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¿Qué queda de las grandes utopías políticas que han marcado la modernidad? En este diccionario utópico actualizado, el politólogo Pablo Simón traza un recorrido personal, de la A a la Z, por conceptos que un día sacudieron el mundo. Anarquía, barricada, obrero, pueblo, república o socialismo son examinados a la luz de un presente que ha arrojado fuera de la mesa los ideales del siglo pasado. Con un tono distendido repleto de guiños personales y reflexiones que desbordan lo político, Pablo Simón – una de las voces más originales del análisis político en España– viaja del liberalismo de Stuart Mill a los hackers antisistema. Del mundo sin fronteras que John Lennon cantó en «Imagine» a la ideología oculta tras los westerns americanos. De los obuses de la comuna a las revolucionarias plazas ocupadas a golpe de megáfono y tuit. Como previene el autor a partir de la quimera de los Jemeres Rojos, «la utopía es un arma de doble fi lo» capaz de convertir a las personas en instrumentos subordinados a una visión. Y es ahí donde resulta preferiblela contradicción. Como comprar libros de Marx por Amazon. Prólogo de Aimar Bretos
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Seitenzahl: 105
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Prólogo de Aimar Bretos
Ni adoquines ni sacos
En su intento por idear la sociedad más perfecta posible, Tomás Moro escribió que los utopianos trabajaban solo seis horas al día. Tres, comida y otras tres. Puede que esa estructura de jornada partida no sea la ideal, pero oye, han pasado casi 500 años desde que el ofendidito Enrique viii encarceló y decapitó a Moro en la Torre de Londres porque se negaba a avalar su divorcio y aquí seguimos, con jornadas laborales de empiece a contar usted a partir de las ocho horas. Sobre todo Pablo Simón, que llega a las tertulias hora y pico antes de que empiecen sin que los demás sepamos muy bien por qué. Y no ha habido manera de arrancarle una explicación coherente.
Cuando Pablo me propuso que prologara este libro, se acababa de abrir en Andalucía la ventana por la que han ido entrando desde el sur unos escalofriantes aires reaccionarios. Desde entonces, y hasta el cierre de esta edición, periodistas y politólogos llevamos semanas sumidos en una reflexión colectiva acerca de cómo poner pie en pared ante quienes llegan a porrazos bannonianos contra unos consensos democráticos (e, incluso, humanitarios) que considerábamos fuera de debate.
En estas páginas he encontrado algunas respuestas. Sobre todo por la B, la B de barricada. ¿Qué es una barricada sino el parapeto de quienes están dispuestos a librar, personalmente, la batalla contra quien supone una amenaza para su libertad y bienestar actuales o futuros? La ciudadanía no necesita hoy adoquines ni sacos para sus barricadas, sino munición democrática e ideológica para enfrentarse intelectualmente a quienes, disfrazados de madonnas antiestablishment, construyen su discurso de intolerancia chapoteando en fakes.
Y ahí están, llamadas a jugar un papel decisivo, voces como la de Pablo Simón, que en cuestión de años se ha convertido en referencia en España por su capacidad analítica y explicativa. Los que trabajamos en los medios de comunicación sabemos bien que es absolutamente excepcional que un analista siempre sume con sus aportaciones, y en el caso de Pablo es así: siempre.
Igual que erraste si buscabas en El príncipe moderno una actualización a la riojana de la obra de Maquiavelo, fallarás si esperas de este diccionario utópico actualizado un remake arnedano de la obra de Tomás Moro. Lo único que tienen en común es que el primero lo escribió un Lord Canciller y el segundo, un @kanciller. Lo siento, me la habían dejado botando.
Lo que tienes entre las manos es un delicioso glosario de conceptos políticos explicados desde la perspectiva preclara del autor. Pablo Simón espolvorea por las siguientes páginas su conocimiento, análisis e ironía logrando que llegues a la Z y te quedes esperando los bises. Disfrútalo tanto como yo.
Aimar Bretos
anarquía
Sic semper tyranis:«así siempre a los tiranos». He aquí la frase típica que gritaba un terrorista anarquista antes de descerrajar una salva de disparos al político de turno, gesto bastante frecuente durante los últimos doscientos años. Si uno pasea por Madrid, muy cerca de Atocha tiene un mausoleo, el Panteón de Hombres Ilustres, erigido para conmemorar las obras de muchos de ellos. Como poco, Eduardo Dato, Antonio Cánovas del Castillo o José Canalejas, todos principalísimos hombres de la política del siglo xix, perecieron a manos de anarquistas. Una ideología, la del anarquismo, que había prendido con fuerza en una España reaccionaria y católica, poco industrializada y de una intensa base caciquil.
En general, los estudios señalan que el movimiento anarquista fue más fuerte en los países del sur de Europa debido a la falta de inclusividad de sus instituciones políticas. El hecho de que no hubiera forma de canalizar el disenso a través de los mecanismos ordinarios y pacíficos, intensificó la pulsión hacia la revolución y la violencia. En España no podía ser de otro modo. Por poner un ejemplo menos virulento, pero fundamental a nivel político, la Confederación Nacional del Trabajo, el principal sindicato anarquista, rondaba, según la documentación de la época, casi el millón de miembros y tuvo un papel fundamental durante la Segunda República y la Guerra Civil.
Aunque de infinitas corrientes y ramificaciones, desde el anarco-sindicalismo al anarquismo liberal, la filosofía anarquista tiene como principal ánimo el rechazo a cualquier autoridad política. La idea, pues, era la emancipación total del individuo del yugo del Estado. Pensemos que no puede haber una utopía en la Tierra más hermosa que la de creer que la política pudiera limitarse a la mera gestión de los asuntos ordinarios, que todos pudiéramos ser libres incluso de tener posada la mirada aviesa del Leviatán, del Estado, sobre nosotros. Se acabaría así la presión de una autoridad que nos impidiera organizarnos como consideremos mejor.
Rechazar cualquier forma de gobierno político o autoridad social es, en última instancia, una doctrina muy de la modernidad. Al fin y al cabo, se trata de posicionar al Hombre en el centro de todas las cosas, representa la idea de la autonomía de los seres humanos llevada hasta su extremo más acabado. ¿O acaso no podemos decidir nosotros cómo queremos relacionamos? ¿Por qué hemos de subcontratar en un tercero la mejor forma de hacerlo? Este rechazo es toda una patada en la tibia a Hobbes y su creencia de que el hombre es un lobo para el hombre, de que solo podemos confiar en ese Soberano todopoderoso.
El anarquismo como ideología también se caracteriza por su plasticidad. Para algunos sectores más obreristas suponía la efectiva emancipación del yugo del trabajo y el Estado. Los más liberales lo asumen como una exoneración de la pesada carga que supone tener que financiar al opresivo sector público con sus impuestos. Una ideología que, con su marca propia, se fue desdibujando desde la Segunda Guerra Mundial, pero que ha permeado derechas e izquierdas, entre el feminismo y el ecologismo, y que hoy tiene algo más de romántico que de terrorista. Tiene un núcleo que, en su esencia más libertaria, se manifestaría a partir de Mayo del 68, momento en que se daría un paso de gigante en la reivindicación de la identidad autónoma del individuo.
En los últimos años, y heredero de estas ideas, ha hecho su aparición en internet un movimiento de raíz similar con renovado brío. El del software libre, basado en la eliminación de barreras al conocimiento, al poder compartirlo en libertad, y en la aspiración a una sociedad desintermediada donde cada cual pueda formar su conciencia. El movimiento hacker tiene también un poco de esto, y, forzando la analogía, uno podría pensar que hoy los retos ante la ciberseguridad podrían equipararse a los que tenían los polizontes alemanes del Reich al tratar de controlar los flujos de anarquistas que provenían de Italia. Todo es parte de una red que trasciende a un solo país.
Henos aquí que el anarquismo ha ejercido tal influencia, y con tanta transversalidad, que no ha habido credo que no se haya interrogado sobre cómo es posible la libertad si existe alguna dominación sobre nosotros. Una pregunta pertinente esta a la que seguimos dándole vueltas: los límites asumibles de la autoridad soberana.
barricada
El camino hacia la utopía no se caracteriza por ser algo pacífico. La visión de una ordenación del mundo, de una forma de entender lo justo y lo bueno, lo que Isaiah Berlin llamaría la «libertad positiva» (la de libertad como autorrealización), suele toparse con resistencias. Esto ha llevado a que se gesten todo tipo de visiones, ideologías políticas y religiosas, y a una expansión a partir de la premisa de que el compromiso no es posible. Si mis principios son los justos, ¿cómo puede haber un denominador común que no implique que tu mera existencia sea la constatación de mi derrota? A tal camino lleva la acción de la utopía por la vía de la fuerza. Ya lo decía Maquiavelo: mejor suerte corren los profetas armados que desarmados.
Sin embargo, el camino de la resistencia y la lucha violenta también ha permitido importantes avances en las libertades del ser humano. Aunque hoy veamos la historia de forma lineal, lo cierto es que se ha ido configurando casi en su totalidad en un continuo zigzag de muerte y revueltas armadas, de idas y venidas, como el movimiento de las mareas. Sobre no pocas vidas perdidas se dieron logros como la llegada del sufragio, de los derechos fundamentales o la caída del Antiguo Régimen. Es verdad que nobles ideales inflamaban a muchos de los que lucharon entonces, pero no era escaso el número de quienes buscaban mejoras inmediatas en su vida sin tantas filigranas intelectuales. Algunos aspiraban al paraíso en la Tierra, pero otros querían comer aquí y ahora.
Todos ellos, los de nobles ideales y los pragmáticos, los idealistas y los menesterosos, en un momento de eclosión revolucionaria acababan por encontrarse en el mismo punto: la barricada. El símbolo de la resistencia del Pueblo, auténtico icono desde la Revolución francesa, el cual apenas era un parapeto improvisado. Construida con adoquines, carros o muebles, la barricada atrincheraba los anhelos y esperanzas de aquellos que confiaban en ver la caída de un tirano, los que querían obtener derechos políticos y sociales. Con frecuencia, con el indisimulado apoyo de los vecinos, los mismos que daban comida a los resistentes.
Ahora bien, tras esa barricada las expectativas de cada uno podían ser bien distintas. Quizá sean las revoluciones burguesas de 1820, 1830 y 1848 las que mejor ilustren aquellas diferencias, aquellas divisiones latentes. Mientras que los sectores burgueses buscaban acabar con unos regímenes políticos que les negaban la influencia que merecían dada su acomodada posición, los proletarios se rebelaban en búsqueda de derechos sociales o incluso de la mera subsistencia. Muchas veces el fracaso de conato revolucionario procedía de esta escisión.
Pero, claro, detrás de la barricada no hay distingos. Cuando el mariscal Mac Mahon redujo la Comuna de París en 1871, aquel momento que tanto marcaría a Karl Marx, los obuses de los cañones no preguntaban antes de estallar. Salir a las barricadas era ponerse detrás de la bandera roja a la espera de que se consiguiera hacer caer al gobierno, al rey, al tirano y confiar en que el conato revolucionario terminara prendiendo como la pólvora en el resto del país. Cosa que, por cierto, no siempre daba el resultado esperado.
Es normal que las barricadas conserven esa aura de romanticismo: desde «A las barricadas, a las barricadas, en el nombre de la confederación» hasta el musical de Los miserables, por poner desde lo más ideológico y contundente hasta lo más melifluo y comercial. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial, han dejado de ser una imagen recurrente. El teatro de la revuelta ha desplazado su espacio a las plazas. Ahí es donde, con un ánimo parecido, se han congregado los herederos ideológicos de la lucha social.
Prefiero que no hablemos de Twitter, de Occupy ni del 15M, meros sucedáneos de sociedades de opulencia. Hablemos mejor de la plaza Tahrir y de cómo sirvió de ejemplo al mundo árabe (con la caída del tirano Mubarak), que lo extendió como la pólvora en todos los países del norte de África y Oriente Medio. Fueron estos movimientos los dignos herederos de aquel espíritu revolucionario (que también se vio con la caída del Muro de Berlín o en las revoluciones de colores en Europa del Este). Heterogéneo y transversal. Algunos, pidiendo libertades políticas. Otros, la utopía en la tierra de la salvación islámica. Los muchos, tener pan que llevarse a la boca. Mirad a las plazas. Esas son las verdaderas nuevas barricadas desde las que, en zigzag, continúan las luchas de nuestro tiempo.
ciudad
A alguien se le tuvo que ocurrir por primera vez. Es una de esas cosas que quedan en la nebulosa de la historia, como es lo propio de algo que sucedió hace unos 8500 años en el Creciente Fértil, o al menos eso es lo que estiman los historiadores. Hubo un momento en el que alguien decidió roturar la tierra y sembrar. Como debía permanecer en la zona cultivada, no le quedó más remedio que buscar un asentamiento. Se volvió entonces sedentario. Poco a poco, se le fue uniendo más gente (en caso de que realmente fuera una ocurrencia personal y no colectiva), las relaciones se fueron volviendo más complejas. Aquellas gentes descubrieron que podían repartirse el trabajo para ser más eficientes. Que, si algo les sobraba de lo que producían, lo podían compartir e intercambiar.