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La historia de Islandia comenzó hace 1.200 años, cuando un frustrado capitán vikingo y su inútil navegante encallaron en medio del Atlántico Norte. De repente, la isla dejó de ser una simple escala para el charrán ártico. En su lugar, se convirtió en una nación cuyos diplomáticos y músicos, marineros y soldados, volcanes y flores, alteraron silenciosamente el globo para siempre. 'Cómo Islandia cambió el mundo' lleva a los lectores a un viaje por la historia, mostrándoles cómo Islandia desempeñó un papel fundamental en acontecimientos tan diversos como la Revolución Francesa, la llegada a la Luna y la fundación de Israel. Una y otra vez, una humilde nación se ha encontrado en la primera línea de los acontecimientos históricos, dando forma al mundo tal y como lo conocemos. 'Cómo Islandia cambió el mundo' presenta un animado retrato de cómo sucedió todo.
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Seitenzahl: 451
Veröffentlichungsjahr: 2024
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La localidad de Selfoss es una auténtica rareza. Casi la totalidad de los sesenta y tres pueblos y ciudades de Islandia se establecieron donde están por motivos náuticos, para poder ver desde allí los barcos que se acercaban. Pero Selfoss se encuentra en el interior, lejos de la costa pedregosa. Yo crecí allí, tierra adentro.
El pueblo está en la orilla oriental del río más caudaloso del país, el Ölfusa, que nace de un glaciar a 169 kilómetros de la costa. A lo largo de los primeros novecientos años de existencia de Selfoss se vieron por allí pocos viajeros debido a que cruzar el río, ya fuese a caballo o en bote de remos, era una empresa que podía llegar a ser mortal. Y, para ser sinceros, tampoco es que mereciera la pena. Al final, en un gesto simbólico, las autoridades islandesas y danesas unieron fuerzas para la construcción de un puente colgante. Lo terminaron en 1891, trece años antes de la llegada del primer automóvil. El puente conectaba el oeste y el sur de Islandia, y Selfoss se convirtió en un área de descanso para los viajes de larga distancia. Era el lugar en el que poner a secar la ropa y preguntar por la situación meteorológica a los viajeros que venían en dirección opuesta. Hoy, la gente se detiene allí para comerse un perrito caliente.
El puente sigue llevando mucho tráfico a la ciudad y sirve como punto de referencia en torno al cual se orienta todo, igual que sucede con los puertos en las ciudades costeras. Donde otras localidades tienen una factoría de pescado, nosotros tenemos una central lechera. Y, en lugar de ver cómo los barcos entran y salen del puerto, nosotros podemos observar cómo los coches dan vueltas y más vueltas. En serio, la rotonda principal es llamativamente grande. Tan grande como la de cualquier gran ciudad. Después de todo, con alrededor de ocho mil habitantes, Selfoss es una de las ciudades más grandes de Islandia. Así que no te dejes intimidar por su tamaño si vas por allí. Y tampoco te preocupes si no ves a nadie más caminando por la zona. En Selfoss, lo de ir andando por la calle solo lo practican los niños y algún que otro conductor al que le hayan quitado el carnet por ir bebido.
En la calle principal de Selfoss se pueden encontrar, entre otros negocios, cinco peluquerías, tres sucursales bancarias, la librería de la que mis padres son dueños, una tienda de lanas, un negocio en el que solo hay artículos de decoración navideña y un supermercado llamado Krónan. Mi carrera como reportero empezó en la entrada de este último establecimiento: solo llevaba encima un bloc de notas y la cámara barata que tenían en Sunnlenska, el periódico local. Cada mañana asaltaba a los viandantes con «La pregunta del día»: una sección en la que les pedía a inocentes transeúntes que me dejasen grabarlos mientras expresaban su opinión sobre distintos temas de actualidad de los que, a menudo, apenas sabían nada. Además, tras esa incontestable humillación intelectual, les pedía que me dejasen fotografiarlos para ilustrar su respuesta.
Con el tiempo fui ascendiendo hasta llegar a la redacción. «“Eso de ahí no es un churro”: encuentran una bolsa de juguetes sexuales en la piscina», rezaba uno de mis primeros titulares. Otra de las piezas era una crónica negra sobre un agricultor de tomates que se puso a cultivar marihuana en un matadero abandonado. Confesó que lo de ser el capo de la droga de un pueblecito era bastante estresante… Así que él mismo se la fumó casi toda.
Sunnlenska seguía abierto en la época en la que yo tenía veintipocos años gracias a su ingeniosísimo propietario. Entre sus muchas ideas para la supervivencia del periódico destacó la de adoptar el sistema de trueque. En lugar de con dinero, le encantaba pagarle a la gente con cosas: con ese tipo de cosas que los negocios locales le daban a cambio de publicidad. Por ejemplo, el aguinaldo navideño podía consistir en fuegos artificiales y una pila de libros que habían enviado a la redacción para que alguien los reseñase. Un día de paga de primavera llegó al periódico montado en una bicicleta Mongoose de veintisiete marchas, un modelo de paseo con las ruedas anchas y un portabultos trasero. «¡Toda tuya!», me dijo entusiasmado mientras me ofrecía lo que parecía ser el producto de un acuerdo publicitario. Aquel mes no recibí ningún dinero contante y sonante.
Tuve que ponerme a pensar en cómo ganar un salario de verdad. Y una de las mejores cosas de Selfoss, como insisten en señalar las guías turísticas, es que resulta muy fácil salir de allí: la carretera 1, la famosa carretera de circunvalación, atraviesa la ciudad.
Cargado con una tienda de campaña y una impresionante cantidad de cuscús, pedaleé hasta dejar atrás la central lechera y, al llegar a la rotonda, giré en dirección este.
La carretera de circunvalación es un circuito de 1320 kilómetros que conecta la mayoría de pueblos y ciudades del país. Si se hace de un tirón, son poco más de quince horas de conducción. En bicicleta se tarda un poco más. El paisaje islandés es famoso por sus desniveles y, especialmente a lo largo de la costa, el viento sopla bastante fuerte. Además, ni las estadísticas ni los patrones meteorológicos podrían explicar lo a menudo que el viento te viene de frente mientras pedaleas. Yo diría que siempre. En serio, siempre.
Mi bici de trueque aguantó de forma admirable, pero, entre los vientos cambiantes y los interminables ascensos, para cuando había recorrido medio país yo ya estaba exhausto. Así que decidí tomarme un descanso en Húsavík.
Esta localidad se encuentra en la costa norte del país y se asoma a la ancha bahía de Skjálfandi. La bahía se abre hacia el norte: hacia el mar de Islandia, el mar de Groenlandia, el océano Ártico y, más allá, el Polo Norte.
Mientras merodeaba por el puerto con una rodilla magullada, entablé conversación con el capitán de una goleta de madera al que le faltaba una persona para conformar su tripulación. Pronto entendí que cuando hablaba de «su tripulación» se refería solo a sí mismo. El capitán Hordur Sigurbjarnarson era una imagen caricaturesca de lo que debe ser un marino, a excepción de la pipa de madera (estaba radicalmente en contra del hábito de fumar). Tenía la voz aguardientosa, el cabello cano y el rostro ceñudo. Daba unos apretones de manos de lo más vigorosos. Su sonrisa era muy cálida.
Le hablé de mi teoría de la dirección del viento y de cómo, por arte de magia, parecía que nunca iba a mi favor. No me siguió demasiado el rollo.
—Bueno, ¿te mareas cuando vas en barco? —me preguntó convirtiendo aquella conversación en una inesperada entrevista de trabajo.
¿Y cómo iba yo a saberlo? Era como preguntarme si me mareaba cuando montaba en nave espacial. No tenía la menor experiencia en altamar, por lo que nunca había puesto mi cuerpo a prueba. No tenía ni idea de que saber hacer un nudo de soga era una habilidad esencial para la vida.
Se rascó la cabeza y la ladeó como si estuviera intentando sacarse agua del oído.
—Vente esta tarde y ya veremos qué pasa.
Pasó que descubrimos que no pertenezco al 35 % de personas muy tendentes a marearse. Amarré la bici y llamé al periódico para decirles que ese verano no volvería. El dueño estaba a punto de cerrar un gran trato comercial con una nueva empresa distribuidora de jacuzzis. Después de unas semanas pasando frío en mitad del mar empecé a cuestionarme mi decisión: habría estado guay que me regalasen un jacuzzi.
Hice un cursillo acelerado sobre nudos y drizas, trabajé doce horas del tirón en condiciones glaciales y siempre llevé puesto un gorro de lana amarillo brillante que me había dado el capitán.
—Es el primer color que el ojo detecta. Es por si te caes por la borda —me explicó en un tono la mar de tranquilizador.
El capitán era un marino de los de toda la vida. Sus cinco ingredientes favoritos para la pizza eran todos cosas que salían del mar (lo que convertía ese plato en una especie de bufé de pescado servido sobre pan) y siempre era capaz de señalar al norte, incluso si estaba en tierra firme en el interior de una ferretería. Lo único que lo desorientaba era mi falta de orientación. Llevaba veinticinco años saliendo a navegar en el Hildur desde Húsavík, ya fuese acarreando viajeros en excursiones de avistado de ballenas o en cruceros de placer.
Tras aquel azaroso verano, la cabina del barco se convirtió en mi residencia veraniega. Cada año llegaba a Húsavík a principios de mayo y nos disponíamos a traer y llevar pasajeros que se morían de ganas de ver ballenas y frailecillos bajo unos 250 metros cuadrados de velas bien tensadas. Cada día contábamos las mismas historias y los mismos chistes y veíamos el mismo horizonte. Hacíamos eso de primavera a otoño, hasta que las ballenas abandonaban la bahía y se dispersaban desde Islandia hacia todos los rincones del globo.
Era la primera vez que yo tenía contacto con el mar, pero también fue la primera vez que constaté que Islandia es una especie de curiosidad marginal y, al mismo tiempo, un núcleo de importancia mundial. Los turistas bienintencionados preguntaban cosas que fluctuaban entre lo desconcertante y lo levemente insultante, como, por ejemplo, si en el país había suficiente gente bien formada como para dirigir un gobierno. Cada turista parecía tener una narrativa preconcebida de lo que era Islandia: la Islandia que es un planeta alienígena; la Islandia que es un páramo congelado; la Islandia que es un carísimo patio de recreo; la Islandia que es una fortaleza vikinga… Mientras surcábamos el mar en busca de ballenas, el capitán y yo intentábamos a veces desmontar esos mitos o, al menos, determinar cuáles de ellos podían ser más ciertos.
—Las ballenas conquistan la imaginación de la gente —me dijo una vez el capitán—. Les basta ver un trocito de animal para sentir que la han visto entera, de la cabeza a la cola.
Eso también es Islandia.
Este libro cuenta la historia de Islandia dándole una nueva vuelta a la historia occidental más canónica. Puede que a primera vista parezca demasiado atrevido lo de colocar a Islandia en un lugar principal del escenario global. Después de todo, es un país que nunca ha tenido ejército. Nunca ha disparado una bala contra otro país. Nunca ha conspirado contra un dirigente extranjero, ni ha participado en guerras subsidiarias, ni ha aspirado a ser una potencia hegemónica de ningún tipo. ¿Cómo entonces podemos explicar que haya dejado huellas a lo largo y ancho de toda la historia de Occidente? Si no fuera por Islandia, no conservaríamos la mitología nórdica ni la historia medieval de los reyes nórdicos. Si no fuera por Islandia, todo el territorio existente entre Inglaterra y Egipto no habría sufrido la gran hambruna que propició el frágil clima político que desembocó en la Revolución francesa. La lucha antiimperialista habría perdido a uno de sus grandes líderes. Neil Armstrong nunca podría haber hecho en la tierra ensayos de alunizaje. La partida de ajedrez que definió la Guerra Fría se habría quedado sin lugar donde celebrarse. El mundo habría tenido que esperar un montón de años para ver a una mujer elegida como jefa de Estado. Y el Atlántico norte podría haber acabado bajo control de los nazis en lugar de en manos aliadas durante la Segunda Guerra Mundial, con todo lo que eso habría supuesto.
Aquí presento una nueva perspectiva de la historia de Islandia; una perspectiva que gira en torno a las vidas de algunos islandeses conocidos y desconocidos, y que tiene como objetivo ofrecer un relato basado tanto en las investigaciones más recientes como en las narrativas más ignoradas. En su conjunto, estos capítulos narran la notable historia de Islandia: 1200 años de civilización que empezaron cuando un capitán vikingo frustrado y el inepto de su navegante encallaron en mitad del Atlántico norte. De repente, la isla ya no era solo una escala para las golondrinas árticas. En su lugar, se convirtió en una nación de diplomáticos y músicos, marineros y soldados, que se encontraron con una enorme responsabilidad y que, discretamente, cambiaron el mundo para siempre.
Mientras navegábamos por Groenlandia, Noruega, Suecia y Dinamarca, el capitán Hordur se acabó convirtiendo en un amigo para toda la vida, al tiempo que me facilitaba la investigación clave para escribir este libro.
Cuando iniciamos nuestro primer viaje al extranjero, tres años después de conocernos, una pequeña multitud de veintipico personas se despidió de nosotros desde el puerto. Era un día luminoso de verano. La mujer del primer oficial lanzaba besos desde el muelle. Atraídos por la expectación, algunos turistas se acercaron desde un puesto cercano de perritos calientes y se sumaron a la despedida. Soltamos amarras, el barco empezó a alejarse y el nieto de cinco años del capitán se puso a gritar «¡Adiós! ¡Adiós! ¡Adiós!» cada vez más fuerte, con tanto ímpetu que temí que le diese un ataque al corazón.
La vida en el mar era sencilla, pero sorprendentemente impredecible. Lo único constante era la preocupación: por los vientos y por la meteorología. El viento de cola podía hacer que nuestro barco avanzase a ocho millas náuticas, pero los vientos y las corrientes desfavorables podían ralentizar nuestra marcha a cuatro o cinco nudos. El tiempo transcurría de forma rara, no se medía tanto por las horas como por nuestro lento avance sobre el mar. El agua que nos rodeaba se extendía hacia todos lados, en todas direcciones, sin final, día tras día. Agua. Agua. Agua. ¡Tierra!
Habíamos llegado a nuestro destino: la costa de Groenlandia. Allí transportamos pasajeros por el estrecho de Scoresby, el fiordo más grande del mundo y una de las mayores áreas del planeta que todavía no han sido explotadas por el turismo de masas. Enormes icebergs se desprenden de la impresionante masa congelada de Groenlandia. A finales del verano, el deshielo hace descender el nivel de salinidad del océano hasta tal punto que el agua del mar se puede usar en la cocina para cocer pasta o patatas. Como cocinero de a bordo, incluso podía usar esa agua para lavar los platos o para amasar un pan que llamábamos «bollos de agua salada». El capitán Hordur se comía ese pan con mucho entusiasmo, a pesar de lo saladísimo que estaba, porque le encantaba todo lo que supusiese un ahorro.
El capitán lo pasaba mal observando a los pasajeros que transportábamos. Le inquietaba ver a gente de pie en cubierta sin hacer nada. Solía encargarles alguna tarea a menos que fuesen fotógrafos compulsivos, tejedores obsesivos o estuviesen ocupados en alguna otra actividad productiva y constante. Para cuando terminaba el viaje de ocho días, a todos los pasajeros se les había asignado alguna responsabilidad náutica: avisarle de los icebergs que se avistaban, levar el ancla por las mañanas…
Los fiordos por los que navegábamos y las montañas que escalábamos solían tener dos nombres: el de la época en la que la zona fue cartografiada por los europeos y el que usan los inuits. Los de los inuits son descriptivos (el fiordo de la Montaña Roja, la cresta de los Picos Gemelos…), lo que permite a los nativos guiar a los viajeros con instrucciones verbales. Sin embargo, las cartas náuticas europeas son una especie de monumento a antiguos exploradores y marineros que murieron hace mucho tiempo y que bautizaron una zona con su propio nombre, con el de sus madres o con el de cualquier otra persona que (nominalmente) respetasen. El fiordo Carlsberg, Liverpool Land, bahía Charcot… Un ballenero inglés que zigzagueó por la costa de Groenlandia hace un siglo agotó todos los nombres de su lista, hasta llegar al del último grumete de la tripulación, bautizando cualquier accidente geográfico que les saliera al paso.
Es una artimaña tan antigua como la propia Groenlandia.[1] Erik el Rojo, forzado al exilio desde Islandia, lideró a otros islandeses y juntos establecieron la primera colonia europea en Groenlandia. La llamó Eriksfjord. Una de las personas que se unió a él en esta aventura hacia un territorio nuevo y extraño fue una mujer notable, una de las mayores exploradoras de la historia de Islandia: Gudrid Thorbjarnardóttir.
En Eriksfjord, cuando aún se estaba acostumbrado a cómo era la vida en el sudoeste de Groenlandia, Gudrid oyó rumores de una tierra plagada de bosques al otro lado del mar, un lugar situado incluso más al oeste, más allá de los límites de cualquier mapa conocido. Tras dos intentos infructuosos, Gudrid completó por fin su viaje al oeste, aunque cada uno de esos dos intentos le costó un marido. Llegó a Norteamérica quinientos años antes que Cristóbal Colón, y allí dio a luz al primer americano de origen europeo.
Sin embargo, la América no colonizada les pareció a los islandeses un pelín decepcionante y se acabaron olvidando de ese vasto continente durante los siguientes ocho siglos. A cambio, los libros de historia también se olvidaron de Gudrid y de su valentía. Al final, acabó navegando de vuelta a Europa. Viajó a Roma. Volvió a su granja islandesa y allí murió. El asentamiento americano desapareció carcomido por el tiempo y devorado por la hierba.
Cuando el capitán Hordur y yo volvimos a puerto dos meses más tarde, fuimos recibidos por la misma pequeña multitud. Seguían saludando con la mano como si no hubiesen dejado de hacerlo en todo aquel tiempo.
En altamar, cuando cada día es un conjunto de imprevistos y situaciones de peligro, dos meses es mucho tiempo. Conforme retomaba la vida cotidiana que había dejado atrás de forma abrupta, empecé a sentir que mis recuerdos de los icebergs del tamaño de rascacielos y de los osos polares errantes adquirían la forma de vívidas alucinaciones narradas por alguien muy excéntrico. Con mapas, satélites y fotografías a nuestra disposición, era muy sencillo mostrar dónde habíamos estado, pero resultaba complicado imaginar las vivencias de Gudrid al volver a Islandia después de llevar años fuera y tratar de hablarles a los demás sobre aquel continente nunca antes visto situado mucho más allá del mar.
En este libro trataremos de descubrir y de reivindicar la historia de Gudrid, junto a la de otros personajes de la historia de Islandia que se han perdido y olvidado en el transcurso del tiempo. Entender el papel que desempeña Islandia también conlleva desmontar algunos mitos muy queridos sobre exploradores heroicos, excéntricos jugadores de ajedrez o norteños de buen corazón…, pero hacer eso nos deja un tapiz histórico muy rico y mucho más complejo. Y este viaje empieza —¡sorpresa!— con un barco.
[1]El nombre de Groenlandia en idioma indígena es Kalaallit Nunaat, la tierra de Kalaallit. En los controles fronterizos, este es el nombre que se estampa en los pasaportes.
El descubrimiento
de América
Islandia desde el primer asentamiento
hasta el año 1100 d. C.
«Los islandeses son la raza más inteligente de la tierra: descubrieron América y nunca se lo dijeron a nadie».
OSCAR WILDE
En algún lugar del vasto océano del norte, entre Islandia y Noruega, Thorsteinn Olafsson se vio envuelto en el mayor misterio de la Edad Media al cometer un inocente error: girar su barco al oeste unos pocos grados de más. Sus pasajeros habrían preferido llegar a su dulce hogar islandés, pero en su lugar se tuvieron que conformar con un iceberg. Se acercaron a él bastante. Mucho. Demasiado. ¡Bam! La embarcación de madera hizo un sonido similar al de la rama de un árbol enorme desgarrándose y rompiéndose. La nave no tenía ni la más remota posibilidad en su lucha contra el iceberg: el agua glacial congelada es mucho más antigua y muchísimo más fuerte que la madera. Dañado y condenado, el barco tomó de pronto la misma dirección que el iceberg: adonde quiera que apuntaran las corrientes y los vientos, hacia allá iba la embarcación. A la deriva.
Por suerte para ellos, los vientos y las corrientes los acabaron llevando a tierra, aunque no a la que ellos deseaban. «En invierno —un vago término que en el Ártico lo abarca todo—, el barco llegó a los asentamientos del este de Groenlandia», según una breve nota escrita aproximadamente cinco años después.
El barco había llegado a la isla más grande del mundo. Desde un punto de vista administrativo, técnicamente Thorsteinn había llevado a sus pasajeros a Islandia, ya que aquella era una colonia islandesa del sur de Groenlandia.
A pesar de haber estado vagando durante meses por el norte del Atlántico, los pasajeros de a bordo parecían seguir disfrutando de la mutua compañía. En los siguientes cuatro años, ninguno de ellos decidió subirse a ningún barco para volver a Islandia (aunque sigue sin saberse si realmente había barcos disponibles en los que volver). Thorsteinn, que probablemente era un buen hombre a pesar de su escaso sentido de la orientación, se enamoró de una pasajera, Sigrid Bjornsdóttir. Así que le pidió la mano al tío de ella y decidieron casarse en una enorme iglesia de piedra de la que los groenlandeses estaban orgullosísimos.
Cuando Sigrid Bjornsdóttir entró en la iglesia de piedra una plácida mañana de septiembre, su futuro parecía tan inalterable como el transcurso de las estaciones. El gran vano rematado en arco de la majestuosa iglesia de piedra arrojaba luz sobre un gentío compuesto de «muchos hombres nobles, tanto forasteros como oriundos del lugar», como mencionaron las autoridades locales. Con «un sí y un apretón de manos», los dos felices náufragos fueron declarados marido y mujer.
El certificado de matrimonio, firmado por un pastor de Groenlandia llamado Pall Hallvardsson, se envió posteriormente al obispo de Islandia y se conservó durante siglos en Skálholt, hasta que unos historiadores lo desenterraron y se sorprendieron al ver la fecha: 12 de septiembre de 1408. Ese era el último día del que se conservaba registro de la presencia de Erik el Rojo en Groenlandia. Muy poco después, tras unos cuatrocientos años de asentamiento nórdico, toda esa vibrante comunidad desapareció. Se desvaneció. Hasta hoy, seguimos sin saber el motivo exacto.
Los islandeses de la época vikinga habían descubierto Groenlandia mientras buscaban más tierras y acabaron convirtiendo su excedente de morsas y narvales en una empresa de alcance mundial. Ansiosos por conseguir madera y trigo, los groenlandeses de origen islandés se aventuraron aún más al oeste, descubriendo rutas de navegación entre Europa y Norteamérica quinientos años antes que Cristóbal Colón. Groenlandia no solo había servido para albergar un enclenque asentamiento: había resultado ser el pujante emplazamiento de un imperio comercial, un punto de conexión trascendental entre las materias primas de Norteamérica y la poderosa civilización vikinga de Noruega. Las pruebas arqueológicas sugieren hoy una mayor presencia allí de la que hasta ahora habíamos supuesto basándonos en los registros escritos.
Y entonces, ¿cómo es posible que, después de cinco siglos, una comunidad de miles de personas desapareciera sin dejar rastro? ¿Cómo toda una nación insular se acabó convirtiendo en una ciudad fantasma? ¿Y cómo era aquella América primitiva?
Para desentrañar el misterio, le seguiremos la pista a los tres exploradores islandeses más famosos —Erik, Leif y Gudrid— a través de los acontecimientos extraños, violentos y azarosos que estructuraron sus vidas. Mucha gente conoce una versión simplificada de sus historias, pero, como suele suceder, la verdad es mucho más complicada. Nuestros héroes mataron a muchas personas, se extraviaron un montón, se convirtieron al cristianismo, se volvieron a extraviar, mataron a más gente todavía, rescataron náufragos, mintieron, sobornaron, mataron a alguna gente más y, al final, murieron en una granja. Es más, a pesar de lo que hayas oído sobre los legados de Erik el Rojo y de Leif Eriksson, la mayor de las exploradoras es Gudrid Thorbjarnardóttir, una heroína olvidada que abandonó una vida muy cómoda y se relacionó con los nativos de Norteamérica mientras los hombres se apedreaban los unos a los otros. Aunque parezca increíble, todos estos exploradores eran parte de la misma familia, ya fuese por consanguinidad o por matrimonio. Su árbol genealógico es el elemento por el que comienza nuestro misterio groenlandés.
Esta historia termina con una desaparición, pero empieza con un exilio.
Como otra mucha gente, yo tenía una visión muy romántica de las travesías a través de las tormentas marítimas: el oleaje rompiendo contra la cubierta, las tijeras volando por la cocina, los marineros tratando de salvar su barco del inconmensurable poder del océano… «¡Arriad la vela mayor! ¡Sujetad el cabo! ¡Diez grados a estribor!». Cuando hace unos años llevé a cabo mi propia travesía oceánica, me di cuenta de que las tormentas eran considerablemente menos románticas de lo que yo creía.
El caos te obliga a levantar la voz y gritar incluso cuando estás teniendo una conversación cara a cara. Se te entumecen los dedos al agarrar a tu compañero del hombro. «¡Descansa un poco, joder!». Abajo, en mi camarote, descubrí que no podía desnudarme sin tumbarme completamente. Más tarde, durante la noche, me desperté por culpa de unas goteras heladas de agua salada que, desde la cubierta, caían sobre mi cama. Una gota me cayó sobre la mejilla y, poco a poco, se me metió en el oído. Dejé de tratar de dormirme. Me levanté y avancé agarrado a la barandilla, a la escalera, a cualquier cosa. Llegué a cubierta y estuve a punto de pisar al cocinero del barco, que estaba «tomando el aire» sin poder ponerse de pie. Al zarpar de aquel puerto del norte de Islandia con la moral por las nubes, el cocinero había bromeado con la idea de que se podría grabar un magnífico programa de cocina para la televisión en el interior de un barco en movimiento. Ahora, con la cara verduzca, no parecía muy por la labor de presentar un show culinario.
—Lo peor de marearse en altamar es saber que no te vas a morir —me dijo, con las manos apoyadas en las rodillas.
Ese día cancelamos el almuerzo.
Esta aventura tan antirromántica tuvo lugar en el viaje de Islandia a Stavenger, Noruega. Casualmente, estábamos repitiendo el mismo viaje que había hecho Erik el Rojo, aunque en sentido contrario. Tratábamos de llevar nuestra goleta de madera, el Opal, al dique seco del mejor astillero de toda Escandinavia. Ni que decir tiene que Erik el Rojo fue el fundador del primer asentamiento islandés en Groenlandia…, pero esa historia no empezó de manera muy honrosa.
Cuando Erik no era más que un niño, se vio obligado a huir de Noruega junto a su padre, Thorvald, exiliado tras cometer «varios asesinatos». Navegaron hacia el oeste, hacia Islandia, a bordo de un knarr, un barco de cierta anchura diseñado para llevar poca tripulación y mucha carga. Las tormentas hicieron que tardaran alrededor de una semana en cruzar el océano. Para los vikingos, los knarrs fueron herramientas esenciales durante los viajes por el norte del vasto océano Atlántico. E, incluso con ellos, Njördur, el dios del mar, se seguía cobrando muchas vidas. El capitán podía maniobrar con el timón de estribor, pero al final era la fortuna de los vientos la que dictaba el viaje. Con solo una fuerte ráfaga, este barco de un mástil podía perder muy fácilmente su elemento de madera más importante. Sin viento, la tripulación podía pasarse días observando la costa de su destino sin llegar a acercarse lo más mínimo. Cuando por fin tenían buen viento, la velocidad máxima que podía alcanzar el knarr era de ocho nudos (para poner algo de contexto, la velocidad máxima a la que puede nadar una foca es de diez nudos).
Erik y Thorvald se dirigieron hacia el oeste a través del mar de Noruega. Cuando los vientos helados arreciaban, Erik pasaba frío. Cuando llovía, se mojaba. Cuando el barco rompía las olas y estas inundaban la cubierta, él apenas podía dormir. El espacio que un knarr tiene debajo de la cubierta es limitado: no hay dónde esconderse de los elementos. Suponiendo que el viaje transcurriese con normalidad, no llegarían a Islandia hasta al cabo de entre siete y diez noches. La velocidad media de un knarr era de seis nudos y medio en los viajes largos (las reconstrucciones arqueológicas que se han llevado a cabo han confirmado la eficiencia de la embarcación), pero la velocidad, por supuesto, no era el único elemento que determinaba el éxito de un trayecto.
La goleta en la que navegué cientos de años después no era más rápida que los knarrs. Después de todo, el viento sigue soplando al cabo de mil años. Con buen tiempo y viento a favor, el barco navegaba a ocho nudos. Cuando nos enfrentábamos a oleaje y a corrientes, nuestro ritmo bajaba a cuatro o cinco millas náuticas por hora: trote, galope, trote, galope. Por supuesto, nosotros teníamos las ventajas de tener un camarote bajo la cubierta, ropa impermeable y un cocinero medio mareado, pero lo que en realidad suponía nuestra mayor ventaja era poder navegar sin tener que andar observando pájaros noruegos, ballenas, estrellas que nos hicieran de guía o la posición del sol. Y es que nosotros, afortunados marineros modernos, teníamos una brújula.
Decir que Islandia, Groenlandia y la tierra firme de Norteamérica fueron descubiertas por hombres que habían extraviado su trayectoria supone dar por hecho que realmente se podía establecer una trayectoria. Estos hombres inventaron la navegación muchos siglos antes de que este arte llegase a ser algo más que una conjetura medianamente fundamentada. Igual que el diccionario islandés tiene 156 entradas para definir distintos tipos de viento, también tiene su propia palabra referida a «perderse en el mar»: hafvilla. Los textos antiguos no nos cuentan cómo los primeros colonos navegaron sin compás. ¿Usarían un cuadrante y un reloj de sol? Si fue así tuvo que ser complicado, teniendo en cuenta que estaban en una parte del mundo que se caracteriza por sus inviernos largos y oscuros, así como por sus cielos encapotados. ¿Usarían las estrellas? En verano, cuando se hacían la mayoría de los viajes a Islandia, las estrellas estarían escondidas por el sol de medianoche.
Esta limitada pero impresionante capacidad de navegación resultó crucial para el trascurso de la historia. Si Erik el Rojo y su padre no hubiesen sido capaces de encontrar Islandia, si se hubieran orientado tan solo unos grados más al sur y nunca se hubiesen topado con la isla, todo habría sido muy diferente para los siglos de asentamiento en Groenlandia y Norteamérica. Este punto medio entre una navegación exacta y encontrarse inevitablemente perdido en el mar fue un factor determinante para gran parte de la historia nórdica. No hubo dos marineros que tuvieran el mismo grado de éxito. Como veremos, Erik navegó directo a su destino, Leif siguió a alguien que estaba la mar de perdido y Gudrid naufragó en mitad del océano: cada golpe aleatorio de suerte marítima fue crucial para lo que vino después.
Según el autor Magnus Magnusson, «Islandia es el único país de Europa que recuerda sus inicios como nación», ya que estos están «recogidos en los trabajos de los primeros historiadores». Esta isla remota al norte del Atlántico existe desde hace millones de años, pero, hasta que los humanos descubrieron la forma de llegar allí, no había sido más que un alegre almacén de pájaros para su único mamífero terrestre, el zorro ártico. Con la mitad de la superficie del Reino Unido y el mismo tamaño que el estado de Ohio, Islandia fue el último gran territorio del hemisferio norte en ser colonizado. Cuando la población maorí se estableció en Nueva Zelanda unos siglos después, el mundo entero pasó ya a estar por completo ocupado por los humanos (a excepción de algunas islas pequeñas, como Cabo Verde, y ciertos lugares con condiciones climatológicas extremas, como Svalbard).
Al principio, el país recibió la visita de tres exploradores que, uno tras otro, llegaron a Islandia llenos de curiosidad y con el deseo de confirmar la fanfarronería de quienes decían haber encontrado una isla enorme y vacía. Parece ser que fue Flóki Vilgerdarson, el tercero de los exploradores, el que dio a la isla el nombre de Islandia mientras se encontraba en la cima de una montaña con vistas al gran fiordo de Breida, cargado de hielo marino. Otras propuestas tempranas de nombre incluían Snowland, isla de Gardar y Thule.
Pero aquellos exploradores llegaron, echaron un vistazo y se marcharon. El auténtico primer día de la historia islandesa, el inicio real del asentamiento, fue una tarde de verano del año 874 d. C. en la que el granjero noruego Ingólfur Arnarson, junto a su familia y sus esclavos, caminó desde el cabo Ingolfshofdi hacia el sudeste, hasta lo que hoy es Reikiavik. El primer libro de historia de Islandia, El libro de los asentamientos, cuenta primero la historia de Ingólfur para después pasar a narrar en detalle los nombres y las propiedades de los miles de colonos que llegaron tras él. Se trata de una especie de lista VIP de vikingos elaborada por el primer ratón de biblioteca del país, Ari el Sabio, con el fin de remarcar la respetable genealogía islandesa. Es decir, para demostrar que el país no estaba solo poblado por esclavos y asesinos. Islandia era, como Ari explicaba a lo largo de 102 capítulos, la tierra de los más valientes de entre los noruegos.
Sin embargo, en un breve apartado del prólogo, como si tuviera la intención de volver locos a todos los académicos de hoy en día, Ari deja caer que antes de los asentamientos noruegos «estaban aquellos hombres», refiriéndose a los papar, un grupo de monjes irlandeses. Ari vuelve a contar la misma historia en El libro de los islandeses, donde asegura que esos monjes se fueron de Islandia porque no querían convivir con los bárbaros noruegos, dejando atrás «libros irlandeses y campanas y bastones».
Los historiadores y los arqueólogos llevan mucho tiempo tratando de confirmar el testimonio de Ari, pero, hasta hoy, el jurado sigue sin pronunciarse. Ciertos topónimos antiguos (como la isla Papar, en el este) sugieren que los primeros colonos creían que ciertas zonas habían estado ocupadas por estos misteriosos monjes. Y, a principios del siglo XX, se encontraron tres monedas romanas de plata en tres localizaciones distintas en el límite sudeste de Islandia, el lugar que constituiría el puerto más apropiado para un barco irlandés. Además, algunos textos ingleses, escritos por un monje irlandés medio siglo antes de los primeros asentamientos en Islandia, hablan de una comunidad religiosa en una isla del norte llamada Thule en la que la luz estival era eterna.
Pero los académicos críticos con la teoría del asentamiento previkingo consideran que la palabra «papar» tiene más de un significado y que en este caso solo se refiere a un paisaje con muchos desniveles. Rechazan el hallazgo de las monedas, aduciendo que eso solo demuestra que las monedas antiguas pueden aparecer en cualquier sitio (de hecho, solo hay que echar un vistazo entre los cojines de un sofá). Con respecto a la descripción de Thule, los escépticos aseguran que perfectamente podría estar refiriéndose a las islas Feroe, las islas Shetland, Saaremaa (una isla estonia), Groenlandia o Smøla, una isla noruega cuyos residentes aseguran que son ellos los que habitan en esta misteriosa tierra del norte. Pero hay un asunto relativo a los monjes que ciertamente no se trata de ningún mito: los islandeses tienen una importante herencia irlandesa. En 2018, los científicos de una compañía dedicada a la genética llamada deCODE, con sede en Reikiavik, pudieron secuenciar el genoma de veinticinco antiguos islandeses conservados en el Museo Nacional y lo compararon con el de bretones celtas y el de otras poblaciones escandinavas. Según estos resultados, los primeros colonos tenían un 57 % de origen nórdico y el resto tenían origen celta o «mixto». Se cree que esa mezcla tuvo lugar en Bretaña e Irlanda, y también que las mujeres de la época tenían más probabilidades de ser de origen bretón-celta. Esto podría deberse a que los vikingos hicieran escala en Irlanda de camino a Islandia y allí secuestraran mujeres para llevárselas en su viaje hacia el oeste. Un periódico sensacionalista británico interpretó los resultados en un titular que decía: «Los turistas sexuales vikingos fueron felices y comieron perdices con las británicas».
Solo con la secuencia genética es imposible saber qué porcentaje de la población islandesa original consistía en irlandeses que no pudieron huir de los vikingos. Lo que sí es muy posible es que las mujeres irlandesas quedaran encandiladas por los escandinavos errantes que habían perfeccionado el arte de navegar por los mares del norte. Y es que, además, estos marinos tenían unos hábitos de higiene de lo más estrictos, a juzgar por las excavaciones en lugares de enterramiento, donde se han encontrado pinzas, cuchillas de afeitar, peines y bastoncillos para el limpiado de los oídos hechos de huesos de animales y de astas. Hablaban nórdico antiguo, traían sus propios hábitos culturales y, lo que quizás era lo más importante en la Irlanda pagana, no creían en Jesús.
Escandinavia (Dinamarca, Noruega y Suecia) fueron las últimas regiones paganas de Europa. La falta de religión era, de hecho, la definición inicial del vocablo «vikingo», un término cuyo significado estricto seguimos sin conocer (por mucho que haya una gran cantidad de teorías de lo más ilustradas al respecto). La interpretación de esta palabra tiene mucho que ver con nuestra propia visión de la principal característica de los vikingos: si los vemos esencialmente como bandidos, tiene bastante sentido la definición que dice que son «piratas que se quedan cerca de la costa», ya que vik es el término nórdico que hace referencia a las ensenadas. Pero los vikingos también establecieron una importante red comercial a través de toda la Europa occidental y el Báltico. La evolución de saqueadores a comerciantes pudo deberse a muchos factores, entre los que se incluyen los límites inherentes a actuar como villanos: hay un límite en lo relativo a la tierra que se puede acaparar y a la gente que se puede secuestrar.
A menos, claro, que descubras un nuevo territorio.
De esta forma, alrededor de un siglo después de que empezase la era de los vikingos, Islandia se convirtió en un elemento crucial para la expansión vikinga. Para cuando Erik el Rojo y su padre llegaron a la isla, alrededor del año 960 d. C., las mejores zonas agrícolas de Islandia ya habían sido reclamadas. Si esperaban hacerse con las tierras más valiosas, llegaron cincuenta años tarde.
En aquella época, en la economía vikinga, los terrenos de un hombre se decidían de una forma muy peculiar. Las sagas dicen que, para reclamar una tierra, los primeros colonos le prendían fuego cuando el sol estaba en el este. Luego echaban a caminar hasta que el sol estaba en el oeste y encendían un nuevo fuego. De esta manera, nadie podía reclamar un terreno mayor que el que podía recorrer a pie en un solo día. Era una manera muy efectiva de mantener un equilibrio en lo referente a la propiedad de la tierra (ya que impedía que una sola persona se quedara con todo), pero también significaba que, una vez repartido el grueso de los recursos, al último en llegar le tocaba la peor suerte. Cuando Erik y su padre se bajaron de su knarr, calados hasta los huesos y exiliados a una nueva y extraña isla, descubrieron que tendrían que subsistir como pudieran cerca de Hornstrandir, el último rincón de Islandia en ser colonizado. Su granja se situaba en un acantilado delante del océano. Las algas eran prácticamente la única vegetación en la zona. Tanto la nieve como unas nieblas de lo más espesas podían rodear el lugar en cualquier momento del año. Allí no eran raros los ataques de oso polar. Erik el Rojo, nuestro héroe, vivía atrapado en el culo del mundo y estaba más aburrido que una ostra. Lo llevaba bastante mal. En cuanto su padre falleció, Erik empezó a buscar una salida.
Los detalles de nuestra historia vienen de dos libros: La saga de Erik el Rojo y La saga de los groenlandeses. Ambas historias están escritas por autores diferentes y fueron registradas unos 250 años después de los hechos que narran. Las sagas de Vinland, como se conoce al conjunto de ambas sagas, son parte de un género literario islandés muy famoso llamado Las sagas de los islandeses: son historias de los primeros asentamientos y están escritas a lo largo de un periodo de dos siglos, aproximadamente del año 1200 al 1350. En total, las Íslendingasögur son treinta y ocho historias familiares independientes que constituyen una parte esencial de la identidad islandesa. Leerlas todas, según un señor que vivió para contarlo, requiere de cuatro semanas de arduo trabajo. La narración cae a menudo en áridos pasajes de genealogía y en asesinatos en serie que al público lector le costará trabajo entender. La mayoría de los islandeses solo conocen las sagas más entretenidas y con un estilo más sofisticado: La saga de Njál, La saga de Laxdœla y La saga de Egil.
El profesor Sigurdur Nordal dijo una vez que las sagas (una palabra que, por cierto, llegó al inglés a través del islandés) empezaron siendo algo científico y acabaron convirtiéndose en ficción. Las sagas de Vinland están escritas relativamente poco después de las expediciones que narra: «tan solo» tres generaciones más tarde. Existen dos versiones diferentes. Hay razones para creer que la combinación de Las sagas de Vinland es más verosímil que las otras sagas, que están en un punto intermedio entre una historia con arco narrativo y la documentación «históricamente verídica» de la historia de los asentamientos de Ari el Sabio. Así que podemos estar relativamente seguros de que la historia de Erik el Rojo se basa en la realidad. Ari incluso menciona el viaje de Erik el Rojo a Groenlandia en una de las muchas ristras de hechos que suelta. De hecho, algunos expertos creen que él es el autor de La saga de Erik el Rojo. Otra cosa que diferencia Las sagas de Vinland de las demás es el hecho de que los personajes son realmente vikingos: lobos de mar sedientos de sangre embarcados en largas travesías. En las otras sagas, los «vikingos» no son más que unos granjeros peleándose con otros granjeros.
Al contrario que la mayoría de las sagas, la de Erik el Rojo no comienza con una presentación para el público lector de la larga genealogía del protagonista ni con una vívida descripción de sus atributos físicos. Esto es poco habitual. El autor de La saga de Njál saca constantemente a colación que este no tiene barba. Es casi como si quisiera dar explicaciones de por qué un hombre llamado Gunnar libraba las batallas de Njál. El autor dice que Gunnar era capaz de blandir su espada con tal rapidez «que parecía que había tres espadas en el aire». Lo peculiar del aspecto de Egil, el de La saga de Egil, está descrito con tanto detalle que, en la actualidad, los estudiosos sospechan que podría tener la enfermedad ósea de Paget. Incluso sabemos que de pequeño tenía la encantadora capacidad de tocarse la nariz con la lengua.
Sin embargo, Erik el Rojo es una auténtica incógnita. Su saga ni siquiera comenta de qué color tiene el pelo, que es el motivo por el que se cree que se le adjudicó ese nombre. Quien lee la saga tiene que juzgar a ese hombre solo a través de sus acciones. ¿Era valiente? ¿Ingenioso? ¿Cruel? ¿Lerdo? ¿Era un intrépido explorador o solo un exiliado que tuvo un golpe de suerte? Lo que sí sabemos es que dejó atrás su triste parcela en el fin del mundo y consiguió casarse con Thjodhild, la hija de un adinerado granjero del oeste de Islandia. ¿Sería alta, morena, de voz cadenciosa…? Al poco de que Erik se mudara a una granja desde la que se veía el fiordo de Hvamms, dos de sus esclavos fueron asesinados por sus vecinos. Estos adujeron que los esclavos habían usado la brujería para provocar un deslizamiento de tierra. Erik se acercó a ellos y los apuñaló hasta matarlos.
¡Qué idiota! ¡Erik el Tonto, debería haberse apodado! En la Islandia del siglo X no se permitía la justicia del ojo por ojo cuando se trataba de esclavos. Lo declararon culpable de actuar de forma desproporcionada y de nuevo volvió a verse obligado a marcharse a una isla cercana. En este punto, teniendo en cuenta lo que sabemos, podemos suponer que Erik o bien era de mecha corta y no gestionaba bien los temas políticos, o bien tenía la perturbadora creencia de que todos los hombres son iguales. Lo que hizo después apunta a la primera teoría.
Erik trató de empezar de cero en la pequeña isla de Brokey. Con toda la amabilidad de la que era capaz, le pidió a su nuevo vecino que le guardara sus settstokr, unas vigas ornamentadas a las que se otorgaban poderes mágicos que su padre había traído desde Noruega. Cuando terminó de construir su nueva casa y volvió a reclamar sus vigas mágicas, «no las pudo recuperar». Ni que decir tiene que Erik procedió a cargarse a su vecino. Y a un amigo de su vecino. Y a «otros pocos más».
Llegado este momento, las autoridades condenaron a Erik por baugsmaður, por forajido, durante tres años. Si se le veía por Islandia en los siguientes tres años, cualquiera podría asesinarlo sin la menor consecuencia. Erik era un hombre sin patria. Otra vez. Fuera cual fuese su carácter, hay que reconocer que lo siguiente que hizo marco un antes y un después en su vida.
Cuando vivía en el noroeste con su padre, Erik había escuchado la historia de Gunnbjörn Úlfsson, un hombre que, tras perderse en el mar, había oteado una nueva tierra en el oeste. Y así, igual que su padre lo había arrastrado a una aventura después de mancharse las manos de sangre, Erik agarró a sus dos hijos, Thorsteinn y Leif, y los subió a bordo de un knarr. Zarparon hacia una tierra misteriosa de la que no sabían nada, atravesando y más de 740 kilómetros de mares embravecidos. Una extraña isla llena de contrastes los esperaba.
Viéndolo en perspectiva, quizás la pena de muerte no habría sido tan mal negocio para Erik. Habría supuesto menos riesgo para su familia y la tripulación que lo acompañaba. Las posibilidades de sobrevivir a ese viaje rondaban el cincuenta por ciento, si tenemos en cuenta lo sucedido con el convoy de veinticinco barcos que partieron hacia Groenlandia después de que Erik volviese de allí tras sus tres años de exilio. De los veinticinco, once se hundieron o tuvieron que volver a Islandia.
En esta temeraria expedición, el grupo solo podía desear que a su barquito no le pillase demasiado cerca el rompimiento de una ola, o un escollo (una gran roca independiente que emerge en mitad del océano), o un iceberg surgido de entre la niebla. Si el océano los atrapaba, nunca los soltaría. En mar abierto, los grados centígrados de la temperatura del agua se corresponden aproximadamente con la cantidad de minutos que tardarás en morir de hipotermia. Cruzando Groenlandia un verano, medí la temperatura del agua y estaba a la agradable temperatura de seis grados. Seis minutos tiene una persona para tratar de salir del agua antes de que todo acabe.
En cuanto avistaron tierra, Erik y su tripulación observaron montañas alpinas coronadas con nieve mucho más altas que las de Islandia. Pero, quitando el tamaño de las montañas, esa tierra se parecía mucho al lugar en el que Erik había crecido en los fiordos occidentales, el lugar al que estaba decidido a no volver jamás. Sin nada que perder, el barco continuó su camino por la costa del sur.
Debido a las corrientes oceánicas y a la capa de hielo que recubre Groenlandia, la parte más al sur de la isla es mucho más fría de lo que la latitud podría hacer pensar. Aunque está significativamente más al sur que Islandia, la temperatura media en verano no supera los 10 grados, la cifra mínima para que los árboles crezcan. En Islandia, la temperatura media estival ronda los 15,5 grados, mientras que en enero suele ser de cero grados. La gente bromea con el hecho de que, en realidad, en Islandia solo hay dos estaciones: el crudo invierno y el invierno suave. En el sur de Groenlandia, las estaciones tienen contrastes más marcados. Hay una gran diferencia entre los ocasionales 21 grados de algún día de verano y los 40 bajo cero de algunos días de invierno. A esa temperatura, cualquier piel expuesta al aire se congela en apenas unos instantes.
Durante el verano del año 983, Erik el Rojo dejó atrás con su barco el cabo más al sur de Groenlandia. Navegó por un ancho fiordo unos cien kilómetros tierra adentro, hasta que saltó de su knarr y, sin demora, bautizó esa tierra (que es un 80 por ciento hielo) con el color de la hierba. ¿Fue ese nombre la forma que tuvo Erik de autoconvencerse de algo? ¿O acaso Erik el Rojo fue uno de los grandes estafadores de la historia? Si estuviera vivo hoy, ¿sería el que pone la etiqueta de «tejido con lana islandesa» a unos jerséis hechos en China? Según los autores de las sagas, «consideraba que la gente se sentiría movida a mudarse a ese lugar si tenía un nombre optimista». Pero lo cierto es que Erik había navegado con un grupito de hombres alrededor de la punta más al sur de Groenlandia y, efectivamente, había llegado a la parte más verde de la isla, la que se encuentra en la costa occidental. Se establecieron en una isla en pleno Eriksfjord (un fiordo bautizado en su honor que hoy se llama fiordo de Tunulliarfik), que en Islandia se habría considerado un buen terreno, al menos durante el verano. Así que, en aquel momento, el nombre de Groenlandia era, en realidad, un anuncio bastante sincero.
Aunque parezca difícil de creer, durante los primeros siglos que los nórdicos estuvieron viviendo en Groenlandia, lo más probable es que nunca se dieran cuenta de que no estaban solos. A cientos de millas al norte, los inuits vivían en unas condiciones que ninguna otra sociedad ha sido capaz de aguantar: alimentándose con una dieta a base de pescado crudo y grasa de ballena. En un intento de continuar con el estilo de vida que llevaban en Noruega e Islandia, los vikingos se quedaron en la región sur, donde podían criar ganado y usar los barcos.
Erik empezó a sentirse solo. Entraña una curiosa lección sobre el deseo humano constatar que el hombre que tenía la espeluznante costumbre de matar a sus vecinos no soportara vivir sin ellos. Tras tres años explorando el norte y el oeste del Eriksfjord, bautizando sitios a diestro y siniestro, Erik volvió a Islandia para reunir más colonos. «¡Un fiordo con tu nombre te espera en Groenlandia!». Erik estuvo viajando por el oeste de Islandia con la esperanza de convencer a gente como él: colonos ansiosos de aspirar a una vida mejor que habían llegado tarde al reparto de tierras y que estaban condenados a vivir en los rincones más lúgubres del territorio. Unas doscientas personas acabaron dejando atrás el oeste de Islandia y marchándose con su ganado a cuestas. Los que consiguieron llegar se asentaron en dos zonas del sudoeste de Groenlandia: en la región occidental, donde hoy se sitúa la capital, Nuuk; y en la región oriental, cerca de la actual Narsarsuaq, donde hoy se encuentra el inigualable Arboretum Groenlandicum, un jardín botánico ártico donde se le llama «bosque» a lo que no es más que un conjunto de sauces enanos.
En las sagas se pueden encontrar algunas sutilezas que provocan efectos inesperados. Quien presta atención incluso puede encontrar cierto sentido del humor. Las primeras páginas de La saga de los groenlandeses presentan a un hombre llamado Bjarni Herjolfsson, que vuelve desde Noruega a su hogar en el sur de Islandia. Nada más llegar descubre que su padre ha dejado Islandia para empezar una nueva vida en Groenlandia, una tierra de la que se acababa de empezar a hablar. «A Bjarni la noticia le pareció tremenda», dice la saga. Se quedó destrozado, furioso, casi iracundo. El anciano había abandonado la finca, que les había dado su primo Ingólfur Arnarson, uno de los primeros colonos de Islandia, para embarcarse en un viaje liderado por un asesino convertido en conquistador, Erik el Rojo. ¡Eso exigía tomar cartas en el asunto! Echando chispas, Bjarni se giró hacia su tripulación y les informó de que se irían a Groenlandia. Uno de los marineros señaló con timidez que ninguno de ellos había navegado nunca por el mar de Groenlandia y, mientras el resto volvía a preparar el barco para una nueva travesía, apuntó que aquella idea era muy imprudente.
Durante varios días, Bjarni y su tripulación navegaron hacia el este sin ver nada más que el ancho mar y alguna que otra ave marina. En la cuarta jornada, un viento del norte sopló muy fuerte y, cuando el tiempo se calmó, observaron que varias especies desconocidas de aves volaban en la misma dirección, hacia lo que supusieron que sería tierra firme. ¿Sería aquello Groenlandia? Bjarni le dijo a su tripulación que navegaran a lo largo de la costa para explorar el litoral en busca de casas, ganado, humo o cualquier otra pista que les resultase útil. Lo que vieron, todos esos árboles y esas colinas, hizo que se mostraran moderadamente escépticos. Aquello no era Groenlandia, concluyó Bjarni, «porque en Groenlandia hay enormes glaciares». La tripulación quería desembarcar igualmente, para buscar agua y madera. Pero la misión de Bjarni era encontrar a su padre, no un estúpido continente inexplorado.
En tres ocasiones la tripulación avistó costas que Bjarni concluyó que no eran Groenlandia, ya que lo que se veía desde el barco era bastante verde. Dado que cada vez que divisaban tierra los árboles y la vegetación se iban volviendo menos espectaculares, los expertos consideran que debieron de navegar por la costa de la actual Canadá, desde lo que hoy es Terranova hasta la costa del Labrador, continuando hacia Groenlandia a través de la bahía de Baffin. Para Bjarni, que no se molestó en dar nombre a ninguno de esos nuevos territorios, todo aquello era el mismo lugar: el sitio donde no estaba su padre.
El cuarto avistamiento resultó ser, por fin, Groenlandia.
Cuando Bjarni desembarcó allí, mencionó como quien no quiere la cosa que se habían topado con un continente desconocido. Los colonos de Groenlandia, por supuesto, tenían mil preguntas que hacer. Pero Bjarni solo les podía ofrecer respuestas vagas porque no había hecho más que navegar a lo largo de la costa. La saga dice que la gente, lógicamente, le echó la bronca por no haber sido más curioso.
En defensa de Bjarni cabe decir que tanto Islandia como Groenlandia fueron avistadas por primera vez por navegantes perdidos que consideraron esos hallazgos históricos como poco más que leves inconvenientes. Al igual que aquellos exploradores que los precedieron, los miembros de la tripulación de Bjarni empezaron a expandir la buena nueva en cuanto volvieron a casa. Puede que exageraran con los cuentos que esparcieron más allá de su círculo de marineros borrachos. De hecho, es muy posible que aquellos chismorreos de taberna cambiaran para siempre el curso de la historia de Norteamérica, ya que la noticia de la existencia de una tierra lejana acabó llegando a oídos de Leif Eriksson, el hijo mayor de Erik el Rojo.