Un trono oscuro - Kendare Blake - E-Book

Un trono oscuro E-Book

Kendare Blake

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Beschreibung

Segundo libro de la saga Tres coronas oscuras La batalla por la corona ha comenzado, pero ¿cuál de las tres hermanas prevalecerá? Tras los inolvidables sucesos del Avivamiento y en pleno Año de la Ascensión, la suerte está echada. Katharine, considerada la más débil de las hermanas, parece más fuerte que nunca. Arsinoe, después de descubrir la verdad sobre sus poderes secretos, necesita aprender cómo aprovecharlos sin que nadie se dé cuenta. Y Mirabella, la hermana elemental que ya todos creían la próxima Reina Coronada, recibe ataques que ponen en riesgo a quienes la rodean, sin que pueda hacer nada por evitarlos. En esta cautivadora secuela de la saga Tres Coronas Oscuras las reinas más mortíferas de Fennbirn deben enfrentarse a la única cosa que se interpone en el camino de la corona: la una a la otra.

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Un trono oscuro

Un trono oscuro

Kendare Blake

Índice de contenido

Portadilla

Legales

Un trono oscuro

Blake, Kendare

Un trono oscuro / Kendare Blake. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2018.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Martín Felipe Castagnet.ISBN 978-987-609-720-8

1. Narrativa Infantil y Juvenil Estadounidense. I. Castagnet, Martín Felipe, trad. II. Título.

CDD 813.9282

© 2017, Kendare Blake Título en inglés: One Dark Throne © 2018, Editorial Del Nuevo Extremo S.A. A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina Tel / Fax (54 11) 4773-3228 e-mail: [email protected] www.delnuevoextremo.com Imagen editorial: Marta Cánovas Traducción: Martín Felipe Castagnet Adaptación de tapa: WOLFCODE Diagramación interior: ER Correcciones: Diana Gamarnik

Primera edición en formato digital: abril de 2018

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-609-720-8

ELENCO DE PERSONAJES

INDRID DOWN

Ciudad Capital. Hogar de la reina Katharine

LOS ARRON

Natalia Arron

Matriarca de la familia Arron. Cabeza del Consejo Negro

Genevieve Arron

Hermana menor de Natalia

Antonin Arron

Hermano menor de Natalia

Pietyr Renard

Sobrino de Natalia por su hermano Christophe

ROLANTH

Hogar de la reina Mirabella

LOS WESTWOOD

Sara Westwood

Matriarca de la familia Westwood. Afinidad: agua

Bree Westwood

Hija de Sara Westwood, amiga de la reina. Afinidad: fuego

MANANTIAL DEL LOBO

Hogar de la reina Arsinoe

LOS MILONE

Cait Milone

Matriarca de la familia Milone. Familiar: Eva, un cuervo

Ellis Milone

Esposo de Cait y padre de sus hijos. Familiar: Jake, un spaniel blanco

Caragh Milone

Hija mayor de Cait, desterrada a la Cabaña Negra. Familiar: Juniper, un sabueso marrón

Madrigal Milone

Hija menor de Cait. Familiar: Aria, un cuervo

Juillenne “Jules” Milone

Hija de Madrigal. La naturalista más poderosa en décadas y amiga de la reina. Familiar: Camden, una gata montesa

LOS SANDRIN

Matthew Sandrin

El mayor de los hijos de Sandrin. Antiguo prometido de Caragh Milone

Joseph Sandrin

Hijo de Middle Sandrin. Amigo de Arsinoe. Desterrado al continente por cinco años

OTROS

Luke Gillespie

Propietario de la librería Gillespie. Amigo de Arsinoe. Familiar: Hank, un gallo verdinegro

William “Billy” Chatworth Jr.

Hermano adoptivo de Joseph Sandrin. Pretendiente de las reinas

EL TEMPLO

Alta Sacerdotisa Luca

Sacerdotisa Rho Murtra

Elizabeth

Iniciada y amiga de la reina Mirabella

EL CONSEJO NEGRO

Natalia Arron, envenenadora

Genevieve Arron, envenenadora

Lucian Arron, envenenador

Antonin Arron, envenenador

Allegra Arron, envenenadora

Paola Vend, envenenadora

Lucian Marlowe, envenenador

Margaret Beaulin, tiene el don de la guerra

Renata Hargrove, sin dones

MANSIÓN GREAVESDRAKE

Natalia Arron vigila con ojo crítico el regreso de su hermana a Greavesdrake. Genevieve fue exiliada de la casa solo por unos meses, pero a juzgar por los baúles que cargan los criados, uno pensaría que fueron años.

—Al fin podré dormir en mi propia cama —dice Genevieve. Respira hondo. El aire de la mansión huele a madera aceitada, a libros y a un sabroso guiso envenenado que hierve en la cocina.

—Tu cama en la ciudad también es tuya —dice Natalia—. No hagas como si fuera un sufrimiento.

Estudia a su hermana menor por el rabillo del ojo. Las mejillas de Genevieve están sonrojadas y sus ojos lilas resplandecen. El cabello largo y rubio le cae más allá de los hombros. La gente dice que es la más hermosa de las hermanas Arron. Si tan solo supieran qué pensamientos siniestros anidan en esa cabeza.

—Ahora que estás en casa —le dice—, demuestra tu utilidad. ¿Qué susurran en el Concilio?

—Repiten lo que ordenaste. Que la reina Katharine sobrevivió al ataque del oso de la reina Arsinoe y se escondió con astucia hasta que pasó el peligro. Pero aun así han escuchado los rumores.

—¿Qué rumores?

—Disparates, la mayoría —responde Genevieve, despreciándolos con un gesto. Pero Natalia frunce el ceño. Los chismes terminan siendo reales si se repiten demasiado.

—¿Qué clase de disparates?

—Que Katharine no sobrevivió. Algunos incluso dicen que la vieron morir, y otros dicen que la vieron tal como regresó a casa: grisácea, cubierta de barro, chorreando sangre de la boca. La están llamando Katharine la Zombi. ¿Puedes creerlo?

Natalia echa una carcajada y se cruza de brazos. Es ridículo. Pero aun así no le gusta.

—¿Pero qué fue lo que le ocurrió los días que estuvo perdida? —pregunta Genevieve—. ¿Tampoco tú sabes?

Natalia recuerda esa noche, cuando regresó Katharine, cubierta de tierra y sangrando por múltiples heridas. Muda en el vestíbulo, el pelo negro y mugriento tapándole la cara. Parecía un monstruo.

—Sé lo suficiente —dice, y le da la espalda.

—Afirman que está cambiada. ¿Cómo es eso? ¿Está lo suficientemente recobrada como para volver al entrenamiento en venenos?

Natalia traga saliva. El entrenamiento en venenos no será necesario. Pero no dice nada: inclina la cabeza y guía a Genevieve hasta el salón, en busca de Kat, para que su hermana pueda verla con sus propios ojos.

Caminan juntas por el interior de la mansión, la luz suavizada por las cortinas pesadas y el cada vez más apagado ruido de los criados que entran los baúles.

Genevieve guarda los guantes de viaje en el bolsillo de sus pantalones y se sacude una supuesta suciedad del muslo. Se ve muy elegante con su suave chaqueta de cornalina.

—Tanto que hacer. Los pretendientes llegarán mañana.

A Natalia se le tuerce la boca. Pretendientes. Pero solo uno solicitó el primer cortejo con Katharine. El chico del pelo dorado, Nicolas Martel. A pesar de la potente exhibición de Katharine durante el banquete envenenado de Beltane, los otros pretendientes eligieron cortejar a Arsinoe.

Arsinoe, con la cara llena de cicatrices, pantalones con el ruedo deshilachado y el pelo corto y descuidado. Nadie puede sentir atracción por eso. Deben estar interesados en el oso.

—¿Quién hubiera pensado que nuestra reina solo tendría un solicitante? —dice Genevieve, leyendo el rostro agrio de su hermana.

—No tiene importancia. Nicolas Martel es lo mejor de ese grupo. Si no fuera por nuestra longeva alianza con el padre de Billy Chatworth, él sería mi primera opción.

—Billy Chatworth está totalmente perdido por la Reina Oso —murmura Genevieve—. La isla entera lo sabe.

—Hará lo que su padre le ordene —la calla Natalia—. Y no llames a Arsinoe la Reina Oso. No queremos que ese apodo se instale.

Pasan de largo la escalera de Katharine.

—¿No está en sus habitaciones? —pregunta Genevieve.

—Últimamente es imposible saber dónde está.

Una doncella que carga un jarrón con adelfas en flor se detiene para hacerles una reverencia.

—¿Dónde se encuentra la reina? —pregunta Natalia.

—En el jardín de invierno —responde la chica.

—Gracias —dice Genevieve. Luego le arranca el gorro que cubría las raíces castañas bajo la tintura rubia de los Arron—. Ahora vete y atiende tu pelo.

El jardín de invierno está iluminado, con muchas ventanas al descubierto. Pintura blanca en las paredes, almohadones de colores en el sofá. No parece parte de la casa Arron y generalmente está deshabitado, a menos que tengan que entretener huéspedes. Pero allí es donde Natalia y Genevieve encuentran a Katharine, silbando y rodeada de paquetes.

—Mira quién está en casa —dice Natalia.

Katharine cierra una caja hermosa y púrpura. Luego las mira con una sonrisa que le cubre el rostro.

—Genevieve, es bueno tenerlos a ti y a Antonin de vuelta en Greavesdrake.

Genevieve se queda boquiabierta. No veía a Katharine desde el día siguiente a su regreso. Entonces seguía hecha un desastre: todavía sucia y con las uñas rotas.

Mientras su hermana observa a Katharine, a Natalia no le cuesta imaginar lo que debe estar pensando. ¿Dónde está la jovencita con ojos grandes e inocentes y el pelo firmemente atado? ¿La chica raquítica que inclinaba la cabeza y solo se reía si otro lo hacía primero?

Pero donde sea que esté la vieja Katharine, no es aquí.

—Antonin —murmura Genevieve cuando recupera la voz—. ¿Ya ha llegado?

—Por supuesto —responde Natalia—. Fue al primero que convoqué.

Todavía aturdida por la impresión, Genevieve ni siquiera arruga la cara. Katharine se le acerca y la toma de las muñecas; si advierte cómo Genevieve se sobresalta ante un gesto tan poco característico de su parte, no lo muestra. Solo sonríe y la arrastra hasta el centro del jardín de invierno.

—¿Te gustan mis regalos? —pregunta Katharine, señalando los paquetes. Son todos preciosos, envueltos en papeles de colores y atados con lazos de seda o terciopelo blanco.

—¿De quién son? ¿De los pretendientes?

—No “de quién” sino “para quién”. Una vez que haya terminado de darles los últimos retoques, serán enviados a Rolanth para mi querida hermana Mirabella —dice mientras acaricia el lazo más cercano con un dedo enguantado.

—¿Nos dirás qué contienen —pregunta Natalia— o tenemos que adivinar qué hay adentro?

Katharine echa hacia atrás un bucle.

—Adentro encontrará muchas cosas. Guantes envenenados. Joyas ponzoñosas. Un bulbo de crisantemo disecado y pintado con toxinas, para tomar un té mortal.

—No van a funcionar —dice Genevieve—. Los revisarán. No puedes matar a Mirabella con regalos envenenados, por más hermosamente envueltos que estén.

—Casi matamos a esa naturalista con un regalo hermosamente envuelto —contesta Katharine, en voz baja, y suspira—. Pero probablemente tengas razón. Son solo para divertirme.

Natalia mira los paquetes. Hay más de una docena, de varias formas y colores. Cada uno será enviado por separado. Los correos serán reemplazados varias veces, en diferentes ciudades, antes de llegar a Rolanth. Requieren demasiado esfuerzo como para ser solo una diversión.

Katharine termina de escribir una etiqueta con espirales y estrellas de tinta negra, se sienta en el sofá blanco y dorado y toma un puñado de bayas de belladona. Se llena la boca, el jugo le chorrea por los costados. Genevieve jadea. Gira en dirección a Natalia, pero no hay nada que explicar. Cuando Katharine se recobró de sus heridas, le tomó el gusto a los venenos y comenzó a devorarlos.

—¿Todavía no hay noticias sobre Pietyr? —pregunta, limpiándose el jugo del mentón.

—No. Y no sé qué decirte. Le escribí después de tu regreso, para convocarlo. También le escribí a mi hermano para que me diga qué es lo que lo está demorando. Pero tampoco tuve respuesta de Christophe.

—Entonces le escribiré a Pietyr yo misma —decide Katharine. Se lleva una mano enguantada al estómago cuando las bayas comienzan a hacer efecto. Si se hubiera despertado su don, el veneno no le causaría dolores. Aun así parece capaz de resistir mucho más de lo que hubiera podido antes, ingiriendo tanto veneno que cada comida es como un Gave Noir. Sonríe radiante—: Tendré la carta lista para esta noche, antes de salir hacia el templo.

—Buena idea —responde Natalia—. Estoy segura de que serás capaz de persuadirlo.

Le hace una seña a su hermana para abandonar el jardín de invierno. Pobre Genevieve. No sabe cómo comportarse. Sin duda querría ser cruel y pellizcar a la reina, o abofetearla, pero la reina que tienen ante ellas devolvería la bofetada. Genevieve frunce el ceño y hace una reverencia torpe.

—¿Se despertó su don? —susurra una vez que están en las escaleras—. La forma en que comió esas bayas. Pero pude sentirle las manos hinchadas bajo los guantes…

—No sé —responde Natalia en voz baja.

—¿Puede ser que su don se esté desarrollando?

—Si es así, nunca vi uno que se desarrollara de esta manera.

—Si aún no tiene el don, debe tener cuidado. Demasiado veneno… podría lastimarse. Hacerse daño.

Natalia deja de caminar.

—Ya lo sé. Pero no parece detenerla.

—¿Qué le ocurrió? ¿Dónde estuvo todos esos días?

Natalia recuerda a la chica que cruzó su puerta, helada y grisácea. A veces ve esa figura en sueños, acercándose a su cama con la rigidez de un cadáver. Natalia se estremece. A pesar del calor del verano, ansía un fuego y una manta sobre los hombros.

—Quizás sea mejor no saber.

La carta de Katharine a Pietyr consiste solo en unas pocas líneas.

Querido Pietyr,

Regresa a mí ya mismo.

No tengas miedo.

No te demores.

Tuya,

Reina Katharine

Pobre Pietyr. Le gusta imaginarlo escondido en algún lugar. O corriendo a través de ramas que duelen como latigazos, como hizo ella la noche en que se encontraron junto al Dominio de Breccia. La noche en que la tiró al abismo.

—Debo ser cuidadosa con mis palabras, Dulzura —le dice con una sonrisa a la serpiente que le rodea el brazo—. Así él piensa que sigo siendo su pequeña y gentil reina. No tengo que asustarlo.

Probablemente Pietyr cree que será encarcelado en una celda del Volroy en cuanto regrese. Que ella le pedirá a una guardiacárcel que le rompa la cabeza contra la pared. Pero Katharine no le ha contado a nadie lo que él hizo esa noche. Y no planea hacerlo. Le contó a Natalia que cayó en el Dominio de Breccia por accidente cuando huía aterrorizada del oso de Arsinoe.

Mira por la ventana desde el escritorio. Al este, justo al límite de las Colinas Pedregosas, la ciudad capital de Indrid Down brilla en el resplandor de la última tarde. En el centro, las agujas gemelas del Volroy se acercan al cielo; el gran castillo fortificado eclipsa todo el resto. Incluso las montañas parecen jorobadas, retrocediendo como trolls frente a la luz.

Las bayas de belladona le retuercen el estómago, pero no se permite ni una mueca. Hace más de un mes que tuvo que trepar desde lo profundo del corazón de la isla con solo sus uñas, y ahora puede soportar lo que sea.

Abre la ventana. Estos días su habitación huele un poco a enfermedad y otro poco a los animales en los que prueba sus venenos. El cuarto está lleno de pequeñas jaulas con pájaros y roedores, sobre la mesa y contra la pared. Algunos yacen muertos, esperando ser desechados.

Golpetea una jaula en la esquina de su escritorio para obligar a salir a un ratón. Está tuerto y prácticamente pelado por los venenos que Katharine le estuvo frotando. Le ofrece una galleta a través de los barrotes de la jaula, y el ratón se acerca, temeroso.

—Antes yo era un ratoncito —dice, y se quita el guante. Introduce la mano en la jaula y acaricia las ancas peladas del roedor—. Ya no.

MANANTIAL DEL LOBO

Arsinoe y Jules están cortando papa colorada en la cocina cuando Ellis, el abuelo de Jules, entra apresurado por la puerta trasera; lo acompaña su familiar, Jake, un spaniel blanco. Arquea las cejas y levanta un sobre oscuro con el sello del Concilio Negro.

La abuela Cait deja de picar hierbas y se sopla el cabello lejos de su cara. Luego las tres mujeres continúan con sus tareas.

—¿Es que nadie quiere leer lo que dice? —pregunta Ellis. Deja el sobre en la mesa y levanta a su spaniel para que pueda oler las papas.

—¿Para qué? —resopla Cait—. Podemos adivinar lo que dice. ¿Podrías ahora ponerme cuatro yemas de huevo en ese cuenco?

Ellis apoya a Jake en el suelo y abre el sobre.

—Señalan que todos los pretendientes solicitaron primer cortejo con la reina Katharine.

—Eso es mentira —murmura Jules.

—Puede que así sea. Pero poco importa. Dice que tenemos que darle la bienvenida a los pretendientes Thomas “Tommy” Stratford y Michael Percy.

—¿Dos? —Arsinoe arruga la cara—. ¿Por qué dos? ¿Por qué no ninguno?

Jules, Cait y Ellis intercambian miradas. Más de un pretendiente a la vez es un gran elogio. Antes de la exhibición del oso en el festival de Beltane, nadie esperaba que Arsinoe recibiera ninguna solicitud de primer cortejo, menos aún dos.

—Deben estar por llegar —sigue Ellis—. Y quién sabe cuánto tiempo se quedarán si les gustas.

—Entonces se irán durante la primera semana —contesta Arsinoe, y rebana una papa en dos.

Jules toma la carta.

—Tommy Stratford y Michael Percy.

La mayor parte del festival Beltane es un borrón, pero esos fueron los que llegaron juntos en una barca la noche del Desembarco. No paraban de reírse. Billy quería acogotarlos.

Arsinoe tira el cuchillo sobre la mesada y mete todas las papas cortadas en un plato de madera.

—Listo, Cait. ¿Y ahora qué hago?

—Y ahora sal de esta casa. No puedes esconderte para siempre en mi cocina.

Arsinoe se hunde en su silla. La gente de Manantial del Lobo no se cansa de su Reina Oso. La rodean en el mercado y le preguntan por el gran oso pardo. Le regalan enormes peces plateados y esperan que ella también los devore. Crudos, delante de los ojos de todos. No saben que el oso fue una farsa ideada para bailar en el escenario del festival Beltane como un muñeco tirado de sus hilos. No saben que Jules era quien lo controlaba, con un hechizo de magia inferior. Únicamente la familia, Joseph y Billy lo saben. E incluso menos saben el secreto más importante de Arsinoe: que en realidad no es una naturalista sino una envenenadora, y que descubrió su don cuando ella y Jules ingirieron dulces envenenados de Katharine. Jules estuvo al borde de la muerte, y el daño la dejó con una renguera y dolores constantes. Arsinoe ni siquiera se enfermó.

Ese secreto solo lo saben ella, Jules y Joseph.

—Vamos —dice Jules. Le palmea en el hombro y se levanta con dificultad. Junto a ella, su gata montesa, Camden, sacude el hombro que le quebró el primer falso familiar de Arsinoe, el oso enfermo que desfiguró la cara de la reina. No pasaron ni dos meses entre la lesión de Camden por ese ataque y la de Jules por el veneno. Como si la Diosa hubiera dispuesto cruelmente que hicieran juego.

—¿Adónde vamos? —pregunta Arsinoe.

—Fuera del paso —responde Cait mientras tira restos de comida en los cuencos de los cuervos familiares, Aria y Eva. Los pájaros sacuden la cabeza en agradecimiento, y Cait baja la voz para preguntarle a Jules—: ¿Necesitas un poco de té de corteza de sauce antes de salir?

—No, abuela. Estoy bien.

Ya en el patio, Arsinoe sigue a Jules más allá del gallinero; ella y Camden estiran sus doloridos miembros al sol. Arsinoe se acerca a una pila de leña.

—¿Qué estás buscando? —pregunta Jules.

—Nada.

Pero Arsinoe regresa con un libro, la portada verde sucia con leña. Lo levanta y lo limpia; Jules frunce el ceño. Es un libro de plantas venenosas, tomado discretamente de una de las estanterías de la librería de Luke.

—No deberías meterte con eso —dice Jules—. ¿Y si alguien te ve leyéndolo?

—Van a pensar que estoy tratando de vengarme por lo que te hicieron.

—No se lo van a creer. ¿Leer un libro para envenenar mejor que un envenenador? Ni siquiera puedes envenenar a uno, ¿no?

—Di “envenenar” una vez más, Jules.

—Lo digo en serio, Arsinoe —baja la voz aunque están solas en el patio—. Si alguien descubre lo que realmente eres, perderemos la única ventaja que tenemos. ¿Eso es lo que quieres?

—No —responde calladamente. No sigue discutiendo, cansada de escucharla hablar sobre ventajas y estrategias. Jules ha estado considerando todas las opciones tras el ataque, incluso antes de poder levantarse de la cama.

—Suenas dubitativa.

—Lo estoy. No quiero matarlas. Y no creo que ellas realmente quieran matarme a mí.

—Pero lo harán.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cada reina que hemos tenido lo ha hecho. Desde el comienzo de los tiempos.

Arsinoe aprieta los dientes. Desde el comienzo de los tiempos. Esa vieja parábola, que la Diosa enviaba dones gracias al sacrificio de las reinas, trillizas destinadas a la isla desde la época en que la gente todavía se agrupaba en tribus salvajes. La más fuerte mataba a sus hermanas y esa sangre alimentaba la isla. Luego reinaba hasta que la Diosa enviaba nuevas trillizas, que crecían, mataban y alimentaban la isla. Dicen que antes era instintivo, el impulso a matarse mutuamente, como los ciervos que entrechocan sus cornamentas en el otoño. Pero es solo un cuento.

—¿Arsinoe? Sabes que lo harán. Te matarán lo quieran o no. Incluso Mirabella.

—Piensas eso únicamente por Joseph. Pero ella no lo sabía… ni tampoco pudo evitarlo.

Fue mi culpa, casi le dice, pero todavía no puede hacerlo, incluso después de todo lo que les costó. Todavía sigue siendo una cobarde.

—No es por eso —contesta Jules—. Además, lo que pasó con Joseph… fue un error. No está enamorado de ella. Nunca se alejó de mí durante el envenenamiento.

Arsinoe aparta la mirada. Sabe lo mucho que se ha esforzado Jules en creer eso. Y en perdonarlo.

—Quizás deberíamos huir —continúa Jules—. Escondernos hasta que una destruya a la otra. No van a esforzarse demasiado en buscarte cuando todavía se tienen ellas. ¿Para qué molestarse en buscar una perdiz cuando hay un ciervo en el claro? Estuve almacenando comida, por si acaso. Víveres. Podemos ir a caballo para alejarnos de aquí y luego intercambiarlos por provisiones y seguir a pie. Daremos vueltas en torno a la capital, nadie nos estará buscando allí. Y donde nos aseguraremos de enterarnos si alguna de ellas muere. —Jules la mira por el rabillo del ojo—. Para que conste, espero que sea Katharine la que muera primero. Será más fácil envenenar a Mirabella si ella piensa que ya no corre ese riesgo.

—¿Y si Mirabella muere primero? —pregunta Arsinoe, y Jules alza los hombros.

—Acercarse a ella y acuchillarla en la garganta, supongo. No puede lastimarte.

Arsinoe suspira. Demasiados riesgos, sin importar cuál de las reinas cae primero. Mirabella podría matarla inmediatamente, sin un oso para defenderla, pero si Katharine la lastimara con una hoja envenenada, su secreto saldría a la luz. Incluso si ganara, los Arron la reclamarían como propia, y ella sería otra reina envenenadora sentada en el trono.

Debe haber alguna forma, piensa, de escaparse de todo esto.

Si tan solo pudiera hablar con ellas. Incluso si fuera obligándolas. Si pudiera forzar un punto muerto para que las encerraran juntas en la torre. Si tan solo pudiera hablar, todo sería diferente.

—Tienes que deshacerte de ese libro —insiste Jules, testaruda—. No lo puedo soportar.

Arsinoe esconde con culpa el libro bajo su chaleco.

—¿Cómo te sentirías si te pidiera que escondas a Camden? Si odias a los envenenadores, me odias a mí.

—No es cierto. Eres una de nosotros. ¿No fuiste criada como una naturalista todo este tiempo? ¿No eres una naturalista de corazón?

—Soy una Milone —dice Arsinoe—. De corazón.

Arsinoe se agacha y aparta el follaje de la pradera al norte del estanque Cornejo. A Jules la envió al pueblo, a la Cabeza del León, en busca de Joseph y Billy. Le dijo que la seguiría en cuanto escondiera el libro de venenos, pero le mintió. En cuclillas, busca entre los pastos largos hasta que encuentra lo que está buscando: un manojo de cicuta de flores blancas.

El veneno que le envió Katharine, y que también ingirió Jules, supuestamente contenía cicuta. Según el libro, causa una muerte pacífica a medida que paraliza el cuerpo de abajo hacia arriba.

—Una muerte pacífica —murmura. Pero lo que provocó no fue misericordioso, al estar combinado con los otros venenos que Katharine debe haberle agregado. Fue algo terrible: lento, dañino y cruel con Jules.

—¿Por qué lo hiciste, hermanita? —se pregunta Arsinoe en voz alta—. ¿Es porque estabas enojada? ¿Porque pensaste que te arrojé el oso encima?

Pero la Katharine de su cabeza no responde.

La pequeña Katharine. Cuando eran niñas, su cabello era el más largo. Y el más brillante. Su rostro tenía los ángulos más elegantes. Le gustaba nadar boca arriba en el arroyo junto a la cabaña, el pelo flotando en torno a su cabeza como un nubarrón negro. Mirabella le enviaba olas, y Katharine se reía una y otra vez.

Arsinoe piensa en el rostro de Jules, desfigurado por el dolor. No debe menospreciar a la pequeña Katharine.

Impulsivamente se agacha y arranca la cicuta de raíz. Al fin y al cabo, no debería encariñarse con esos recuerdos, No lo haría si no fuera por Mirabella y su sentimentalismo estúpido, obligándola a recordar cosas que quizás ni siquiera ocurrieron.

—Y si ocurrieron —murmura—, Jules tiene razón.

Antes de que el año se acabe, dos de ellas estarán muertas. Dubitativa o no, no quiere ser una.

Huele las flores de cicuta. El aroma es horrible, pero se las mete en la boca. Mientras mastica, advierte un nuevo sabor entre los jugos rancios.

La cicuta no sabe bien. Sin embargo, tienen un gusto… reconfortante. Lo que siente cuando mastica venenos debe ser lo que siente Jules cuando hace madurar una manzana o Mirabella cuando convoca al viento.

—Dentro de poco voy a terminar durmiendo la siesta sobre un lecho de hiedra venenosa —dice Arsinoe, y se ríe mientas se come la última de las flores—. Quizás ya sea demasiado.

—¿Qué sería demasiado?

Arsinoe se aleja rápidamente de la planta de cicuta. Deja caer los tallos y los esparce con el pie.

—Por la santa Diosa, Junior —lo reta—. Sí que sabes cómo sobresaltar a alguien.

Billy sonríe y se alza de hombros. Nunca parece tener demasiado que hacer y siempre se las arregla para encontrarla. Arsinoe se pregunta si ese será algún don de los continentales. El don de ser un metido.

—¿Qué estás haciendo? ¿No será magia inferior?

—Cait me mandó a buscar zarzamoras —miente. Las zarzamoras ni siquiera están en temporada.

—No veo ninguna. Tampoco una cesta para llevarlas.

—Eres un dolor en el trasero —murmura Arsinoe.

—Igual que tú —responde riéndose.

Arsinoe camina unos pasos, alejándolo de la cicuta.

—Está bien, lo siento. ¿Qué estás haciendo aquí? Pensé que estarías con Joseph y Jules en la Cabeza del León.

—Necesitan estar a solas. —Billy arranca una brizna gruesa y la aprieta entre los pulgares para poder silbar—. Y Jules dice que tienes novedades de tus pretendientes.

—Y por eso viniste corriendo —contesta ella, y la sonrisa le levanta un poco la máscara laqueada que le cubre las cicatrices del rostro.

—No vine corriendo. Sabía que esto iba a ocurrir. Sabía que vendrían por ti una vez que vieran al oso. Una vez que te vieran en esa colina durante el Desembarco.

—Y todos los demás también lo sabían. En el embarcadero están todos los barcos en fila, listos para ser lijados y vueltos a pintar. En Manantial del Lobo todos quieren aparentar que no les importa lo que piensan de ellos, pero es mentira.

Manantial del Lobo. Un pueblo duro, campesino y pesquero lleno de gente dura, campesina y salvaje. Valoran la tierra, el agua y el filo de sus hachas.

Arsinoe apoya las manos en las caderas y mira el prado en toda su extensión. Es hermoso. Manantial del Lobo es hermoso tal como es. No quiere verlo cambiado para agradar a unos huéspedes supuestamente ilustres.

—Tommy Stratford y Michael... algo. ¿Te preocupa que me gusten más que tú?

—Eso no es posible.

—¿Por qué? ¿Porque eres tan irresistible?

—No. Porque no te gusta nadie.

Arsinoe resopla.

—Tú sí que me gustas, Junior.

—¿Ah, sí?

—Pero tengo cosas más importantes en las que pensar ahora mismo.

Billy se había dejado crecer el pelo desde que llegó a la isla, y lo tiene lo suficientemente largo como para que el viento lo mueva un poco. Arsinoe se descubre preguntándose qué se sentirá acariciarlo con sus dedos, e inmediatamente se mete las manos en los bolsillos.

—Estoy de acuerdo —dice Billy, y se gira para mirarla a la cara—. Quiero que sepas que mandé una carta rehusándome a ver a tus hermanas.

—Pero tu padre… ¡estará furioso! Tenemos que detener esa carta. ¿La mandaste mediante pájaro o caballo? No digas barco. Jules no puede hacer regresar un barco.

—Es demasiado tarde, Arsinoe. Ya está hecho.

Se le acerca y le acaricia la mejilla de la máscara roja y negra. Estuvo con ella ese día, cuando Arsinoe los guio tontamente hacia un oso enfurecido. Esa vez trató de salvarla.

—Dijiste que no querías casarte conmigo —susurra Arsinoe.

—Digo demasiadas cosas.

Se inclina hacia ella. Sin importar cuántas veces diga que no hay que pensar en el futuro, Arsinoe imaginó este momento muchas veces. Mirándolo de reojo y preguntándose cómo serían sus besos. ¿Gentiles? ¿O torpes? ¿O serían como su risa, confiada y llena de picardía?

El corazón le late cada vez más rápido. Se acerca a él, y entonces recuerda la cicuta que todavía le recubre los labios.

—¡No me toques!

Lo empuja y Billy se cae al pasto.

—Ouch.

—Perdón —dice ella tímidamente, y lo ayuda a levantarse—. No quise hacer eso.

—¿El casi beso o el empujón? —Billy se sacude la ropa sin mirarla, las mejillas rojas de vergüenza—. ¿Hice algo mal? ¿Querías ser tú la que me besara? ¿Es así como se hace aquí? Porque no tendría problema con eso…

—No. —Arsinoe todavía puede sentir la cicuta en la garganta. Casi se olvida. Casi lo mata, y tan solo pensarlo la deja sin aire—. Perdón, es solo que no quiero. No ahora.

Jules y Joseph se terminan dos jarras de cerveza antes de aceptar que Billy no va a regresar con Arsinoe.

—Probablemente sea para mejor —dice Joseph—. Se hace tarde. Los borrachos van a pedirle que muestre al oso.

Jules arruga la cara. El oso fantasma se está volviendo un problema. En el pueblo no lo han visto desde la noche del Avivamiento; Arsinoe lo justifica diciendo que es demasiado violento y debe mantenerse alejado, en el bosque. Pero eso no va a dejarlos contentos por mucho tiempo.

—Bueno —dice Joseph mientras se levanta de la mesa—. ¿Vamos? ¿O quieres otra orden de almejas fritas?

Jules niega con la cabeza y caminan juntos hacia la calle. La luz de la tarde se está apagando y la ensenada Cabeza de Foca resplandece a través de las casas, un brillo cobalto y anaranjado. A medida que descienden, Joseph le toma la mano.

Tocarlo todavía le provoca a Jules un estremecimiento de placer, incluso si está contaminado por lo que pasó entre él y Mirabella.

—Joseph —le dice mientras levanta su mano—, tus nudillos.

Él se suelta y forma un puño. Sus nudillos están ajados y con costras de tanto trabajar los barcos.

—Siempre dije que nunca trabajaría en el astillero como mi padre y Matthew. Aunque no sé qué otra cosa podría hacer —suspira—. No es una mala vida, supongo. Es buena para ellos, ¿y quién soy yo para pensar distinto? Mientras que no te importe que huela a arenque.

Jules odia ver su rostro valiente y lo atrapado que se encuentra.

—No me importa. Y tampoco es para siempre.

—¿No?

—Claro que no. Solo hasta que Arsinoe sea coronada, ¿te acuerdas? Yo en su guardia y tú en su concilio.

—Ah —responde Joseph, y le pasa el brazo por los hombros—. Nuestro final feliz. Fui yo el que dije algo como eso, ¿no?

Caminan del brazo a través del callejón entre El Páramo y la Piedra y la Posada de los Lobos. Camden salta entre las cajas de madera llenas de botellas vacías.

—¿Adónde fue Arsinoe esta noche? —pregunta Joseph.

—Al árbol encorvado, probablemente. A encontrarse con Madrigal y hacer más magia inferior.

—Madrigal está con Matthew. Se encontró con él en cuanto bajó del Silbador.

Madrigal y Matthew. Esos dos nombres juntos le causan escalofríos. El romance de su madre con el hermano mayor de Joseph ya debería haberse terminado. Al menos Matthew debería haber recuperado la cordura. Ya debería haberse darse cuenta de lo inestable que es Madrigal. Debería haber recordado que todavía ama a la tía Caragh, exiliada en la Cabaña Negra o no.

—Tendrían que terminar con eso.

—Quizás. Pero no lo harán. Me dice que la ama, Jules.

—Solo con los ojos —escupe ella—. No con el corazón.

Joseph prácticamente se estremece, y Jules mira de reojo su perfil atractivo y varonil. Quizás así es como aman todos los hombres. Más con los ojos que con el corazón. Quizás no fueron la tormenta y las circunstancias, quizás no fue el delirio. La reina Mirabella recibe más miradas que ella, y quizás eso fue todo.

Dan vuelta la esquina al final del callejón, y un pequeño grupo sale de la puerta de El Páramo y la Piedra. Cuando lo ven a Joseph, se detienen.

Joseph vuelve a pasar el brazo por sobre el hombro de Jules.

—Sigue caminando.

Pero mientras pasan, la muchacha más cercana, envalentonada por el whisky, golpea a Joseph en la nuca. Cuando él se da vuelta, lo escupe en la camisa.

Joseph suelta un gruñido de disgusto, pero hace su mejor esfuerzo en sonreír.

Ya puede notar cómo Jules se enfurece.

—Está todo bien, Jules.

—No, no está todo bien —ladra la muchacha—. Vi lo que hiciste en el festival Beltane. Cómo protegiste a la reina elemental. ¡Traidor! ¡Continental!

Lo vuelve a escupir y se da vuelta para irse, pero antes le advierte:

—La próxima vez no te escupiremos. La próxima será un cuchillazo en las costillas.

—Ah, ya es demasiado —dice Jules, y Camden pega un salto. Derriba a la muchacha y la sujeta contra los adoquines con su zarpa sana.

La muchacha tiembla debajo de la gata montesa. La valentía del whisky ya se evaporó, pero aun así se las arregla para torcer la boca.

—¿Qué vas a hacer? —la desafía.

—El que toque a Joseph responde ante mí —contesta Jules—. Y también el que toque a la reina. O a su oso.

Hace una seña con la cabeza y el animal retrocede.

—No deberías protegerlo —dice uno de los amigos de la muchacha mientras la ayudan a levantarse.

—Desleal —farfulla otro, y retroceden hasta perderse en dirección a sus casas.

—No deberías haber hecho eso, Jules —dice Joseph cuando están a solas.

—No me digas qué debo y qué no debo hacer. Nadie te va a tocar mientras yo esté contigo. Nadie te va ni siquiera a mirar raro.

—Y tú te preocupabas que se vieran débiles, ambas con las patas lastimadas. Creo que ahora te esquivan incluso más que antes.

—Se dieron cuenta de que ahora estamos más malhumoradas —responde Jules secamente.

Joseph se le acerca y le coloca un mechón de pelo castaño detrás de la oreja. La besa con ternura.

—A mí no me pareces tan malhumorada.

ROLANTH

—¿Está todo listo? —pregunta Mirabella.

—Tu guardia y los carruajes de señuelo estarán listos para esta noche —responde la suma sacerdotisa Luca—. Aunque todos querrían que esperaras hasta la mañana para una despedida como te mereces.

A la reina Mirabella se le agita el corazón. Está sentada en uno de los pequeños sillones de Luca, hundida hasta el codo en almohadones de seda, y hace fuerza por aparentar tranquilidad. Pero ha estado esperando esta noche desde que Arsinoe la traicionó, arrojándole el oso durante el Avivamiento.

Se abre la puerta y entra Elizabeth. Cierra la puerta rápidamente para que no se filtren los ruidos del resto del templo. Ya no hay paz en el templo de Rolanth, salvo en las habitaciones personales de Luca. En todas partes están ocupados desde el amanecer hasta después de anochecer. El ábside revienta de visitantes que encienden velas para su reina elemental o dejan ofrendas de agua perfumada, teñida de azul brillante u oscuro. Las sacerdotisas están siempre ocupadas clasificando los regalos y los cajones de víveres que llegan todos los días a la ciudad; todo lo que necesitan para entretener lujosamente a los pretendientes que están por arribar.

Al menos Luca le dice que están clasificando, pero todo el mundo sabe que, desde la vuelta de Katharine, lo que hacen es chequear que no haya nada envenenado.

—Elizabeth —dice Luca—, ¿qué te demoró tanto? El té ya casi está frío.

—Perdone, Suma Sacerdotisa. Fui a buscar miel al apiario.

Apoya una jarrita sobre la mesa, llena de miel fresca todavía chorreando de un fragmento del panal. Luca toma una cucharada y endulza sus tazas; Elizabeth se limpia la suciedad de su túnica de iniciada y toma asiento. Tiene las mejillas sonrojadas, y una fina capa de sudor le recubre la frente bronceada.

—Hueles al jardín y al aire del verano —le dice Mirabella—. ¿Qué tienes en el bolsillo?

Elizabeth busca en su túnica y saca una pequeña pala terminada en un brazalete de cuero.

—La mandé hacer en el distrito central. La engancho directamente en mi muñón —dice, y levanta el brazo para que Mirabella pueda ver el extremo cicatrizado de su muñeca izquierda; las sacerdotisas le habían cortado la mano por ayudarla a escapar—. Puedo abrocharla con una sola mano, y hace que sea mucho más fácil cultivar los vegetales.

—Es maravilloso —responde Mirabella, pero sus ojos se demoran en la cicatriz.

Luca les alcanza las dos tazas de té.

—¿Salimos a la mañana, entonces? —pregunta Elizabeth, observando a Luca—. No se preocupe, Suma Sacerdotisa. Bree y yo nos aseguraremos de mantenerla a salvo hasta que encontremos a la reina Arsinoe en el bosque.

Mirabella se pone tensa.

—No necesito que me mantengan a salvo. Necesito encontrar a mi hermana y cumplir mi deber con ella. Y no voy a esperar a la mañana, Luca. Voy a partir esta noche.

Luca bebe un sorbo y esconde su sonrisa con la taza.

—Tanto tiempo esperé para que quisieras matar a tus hermanas. Y ahora pienso que te estás apurando demasiado.

—No me estoy apurando. Estoy lista. Arsinoe me mandó su oso, y mató a nuestra gente y a nuestras sacerdotisas. No puede quedar sin respuesta.

—Pero el Año de Ascensión apenas acaba de empezar. Podemos crearte oportunidades. Como los Arron seguramente se las van a crear a Katharine.

Mirabella aprieta los labios. Prácticamente fue criada por Luca, y le conoce ese tono de voz: sabe que la está poniendo a prueba.

—No voy a cejar en esto —responde—. Y esta Ascensión terminará más rápido de lo que esperan.

—Está bien, entonces. Al menos vete en mi yegua.

—¿Crujido? —pregunta Elizabeth.

—Sé que no es tan elegante como los caballos blancos del Templo —dice Luca—, ni tan hermosa como los caballos negros de los carruajes de señuelo que mandaremos a Indrid Down, pero es fuerte y rápida y ha sido mi montura de confianza por muchos años.

—Fuerte y rápida —reflexiona Mirabella—. Piensas que tendré que huir.

—No —responde Luca—. Pero igual debo tratar de protegerte en lo que pueda.

Estira el brazo para tomarle la mano cuando un grito atraviesa las paredes de la habitación. Las tres se ponen rápidamente de pie.

—¿Qué fue eso? —pregunta Elizabeth.

—Quédense aquí —ordena Luca, pero Mirabella y Elizabeth la siguen por las escaleras hasta el salón oriental y los depósitos de la planta superior.

—¡El depósito principal!

El mismo grito vuelve a atravesar el salón, cargado de miedo y dolor. Las sacerdotisas se gritan órdenes, asustadas. Cuando Mirabella cruza la puerta, reina el caos, y las túnicas blancas van y vienen.

En un rincón del depósito, una joven iniciada se sacude y llora, sujetada por cuatro novicias a los gritos. Es prácticamente una niña, quizás catorce años como mucho, y sus gritos le revuelven el estómago a Mirabella. Es peor todavía cuando Rho, la sacerdotisa con el don de la guerra y el pelo rojo como la sangre, toma a la iniciada del hombro.

—¡Pequeña estúpida! —le grita. Canastas con víveres caen al suelo; todos hablan al unísono y cada vez más fuerte, algunos para calmar a la niña, otros para hacerle preguntas.

La voz de Mirabella resuena en el depósito.

—¿Qué pasó? ¿Se encuentra bien?

—¡Retrocede, Mirabella, retrocede! —dice Luca, y se acerca al rincón—. ¿Qué ocurre, Rho?

La sacerdotisa sujeta a la novicia del cuello y le levanta el brazo, que sangra desde los dedos hasta la muñeca. Las ampollas explotan y avanzan por el brazo mientras el veneno se acerca hacia el corazón.

—¡Se puso un guante envenenado! —exclama Rho—. ¡Deja de moverte, chiquilla!

—¡Hagan algo! —llora la novicia—. ¡Por favor hagan algo!

Rho deja escapar un grito de frustración. No hay forma de salvar la mano de la chica. Alza el cuchillo serrado, lo considera un instante y luego lo tira al suelo.

—¡Que alguien me traiga un hacha! —pide, y apoya a la chica sobre una mesa—. Mantén el brazo estirado. Rápido. Estamos a tiempo de cortar a la altura del codo. No lo hagas peor.

Más sacerdotisas se unen a Rho para inmovilizar a la chica y tratar de calmarla. Una sacerdotisa pasa corriendo frente a Mirabella con una pequeña hacha plateada.

—Fue lo único que encontré.

Rho la toma y evalúa su peso.

—Hagan que voltee el rostro —dice, y levanta el hacha.

—Tú también, Elizabeth —susurra Mirabella, y abraza a su amiga para apartarle la vista; a la vez aprovecha para acomodarle el borde de la túnica, así el pequeño pájaro carpintero que anida en la capucha continúa oculto y no se echa a volar.

El hacha se precipita hacia abajo y hace un ruido sordo al golpear contra la mesa. Es un testimonio de su don de la guerra que Rho no haya tenido que hachar dos veces. Las sacerdotisas vendan el brazo sangrante de la pobre chica y se la llevan para cauterizarle la herida. Quizás la llegaron a salvar. Quizás el veneno, destinado a Mirabella, llegó a ser detenido.

Mirabella aprieta los dientes para no gritar. Fue Katharine la que hizo todo esto. La dulce y pequeña Katharine, a quien ya no reconoce en absoluto. Pero ahora es más inteligente: cometió el error de ser sentimental con Arsinoe. No va a volver a cometer ese mismo error.

—Cuando esté curada, mandaré a hacer una palita como la que tengo yo. Cuidaremos juntas la huerta. No extrañará su brazo, para nada —dice Elizabeth con los ojos llenos de lágrimas.

—Sería muy amable de tu parte —dice Mirabella—. Y cuando yo finalice con Arsinoe, me encargaré de silenciar a Katharine para que nadie tenga miedo de probarse un guante, nunca más.

Esa noche, Mirabella, Bree y Sara Westwood se encuentran con Luca y las sacerdotisas junto al patio del templo. Sobre el vestido negro Mirabella lleva puesta una suave capa marrón, además de sus botas de montar bien enlazadas. Bree, Elizabeth, la escolta y los centinelas tienen la misma ropa: cualquiera pensaría que son mercaderes de viaje.

Mirabella acaricia el morro de uno de los caballos negros que tirarán del carruaje señuelo en dirección a Katharine e Indrid Down. El carruaje es una bella cáscara vacía, laqueada y ribeteada de plata; los caballos tan oscuros que serían sombras si no fuera por cómo brillan sus frenos y estribos. Alcanzarán como distracción para su hermana y los Arron. Lo suficiente como para que no interfieran en Manantial del Lobo.

—Aquí está Crujido —dice Luca, y le pasa las riendas de su robusta yegua color caramelo—. No te fallará.

—No tengo dudas.

Mirabella le rasca la frente al caballo y luego se sube con agilidad a la silla de montar.

—¿Qué es esto?

Se da vuelta: el grupo ya está listo para partir, pero una sacerdotisa palpa una de las alforjas de Bree.

—¡No toques! —grita, y hace avanzar su caballo—. Son peras.

—No inspeccionamos ninguna pera —responde la sacerdotisa.

—Eso porque las tomé yo misma del árbol, del huerto junto al parque Moorgate.

—No deberían estar permitidas —le plantea la sacerdotisa a Luca.

—Y aun así lo están —insiste Bree—. La reina Katharine no es tan astuta como para envenenar justo estas tres peras de precisamente ese árbol de ese huerto de todos los parques que hay en Rolanth. Y si lo es —le susurra a Mirabella en voz baja—, entonces se merece ganar.

Mirabella y Elizabeth hacen fuerza para no sonreír. Pero ya no queda mucha luz; la luna está menguante y oscurecida por nubes. Quizás las sacerdotisas no vean cómo se estremecen de risa.

—Cabalguen rápido —dice Rho. Tiene la capucha baja y el cabello rojizo se le derrama en los hombros—. Y en silencio. Recibimos informes de otro ataque de oso cerca de Manantial del Lobo. Un hombre y su hijo, destripados y con los cuellos rotos. Tu hermana no tiene control de su familiar. O lo controla y es perversa. De cualquier forma no hay tiempo que perder.

Mirabella sujeta las riendas y azuza a Crujido.

—Por primera vez, Rho, tú y yo estamos de acuerdo en algo.

INDRID DOWN

Los cascos del caballo de Katharine se deslizan por los adoquines que llevan al templo de Indrid Down, y ella lo obliga a enderezarse. Le gusta cabalgar a toda velocidad por la capital, por la mitad de la calle, y que la gente tenga que echarse a un costado, su cabello negro y la cola de Medialuna como banderas al viento. Es el caballo más ágil y audaz de todos los establos de Greavesdrake. Bertrand Roman, el tosco guardia que Natalia nombró por recomendación de Genevieve, no tiene chances de alcanzarlos.

Llega al templo y le hace una seña a una joven sacerdotisa que espera en las sombras; se está ganando sus brazaletes negros sirviendo en la puerta del templo. La iniciada se acerca de inmediato; Medialuna finalmente frena y Katharine desmonta.

—¿Lo llevo al establo, reina Katharine?

—No, gracias. No tardaré mucho. Háganlo andar, tampoco le molestaría un poco de azúcar si tienen a mano.

Le da la espalda y sonríe: recién está llegando Bertrand Roman, resoplando sobre su yegua negra.

No lo espera. Atraviesa las puertas y abandona el calor estival de la ciudad; en la nave del templo siempre huele a incienso y barniz. El exterior del templo puede ser tan dramático como el resto de la ciudad, una fachada de mármol negro y gárgolas a punto de escupir, pero el interior es sorprendentemente austero: solo un camino de mosaicos negros y gastados, bancos de madera para los devotos, y la blanca luz resplandeciente que se filtra por las ventanas superiores.

Le hace una seña a Cora, la sacerdotisa en jefe, y afloja el cuello de su chaqueta de montar.

—Agua fresca para nuestra reina —ordena Cora, y una novicia se escabulle en busca de una jarra—. No debería cabalgar tan lejos de su guardia —dice con una reverencia.

—No se preocupe por mí, sacerdotisa. Natalia tiene ojos y oídos en todos los rincones de la isla. Si hubiera habido algún movimiento en Manantial del Lobo o en Rolanth, le aseguro que yo ya estaría encerrada.

Cora sonríe nerviosa. Están muy asustados. Como si Mirabella fuera a aparecer de la nada para destruir el templo hasta los cimientos, o como si Arsinoe fuera a invadir la ciudad montada en su oso. Como si se fueran a atrever.

Katharine camina por los pasillos y estrecha su mano enguantada con los visitantes. El templo está prácticamente lleno, incluso a esta hora inusual. Quizás es como dice Natalia y la Ascensión acerca al pueblo de regreso a la Diosa. O quizás quieren echarle una mirada a su Reina Zombi.

—En breve tendremos aquí a un pretendiente, ¿no es así? —pregunta Cora.

—Sí. Nicolas Martel. Natalia está preparando el banquete de bienvenida, en el Hotel Highbern.

—Será un honor recibirlo en el templo. ¿Alguna decoración en especial?

—El templo de Indrid Down ya es elegante tal como es —responde Katharine distraída—. Aunque a Natalia le gustan las flores venenosas. Algo bonito, pero nada que pueda ser absorbido por la piel.

Cora asiente y camina junto a Katharine en dirección al ábside. En el altar, detrás de una cadena de plata, yace la Piedra de la Diosa, un enorme círculo de obsidiana acostado sobre el suelo. Resplandece incluso con la escasa luz. Para Katharine, mirar en sus abismos es como mirar la negrura del Dominio de Breccia.

—Es muy hermosa —susurra Katharine.

—Sí. Lo es. Muy hermosa. Y muy sagrada.

Dicen que fue extraída del lado oriental del monte Cuerno. Que la montaña se abrió un día, como un ojo, para que la reclamaran. Katharine no sabe si es cierto. Pero es una buena historia.

Toma a Cora de la muñeca. Los brazaletes negros que la sacerdotisa tiene tatuados son antiguos y están gastados, aunque no debe tener más de cuarenta años. Debe haber entrado en el Templo demasiado joven.

—Qué devoción —dice Katharine, y frota el tatuaje con su pulgar enguantado en cuero.

En la parte trasera del templo se abre una puerta: Bertrand Roman y sus botas ruidosas. Katharine arruga la boca.

—Me gustaría quedarme un momento a solas con la Diosa —pide.

—Por supuesto —contesta la sacerdotisa, y se da vuelta para despejar la sala—: Todo el mundo, por favor, y rápido.

Por los pasillos se escucha el murmullo de la ropa y las pisadas alejándose. Katharine permanece inmóvil hasta que la puerta se cierra y todo queda en silencio.

—Tú también, Bertrand —dice, irritada—. Espérame afuera.

La puerta se abre una vez más y se lleva el ruido de las botas.

Katharine sonríe y cruza la cadena de plata. Puede sentir cómo la Piedra de la Diosa la observa acercarse.

—¿Nos conoces? —susurra—. ¿Todavía olemos a piedra y tierra húmeda, a la profundidad donde nos arrojaste?

Se arrodilla y apoya las manos en el suelo de mármol. Aproxima el rostro. La Piedra de la Diosa yace ante ella, curvada y oscura, y le devuelve su pálido reflejo.

—No te saldrás con la tuya esta vez —afirma Katharine, los labios tan cerca de la obsidiana que podría besarla—. Vamos por ti.

Se arranca el guante y apoya la mano contra la superficie helada y dura. Quizás es su imaginación, pero juraría que la Piedra se estremece.

MANANTIAL DEL LOBO

Cuando Arsinoe, Jules y Joseph llegan a la librería de Luke, encuentran el té servido con sándwiches de pescado frito sobre la mesa oval en el descanso del entrepiso. Luke los mandó a llamar por medio de Hank, su gallo verdinegro, que subió el camino de la colina hasta la casa Milone. Jules lo cargó de regreso bajo el brazo (según exigió el familiar); ahora lo deja caer en el suelo, en una nube de plumas.

—¿Qué es todo esto? —pregunta Arsinoe—. ¿Por qué la convocatoria oficial vía gallo?

Antes de que Luke pueda responder, Joseph le da un codazo en las costillas y le señala un vestido que cuelga de la ventana del local: el vestido que Luke está cosiendo para su coronación. Arsinoe advierte que Luke le agregó algo de encaje; se lo va a tener que sacar si quiere que le entre.

—Vengan —dice Luke—. Siéntense. Coman.

Los tres intercambian miradas. Incluso Camden mira con sospecha y sacude la cola contra la alfombra. Pero suben la escalera y se sientan a comer.

—Mirabella está planeando un ataque —dice Luke.

Arsinoe siente que todas las miradas recaen en ella; por suerte la máscara esconde la mayor parte de su rostro.

—¿Cómo lo sabes? —pregunta Joseph.

—Un amigo sastre que vino de Rolanth. Los vio alistando dos caravanas. Una es un señuelo, hacia Indrid Down, para engañar a Katharine y que no intervenga.

—¿Cómo puede saberlo? —objeta Jules—. Quizás el señuelo es para nosotros.

—Descubrió vigías en el camino y los siguió: dieron la vuelta en dirección a Highgate. Luego los perdió, pero desde allí no es difícil dispersarse en el bosque. En nuestro bosque.

Mientras habla continúa sirviendo, ahora agregando galletas a cada plato.

—Para ser honesto, me sentiré aliviado cuando quede una menos. No pensé que tuviera la valentía para venir hasta aquí después de cómo huyó de tu oso en el escenario.

Joseph baja la cabeza.

—Es una suerte que ya estemos advertidos —continúa Luke, y sonríe—. La Diosa está contigo, como siempre dije.

—Sí. Es maravilloso tener la ventaja —dice Arsinoe en voz baja. Lo que Luke no sabe es que lo del oso fue una farsa. Que tendrá que pelear con ella a solas. Estará muy decepcionado cuando ella y Jules tengan que escaparse y esconderse hasta que muera Katharine.

—No tenemos mucho tiempo —dice Luke—. Si no nos equivocamos, estará en nuestro bosque en un día o dos, justo detrás de los vigías.

Todos guardan silencio. Hank picotea la galleta en la mano inmóvil de Arsinoe.

—Tenemos que… —duda Jules—. Tenemos que irnos. Prepararnos.

—Claro —dice Luke mientras todos se paran—. Llévense algunas galletas. Y algo de pescado. Yo… me pone tan contento ser quien les cuenta esto. Casi que querría ir con ustedes y pelear.

La abraza tan convencido, tan seguro de que ganará. Arsinoe le devuelve el abrazo con fuerza.

—Tenemos que irnos —susurra Jules mientras bajan la escalera—. Si Mirabella está viniendo, no tenemos otra opción que huir.

—Puedo traer los caballos al atardecer —sugiere Joseph.

—No, mejor lo hago yo. Los mantendré calmados con mi don.

Arsinoe camina con el cuerpo agarrotado mientras le dicen que no será por mucho tiempo. Que en cuanto Mirabella descubra que no hay nadie en Manantial del Lobo, dará la vuelta y buscará a Katharine. Que podrán regresar en una semana o menos.

—No pensé que me atacaría —dice Arsinoe, confundida.

—Te avisé —gruñe Jules, los ojos entrecerrados—. Te dije que lo haría.

Salen del negocio, listos para separarse en busca de víveres, pero en cambio se encuentran cara a cara con una multitud. La sorpresa es tan grande que Camden maúlla y levanta una de sus zarpas.

—¿Qué… eh… qué hacen aquí? —pregunta Arsinoe. Pero sabe la respuesta. Vinieron a verla partir. Luke nunca fue bueno para guardar un secreto.