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Tendría que convencer a Mac de que fuera su hombre... ¡en todos los sentidos! Maggie Sanders no podía estar más contenta. Bajo el seudónimo de M. S. Stevens escribía guías de deportes de aventura con enorme éxito y sin tener que levantarse de la silla. Hasta que la nueva propietaria de la editorial quiso conocer al "escritor" M. S. Stevens y... mandarlo a probar una de sus aventuras; entonces, Maggie se dio cuenta de que estaba perdida. Ella odiaba viajar porque cuando lo hacía, sólo le pasaban cosas terribles. Y, para colmo de males, se le ocurrió convencer al guapísimo aventurero Mac Sully de que se hiciera pasar por el autor de las guías.
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2014
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Pamela Hanson y Barbara Andrews
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Corazón enamorado, n.º 1465 - julio 2014
Título original: Desperately Seeking Sully
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4625-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Por favor, por favor, quédate con ese tipo que lleva una culebra falsa alrededor del cuello —pidió Rayanne Jordan, la recepcionista, con ojos suplicantes bajo las tupidas pestañas postizas.
—¿Te gustan las culebras? —bromeó Maggie Sanders que sabía por qué Rayanne quería que contratara al apuesto estudiante de teatro de ojos grises y ensortijados cabellos negros.
—De acuerdo, admito que el reptil de goma es una forma tonta de llamar la atención, pero estaría perfecto en su papel como autor de Aventuras Arriesgadas.
—No me interesa sólo su físico, necesito saber si está preparado. Hasta el momento he entrevistado a dos candidatos. ¿Cuántos quedan?
—Casi treinta —admitió la recepcionista mientras se ponía un mechón de pelo, que esa semana era rubio, detrás de la oreja—. ¿Cuántos carteles de oferta de empleo pusiste?
—Sólo dos. Los coloqué donde pudieran verlos los estudiantes de Arte Dramático del Carnegie Mellon —contestó Maggie, sorprendida.
—Parece que todos se fijaron en los carteles.
—Envíame al siguiente, por favor.
Rayanne era la tercera joven que se hacía cargo del antiguo puesto que ella misma había ocupado como recepcionista. Le gustaba su entusiasmo y sentido del humor.
Maggie trabajaba para la editorial Granville Publishing de Pittsburgh desde que se había graduado en la Universidad de West Virginia hacía casi seis años, pero a Rayanne la habían contratado en junio, casi un año atrás. Eran buenas amigas y a veces viajaban juntas a casa ya que ambas habían nacido en pequeñas ciudades no demasiado lejos de la frontera de West Virginia.
A Maggie le encantaba trabajar en la pequeña editorial más que nada porque el señor Granville era un buen jefe. Primero la había contratado como recepcionista con la promesa de «algo mejor» cuando se presentara la oportunidad. Tras unos pocos meses, la había nombrado ayudante de redacción, pero su gran oportunidad había llegado cuando le permitió escribir su primera obra titulada Guía de Aventuras Arriesgadas para la editorial Granville Publishing. La primera edición superó las expectativas del jefe y a la primera le siguieron otras tres, todas con gran éxito de ventas. Para escribir las guías Maggie se había basado en investigaciones y recopilación de material a través de su fiel ordenador.
Hasta la aparición de la serie de guías de Maggie, Granville Publishing había sido una modesta pero próspera editorial especializada en historia de la localidad, guías de hostales y poesía. La empresa ocupaba las últimas dos de las tres plantas de un edificio antiguo y estrecho revestido de ladrillo en el centro de Pittsburgh.
La espaciosa oficina del señor Granville ocupaba la tercera planta junto con la zona de almacenaje. Esa mañana, la segunda planta estaba atestada de aspirantes que esperaban reunidos incluso en el vestíbulo junto al anticuado ascensor. Y Maggie tenía que entrevistarlos a todos.
En ese momento, tras un suspiro hacía la primera pregunta del listado a un joven pálido sentado frente a ella.
—¿Dispones de tiempo libre para realizar giras publicitarias y firmar libros cada vez que sea necesario?
—Puedes estar segura, compañera —contestó en una pésima imitación del acento australiano.
Maggie gimió en su interior y se las arregló para despacharlo en unos pocos minutos de agonía.
Las ganancias de la editorial habían aumentado notablemente gracias a las guías escritas por Maggie que además habían obtenido un gran éxito en todo el país, y eso le había permitido a Granville vender la empresa a la Pierpont Corporation. El jefe de Maggie se aproximaba a los setenta y quería jubilarse sin tener que liquidar la empresa fundada por su abuelo.
Sólo había un pequeño detalle que Granville había omitido al futuro propietario de la editorial.
M.S. Stevens, el seudónimo que Maggie utilizaba para sus guías, correspondía a una joven más bien menuda, cuya única experiencia en lugares agrestes había consistido en pasar una semana desastrosa en un campamento de Chicas Exploradoras cuando era niña. En esa oportunidad se las había ingeniado para perderse en el bosque, quemar un guiso en la fogata del campamento y sentarse sobre una hiedra venenosa, una experiencia que prefería olvidar.
Pese a esos antecedentes, se había dedicado a investigar, recopilar material y escribir sus guías con toda tranquilidad en su pequeño despacho hasta que el futuro propietario, Peter Pierpont, dejó caer la bomba: M.S. Stevens se daría a conocer al gran público.
Pierpont quería promocionar las guías a través de una gira del autor por la costa este del país, y eso sería sólo el principio. Quería convertir a M.S. Stevens en un éxito publicitario con máxima cobertura de los medios de comunicación. No tenía idea de que la estrella de su nueva adquisición era una joven de veintiocho años, adicta al ordenador, que pensaba que un paseo por el parque era una excursión más que suficiente por lugares salvajes. Y lo peor era que Maggie odiaba hablar en público, le horrorizaban los micrófonos y tendía a congelarse cuando era el centro de atención.
Una de las pequeñas bromas de la vida era que tuviera tanto éxito contándole a sus lectores cómo desarrollar un auténtico espíritu aventurero.
Para ella, viajar hasta su cercana ciudad natal de Beaumont, West Virginia, equivalía a emprender una batalla. Por temor a arruinar la venta de la editorial, Homer Granville había permitido a Pierpont creer lo que quisiera acerca del autor de las guías. En la actualidad, el nuevo editor esperaba enviar a la gira a un macho, amante de la vida al aire libre.
El señor Granville había llegado a una sencilla solución: buscarle a Maggie un suplente encargado de promocionar las guías. Y ésa era la razón por la que ella había puesto los carteles con la oferta del empleo donde los estudiantes de teatro pudieran verlos.
Maggie se preguntaba cómo demonios iba a seleccionar al candidato adecuado entre ese enorme rebaño de jóvenes.
Si no estuviera tan agradecida al señor Granville y si no le tuviera tanto afecto, desempolvaría su título de periodista y se buscaría un empleo sensato en un modesto periódico de la localidad. ¿Lo haría? La verdad era que le encantaba escribir las guías y vivir las aventuras imaginarias que nunca se atrevería a realizar en la vida real.
Cuando se encontraba a punto de acabar otra entrevista, sonó el teléfono.
—Aquí Maggie Sanders.
—Sí, desde luego.
Con su puntiaguda barba gris y las pequeñas gafas con montura de metal, Homer Granville le recordaba a un mayordomo inglés. Pero su voz chillona no correspondía a su digna corpulencia.
—Dígame, señor Granville.
—En este momento estoy estacionando el coche —dijo a través del móvil—. El señor Pierpont está conmigo y desea conocer al personal.
—Por favor, intente retenerlo lo más que pueda. En este momento estoy abrumada entrevistando a los candidatos.
—Lo haré —prometió Granville antes de cortar la comunicación.
—Gracias, señorita Smith, nos mantendremos en contacto —dijo Maggie al tiempo que guiaba a una de las candidatas a la puerta del despacho.
Luego, en un murmullo le contó a Rayanne las malas noticias y la recepcionista se puso en acción inmediatamente.
—Prestad atención, por favor. Lo siento muchísimo, pero tenemos una emergencia en la oficina. Os ruego que os marchéis ahora. Estudiaremos vuestras solicitudes y os prometo que en el curso de la semana tendréis noticias nuestras.
Tras algunas protestas, la multitud de candidatos empezó a dispersarse mientras Rayanne se apresuraba hacia el corredor para repetir lo mismo a los que esperaban allí.
El señor Granville llegaría muy pronto a la segunda planta con el señor Pierpont.
El problema era que el futuro propietario no sabía nada acerca del suplente y el trámite de la venta aún no había finalizado.
Maggie no quería hacer nada que pusiera en peligro la jubilación del señor Granville. No había nada malo en permitir que alguien ocupara su lugar en la promoción de los libros ya que M.S. Stevens no existía, pero una oficina llena de aspirantes al empleo era algo difícil de explicar.
En el pasillo, junto a Rayanne despidió al último aspirante.
—¡Qué alivio! —exclamó Rayanne.
—¡Qué alivio! —repitió Maggie antes de abrir la puerta de cristal con el nombre de la empresa. Entonces lo vio—. Lo siento pero hoy no habrá más entrevistas —advirtió a un hombre alto, de piel bronceada que estaba junto a una gran maceta.
—Busco a Maggie Sanders —dijo con una voz profunda.
—Sí, entiendo, pero mañana nos pondremos en contacto con usted si su teléfono aparece en la solicitud.
El hombre era mayor que los estudiantes, tal vez de unos treinta años, de cabellos rubios un poco desteñidos, como si pasara mucho tiempo al aire libre. De inmediato le encantaron sus asombrosos ojos azules. Llevaba unos pantalones cortos en tono caqui y una camiseta de manga corta del mismo color.
—No sé lo que pasa aquí, pero yo no tengo nada que ver con esto —replicó en un tono de voz que a ella le produjo escalofríos—. Todo lo que quiero es ver un minuto a Maggie Sanders. Prometí a una amiga que lo haría.
Rayanne se sentó detrás de su mesa y fingió hacer algo, pero a Maggie no se le escapó su ávido interés en la conversación.
—Soy Maggie Sanders, pero no puedo atenderlo ahora. Realmente le agradecería si pudiera volver más tarde.
—Con todo gusto, pero le prometí a Ann Cartwright que le entregaría esto personalmente —dijo al tiempo que le tendía un grueso sobre.
—¿Quién es usted?
El señor Granville y Peter Pierpont ya tendrían que estar en el edificio, en el ascensor, pero el hombre captaba toda su atención.
—Mac Sully. Ann participó en una expedición por un río de aguas turbulentas que yo guiaba. Cuando supo que venía a la ciudad insistió en que le entregara esto.
Ann Cartwright se había nominado como crítico y animadora de las guías de Maggie. Antigua amiga de su madre, Ann pasaba gran parte de su tiempo viajando y viviendo auténticas aventuras al aire libre. Estudiaba cada guía apenas salían a la venta y las aplaudía o criticaba en la errónea creencia de que eso ayudaba a Maggie. Maggie le tenía mucho afecto, pero sin duda el abultado sobre contenía su crítica de la cuarta guía recién publicada.
—Bueno, me pidió que se lo entregara. Encantado de conocerla, señorita Sanders. Ann me ha hablado mucho de sus guías.
—¿Las ha leído? —preguntó sin poderlo evitar.
—No mucho —respondió suavemente.
—Oh, no quise decir...
En ese momento se abrió la puerta del pasillo, dando paso al señor Granville y al señor Peter Pierpont.
—Peter, quiero presentarle a dos miembros indispensables del equipo de la empresa —dijo el jefe—. Esta es Rayanne Jordan, nuestra recepcionista. Lleva sólo un año con nosotros, pero su trabajo ha sido excepcional.
Rayanne le estrechó la mano.
—Encantada.
—Y esta es Maggie Sanders, mi mano derecha, ayudante y correctora de muchos de nuestros mejores libros.
—Es un placer, Maggie —dijo Pierpont con una sonrisa, le estrechó la mano con firmeza y la retuvo unos cuantos segundos.
Pierpont llevaba una chaqueta amarilla de lino, pantalones blancos y mocasines sin calcetines. Tenía más de cincuenta años, el cabello gris muy corto, ojos penetrantes de un color indeterminado, un rostro alargado y unos labios delgados que hacían que su sonrisa pareciera un tanto siniestra.
Mac no se había marchado. Estaba junto a Maggie y parecía interesado en la conversación. Maggie sintió que debía presentarlo
—Este es Mac Sully...
—M.S., me alegro de que esté aquí —la interrumpió el jefe—. Quiero que conozca al futuro propietario de la editorial Granville, el señor Peter Pierpont.
—Oh, no, él no es... —Maggie intentó hablar, pero otra vez no tuvo la oportunidad.
—Supongo que M.S. de M.S. Stevens —dijo Pierpont al tiempo que le estrujaba la mano.
Sully frunció el ceño e intentó encontrar la mirada de Maggie.
—No, he venido aquí por encargo de una amiga.
Granville pensó que Mac era el actor que ella había contratado para la gira publicitaria. ¿Y por qué no podría serlo? Desde luego que Sully tenía el físico adecuado. Y era obvio que Pierpont pensó que Mac era el verdadero autor de las guías. Maggie no sabía cómo solucionar el mal entendido sin perjudicar a Granville.
Al parecer, Pierpont era una de esas personas que oía sólo lo que quería oír porque ignoró la negativa de Sully.
—Mi equipo ya está trabajando en su gira —declaró—. El departamento de comercialización piensa que ustedes no han hecho más que empezar a explotar el potencial de ventas.
—Se ha equivocado de persona —replicó Mac—. Yo sólo dirijo excursiones a lugares agrestes. Bueno..., lo hacía.
—Eso explica el trabajo maravilloso que ha hecho en las guías. Ya no es necesario que se muestre tan reservado —dijo Granville.
—De todos modos ya no es necesario continuar en el anonimato —intervino Pierpont al tiempo que consultaba su reloj—. Granville se lo explicará. Tengo que tomar un avión, pero alguien se pondrá en contacto con usted tan pronto como los abogados terminen de preparar los documentos legales. Bienvenido a bordo.
Sully miró a Maggie como preguntándole si él era la única persona cuerda en esa habitación y se retiró antes de que ella pudiera decir algo.
El sencillo plan de contratar un suplente para la promoción de los libros a Maggie se le había convertido en una pesadilla. Tan pronto como Pierpont y Granville se hubieron marchado para saludar al resto del personal, ella echó a correr por el pasillo mientras pensaba en el modo de resolver la situación sin poner en peligro la jubilación de Granville... o su empleo.
Mac presionó el botón del ascensor, pero al ver que las puertas no se abrían optó por bajar por las escaleras.
Debería haber sabido que el pequeño favor que le hizo a Cartwright lo iba a llevar al manicomio.
Luego pensó en su abuela, la persona que más quería de la familia. No la culpaba por negarse a vender sus tierras de la montaña, muy cerca del pueblo de Eighty Four, Pensilvania y trasladarse a Florida donde vivían los padres de Mac.
Cora Sully había ayudado a su marido a construir la casa y a sus ochenta años mantenía más que nunca su resolución de no abandonarla. Mac era el único miembro de la familia que apoyaba su decisión y la ayudaba. Todd, hermano mayor de Mac y abogado, tenía su vida totalmente planificada. Vivía en Chicago con su bonita esposa y dos hijos malcriados. Pensaba que la abuela debía vender la propiedad y vivir conforme a su edad.
Mac era el único que se interponía entre la abuela y la casa de sus padres, por lo menos hasta que se recuperara de la fractura de la muñeca. Estaba claro que la abuela no debió haberse subido a reparar el tejado.
Mac llegó al vestíbulo decorado al estilo de los años veinte.
Tenía un gran problema. Su abuela y él respetaban mucho la intimidad de cada cual como para vivir juntos largo tiempo, pero había forjado un plan. Iba a emplear sus ahorros en la construcción de una cabaña en la propiedad de la abuela, pero cuando gastara todo su dinero, ¿de qué demonios iba a vivir? Había abandonado la universidad tras un par de años de estudio y no se veía en una oficina por el resto de su vida. Cuando se dirigía a la salida del edificio, se abrieron las puertas del ascensor detrás de él.
—¡Señor Sully! Por favor, espere un minuto. Necesito hablar con usted.
¡Oh, no! Maggie Sanders lo había seguido. Él había olido algo sospechoso en esa oficina y no quería verse envuelto en sus problemas.
—Lo siento, tengo otro compromiso.
—Sólo es un minuto. Lo acompañaré hasta su coche.
Mac tenía otra excusa en la punta de la lengua cuando cometió el error de mirarla directamente. Tenía unos ojos como para perderse en ellos, tan oscuros que parecían negros. Parecía que estaba a punto de llorar. Y él no soportaba las lágrimas.
—Si puede ir a mi paso —dijo con la intención de desalentarla.
—Sí, puedo. Probablemente se está preguntando qué sucedía en la oficina.
—Realmente no.
Lo único que se planteaba era cómo evitar oír sus explicaciones, pero le sostuvo la puerta para que saliera.
Mac intentó no mirar a la mujer que iba a su lado, aunque no era necesario. Había memorizado su imagen a primera vista. Casi no llevaba maquillaje y sus cabellos castaños oscuros, un poco más abajo de las pequeñas orejas, hacían juego con el color de los ojos.
También le gustó la ropa que llevaba. Un polo amarillo que insinuaba unos hermosos pechos y una falda verde hasta la rodilla. Su aspecto era muy sexy sin ser provocativa. Sí, tenía clase. Mac se dio cuenta de que ella estaba en apuros.
—El caso es que yo escribí las guías Aventuras Arriesgadas.
—Eso es lo que me dijo su amiga Ann.
—Es una buena amiga de mi madre, pero eso no importa ahora. Se trata de que mi jefe está vendiendo la empresa a la Pierpont Corporation.
—¿A ese individuo con un reloj estrafalario?
—Sí, y él quiere promocionar las guías a través de una gran gira.
—Así funcionan las cosas —dijo Mac y empezó a cruzar la calle.
—¿Quiere detenerse un minuto, por favor? —pidió Maggie. Se detuvieron en un lugar más seguro al otro lado de la calle—. ¡No puedo hacer esa gira! —gritó por encima del ruido de un camión que pasaba por allí.
—¿Por qué no? —preguntó Mac, interesado.
—Míreme.
Él lo hizo y le gustó todo lo que vio, desde la forma natural de las cejas hasta la barbilla impertinente. El rostro tenía forma de corazón con una tez impecable. Era muy bonita, sin ser una belleza impresionante.
—Lo hago —dijo.
Sin embargo, no podía resolver los problemas de la joven.
—¿Tengo el aspecto de ser una experta en excursiones de supervivencia? ¿Cree que estas manos pueden utilizar un machete para abrirse paso en la jungla y desollar ardillas para comer? ¿Quién llegaría a creer que yo soy M.S. Stevens?
—Pero usted escribe los libros, ¿no es así?
Lo había dejado perplejo contra su voluntad.
—Hago la investigación y recopilo material a través del ordenador, pero no participo en los viajes.
—Ah.
—No diga «ah». Escribo muy bien. Todo lo que aparece en las guías ha sido avalado por gente experta.
Mac empezó a encaminarse hacia el coche, pero ella le puso una mano en el brazo así que se tuvo que detener.
—¿Dónde nos lleva esta conversación? Realmente tengo que marcharme.
—El señor Granville quiere contratar a un suplente para que realice la gira y el nuevo propietario se encargará de promocionarlo cuando se formalice la venta de la empresa. El señor Granville pensó que usted era la persona que yo había contratado. Y peor que eso, Peter Pierpont cree que usted es el verdadero M.S. Stevens, aunque lo sea yo.
—¿Y por qué no hace la gira usted misma? El tipo que le firma los cheques tendrá que saber que usted es la autora de los libros.
—No puedo hacerlo. Verá, odio hablar en público, tengo fobia a los micrófonos. Me sentiría como una idiota firmando libros.
—Estoy seguro de que la gente haría largas colas para comprar sus guías —dijo Mac a modo de cumplido, pero ella no lo notó.
—Quiero contratarlo como mi suplente en la gira —dijo Maggie. Él se echó a reír y al instante se arrepintió. Ella hablaba muy en serio y la conversación podría acabar en lágrimas—. Estaría perfecto en ese papel. ¿Tiene programada alguna excursión para este verano?
—No, en realidad me he retirado del negocio por el momento. Asuntos familiares.
—Oh, ¿está casado?
—No, ¿y usted?
Por extraño que pareciera, le interesaba el estado civil de la joven.
—No, pero...
—Entonces tiene libertad para realizar la gira. No me necesita.
—Pagan muy bien. Las guías han reportado grandes beneficios a Granville Publishing.
—¿Cómo de bien?
Mac no quería caer en la tentación, pero el dinero era una cuestión que tenía que considerar en su vida. Si pudiera comprar tiempo para buscar algo que verdaderamente le gustara. «No», se dijo a sí mismo. ¿Cómo podría recorrer el país simulando ser un escritor? La idea era una soberana tontería.