los procesos judiciales en las causas de derechos humanos tomaron un cariz distinto previo a la detención de Pinochet en Londres. Por ejemplo, ya en enero de 1998 se habían admitido las primeras querellas criminales particulares en su contra por el involucramiento en crímenes cometidos en dictadura (Collins, 2013). Sin duda ese hecho influenció en el accionar posterior de los jueces. Una de las razones que se argumentó para la extradición del exdictador, aludía a que Chile contaba con la institucionalidad necesaria para aplicar justicia, aunque finalmente nunca fuera condenado en las causas que se encontraban en tribunales en su contra. Al parecer, los jueces habrían perdido el miedo de hacer justicia, al sentirse cuestionados por sus colegas internacionales, y en el país habría cambiado la percepción de lo posible, lo que se evidenció en la forma de proceder de los jueces en las causas de derechos humanos con posterioridad (Brett, 2009; Collins, 2013).

También, a partir de los resultados emanados del Informe Valech, víctimas de tortura presentaron denuncias ante tribunales. En el año 2005 se contaban cerca de 356 casos de abusos contra los derechos humanos asignados a jueces especiales. Sin embargo, solo ocho concluyeron y fueron sentenciados (Stern y Winn, 2014). Para el año 2010, 334 casos seguían su curso por desaparición forzada, tortura, entierro ilegal o conspiración. A inicios del año 2013 había un número aproximado de 800 personas procesadas, un tercio de ellas con una condena definitiva en su contra. Se encontraban activas 1.300 causas criminales de lesa humanidad por ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, inhumación ilegal o asociación ilícita ocurridas entre 1973 y 1990. Estas causas, y otras ya resueltas, involucraban cerca del 75 por ciento de las víctimas de ejecución política o desaparición forzada actualmente reconocidas por el Estado, y a una escasa proporción de sobrevivientes de prisión política y tortura −por los cuales existían cerca de 30 causas abiertas− (Observatorio Derechos Humanos, 2013). Aunque las cifras parecieran significativas, debido a la lentitud de los procesos se ha hablado de impunidad biológica por la muerte sin juicio de involucrados en estos crímenes y por las sentencias dictadas a los acusados, ya que han sido en algunos casos reducidas por diferentes causas.

Frente a los escasos procesamientos y condenas a personas involucradas en crímenes de la dictadura, surge en el año 1999 la Comisión Funa bajo la consigna «Si no hay justicia, hay funa», como «respuesta a las graves violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar y la impunidad impuesta mediante leyes hechas a la medida de los criminales y sus cómplices»11. La funa consiste en una acción de denuncia pública y de sanción social. Se realiza en la casa o lugar de trabajo de la persona que ha eludido la justicia. En la primera funa se denunció a un cardiólogo que trabajaba en la Clínica INDISA, Alejandro Forero, miembro del Comando Conjunto formado por miembros de la FACH y de Patria y Libertad, cuya misión fue vigilar las torturas para que las prisioneras y los prisioneros no murieran sin entregar la información que necesitaban. Fue una iniciativa de Acción, Verdad y Justicia (HIJOS-Chile, agrupación de hijas e hijos de detenidos desaparecidos y asesinados por la dictadura), a la que se sumaron otras organizaciones.

Comunicar la verdad y la justicia

Por otro lado, como señalan Insunza y Ortega (2016), la prensa tuvo una actitud condescendiente con el primer gobierno posdictatorial, acogiendo los llamados a la cautela con el fin de cuidar la democracia que estaba de regreso. Sin embargo, frente al abordaje que la prensa internacional hizo de la detención de Pinochet, el periodismo nacional no pudo obviar el hecho y tuvo que adquirir una posición crítica o al menos cercana a lo que estaba ocurriendo en el exterior: «era demasiado fuerte el contraste con los medios extranjeros, que al cubrir el arresto en Londres hablaban del exdictador en vez del exgobernante, y de dictadura en vez de gobierno militar» (Insunza y Ortega, 2016: 25). Distintos reportajes, tanto en televisión como en prensa, dieron cuenta de lo acontecido durante la dictadura y el actuar de distintos involucrados, incluido Pinochet.

A partir de ese momento, la prensa chilena debió asumir una actitud menos complaciente con la institucionalidad y el Estado, asumiendo un rol fiscalizador más activo. Destaca como ejemplo el nacimiento de The Clinic a partir de la detención de Pinochet en Londres −y en circulación hasta la actualidad−, que nació como un pasquín y se convirtió en un medio de comunicación satírico e irreverente que con ironía interpretaba el malestar de chilenas y chilenos frente al statu quo imperante.

A lo anterior, se suman las conmemoraciones de los treinta y cuarenta años del golpe militar, que contaron con cobertura televisiva creciente. En el caso de la conmemoración de los treinta años por los hechos ya descritos de la detención de Pinochet, se rompió, en parte, el tabú de abordar tal como era la figura del dictador y la dictadura cívico-militar que sostuvo. En el caso de los cuarenta años, la sociedad chilena asistía a la emergencia de distintos movimientos sociales que cuestionaban el sistema neoliberal impuesto por la dictadura y perpetuado en los gobiernos posdictatoriales. Actitud crítica de la cual los medios de comunicación no pudieron excluirse. Así, reportajes periodísticos, debates en radioemisoras y canales de televisión, programas especiales, imágenes de archivo, hacían imposible mantenerse ajeno al despliegue conmemorativo −en ambas ocasiones− y contrastaban con el silencio respecto a los mismos hechos entre cada una. Se dice, incluso, que el exceso conmemorativo pudo llevar a la banalización de lo ocurrido (Piper, 2013).

En el año 2013 convergen tres generaciones adultas que se enfrentaron a los hechos de la historia reciente del país, desde tres posicionamientos distintos. Además, la televisión estrena un nuevo formato y narrativa proveniente de la ficción (Antezana, 2015). Tal es el caso de producciones como Los archivos del Cardenal (TVN, 2011-2014), Amar y morir en Chile (CHV, 2012), Ecos del desierto (CHV, 2013), No, la serie (TVN, 2014) y Sudamerican Rockers (CHV, 2014). Estas series se han constituido en productos culturales que, establecidos y en creciente desarrollo junto a los memoriales y sitios de memoria, funcionan como dispositivos para la reflexión respecto a la historia del país, puesto que han aportado a que distintas generaciones se encuentren con ella, la comenten, discutan e interpreten.

De esta manera, el país se enfrenta a lo que Schlotterbeck (2014) denomina la encrucijada del bicentenario. Esto es una transición política donde, luego de veinte años, por primera vez un representante de la derecha asume la presidencia del país el año 2010, acompañada por un malestar social expresado en movilizaciones masivas en la calle (movilización estudiantil, año 2011). Donde, además, el pasado reciente se convierte en un fenómeno mediático en horario de alta audiencia. Así, en el momento de su bicentenario, y a través de estas producciones, el país se enfrenta a la dictadura en la esfera pública en un medio de comunicación masivo (Schlotterbeck, 2014) y la concepción republicana tradicional se ve tensionada al enfrentar el quiebre democrático que el golpe de Estado produjo al derrocar al gobierno de Salvador Allende, legítimamente electo.

En el devenir descrito, asistimos a una irrupción de la memoria, un fenómeno similar a lo que Todorov llama los «abusos de la memoria». Es decir, una sociedad que está siendo afectada por una fuerte necesidad de memorialización o de culto a la memoria (Todorov, 2015), acompañada de una multiplicidad de acciones en ese sentido12. Fenómeno al que no ha escapado la televisión, la que en horario de alta audiencia y a través de producciones destinadas a un público masivo ha expuesto la represión, persecución, tortura y asesinatos ocurridos durante la dictadura. Hecho que ha sido valorado por la audiencia por generar una oportunidad de discusión social y de intercambio generacional respecto a ese periodo de la historia reciente del país.

El movimiento estudiantil y el cuestionamiento al neoliberalismo

Procesos políticos y sociales en educación. ¿Qué es lo que disputan los estudiantes?

Desde hace algo más de una década se ha vivido en Chile un proceso de movilización social y política que atraviesa diversos ámbitos de lo público y que manifiesta un generalizado malestar con lo instituido. Este malestar, si bien encuentra sintonía con el clima internacional de sendas movilizaciones sociales, tiene una trayectoria particular cuyos orígenes se sitúan en las transformaciones económicas, políticas y culturales, producto de la instalación del modelo neoliberal en Chile durante la dictadura, y que luego fue perfeccionado e intensificado por los gobiernos de la Concertación en la llamada posdictadura.

En los últimos años de la primera década del siglo xxi, se inicia un periodo de crisis de credibilidad y legitimidad del sistema político (Fleet, 2011; Garcés, 2012; Salazar, 2012; Atria, 2013), que trae consigo la extensión de los movimientos sociales y la diversificación de sus demandas y reivindicaciones: la causa mapuche; movimientos territoriales y socio-ambientales como los de Freirina, Puerto Aysén y Magallanes; la demanda por la vivienda con ANDHA Chile; o las movilizaciones de empleados fiscales y de los docentes son solo algunos ejemplos de este malestar y «despertar de la sociedad», en palabras de Mario Garcés (2012). Tal como plantean este autor y Fernando Atria (2013), la crisis de credibilidad y representación del gobierno y del sistema político en su conjunto tienen de fondo el cuestionamiento sobre la legitimidad de dicho sistema sustentado en la Constitución de 1980, instaurada por la dictadura cívico-militar, marco normativo sobre el que han operado el Estado chileno y todos los gobiernos de la posdictadura.

En este escenario, el movimiento social por la educación que propició el movimiento estudiantil del año 2011 fue clave para la configuración de sentidos y discursos que comenzaron a articularse en torno a la crisis de la representatividad y la confrontación de los núcleos ideológicos a la base de la instalación del neoliberalismo en Chile. Sin embargo, si se tuviera que señalar un hito en este proceso de movilización, probablemente es clave el año 2006. Las protestas de las y los estudiantes secundarios, que tuvieron sus primeras manifestaciones el año 2001 con el denominado Mochilazo13, derivaron en la llamada Revolución Pingüina14. Lo que se inició como una demanda puntual por la mejora en condiciones gremiales, como la gratuidad y la extensión del pase escolar para la locomoción colectiva, y la revisión de la Jornada Escolar Completa15, se transformó en un cuestionamiento a la política educativa en su conjunto, a la privatización de la educación y a las políticas de financiamiento estatal. Todo esto tuvo un eco inesperado en el debate público y trascendió a los establecimientos educacionales. Las y los estudiantes secundarios lograron impugnar y desnaturalizar el estado actual, poniendo en el horizonte de lo posible el principio de igualdad y derecho a la educación (Bellei, Contreras y Valenzuela, 2010).

La respuesta del mundo político a las protestas y la movilización del estudiantado secundario estuvieron en sintonía con la lógica de los consensos que articuló la política de los gobiernos de la Concertación en sus cuatro periodos. Bajo el primer mandato de la presidenta Bachelet se creó una Comisión Asesora Presidencial, cuyo objetivo fue diagnosticar los problemas de calidad de la educación y formular recomendaciones para su mejora. La comisión, formada por 81 miembros representantes de los más diversos sectores políticos, institucionales y sociales, buscó construir consensos respecto del norte que debía seguir la reforma educacional, acercándose a los temas de fondo sobre institucionalidad y marco regulatorio del sistema educativo. Durante el proceso, varios actores se retiraron de la comisión por considerar que sería imposible gestar las transformaciones estructurales que se levantaron a partir de las movilizaciones estudiantiles. Como producto de esta comisión se sentaron las bases de lo que sería la nueva ley sobre educación.

El año 2009, luego del acuerdo político y parlamentario, se aprobó la Ley General de Educación (LGE). En términos generales, la LGE rediseña el marco regulatorio, crea nuevas instituciones, tales como la Superintendencia de Educación, y establece regulaciones para el mayor control público del sistema. Se definen estándares de calidad para todas las escuelas y el sistema en su conjunto se organiza en función de la rendición de cuentas. A partir del año 2008, este giro hacia un Estado más controlador y regulador será para Sergio Martinic (2010) un segundo giro del modelo evaluador que había asumido el Estado chileno durante el periodo anterior. El imperativo de la calidad, la estandarización y la medición trascienden la política educativa y atraviesan incluso las políticas de generación de conocimiento sobre la educación y lo social, estableciendo y legitimando determinadas formas de investigar (Valdivia e Hidalgo, 2018).

Como se aprecia, la LGE no toca ningún aspecto estructural ni de fondo para la transformación social, política y educacional demandada por parte de la ciudadanía a partir del 2006. Para entender este proceso de no transformación, se deben mencionar dos elementos: uno en el plano político institucional, el otro en el plano simbólico cultural. Como señala Atria (2013), la Constitución de 1980 fue planeada de modo tal que impidiera cualquier tipo de reforma a las transformaciones políticas que se gestaron en la dictadura y que permitieron el despliegue del neoliberalismo en Chile. Esto a partir de tres «cerrojos»: 1) el quórum de aprobación de las leyes en el Congreso (exigencia de 4/7 de los votos); 2) el sistema electoral binominal16, que fue modificado recién el año 2017, cuando en su reemplazo se establece un sistema proporcional; y 3) el Tribunal Constitucional encargado de mantener el statu quo. Tal ha sido el éxito de estos cerrojos que, pasados más de diez años de las movilizaciones estudiantiles −que iniciaron el despliegue del malestar social y el rechazo a la constitución heredada−, aún no se logra su transformación.

Lo anterior tiene relación con el segundo elemento situado en el plano simbólico cultural. El Consejo asesor presidencial para la reforma educacional escenificó la arena de luchas ideológicas que atraviesa Chile, donde un amplio sector de la población adhiere a los sentidos y políticas del neoliberalismo. Los núcleos ideológicos sostenidos en la competencia, la libertad individual y la exacerbación del valor del esfuerzo personal han configurado subjetividades que atraviesan diversos sectores de la sociedad y han contribuido a restar urgencia a los problemas de exclusión, marginación y desigualdad que se viven en el país.

En educación, estos núcleos ideológicos están detrás de una serie de sentidos comunes instalados de manera transversal en la sociedad, y que han sido reforzados por intelectuales y académicos asociados a centros y grupos de investigación o think tanks, principalmente vinculados a la derecha política, que también aportaron argumentos para la política educativa de los gobiernos de la Concertación.

Atria (2013) detalla estos «falsos» sentidos comunes neoliberales sobre la educación chilena y que sostienen las desigualdades e injusticias en este campo. La libertad de enseñanza y la elección de escuelas por parte de las familias hoy en día está por sobre el derecho a la educación y es un valor al que gran parte de la población adhiere. Este sentido tuvo su origen en las reformas educativas de los años ochenta, cuando el financiamiento de la educación subvencionada por el Estado, en ese tiempo toda pública, deja de ser a la oferta y se traspasa a la demanda. Es decir, las escuelas reciben financiamiento según la matrícula que logren captar, incentivando con esto, supuestamente, la oferta educativa de calidad. Se trata de la competencia por la matrícula y el supuesto poder de las familias de decidir dónde educar a niños y niñas. La falacia es clara: dada la alta segregación y segmentación social y del sistema educacional, solo las familias con mayores ingresos y capital cultural pueden escoger.

Por otra parte, la educación gratuita universal, una de las demandas que instaló el movimiento estudiantil del año 2011 y que fuera bandera de lucha del movimiento social por la educación, ha sido cuestionada por diversos sectores. El argumento de sentido común, y no tan común, plantea que es injusto y regresivo que el Estado financie a los más ricos y, a su vez, se señala como legítimo que aquellas personas que tienen recursos quieran usarlos para dar una mejor educación a sus hijas e hijos. Ambos núcleos estuvieron detrás de una de las políticas emblemáticas de la Concertación en educación, la Ley de Subvención Preferencial (2008), que permitió a los establecimientos con subvención estatal cobrar a las familias, según el nivel de ingreso de estas. Esta política terminó por radicalizar la segregación educativa y mermó considerablemente la situación de los establecimientos con dependencia municipal, en especial los ubicados en sectores pobres (Mena y Corbalán, 2010).

Con lo anterior se consagra la idea de la selección de estudiantes en la educación obligatoria, lo que, de hecho y paradojalmente, es normalizado por la Ley General de Educación para Edades Tempranas (2009). Eso a pesar de que la evidencia y la tendencia internacional conduce hacia la eliminación de la selección de estudiantes en el sistema público (Bellei, Contreras y Valenzuela, 2010). Tal como señala Atria (2013), la creencia de que seleccionar a estudiantes y sus familias provoca un incentivo al esfuerzo (individual o del núcleo familiar) y premia el logro es tan extendida que funciona incluso como motor de desarrollo personal, familiar y social en la actualidad.

Un tercer falso sentido común está relacionado con el lucro. Siguiendo la lógica del anterior, si el esfuerzo individual es valorado y promovido, claramente la retribución y premiación debe ser significativa. El lucro se ve entonces como una recompensa legítima al esfuerzo de quien emprende. Como plantea Atria, acá existe una confusión en tanto lo que ocurría previo a la regulación en esta materia en el sistema educacional chileno, ya que los establecimientos escolares y de educación superior, recibiendo fondos públicos para educar a niños, niñas y jóvenes, además lucraban haciendo rentable el negocio de la educación. La dictadura militar, y luego los gobiernos de la Concertación, ya sea para hacer crecer el mercado educativo, para incentivar y hacer atractiva la participación de inversionistas o porque las trabas constitucionales no lo permitían, impulsaron, mantuvieron e intensificaron la desregulación total del sistema educativo.

La disputa de estos sentidos ideológicos neoliberales fue la bandera de lucha con que el movimiento estudiantil del año 2011 se enfrenta con el gobierno de derecha del presidente Sebastián Piñera, y con el sistema político y económico en su conjunto. De los tres núcleos de sentido, el combate al lucro en educación es el que logra un rápido eco y apoyo en la sociedad chilena. Tal vez porque se torna una paradoja que algunos ganen con el negocio de la educación, mientras la gran mayoría se endeuda por años para acceder a la educación superior. En ese sentido, algo que resulta distintivo de este movimiento, en comparación con el del año 2006, es el mayor protagonismo que asumen las organizaciones y líderes políticos universitarios, mujeres y hombres.

El discurso estudiantil logra permear en toda la ciudadanía y se transforma en un movimiento social por la educación, alcanzando notoriedad internacional y una mayoritaria adhesión de la opinión pública. Consignas como fin al lucro, defensa de la educación pública, derecho a la educación gratuita y de calidad para todas y todos fueron los ejes de la demanda de este movimiento. Sin embargo, la lentitud y tensión en la definición de las reformas educativas que comprometió la coalición de centro izquierda, Nueva Mayoría, con la que gobernó en su segundo periodo la presidenta Bachelet hasta marzo del 2018 dan cuenta de que los núcleos ideológicos neoliberales están arraigados con fuerza en las subjetividades chilenas.

Configuración de un sujeto juvenil histórico

Como se ha señalado, una pieza clave para estos años de movilizaciones y crisis sociopolíticas fue el surgimiento del estudiantado, secundario y universitario, como actor político. Tal como lo hicieron en la década de los ochenta, durante la dictadura, las y los estudiantes tensionaron y enfrentaron al Estado demandando transformaciones estructurales del sistema. Secundarias y secundarios, desde el año 2006, lograron impugnar y desnaturalizar el estado actual del sistema educativo, poniendo en el horizonte de lo posible los principios de igualdad y derecho a la educación. Diversos autores (Garcés, 2012; Aguilera, 2016) destacan cierto continuo histórico en la relevancia que tiene la participación y protagonismo de la juventud en las disputas políticas y procesos de cambio en el último siglo.

Por cierto, la constitución del sujeto político juvenil no es un proceso homogéneo ni unificado, tal como se ha constatado en la historia del movimiento estudiantil de inicios del siglo xxi. Es un proceso de agenciamiento cargado de porosidades, de acciones políticas y culturales que disputan lo instituido en lo material, simbólico e institucional con formas expresivas que para el mundo adulto pueden resultar muchas veces disruptivas y que, sin embargo, han logrado disputar no solo los núcleos ideológicos del neoliberalismo en educación, sino también las formas de hacer política y de pensar y vivir lo político (Aguilera, 2016).

Tal como señala Garcés (2012), el movimiento estudiantil no surge en el año 2011 ni en el 2006. Como todo movimiento social tiene tiempos que van más allá de la contingencia política. Como planteamos más arriba, se inició con las movilizaciones del 2001 con las y los estudiantes secundarios que nacieron en plena transición a la democracia, en la década de 1990, época donde se había instalado un imaginario social sobre una juventud apática y en total desidia con la política y lo social. Estos adolescentes del siglo xxi salieron a la calle, se organizaron sin respetar las lógicas y claves de la política tradicional y tardaron casi diez años en hacer eco en la población adulta, aquellos adolescentes, actores secundarios, que también salieron a la calle como motor de lucha contra la dictadura (Lobos y Leiva, 2004) y quienes anteriormente habían apostado por una sociedad socialista en la Unidad Popular.

Un nuevo contexto para la reflexión de país en Chile

Los dos movimientos o fuerzas que hemos expuesto han permitido ampliar el horizonte reflexivo de la sociedad chilena, mirar el pasado reciente y lo que nos dejó, así como la perspectiva de lo que es posible transformar como país. Es decir, entregaron insumos para una aproximación crítica de la que nadie pudo eximirse. Incluidos los medios de comunicación, en general capturados por el modelo imperante, y la televisión, en particular, que escasamente se había aventurado a estos tópicos, salvo a raíz de fechas conmemorativas específicas.

Además, ayudaron a cierta convergencia generacional entre las y los jóvenes del presente y quienes lo fueron en el pasado. La acción de la juventud del 2000 actualizó las energías transformadoras de la juventud de los sesenta y los setenta, así como las de inconformidad y resistencia de los ochenta, lo que ayudó a que la lectura respecto al pasado cobrara mayor vigencia y sentido para las nuevas generaciones y que las anteriores pudieran remirar el contexto en el que se formaron desde un nuevo ángulo, quizá no ya desde la derrota, sino desde una nueva posibilidad de cambio.

Aunque aún las bases del modelo siguen afianzadas profundamente, Chile ha cambiado y se evidencia una mayor tensión entre el conservadurismo neoliberal y la tendencia hacia una sociedad garantista. Tensión que se expresó en las elecciones presidenciales del año 2017, donde ganó Sebastián Piñera, el candidato de la derecha conservadora. Esto a pesar de una fuerte entrada de Beatriz Sánchez, la candidata de una generación joven, heredera del movimiento estudiantil, y que postulaba la necesidad de instalar un Estado de derechos en Chile. El mayor perdedor fue el candidato de la alianza gobernante, Alejandro Guillier, que pretendió conciliar ambas tendencias sin éxito, puesto que no logró generar credibilidad en la población. De cierta manera, la palabra derechos (derechos humanos, derechos sociales, económicos y culturales) ha alcanzado un mayor sentido, aunque tengan que «pelearse» día a día. Así lo demuestran el movimiento de mujeres, de diversidad sexual, de pobladores, de indígenas, de migrantes y de defensa del medio ambiente. ¿Será la ficción televisiva capaz de hacerse parte de esta reflexión y discusión social?