Círculo hospitalario - Carlos Ernesto Pedroza - E-Book

Círculo hospitalario E-Book

Carlos Ernesto Pedroza

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Beschreibung

En una ciudad devorada por la violencia, un médico se enfrenta a su mayor dilema moral. Atrapado entre un matrimonio fallido, una profesión desgastante y una realidad social en decadencia, descubre que su vocación ya no le basta. La llegada de un paciente a su sala de terapia intensiva pone a prueba sus convicciones más profundas. ¿Hasta dónde puede llegar un hombre cuando la justicia parece ausente? En Círculo Hospitalario, la lucha entre ética y justicia personal se vuelve una batalla interna devastadora, donde las decisiones pueden salvar una vida... o extinguirla.

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Seitenzahl: 209

Veröffentlichungsjahr: 2025

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CARLOS ERNESTO PEDROZA

Círculo hospitalario

Pedroza, Carlos Ernesto Círculo hospitalario / Carlos Ernesto Pedroza. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-6312-5

1. Novelas. I. Título. CDD A860

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenido

Capitulo I - Primum non nocere

Capítulo II - “Livertá” a Segovia

Capítulo III - Cambio de hábitos

Capítulo IV - Hechos de sangre

Epílogo

A Adela que supo restaurar mi paz interior

A Tito y Chica que siempre creyeron en mí

CAPITULO I

Primum non nocere

Tengamos siempre profunda

humildad y conocimiento

de nuestra propia miseria

(San Pedro de Alcántara)

La mañana se presentó gris y húmeda. La pesadez que me acompañaba duraba desde el día anterior. Últimamente no me acostumbraba a levantarme temprano, no existía en mi universo el más mínimo estímulo para hacer el descomunal esfuerzo de salir de la cama. La tarea de higienizarme se presentaba agotadora de entrada. El despertador había sonado con esa música tan irritante e intolerante que hacía mis comienzos más difíciles. Giré mi cabeza hacía el lado izquierdo y en la penumbra de la habitación divisé su presencia, cada vez más incómoda, más desconocida, más intolerante, más avasalladora. El obstáculo, la cárcel, la pesadilla que parecía no tener fin, mi libertad acorralada, condicionada, pisoteada, destruida.

Saqué una pierna, luego la otra, mi piel se impregnó de la humedad circundante. Miré con ojos adormilados por la hendija de la ventana, estaba amaneciendo, probablemente sería otro de esos días de calor tan difíciles de sobrellevar, sobretodo en algunos ambientes. Por suerte hoy me tocaba trabajar con aire acondicionado, pensé, conformándome con esa idea.

—No hagas ruido que quiero seguir durmiendo – dijo ella que había quedado horizontal explayándose al mismo tiempo, ocupando mi espacio vació.

—Está bien – contesté en el tono más bajo que pude.

Me demoré bajo la ducha, dejando que mi cuerpo se refrescara con la catarata que lo bañaba. Mientras terminaba de afeitarme, escuchaba los ruidos tan particularmente odiosos de todas las mañanas. Abrir de cajones, cortinas que se levantan, y el tintineo de los platos y tazas del otro lado de la pared del baño. ¿No sé por qué?, ese sonido particularmente, me traía tanto malestar, no soportaba la idea de tener que desayunar una vez más con ella.

Muchos años atrás, en épocas de mi formación profesional, soñaba que mi vida sería diferente, que no me ataría a las reglas convencionales, que viviría una existencia más dichosa, más plena, que nadie condicionaría mi libertad. Veía a mis superiores, padres, tíos, amigos de mis adultos queridos y no encontraba en ninguno de ellos el modelo al cual adaptarme, aquel al cual parecerme. Creía en una existencia diferente. “No me va a pasar, voy a romper con las reglas, voy a ser feliz, mi pareja será brillante a mi lado”.

La mesa estaba servida. El aroma del café, de todas las mañanas, anticipaba la rutina diaria que no variaba sustancialmente. Las tazas humeantes, las galletitas prontas, el mismo pan de manteca que se volvía a guardar una y otra vez en la heladera sin siquiera haberlo tocado. Las servilletas de papel blanco que generalmente se tiraban luego sin usarlas.

Me senté a la mesa, más por costumbre que por deseo y con movimientos aprendidos por la repetición, comencé a untar una de las galletitas que se me ofrecían.

—Mañana cuando vuelvas, trae algo del almacén, ya que no queda nada en esta casa y prepará la comida. Yo me voy a demorar, así que a lo mejor comemos más tarde – fueron las primeras palabras de mi compañera.

Lejos en el tiempo habían quedado los buenos modales, los saludos cordiales, los amaneceres cariñosos. Ahora solo las frases eran las necesarias, las imprescindibles para el desarrollo mecánico de dos personas. Ciertas reglas de convivencia que se mantenían, sin calor, sin interés, sin cariño, solamente reglas que había que cumplir y respetar. Simplemente una relación de dos personas adultas sin esperanzas uno en el otro. Y la afirmación, ante todo, evitar la discordia, el encontronazo, la discusión. Debía reinar una armonía, que sabíamos ficticia, una paz virtual, que nos permitía, en silencio, soportar esa lenta agonía, ese devenir oscuro y frío, esa pétrea realidad, eso en lo que se había convertido nuestra vida, ausencia, soledad, frustración. Verdades no dichas, que los dos sabíamos que allí estaban todos los días al acecho, durante el desayuno, en el almuerzo, en todos los momentos que debíamos vernos, soportarnos, tolerarnos, cuando no existía otra posibilidad de eludirnos. Reglas de convivencia, pareja for export, era eso, debíamos presentar una buena imagen, todo se reducía a aparentar. El mejor auto, la mejor ropa, y siempre la envidia, nunca era suficiente, había que tener más, más que el otro, no detenerse a pensar si necesitábamos o no, era cuestión de tener, o de viajar, cuanto más lejos mejor, cuanto más exótico el lugar mejor, cuanto más caro mejor, eso sí, muchas fotos, muchos videos para mostrar, pruebas, que llamaba yo jocosamente. Había que aparentar, había que demostrar que éramos la pareja perfecta, los consejos nuestros debían ser claros y certeros, ya que pregonábamos con el ejemplo, nunca una pelea, nunca una discusión, éramos para el resto la pareja realizada.

El sol inundó la habitación, los rayos que se filtraban por la ventana daban justo detrás de su espalda, su cabello se había tornado iridiscente, y el color rubio que lo caracterizaba parecía encendido, su rostro había quedado oculto por esa suerte de juego de luces, yo adivinaba su expresión, intuía sus gestos, adivinaba sus próximas palabras.

—¿No tenés nada que decirme? – Interrogó hoscamente

—¿Qué querés que te diga? – Contesté mal humorado.

Estaba acostumbrado a sus preguntas inquisidoras, con doble intención, con el afán de pelear, de discutir, ya desde temprano. Porque si había algo que la caracterizaba era su mal humor, y sobretodo por la mañana. No recuerdo una sola mañana en la que se haya levantado sonriente, siempre con esa actitud amenazadora, ese gesto dispuesto al reproche, esa cara agria y deformada por los fantasmas de la noche.

—Bueno si no tenés nada que decirme, no me servís – contestó en voz alta, ya preparándose para el combate.

—¿No te sirvo para qué? ¿No entiendo que querés decirme? – Respondí, también con voz elevada.

Era como un juego que se desarrollaba a cualquier hora del día, pero las preferidas eran las de la mañana, las más receptivas al insulto, al reproche, a la pelea. Ella disfrutaba de eso, no me cabía ninguna duda, lo disfrutaba en grande. Era cuestión de empezar, una palabra dicha en un tono más alto, una discusión que había quedado trunca la noche anterior, una cuenta que había que pagar, algo sobre mi madre, y el infaltable calificativo despreciativo hacia mí. Maltrato psicológico, simbiosis de patologías, sado-masoquismo, locura, desvalorización, sojuzgamiento, humillación. Todos los géneros se combinaban en ese macabro intercambio de palabras.

—Vos nunca entendés nada – replicó

—Mirá, hoy tengo un día de mucho trabajo, así que no quiero empezar otra pelea, haceme el favor, mañana hablamos.

—Vos nunca querés hablar de nada, seguro que, en el trabajo, tenés con quien hablar. ¿O no? Siempre haciéndome quedar para la mierda, a la vista de todos. ¿Que carajo te crees que sos? ¿Quién te crees que sos? Si yo sé lo que sos, un viejo de mierda, eso es lo que sos, queriéndose hacer el pendejo. Pero ¿qué te crees?, si las pelotudas de tus enfermeras se hacen la fiesta con vos, y vos te lo crees. No ves que no servís para nada, ni para coger servís. ¿Hace cuanto que no me coges? – ya a los gritos. Sus facciones se habían desencajado, y sabía lo próximo que vendría.

—¡Dejate de joder, siempre con tus inventos! – Ya a viva voz, replicando sus insultos.

—¿Sabés para lo único que servís?, para vivir de arriba, para eso si servís – me miró despreciativamente de arriba abajo y continuó - perdiendo horas en el gimnasio en vez de trabajar más, claro si total yo traigo la plata a esta casa.

—Haceme el favor Graciela – dije tratando de calmarla – que Magdalena aún duerme.

—¡Ahora te acordás de nuestra hija! Si ya sé cuando te acordás de ella, cuando está con su amiga Mariana. ¿O no es cierto, vos te crees que soy una idiota? - Replicó al tiempo que se incorporaba, temblando de cólera.

—Mirá mejor me voy, no aguanto escuchar boludeces a esta hora del día. – Rápidamente me levanté de la mesa, donde mi desayuno había quedado trunco. Me satisfacía la idea que pronto estaría en mi trabajo, donde seguramente me estaría esperando un humeante y delicioso mate, tan bien servido por mis colaboradoras, tan eficientes y amigables sobretodo. Tomé mi maletín, que ya había dispuesto previamente, y me deslicé velozmente por la escalera hacia el garaje de la casa. La habitación sintió el cimbronazo producido por el portazo que di, con todas mis fuerzas y toda mi furia.

No me podía acostumbrar a estas peleas, que tan mal me hacían, pero la verdad no había formulas, no existían métodos que pudiera utilizar para evitarlas. En mis años de convivencia había probado de todo. Desde levantarme más temprano que ella, y calcular sincronizadamente el momento en que ella debía levantarse, para estar yo fuera de casa camino a mis obligaciones, no me importaba llegar más temprano. O levantarme más tarde, y hacerme el dormido. O no contestarle nada, tratar de evitar el enfrentamiento. Pero era algo casi ineludible, siempre había una buena razón para el combate, siempre el contrincante buscaba la manera, a veces sutilmente, a veces más grosera, preguntas capciosas, respuestas violentas, modos agresivos, todo ello conformaba el infierno tan temido por el que yo pasaba cada día de mi vida.

El auto se puso en marcha al primer intento, bajé las ventanillas, encendí la radio y me dispuse a escuchar mi emisora preferida que había dejado fija hace mucho tiempo, noventa y nueve punto cuatro FM. La melodía de Freddie Mercury entonando “love of my life”, mejoró mi humor casi al instante, aumenté el volumen al tiempo que salía del garaje e iba dejando atrás la pesadilla. El control remoto de la puerta me produjo cierta sensación de poder. Cerraba una etapa en ese día tormentoso. Cantaba a viva voz y pensaba en lo que decía la canción: “You´ve brokenmy heart and now you leave me”. Cuantas veces ella rompió mi corazón. Cuantas veces se destruyeron momentos mágicos por actitudes desfasadas, ridículas, violentas. Ya no las contaba, ya era una rutina, ya estaba resignado.

Cuando Freddie Mercury concluyó, una noticia local me produjo una sensación de impotencia y un estremecimiento tal que mi piel se erizó al instante. Un niño había sido violado, cerca de allí, donde me encontraba. El agresor, por lo poco que pude escuchar, se encontraba internado en Terapia Intensiva con heridas de gravedad, no precisaban donde, ni que tipo de lesiones sufría, ni las circunstancias del hecho. Un pensamiento instantáneo cruzó por mi mente. ¿Por qué no lo dejaron morir? En este país pasa siempre así, los buenos pagan por los malos. Estamos a merced de los asesinos, los violadores, los ladrones. “Señor por acá, señor por allá, le duele, desea alguna otra cosa, está bien atendido, quiere presentar alguna queja”. ¡Atorrantes! Como tiene que cambiar este bendito país.

Yo disfrutaba el camino al hospital, me deslizaba por la derecha a escasa velocidad, deleitándome con la música que pasaban esa mañana. Cada vez elegía una ruta distinta, para no aburrirme, a la expectativa de nuevas experiencias, nuevos colores, nuevas sensaciones. Cuando se vive en una ciudad pequeña, se llegan a conocer todos los portales, todos los árboles, todos los pozos. Ya no había caminos nuevos, solo algunos más utilizados, pero todos conocidos.

El estacionamiento del hospital era una suerte de playón sin asfaltar, que cada vez que llovía se transformaba en un pantano, obligando a practicar los más variados movimientos para salvar los zapatos. De cualquier manera, siempre quedaban mojados y manchados por el lodo que se adhería. Por suerte hoy no llovía, mis zapatos de guardia eran siempre los mismos, de batalla les llamaba, si se mojaban no importaba, si se ensuciaban, tampoco ya nadie reparaba en ellos, eran como parte de mi persona. Estacioné y me bajé.

El largo pasillo que conducía de la guardia general a la Terapia, donde trabajaba, estaba siempre atestado de gente, familiares de pacientes, visitas, médicos, enfermeras, agentes de propaganda, siempre alguien que se quejaba, que protestaba, gritos de algún paciente disconforme, niños que lloraban y ese ambiente a precariedad dado por la aglomeración desafinada de personas por cualquier parte. Mantas a manera de colchones, cabellos despeinados, vasos olvidados, caras sudorosas, daban testimonio de la mala noche que habían pasado, esperando quizás una respuesta alentadora sobre algún internado, algún gesto apenas entrevisto por las puertas entreabiertas, de las enfermeras o los médicos, algún comentario escuchado al pasar. Cualquier cosa era bienvenida, tergiversada, trasladada a su idioma, a su visión de la realidad. Malas interpretaciones y comentarios equívocos eran el pan de cada día. Informaciones que no debían trascender el ámbito de la Terapia, ya eran sabidas de antemano por los familiares. Ese era el ambiente donde se desarrollaba mi trabajo. Sin embargo, yo me sentía a gusto, era mi ambiente, mi lugar, donde realmente me necesitaban, era querido, ponderado, solicitado. Todavía no sabía, que ese día, iba a cambiar mi vida.

—Buenos días a todos – Saludé solícito, al tiempo que abría la puerta de la sala de terapia. - ¿El doctor García Rondpoint ya se levantó, o sigue atorrando? – Interrogué jocosamente -.

—Está en la sala de clínica, ya lo llamamos – contestó una de las enfermeras.

El doctor García Rondpoint era unos años menor que yo, siempre dispuesto y sobretodo muy formal, nada dejaba librado al azar, todo debía estar en su sitio, a veces se tornaba hasta un poco “pesado”, pero yo confiaba en él y sobretodo él confiaba en mí. Muchas veces discutíamos los casos juntos, o nos consultábamos por teléfono, existía una afinidad entre nosotros, diferente de la que había con el resto de los profesionales, nos encontrábamos a gusto uno con el otro.

—¿Qué tal, Marcelo, tenés ganas de trabajar un rato? – expresó Andrés García Rondpoint, al tiempo que abría la puerta de la terapia y se dirigía a la consola central, de donde se podía apreciar en forma casi completa toda la sala.

—Muy bien. ¿Qué tenemos de interesante en el día de la fecha? – Pregunté a mi interlocutor al tiempo que este me ofrecía un mate lavado.

—No está muy bueno, hace una hora que lo empecé – se disculpó – como verás la sala está a full. Ayer me tuvieron loco y para colmo el del box siete entró a las nueve de la noche, justo a la hora de cenar, ya te voy a contar, es un caso de escopeta. – Esta expresión caracterizaba a mi colega, la usaba a menudo, para referirse a casos complicados o socialmente problemáticos.

—Esperá que voy a anotar – dije al tiempo que tomaba una hoja en blanco y me sentaba al escritorio que formaba parte de la consola principal.

—Anotá: cama uno. – Y así me fue describiendo, rápidamente, uno a uno los pacientes allí internados. Primero el nombre, luego la edad y por último el motivo de internación, puntualizando características principales de la dolencia, ínter-consultas realizadas, prácticas por solicitar y signos vitales. Cada descripción estaba acompañada del sarcasmo y la ironía que suelen imperar en estos ambientes, a manera de coraza contra tanto sufrimiento, una caja de cristal que cubre el alma, una forma de poder contra la desesperanza y la claudicación.

La sala de terapia era una isla dentro del deteriorado hospital. Los pacientes que allí se atendían, provenían de los más distintos estratos sociales, y por ende las patologías que se manejaban eran tan variadas como complejas e interesantes. La situación social imperante en la provincia había llevado a que personas que en otro momento hubieran optado por la atención privada, hoy encontraran como única opción la internación hospitalaria. En el último año las circunstancias que rodeaban la aparición de una enfermedad eran tan diversas como sorprendentes, formando todo ello una suerte de calidoscopio aventurándonos a las sorpresas que nos deparará su próximo giro. En este gigantesco crisol de humanidades transcurría nuestra labor.

—En el box siete está ese paciente que te comenté – prosiguió – se llama Segovia Miguel, treinta y tres años, cursa un post-operatorio de una nefrectomía izquierda no complicado.

—Joven – afirmé - ¿qué tenía, un tumor?

—No – contestó Andrés, al tiempo que me dirigía una mirada socarrona – Lo cagaron a palos, pero bien merecido que lo tenía.

—¿Qué pasó? – interrogué, atento a la respuesta de mi compañero.

—Parece que es un violador. Según me enteré off the record, violó a un chiquito de nueve años, el cual es discapacitado mental, para colmo, sobrino de una de las enfermeras de traumatología. El padre – prosiguió su relato – lo encontró in-fraganti.

—Pero ¿cómo? ¿Andaba solo el chico con su discapacidad? – Pregunté azorado.

—No – destacó Andrés – Parece que el tipo era de confianza, albañil, y el padre lo había contratado para realizar algunos arreglos en la casa.

—¡Qué hijo de puta! – mascullé en voz baja, con toda mi bronca - ¿Le partió el riñón a las piñas?

—No, es de terror – prosiguió Andrés – Según dicen, lo agarró con una tijera de podar y a las patadas. Se ve que con la punta de una de las ramas le abrió el riñón en dos, quedó para la parrilla.

—Sí, para comerlo e intoxicarte. ¡Qué hijo de puta!

—¡Ah! Y eso no es todo – continuó, disfrutando anticipadamente de mi sorpresa – es afiliado al partido – dijo modulando su voz irónicamente un tono más bajo y colocando una de sus manos a manera de pantalla sobre su boca – hasta el senador Ferreyra Gómez me llamó a la medianoche, ya te digo, no me dejaron dormir y para colmo está fuera de peligro. Hoy si querés lo podés pasar a la sala de cirugía.

—No, si estos hijos de puta son como los gatos – respondí – seguro que yo me pincho con una espina y me agarro un tétanos y a estos, los pasa un camión por encima y allí andan, vivitos y coleando, para seguir haciendo cagadas.

—Bueno, me voy Marcelo, que tengo que seguir laburando – se despidió Andrés, al tiempo que tomaba su inseparable cuaderno de anotaciones.

—Ché, pará un poco la máquina – respondí risueñamente - ¿Qué vas a hacer con tanta plata?

Era común en el ambiente médico, este tipo de parodia, era un juego, ironizábamos la precariedad en la que vivíamos. La ciudad, “esa gran aldea”, como la llamaban algunos personajes ilustres de la comunidad, había entrado en un caos que no escapaba a la realidad nacional, pero más profundizado por la clase de gobernantes que teníamos. Nuestra ciudad había multiplicado varias veces los hechos de violencia en los últimos dos años. El robo de alguna cartera, algún borracho encerrado por un día, o el choque de dos autos, eran las noticias más trascendentes unos años atrás. Hoy la realidad era distinta. Las voces de los locutores radiales nos golpeaban todas las mañanas con relatos cada vez más escalofriantes, con más violencia, con más saña. La sangre nos salpicaba desde los aparatos. El robo de bicicletas y motos ya a nadie sorprendía, ahora la imagen transmitida debía ser lo suficientemente cruda, injusta o desagradable para tocar nuestra dormida sensibilidad.

Nuestra economía estaba tan deteriorada como nuestra sociedad. Sueldos atrasados, monedas inventadas por el corrupto e inútil gobernador que nos había tocado en suerte, dinero que no podíamos siquiera usar dentro de nuestra provincia. Paros, huelgas, cortes de ruta, niños sin clases, desempleo, en una palabra, desprotección.

A casi todos nos tocaba, poco o mucho, pero nadie era ajeno a esta gran debacle que se había instalado sin darnos cuenta.

Si, los políticos, “esos”, no sufrían esta situación. La perspicacia e inteligencia que utilizaban para robar el dinero del hambre de la gente, era digna de elogio. La soberbia e insensibilidad que utilizaban para aumentar su ya abultado patrimonio, los ponía al margen de los conflictos que ellos mismos generaban y debían resolver.

La mañana en la terapia era un incesante ir y venir de personas, médicos inter-consultores, técnicos de laboratorio con sus tubos de ensayo y jeringas prestas a la recolección de muestras, radiólogos con monumentales equipos que dificultaban la circulación por el pasillo principal, nutricionistas, auxiliares, voluntarias etc... Todo esto contribuía a que las primeras horas del día pasaran sin darnos cuenta. Pero había un momento en ese trajinar, diferente, relajado, especial, era cuando el jefe hacía su aparición en escena. Y ese día venía muy contento.

—Hola Marcelito. - Irrumpió solícito nuestro jefe - Hoy estoy muy feliz, va llegando el fin de semana y mi máxima preocupación es pensar en lo que voy a cocinar mañana a la noche que vienen unos amigos a cenar a casa.

El doctor Leandro Zampallo era el jefe del servicio, desde hacía varios años. Despertaba los más contradictorios sentimientos, querido por muchos, rechazado por otros, pero respetado por todos. Sus conocimientos estaban más allá del cuestionamiento, para él había dos clases de personas, las que quería y las que pisoteaba, por suerte yo me encontraba en el primer grupo. El día de mi guardia, él se distendía, se despreocupaba, dejando volar su imaginación a los más recónditos pasillos de su mente.

Ese día la noticia de la violación había sacudido nuestras fibras más íntimas, creando un sentimiento de rechazo e impotencia, de injusticia y solidaridad hacía ese niño ultrajado en los albores de su existencia, mancillado y sometido a los infames, corruptos y abyectos deseos de un sub-mundo que no conocía, cegado por las tinieblas de sus más terribles pesadillas, despertado abruptamente de un sueño idílico e irreal que era su horizonte, rozado en su mente por el frío acero de un ser inexistente en su universo, lastimado hasta el límite de su resistencia por armas que no entendía, por actos que no comprendía, por palabras que no sabía. Manos urgentes desconocidas, lesionando, apretando, manos grandes, sucias, frías, tan diferentes a las que él amaba.

—¿Está internado acá el violador? – me preguntó Leandro.

—Si, en el box siete

—A ese hijo de puta, nada de calmantes, y tratá de sacarlo lo antes posible de acá. ¿Está recibiendo algún antibiótico?

—Sí, Ceftriaxona un gramo cada doce horas y Metronidazol quinientos miligramos cada ocho horas, ya que también atravesó el peritoneo y lesionó el intestino.

—No sé porque hay que gastar en estos malandras – dijo molesto y prosiguió - como dijo Hipócrates cuatrocientos años antes de Cristo: “Natura morborum medicatrix”, o sea “La naturaleza cura las enfermedades”. ¿Entendés no? – me interrogó jocosamente.

Estaba todo dicho.

El juramento Hipocrático, Leandro me había hecho pensar en el. “Juro por Apolo médico, por Esculapio, Higia y Panacea y pongo por testigo a todos los Dioses y a todas las Diosas, cumplir según mis posibilidades y entendimiento el siguiente juramento”...

Yo siempre creí que Dios tenía un plan para mí, que en esta vida tenía una misión que todavía no conocía, sentía el peso de una gran responsabilidad, de algún designio divino aún no divulgado, escuchaba atentamente mi corazón, pero aún no habían llegado las palabras, no se me había asignado la tarea, ni explicado el motivo de mi permanencia, no sabía que quería Él, pero intuía que era algo grande, significativo, provechoso, algo que iba a llenar mi alma de gozo, algo que justificaría mi existencia, que me permitiera soportar esta senda, este karma, en definitiva algo que iluminara mis ojos, que apartara para siempre las tinieblas a mi alrededor, un cálido rayo de luz en el frío invierno, una mano tendida a la soledad de mi vida.

La hora del almuerzo era siempre bienvenida, ya que tenía la oportunidad de dialogar con mis compañeros de guardia, sobre los temas más diversos, aunque raramente se tocaban aquellos relacionados con la medicina. La política era la élite, los vientos que soplaban así lo imponían.

—Así que te codeas con senadores de la Nación – ironizó el cirujano de guardia, mientras se llevaba a la boca un trozo de un delicioso pollo preparado por las manos expertas de las cocineras – me contaron que llamó Ferreyra Gómez, por un delincuente que tenés internado.

Aunque la sala de terapia estaba alejada y aislada del resto de los pabellones y de la guardia general, las noticias volaban por esos pasillos como si se hubieran producido allí mismo.

—Te informaron mal – retruqué a mi colega – habló con Andrés, pero hoy seguro que llama. No sé quien es más malandra, el que está internado o el otro, yo no me voy a hacer problema, y espero que no llame durante la siesta. Pero si ese no debe poder dormir por el peso de su conciencia.

—Estás equivocado, ese no tiene conciencia. - Respondió despreciativamente y agregó - ¿Cómo está el violador?

Fue como un resplandor en la oscuridad de la noche. Mi mente comenzó a elaborar una estrategia, rápidamente, entre la pregunta y la respuesta que debía dar. De pronto todo estaba muy claro, había llegado el momento, se había corrido el telón, había escuchado las palabras por tanto tiempo esperadas. Mis manos serían guiadas, mis actos serían justificados, mi vida tendría un motivo, un fin, una misión.

—Está muy grave – respondí – perdió mucha sangre.

—Mirá vos, me habían dicho que hoy salía de terapia, las boludeces que dicen ¿no?

—Vos escuchá al que sabe, o sea en este caso, yo – manifesté con cierto dejo de suficiencia – bueno voy a descansar un poco, si me dejan. Por favor hasta las cuatro traten de aguantar con las interconsultas.

—No te preocupes, que en cuanto te acuestes te llamamos – sonrío.

Me dirigí, prestamente, hacia mi habitación para tratar de descansar un poco y poner en claro mis ideas.