Tres coronas oscuras - Kendare Blake - E-Book

Tres coronas oscuras E-Book

Kendare Blake

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Beschreibung

En cada generación de la isla de Fennbirn nacen trillizas...   …y las tres son reinas, herederas en partes iguales de la corona, cada una poseedora de una magia codiciada. Mirabella es una elemental feroz, capaz de encender llamaradas voraces o tormentas brutales con un chasquido de dedos. Katharine es una envenenadora, alguien que puede ingerir los venenos más mortales sin nada más que un dolor de panza. De Arsinoe, una naturalista, se dice que tiene la habilidad de hacer florecer la rosa más roja y controlar al más salvaje de los animales.   Pero convertirse en Reina coronada no es únicamente una cuestión de nacimiento real. Cada hermana tiene que pelear por ello. Y no es solamente un juego en el que se gana o pierde… es vida o muerte. La misma noche en que las hermanas cumplen dieciséis años comienza la batalla. La última reina en pie se queda con la corona.

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Tres coronas oscuras

Tres coronas oscuras

Kendare Blake

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Tres coronas oscuras

Blake, Kendare

Tres coronas oscuras / Kendare Blake. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2017.

Libro digital, Amazon Kindle

Archivo Digital: descargaTraducción de: Martín Felipe Castagnet.ISBN 978-987-609-685-0

1. Narrativa Juvenil Estadounidense. I. Castagnet, Martín Felipe, trad. II. Título.

CDD 813

© 2017, Kendare Blake

Título en inglés: Three dark crowns

© 2017, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina

Tel / Fax (54 11) 4773-3228

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas

Traducción: Martín Felipe Castagnet.

Diagramación de tapa: Silvia Ojeda

Diagramación interior: ER

Correcciones: Diana Gamarnik

Primera edición en formato digital: mayo de 2017

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-609-685-0

Tres reinas oscuras

nacidas en la cañada,

dulces pequeñas trillizas

que nunca serán amigas

Tres hermanas oscuras

muy hermosas a la vista,

dos para devorar

y una sola para reinar

EL DECIMOSEXTO CUMPLEAÑOS DE LAS REINAS

21 de diciembreCuatro meses antes de Beltane

MANSIÓN GREAVESDRAKE

Una joven reina se mantiene de pie sobre un bloque de madera, descalza y con los brazos extendidos. Únicamente la escasa ropa interior y el largo cabello negro que le cubre la espalda la protegen de las corrientes de aire. Necesita toda la fuerza de su cuerpo menudo para mantener el mentón en alto y los hombros derechos.

Dos mujeres dan vueltas en torno al bloque de madera. Golpetean los dedos contra los brazos cruzados, y sus pisadas resuenan en el frío y duro piso de madera.

—Se le ven las costillas —dice Genevieve, y las golpea apenas, como si pudiera asustar a los huesos bajo la piel—. Y todavía es tan pequeña. Las reinas pequeñas no inspiran mucha confianza. El resto del Concilio no deja de murmurar sobre ello.

Estudia a la reina con desagrado, los ojos demorándose en cada imperfección: las mejillas hundidas, la piel pálida. Las costras que obtuvo por haberle frotado roble venenoso que todavía le estropean la mano derecha. Pero ni una cicatriz. Siempre son cuidadosas con ese tema.

—Baja los brazos —ordena Genevieve, y le da la espalda.

Antes de hacerlo, la reina Katharine mira a Natalia, la mayor y más alta de las hermanas Arron. Natalia asiente, y la sangre regresa a la punta de los dedos de Katharine.

—Esta noche tendrá que usar guantes —dice Genevieve. Su tono de voz es indudablemente crítico. Pero es Natalia la que determina el entrenamiento de la reina, y si Natalia quiere frotar las manos de Katharine con roble venenoso una semana antes del cumpleaños, así se hará.

Genevieve alza un mechón de cabello de Katharine. Luego lo tironea con fuerza.

Katharine parpadea. Fue picoteada por las manos de Genevieve una y otra vez desde que se paró sobre el bloque. A veces esta la sacude con tanta fuerza que parece como si quisiera que se cayera para poder retarla por los moretones.

Genevieve le tira del pelo una vez más.

—Al menos no se te cae. ¿Pero cómo puede el cabello negro tener tan poco brillo? Y es tan, tan pequeña.

—Es la más pequeña y joven de las trillizas —contesta Natalia con su voz calma y profunda—. Algunas cosas, hermana, no puedes cambiarlas.

Cuando Natalia da un paso al frente, es difícil para Katharine no seguirla con la mirada. Natalia Arron es lo más cerca de una madre que jamás tendrá. Fue en su falda de seda que Katharine se escondió, a los seis años, durante todo el viaje desde la Cabaña Negra hasta su nuevo hogar en la Mansión Greavesdrake, sollozando por haber sido apartada de sus hermanas. Ese día Katharine no tuvo nada de reina. Pero Natalia la consintió. Dejó que llorara y que le arruinara el vestido. Le acarició el cabello. Es la memoria más temprana de Katharine. La única vez que Natalia le permitió comportarse como una niña.

En la luz inclinada e indirecta de la sala, el rodete rubio gélido se ve casi plateado. Pero ella no es vieja. Natalia nunca será vieja. Tiene demasiado trabajo y demasiadas responsabilidades como para permitirlo. Es la cabeza de la familia de envenenadores Arron, y la integrante más poderosa del Concilio Negro. Está criando a la nueva reina.

Genevieve sujeta la mano envenenada de Katharine. Sigue la trama de las costras hasta que encuentra una grande y la arranca hasta hacerla sangrar.

—Genevieve —advierte Natalia—, ya es suficiente.

—Los guantes estarán bien, supongo —dice Genevieve, aunque todavía se ve molesta—. Guantes hasta los codos que le darán algo de forma a los brazos.

Suelta la mano de Katharine, que rebota contra la cadera. Hace más de una hora que está parada sobre el bloque, y todavía queda mucho día por delante. Demasiado hasta la medianoche, su fiesta y el Gave Noir. El banquete del envenenador. Su estómago se entrecierra de solo pensarlo, y se estremece ligeramente.

Natalia frunce el ceño.

—¿Estuviste haciendo ayuno? —pregunta.

—Sí, Natalia.

—¿Nada salvo agua y avena diluida?

—Nada.

Nada para comer salvo eso durante días, y quizás no sea suficiente. El veneno que tendrá que consumir, en enormes cantidades, podría incluso superar el entrenamiento de Natalia. Por supuesto, no sería nada si el don envenenador de Katharine fuera poderoso.

Parada sobre el bloque, las paredes de la sala oscura se le hacen pesadas. La presionan hacia adentro, con el peso de todos los Arron encima. Han venido de todas partes de la isla por esto. El decimosexto cumpleaños de las reinas. Greavesdrake suele parecer una gran caverna silenciosa y vacía, excepto por los sirvientes y Natalia, los hermanos de Natalia: Genevieve y Antonin; y los primos de Natalia: Lucian y Allegra, cuando no están en sus casas de la ciudad. Hoy en cambio la mansión está bulliciosa y repleta de adornos, cargada de venenos y envenenadores. Si una casa pudiera sonreír, Greavesdrake tendría una mueca burlona.

—Más le vale estar lista —dice Genevieve—. Cada rincón de la isla se enterará de lo que ocurra esta noche.

Natalia ladea la cabeza en dirección a su hermana. El gesto alcanza para transmitir su comprensión de las preocupaciones de Genevieve, y a la vez lo cansada que está de escucharlas.

Luego observa a través de la ventana y más allá de las colinas hacia Indrid Down, la ciudad capital. Las negras agujas gemelas del Volroy, el palacio donde habita la reina durante su reinado y donde reside el Concilio Negro de forma permanente, se elevan por sobre el humo de las chimeneas.

—Genevieve, estás demasiado nerviosa.

—¿Demasiado nerviosa? —contesta ella—. Estamos entrando al Año de Ascensión con una reina débil. Si perdemos… ¡yo no volveré a Prynn!

La voz de su hermana es tan aguda que Natalia se ríe. Prynn. Alguna vez fue la ciudad de los envenenadores, pero ahora solo los débiles habitan allí. Ahora la capital entera de Indrid Down es suya. Lo ha sido por más de cuatrocientos años.

—Genevieve, tú nunca has ido a Prynn.

—No te rías de mí.

—Entonces no seas graciosa. A veces no sé de qué hablas.

Mira a través de la ventana, hacia las agujas negras del Volroy. Hay cinco Arron sentados en el Concilio Negro. En tres generaciones nunca ha habido menos de cinco, ubicados allí por la reina envenenadora en el poder.

—Únicamente te estoy contando lo que te puedes haber perdido, por lo general tan lejos de los asuntos del Concilio, mientras entrenas y consientes a nuestra reina.

—No se me escapa nada —contesta Natalia, y Genevieve baja la mirada.

—Por supuesto. Lo siento, hermana. Es solo que el Concilio está cada día más preocupado, con el apoyo abierto del Templo a la elemental.

—El Templo está para días festivos y para rezar por niños enfermos. —Natalia da la vuelta y apoya el dedo bajo el mentón de su hermana. —Para todo lo demás, la gente mira al Concilio. ¿Por qué no vas a los establos y montas un rato, Genevieve? —le sugiere—. Te calmará los nervios. O regresa al Volroy. Hay asuntos que seguramente requieren atención.

Genevieve cierra la boca. Por un momento, pareciera que va a desobedecerla o a abofetear el rostro de Katharine, solo para aliviar la tensión.

—Es una buena idea —dice al fin—. Te veré esta noche entonces, hermana.

Las rodillas de la delgada muchacha tiemblan mientras desciende del bloque, con cuidado para no tropezar.

—Ve a tus habitaciones —dice Natalia, y se aleja para estudiar un manojo de papeles sobre el escritorio—. Enviaré a Giselle con un cuenco de avena. Luego nada más salvo unos sorbos de agua.

Katharine inclina la cabeza y hace media reverencia que Natalia observa por el rabillo del ojo. Pero se demora.

—¿Es tan… es tan malo como dice Genevieve? —pregunta Katharine.

Natalia la observa un momento, como si decidiera si va a molestarse o responder.

—Genevieve se preocupa. Ha sido así desde que éramos niñas. No, Kat. No es tan malo como dice —responde al fin. Se acerca a correrle algunos mechones detrás de la oreja. Suele hacerlo cuando está satisfecha—. Las reinas envenenadoras se han sentado en el trono desde mucho antes de que yo naciera. Y se seguirán sentando mucho después de que tú y yo estemos muertas.

Deja las manos apoyados en los hombros de Katharine. La alta y fríamente hermosa Natalia. Las palabras de su boca no dan espacio a discusiones, no dejan espacio a dudas. Si Katharine fuera más como ella, los Arron no tendrían nada que temer.

—Esta noche es una fiesta —dice Natalia—. Para ti, en tu cumpleaños. Disfrútala, reina Katharine. Y deja que yo me preocupe por el resto.

Sentada frente al espejo del tocador, la reina Katharine inspecciona su reflejo mientras Giselle le cepilla el cabello negro en movimientos largos y parejos. Todavía está en camisón y ropa interior y aún tiene frío. Greavesdrake es un lugar ventoso y sombrío. A veces parece como si Katharine hubiera pasado la mayor parte de su vida en la oscuridad y congelada hasta los huesos.

En el lado derecho del tocador hay una jaula de cristal. En el interior descansa su serpiente coral, hinchada de grillos. Katharine la tiene desde que era una cría, y es la única criatura ponzoñosa a la que no le teme. La serpiente conoce las vibraciones de la voz de Katharine y el olor de su piel. Nunca la ha mordido, ni siquiera una vez.

Katharine la vestirá durante la fiesta de esta noche, enroscada en torno a la muñeca como un brazalete cálido y muscular. Natalia vestirá una mamba negra. Una pequeña serpiente de brazalete no es tan elegante como una envuelta sobre los hombros, pero Katharine prefiere su pequeño adorno. Es más bonita; roja y amarilla y negra. Colores tóxicos, aseguran. El accesorio perfecto para una reina envenenadora.

Katharine toca el cristal, y la serpiente levanta la cabeza redondeada. La instruyeron para no ponerle nombre, insistiéndole una y otra vez que no era una mascota. Pero Katharine en su cabeza la llama “Dulzura”.

—No bebas demasiado champagne —dice Giselle mientras le separa el cabello en secciones—. Seguramente esté viciado o mezclado con jugo envenenado. Oí hablar en la cocina sobre las bayas de muérdago rosadas.

—Algo tendré que beber —responde Katharine—. Después de todo, estarán brindando en mi honor.

Su cumpleaños y el de sus hermanas. A lo largo de toda la isla la gente está celebrando el decimosexto cumpleaños de la más reciente generación de reinas trillizas.

—Mójate los labios entonces —dice Giselle—. Nada más. No es solo el veneno a lo que tienes que estar alerta, sino a la bebida misma. Eres demasiado delgada para aguantar el alcohol sin perder la compostura.

Entrelaza el cabello en diferentes trenzas, luego las levanta en alto y las tuerce una y otra vez hasta formar un rodete. Sus movimientos son gentiles, sin tironear. Sabe que tantos años de envenenamiento han debilitado el cuero cabelludo.

Katharine se estira en busca de más maquillaje, pero Giselle chasquea la lengua. La reina ya está demasiado empolvada, un intento por esconder los huesos que le sobresalen de los hombros y para encubrir las mejillas ahuecadas. La han adelgazado a fuerza de veneno. Noches de sudor y vómitos le dejaron la piel frágil y traslúcida como papel mojado.

—Ya estás lo suficientemente bonita —dice Giselle, y le sonríe al espejo—. Con esos ojos grandes y negros de muñeca.

Giselle es amable. Su favorita de todas las doncellas de Greavesdrake. Pero incluso la doncella es más bella que la reina en varios sentidos, con caderas anchas, color en el rostro, cabello rubio que brilla incluso aunque tenga que teñírselo del rubio platinado que prefiere Natalia.

—Ojos de muñeca —repite Katharine.

Quizás. Pero no son encantadores. Son orbes grandes y negros en un rostro enfermizo. Mirándose al espejo, imagina su cuerpo en pedazos. Huesos. Piel. Sin la suficiente sangre. No costaría mucho reducirla a nada, arrancarle los escasos músculos y sacarle los órganos para secarlos al sol. Se pregunta seguido si sus hermanas se desarmarían de la misma manera. Si debajo de su piel todas son iguales. En vez de ser una envenenadora, una naturalista y una elemental.

—Genevieve piensa que voy a fallar —se lamenta Katharine—. Dice que soy demasiado pequeña y débil.

—Eres una reina envenenadora —responde Giselle—. ¿Qué otra cosa importa? Además, no eres tan pequeña. Ni tan débil. He visto más débiles y más pequeñas.

Natalia entra a la habitación en un ajustado vestido de tubo negro. Deberían haberla escuchado acercarse; sus tacos cliquean contra el suelo y rebotan en los techos altos. Estaban demasiado distraídas.

—¿Está lista? —pregunta Natalia, y Katharine se pone de pie. Ser vestida por la cabeza de la casa Arron es un honor, reservado para los días festivos. Y para el más importante de los cumpleaños.

Giselle le acerca el vestido a Katharine. Es negro y de faldón completo. Pesado. No lleva mangas, pero sí guantes de satén negro para cubrir las costras causadas por el roble venenoso.

Se mete en el vestido, y Natalia comienza a abrocharlo. El estómago de Katharine se estremece. La fiesta se está poniendo en marcha y los ruidos empiezan a subir por las escaleras. Natalia y Giselle le calzan los guantes en cada mano. Giselle abre la jaula de la serpiente. Katharine toma a Dulzura y la serpiente se enrosca obedientemente en torno a su muñeca.

—¿Está drogada? —pregunta Natalia—. Quizás debería estarlo.

—Estará bien —dice Katharine, y le acaricia las escamas—. Tiene modales.

—Como digas.

Natalia la ubica frente al espejo y le apoya las manos en los hombros.

Nunca antes tres reinas del mismo don reinaron consecutivamente. Sylvia, Nicola y Camille fueron las últimas tres. Todas envenenadoras, criadas por los Arron. Una más, y quizás se establezca una dinastía; quizás solo le permitan crecer a la reina envenenadora, y sus hermanas sean ahogadas al nacer.

—No habrá nada demasiado sorprendente en el Gave Noir —dice Natalia—. Nada que no hayas visto antes. Pero de todas formas no comas demasiado. Usa tus trucos. Haz lo que practicamos.

—Sería un buen presagio —agrega Katharine en voz baja— que mi talento apareciera esta noche. En mi cumpleaños. Como ocurrió con la reina Hadly.

—Has estado vagando por los libros de historia una vez más.

Natalia rocía un poco de perfume de jazmín en el cuello de Katharine y concluye con las trenzas apiladas en la parte posterior de la cabeza. El cabello rubio gélido de Natalia está peinado de modo similar, tal vez como muestra de solidaridad.

—La reina Hadly no era una envenenadora. Tenía el don de la guerra. Es diferente.

Katharine asiente mientras la giran a la izquierda y a la derecha, menos persona que maniquí, la difícil arcilla en la que Natalia puede trabajar su oficio envenenador.

—Estás algo delgada —dice Natalia—. Camille nunca estuvo delgada. Más bien regordeta. Esperaba el Gave Noir como una niña un festival.

Las orejas de Katharine arden ante la mención de la reina Camille. A pesar de haber sido criada como su hermana adoptiva, Natalia nunca habla de la reina anterior. La madre de Katharine, aunque ella nunca la piensa como su madre. La doctrina del Templo establece que las reinas no tienen ni madre ni padre. Son hijas únicamente de la Diosa. Además, la reina Camille partió de la isla con su rey-consorte una vez que se recuperó de dar a luz, como hacen todas las reinas. La Diosa envió a las nuevas reinas, y con eso terminó el reinado de la antigua.

Aun así, Katharine disfruta escuchar historias sobre las que vivieron antes que ella. La única historia sobre Camille que cuenta Natalia es la de cómo Camille obtuvo su corona. Cómo envenenó a sus hermanas tan astuta y silenciosamente que les llevó días morirse. Cómo se veían tan en paz, cuando todo terminó, que si no fuera por la espuma en sus labios hubieras creído que habían muerto mientras dormían.

Natalia vio esos rostros pacíficos y envenenados con sus propios ojos. Si Katharine tiene éxito, verá otros dos más.

—Aunque eres como Camille, en otras cosas —dice Natalia, con un suspiro—. Ella también amaba esos libros polvorientos de la biblioteca. Y siempre se veía tan joven. Era realmente tan joven. Solo reinó por dieciséis años luego de ser coronada. La Diosa le envió sus trillizas temprano.

Las trillizas de la reina Camille llegaron temprano porque era débil. Eso es lo que la gente murmura. Katharine a veces se pregunta cuánto tiempo tendrá ella. Cuántos años tendrá para guiar a su pueblo, antes de que la Diosa vea conveniente reemplazarla. Supone que a los Arron no les importa. El Concilio Negro gobierna la isla entre tanto, y mientras ella esté en el trono, seguirán controlándola.

—Camille era como una hermanita para mí, supongo —continúa Natalia.

—¿Eso me hace tu sobrina?

Natalia le sujeta el mentón.

—No seas demasiado sentimental —dice, y la deja ir—. Para parecer tan joven, Camille mató a sus hermanas con elegancia. Su don se manifestó rápido.

Katharine arruga las cejas. Una de sus hermanas también mostró un don con rapidez: Mirabella. La gran elemental.

—Mataré a mis hermanas con la misma facilidad, Natalia —dice—. Lo prometo. Aunque quizás cuando termine no parecerán dormidas.

El salón de baile del ala norte está repleto de envenenadores. Pareciera que cualquiera que alegara tener sangre Arron, más muchos otros envenenadores venidos de Prynn, hicieron el viaje hasta Indrid Down. Katharine observa la fiesta desde lo alto de la escalera principal. Todo es cristal y plata y gemas, incluso las torres relucientes de bayas de belladona púrpura envueltas en algodón de azúcar.

Los invitados son casi demasiado refinados; las mujeres llevan perlas negras y gargantillas de diamante negro, los hombres corbatas de seda oscura. Y todos tienen demasiada carne en los huesos. Demasiada fuerza en los brazos. La juzgarán y la encontrarán débil. Se reirán.

Mientras Katharine observa, una mujer con el cabello carmesí echa su cabeza hacia atrás. Por un instante sus molares —al igual que su garganta, como si su mandíbula se hubiera desencajado— son visibles. En los oídos de Katharine la cháchara política se transforma en lamentos, y el salón de baile está repleto de monstruos esplendorosos.

—No puedo hacer esto, Giselle —murmura, y la doncella se detiene a enderezar las voluminosas polleras del vestido, para luego sujetarle los hombros por detrás.

—Sí puedes.

—Hay más escalones de los que había antes.

—Por supuesto que no —dice Giselle, y se ríe—. Reina Katharine, estarás perfecta.

En el salón de baile se detiene la música. Natalia ha levantado la mano.

—Estás lista —continúa Giselle, y chequea el ruedo del vestido una vez más.

—Gracias a todos —Natalia se dirige a sus invitados con su voz profunda y vibrante—, por estar con nosotros esta noche en una fecha tan importante. Una fecha importante todos los años. Pero este año es aún más importante. ¡Este es el año en que nuestra reina Katharine cumple dieciséis!

Los invitados aplauden.

—Y cuando llegue la primavera, y sea el momento del festival Beltane, será mucho más que un festival. Será el comienzo del Año de la Ascensión. ¡Durante Beltane, la isla podrá ver la fuerza de los envenenadores durante la ceremonia del Avivamiento! Y una vez que termine Beltane, tendremos el placer de ver cómo nuestra reina envenena deliciosamente a sus hermanas.

Natalia señala las escaleras.

—El festival de este año está por comenzar, y también el festival por la corona del año que viene.

Más aplausos. Risas y gritos de aprobación. Piensan que será tan fácil. Un año para asesinar dos reinas. Una reina fuerte podría hacerlo en un mes, pero Katharine no lo es.

—Esta noche, sin embargo —continúa Natalia—, simplemente podrán disfrutar de su compañía.

Se acerca a las escaleras empinadas, tapizadas de color bermellón. También han añadido una alfombra negra para la ocasión. O quizás para que Katharine se resbale.

—Este vestido es más pesado de lo que parecía en mi probador —dice Katharine en voz baja, y Giselle contiene la risa.

En cuanto sale de las sombras y pisa la escalera, Katharine siente cómo la siguen con la mirada. Los envenenadores son naturalmente severos y rigurosos. Pueden cortar con una mirada al igual que con un cuchillo. Los habitantes de la isla Fennbirn aumentan sus fuerzas según la reina gobernante. Los naturalistas se fortalecen con una naturalista. Los elementales con una elemental. Luego de tres reinas envenenadoras es poderoso hasta el último de los envenenadores, y los Arron más que el resto.

Katharine no sabe si debiera intentar sonreír. Solo sabe que no debe temblar. O tropezarse. Casi se olvida de respirar. Divisa a Genevieve, un poco más atrás y a la derecha de Natalia. Sus ojos lila son como piedras. Parece a la vez furiosa y preocupada, como si desafiara a Katharine a cometer algún error. Como si disfrutara de la posibilidad de abofetearle la cara.

Cuando los tacos de Katharine llegan al salón de baile, los invitados levantan las copas y sonríen con dentaduras relucientes. El corazón se le sale de la garganta. Todo estará bien, al menos por un rato.

Un sirviente le ofrece una copa de champagne; ella la toma y lo olfatea: huele un poco a roble y otro poco a manzana. Si ha sido emponzoñado, entonces no fue con bayas de muérdago rosadas, como sospechaba Giselle. Aun así, solo bebe un sorbo, apenas como para humedecerse los labios.

Tras su entrada, la música recomienza y la charla continúa. Envenenadores vestidos con sus mejores trajes oscuros se acercan revoloteando en torno a ella como cuervos y se alejan igual de rápido. Hay demasiados, con sus reverencias y sus tantos nombres, pero el único nombre que importa es Arron. Al cabo de pocos minutos la angustia empieza a presionarla. El vestido se siente apretado y la sala súbitamente caliente. Busca a Natalia con la mirada, pero no puede encontrarla.

—¿Te encuentras bien, reina Katharine?

Katharine le parpadea a la mujer frente a ella. No puede recordar qué es lo que le estaba diciendo.

—Sí —dice—. Por supuesto.

—Bueno, ¿qué piensas entonces? ¿Las celebraciones de tus hermanas serán tan gloriosas como esta?

—¡No veo por qué no! —responde Katharine—. Los naturalistas estarán rostizando pescado.

Los envenenadores se ríen.

—Mientras que Mirabella… Mirabella…

—Está dando saltitos en un charco, descalza.

Katharine gira para ver quién le completó la frase. Un joven y hermoso envenenador que le sonríe, con los ojos azules de Natalia y el mismo pelo rubio gélido. Extiende la mano.

—¿Qué otra cosa podrían disfrutar los elementales, después de todo? —pregunta—. Reina mía, ¿bailarías conmigo?

Katharine se deja guiar hacia la pista y también se deja atraer. El joven lleva prendido en la solapa un magnífico escorpión acechador de color verdeazul. Todavía vivo. Sus patas se retuercen con pereza, un adorno tan bello como grotesco. Katharine se aleja un poco. El veneno del acechador es intolerable. Ya ha sido picada y curada siete veces, pero todavía siente poca resistencia a sus efectos.

—Me salvaste —le dice al joven—. Un instante más sin palabras y me habría echado a correr.

La sonrisa de él es lo suficientemente atenta como para hacerla sonrojarse. Dan varias vueltas en la pista de baile, y mientras tanto Katharine le estudia las facciones angulosas.

—¿Cuál es tu nombre? Debes ser un Arron. Tienes el aspecto. Y el cabello. A menos que lo hayas teñido para la ocasión.

Él se ríe.

—¿Qué? ¿Como los sirvientes, dices? Ah, la tía Natalia y las apariencias.

—¿Tía Natalia? Entonces sí eres un Arron.

—Lo soy. Me llamo Pietyr Renard. Mi madre era Paulina Renard. Mi padre es uno de los hermanos de Natalia, Christophe —contesta, y la hace dar un giro—. Bailas muy bien.

Su mano se desliza por la espalda de Katharine, quien se tensa cuando se acerca demasiado al hombro: Pietyr podría sentir la aspereza de un antiguo envenenamiento que le curtió la piel.

—Es sorprendente, considerando lo pesado que es este vestido. Se siente como si las tiras me quisieran extraer la sangre.

—Bueno, no debes permitirlo. Dicen que las envenenadoras más poderosas tienen veneno en la sangre. Odiaría que cualquiera de estos buitres te raptara en busca de un trago.

Veneno en la sangre. Qué decepcionados estarían, entonces, si la pudieran saborear.

—¿“Buitres”? —pregunta—. ¿No son la mayoría de ellos parte de tu familia?

—Precisamente.

Katharine se ríe y se detiene solo cuando su rostro se acerca demasiado al acechador. Pietyr es alto, y le lleva casi una cabeza. Bien podría bailar ella mirándole los ojos al escorpión.

—Tienes una risa muy bonita —dice Pietyr—. Pero es extraño. Esperaba que estuvieras nerviosa.

—Estoy nerviosa. El Gave…

—No hablo del Gave. Hablo de este año. El Avivamiento durante el festival Beltane. El comienzo de todo.

—El comienzo de todo —repite Katharine suavemente.

Muchas veces Natalia le ha dicho que viva las cosas a medida que ocurran. Así puede evitar sentirse superada. Hasta ahora ha sido fácil. Pero claro que Natalia hace que todo suene sencillo.

—Lo voy a tener que enfrentar, tengo que hacerlo —dice Katharine, y Pietyr se ríe.

—Hay mucho temor en tu voz. Espero que puedas mostrar un poco más de entusiasmo cuando conozcas a tus pretendientes.

—No tienen importancia. Cualquiera sea el rey-consorte que elija, me amará cuando yo sea reina.

—¿Entonces no prefieres que te amen antes de que eso suceda? Se me ocurre que es lo que todos desean: ser amados por lo que son y no por la posición que ocupan.

Está a punto de repetirle la respuesta apropiada: ser reina no es únicamente un cargo. No cualquiera puede reinar. Solo ella, o una de sus hermanas, está tan conectada con la Diosa. Solo ellas pueden recibir a la próxima generación de trillizas. Pero entiende a qué se refiere Pietyr. Sería magnífico que la quisieran a pesar de sus defectos, y por su carácter y no por el poder que conlleva.

—¿Y no sería mejor que todos ellos te amaran, en vez de solo uno?

—Pietyr Renard —le responde—. Debes venir de muy lejos si no has escuchado los rumores. Todos en esta isla saben adónde irán los favores de los pretendientes. Dicen que mi hermana Mirabella es hermosa como una estrella. Nadie ha dicho nada ni la mitad de halagador sobre mí.

—Pero quizás sea únicamente eso: halagos. También dicen que Mirabella está medio loca. Propensa a ataques de cólera. Que es una fanática y una esclava del Templo.

—Y que es lo suficientemente poderosa como para hacer temblar un edificio.

Pietyr levanta los ojos al techo, y Katharine sonríe. No estaba pensando en Greavesdrake. No existe nada en el mundo tan fuerte como para arrancar a Greavesdrake de sus cimientos. Natalia no lo permitiría.

—¿Y qué hay de Arsinoe, tu hermana naturalista? —Pietyr pregunta imperturbable. Ambos se ríen. Nadie dice nada sobre Arsinoe.

Pietyr la hace dar más vueltas sobre la pista de baile. Han estado bailando un largo rato, y muchos ya han comenzado a advertirlo.

La canción termina. La tercera desde que empezaron, o quizás la cuarta. Pietyr deja de bailar y le da un beso en la punta de los dedos enguantados.

—Espero verte de nuevo, reina Katharine.

Ella asiente. Recién advierte lo silencioso del salón de baile tras la partida de Pietyr, cuando el bullicio regresa, rebotando como un eco contra los espejos de la pared sur hasta a los mosaicos tallados en el techo.

Natalia capta la atención de Katharine desde una nube de vestidos negros. Debería bailar con alguien más. Pero la larga mesa tapizada de negro ya está rodeada de sirvientes como hormigas, que depositan los cubiertos de plata necesarios para el festín.

El Gave Noir. También llamada “la gula negra”. Es un festín de venenos, un ritual ejecutado por las reinas envenenadoras en prácticamente todos los festivales importantes. Y por eso, siendo su don escaso o no, Katharine también debe ejecutarlo. Debe aguantar el veneno hasta la última mordida, hasta que esté resguardada en sus habitaciones. Ninguno de los visitantes envenenadores tiene permitido ver lo que sucede a continuación. El sudor y las convulsiones y la sangre.

Cuando comienzan a sonar los cellos, casi se echa a correr. Le parece demasiado pronto. Que debería haber tenido más tiempo.

Cada envenenador de importancia se encuentra esta noche en el salón de baile. Cada Arron del Concilio Negro: Lucian y Genevieve, Allegra y Antonin. Natalia. No podría soportar decepcionar a Natalia.

Los invitados se acercan a la mesa servida. La multitud, por una vez, es una ayuda, al empujarla hacia delante como una ola negra.

Natalia ordena a los sirvientes que revelen los platos bajo las campanas de plata. Pilas de bayas relucientes. Gallinas con ensalada de cicuta. Escorpiones confitados y jugo dulzón especiado con adelfa. Un sabroso estofado burbujea con los frutos rojinegros del regaliz. A Katharine se le seca la boca de solo verlo. Tanto la serpiente en su muñeca como el vestido parecen constreñirse.

—¿Tienes hambre, reina Katharine? —pregunta Natalia.

Katharine recorre las tibias escamas de la serpiente con el dedo. Sabe lo que debe decir. Está todo guionado. Practicado.

—Estoy famélica.

—Lo que a otros los mataría a ti te alimentará —continúa Natalia—. La Diosa provee. ¿Estás satisfecha?

Katharine traga saliva.

—Los ofrecimientos son adecuados.

La tradición ordena que Natalia haga una reverencia. Resulta antinatural cuando la hace, como una vasija que se quiebra.

Katharine apoya ambas manos sobre la mesa. El resto del banquete queda en ella: su progresión, su duración y su velocidad. Puede sentarse o mantenerse de pie. No necesita comer todo, pero cuanto más coma, más impactante será. Natalia le aconsejó ignorar los cubiertos y usar las manos. Dejar que los jugos se deslicen por el mentón. Si fuera una envenenadora tan poderosa como Mirabella es elemental, devoraría el banquete entero.

La comida huele deliciosa. Pero su estómago no se engaña: cruje y se retuerce dolorosamente.

—La gallina —dice. Un sirviente la deposita frente a ella. La sala está pesada y repleta de ojos, expectante. Le hundirían la cara en el plato si fuera necesario.

Katharine se endereza. Siete de los nueve miembros del Concilio se encuentran cerca, al frente de la multitud. Los cinco Arron, por supuesto, así como Lucian Marlowe y Paola Vend. Los otros dos miembros fueron enviados como una cortesía a la celebración de sus hermanas.

Únicamente hay tres sacerdotisas presentes, pero Natalia dice que las sacerdotisas no importan. Mirabella siempre ha tenido a la Sacerdotisa Suprema Luca en el bolsillo, quien abandonó la neutralidad del Templo creyendo que Mirabella será el puño que le arrebatará el poder al Concilio Negro. Pero el Concilio Negro es quien importa ahora en la isla, y las sacerdotisas no son nada salvo reliquias y niñeras.

Katharine desgarra la carne blanca de la parte más gruesa del pecho, la más alejada del relleno tóxico. Cierra la boca y mastica. Por un momento, la aterroriza ser incapaz de tragar. Pero el bocado desciende, y la multitud se relaja.

A continuación solicita los escorpiones confitados. Son fáciles. Dulces relucientes en ataúdes de caramelo dorado. Todo el veneno está en la cola. Katharine come cuatro pares de pinzas y luego pide el estofado de venado con regaliz.

Debería haber dejado el estofado para el final. No puede esquivar el veneno. El regaliz ya se fundió con el resto. En cada trozo de carne y cada gota de salsa.

El corazón le empieza a latir. En algún lugar de la sala, Genevieve la maldice por idiota. Pero no hay nada que hacer. Debe tragar un bocado, e incluso lamerse los dedos. Bebe un sorbo de jugo ponzoñoso y luego limpia el paladar con agua fresca y limpia. Le comienza a doler la cabeza, y su visión se trastorna a medida en que las pupilas se dilatan.

No falta mucho para que se descomponga. Para que fracase. Siente el peso de tantos ojos. Y el peso de tantas expectativas. Le demandan que termine el banquete. Esa voluntad conjunta es tan poderosa que prácticamente puede escucharla.

Sigue el pastel de hongos salvajes, y lo acaba rápidamente. Ya le tiembla el pulso, pero no está segura de si es por el veneno o por los nervios. La velocidad con la que come causa una buena impresión, y los Arron aplauden. La vitorean. La vuelven imprudente, y traga más hongos de los que pretendía. Uno de los últimos mordiscos sabe a Russula, pero eso no puede ser. Es demasiado peligroso. El estómago se le estremece. La toxina es rápida y violenta.

—Las bayas.

Se introduce dos en la boca y las aprieta contra la mejilla, luego busca el vino envenenado. La mayor parte se desliza por el cuello hacia la parte delantera del vestido, pero ya no importa. El Gave Noir ha terminado. Golpea la mesa con ambas manos.

Los envenenadores braman.

—Esto es solo una muestra —declara Natalia—. El Gave Noir durante el Avivamiento será digno de leyenda.

—Natalia, necesito irme —dice Katharine, y le tira de la manga.

La multitud hace silencio. Natalia se suelta discretamente.

—¿Qué? —pregunta.

—¡Necesito irme! —grieta Katharine, pero es demasiado tarde.

Su estómago da un bandazo. Pasa tan rápido que no tiene tiempo de darles la espalda. Se dobla en dos y vomita todo los contenidos del Gave en el mantel.

—Estaré bien —dice, luchando contra la náusea—. Debo estar enferma.

El estómago le gorgotea de nuevo. Pero más audibles aún son los jadeos de disgusto. El murmullo de las túnicas a medida que los envenenadores se alejan del desastre.

Katharine observa sus miradas reprobadoras a través de ojos inyectados de sangre y lágrimas. Su desgracia se refleja en cada rostro.

—¿Puede alguien, por favor —pregunta, y jadea del dolor—, llevarme a mis habitaciones?

Nadie se acerca. Las rodillas golpean contra el piso de mármol. No es una dolencia sencilla. Está impregnada de sudor. Las mejillas se le irrigan de sangre.

—Natalia —dice—, perdón.

Natalia no contesta. Todo lo que puede ver Katharine son los puños cerrados de Natalia, y el movimiento de sus brazos cuando ordena silenciosa y furiosamente que los invitados abandonen la sala. Los pies se apuran en salir, para alejarse lo más pronto posible de Katharine. Descompuesta una vez más, toma el mantel para cubrirse.

La sala de baile queda a oscuras. Los sirvientes comienzan a limpiar las mesas mientras un nuevo calambre le retuerce el pequeño cuerpo.

Tan desgraciada es que ni siquiera ellos se acercan a ayudarla.

MANANTIAL DEL LOBO

Camden persigue a un ratón por la nieve. Un ratoncito marrón que se encontró de repente en el medio de un claro. No importa cuán rápido se deslice sobre la superficie, las enormes zarpas de Camden cubren más y más terreno, incluso cuando ya esté hundida hasta las rodillas.

Jules observa entretenida el juego macabro. El ratón está aterrado pero determinado. Y Camden se le abalanza, excitada como si la presa fuera un ciervo o un pedazo de cordero en vez de apenas un bocado. Camden es una gata montés, y a los tres años ya ha alcanzado su imponente tamaño definitivo. Está muy lejos de la cachorra de ojos lechosos que siguió a Jules a casa desde el bosque, tan joven que todavía tenía manchas, y con más pelusa que pelo. Ahora su pelaje es lustroso y dorado como la miel, y lo único que le queda de negro está en las puntas: orejas, garras y el extremo de la cola.

La nieve se dispara para los costados a medida que la gata corre, y el ratón se escurre aún más rápido hasta la protección de un arbusto pelado. A pesar del vínculo con su familiar, Jules no sabe si el ratón será devorado o perdonado. De cualquier forma, espera que se termine pronto. El pobre ratón todavía tiene mucho que recorrer hasta llegar a refugio, y la persecución empieza a parecer una tortura.

—Jules, esto no está funcionando.

La reina Arsinoe está en el centro del claro, toda vestida de negro como corresponde a las reinas, una mancha de tinta en la nieve. Ha estado tratando de florecer una rosa de un capullo, pero en la palma de su mano el capullo se mantiene verde, firmemente cerrado.

—Reza —dice Jules.

Han repetido esta escena una y otra vez a lo largo de los años. Jules sabe lo que viene a continuación.

Arsinoe extiende el brazo.

—¿Por qué no me ayudas?

Para Jules, el capullo se ve lleno de energía y posibilidades. Puede oler cada gota de perfume alojada allí adentro. Incluso sabe qué clase de rojo es.

Una tarea así resultaría fácil para cualquier naturalista. Tendría que ser especialmente fácil para una reina. Arsinoe debería ser capaz de florecer arbustos enteros y madurar campos completos. Pero su don no ha aparecido. A causa de esta debilidad, nadie espera que Arsinoe sobreviva al Año de Ascensión. Pero Jules no se va a rendir. Ni siquiera si es el decimosexto cumpleaños de las reinas, y Beltane es en cuatro meses, acercándose como una sombra.

Arsinoe mueve los dedos, y el capullo rueda de lado a lado.

—Solo un empujoncito —dice—. Para ayudarme a empezar.

Jules suspira. Le tienta decirle que no. Debería decir que no. Pero el capullo sin florecer es como una picazón que necesita que la rasquen. El pobre ya está muerto, de todas formas, cortado de su planta de origen en el invernadero. No puede permitir que se marchite todavía verde.

—Focaliza —le dice—. Junto a mí.

—Mm-hmm —asiente Arsinoe.

No tarda mucho. Apenas un pensamiento. Un susurro. El capullo explota como la cáscara de una legumbre en aceite caliente, y una rosa roja de pétalos gruesos y elegantes se desenvuelve en la mano de Arsinoe. Es brillante como la sangre y huele a verano.

—Listo —dice Arsinoe, depositando la rosa sobre la nieve—. Y nada mal, tampoco. Creo que yo hice la mayoría de los pétalos del centro.

—Hagamos otra —responde Jules, bastante segura de que fue ella quien hizo todo. Quizás deberían probar algo distinto. Vio unos estorninos camino arriba, desde la casa. Podrían convocarlos para que llenen las ramas desnudas alrededor del claro. Miles de ellos, hasta que no quede ningún estornino en el Manantial del Lobo, y los árboles bullan de pájaros negros y manchados.

La bola de nieve de Arsinoe golpea a Camden en la cabeza, pero Jules lo siente igual: la sorpresa y un dejo de irritación mientras la gata se sacude los copos del pelaje. La segunda bola golpea a Jules en el hombro, justo como para que la nieve se abra paso hasta el cuello tibio del abrigo. Arsinoe se ríe.

—¡Eres tan infantil! —le grita Jules, enojada, y Camden gruñe y da un salto.

Arsinoe apenas logra esquivar la agresión. Se cubre el rostro con el brazo y se agacha, y las garras de la puma le pasan por encima.

—¡Arsinoe!

Camden retrocede y se escabulle, avergonzada. Pero no es su culpa. Siente lo que Jules siente. Sus acciones son las acciones de ella.

Jules corre hasta la reina y la inspecciona rápidamente. No hay sangre, tampoco marcas de garras, ni está desgarrado el abrigo de Arsinoe.

—¡Perdón!

—Está todo bien, Jules. —Arsinoe le apoya una mano tranquilizadora en el hombro, pero los dedos tiemblan. —No fue nada. ¿Cuántas veces nos empujamos la una a la otra de los árboles cuando éramos niñas?

—No es lo mismo. Esos eran juegos. —Jules mira a su puma arrepentida. —Cam ya no es una cachorra. Sus garras y dientes son filosos, y rápidos. Tengo que ser más cuidadosa de ahora en adelante. Lo prometo.

Los ojos se le agrandan.

—¿Eso es sangre en tu oreja?

Arsinoe se quita su gorra negra y tira hacia atrás su pelo oscuro, corto y enrulado.

—No. ¿Ves? Ni siquiera se acercó. Sé que nunca me harías daño, Jules. Ninguna de las dos.

Extiende la palma y Cam se desliza para que la acaricie. El ronroneo profundo es su forma de pedir disculpas.

—No fue mi intención —dice Jules.

—Lo sé. Todos estamos nerviosos. No lo pienses más. —Arsinoe vuelve a ponerse la gorra negra. —Y no le cuentes a la abuela Cait. Ya tiene suficiente de qué preocuparse.

Jules asiente. No necesita contarle a la abuela Cait para saber qué diría. O para imaginar la decepción y preocupación en su rostro.

Luego de dejar el claro, Jules y Arsinoe caminan más allá del embarcadero, a través de la plaza y hacia el mercado de invierno. Al pasar por la ensenada, Jules alza el brazo para saludar a Shad Miller, de pie en la popa de su barco, recién regresado de una incursión, que asiente un hola y muestra un grueso lenguado marrón. Su familiar, una gaviota, aletea con orgullo, aunque Jules duda de que haya sido el pájaro quien capturó al pescado.

—Espero que no me toque uno de esos —dice Arsinoe, señalando la gaviota. Esta mañana convocó a su familiar. Como ha hecho cada mañana desde que dejó la Cabaña Negra cuando era niña. Pero no se acercó nada.

Continúan por la plaza, Arsinoe pisa charcos fangosos y Camden remolonea detrás, infelices por dejar atrás la naturaleza polvorienta por el poblado de piedra fría. La fealdad del invierno sujeta con firmeza a Manantial del Lobo. Meses de congelamiento y descongelamientos parciales revistieron los adoquines con gravilla. La niebla cubre las ventanas, y la nieve está moteada de marrón luego de haber sido pisoteada por tantos pies cubiertos de barro. Junto a las nubes cargadas, el pueblo entero parece como visto a través de un vidrio oscuro.

—Cuidado —murmura Jules mientras pasan frente al almacén de las hermanas Martinson. Con la cabeza señala los canastos de fruta vacíos. Tres niños conflictivos se esconden debajo. Una de ellos es Polly Nichols, con la gorra de sarga de su padre. A los varones no los conoce. Pero sabe qué es lo que traman.

Cada uno de ellos tiene una piedra en la mano.

Camden se acerca a Jules y gruñe ruidosamente. Los niños escuchan. Los dos varones miran a Jules y empequeñecen, pero Polly Nichols entorna la mirada. Ha cometido una travesura por cada peca de su rostro; hasta su madre lo sabe.

—No arrojes eso, Polly —le ordena Arsinoe, pero solo lo empeora. Polly aprieta tanto los labios que desaparecen. Emerge de un salto entre los canastos y arroja la piedra con fuerza. Arsinoe la bloquea con la palma de la mano, pero la piedra se las arregla para rebotar y golpearle la cabeza.

—¡Auu!

Arsinoe apoya la mano donde golpeó la piedra. Jules aprieta los puños y lanza a Camden hacia los niños, determinada en aplastar a Polly contra los adoquines.

—Estoy bien, llámala de regreso —pide Arsinoe. Limpia el hilo de sangre que se desliza hacia su mandíbula—. Pequeños granujas.

—¿Granujas? ¡Son unos mocosos imbéciles! Deberían ser azotados. ¡Deja que Cam destroce la gorra de Polly, al menos!

Pero la llama a Cam, que se detiene en la esquina y sisea.

—¡Juillenne Milone!

Jules y Arsinoe se dan vuelta. Es Luke, el dueño y encargado de la pastelería y librería de Gillespie, elegante en su chaqueta marrón, su pelo rubio peinado hacia atrás, el rostro hermoso.

—Pequeña de estatura pero enorme de león —dice, y se ríe—. Entren a beber un té.

Al entrar Jules se pone en puntas de pie para aquietar la campana de bronce sobre la puerta. Sigue a Luke y a Arsinoe tras los altos estantes verdeazules y luego escaleras arriba hasta el descanso, donde una mesa está servida con sándwiches y una bandeja con rebanadas de una mantecosa torta amarilla.

—Siéntense —dice Luke, y se dirige a la cocina en busca de la tetera.

—¿Cómo supiste que veníamos? —pregunta Arsinoe.

—Tengo una buena vista de la colina. Disculpen las plumas. Hank está mudando.

Hank es el familiar de Luke, un hermoso gallo verde y negro. Arsinoe sopla una pluma fuera de la mesa y se estira hacia el plato de pastelitos. Toma uno y lo observa.

—¿Esos pedacitos negros y brillantes son patas? —le pregunta Jules.

—Y caparazones —contesta Arsinoe. Pastelitos de escarabajos, para ayudar a Hank a que le crezcan nuevas plumas—. Pájaros —musita, y deja el pastelito a un costado.

—Tú solías querer un cuervo, como Eva —le recuerda Jules.

Eva es la familiar de Cait, la abuela de Jules. Un enorme y bello cuervo negro. La madre de Jules, Madrigal, también tiene un cuervo. Su nombre es Aria y tiene huesos más delicados que los de Eva, y es mucho más malhumorada, como la propia Madrigal. Durante mucho tiempo Jules pensó que también tendría un cuervo. Solía observar los nidos, esperando que un polluelo negro y suave cayera en sus manos ahuecadas. Sin embargo, secretamente también deseó un perro, como Jake, el spaniel blanco de su abuelo Ellis. O el sabueso color chocolate de su tía Caragh. Ahora, por supuesto, no cambiaría a Camden por nada.

—Me parece que me gustaría una liebre veloz —dice Arsinoe—. O un mapache astuto de máscara negra, que me ayude a robar las almejas fritas de Madge.

—Tendrás algo mucho más grande que un conejo o un mapache —dijo Luke—. Eres una reina.

Arsinoe y él le echan una mirada a Camden, tan alta que su cabeza y hombros sobrepasan la mesa. Familiar de la reina o no, nada podría ser más grandioso que un puma.

—Quizás un lobo, como la reina Bernadine —dijo Luke. Le sirve té a Jules y agrega crema y cuatro cucharadas de azúcar. Té para niños, como a ella le gusta pero no le permiten en casa.

—Otro lobo en Manantial del Lobo —musita Arsinoe mientras mastica un poco de torta—. A esta altura, me contentaría con tener… uno de los escarabajos de los pastelitos de Hank.

—No seas pesimista. Mi padre no tuvo el suyo hasta cumplir los veinte.

—Luke —dice Arsinoe, y se ríe—, las reinas sin dones no viven hasta los veinte.

Se estira en busca de un sándwich.

—Quizás es por eso que mi familiar no se ha molestado —dice—. Sabe que estaré muerta, de cualquier manera, dentro de un año. ¡Oh!

Una gota de sangre cae en su plato. La roca de Polly le había dejado un corte escondido entre el cabello. Otra gota cae sobre el elegante mantel de Luke.

—Mejor me limpio esto —dice Arsinoe—. Lo siento, Luke. Voy a conseguir otro.

—Ni se te ocurra —dice Luke mientras ella va al baño. Apoya el mentón en las manos con tristeza—. Ella será la coronada en el Beltane de la primavera del año que viene, Jules. Espera y verás.

Jules observa el té, tan lleno de crema que está casi blanco.

—Primero tenemos que atravesar el Beltane de esta primavera —contesta.

Luke solo sonríe. Está tan seguro. Pero en las últimas tres generaciones, naturalistas más fuertes que Arsinoe han terminado muertas. Los Arron son demasiado poderosos. Su veneno siempre llega. E incluso si no lo hace, también tendrían que encargarse de Mirabella. Cada barco que parte al noreste de la isla regresa con historias sobre las feroces Tormentas de Shannon que sitian la ciudad de Rolanth, donde los elementales tienen su hogar.

—Tú únicamente tienes esperanzas, sabes —dice Jules—. Al igual que yo. Porque no quieres que Arsinoe muera. Porque la amas.

—Por supuesto que la amo —dice Luke—. Pero también creo. Creo que Arsinoe es la reina elegida.

—¿Cómo lo sabes?

—Solo lo sé. ¿Por qué otra razón la Diosa pondría una naturalista tan poderosa como tú para protegerla?

La celebración de cumpleaños de Arsinoe se realiza en la plaza del pueblo, bajo grandes tiendas blancas y negras. Cada año las tiendas se calientan con comida y demasiados cuerpos hasta que las solapas tienen que abrirse para que entre el aire del invierno. Cada año, la mayoría de los invitados ya están borrachos para antes del anochecer.

Mientras Arsinoe se abre paso, Jules y Camden la siguen de cerca. El ambiente es jovial, pero solo basta un segundo para que aparezca el whisky.

—Ha sido un invierno largo —Jules escucha que alguien dice—. Pero la locura fue suave. Es sorprendente no haber perdido más pescadores con un golpe de mástil en la cabeza.

Jules empuja a Arsinoe más allá de la conversación. Hay demasiada gente que ver antes de que puedan sentarse a comer.

—Estas están muy bien hechas —dice Arsinoe, y se inclina para oler un jarrón lleno de flores salvajes. El arreglo está compuesto con los rosas y púrpuras de la ortiga y de las exuberantes orquídeas, florecidas tempranamente gracias al talento naturalista. Es tan bonito como un pastel de bodas. Cada familia trajo su arreglo, y la mayoría trajo algunos más, para decorar las mesas de los que no tienen el don.

—Nuestra Betty las hizo este año —dice el hombre más cerca de Arsinoe. Sonriendo, le guiña un ojo a una niña ruborizada que parece de ocho años, que lleva un suéter negro recientemente tejido y un collar de cuero trenzado.

—¿No es así, Betty? Bueno, son las más bonitas de aquí, este año.

Arsinoe sonríe, y Betty le agradece, y si alguien nota que una niñita puede hacer florecer de un modo tan elegante cuando la reina no puede ni abrir una rosa, nadie lo demuestra.

Los ojos de Betty se iluminan cuando encuentran a Camden, y la enorme gata se acerca para dejarse acariciar. El padre de la niña se queda mirando. Asiente respetuosamente en dirección a Jules cuando ellas se retiran.

Los Milone son los naturalistas más prósperos de Manantial del Lobo. Sus campos son ricos y sus huertos abundantes. Su bosque está lleno de presas. Y ahora tienen a Jules, la naturalista más poderosa en sesenta años, según se dice. Por estas razones y otras, fueron elegidos para educar a la reina naturalista y deben afrontar todas las responsabilidades que ello acarrea, lo que incluye oficiar de anfitriones para los miembros del Concilio que lleguen de visita. Algo que no les sale con naturalidad.

Dentro de la tienda principal, los abuelos de Jules se sientan a cada lado de la huésped de honor, Renata Hargrove, una miembro del Concilio Negro enviada desde la lejana capital de Indrid Down. Madrigal debería estar allí, también, pero su asiento está vacío. Ha desaparecido, como siempre. Pobres Cait y Ellis. Atrapados en sus sillas. Al abuelo Ellis le dolerán las mejillas, más tarde, de tanto mantener una sonrisa falsa. En su falda, su pequeño spaniel, Jake, sonríe de una manera que más que amistosa es puro diente.