Cleopatra - Duane W. Roller - E-Book

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Duane W. Roller

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Beschreibung

Pocas personalidades de la Antigüedad son más famosas y, sin embargo, peor comprendidas y más vilipendiadas que Cleopatra. Para el gran público, su nombre evoca a una diva enjoyada y a los destellos del brillo de Hollywood, no a una eminencia regia capaz de conducir ejércitos. Los más apenas recuerdan una nebulosa fama de bella y malvada seductora. Cleopatra hoy es más una fábula, el Oriente encarnado, que alguien que vivió en su propio espacio y tiempo, con una imagen construida a partir de maledicencias, tergiversaciones y bulos, desde Augusto hasta nuestros días, y que dice más de los miedos romanos –a la mujer poderosa, al extranjero, al otro, en definitiva–, que de la vida de quien fue la última reina de Egipto. En el libro Cleopatra. Biografía de una reina, Duane Roller atraviesa ese espejo deformado para reconstruir la vida de una líder erudita y visionaria cuyo objetivo fue siempre la preservación de su dinastía y de su reino, navegando en las turbulentas aguas de un mundo mediterráneo donde la contestación a una Roma omnímoda parecía imposible –y con mucha más inteligencia, elegancia y tacto que la mayoría de sus aliados y enemigos masculinos–. Su convincente biografía de Cleopatra VII la muestra como administradora de un Estado que llegó a abarcar desde Asia Menor hasta las fronteras egipcias con Nubia, como comandante naval que dirigió su propia flota en la malhadada batalla de Accio y como erudita y defensora de las artes, digno miembro de una estirpe, los Tolomeos, que había convertido su capital, Alejandría, en el faro cultural del mundo helenístico. Incluso sus relaciones con Julio César y Marco Antonio –origen de su reputación de pérfida seductora– fueron políticas de Estado destinadas a asegurar la preservación dinástica. Una biografía soberbia y esclarecedora de una mujer única, Cleopatra.

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CLEOPATRA

Cleopatra

Roller, Duane W.

Cleopatra / Roller, Duane W. [traducción de Jorge García Cardiel].

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2023 – 288 p. ; 23,5 cm – (Historia Antigua) – 1.ª ed.

D. L: M-15396-2023

ISBN: 978-84-126588-4-2

94(32)

929CLEOPATRA

CLEOPATRA

Biografía de una reina

Duane W. Roller

Cleopatra. A Biography was originally published in English in 2010. This translation is published by arrangement with Oxford University Press. Desperta Ferro is solely responsible for this translation from the original work and Oxford University Press shall have no liability for any errors, omissions or inaccuracies or ambiguities in such translation or for any losses caused by reliance thereon.

Cleopatra. Biografía de una reina se publicó originalmente en inglés en 2010. Esta traducción se publica mediante un acuerdo con Oxford University Press. Desperta Ferro es el único responsable de esta traducción de la obra original y Oxford University Press no se hace responsable de errores, omisiones o inexactitudes o ambigüedades en dicha traducción ni de cualquier pérdida causada por la misma.

Todos los derechos reservados

Copyright © 2010 by Oxford University Press, Inc.

ISBN: 978-0-19-982996-5

© de esta edición:

Cleopatra

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-126588-5-9

D.L.: M-15396-2023

Traducción: Jorge García Cardiel

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández y Cristian Indrecan

Cartografía compuesta por Bill Nelson

Coordinación editorial: Mónica Santos del Hierro

Todas las imágenes son de dominio público, salvo aquellas en las que se indica otra fuente

Primera edición: junio 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2023 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

ÍNDICE

Prólogo de Patricia González Gutiérrez

Prefacio del autor

Introducción

 

1   LOS ANTEPASADOS DE CLEOPATRA Y EL CONTEXTO HISTÓRICO

2   LA HERENCIA TOLEMAICA Y LA RELACIÓN CON ROMA

3   LA JUVENTUD Y EDUCACIÓN DE CLEOPATRA

4   CONVERTIRSE EN REINA (51-47 A. C.)

5   LA CONSOLIDACIÓN DEL IMPERIO (47-40 A. C.)

6   LOS AÑOS DEL APOGEO (40-34 A. C.)

7   EL FUNCIONAMIENTO DEL REINO

8   ERUDICIÓN Y CULTURA EN LA CORTE DE CLEOPATRA

9   EL HUNDIMIENTO (34-30 A. C.)

 

Epílogo

 

Apéndice I

Bosquejo de la vida y trayectoria de Cleopatra

Apéndice II

Genealogía de los últimos tolomeos

Apéndice III

La madre de Cleopatra

Apéndice IV

¿Fue Cleopatra una ciudadana romana?

Apéndice V

Descripciones de Cleopatra en la literatura antigua

Apéndice VI

La iconografía de Cleopatra VII

 

Bibliografía

Índice de pasajes citados

PRÓLOGO

Pocas figuras femeninas han provocado tantos ríos de tinta como Cleopatra VII. Dentro del olvido generalizado de las mujeres por parte de la historiografía tradicional, personajes como Cleopatra, junto con otras figuras como Juana de Arco o Isabel la Católica, se «salvaban» de la amnesia del relato. No solo entre los eruditos ha sido una figura más o menos recurrente, sino que la cultura popular se ha nutrido de las diversas caras de una figura reiterada en la pintura, la escultura o el cine. No podemos negar el impacto de la imagen de Elizabeth Taylor y su sombra de ojos azul, replicada luego en el cómic de Astérix y Obelix, en el imaginario colectivo. Shakespeare dedicó una obra a la eterna pareja de Cleopatra y Marco Antonio y numerosas novelas se han sumergido en su vida. Su muerte ha sido pintada por Miguel Ángel, Artemisia Gentileschi o Guido Reni. Su vida, en fin, es un tema frecuente también en las revistas de divulgación.

Sin embargo, pocos personajes son, en realidad, tan poco conocidos. La historiografía no hizo más que repetir una serie de tópicos manidos, las artes plásticas sexualizaron hasta el extremo a la reina y la cultura popular fue aumentando la visión de la última reina tolemaica como una femme fatale. La propaganda romana, promovida por Octaviano, que ha sido la principal fuente usada para conocer a la reina, elaboró un retrato denigrante que cubrió la persona real de tantas capas de mito y crítica que, para llegar a ella, hay que acometer una auténtica labor de arqueología textual.

En este sentido, unos pocos debates y tópicos vuelven una y otra vez al escenario, que deja a quien intenta acercarse a ella con una sensación de eterno castigo, como un Sísifo que tiene que ver caer su roca una vez tras otra ladera abajo o un Tántalo que nunca llega a alcanzar ni el agua ni la fruta que pende a unos centímetros de su cara. Uno de ellos es el de la ascendencia de Cleopatra, centrado en los últimos años en su color de piel, sobre todo cuando se estrena alguna serie acerca de ella. Frente al mito de una familia tolemaica eternamente endogámica y plagada de matrimonios fértiles entre hermanos, surgen los matices en torno a las alianzas matrimoniales fuera de la familia, los relatos en relación con diversas esposas reales más o menos desconocidas y la necesaria imbricación de los tolomeos en los circuitos de poder nacionales e internacionales.

Sin embargo, quizá el mito más conocido es el relativo a su voracidad sexual y encanto personal. Podría resultar curiosa esta fama con respecto a una persona con un solo matrimonio dinástico y solo dos parejas sexuales conocidas a lo largo de su vida, pero no es un recurso desconocido. Mujeres poderosas como Julia y Mesalina sufrieron el mismo destino historiográfico. Sus maniobras políticas e intrigas quedaron reducidas a adulterios, promiscuidad, traiciones en la cama y visitas a burdeles de mala muerte para ejercer la prostitución. Aunque la estrategia tenía su contraparte masculina en las acusaciones de pasividad sexual (lo que no deja de ser una feminización por parte de las fuentes), se trata de una maniobra que ha afectado especialmente a las mujeres.

Esto ha supuesto que sus estrategias políticas se erotizaran, como su famosa entrevista a escondidas con César, o que sus maniobras para salvar su reino fueran vistas como locuras decadentes y amorosas con Marco Antonio. También provocó que su vasta cultura (hablaba varios idiomas y creció correteando por la Biblioteca y el Museo), su capacidad para la oratoria y la fascinación que provocaba su conversación se viera reducida a debates acerca de su belleza o a su falta de ella. Debates que, por otro lado, han llegado hasta nuestros días.

También sus conocimientos de medicina, ciencia de la que escribió, se vieron reducidos a una imagen de bruja oriental, de hechicera capaz de encantar a los hombres que la rodeaban y de experta en el arte del veneno. Y, como ejemplo, el botón de su muerte, mitificada con el áspid, y sexualizada con la imagen de la serpiente mordiendo su pecho desnudo. Cleopatra no solo ha representado a la gobernante que, por ser mujer, acaba con un reino centenario y a la femme fatal capaz de arruinar todo lo que toca, sino también a la mujer voluble, derrochadora, caprichosa y ninfómana. Es más, ha ejemplificado como nadie un relato relacionado con los enfrentamientos entre Occidente y Oriente, más que con ser víctima de las luchas de poder entre romanos.

¿Cómo deshacernos de todas estas capas? Este libro es uno de los que afrontan esa tarea. Cleopatra se estudia, ni más ni menos, como uno de los gobernantes de la zona. Uno especialmente capaz, además, aunque una visión teleológica de la historia nos hiciera ver la derrota de Egipto como inevitable. También presenta a una monarca que continúa las políticas internas y de alianzas externas típicas de su familia y del marco mediterráneo. Los tolomeos llevaban ya bastante tiempo interactuando (y dependiendo en ciertos momentos) de Roma, así como luchando por mantener sus territorios fuera de Egipto.

Fue una dirigente preocupada por convertir Alejandría en un foco de cultura, por mantener una buena relación con la administración regional y local de su reino y que tuvo que enfrentarse no solo a sequías y corrupciones locales, sino a la inmensa ambición y a las peleas internas romanas. Fue una madre y una reina preocupada y protectora, que recibió culto local hasta que el cristianismo fue barriendo otras creencias y adoraciones.

Acercarse a su figura más allá de esa supuesta excepcionalidad, desde un marco histórico más general, desde una historia política que no se deje llevar por fantasías, desde una historia de las mujeres que sea consciente de los usos políticos en torno al género y desde una historia social que explore las estrategias de los distintos reinos más allá de la visión centralista y reductora de Roma, acaba por convertirse en una necesidad.

Un libro como este es la muestra no solo de que otra historia es posible, incluso con los personajes más mitificados, sino de que, cuando se rebusca en las fuentes, se encuentra. Es la muestra de que, quizá, lo que fallaba no eran solo unos textos cargados de inquina y propaganda, sino nuestra propia forma de mirar.

Patricia González Gutiérrez,abril de 2023

PREFACIO

La historia, señor, dirá mentiras como siempre.

General Burgoyne en la obra teatral de George Bernard Shaw El discípulo del diablo (1897)*

Aquella mujer incapaz de doblegarse.

Horacio, Odas 1.37.32 (ca. 20 a. C.)**

 

En el año 34 a. C. tuvo lugar en el Gimnasio de Alejandría una ceremonia extraordinaria. Cleopatra VII, que a sus 35 años llevaba gobernando Egipto desde los 18 y que gozaba de la ciudadanía romana, ratificó legalmente que su reino tolemaico (instituido 270 años antes por su ancestro Tolomeo I, uno de los compañeros de Alejandro Magno) había recuperado por fin su antigua gloria territorial. El país abarcaba desde Cirene, en el norte de África, a través del propio Egipto, hasta el extremo oriental del Mediterráneo y los confines del mar Egeo, incluyendo Chipre y algunas partes de Creta. Además de, por supuesto, el valle del Nilo hasta muy aguas arriba. Los cuatro hijos de Cleopatra participaron en la celebración, pues estaban llamados a preservar el reino y a establecer una red de monarquías aliadas que se extendiera hasta Armenia y Partia (en la actual meseta iraní). Dado que Cleopatra era una aliada de la República romana, todas estas disposiciones tuvieron que ser sancionadas por el magistrado romano supremo en la región, el triunviro Marco Antonio, también presente en el acto. Si todo hubiera salido según lo planeado, la mayor parte del Mediterráneo oriental hubiera quedado sometido a la hégira tolemaica, con Roma y un puñado de pequeños reinos reducidos a territorios satélite.

Sin embargo, cuatro años después, Cleopatra estaba muerta y todas sus posesiones habían sido repartidas entre Roma y algunos otros monarcas. Las cosas habían salido rematadamente mal. En última instancia, la visión de futuro de la reina se había revelado una visión del pasado. Cleopatra fue la última de los auténticos gobernantes helenísticos y su sueño de crear un nuevo orden y un nuevo concepto de la monarquía cayó víctima del avasallador poder de Roma. Así pues, técnicamente, erró en sus ambiciones, aunque, por irónico que parezca, su desliz fue clave en la creación del Imperio romano. Algo que ella, evidentemente, nunca llegó a saber.

En la actualidad, Cleopatra es conocida sobre todo por su prolija leyenda, generada, básicamente, en los últimos 500 años, en los que la figura de la egipcia ha sido ubicua en el teatro, en las artes visuales y escénicas y en el cine. Resulta difícil rescatar una recreación de la reina que no esté dominada por todas esas concepciones populares. Y, sin embargo, el propósito de este libro es precisamente ese: desgranar un retrato de Cleopatra basado solo en lo que los testimonios antiguos nos revelan acerca de ella. Para que lo que se cuenta sea lo más completo posible, ha habido que recurrir a todas las fuentes disponibles: no solo a la literatura griega y latina, sino también al arte, la arquitectura y los documentos oficiales egipcios, así como a la plástica y las acuñaciones grecorromanas. Y, aun así, la imagen obtenida continúa resultando frustrante por la pertinaz falta de evidencias. A fin y al cabo, la información disponible puede habernos llegado muy contaminada por la perspectiva del vencedor, omnipresente en toda la literatura clásica relevante. Y todavía quedan varias lagunas en el registro, sobre todo las referentes a los tres años que transcurrieron entre finales de 40 y finales de 37 a. C., de los que no sabemos absolutamente nada. Con todo, continúa siendo factible trazar una panorámica fascinante de Cleopatra, la más dinámica de las mujeres, que, pese a fallecer con tan solo 39 años, se convirtió en uno de los personajes más notables de la historia mundial. Las presentes páginas son un intento de valerse de toda la información disponible y de aprender lo máximo posible acerca de esta reina y su mundo.

La redacción de este libro se nutre de los conocimientos previos del autor en torno a la época del último siglo a. C. y del fenómeno de los reyes amigos y aliados (como, en este caso, lo fue Cleopatra), monarcas que regían Estados independientes, pero que mantenían estrechos vínculos con Roma. Es cierto que a Cleopatra no se la suele incluir en esta categoría por haber gobernado en una época anterior al Imperio romano (Herodes el Grande y Juba II de Mauritania, ambos estudiados previamente por el autor, se consideran ejemplos mucho mejores), pero, si lo pensamos bien, cumplió con todas las características propias de un monarca aliado (e incluso fue reconocida de manera oficial por Roma como tal), lo que revela, al menos en este sentido, una auténtica figura transicional entre la República romana y el Imperio.

Al autor, ante todo y sobre todo, le gustaría dar las gracias a Ronnie Ancona y a Sarah Pomeroy por el singular encargo de escribir esta biografía para incluirla en su colección de «Mujeres en la Antigüedad», así como la fe que depositaron en mi capacidad de llevar a término semejante proyecto y los múltiples y provechosos comentarios. Aunque la mayor parte de la labor de redacción se completó en el estudio del autor en Santa Fe, con sus inspiradoras vistas, la investigación bibliográfica se llevó a cabo básicamente en la biblioteca del Harvard College, en la biblioteca de la Universidad Estatal de Ohio (con la asistencia especializada de su personal de préstamo interbibliotecario) y en el Instituto de Arqueología de la Universidad Karl-Franzens de Graz, Austria. El autor también desea agradecer a todas estas instituciones y a su personal el apoyo recibido. Asimismo, le gustaría expresar un agradecimiento especial a Sally-Ann Ashton; a Malcolm Chrisholm; a Erich S. Gruen; a Kathryn Gutzwiller; a Pietro Giovanni Guzzo; a Domenico Esposito, de la Soprintendenza Archeologica de Pompeya; a George L. Irby-Massie; a Diana E. E. Kleiner; a Christa Landwehr; a William M. Murray; a Nancy Leonard; al Museo Rosacruz de San José; a Josephine Crawley Quinn; a Letitia K. Roller; a John Scarborough; a Elena Stolyarik; a la Sociedad Numismática Americana; a Stefan Vranka y a muchos otros profesionales de Oxford University Press; a Susan Walker; a Wendy Watkins y al Centro de Estudios Epigráficos y Paleográficos de la Universidad Estatal de Ohio.

*  N. del E.: Comedias escogidas, Madrid, Aguilar, 1973.

** N. del E.: J. L. Moralejo (trad.), Madrid, Gredos, 2007.

INTRODUCCIÓN

Pocos personajes de la Antigüedad clásica son tan célebres, y al mismo tiempo tan incomprendidos, como Cleopatra VII (69-30 a. C.), reina de Egipto. A pesar de las abundantísimas muestras de cultura popular posteriores a la Antigüedad centradas en torno a su figura, y aunque ha protagonizado no pocas creaciones literarias, artísticas y musicales, Cleopatra es un personaje histórico sorprendentemente poco conocido y, por lo general, mal interpretado. A fin de cuentas, en los años inmediatamente posteriores a su muerte, su memoria fue vilipendiada por los artífices de su derrota, una mancha que contaminó sin remedio las fuentes antiguas.

Cleopatra VII fue una hábil diplomática, comandante naval, dirigente, lingüista y escritora, que administró su reino con habilidad a pesar del progresivo deterioro de la situación política y del creciente intervencionismo romano. Su postrera derrota no debe considerarse en desdoro de sus capacidades. Ahora bien, su imagen en la cultura popular y en las artes a menudo ha ensombrecido su figura histórica y hasta las crónicas especializadas en torno a su trayectoria han quedado en ocasiones trufadas de datos tomados del teatro y la pintura de los primeros momentos de la Modernidad, o incluso de las películas, recreaciones todas ellas interesantes y significativas por derecho propio, pero irrelevantes para el conocimiento histórico de la reina. Aunque Cleopatra ha sido objeto de una extensísima bibliografía, a menudo se la ha representado injustamente como una mujer cuyas apetencias físicas determinaron sus decisiones políticas. En cambio, con demasiada frecuencia se ha obviado parte de los datos más imparciales de su propia época, comenzando por la iconografía y las acuñaciones realizadas durante su reinado.

Como cualquier mujer, Cleopatra se ha visto perjudicada por una historiografía que, tanto en la Antigüedad como en la época actual, ha estado siempre dominada por los hombres. En consecuencia, o bien se la ha contemplado con asiduidad como un mero apéndice de los varones de su vida, o bien se la ha estereotipado a través de los roles femeninos más típicos y chovinistas, presentándola como una seductora o como una hechicera obsesionada con arruinar la vida de los hombres que se cruzaran en su camino. Desde esta perspectiva, la reina no fue más que la «compañera egipcia»1 de Marco Antonio, sin apenas influencia en las decisiones políticas de su época. Todavía en el siglo XX se la consideraba un actor notablemente insignificante en la historia grecorromana. En la década de 1930, Ronald Syme, el gran historiador de Roma, al que tanto le deben nuestros conocimientos acerca del mundo antiguo, sorprendentemente escribió: «Cleopatra no desempeñó ningún papel, en ningún momento, en la política del dictador César, sino que tan solo fue un breve capítulo en la historia de sus amoríos –y también–: la propaganda de Octaviano magnificó la figura de Cleopatra sin medida y más allá de lo decente».2

Sin embargo, lo cierto es que nuestra protagonista fue la única mujer de toda la Antigüedad clásica que gobernó por derecho propio (no meramente como sucesora de un esposo fallecido) y lo hizo tratando desesperadamente de preservar y mantener en funcionamiento un reino moribundo en las mismas narices de la abrumadora presión romana. Descendiente de al menos dos de los compañeros de Alejandro Magno, Cleopatra contaba con un estatus mucho mayor que el de cualquiera de los romanos que se le opusieron. Como mujer, la supervivencia dinástica le obligó a tomar una serie de decisiones personales que hubieran resultado innecesarias en el caso de un varón. Aunque siempre se la representará como la más grandiosa de las femmes fatales, acostumbrada a arrastrar a los hombres a la perdición, tan solo se le conocen dos relaciones en dieciocho años, una cifra que es difícil que puede considerarse un signo de promiscuidad. Es más, esas conexiones (recordemos, con los dos romanos más importantes de la época) demuestran que la elección de sus compañeros respondió a una política de Estado cuidadosamente diseñada, la única que podía garantizar el nacimiento de unos sucesores dignos de la distinguida historia de su dinastía.

Los modelos de conducta para Cleopatra no fueron abundantes, pero sí dinámicos. En primer lugar, se encontraba la más célebre de las reinas egipcias, Hatshepsut, que sucedió a su difunto marido, Tutmosis II, y gobernó el valle del Nilo entre ca. 1479/73 y 1458/57. Hatshepsut se consideraba a sí misma la responsable de haber rescatado a Egipto de los largos años de ocupación hicsa y, además, había impulsado un notable programa de edificaciones que todavía era visible por doquier. Había extendido las fronteras del Estado egipcio y, al igual que Cleopatra, se había mostrado especialmente interesada en hacerse presente en el Levante. Otra inspiración para Cleopatra pudo ser Artemisia, reina de Halicarnaso en 480 a. C. Aunque sabemos poco de ella, se la recuerda por comandar su propia flota y por haber desempeñado con ella un papel crucial (aunque en cierto sentido enigmático) en la batalla de Salamina, uno de los episodios más relevantes de la guerra entre los Estados griegos y Persia. Y, por último, también hemos de mencionar a la primera gran reina tolemaica, Arsínoe II (ca. 316-270 a. C.), hija de Tolomeo I y con quien se trazaron las características de la realeza femenina en el marco de la nueva dinastía. Aunque nunca llegó a gobernar por sí misma, su posición en Egipto se consideró similar a la de su hermano y esposo Tolomeo II. Fue ella quien asentó el concepto del matrimonio fraternal entre los tolomeos, una herramienta dinástica fundamental, aunque también llegó a casarse con dos reyes macedonios. No hay duda de que, como hiciera Cleopatra, Arsínoe supo elegir bien a sus cónyuges para acrecentar su propio estatus.

Las tres reinas, en definitiva, cultivaron cualidades que moldearon el comportamiento de Cleopatra VII. Pero esta última contó también con otras muchas figuras de referencia, entre las que se contaron personajes de la talla de Alejandro Magno, Mitrídates VI del Ponto y sus propios antepasados tolemaicos masculinos, así como el amplio repertorio de enérgicas mujeres de la mitología griega, como Penélope, que, aunque casada, gobernó su reino en solitario durante veinte años. Incluso las aristócratas romanas con las que rivalizó, como Fulvia, Octavia y Livia, constituyeron modelos relevantes, lo que alimentó un intercambio fecundo entre el paradigma de la monarca helenística y el de la matrona romana.

Dado que, con la sola excepción de las efigies abocetadas bidimensionales de sus acuñaciones, no conservamos ningún retrato seguro de Cleopatra, poco es lo que se puede decir acerca de su apariencia física. Las monedas muestran un mentón y una nariz prominentes (este último, su rasgo más célebre), una mirada intensa y un cabello recogido a la fuerza en un moño. Una de nuestras fuentes afirma de manera explícita que era de corta estatura, característica que quizá también pueda colegirse de la célebre historia del fardo de mantas.3 Existe un comentario de Plutarco que se suele malinterpretar para aseverar que no era particularmente bella,4 pero lo que en realidad escribió el historiador fue que la fuerza de su personalidad era muy superior a su atractivo físico. Nuestras fuentes, de hecho, coinciden en que su encanto era notable y que tenía una presencia llamativa, apariencia que aún mantuvo unos días antes de su muerte.5 Como buena integrante de una casa real, era experta en la monta y la caza;6 de hecho, en más de una ocasión las fuentes egipcias la presentan como si fuera un varón.

Cleopatra VII, la última representante de la dinastía tolemaica que gobernó Egipto durante 250 años, nació en torno al inicio del año 69 a. C. Fue la segunda de cinco hermanos, hijos todos ellos de Tolomeo XII, que, a lo largo de su reinado, se había ido involucrando cada vez más en la política del emergente Estado romano. Cuando Tolomeo XII huyó a Roma en 58 a. C. para escapar de las iras de su propio pueblo, provocadas por el declive de la economía y por la sensación de que el monarca se encontraba demasiado ligado a los romanos, es posible que Cleopatra viajara con él. El rey recuperó el trono tres años después gracias al socorro decidido de Roma, vehiculado, entre otros, por el joven oficial de caballería Marco Antonio. La hija mayor de Tolomeo, Berenice IV, que se había apoderado del reino en ausencia de su padre, fue ejecutada, lo que dejó a Cleopatra en el primer puesto de la sucesión. Cuando Tolomeo XII murió en 51 a. C., se convirtió en reina de Egipto, pero en conjunción con su joven hermano Tolomeo XIII, pues la oposición a que una mujer gobernara en solitario era significativa. A la larga, dicha oposición terminó por cristalizar en una facción que provocó el estallido de una guerra civil entre los hermanos. Tal contienda, como es bien sabido, todavía se mantenía en liza cuando Julio César desembarcó en el país del Nilo en 48 a. C. e invocó una serie de antiguos fundamentos jurídicos para justificar la intervención romana en la política egipcia.

César dedicó el invierno de 48-47 a. C. a solventar la guerra (entre cuyas víctimas se contó, por cierto, el propio Tolomeo XIII) y partió en primavera, lo que dejaba a Cleopatra como única reina de Egipto. Durante aquel verano, la soberana dio a luz un hijo al que llamó Cesarión y anunció que era de César. Una vez consolidada en el trono, consagró todos sus esfuerzos a estabilizar el reino. Las deudas contraídas por su padre, los problemas económicos del país y la inquietante presencia romana hicieron ardua aquella tarea, pero no imposible. Para fortalecer su posición en el escenario político romano, siempre cambiante, viajó hasta Roma en 46 a. C. y logró el reconocimiento legal como monarca aliada de la urbe. Un segundo viaje en 44 a. C. determinó que se encontrara en la ciudad cuando César fue asesinado y allí permaneció durante varias semanas más tratando, aunque de manera infructuosa, de que su hijo fuera aceptado como el heredero del finado.

Cuando el triunvirato romano de Antonio, Octaviano (el sobrino nieto y heredero de César) y Lépido se puso en marcha para vengarse de los asesinos del dictador, ambos bandos se aproximaron a Cleopatra con el fin de solicitar su apoyo. La reina contemporizó durante un tiempo, pero al final unió su destino al de los vengadores en vez de al de los tiranicidas, por lo que se puso personalmente al frente de la flota egipcia y levó anclas rumbo a Grecia. Tras la derrota de Bruto y Casio en Filipos en 42 a. C., Antonio quedó al mando de Oriente. Al año siguiente, convocó a Cleopatra a su cuartel general en Tarso. En un principio, la soberana egipcia se negó a reconocer su autoridad y rehusó acudir, pero, en última instancia, en uno de los episodios más famosos de su biografía, navegó por el río Cidno hasta la ciudad. Antonio reconocía abiertamente que, en aquellos tiempos tan turbulentos, el Imperio tolemaico de Cleopatra constituía la mayor garantía de estabilidad en Oriente, aunque se proponía apoyar a la reina tan solo como una pieza más de la red de monarcas aliados con los que Roma contaba en la región. A pesar de todo, decidió devolver al país del Nilo la extensión que otrora había llegado a tener con los tolomeos, por lo que emprendió una política tendente a expandir las posesiones de Cleopatra por el Levante, Asia Menor y el Egeo. El propio Antonio acudió a Egipto para permitirse unas breves vacaciones en compañía de la reina durante el invierno de 41-40 a. C. Cuando regresó a Roma en primavera, Cleopatra volvía a estar encinta y pronto dio a luz a una pareja de gemelos. Ello no fue óbice para que, una vez en Italia, Antonio se casara con Octavia, la hermana de su colega triunviro Octaviano, lo que, seguramente, daba por concluida la relación con Cleopatra.

Sabemos muy poco de las actividades de Cleopatra durante los tres años siguientes: lo más probable es que se dedicara sencillamente a gestionar su reino y a criar a sus tres hijos. No obstante, en 37 a. C. Antonio regresó a Oriente para ultimar los preparativos de una expedición contra los partos, con la que pretendía dar respuesta a una vieja meta de la política exterior romana. No tardó en convocar a Cleopatra a su cuartel general, establecido en este caso en Antioquía. En el contexto de la reorganización de Oriente todavía en marcha, Antonio decidió ampliar aún más los territorios de la reina, fundamentalmente a expensas de los de otro monarca aliado, Herodes el Grande, célebre en nuestros días gracias al relato cristiano de la Navidad. Repárese en que todos los territorios cedidos a Cleopatra habían pertenecido históricamente a los tolomeos y que Antonio se los donó haciendo uso legítimo de sus poderes como triunviro.

La expedición parta, financiada en buena medida por la propia Cleopatra, se puso en marcha en 36 a. C. La soberana regresó a Egipto nuevamente embarazada y muy pronto dio a luz al que fue su cuarto y último vástago. La campaña resultó un completo desastre y, tan pronto como logró ganar la costa mediterránea, Antonio solicitó a Cleopatra que le enviara dinero y víveres. Al sentirse totalmente desacreditado, es probable que el triunviro creyera que no estaba en disposición de regresar a Roma (de hecho, ya nunca lo hizo) y, en su lugar, viajó hasta Alejandría para reunirse con la reina. Durante dos años más se sucedieron los intentos para orquestar una nueva incursión contra el territorio parto, aunque todos ellos quedaron en agua de borrajas.

En 34 a. C., Cleopatra y Antonio presidieron una ceremonia en Alejandría para formalizar los ajustes territoriales que el romano había decretado en beneficio de la reina y ambos designaron a sus hijos como gobernantes de buena parte de las regiones anexionadas. Sin embargo, aquello no tuvo buena acogida en Roma y el colega triunviro de Antonio, Octaviano, a la sazón el único hombre fuerte en Italia y Occidente, comenzó a tratarlo como a un rival. De hecho, la decisión de Antonio de enviar a Octavia de vuelta a casa mientras él se establecía de manera definitiva con Cleopatra había convertido las disputas políticas entre ambos en una rencilla familiar. Una feroz guerra propagandística, centrada sobre todo en la cuestión de quién era el verdadero heredero de Julio César, estalló entre los dos triunviros. Cleopatra se vio envuelta en ella y todos los prejuicios romanos contra los extranjeros, y en concreto contra las mujeres bárbaras, entraron en escena. Buena parte de las habladurías populares en cuanto a su personalidad y estilo de vida datan de este periodo. Todos estos acontecimientos, de cualquier modo, terminaron derivando hacia una guerra abierta, que Octaviano le declaró a Cleopatra en 32 a. C. La flota tolemaica, de nuevo comandada por la propia reina y acompañada para la ocasión por las tropas terrestres controladas por Antonio, se desplazó hasta la costa oeste de Grecia para evitar que Octaviano atacara Egipto. El enfrentamiento se produjo frente al promontorio de Accio en septiembre de 31 a. C. Ahora bien, Cleopatra, consciente de que la supervivencia del país del Nilo estaba en jaque, se retiró de la batalla junto con sus barcos y regresó a casa, no sin llevarse a Antonio con ella.

De vuelta en Egipto, comprendió que su posición era ya desesperada y trató por todos los medios de huir hacia la India, pero antes se aseguró de que su hijo Cesarión accediera al trono. Antonio, en cambio, comenzó a mostrar tendencias suicidas y se retiró de la vida pública para siempre. Las prolongadas negociaciones entre Octaviano y la pareja se probaron infructuosas y, en el verano de 30 a. C., Octaviano recurrió a la vía militar e invadió Egipto. Cleopatra, al darse cuenta entonces de que Antonio era prescindible y de que toda esperanza de supervivencia para ella o para su reino pasaba por desembarazarse de él, le empujó al suicidio. Sin embargo, poco después comprendió que Octaviano la perdonaría solo para exhibirla como trofeo durante su triunfo en Roma, por lo que ella tampoco tardó en quitarse la vida. En agosto de 30 a. C., el régimen tolemaico tocó definitivamente a su fin.

La bibliografía acerca de Cleopatra VII es formidable, pues los libros que se le han dedicado se cuentan por millares. Sin embargo, dado que la reina constituye en nuestros días un personaje de la cultura popular e incluso de la historia mundial, muchas de estas obras carecen de toda relevancia para el historiador de la Antigüedad, o, más en general, para toda aquella persona interesada en comprender cómo fue en realidad Cleopatra y cuál fue su papel en el mundo del siglo I a. C. Obviamente, especialistas de muy distintos campos se han interesado por Cleopatra, desde los estudiosos del teatro renacentista a los historiadores del arte, los musicólogos o los cineastas. Los trabajos en torno a Cleopatra desde todas estas perspectivas son totalmente legítimos, pero se aproximan a la soberana como un constructo icónico de la historia cultural y no como un personaje histórico de finales del periodo helenístico. Por ello, en el presente volumen no abordaremos la recepción del mito de Cleopatra: un tema interesante, pero que no tiene nada que ver con la historia de la propia reina, más allá de la mera constatación del alcance del que llegó a gozar su reputación. No obstante, la fuerza de su leyenda es tal que ni siquiera los mejores historiadores de la Antigüedad pueden sustraerse a ella y a menudo se permiten una cita útil tomada de alguna obra de teatro o se abandonan a la discusión en torno a alguna pintura decimonónica. Evidentemente, no se trata de un proceder desatinado, pues la evolución moderna de la tradición grecorromana es parte integrante de los estudios clásicos. Pero, en el caso de Cleopatra, puede ser peligroso, por el sencillo motivo de que los materiales posteriores a la Antigüedad sobrepasan ampliamente los datos existentes que acerca de ella se han conservado de época clásica, con lo que, más que con ningún otro hombre o mujer del mundo antiguo, con Cleopatra corremos el riesgo de perder de vista al personaje histórico, anegado bajo la montaña de su recuerdo. De hecho, algunos de los episodios más célebres de su biografía sencillamente nunca tuvieron lugar. No es cierto que se presentara ante César envuelta en una alfombra, no era precisamente una seductora, no se valió de sus encantos para conseguir que los hombres que la rodeaban perdieran el juicio, ni tampoco murió víctima de la picadura de un áspid. Es posible que ni siquiera concibiera un hijo de César. En cambio, otras facetas importantes de su existencia han quedado oscurecidas por la tradición posterior: poca gente sabe que fue una diestra comandante naval, una célebre autoridad médica y una experta gobernante cuya gestión suscitó los elogios en todo el Mediterráneo oriental; unos elogios que, desde ciertas esferas, pudieron revestirse de tintes mesiánicos, pues Cleopatra encarnó para muchos la esperanza de un Mediterráneo oriental libre de la dominación romana.

UNA NOTA ACERCA DE LAS FUENTES

Por mucho que Cleopatra sea, probablemente, la mujer más célebre de la Antigüedad clásica, las menciones literarias en torno a su vida y su carrera son escasas. Ello se debe, en buena medida, al limitado interés que las mujeres, incluso las más famosas, tuvieron para la literatura grecolatina, pero también a los esfuerzos por destruir la reputación de la reina puestos en marcha durante la guerra propagandística de finales de la década de 30 a. C. Cerca de medio centenar de autores la menciona, pero la mayoría de sus alusiones son noticias breves y repetitivas acerca de la batalla de Accio, su suicidio o las supuestas rarezas de su carácter. Las informaciones más completas son, al menos, un siglo posteriores a su muerte y, para entonces, la exégesis de Augusto ya estaba bien asentada. Lo cual, lógicamente, dificultó que cualquier autor ulterior pudiera esbozar un retrato equilibrado de la soberana.

Así las cosas, nuestra fuente más completa es la Vida de Antonio que Plutarco redactó a finales del siglo I d. C. No se trata de una biografía de Cleopatra, sino del que llegó a ser el hombre más importante de su vida, aunque la presencia de la soberana es ubicua en toda la obra. Plutarco es muy posterior a los acontecimientos de los que trata, pero a menudo se valió de fuentes contemporáneas a aquellos, como Filotas de Anfisa, un amigo de la familia de Plutarco que tenía acceso al palacio real; Nicarco, el bisabuelo del historiador, de quien sabemos que se encontraba en Atenas cuando Octaviano llegó a la ciudad tras la batalla de Accio; Olimpo, el médico personal de Cleopatra; o Quinto Delio, seguramente, la fuente más relevante de todas, pues ejerció de confidente de Cleopatra, Antonio y de Herodes el Grande. Plutarco, desde luego, no era inmune a las visiones tradicionales de la reina que ya estaban plenamente asentadas en su época, pero sus reflexiones son de una gran sagacidad y se presentan respaldadas por los testimonios de numerosos testigos de los hechos. Además, su manejo de fuentes ajenas a la perspectiva augustea otorgó algo más de ecuanimidad a su retrato.

El siguiente testimonio en importancia es la Historia Romana de Dion Casio, compilada a principios del siglo III d. C., es decir, mucho tiempo después de los acontecimientos que describe. Dion Casio fue un magistrado público en un mundo en el que las convulsiones y el eventual colapso de la República romana, así como el clima característico de los reinos helenísticos, hacía mucho que ya no eran relevantes y apenas resultaban comprensibles. En consecuencia, su crónica a menudo carece de sutileza y malinterpreta las complejidades del siglo I a. C. Sin embargo, es el único relato continuo que conservamos de la época de Cleopatra, por lo que su importancia es fundamental. Nuestra tercera fuente acerca de la soberana egipcia es Flavio Josefo, contemporáneo de Plutarco y cuyas obras se centraron básicamente en Judea y en los judíos, lo que nos proporciona los únicos datos disponibles de cierto aspecto significativo de la vida de Cleopatra: la relación con Herodes el Grande y las políticas concernientes al Levante meridional. Josefo, por cierto, siguió de cerca a dos autores que, sin duda, escribieron de acuerdo con sus propias agendas, pero que tuvieron en común haber conocido en persona a Cleopatra: el propio Herodes, que redactó sus memorias; y Nicolás de Damasco, de quien sabemos que ejerció de tutor de los hijos de Cleopatra antes de trasladarse a la corte de Herodes para convertirse en el consejero principal de este y en cronista del reino. Como buen apologeta del monarca judío, y pese a la relación que previamente habían mantenido, Nicolás se mostró particularmente hostil hacia Cleopatra, lo que no obsta para que su testimonio sea extremadamente valioso.

Otros autores añaden ciertos detalles de importancia. Aunque conservamos tanto las memorias de Julio César como las que uno de sus lugartenientes redactó con el título de De bello alexandrino (Guerra de Alejandría), ninguno de los dos textos presta demasiada atención a la figura de la reina. En cambio, Cicerón, que también la conoció en persona, nos proporciona una semblanza sorprendentemente negativa. Los escritores más célebres del periodo augusteo (Virgilio, Horacio, Propercio y Ovidio) siguieron de cerca la visión políticamente correcta de aquellos años y se mostraron elocuentes en su condena, aunque en las obras de Horacio vislumbramos también cierta admiración. Otros eruditos de la época o posteriores, como Estrabón, Veleyo Patérculo, Valerio Máximo, Plinio el Viejo o Apiano, facilitan detalles ocasionales que no se mencionan en ningún otro sitio. Por último, detectamos tenues indicios de una tradición favorable a la reina preservada al margen de la versión augustea de los acontecimientos, gracias a los vestigios conservados de la crónica histórica de Sócrates de Rodas, seguramente un miembro de la corte de la reina alejandrina, y de la Líbica, redactada por Juba II de Mauritania, yerno de la reina. Y, por supuesto, las inscripciones, las monedas y (dado que trataremos de Egipto) los papiros nos ofrecen una cantidad significativa de datos valiosos, acordes con el punto de vista de la propia Cleopatra. Todo lo cual no es óbice para que el grueso de la evidencia literaria disponible derive de Plutarco, Josefo y Dion Casio. Y, sin embargo, la imagen de Cleopatra predominante en nuestros días se basa, en buena medida, en las recreaciones de su trayectoria posteriores a la Antigüedad, en especial las representadas en el teatro y no en los datos que conservamos de su época.

NOMBRES PERSONALES Y GEOGRÁFICOS

El empleo de topónimos y antropónimos antiguos es una cuestión compleja que no admite respuestas obvias. La transmisión de nombres propios de un idioma a otro, y también de una escritura a otra, origina numerosas dificultades. Este problema, generalizado en los estudios clásicos, se torna especialmente grave en todo lo referido a Cleopatra, pues la opulenta tradición moderna ha afianzado formas populares como «Antonio» (en lugar de Antonius) o «Pompeyo» (en vez de Pompeius) que no derivan directamente de la Antigüedad y que seguramente no puedan retrotraerse más allá del siglo XVI. Aunque todavía resultan más problemáticos los nombres locales, recogidos por la tradición griega o latina y, acto seguido, traducidos al español, a menudo de forma inadecuada. Es más, el Mediterráneo oriental tardohelenístico fue una región caracterizada por una asombrosa diversidad lingüística (recuérdese que la propia Cleopatra dominaba varios idiomas) y unos mismos nombres propios podían llegar a adoptar distintas formas. Así, por ejemplo, el nombre de Malicos, el rey de Nabatea, también podía escribirse Malcos, Malcus o Malicus, dependiendo del idioma y de la ortografía de la fuente escrita, variantes todas ellas del antropónimo original Maliku (mlkw o mnkw). Los nombres egipcios, de hecho, pueden confundir aún más, dado que se pueden transliterar de acuerdo con una amplia gama de sistemas divergentes.

Aunque no sin reticencias, el autor de estas líneas ha adoptado la ortografía más habitual en castellano para todos los nombres antiguos. Cualquier sistema, al fin y al cabo, está repleto de dificultades e inconsistencias y ha de reconocerse que los constructos modernos pueden llegar a resultar más útiles que la transliteración más exacta.*

Debe aclararse también que Octaviano, el sobrino nieto y heredero de Julio César (y el adversario romano de Cleopatra) asumió el nombre de Augusto en 27 a. C. Aunque la mayoría de las ocasiones en las que aludamos a su persona se referirá a momentos previos a 27 a. C., para los acontecimientos posteriores a dicha fecha emplearemos este último nombre.

NOTAS

1.     Virgilio, Eneida 8.688.

2.     Syme, R., 1960, 275.

3.     Malalas 9.219; Plutarco, César, 49.1.

4.     Plutarco, Antonio, 27.2.

5.     Ibid., 83.

6.     Ibid., 29.

*  N. del T.: En la edición original inglesa, el autor ha adoptado la ortografía más habitual en inglés para los nombres antiguos más célebres (Cleopatra, Tolomeo, Herodes), en lugar de recurrir a transliteraciones directas de los antropónimos originales (Kleopatra, Ptolemaios, Herodes), así como los nombres menos comunes que carecen de forma inglesa aceptada se han transliterado de la manera más directa posible. En esta edición, se han castellanizado todos los nombres, algo que, por otra parte, es normativo.

Mapa 1: El reino de Cleopatra en su momento de apogeo.

Mapa 2: Egipto en tiempos de Cleopatra.

Mapa 3: Alejandría en tiempos de Cleopatra.

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LOS ANTEPASADOS DE CLEOPATRA Y EL CONTEXTO HISTÓRICO

Cleopatra VII, la última reina griega macedonia de Egipto, descendiente de un extenso linaje de monarcas tolemaicos, nació en torno a principios de 69 a. C.1 Su padre, Tolomeo XII, era apodado despectivamente, y acaso injustamente, el Flautista, o incluso el Charlatán.2 Llevaba ya en el trono una década cuando Cleopatra, la segunda de sus tres hijas, vino al mundo. Desconocemos la identidad de su madre, aunque es probable que se tratara de una mujer perteneciente a la familia de sacerdotes egipcios de Ptah que también contara con algún ancestro macedonio.3

Así pues, por las venas de Cleopatra corrían tres cuartas partes de sangre macedonia y una cuarta parte egipcia y fue, con toda probabilidad, su madre medio egipcia quien instiló en ella la comprensión y el respeto por la cultura y la civilización locales de las que habían carecido sus predecesores tolomeos, que incluía la propia capacidad de hablar el idioma egipcio. Pese a todo, Cleopatra dio siempre más valor a su herencia tolemaica, heredada a través de sus dos progenitores y profundamente enraizada en la cultura griega. La futura soberana, no en vano, podía remontar su linaje hasta, al menos, dos de los compañeros de Alejandro Magno. Era descendiente directa del primer tolomeo, su tatara-tatara-tatarabuelo, que se había contado entre los amigos de la infancia de Alejandro y, más tarde, entre sus principales consejeros y comandantes durante la larga campaña oriental.4 En los convulsos días que siguieron a la muerte de Alejandro en 323 a. C., a Tolomeo se le asignó Egipto como provincia, posición que no dudó en consolidar sustrayendo el cadáver de Alejandro para terminar depositándolo en la nueva ciudad de Alejandría. Antes de fallecer en 283 a. C., redactó la crónica definitiva de las hazañas de Alejandro. Casi un siglo después, su tataranieto Tolomeo V se desposó con Cleopatra I, también descendiente de uno de los compañeros de Alejandro, pues su tatarabuelo no era otro que Seleuco I,5 otro de los compañeros de la niñez de Alejandro que desempeñaron un papel prominente durante la campaña oriental. Tras la muerte del monarca macedonio, Seleuco terminó estableciéndose en la costa siria, donde, en 300 a. C., fundó la célebre ciudad de Antioquía, así bautizada en honor a su padre y en torno a la que creó la otra gran dinastía helenística, la seléucida. Tal dinastía, en su momento de apogeo, llegó a controlar un inmenso territorio que se extendía hasta la India. En la década de 190 a. C., tolomeos y seléucidas unieron sus destinos con el matrimonio de Tolomeo V y Cleopatra I.6

De este modo, fueron los seléucidas quienes introdujeron en la dinastía tolemaica el distinguido nombre de Cleopatra, que detentaron otras cinco mujeres de la dinastía hasta llegar a la última Cleopatra egipcia.7 Pero no perdamos de vista que, en última instancia, el nombre se retrotraía a la propia familia de Alejandro, cuya hermana, así llamada, desempeñó un papel clave en la compleja biografía del monarca macedonio: fue en la boda de su hermana Cleopatra cuando el padre de ambos, Filipo II, fue asesinado.8 Es más, el nombre puede rastrearse incluso en la mitología, pues identificaba, entre otras, a la esposa de Meleagro, el protagonista de la célebre cacería del jabalí de Calidón. Cleopatra VII se crio, seguramente, escuchando los relatos de sus ilustres tocayas históricas y mitológicas. Y, si realmente descendía también de los sacerdotes de Ptah, semejante circunstancia añadiría aún más distinción a su linaje. Al antiguo dios se le venía asociando a los gobernantes griegos de Egipto desde la época del propio Alejandro y, de hecho, esta conexión se argüía con frecuencia como una de las principales fuentes de legitimación de los tolomeos.9