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Natasha Telford era una chica australiana, sencilla y trabajadora. Dante Andretti era un guapo y encantador… príncipe. No podrían ser más diferentes; pero Dante necesitaba la ayuda de Natasha para conseguir ser un hombre normal por algún tiempo, y no un príncipe con interminables privilegios y obligaciones. Natasha sólo era una chica normal que iba a enseñarle la ciudad… pero quizá pudiera convertirse en una princesa fuera de lo común.
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Seitenzahl: 202
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Nicola Marsh
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cita con el príncipe, n.º 2143 - julio 2018
Título original: Princess Australia
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-621-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
Para las verdaderas princesas de mi vida. Gracias por vuestro apoyo, vuestra amistad y las muchas risas que compartimos.
Quiero un bidón de soda, un cuenco gigante de patatas fritas y un banana split cubierto de una capa triple de chocolate. ¿Lo has pillado? ¡Y lo quiero ya!
Natasha Telford dirigió una mirada fulminante a la espalda de la joven estrella del pop australiano que escupía así su orden sin respeto. Sin que nadie se diera cuenta, apretó una de esas bolas antiestrés que tenía oculta bajo el mostrador de entrada deseando poder hacerle unos cuantos rotos más a la camiseta de diseño que llevaba.
No podía imaginar desde cuándo llevaba el viejo Harvey haciendo ese trabajo.
Cuando era niña y correteaba por Telford Towers, había tenido siempre la sensación de que el conserje del hotel tenía el trabajo más atractivo del mundo. Hasta el momento actual en que estaba sustituyendo a Harvey, que acababa de someterse a una operación de cadera. Podía ocuparse sin problemas de dar a los turistas, educadamente, indicaciones de los lugares famosos de Melbourne. Era a los famosos exigentes y maleducados, especialmente jóvenes recién salidos de la secundaria, a los que no le importaría estrangular.
Y hablando de famosos, la llegada del príncipe de Calida estaba prevista de un momento a otro, por lo que echó un rápido vistazo a su alrededor para comprobar que todo estaba en orden en el vestíbulo. Ese pequeño dictador del mundo del pop tendría que esperar. Ella tenía que impresionar a una personalidad mucho más importante, concretamente a Dante Andretti, que en breve sería coronado rey de un pequeño principado de la costa oeste de Italia, si la información recabada de la red era exacta.
El vestíbulo tenía un aspecto perfecto, desde el suelo de mármol pulido hasta el mostrador de recepción ribeteado de latón bruñido, sus mullidos sofás de color chocolate y las lámparas antiguas, todo decorado con unos impresionantes arreglos florales que llevaban al hotel diariamente y colocados estratégicamente.
Natasha sonrió, llena del mismo orgullo que experimentaba cada día al entrar en Telford Towers. De verdad amaba aquel lugar. Cada centímetro cuadrado del edificio. Y haría todo lo posible para que permaneciera en la familia. Cualquier cosa.
–¿Y cuándo llegará su Rígida Alteza?
La sonrisa de Natasha se amplió nada más girarse y encontrarse con Ella Worchester, su mejor amiga.
–No lo llames así. Puede que sea un buen tipo –dijo Natasha, ordenando una pila de mapas descolocados, una caja con entradas para el teatro y un stand de folletos de información por enésima vez. Tenía los nervios de punta, y si el príncipe no llegaba pronto, iba a tener un ataque.
Ella puso los ojos en blanco y metió las manos manchadas de tinta en los bolsillos de sus vaqueros de tiro corto.
–Sí, seguro que va a ser un príncipe de verdad.
Natasha desoyó el cinismo de Ella como de costumbre. En esos momentos lo que necesitaba era exactamente eso, un príncipe, o más exactamente, era lo que necesitaba Telford Towers.
–¿Qué sabes de él?
No lo suficiente. Y eso era lo que le preocupaba.
Normalmente lo sabía todo de las personalidades importantes que se hospedaban en el hotel. Era su trabajo. Más aún en ese caso. Telford Towers necesitaba la presencia del príncipe desde ayer, como se solía decir.
Natasha se encogió de hombros.
–Sólo lo que he leído en la red, que no es mucho. Había información geográfica a patadas referente a Calida, pero apenas nada sobre los miembros de la familia real.
–¿Es guapo? –preguntó Ella, adoptando una provocativa pose con la esbelta cadera, y Natasha se rió.
–No te puedo decir mucho por la foto que viene en la web. Era demasiado pequeña.
–No me estarás ocultando algo, ¿verdad? –el tono bromista de Ella le arrancó una nueva carcajada y Natasha levantó las manos en gesto de rendición.
–Por lo que pude ver, el tipo iba vestido de uniforme y tenía un aspecto más estirado que un pavo. Llevaba el pelo hacia atrás al estilo del ejército y parecía incapaz de sonreír, ni aunque su vida dependiera de ello. Ahí está. ¿Satisfecha?
Sin embargo, sí había un rasgo sobresaliente en el rostro del príncipe: sus ojos.
Unos hermosos ojos de color azul claro que se le habían quedado grabados en el cerebro.
Siempre le habían atraído los ojos de los hombres, pues creía fielmente eso que se decía sobre que «los ojos eran las ventanas del alma». Era una pena que no hubiera visto las verdaderas intenciones tras los ojos de Clay. Se habría ahorrado mucho sufrimiento y habría evitado poner a su familia en la odiosa situación de perder lo que significaba todo para ellos.
–Vale, pero no dejes que vaya dándote órdenes, ¿me oyes? Estás sustituyendo a Harvey, pero eso no significa que tengas que aguantar todo lo que te echen, por muy príncipe que sea ese tío.
Natasha apretó la mano de su amiga.
–El príncipe es importante para el hotel, y lo trataré como trato a los demás clientes. Con respeto, cuidado, y…
–Sí, sí. Guárdate la charla para alguien que no la haya oído un millón de veces –la detuvo Ella con un gesto de la mano, aunque su cálida sonrisa evidenciaba la falta de malicia de sus palabras–. Y ahora, si no te importa, tengo que escribir una columna de jardinería y hacer unos cuantos dibujos de plantas antes de comer.
–¿Te apetece un café en Trevi’s, a la hora de siempre? –preguntó Natasha, segura de que, para entonces, necesitaría una buena inyección de cafeína.
–Genial. Nos vemos a las cinco.
Ella se despidió con un gesto descarado y se alejó, su delgada figura cubierta de prendas vaqueras de la cabeza a los pies, al tiempo que su pelo caoba despejado en la nuca se balanceaba en sincronía con sus pasos.
Su mejor amiga era una mujer despampanante que disfrutaba de la vida y tenía energía a montones, mientras Natasha se sentía como una toallita de cara escurrida. Se debía al estrés, un estrés que la perseguía desde que se despertaba y, lamentablemente, también en sueños. No era de extrañar que pareciera tan sosa en comparación con su vivaz amiga.
Echó un vistazo a su reloj de oro y plata, regalo de su padre en su vigésimo primer cumpleaños, antes de que el dinero se hubiera convertido en un problema para ellos, y se preguntó por qué el príncipe se estaba retrasando.
La mayoría de las personalidades importantes con los que trataba llevaban una agenda ceñida hasta el último segundo, y tenía la idea de que la realeza sería más pedante que la mayoría. Especialmente un príncipe aparentemente incapaz de sonreír, a juzgar por la pequeña foto de Internet.
En ese momento, una reluciente Harley de color negro se detuvo delante de la puerta principal, y Natasha se mordió con nerviosismo el labio inferior con la esperanza de que Alan, el portero, hiciera que se llevaran al aparcamiento aquel ruidoso chisme lo antes posible. Las primeras impresiones eran lo que contaban, y necesitaba desesperadamente impresionar al príncipe.
Tras un nuevo vistazo al reloj y colocar un poco más los folletos de turismo apilados en el mostrador, levantó la vista justo a tiempo de ver que el motero atravesaba las puertas de cristal del vestíbulo.
Y se le secó la boca.
Aquel individuo era el típico chico malo: alto, mediría más de un metro ochenta y tres, con unos anchos hombros encerrados en una camiseta de suave algodón de color gris, unas largas y esbeltas piernas embutidas en unos vaqueros gastados y una mata de pelo negro y ondulado revuelto por el casco y la brisa del sur que soplaba en Melbourne, por no hablar de una estructura ósea que parecía esculpida por alguno de los maestros italianos.
Natasha inspiró profundamente, cerró los ojos y trató de enfocar bien la vista. ¿Qué demonios estaba haciendo? Aquel hombre bien podía ser la fantasía de cualquier mujer hecha realidad, ¿pero desde cuándo se quedaba ella mirando alelada a los hombres, y peor aún, descuidando la atención en su trabajo?
¡Especialmente en un momento como aquél!
Se reprendió mentalmente por haberse dejado llevar por sus hormonas, largo tiempo dormidas, durante un glorioso momento en el que aquel hombre atravesara el vestíbulo, exhaló y abrió los ojos, dispuesta a salir a la calle y recibir al príncipe en cuanto su limusina se detuviera en la entrada.
La inquietud se estaba apoderando de ella, haciéndola imaginar todo tipo de locuras, como lo mucho que le gustaría acercarse al motero sexy y preguntarle con su mejor y más sensual voz: «¿Qué puedo hacer por ti?».
Pero el hombre le ahorró las molestias.
–Necesito su ayuda.
Natasha se estiró el puño por encima del reloj, para evitar mirarlo cada cinco segundos, y estampó en su rostro su mejor sonrisa de bienvenida. Sin embargo, ésta pareció helarse cuando levantó la vista y sus ojos se encontraron con los del motero.
Ojos de color azul claro. De un tono cercano al aguamarina, el hipnotizador tono de la Gran Barrera del Coral en un día soleado. Un color que se le había quedado grabado en la memoria, teniendo en cuenta que era el único rasgo sobresaliente que recordaba de la foto borrosa del príncipe.
–La señorita Telford, ¿verdad?
El hombre echó un vistazo a la placa que ella llevaba en la solapa y seguidamente la miró de nuevo a la cara. Una cara sonrojada por el súbito calor que le había causado darse cuenta de que debía haber perdido el juicio si de verdad pensaba que aquel tipo desaliñado y con el pelo revuelto podría ser el príncipe de Calida.
Era evidente que necesitaba tomarse un día libre.
–Así es. ¿Qué puedo hacer por usted? –«aparte de echarlo de aquí y prepararme para el encuentro más importante de mi vida».
–Mucho, espero.
Apoyó los codos en el mostrador y Natasha tuvo que esforzarse para no quedarse mirando la manera en que se le marcaban los bíceps con aquel sencillo movimiento.
Dios, tal vez fuera hora de ir cambiando su política de no salir con hombres. Había pasado ya un año y medio desde lo ocurrido con Clayton, y no había salido con nadie desde entonces.
Resistiendo la tentación de echar un vistazo por encima del hombro de él en dirección a la puerta en caso de que el príncipe entrara sin que ella se diera cuenta, dijo:
–¿Tiene reserva, señor? De no ser así, tal vez podría acompañarme al mostrador de registro. Le tomarán los datos y después me ocuparé de facilitarle lo que pueda necesitar.
–No, necesito solucionar esto ahora mismo, y usted es la mujer que necesito.
Su voz grave y baja le provocó un escalofrío, al tiempo que notaba que su sonrisa vacilaba cuando él fijó en ella una penetrante mirada.
Esos ojos… ese color… ¡De ninguna manera!
No podía ser.
El hombre bajó el tono de voz aún más al tiempo que se inclinaba sobre el mostrador hasta quedar a apenas unos milímetros de la cara de ella, envolviéndola en un embriagador aroma que le recordaba el olor de los bollos calientes: dulce y repleto de canela. Delicioso.
–Creo que me estaba esperando. Soy Dante Andretti.
Natasha se agarró al mostrador para mantenerse en pie a pesar de la manera en que le temblaban las rodillas.
Aquello no podía estar ocurriendo. Aquel tipo no podía ser el príncipe.
–Príncipe de Calida –añadió, mientras las comisuras de sus labios se levantaban formando una atractiva sonrisa que tuvo un efecto extraño en el interior de Natasha, algo que no había sentido jamás, algo que no tenía derecho a experimentar en ese momento.
¿Aquel… aquel… rebelde era el hombre en quien ella había centrado todas sus esperanzas para salvar el negocio de su padre?
Que el Señor la ayudara.
–¿Hay algún problema, señorita Telford?
Tragándose la primera respuesta que se le ocurrió, algo así como «podrías apostar tu precioso trasero a que lo hay», se limitó a decir:
–En absoluto, Alteza.
–¡Schhh! –dijo él, sacudiendo la cabeza vigorosamente al tiempo que se ponía el dedo en los labios–. Alguien podría oírla.
–¿Y eso sería un problema porque…? –la voz de Natasha mostraba un leve deje de histeria, y tuvo que inspirar varias veces para recuperar la tranquilidad.
Aquello no tenía sentido. Tenía que ser una de esas bromas de cámara oculta. Ella había esperado que el príncipe llegara en una larga limusina, y aquel tipo se había presentado en una moto. Ella había esperado que el príncipe llevara una corte de guardaespaldas, y aquel tipo estaba solo. Ella había esperado a un tipo estirado y pomposo, y aquel tipo se mostraba relajado, llevaba la ropa un tanto desaliñada y era sexy hasta decir basta.
–Por si no lo ha notado, no quiero revelar mi identidad, y me gustaría continuar así.
–No le sigo. Ha reservado habitación con su nombre verdadero, pero no quiere que nadie sepa que está aquí.
Él chasqueó los dedos delante de la nariz de ella, al tiempo que su sonrisa se ensanchaba.
–Exacto.
¡No, no, no!
Natasha quería patalear como una de esas estrellas del pop con una rabieta.
Aquello no iba a resultar. ¿Ella necesitaba la publicidad de la presencia del príncipe en su hotel y él quería mantenerlo en secreto? ¿Se habría vuelto loco?
–¿Hay algún problema con la seguridad? ¿Algo que yo debiera saber? –«como por ejemplo ¿por qué se ha presentado aquí como si fuera un modelo de vaqueros diciendo toda una sarta de tonterías?».
–Ninguno, pero me gustaría tener la oportunidad de seguir charlando. Como he dicho, necesitaré su ayuda mientras esté aquí. Deje que me registre y tal vez podríamos vernos cuando termine su turno, ¿sí?
–¡No!
Natasha bajó la voz, y le resultó satisfactorio ver el brillo de sorpresa en aquellos ojos azules. Le estaba demostrando lo que sentía una cuando las cosas no salían según lo planeado.
–¿No?
Cubriendo el rostro con lo que ella esperaba fuera una máscara de profesionalidad, Natasha dijo:
–Lo que quiero decir es que estaré ocupada durante las próximas horas.
–No importa –dijo él, quitándole importancia al hecho con un gesto de la mano, y Natasha se dio cuenta de pronto de que aunque aquel hombre no tuviera la apariencia de un príncipe, sus gestos mostraban que estaba acostumbrado a dar órdenes–. Esperaré. He reservado habitación bajo el nombre de Dan Anders.
Los labios le temblaron ligeramente. Por primera vez tenía ganas de reír desde que aquel príncipe demente, oculto bajo la fachada de un chico malo, entrara en su hotel.
–Bonito seudónimo.
Él se encogió de hombros y ella se quedó mirando aquellos músculos de nuevo, la forma en que se tensaban bajo la camiseta de algodón, y se preguntó si serían tan firmes como parecían.
–Dante Andretti, Dan Anders. Elegí algo similar para no confundirme.
Su sonrisa de disculpa mostró una hilera de brillantes dientes que sobresalían más aún debido al sensacional bronceado que lucía.
Sabía que las fotos a menudo no hacían justicia, pero en el caso del príncipe, tendría que ordenar la ejecución del fotógrafo real. Aquel tipo era impresionantemente guapo. Y viniendo de una chica que había decidido apartar a los hombres de su vida después de Clay, aquello era decir mucho.
No estaba ciega. Podía mirar, ¿no? Como si mirara un escaparate. Eso no significaba que tuviera que tocar, quería decir comprar, la mercancía.
–¿Qué le parece si tomamos un café en el bar del hotel hacia las cuatro y media? Tengo planes a las cinco.
Él se encogió de hombros.
–Perfecto. No me sorprende que una mujer hermosa como usted tenga planes.
Y además, tenía que añadir «encantador» a la lista de atributos.
–Bien entonces –dijo ella, sonrojándose al ver que él no apartaba la vista, mientras ella aplastaba la pelota antiestrés por debajo del mostrador–. Hablaremos largo y tendido del asunto más tarde, pero déjeme decirle que no me gusta esta situación. No me gustan las mentiras, no me gustan los subterfugios, y tenerlo como cliente sería beneficioso para mi hotel.
Natasha siguió parloteando. Le disgustaba la manera en que los labios de él se curvaban en una deliciosa sonrisa, la manera en que sus ojos brillaban divertidos, y la manera en que ella no dejaba de fijarse en detalles sin lógica como aquéllos.
Se estaba poniendo en ridículo al mostrarse como una vieja profesora de colegio riñendo a un niño desobediente. Tendía a comportarse así cuando se ponía nerviosa.
–Hablaremos de negocios después, señorita Telford.
–Llámeme Natasha –dijo ella, sonrojándose por una inexplicable razón. ¡Dios, ni que le estuviera pidiendo que la llamara para salir a cenar!
–Dante.
El educado gesto de asentimiento reafirmaba lo que Natasha había pensado antes. Se veía al chico malo dentro del príncipe, pero no se podría ver al príncipe dentro del chico malo.
Dante echaba sutiles miradas en la dirección que había tomado Natasha mientras una eficaz empleada lo registraba como cliente.
Aquella mujer lo había dejado intrigado.
Estaba acostumbrado a la sumisión, la deferencia y la intimidación cuando la gente se enteraba de quién era, pero aquella impresionante morena no había movido una pestaña. De hecho, se había mostrado irritable, y la tensión emanaba de ella en olas palpables.
No estaba impresionada con él. Eso le había quedado claro, pero quería saber por qué. Tal vez despreciara la riqueza. O tal vez fuera por su título.
No importaba. Él necesitaba la ayuda del conserje si quería llevar a cabo su plan. El hecho de que el conserje fuera una mujer preciosa con ojos de color caramelo, unas largas piernas y un cuerpo fabuloso tras aquel serio uniforme verde oscuro era una alegría para la vista.
No era que pudiera confiar en que una mujer bonita comprendiera su forma de pensar. Más bien, le haría pasar un mal rato. Estaba seguro. La charla de puritana que le había echado dejaba claro que la señorita Natasha Telford no estaba dispuesta a aguantar ningún tipo de comportamiento indecoroso. Aunque no era lo que él tenía en mente. En realidad no…
–Aquí tiene su paquete de bienvenida, señor Anders. Dentro encontrará la tarjeta de su habitación. Disfrute de su estancia en Telford Towers.
Él respondió con una sonrisa de agradecimiento a la joven, tomó sus llaves y se dirigió al ascensor.
No fue culpa suya que tuviera que pasar por delante del mostrador del conserje de nuevo, como tampoco fue culpa suya que la sexy conserje eligiera justo ese momento para levantar la vista de lo que estaba haciendo.
Él le dirigió la mejor de sus sonrisas, y no pudo evitar disfrutar del leve rubor que tiñó sus mejillas al instante.
Así que no era inmune a un poco de encanto después de todo.
Natasha revolvía ansiosa en su armario. Pasó de largo un vestido formal, vestidos de playa, faldas y pantalones informales hasta dar con sus vaqueros favoritos. En momentos como aquél, ser superorganizada, u ordenada hasta la obsesión según Ella, era una ventaja. Bastante nerviosa estaba ya.
Mientras se los enfundaba, pensó con ironía que lo único bueno que le había dejado Clay era un cuerpo aún más delgado. El estrés ante lo que aquel tipo le estaba costando a su familia le había hecho perder muchos kilos.
Arriba se puso una camiseta de tirantes de color rosa, se recogió el pelo en una coleta baja, se colocó unos pendientes de aro en las orejas y completó el conjunto con unas sandalias altas de cuña de color negro. Observó entonces el efecto total en un espejo de cuerpo entero detrás de la puerta.
Aquélla era su ropa favorita, el tipo de ropa con la que se sentía a gusto, segura de sí misma. ¿Entonces por qué quería quitárselo y ponerse un formal vestido de color negro?
«Porque eres una farsante, por eso».
Le sacó la lengua a su reflejo porque odiaba que su subconsciente estuviera en lo cierto. Por mucho que intentara vestirse de manera informal, o por mucho que aquella ropa supuestamente le infundiera seguridad, por dentro estaba hecha un desastre.
Tener que tratar con Dante Andretti ya habría sido tarea ardua sin que el príncipe hubiera decidido jugar a ser un rebelde y ocultar su identidad. Precisamente la identidad que ella necesitaba gritar a los cuatro vientos para impulsar el nombre del hotel y, en última instancia, salvarlo.
–Maldita sea –murmuró, poniéndose un poco de brillo de labios y máscara de pestañas, consciente de que se necesitaba mucho más que un poco de maquillaje para conseguir el buen aspecto que necesitaba.
Ella necesitaba la ayuda del príncipe y, al parecer, él necesitaba la de ella.
¿Pero entonces por qué tenía aquella horrible sensación de que sus necesidades serían diametralmente opuestas? O peor aún, de que sería obligada a poner por delante las necesidades de él… y todo por una encantadora sonrisa y unos ojos azules que la habían perseguido desde que los viera en la pantalla de su ordenador.
¿Por qué no podría haber sido un príncipe aburrido y anticuado volcado en sus obligaciones de príncipe, como mostrar su cara a todos los medios?
Dante echó un vistazo al tranquilo y discreto bar, sorprendido por la sensación tan hogareña que despedía. Había viajado por todo el mundo, se había hospedado en los mejores hoteles y había probado las mayores exquisiteces que el dinero podría comprar, pero había algo en aquel lugar que lo atraía.
Las elegantes mesas de madera de caoba y la barra que se extendía a lo largo de toda una pared; los mullidos sofás tapizados de color granate, la luz tenue de las lámparas de latón o las antigüedades que adornaban la estancia no eran nada fuera de lo común. Y sin embargo, todo junto creaba un ambiente que lo llamaba tanto como la intimidad de su propia habitación en su palacio después de un largo día.
De pronto se dio cuenta. La intimidad de la estancia, la misma sensación de comodidad que habría esperado de un salón privado, no de un bar de hotel. Eso era. Aquella habitación lo atraía como su salón de estar en Calida.
Alguien se había tomado muchas molestias para crear aquel efecto. Alguien con gusto, un buen olfato para los negocios y para saber cómo hacer que un extraño se sintiera en casa.
En ese momento, Natasha entró en la habitación y su admiración por la decoración se evaporó como el humo.
Le sonrió y le hizo gestos para que se acercara, hipnotizado por el vaivén de sus delgadas caderas embutidas en aquellos gastados vaqueros, por la forma en que la luz de las lámparas marcaba los reflejos caramelo de su pelo, y por la combinación de una vestimenta totalmente informal con una innata elegancia. Aunque mucho se temía que tenía más que ver con la mujer que había dentro que con las prendas en sí.