Cinco destinos oscuros - Kendare Blake - E-Book

Cinco destinos oscuros E-Book

Kendare Blake

0,0

Beschreibung

La exitosa autora #1 del New York Times regresa con el esperado final de la serie Tres coronas oscuras. Unir a las reinas. Destruir la corona.   Una guerra total se está gestando, que enfrentará hermana contra hermana y a la reina muerta contra las reinas muertas.   Después de la batalla con Katharine, la rebelión quedó hecha jirones. La maldición de la legión de Jules se desató, y la dejó fuera de combate. Arsinoe debe encontrar su cura, además de llevar sobre sus hombros la responsabilidad de detener a la devastadora niebla. Mirabella desaparece sin dar explicaciones. El gobierno de la reina Katharine sobre Fennbirn apenas se sostiene. La niebla ataca y la rebelión encuentra nuevos aliados. Katharine ha perdido a su amado Pietyr y no puede confiar en nadie. ¿Podrá hacer una tregua con Mirabella y soportar el ataque constante de las reinas muertas? En esta conclusión de la serie Tres Coronas Oscuras, las hermanas oscuras se levantarán para luchar entre ellas y contra los milenarios secretos de la isla de Fennbirn. Las lealtades cambiarán y los lazos serán puestos a prueba… Muchos se romperán para siempre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 469

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Cinco destinos oscuros

Cinco destinos oscuros

Kendare Blake

Índice de contenido
Portadilla
Legales
Cinco destinos oscuros

Blake, Kendare Cinco destinos oscuros / Kendare Blake. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2020.

Archivo Digital: descarga Traducción de: Martín Felipe Castagnet.ISBN 978-987-609-777-2

1. Narrativa Estadounidense. 2. Novelas Fantásticas. I. Castagnet, Martín Felipe, trad. II. Título

CDD 813

© 2019, Kendare Blake

Título en inglés: Five Dark Fates

© 2020, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

Charlone 1351 - CABA

Tel / Fax (54 11) 4552-4115 / 4551-9445

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Traducción: Martín Felipe Castagnet

Corrección: Mónica Piacentini

Adaptación de tapa: WOLFCODE

Diagramación interior: Dumas Bookmakers

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-609-777-2

ELENCO DE PERSONAJES

LAS REINAS

Mirabella, la poderosa elemental

Arsinoe, la Reina Oso

Katharine la No Muerta, la Reina Coronada

LA CORONA

EL CONCILIO NEGRO

Genevieve Arron, una envenenadora

Pietyr Renard, un envenenador

Antonin Arron, un envenenador

Lucian Arron, un envenenador

Paola Vend, una envenenadora

Renata Hargrove, sin dones

Bree Westwood, una elemental

Rho Murtra, una sacerdotisa

Luca, la Suma Sacerdotisa

Elizabeth, una sacerdotisa

LA REBELIÓN

Jules Milone, la Reina Legión

Emilia Vatros, una guerrera

Mathilde, una clarividente

Billy Chatworth, un continental

Caragh Milone, una naturalista

Cait Milone, una naturalista

Ellis Milone, un naturalista

Luke Gillespie, un naturalista

Matthew Sandrin, sin dones

Gilbert Lermont, un clarividente

Camden, familiar, una gata montesa

Braddock, un oso

POZO DEL SOL

Arsinoe, reina fugitiva de la isla de Fennbirn, está sentada en el escritorio junto a varios bollos de papel, el rostro pétreo. No durmió más que unas pocas horas, y la luz a través de las ventanas excavadas en la piedra le lastima los ojos; tiene unas ojeras oscuras y la cara grisácea. Claro que no hay nadie para verla. Su única compañía es una gata montesa, la cola larga con la punta negra, encadenada a la pared. Y el ruido en sordina que se escucha del otro lado de la recámara a medida que la pócima tranquilizante que le dio a Jules empieza a perder efecto.

Arsinoe gira la cabeza y mira a través de la madera. Jules Milone, la Reina Legión de Pozo del Sol, está detrás de esa puerta. Está atada de pies y manos. Los vasos sanguíneos de sus ojos, rotos cuando se desató la maldición, se están empezando a curar. Pero Arsinoe nunca olvidará cómo se veía su amiga cuando Emilia la trajo de la batalla. La Jules que muestra los dientes y los ojos inyectados con sangre siempre estará bajo los párpados de Arsinoe cada vez que se disponga a dormir.

—Pero va a mejorar —le susurra, como promesa, a la gata. La única respuesta es un gruñido bajo y profundo—. Lo hará. No tan rápido como querrías, ya lo sé, pero lo hará —continúa mientras se frota la cara con las manos, como para activar la poca energía que le queda.

Mientras tanto, está el tema de la carta. La razón por la que arrastró el pequeño escritorio hasta la soledad de la torre. Toca el papel con la lapicera y observa cómo se junta la tinta. ¿Cómo puede contarles que su hija fue tomada prisionera y luego asesinada por Katharine, la No Muerta? ¿Cómo puede contarle eso a alguien, menos todavía a Cait y a Ellis Milone, que son para ella como sus abuelos?

Escucha pisadas en la escalera y rezonga. Está por levantar el tintero para usarlo como proyectil cuando lo ve entrar a Billy, lo suficientemente astuto como para meter primero la bandeja con comida y luego su cabeza.

—Traje algunas galletas con miel. Un par de huevos duros. Y té.

—¿Té fuerte?

—Tan fuerte que podría ser whisky —dice mientras deja la bandeja a un costado del escritorio, derribando la pila de papeles arrugados. Le pasa la mano por el pelo y le besa la sien—. Te ves terrible. Quizás sí debería haberte traído whisky.

—¿Cómo escribo esta carta? ¿Cómo les digo a Cait y a Ellis que Madrigal está muerta? ¿Cómo les digo que Jules enloqueció?

—No detalles lo de Jules —responde Billy, mientras le sirve el té y le pone miel a las galletas—. Eso mejor decirlo en persona. Pero la tienes que escribir, y pronto. Querrán estar aquí para la cremación de su hija.

Cuando amaneció, Arsinoe se acercó a la ventana para contemplar la playa. Las piedras grises y planas de la costa de Pozo del Sol no se parecen a la arena de Manantial del Lobo, pero tendrá que servir.

—¿Emilia todavía protesta por el lugar de la cremación?

La guerrera sugería que el funeral sea en la plaza principal. Arsinoe insistió que fuera junto a la orilla. Una naturalista debe ser cremada en la naturaleza.

—No. Es testaruda, pero confía en que eres la que sabe. Sobre lo que Jules querría, si nos lo pudiera decir.

—Es testaruda, sin duda. Y sin embargo lo que más le molesta es que haya sido sugerencia mía. Una orden, de parte de una reina.

—Salvo que no fue eso —dice Billy, algo vehemente. Al igual que Emilia, él tampoco quiere que regrese a ese rol.

—No, no lo fue —Arsinoe le toma la mano, y luego suspira y alza la taza—. Pero hasta que Jules esté bien de vuelta, ¿quiénes más quedamos salvo Mira y yo? Hablando de eso, debería ir a verla. Necesitaremos su don en la playa, para apaciguar los vientos y enaltecer las llamas. —Se pone de pie demasiado rápido y derrama el té sobre el papel sin usar—. ¡Maldita sea!

—Maldiciendo como una continental, me parece —dice Billy mientras la ayuda a limpiar.

—Tú tienes muchos mejores insultos. No deberíamos haber vuelto. Deberíamos habernos quedado allí.

—No. Daphne y esos sueños tenían razón. Te necesitan aquí, a ti y a Mira. ¿Qué le ocurriría a Jules sin tus pociones de envenenadora? ¿Qué habría hecho la niebla si no fuera por el viento y la tormenta de Mira? Las necesitan. Solo que no para siempre.

—No para siempre —repite Arsinoe, y le toma la mano, como haciendo una promesa. Se giran cuando escuchan pasos rápidos en las escaleras y se separan cuando Emilia entra de un portazo, la cara roja y sus largos mechones negros cayendo por debajo de los hombros.

—Jules todavía está descansando —dice Arsinoe—. Y yo estoy a punto de terminar esta carta.

—Olvida la carta —Emilia atraviesa la habitación y apoya con fuerza un pedazo de papel sobre el escritorio—. Tienes un problema mucho más grande.

Arsinoe lo levanta y lee.

La caligrafía es elegante, pero no la reconoce.

Hemos hablado con la reina, y nosotros también creemos que dice la verdad. Hemos partido hacia Indrid Down. La decisión es tuya, pero estaremos aquí si nos necesitas.

—B&E

—La encontraron en la habitación de Mirabella.

—¿B y E? —pregunta Billy, leyendo por encima del hombro de Arsinoe, que traga saliva y levanta la vista.

—Bree y Elizabeth.

La expresión de Emilia es tan triunfante como furiosa, su opinión validada en cada línea de su rostro. La guerrera tuerce la boca y escupe las palabras mientras Arsinoe deja caer la nota al suelo.

—Mirabella ha huido.

INDRID DOWN

Mirabella se despierta con los golpes de la conductora sobre el techo del carruaje. No sabe cuánto durmió. A juzgar por la luz, podría ser mediodía, aunque es difícil discernirlo entre las nubes bajas y grises.

—Llegando a la capital —dice la cochera, y Mirabella se frota los ojos. Se acerca a la ventana y la abre por completo. Adelante, las agujas gemelas del Volroy se levantan negras en dirección al cielo.

Ya lo ha visto antes. De niña, en cientos de tapices y pinturas, en libros propios y en su imaginación, cuando creía que le llegaría el día de reinar. Lo vio por sí misma cuando llegó a Indrid Down para el Duelo de las Reinas. Pero esta vez es diferente. Katharine es la reina ahora, y aunque Mirabella ha llegado por un ofrecimiento de tregua, puede que no sea auténtica. Quizás llega y encuentra el bloque listo para su decapitación. Quizás tenga que luchar para poder escapar, una vez más, de la capital.

En el interior de su capucha, el pequeño pájaro carpintero está excitado. Puede sentir la cercanía de Elizabeth, y Mirabella le acaricia las plumas de la cabeza. Katharine le dijo que estaría a salvo, y según Bree y Elizabeth lo decía en serio.

En Pozo del Sol ya deben haberse dado cuenta de su fuga, y le duele pensar en Arsinoe y en Billy cuando se enteren de lo que hizo. No lo van a creer, al comienzo. La van a defender. Incluso puede que manden una expedición de búsqueda, o de rescate, convencidos de que fue raptada contra su voluntad.

Después… Bueno, hay tiempo para preocuparse qué le va a decir a Arsinoe la próxima vez que la vea. Por ahora, su mente está con Katharine. Una hermana a la vez.

Cuando el carruaje se detuvo por última vez para que los caballos descansaran, la cochera le preguntó a Mirabella adónde quería ir. Hubiera sido fácil ir hacia el Templo de Indrid Down, donde pediría por Luca, o a la mansión de Bree, donde estaría a salvo. En cambio, pidió que la llevara hasta las puertas del Volroy.

—La puerta grande, entonces —dijo la cochera, y por primera vez miró con atención el rostro de Mirabella. En lo que restó del viaje le habló lo menos posible y le comenzó a decir “Señora” en vez de “Señorita”. No se atrevió a llamarla “Reina” tan cerca del castillo.

En la parte de atrás del carruaje, Mirabella escucha los cascos de los caballos contra los adoquines y observa cómo el Volroy crece más y más. Ver el castillo le ha quitado lo que le quedaba de sueño y, nerviosa, juega con los pliegues de su túnica y la falda de su vestido celeste. El lazo está empezando a deshilacharse y está ennegrecido por la suciedad; piensa en arrancarlo. En cambio, entrelaza las manos trémulas y las apoya contra la falda. Debe calmarse. Katharine es su hermana menor y no debe verla temblar.

Dos guardias detienen el carruaje frente a la puerta principal y se acercan a la conductora para interrogarla y echar un vistazo. Los demás pasajeros ya se han bajado. Solo quedan Mirabella y la mercadería: cajas y valijas atadas en el techo y la parte posterior del carruaje.

—¿Qué asunto te trae al Volroy?

—En lo personal ninguno. Traigo a una pasajera. Y verán que ella tiene suficientes.

Los guardias miran a través de las ventanas. Mirabella les sostiene la mirada. Tardan más de lo esperado en reconocerla, pero eventualmente abren la puerta y llaman a más guardias para custodiar el carruaje.

—Nuestra llegada debería haber sido un secreto, Pimienta —le susurra al pajarito, que ladea la cabeza—. Pero tiene sentido. Katharine no querría quedar mal parada si yo rechazaba su oferta.

El carruaje se detiene y Mirabella desciende, a la sombra de la fortaleza. Una vez afuera, Pimienta sale volando de su capucha, en busca de Elizabeth. Mirabella trata de no sentirse abandonada. Pero en cuanto las guardias la miran con desconfianza, desea que el animal se hubiera quedado con ella.

—¿Va a estar bien, Señora? —pregunta la cochera, y Mirabella le sonríe agradecida.

—Voy a estar bien. Gracias. Ha sido un placer.

La mujer hace un gesto de reverencia y les chista a los caballos. Mirabella gira en dirección a la guardia real, que la recibe apuntándole con sus lanzas.

—Mejor no me apunten con eso —dice, y hace chasquear un tronido seco en el cielo. Las hojas de metal descienden de inmediato—. Condúzcanme adentro. Con la reina.

MANSIÓN GREAVESDRAKE

Katharine está sentada junto a la cama, rodeada de susurros. Su antigua cama en su antigua habitación, solo que esta vez no es ella la que yace en ella sino Pietyr. Tres sanadoras que hizo traer de la capital y una de Prynn murmuran cerca de la puerta entreabierta.

Son las mejores sanadoras que pudo encontrar. Todas envenenadoras. Pero ninguna de ellas ha sido capaz de ayudar a Pietyr. Ninguna es capaz siquiera de decir qué le sucede.

Por supuesto, quizás pudieran si supieran qué le ocurrió realmente. Pero Katharine nunca se lo va a contar.

—Por favor, despiértate —le susurra por milésima vez. Le acaricia la mejilla, el pecho. Ambos tibios, y el corazón fuerte continúa latiendo. El sangrado de la nariz y los ojos ya cesó, por fin, y le limpiaron la cara y el cuello, la almohada y las sábanas. Únicamente el más mínimo trazo de rojo supura del interior de la oreja.

—Despiértenlo —gruñe, pero las reinas muertas no responden. Las puede sentir observándolo a través de sus ojos. Quizás incluso sentir algo de remordimiento.

No. Lástima, pero no remordimiento. Le hicieron lo que tuvieron que hacer para que no las enviara de vuelta al Dominio de Breccia. Con su torpe y defectuoso conjuro de magia inferior les causó tanto dolor que no tuvieron opción. Y desde entonces, cada día y cada noche, se lo han recordado a Katharine elevando su podredumbre hasta la superficie de su piel, una vibración constante y tranquilizadora en su sangre y su mente. Ahora son parte de ella, y no se irán de allí.

Él nos iba a lastimar. A debilitarte. Nos vamos a proteger. A protegerte.

—Cállense —murmura Katharine—. ¡Cállense!

—Discúlpenos, reina Katharine —dice una de las sanadoras, con una inclinación de cabeza.

—Seguiremos nuestras deliberaciones en el pasillo, así no la molestamos —dice otra, la de Prynn, y le hace una seña a sus colegas.

—No —Katharine se pone de pie—. Perdónenme. Este accidente, esta enfermedad, no me deja pensar.

Y es como si la Mansión Greavesdrake estuviera llena de susurros. Al final de cada pasillo. Detrás de cada puerta cerrada.

—Hablen claro y díganme qué piensan. ¿Qué le sucede? ¿Cuándo se va a recuperar?

Las sanadoras se agrupan nerviosas, como una bandada de pájaros.

—Sé que no hay buenas noticias —continúa, leyendo sus rostros—. Pero querría conocer la opinión de ustedes.

La sanadora de Prynn se acerca a la cama. Es la que examinó a Pietyr de modo más agresivo: le palpó las encías, le estiró los dedos de las manos y de los pies. Fue difícil para Katharine verlo inmóvil mientras un extraño le movía la cabeza para un lado y para el otro y le inspeccionaba los oídos. Cuando miraron por debajo de las vendas que le cubrían la mano, Katharine contuvo la respiración. Qué horripilante había sido tener que tajearle la piel para que no descubrieran la runa. Le hizo tantos cortes que parecía como si la palma de la mano le hubiera explotado. Pero su dulce Pietyr ya no estaba despierto para entonces. No había sentido nada.

—La herida de su mano continúa sanando. Aunque todavía es imposible saber qué la causó. Y no parece ser la causa de su enfermedad. De los cortes no salen líneas oscuras, ni mal olor…

—Sí, sí. Ya me dijeron esa parte.

—Creemos que probablemente haya sido un trauma dentro del cráneo. Un vaso sanguíneo roto o colapsado. No dejaría marcas ni un impacto del exterior. Has dicho que lo encontraste tirado en el suelo. Es probable que cuando estalló el vaso sanguíneo simplemente se derrumbara donde estaba. Casi sin dolor, lo más probable, o uno muy breve.

Katharine contempla el rostro dormido. Sigue siendo hermoso cuando duerme. Pero no es él mismo. Lo que hace que Pietyr sea Pietyr es el brillo en los ojos, la astuta mueca de su sonrisa. Y la voz. Hace demasiados días que no escucha su voz. Semanas.

—¿Cuándo se despertará?

—No lo sé, reina Katharine. Que continúe respirando es una buena señal. Pero no responde a los estímulos.

—Tanta sangre…

Cuando Katharine recuperó la conciencia luego del conjuro fallido, encontró a Pietyr en el suelo junto a ella, el rostro como cubierto por una máscara de sangre.

—No hay forma de saber hasta dónde se extiende el daño. Solo podemos esperar. Necesitará atención las veinticuatro horas… alimentación y limpieza…

—Váyanse —ordena Katharine, y escucha cómo se alejan. Le toma la mano y se la besa con ternura. Debería haberse deshecho de las reinas muertas cuando él le dio la oportunidad. Si tan solo no hubiera sido tan cobarde. Ahora saben que no las puede echar, no ahora con su reino asaltado por todos lados: la niebla, la Reina Legión, el regreso de sus hermanas. Antes solía pensar que las reinas muertas la hacían fuerte. Ahora, demasiado tarde, sabe la verdad: esa fuerza es de ellas, y solo de ellas. Y querrían verla siempre débil, como un títere.

—No lo sabía —susurra contra la mejilla de Pietyr—. No sabía que esto es lo que harían.

Cuando Katharine sale de la habitación de Pietyr una hora más tarde, cansada y confundida, se tropieza directamente con Edmund, el antiguo mayordomo de Natalia, que le trae una bandeja de té.

—Pensé que le vendría bien.

—Así es —responde Katharine—. Pero ya estuve suficiente en ese cuarto. Mejor en la sala de dibujo o en el solar.

Se cubre los ojos con la mano.

—Quizás aquí mismo, en el suelo. Todavía es tu casa, si lo deseas. Un picnic en la alfombra.

—Exactamente lo que nunca tuvimos —dice Katharine. Pero le sonríe, y se corren a un costado para que una doncella entre al cuarto de Pietyr—. ¿Dónde están las sanadoras?

—En la biblioteca. Y demandan el almuerzo.

—Supongo que necesitan comer —Katharine y el mayordomo avanzan por el pasillo en fila india—. Pobre Edmund. Te puse la casa patas para arriba.

—No es cierto, su majestad. Es bueno que Greavesdrake vuelva a latir. Incluso los latidos de nuevos empleados y extraños. Desde que mataron a Natalia, no se siente tanto una mansión como un santuario.

Cuánta razón tiene. Mientras suben la escalera escuchan los sonidos de diferentes rincones de la casa, con los murmullos y la habitual explosión de risa de algún sirviente que le da nueva vida a la casa. Todavía oscura y con corrientes de aire, por supuesto. Pero viva y ya no maldita.

Pero quedará maldita para siempre si Pietyr se muere.

En el comedor del piso principal encuentran a Genevieve, leyendo un libro junto a un plato de sopa a medio comer.

—¿Cómo se encuentra? —pregunta, bajando el libro.

—Sin cambios.

Katharine se le sienta enfrente, y Edmund le sirve el té.

—Sin cambios —repite Genevieve, y suspira.

Katharine la observa con atención. Fue ella quien “encontró” a Pietyr, inconsciente y cubierto de sangre, así como también fue ella quien estaba con Nicolas la noche en que lo mató con su cuerpo envenenado. Dos amantes, uno muerto y el otro incapaz de despertar. Aunque Katharine fue cuidadosa en desechar todas las huellas de magia inferior, Genevieve debe tener sus sospechas.

—Se despertará —dice Genevieve, que trata de animarla con una sonrisa—. Es demasiado molesto como para no hacerlo.

Katharine asiente. Está a punto de morder una de las excelentes tostadas de Edmund, siempre crujientes, cuando escuchan que se abre la puerta principal y las voces exaltadas de los sirvientes. Pronto una mensajera llega al umbral de la puerta, sin aire.

—¿Y bien?

—Está en el Volroy —declara la mensajera, los ojos bien abiertos.

—¿Quién? —pregunta Genevieve—. ¿Estábamos esperando a alguien?

Katharine observa a la chica. Sabe, por cómo evita decir el nombre y por el asombro temeroso en la mirada, que se refiere a Mirabella. Su poderosa hermana ha llegado. La más fuerte de las trillizas. La reina más fuerte en generaciones ha respondido a su pedido.

Las piernas le tiemblan por debajo de la mesa. Está ansiosa por encontrarse con Mirabella, por mirarla a los ojos bajo el ofrecimiento de paz. Pero tiene cuidado en controlar sus reacciones.

—¿Quién? —repite Genevieve, perdiendo la paciencia.

La mensajera abre la boca pero no dice nada, buscando una manera de formularlo sin romper con el decoro.

—La hermana de la reina —dice por fin.

—Mirabella —completa Katharine, y Genevieve jadea.

—¿Qué…? ¿Qué vino a hacer aquí?

—Fue invitada.

—¿Por quién?

—Por Luca —dice Katharine—. Y por mí, supongo. ¿Dónde está ahora? —le pregunta a la chica.

—La espera en el Volroy. Las guardias la están custodiando en la sala del trono.

—¿Alguien la ha visto? ¿Alguien le ha hablado? ¿De mi Concilio Negro?

—No, su majestad.

Katharine se pone de pie.

—Entonces galopa de regreso y asegúrate que nadie lo haga. Nadie verá a mi hermana antes que yo. Ni Antonin ni Bree Westwood. Ni siquiera la Suma Sacerdotisa Luca. ¿Entendido?

—Sí, su majestad.

—Bien. Apúrate. Y ve en un caballo descansado.

Katharine y Genevieve comparten un carruaje hacia el Volroy. Genevieve no ha dejado de apretar los dientes desde que recibió la noticia, y mantiene los brazos cruzados contra el pecho.

—Debo ser tus ojos y tus oídos. ¿Cómo? ¡Si no me cuentas nada!

—Luca y yo no le contamos a nadie de esto —dice Katharine—. La verdad, Genevieve, no pensé que vendría.

Mira hacia atrás, hacia la enorme silueta de Greavesdrake que se empequeñece de a poco, hacia la ventana de su antigua habitación, con el deseo de que las cortinas se descorran y aparezca Pietyr del otro lado. Él amaría estar en el Volroy para este encuentro. Y ella no sabe cómo le irá sin él.

—¿Por qué está aquí? —pregunta Genevieve—. ¿Qué bien nos puede hacer?

—Es otra reina. Puede ayudarme a ganar la guerra —responde Katharine—. Si es que puedo confiar en ella.

—Ninguna de ustedes son verdaderas reinas —dice Genevieve, la voz atravesada por el disgusto—. Si lo fueran, solo quedaría una de ustedes.

EL VOLROY

—Recibimos la noticia de que la reina está en camino.

—Gracias —responde Mirabella. La llevaron a la sala del trono para que espere a Katharine. La guardia asiente y se retira, cerrando las pesadas puertas. Sin duda hay tres filas de guardias del otro lado, temerosas de que Mirabella destruya la puerta con un poco de viento y prenda fuego al castillo entero.

Resopla, divertida. Podría, supone, escaparse del Volroy en cuestión de minutos, si quisiera. Su don, ahora que regresó a la isla, volvió con más fuerza y más velocidad que las que tenía cuando se fue. Aun así no podría hacer explotar la puerta. Para eso necesitaría otra clase de don. Uno como el que Jules tiene.

Se quita la túnica y la cuelga en una silla frente a una larga y oscura mesa junto al trono. Debe ser la mesa en la que se sienta el Concilio Negro cuando la reina da audiencias. Pasa los dedos por la parte de atrás de la silla. ¿A quién le pertenecerá? ¿A Bree? ¿O quizás a Luca? Probablemente no. Este asiento, directamente frente al trono, seguramente esté reservado para alguno de los Arron. La matriarca. O el chico rubio de Katharine, Pietyr Renard.

Mirabella le echa un vistazo a la sala. Los pasillos de piedra y madera están cubiertos por alfombras tejidas en negro y oro. La viga del cielorraso tiene labrados intrincados diseños que representan los dones y a las reinas más poderosas; la madera es muy oscura y el cielorraso está pintado de negro y plata. Luca solía contarle sobre esto cuando era una niña. Se sentaba sobre sus rodillas y soñaba con el día en que reinaría en el castillo repleto de historia. Mira hacia arriba y trata de encontrar las nubes y rayos que representan a su favorita, la reina Shannon. Y por supuesto no tarda mucho en encontrar la placa dedicada a la reina Illian, ya que es la única parte del techo pintada de azul.

Se acerca al trono y roza apenas el brazo pintado de dorado. Incluso ahora se siente como si fuera suyo, hacia donde fue direccionada, señalada, desde el día que nació. Pero no es su retrato el que cuelga detrás. Ninguna pintura del fuego y las tormentas, ninguna reina elemental con su vestido sacudido por el viento. En cambio, el cuadro que cuelga es el de Katharine, oscura y rígida, y está repleto de huesos sanguinolentos.

—¿Querrías sentarte?

Mirabella se sobresalta, sin poder evitarlo. Y cuando se da vuelta, allí está: la pequeña Katharine, tan perversa como mortal, que entró con tanto sigilo que no escuchó ni el crujido de la puerta ni el roce del vestido.

—¿Y simular por un rato que ganaste?

—No —contesta Mirabella—. Por supuesto que no.

—Entonces aléjate de mi asiento —dice Katharine con una sonrisa—. Y ven a saludarme como corresponde.

Como corresponde, piensa Mirabella. ¿Se supone que debe arrodillarse y besarle el anillo? No puede hacer eso. No sabe ni siquiera si va a tener el coraje suficiente como para tocarla, con miedo de que le entierre una daga envenenada en el cuello.

Katharine se acerca lentamente. Los ojos negros le brillan. A diferencia de sus guardias, no parece asustada en lo más mínimo.

Mirabella baja los escalones y se aleja del trono, obligándose a dar un paso tras otro. Las hermanas se detienen en el centro de la sala, a un brazo de distancia una de la otra.

—No me pidas que te haga una reverencia —dice Mirabella—. Vengo como una aliada, no como una súbdita.

—No voy a pedirte reverencias como tampoco te voy a pedir abrazos —responde Katharine con la boca torcida—. No todavía.

Mirabella se relaja un poco. No han estado tan cerca desde el banquete antes del Duelo de las Reinas, cuando Katharine la hizo bailar como una marioneta antes de que el padre de Billy la envenenara. Pero recuerda bien la frialdad y la fuerza con la que Katharine la sujetó entonces.

—Me sorprende que hayas venido —dice Katharine, y se cruza de brazos—. No te debe haber agradado que le haya cortado la garganta a esa naturalista.

—Se suponía que fuera un intercambio. La Reina Legión por su madre. No tenía que morir nadie.

—Y nadie hubiera muerto, si no fuera por la niebla. Y si ella no hubiera intentado huir.

Mirabella traga saliva. Siente la boca completamente seca.

—No me cambié a tu bando —contesta, entrecerrando los ojos—. Ni tampoco abandoné a Arsinoe. Abandoné a Jules Milone cuando vi lo que la maldición le hizo. O más bien, lo que le hiciste cuando cortaste la atadura del cuello de su madre.

Katharine ladea la cabeza, indiferente.

—Todo lo que hice fue revelar al monstruo que en secreto siempre fue. Y qué monstruo. Será un desafío incluso para ti.

Será mucho más que eso, piensa Mirabella. El don de la guerra que Jules usó contra ella la derribó limpiamente. Y Jules ni siquiera había apuntado con justeza.

Katharine la rodea, y Mirabella se endereza mientras es evaluada. La reina mira las manchas en su vestido azul, el lazo deshilachado y sucio. Tampoco le calza muy bien: demasiado apretado en el corsé y el corpiño, diseñado para la silueta delgada y enjuta de Jane, la hermana de Billy. La señora Chatworth le encargó a un sastre que le hiciera modificaciones, pero la tela tenía sus límites.

Cuando Katharine se pone a sus espaldas, Mirabella tiene cuidado de seguirla con la mirada.

—¿Eso es todo? —pregunta Katharine—. ¿Todo lo que se necesitó para que desertes de la rebelión?

—Eso no fue todo —Mirabella baja la mirada—. Soy una reina. Una verdadera reina, en la sangre. Y la línea de reinas no debería abandonarse tan a la ligera. Ni siquiera si en su futuro reside alguien tan terrible como tú.

Katharine se gira. Se aprieta las manos con tanta fuerza que le tiemblan.

—Una elección interesante venir al Volroy vestida como una pordiosera —dice al fin, la voz suave—. ¿Fue intencionalmente simbólico, o no pudiste conseguir otra cosa?

—En el continente, este vestido era uno de los más elegantes de toda la ciudad.

Katharine alza las cejas.

—No importa. Te vestiremos de negro como corresponde y volverás a ser tú misma.

—¿Por qué querrías eso? ¿No debería llevar una penitente capa gris? ¿Para mostrar mi vergüenza y mi reverencia a la corona?

—La gente no necesita recordar quién lleva la corona. Y si estás aquí, preferiría que te vieran. Tú, la gran reina elemental, lista para pelear de mi lado. Si estás aquí, serás de utilidad. Pero solo cuando yo lo decida. ¡Guardias!

La puerta del trono se abre y a los pocos segundos Mirabella se encuentra otra vez rodeada por lanzas.

—Lleven a mi hermana a las habitaciones del rey-consorte —dice Katharine, y se gira para ver a Mirabella—. Mi querido Nicolas no tuvo la oportunidad de disfrutarlo ya que murió de una caída de su caballo, y no voy a dejar que una decoración tan elegante se desperdicie. Y, por supuesto, no hay ninguna recámara dispuesta para alojar a la hermana de una Reina Coronada.

Katharine le da la espalda y los rulos negros le rebotan sobre el hombro.

—Te enviaré a Bree Westwood y a la sacerdotisa Elizabeth. Estoy segura que estarás reconfortada con su presencia. Y luego te haré subir una pequeña comida. Pero no comas demasiado. Hoy cenarás conmigo.

Se detiene antes de cruzar la puerta y le regala una enorme sonrisa.

—Tenemos tanto por hacer.

Katharine se dirige desde la sala del trono a la recámara del Concilio Negro y se encierra adentro. En cuanto queda a solas, comienza a temblar tanto que se abraza y da vueltas en círculos.

Estuvo otra vez cara a cara con Mirabella, y actuó bien. La corona negra tatuada en su frente funcionó como un escudo, y le dio coraje y vehemencia a sus palabras. Fue difícil no ponerse a gritar. No atacar preventivamente. Todo en Mirabella la pone a la defensiva: la manera en que se paró en la sala del trono, tan bella como majestuosa, incluso en ese desastre de vestido; los duraderos lazos de amistad que todavía tiene con tantos miembros de su propio Concilio Negro.

Quizás fue un error traerla. Quizás cayó directamente en la trampa de Luca.

Incluso las reinas muertas, que siseaban y olfateaban dentro de Katharine, se sintieron atraídas por la fuerza del don elemental que emergía de Mirabella en oleadas.

—Me dejarían por ella.

Jamás, susurran. Tú eres nuestra. Tú eres nosotras.

Pero Katharine las siente contra su piel. Las siente elevarse hasta casi resbalar por fuera de su boca. Las reinas muertas le tomaron el gusto a escaparse de Katharine cuando emergieron para abalanzarse sobre Pietyr. Y les gustó.

Estamos contigo, siempre.

—Siempre —repite Katharine, mientras comienza a idear un plan. Podría liberarse de ellas para siempre si tiene cuidado, y si es más astuta que ellas.

POZO DEL SOL

Manantial del Lobo llegó justo a tiempo para la cremación de Madrigal. Cait y Ellis Milone, las espaldas erguidas y rígidas como cuchillos. Luke, las mejillas húmedas, en un chaleco carmesí oscuro y un abrigo que seguramente se fabricó él mismo. Y gran parte de la ciudad vino con ellos. Madrigal arde, entre la sal y el viento, sobre una pira de un metro y medio de altura que armaron los obreros de la rebelión. Las sacerdotisas de Pozo del Sol la envolvieron en una túnica carmesí y la cubrieron de pétalos del mismo color. Los rebeldes dejaron coronas de flores y caracolas de colores. Huevos de pájaro, para partir y cocinar con el calor.

Tanto Manantial del Lobo como la rebelión observaron cómo la pira se consumía, volviendo ceniza el cuerpo que ya no era Madrigal Milone sino la hermosa cáscara que apenas si la contenía.

Madrigal, piensa ahora Arsinoe, entre los ecos del gran salón de Pozo del Sol. Madrigal era la suma de sus acciones. Ella era una risa en una habitación silenciosa. Viva, no le gustaba nada que fuera fácil, y muerta era igual.

—Pensé que tú también estabas muerta.

Cuando escucha esa voz, Arsinoe se da vuelta y lo sujeta a Luke por la cintura. “Perdón”, le repite una y otra vez, y solo lo suelta cuando el gallo verdinegro, Hank, comienza a aletear y a picotearle su único par de pantalones decentes. Se sientan juntos en el espacio abierto más cercano.

—¿Dónde está tu muchacho?

Arsinoe señala a Billy entre la multitud, mientras este se sirve carne con salsa en un par de platos. A lo largo de la cremación dejó que Arsinoe se apoyara sobre él sin que se notara. Cuando las llamaradas tocaron la túnica carmesí, la abrazó con fuerza.

—¿Buscándote comida? Te conoce bien —dice Luke, y bajando la mirada agrega—: Vino mucha gente al funeral.

Arsinoe asiente.

—Cualquiera pensaría que fue alguien importante.

Luke se aclara la garganta, y Arsinoe se da cuenta de que Cait y Ellis están allí.

—Queríamos esperar —le dice a Cait—, pero no sabíamos si iban a poder venir.

—Tu carta nos llegó. Eso es lo que importa. ¿Y su hermana? ¿Nadie le ha contado a Caragh?

—Mandé una carta a la Cabaña Negra, pero… —Arsinoe sacude la cabeza—. Quizás el viaje es más lento… con el bebé…

Se queda callada y lo mira a Ellis. Cait estará bien: tiene la fibra como para aguantar. Pero Ellis –el amable, erudito Ellis– consintió a Madrigal desde que nació.

Arsinoe reconoce varios rostros familiares entre la gente. Algunos de los Pace y de los Nichols. Shad Millner y su cigüeña. Incluso Madge, que vendía las mejores ostras fritas en el mercado de Manantial del Lobo. Y Matthew. Por supuesto Matthew.

—Matthew —dice Arsinoe cuando lo ve, y él camina hacia ella y prácticamente la alza, casi como cuando era niña.

—Hola, chiquita —le dice, y la apoya de nuevo en el suelo. Con el pulgar le quita una lágrima de la mejilla y le ajusta el nudo de la bufanda carmesí.

Billy regresa a la mesa con los platos de comida y los saluda a todos, en especial a Matthew, al que considera como parte de su familia por su vínculo con Joseph. Posa su mirada en el cuervo apoyado sobre el hombro de Cait.

—¿Esa es Aria? —pregunta, confundiéndolo con el familiar de Madrigal.

—No —responde Cait—. Esta es Eva. Aria se fue volando cuando empezó el humo. ¿Dónde está Jules? En tu carta decías que no había sido herida pero que no estaba bien. ¿Qué quisiste decir?

Arsinoe se pone de pie.

—Los llevaré a que la vean. Pero solo a ustedes dos —agrega cuando Luke y Matthew también dan un paso adelante. Sería muy difícil para Luke verla en ese estado, y Matthew… es demasiado parecido a Joseph. No quiere ni pensar en cómo reaccionaría Jules si abriera los ojos y lo primero que viera fuera la cara de Joseph.

Mientras Arsinoe y Billy acompañan a Cait y a Ellis, de pronto ella cae en la cuenta.

—No lo sabe —Arsinoe lo sujeta a Billy del brazo—. Matthew y los Sandrin, no saben lo de Joseph. ¡No saben que está muerto!

—¿Muerto? —exclama Ellis, y Billy los calla a ambos.

—Yo les cuento. Él era mi hermano, también, en cierta manera. Y puedo describir lo que ocurrió tan bien como tú.

—Cuéntales dónde está enterrado —responde Arsinoe, agitada—. Cuéntales sobre la lápida, el epitafio…

—Les contaré todo. Vayan. Llévalos a ver a Jules.

Arsinoe asiente y los guía casi en trance. Mientras suben las escaleras de la torre, trata de prepararlos para lo que van a encontrar, contándoles lo que ocurrió de la manera más suave posible: cómo la maldición de la legión fue desatada cuando Madrigal murió y la violenta reacción que sufrió Jules.

—Puede que ni siquiera esté despierta —advierte—. Las pócimas que preparo para calmarla a veces la mantienen dormida durante el día.

—Las pócimas que preparas —repite Cait—. Así que los rumores son ciertos. Nuestra reina naturalista fue siempre una envenenadora.

Arsinoe se detiene justo antes de abrir la puerta.

—Tú criaste una naturalista, y una naturalista es lo que siempre voy a hacer. Pero ahora no me siento mal por no haber podido hacer crecer nada.

Para su sorpresa, Cait se ríe.

—Es cierto. Pero nunca te enseñamos sobre venenos, Arsinoe, porque no lo sabíamos. ¿Es seguro lo que haces?

Arsinoe traga saliva. ¿Seguro? Nada en los ingredientes que debe usar se siente seguro. Si no es extremadamente cuidadosa con las medidas, Jules podría dejar de respirar. Pero a medida que lo usa, Arsinoe ha descubierto que hay un aspecto instintivo en el don envenenador. Sus manos siempre están seguras. Prepara las mezclas como si estuviera hipnotizada. Pero eso sería difícil de explicar a un naturalista.

—Tenemos un sanador que me ayuda con lo que me falta saber.

Abre la puerta de la antecámara y entran. En cuanto Camden ve a la pareja de ancianos, se levanta con sus tres patas buenas y maúlla suavemente.

—Al menos tú estás contenta de vernos —dice Ellis, mientras la acaricia—. ¿No debería estar con Jules?

—No siempre es seguro. Cam se pone violenta cuando Jules no está bien. Y Jules… la lastimó cuando se desató la maldición —Cait y Ellis fruncen el ceño; para un naturalista, hay pocos crímenes peores que atacar a un familiar. Así que Arsinoe carraspea y mejora el tono—. Pero cuando está tranquila, Camden está bastante bien. La de siempre. Si Jules está descansando puede entrar con ustedes.

Destraba la puerta. Adentro, Jules yace sobre una pila de paja, almohadas y sábanas que Arsinoe y Emilia armaron para ella. Está encadenada de pies y manos. Ellis desata a Camden, y la gata montesa entra rápidamente al cuarto. Da dos vueltas en torno a Jules antes de recostarse y apoyar la cabeza en el hombro de ella.

Sin decir palabra, Cait se arrodilla en la paja y apoya la cabeza de su nieta en su falda. Ellis le pone la mano en el hombro. Es más difícil de ver de lo que Arsinoe había esperado, y se le cierra la garganta.

—Lo siento, abuela Cait.

Cait toma la mano de Jules, tan hundida en los eslabones de la cadena que tiene que esforzarse en soltarla.

—No digas eso. No fue tu culpa. Nada de esto lo fue.

—Si no es mía, ¿de quién?

—De nadie —dice Ellis.

—Dicen que trató de salvarla —susurra Arsinoe, sin voz—. Trató de salvar a Madrigal.

—Por supuesto que sí —dice Cait—. Siempre fue su manera. Salvarte, protegerte, tratar de mantenerte fuera de todo problema. Y antes que tú estuvo Joseph. Nuestra Jules nació guardiana, así como nació naturalista y guerrera. Así como nació maldita.

Luego de que Cait y Ellis dejan a Jules y se retiran a descansar, Arsinoe permanece en la torre del castillo junto con Camden mientras esta se rasca detrás de las orejas, y observa la ciudad. Hay mucha actividad. Tantas mercancías y tantas provisiones que las puertas raramente están cerradas. Tantas armas forjadas y caballos herrados que los fuegos en la forja están siempre encendidos. Pozo del Sol, hasta no hace mucho una ruina en decadencia, ha vuelto a la vida gracias a la guerra.

Cuando Arsinoe escucha pasos en la escalera espera que sea Billy, pero en cambio un hombre golpea y entra, vestido con la túnica amarilla y gris de los clarividentes.

—No se supone que estés aquí —dice, mirando la puerta cerrada tras la cual se encuentra Jules.

—Perdón por la intromisión, pero necesito saber dónde alojar a los nuevos naturalistas. Los recién llegados de Manantial del Lobo.

Arsinoe se frota la frente. La torre con Jules en ella se ha vuelto un escondite, y el visitante es sin dudas una intromisión.

—No hay necesidad de alojarlos. No estarán mucho con nosotros. Y son naturalistas. Perfectamente felices en sus tiendas junto al mar.

—¿Pero algunos querrán quedarse, supongo?

—No contaría con ello.

—¿Qué es lo que te está preguntando?

Arsinoe ni siquiera intenta reprimir su exasperación cuando Emilia entra en la habitación sin aviso. Los pasos de la guerrera se escuchan solo cuando ella así lo desea. Sujeta al hombre por el brazo y lo aleja de la puerta.

—No tienes que estar aquí. Y a ella no le tienes que consultar nada.

—Pensé… que con la ausencia de la Reina Legión…

—En la ausencia de la Reina Legión, yo me encargaré de todo —gruñe Emilia.

—Santa Diosa —dice Arsinoe mientras el pobre hombre agacha la cabeza—. Solo me lo preguntó porque soy naturalista y soy de Manantial del Lobo.

—Naturalista, envenenadora… —dice Emilia—. Te pones el sayo que te convenga.

Arsinoe suspira.

—Estarán bien por su cuenta. Ya verán qué hacer —dice, y el hombre asiente.

—No —interrumpe Emilia—. Ubícalos en el ala vacía de la mansión de los Lermont, y los que no entren, en los anexos para sirvientes que estén sin utilizar. Necesitamos que estén descansados y cómodos si van a pelear.

—No van a pelear —murmura Arsinoe.

—Algunos sí. Más de los que piensas.

Emilia hace un gesto con el mentón, y el hombre le hace una reverencia y se retira. Arsinoe espera que ella también se vaya, pero para su extrema insatisfacción no lo hace.

—¿Algo más?

Emilia mira por encima de Arsinoe hacia la puerta entreabierta donde yace Jules. No le ha contado a nadie por fuera de Mathilde sobre la huida de Mirabella, y Arsinoe sabe por qué. Emilia no quiere que la rebelión reciba otro golpe. No antes de que la Reina Legión se recupere.

Al menos algo que agradecer, piensa Arsinoe, e inmediatamente se odia por pensarlo. La mira a Emilia con una expresión más suave y trata de recordar las horas que la guerrera ha pasado junto a Jules.

—Emilia, yo…

Emilia la mira con furia contenida, y Arsinoe otra vez se pone en guardia. Pero antes de que cualquiera pueda largar un nuevo insulto, una sabueso enorme y marrón entra corriendo, seguida por la tía Caragh, con un bebé al pecho.

—Tenía la sensación de que ustedes dos se iban a pelear —dice Caragh, mientras la sabueso huele con dicha a Arsinoe y luego olfatea a Camden.

—Caragh —dice Emilia, y la abraza. Luego mueve el dedo frente al bebé—. Y el pequeño Fenn. Bienvenidos.

—Caragh —respira Arsinoe. Descarta la chispa de bronca que sintió porque Emilia la saludó primero y la abraza con fuerza, pero con cuidado para no sobresaltar al bebé—. ¿Qué haces aquí?

—Me perdí la cremación de mi hermana —responde, con la voz dolorida—. Pero no estaré lejos de Jules. Y tenía que traer a Fennbirn Milone para que conociera a su padre.

—Sí —dice Arsinoe—. Matthew está aquí.

—Ya lo he visto. Y a mi madre. Y la convencí de que te diera esto.

Caragh busca en su abrigo y saca un frasco de vidrio con un pedazo de cuerda empapada de sangre. Tiene el color del óxido, y adentro una nota amarillenta y plegada.

Arsinoe reconoce la cuerda y la sangre. Es un conjuro de magia inferior.

—Es todo lo que Madrigal nos dejó sobre la atadura. Nunca fue una gran escritora. Solo una página y media, pero está todo aquí. Y ella sabía —Caragh golpea la tapa del frasco y se lo da a Arsinoe—. Y ahora te lo doy a ti.

—¿Cait no me lo iba a dar?

—Quizás estaba enojada. Quizás te culpaba. Pero si lo hizo, ya lo superó —Caragh apoya al bebé contra su cadera—. Y se equivocaba si no lo hacía.

—¿Qué puede hacer? —pregunta Emilia, mirando el frasco.

—Quizás nada —responde Caragh por ella—. Quizás es muy tarde. O quizás haya adentro algo que la ayude.

EL VOLROY

Mirabella vagabundea por las habitaciones del rey-consorte con mórbida fascinación. Nicolas Martel murió antes de pasar siquiera una sola noche, pero todavía se siente como su tumba. Pasa la mano por el esplendoroso brocado de las sillas, y el encaje fresco sobre una mesita. Las alfombras son suaves y nuevas. Todo el mobiliario fue seleccionado por Katharine para su marido muerto.

Es un pensamiento triste, más triste todavía por el silencio, aunque cuando mira las paredes no ve nada personal o especialmente sentimental: no hay ningún portarretratos o recuerdo de Nicolas Martel. No es ninguna sorpresa, piensa. Un comienzo tan trágico sería rápidamente olvidado en cualquier reino. Cuanto más rápido, mejor. Igual se pregunta cómo se sentirá Katharine. Todo el mundo sabe que tenía un amorío con Pietyr Renard, desde mucho antes de conocer a Nicolas Martel. Pero que una reina pierda a su compañero tan pronto… Le debe haber dolido, tanto si lo amaba como si no.

O quizás no dolido, piensa Mirabella, recordando cómo se veían Katharine y Nicolas juntos, con un brillo frío y oscuro. Quizás solo decepcionado.

La puerta se abre y Mirabella se endereza. Katharine no le envió la ropa que le prometió, y ella todavía tiene puesto el vestido sucio con el lazo deshilachado.

La mujer que ingresa es una de las personas más bellas que Mirabella haya conocido. Su pelo rubio es por momentos dorado, y los ojos violetas resaltan su rostro escultural. Incluso la hermosa Bree, que entra a continuación, es de alguna manera menos impactante.

—¡Bree! —Mirabella pasa por al lado de la mujer para abrazar a su amiga, que prácticamente vibra de la excitación.

—Estás aquí, ¡realmente estás aquí!

—Estoy —responde, y acaricia la mejilla de Bree, como para comprobarlo. Luego le dice a la mujer—: Discúlpanos, no nos vemos muy… seguido.

—Por supuesto, Mirabella. Todo el tiempo que necesites.

El tono despectivo separa a las amigas.

—Creo que quisiste decir Reina Mirabella —dice Bree.

—Estoy muy segura que no. Soy Genevieve Arron, la matriarca de la familia Arron de los envenenadores —contesta, y ladea la cabeza en una parodia de reverencia.

—Genevieve Arron. Casi no te reconocí fuera de la sombra de Natalia. Permíteme expresar mis condolencias por su fallecimiento. Perder a una hermana nunca es fácil.

—Eso parecería —Genevieve chasquea los dedos, para fastidio de Bree—. Atiéndela… Y asegúrate de que esté presentable —agrega, mirando el vestido con una mueca de asco.

En cuanto se gira para retirarse, un pájaro carpintero de aspecto mullido pasa junto a su mejilla. “Asquerosos pájaros por todas partes”, sisea, intentando golpearlo. En cuanto se va, Elizabeth entra a la habitación, y su cara roja de vergüenza contrasta contra la túnica blanca de las sacerdotisas. Tan pronto como están solas, ella, Mirabella y Bree se funden en un abrazo.

—Perdón que Pimienta haya entrado así. ¡No lo pude detener!

—No hace falta que te disculpes —dice Bree—. Estuvo perfecto. Arruinó la salida arrogante de Genevieve. ¿Viste cómo me chasqueó los dedos? —le pregunta a Mirabella—. ¡Como si yo fuera su doncella!

Mirabella da un paso atrás y observa mejor a sus amigas. Bree, con sus ojos vivaces y sus vestidos coloridos. Y Elizabeth, una sonrisa de oreja a oreja, el pelo oscuro en una trenza que sobresale de su capucha y una mano plateada que emerge de su manga izquierda. Pimienta se posa en el hombro de Mirabella y le picotea la oreja buscando la manera de anidar en su pelo. Ella le acaricia la cabeza y las pequeñas alas.

—Entonces —suspira—. ¿Qué es lo que se dice?

Bree se acerca.

—No eres una prisionera. No exactamente. Puedes pasearte por el castillo y por toda la fortaleza. Pero no tienes permitido salir sin el expreso permiso de la reina. La guardia, que está allí para tu “protección”, ha sido recientemente armada con veneno.

—¿Veneno para matar o para dormir?

Bree y Elizabeth intercambian miradas. Ni siquiera ellas tienen la certeza.

—Katharine dijo que ustedes iban a venir para reconfortarme, pero también mandó a Genevieve Arron. ¿Otra muestra de poder? ¿De control?

Bree aprieta los labios.

—Bienvenida a la vida en el Volroy.

Golpean la puerta y entran varios sirvientes con varios baúles con ropa y joyas. Elizabeth los guía para que apoyen algunos sobre la mesa y los demás en el suelo.

—Gracias. Nosotras ayudaremos a la reina… Nosotras ayudaremos a Mirabella.

Los sirvientes hacen una reverencia y se retiran; Elizabeth comienza a revolver los baúles.

—No hay demasiado —aclara Bree—. No hay vestidos tuyos, no hubo tiempo de encargarlos a Rolanth. Pero los negocios aquí son muy buenos, y tenía alguna de tus joyas conmigo.

Busca en los baúles hasta que encuentra una cajita de nogal y se la alcanza a Mirabella.

Es un collar: tres enormes piedras del color del fuego en una cadena corta de plata. Incluso en la caja, sin luz, las piedras parecen arder.

Mirabella las acaricia.

—Estas… las iba a utilizar la noche del Avivamiento. Si las cosas no hubieran salido tan mal.

—Así que las utilizarás ahora. Para la suerte.

Elizabeth saca un vestido de terciopelo negro de uno de los baúles y lo despliega. Es relativamente simple, sin demasiado bordado.

—¿Y este? ¿Algo cómodo después de un viaje tan largo?

—Está perfecto. Pero no me importan los vestidos. Quiero saber de ustedes. ¿Cómo les fue? Elizabeth, ¿cómo te dejaron quedarte con Pimienta a pesar de tus brazaletes de sacerdotisa? ¿Cómo fue que terminaste en el Concilio Negro, Bree?

—Una misma respuesta para las dos preguntas —dice Elizabeth—. La Suma Sacerdotisa trató de hacer las paces con Bree por traicionarte, así que le ofreció un lugar en el concilio.

—Y a cambio de que me porte bien —sigue Bree—, le exigí que a Elizabeth le permitieran convocar a Pimienta.

Mirabella le sonríe al pajarito, que se acomoda en la túnica de Elizabeth.

—¿Y cómo es el nuevo concilio, Bree? ¿Es una mezcla de elementales, sacerdotisas y envenenadores?

—Estábamos siempre como perro y gato. Y volveremos a estarlo una vez que se sofoque esta rebelión.

Mirabella querría seguir preguntando. Pero es claro que Bree y Elizabeth preferirían que no. Querrían disfrutar de esa tarde solo para ellas y simular que están todas de vuelta en Rolanth cuchicheando en la casa Westwood. Una tarde más antes de que todo empiece. Así que Mirabella sonríe y toma del hombro a Bree.

—¿Y? ¿A quién estás conquistando estos días? ¿A algún soldado apuesto de la guardia real? ¿O algún otro aprendiz de mercader de la ciudad?

—A quién no, más bien —dice Elizabeth, y Bree le lanza un guante—. Desde el momento en que llegó a Indrid Down, los chicos se tiran en su camino. El mes pasado, dos muchachos de la cocina casi se retan a duelo.

—¿Un duelo? —Mirabella se ríe—. ¿Y quién ganó? ¿A quién elegiste? ¿Al panadero, o al que hace el queso?

—¡A ninguno! —Bree le arroja el otro guante a Mirabella—. Aunque quizás después elija a ambos —Alza las cejas mientras las amigas se ríen, y después suspira—. La verdad es que no hubo tiempo para eso. Cuando llegué, pensé que podría seducir a Pietyr Arron…

—¿Pietyr Arron? ¿No querrás decir Pietyr Renard?

—Sí, pero ya nadie lo llama así. Se cambió de apellido como de piel. Podría ser perfectamente el hijo de Natalia Arron por cómo lo reverencian.

—Dijiste que pensaste en seducirlo. ¿No lo hiciste?

—Es que no pude. Se aferra a la reina Katharine tanto como a su asiento en el Concilio Negro. Quizás por la misma razón.

—No es cierto —dice Elizabeth—. Está enamorado de la reina. Quizás no ama a nadie más, pero a ella sí.

—Bien —dice Mirabella con suavidad—. Incluso si es perversa, me alegra que sea amada.

En su mente aparecen Arsinoe y Billy, el buen y amable Billy, que sin duda ama a Arsinoe como nadie ha amado a una reina de Fennbirn.

—En cualquier caso —dice Bree—, era de él de quien teníamos que cuidarnos. Nunca hubiera confiado en ti. Pero eso no importa ahora.

—¿Por?

Bree y Elizabeth la miran con sorpresa.

—¿No lo has escuchado?

—Acabo de llegar. No sé nada.

—Algo atacó a Pietyr Arron. Lo encontraron en un charco de sangre hace dos semanas.

—¿Está muerto?

—No. Pero no se va a despertar.

Un charco de sangre. Mirabella hace silencio.

—¿Fue acuchillado?

—No tenía ninguna marca —dice Elizabeth en voz baja—. Ese es el misterio. Nadie sabe qué pudo haberlo causado, a un envenenador con un don tan poderoso como el suyo. Parece imposible que lo hayan herido con otra cosa que no sea una flecha o una daga.

—La reina Katharine tiene a las mejores sanadoras de la capital y de Prynn atendiéndolo. Tratan de averiguar lo que ocurrió. Pero nadie puede resolverlo.

—La pobre reina —dice Elizabeth—. Lo encontró ella misma, cubierto de sangre en sus antiguas habitaciones de la Mansión Greavesdrake.

Katharine la convoca a cenar mucho más tarde de lo esperado. Mientras Bree y Elizabeth la escoltan por las escaleras hasta los aposentos de la reina, incluso los guardias pueden escuchar el rugido en el estómago de Mirabella.

—Menos mal que Arsinoe no está aquí —murmura—. Ya se hubiera comido la mitad de los muebles.

Bree la mira con curiosidad.

—¿Qué vas a hacer con respecto a Arsinoe? ¿Vas a pedir clemencia? ¿Negociar un perdón?

Mirabella hace un gesto en dirección a los guardias, y Bree se queda callada. Hay demasiados oídos en el Volroy y demasiados pasillos que transportan los sonidos a rincones desconocidos.

Llegan a la pesada puerta de madera, y Bree y Elizabeth la abrazan brevemente.

—Te vemos pronto —dice Bree.

—No tengas miedo —dice Elizabeth—. Es amable.

Se retiran, y Mirabella se endereza.

—Quizás contigo lo es —murmura, y golpea la puerta, que se abre al cabo de unos segundos. La sorprende encontrar no a una doncella sino a la propia Katharine.

—Hermana —le dice—. Pasa.

Mirabella entra al espacio cálido e iluminado con velas, con cuidado de no hacerlas llamear cuando pasa por delante. Se sienta frente a Katharine. La mesa es pequeña y redonda, íntima.

—Me gustan tus joyas —dice Katharine—. Y tu vestido. Te ves mucho mejor. Quizás demasiado. Quizás deba vestirte con ropas continentales así mi gente no se enamora de ti a primera vista.

Está vestida con un vestido de muselina negra, preciosa pero constreñida, las manos ocultas con mangas largas y guantes negros.

—Espero no haberte hecho esperar. Mandé a preparar un menú especial para ti. Y quería que estuvieras lo suficientemente hambrienta como para no rechazarlo —dice, con una sonrisa de labial rojo oscuro. Se apoya una servilleta en la falda y señala los platos cubiertos—. Me temo que tendremos que servirnos nosotras. Les ordené a todas las doncellas que se fueran, así te tenía solo para mí.

Mirabella destapa su plato. La comida debajo (gallina rellena de hierbas y croutons, vegetales asados con manteca, y una porción de tarta de cebolla) se ve perfectamente común y huele deliciosa. Pero nunca en su vida tuvo tanto miedo de comer pollo. Ni siquiera cuando cocinaba Billy, piensa, y se ríe.

—¿Ocurre algo?

—Nada —responde Mirabella—. Solo que me invitas a una alianza y me recibes con amenazas e insultos. Me ofreces algo que claramente debería asustarme comer. ¿Es por cómo fuiste criada? —Levanta los cubiertos y se corta un pedazo de tarta—. ¿Natalia Arron estaría orgullosa?

—Es lo que ella haría, sí.

—Quizás sería un poco más sutil —Mirabella prueba un poco de pollo—. Natalia Arron fue una mujer de un poder singular. Y aquellos que son verdaderamente poderosos no necesitan demostrarlo cada cinco minutos. Está delicioso, reina Katharine. Muchas gracias.

Su hermana se echa hacia atrás, y Mirabella se obliga a seguir masticando, a mantener su don tan controlado que Katharine no pueda detectar su nerviosismo, nada de llamas temblorosas ni de corrientes de viento. Le resulta muy dudoso que la comida esté envenenada, ni siquiera como para descomponerla. Pero tampoco se ha olvidado que su hermana menor es mortífera, y que esa falta de veneno podría cambiar para la próxima cena o incluso durante esta, con un movimiento de prestidigitación o algo en su bebida.

Katharine mira el plato y hace girar los anillos en su mano enguantada, antes de levantar el tenedor.

—Quizás deberías tomar mi actitud como un elogio. Sé que fuiste criada para jugar este juego. El juego de reinar. De política y de favores. Yo solo fui educada para vencer. Y luego para ser manipulada como el muñeco de un titiritero.

—¿No conociste a la Suma Sacerdotisa Luca? —sonríe Mirabella, con una mueca sarcástica—. Los Arron no son los únicos maestros titiriteros. Todas las reinas serían muñecas, si no fueran cuidadosas.

Por un momento, los ojos de Katharine se suavizan. Luego se ríe.

—¿Se supone que debo compadecerme? Cuán difícil debe haber sido ser la favorita, con un don tan poderoso. ¿Comparamos cicatrices? ¿Las crueles sacerdotisas te daban latigazos una vez al día para que se despierte tu don?

—No es una competencia. Y tu propio don parece ser lo bastante fuerte.

—Sí. Pero mis dones tomaron tiempo. Sacrificio. El tuyo simplemente… lo tenías.

Mirabella se queda en silencio, esperando que Katharine diga más. Pero sigue comiendo, con un suspiro.

—¿Por qué viniste, Mirabella?