Compromiso profesional - Darcy Maguire - E-Book
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Compromiso profesional E-Book

DARCY MAGUIRE

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Beschreibung

Aquél era un matrimonio que ninguno de los dos esperaba... A Tara Andrews le encantaba trabajar con su madre y con su hermana preparando las bodas... de otros. Sin embargo, no tenía la menor intención de casarse jamás... hasta que conoció al atractivo millonario Patrick Keene. Estaba claro que él era el único hombre que podría hacerle cambiar de opinión... pero también era el único hombre que jamás podría tener.

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Seitenzahl: 197

Veröffentlichungsjahr: 2012

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Debra D’Arcy. Todos los derechos reservados.

COMPROMISO PROFESIONAL, Nº 1942 - noviembre 2012

Título original: A Professional Engagement

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1194-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Rick no lograba situarla.

Estaba parada en el vestíbulo, junto al mostrador, casi tan tiesa como el traje negro que llevaba, con un portafolios rojo pegado a la blusa blanca, escudriñando la habitación llena de gente.

Tenía pinta de ejecutiva, salvo por el pelo... Rick ladeó la cabeza y arrugó la frente. Llevaba el pelo negro y revuelto, cortado en picos que sobresalían hacia todos lados, como el peinado de una artista o una modelo, no de una mujer de aspecto tan serio.

Rick se rascó la mandíbula. Qué raro.

Conocía muy bien a sus empleados; a los investigadores, por su nombre, y al equipo de apoyo, de vista. ¿Era una empleada nueva, o estaba allí de paso?

Intentó despejarse. Aquella joven no iba a convertirse en un misterio. En dos minutos la tendría analizada, clasificada y fichada, como todo lo demás en su vida. Se dio la vuelta y se concentró en lo que estaba haciendo.

Se enderezó la corbata y se subió a una silla, componiendo una sonrisa.

–Quisiera felicitar a todos los que estáis aquí por un trabajo bien hecho. El proyecto de Hinney & Smith ha sido un gran éxito. Ahora podemos distribuir nuestros productos por todo el país con nuestros propios medios, hemos reducido costes y nuestro margen de beneficios ha aumentado. Somos una empresa más grande y mejor, y estoy orgulloso de todos vosotros –levantó su copa de champán–. Por un gran equipo con un brillante y próspero futuro.

Bebió un sorbo entre gritos de júbilo y silbidos. Había hablado en serio. Eran un equipo fantástico. Su dedicación y lealtad había asegurado otro triunfo a la empresa.

Su mirada se posó de nuevo en aquella bonita desconocida de aspecto fresco. Estaba en la puerta, observando con despreocupación a sus empleados.

No tenía copa. Y eso, él podía remediarlo.

Se bajó de la silla sonriendo y comenzó a estrechar las manos de sus empleados. Le encantaba alabar a la gente cuando las alabanzas eran merecidas. Y, qué demonios, todos ellos se merecían un hurra.

El siguiente reto que lo esperaba era la fusión de su compañía con SportyCo. De ese modo, su equipamiento deportivo tendría el doble de fuerza en el mercado. Era un riesgo lanzarse demasiado pronto, pero no podía esperar. Estaba deseándolo. No se había pasado diez años trabajando como un loco para acobardarse ahora.

Seguramente era mejor esperar, antes de embarcarse en un proyecto tan ambicioso, a que su imagen pública de playboy fuera cosa del pasado. Era improbable que aceptaran que fuera presidente de las compañías fusionadas si la imagen que proyectaba no era la adecuada.

Los últimos seis meses con Kasey Steel deberían haber convencido a todo el mundo de que había dejado atrás sus tiempos de vividor. Sus amigos empezaban a aceptar que había sentado la cabeza. Así que los círculos empresariales tampoco debían de andar muy lejos... ¿no?

Le estaba costando mucho librarse de su pasado. Su pasión por los deportes extremos que todo el mundo consideraba una locura; sus noches de juerga y alcohol, o su afición por las mujeres. No había podido convencer del todo de su cambio real. Hasta ahora.

Tampoco esperaba que una relación estable pudiera tener el efecto deseado sobre su reputación, aunque no por ello iba a dejar de hacerle un favor a una amiga. Además, aquel favor, era ahora todo un aliciente; por fin tenía la oportunidad de sacudirse su mala fama y ser tomado en serio.

Lo había conseguido. Sólo tenía que seguir por el mismo camino. Su mirada se dirigió otra vez hacia la puerta. Cuando hubiera etiquetado a aquella mujer, claro.

Se enderezó la camisa burdeos y se alisó la corbata de seda morada. Se abrochó la chaqueta del traje y se miró los pantalones a juego. Estaba bastante pasable.

Recogió otra copa de champán de la mesa y se acercó al mostrador sin dejar de mirar a la desconocida.

Era más alta de lo que le había parecido al principio, casi tan alta como él, con aquellos tacones negros. De cerca, su peinado no parecía tan alocado. Era más bien calculado, como el resto de su aspecto. Ordenado y preciso: sólo una apariencia de rebeldía.

¿Qué era aquella mujer? ¿Una contable del departamento financiero? ¿Una bibliotecaria despistada? ¿O una maestra almidonada queriendo pasar por mujer fatal? Si pretendía algo así, desde luego lo estaba consiguiendo.

Rick vaciló. Le daban ganas de dar media vuelta y mezclarse entre la multitud, darse el gustazo de fantasear un poco más con aquella mujer y entretenerse con las posibilidades que le ofrecía.

Ella se volvió hacia él, y sus ojos negros lo traspasaron. ¡Era preciosa!

Rick se acercó y le tendió la copa de champán.

–Pareces perdida –balbuceó como un idiota.

Ella le sonrió, levantó una mano y rechazó la copa sacudiendo la cabeza.

–No, gracias. Y no, no estoy perdida en absoluto –miró más allá de él–. Estoy exactamente donde tengo que estar.

Rick aspiró una rápida bocanada de aire sin apartar los ojos de ella. Le había sorprendido la energía de su voz, el dulce matiz de su timbre, la vivacidad de sus ojos negros. No podía ser tan distante y fría como parecía.

Su mirada se deslizó sobre ella, el bullicio de la sala pareció apagarse, su respiración se hizo más audible, y su cuerpo empezó a desperezarse.

Se aclaró la garganta, dejó las copas sobre una mesa y se puso en la línea de visión de la desconocida.

Ella levantó ligeramente los ojos negros para mirarlo con una intensidad que resultaba inquietante, como si supiera cosas que él desconocía por completo.

–Tengo una cita–dijo con suavidad, y miró el mostrador de recepción, que estaba vacío–. Pero creo que no es el mejor momento.

–Yo podría ayudarla –se ofreció él.

–Pues... sí –ella frunció los labios e intentó mirar más allá de él–, si pudiera decirme dónde puedo encontrar al señor Keene.

Rick sintió que un extraño calorcillo se extendía por su cuerpo, y no pudo evitar sonreír.

–Ya lo ha encontrado.

Ella pareció sorprendida un momento. Lo miró de hito en hito lentamente, desde los zapatos negros hasta el traje, pasando por la camisa y la corbata, hasta detenerse en su cara. Achicó los ojos y escudriñó la cara de Rick como si intentara descubrir la respuesta a una adivinanza.

Rick le sostuvo la mirada.

–¿Doy la talla?

–Oh... disculpe... desde luego –ella se sonrojó.

Rick se irguió un poco más.

–¿Esperaba que fuera distinto?

–No esperaba que fuera tan mayor.

–¿Tan mayor? –¿qué demonios...?–. No creo que con treinta y cuatro años sea tan mayor.

¿Es que se le había secado y resquebrajado la cara desde esa mañana? ¿Le habían robado una década de vida? Estaba claro que ya no tenía los rasgos redondeados y tersos de sus años de adolescencia. Pero se cuidaba.

Ella se encogió de hombros.

–Lo siento, no pretendía... –apretó los labios y desvió la mirada–. Lamento interrumpir la celebración. Podría volver después.

Él levantó una mano.

–No, no tiene importancia.

Pero ¿por qué había dicho que parecía mayor? Uno no podía ir por ahí diciendo cosas así, sobre todo si se era una joven tan bonita como aquélla, aunque aparentara tanta frialdad.

–¿Entonces...? –preguntó ella suavemente–. ¿Dónde está su despacho? Supongo que querrá hablar en un sitio más tranquilo.

–Claro –sus músculos se tensaron. ¿De qué iba todo aquello? Maldición. Escudriñó la sala en busca de su secretaria mientras intentaba encontrar una respuesta. Por lo general, su secretaria le informaba de las citas que tenía por la tarde antes de que se fuera a comer.

Echó a andar por el pasillo, atento a la mujer que caminaba tras él, a su suave perfume y al misterio que la envolvía. ¿De dónde era? ¿Para quién trabajaba? ¿A qué se dedicaba? Él normalmente adivinaba enseguida a qué se dedicaba la gente.

Abrió la puerta de su despacho y la vio entrar sin vacilar, contoneando suavemente las caderas. Se movía con perfecto dominio de sí misma, con ritmo musical, como una bailarina.

¿Quién era? Entró en su espacioso despacho, que ocupaba una esquina del edificio.

–Patrick Keene –dijo, teniéndole la mano–. ¿Y usted es...?

–Tara Andrews –ella le estrechó la mano con firmeza mientras lo miraba a los ojos con calma.

Aquel nombre no significaba nada para él. Ni tampoco, se dijo, el sobresalto que había sentido en las tripas al tocarla.

Rick dio media vuelta, rodeó su amplia mesa de teca y miró por la ventana el perfil de Sydney. Luego se volvió hacia la mujer.

–¿Y bien?

Ella apenas miró a su alrededor.

–He venido por su propuesta.

Rick suspiró, dejando caer los hombros. El misterio se había acabado. Aquella mujer sólo estaba allí por trabajo.

–¿Cuál? –se acercó a la mesa y hojeó los papeles que había dispersos sobre ella.

–¿Cuál? –repitió Tara Andrews.

–¿De qué propuesta quiere hablar, señorita?

–Yo...

–Estoy considerando varios proyectos. ¿Representa usted a un inversor, o a una de las partes involucradas?

–No he venido por negocios –dijo ella en tono más suave–. He venido por un asunto personal.

Él la miró fijamente mientras pensaba a toda prisa. ¿Un asunto personal? ¿Cómo de personal? No había olvidado ni por un instante aquellos ojos negros y profundos, aquellos labios rojos y carnosos, aquella piel tersa y bronceada, ni aquel cuerpo esbelto, cuyas curvas pedían a gritos una exploración a fondo.

De pronto se sintió arder.

–Soy experta en peticiones de mano. El señor Thomas Steel me pidió que viniera y le hablara de mi trabajo con la esperanza de que pueda ayudarlo a ofrecerle a su hija una petición de mano memorable –se inclinó hacia delante y le ofreció su tarjeta de visita.

–¿Petición de mano? –repitió él, aturdido. Tomó la tarjeta y se quedó mirando las palabras impresas en ella, intentando aclararse.

¿Se habría cansado de esperar el viejo Steel? Siempre estaba hablando de que se estaba haciendo viejo y de que quería tener nietos antes de morirse. Rick se puso tenso. ¿Estarían Kasey y él a punto de perder la paciencia? Esperaba que no.

–¿Me he equivocado de persona? –Tara miró una hoja de su portafolios–. No, no me he equivocado. Porque usted es Patrick Keene, ¿no?

Él la miró otra vez.

–Sí, pero...

¿Una experta en bodas? Rick cruzó los brazos y apretó la mandíbula, intentando no oír cómo le atronaba la sangre los oídos.

¿Cómo podía pensar alguien que un empresario extremadamente competente y próspero, como él mismo, no fuera capaz de hacer algo tan sencillo y directo como pedir la mano de una mujer?

¿Le estaría tomando el pelo el viejo Steel? ¿O se habría cansado de esperar a que su hija tuviera familia y había pensado que Rick necesitaba un empujoncito?

¡Aquello era increíble!

Ella apartó una silla de la mesa y se sentó frente a él con las piernas cruzadas y el portafolios sobre el regazo. La falda se le subió por los tersos muslos de manera sumamente turbadora.

Ella le ofreció una tenue sonrisa.

–Por la cara que ha puesto, yo diría que el señor Steel no le ha planteado todavía la cuestión –lo miró inquisitivamente–. Lo siento. El señor Steel vino a pedirme que me pasara a hablar con usted para ofrecerle mi ayuda si... –su voz se apagó–, si la necesitara –Rick alzó las cejas y le lanzó a la mujer una mirada sardónica. ¡Él no necesitaba ayuda para pedir la mano de nadie!

Ella se mordió el labio inferior.

–Tengo entendido que lleva usted algún tiempo saliendo con la hija del señor Steel.

–Sí –dijo él con voz crispada.

–Naturalmente, lo más importante es que se declare usted cuando lo considere oportuno, cuando esté listo...

Rick dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

–Gracias. Le agradezco su delicadeza. Creo que Thomas Steel no ha tenido en cuenta ese aspecto de la cuestión –ni otros muchos, entre ellos el hecho de que los demás prefirieran vivir a su manera y no como dictara él.

–Intenté decírselo –ella se encogió de hombros–. Pero insistió.

–Sé lo que quiere decir.

Ella se humedeció los labios y miró su portafolios.

–Acepté venir a informarle de que la planificación de peticiones de mano es un servicio nuevo que ofrece a hombres tan ocupados como usted la oportunidad de emplear a una persona –se tocó el pecho–, como yo, para ayudarlos a resolver numerosos aspectos de su declaración matrimonial.

–Yo no necesito ayuda para declararme.

Ella no vaciló.

–Lo entiendo perfectamente, pero ¿está dispuesto a escucharme? Muchos hombres se precipitan a la hora de declararse, siguiendo ciertas ideas equivocadas, sacadas sobre todo de la televisión. Venden hasta la camisa. A fin de cuentas, la petición de mano es tan especial, si no más, que la boda misma... Es una declaración de amor y un compromiso que funda la vida en común de una pareja.

Rick se apoyó en el pico de su mesa con los brazos cruzados y observó a la experta en peticiones de mano. Era agradable mirarla, y también escucharla... y, desde luego, no tenía nada de malo prestarle un poco de atención.

Ella se dio unos golpecitos con el bolígrafo sobre los labios carnosos y rojos.

–Yo puedo servirle de ayuda en muchos aspectos. Tenemos una extensa colección de libros que podríamos prestarle: libros de poesía, recopilaciones de cartas de amor y de citas de amor, si es que le cuesta trabajo formular la gran pregunta –Rick no podía apartar la mirada de aquellos labios–. Y luego, claro, puedo ahorrarle las molestias de ir de acá para allá mirando precios y sitios donde hacer su proposición... –él comprimió los labios para que no se le escapara una sonrisa burlona. ¿Estaba hablando en serio?– Está, por otra parte, la cuestión de cómo le gustaría declararse: si quiere tirarse de una avioneta y declararse a diez mil pies de altura, o en una isla tropical a la luz de la luna, con un millar de estrellas titilando en el cielo –ella lo miró con los ojos brillantes–. O en un restaurante romántico, con un dulce aroma a comida exótica y música suave, y la cara de ella iluminada por la suave luz de las velas. O en un yate en medio del mar, como si fueran las dos únicas personas de la tierra...

Rick levantó la mano y la miró. ¡Aquella mujer era asombrosa! Incluso intimidaba un poco. ¿Cómo podía parecer tan fría y luego, de repente, iluminada por tanta pasión? ¿Cómo lograba ocultar aquella pasión tan eficazmente?

Su pelo, que sobresalía en todas direcciones, la hacía todavía más guapa. Resultaba difícil apartar los ojos de ella. De su pelo, de sus ojos negros e intensos, de sus labios y sus larguísimas piernas.

–Creo que... –dijo él, intentando sofocar una oleada de deseo–, aunque suena muy bien, eso no es para mí.

Ella apoyó las manos sobre su regazo, respiró hondo y le lanzó una mirada fría.

–Naturalmente, señor Keene.

Él carraspeó, intentando sacudirse el deseo de retenerla un poco más.

–Gracias por venir, pero soy muy capaz de organizar una petición de mi mano por mis propios medios.

Ella asintió con la cabeza.

–Me lo imaginé en cuanto lo vi.

–Lamento que se haya tomado tantas molestias –Rick metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y agarró su cartera–. La compensaré por su tiempo, desde luego.

Ella levantó una mano.

–No es necesario –deslizó el bolígrafo en el lomo de su portafolios–. Lo entiendo perfectamente. No todo el mundo necesita mis servicios.

Él se acercó a la puerta y agarró con fuerza el frío pomo metálico. Por más que admirara la pasión de aquella mujer, no podía fantasear con ella, ni con sus servicios.

Abrió la puerta. Lo último que le hacía falta era que alguien indagara en su vida íntima, y en la de Kasey.

–Gracias por su tiempo, y buena suerte –dijo ella al levantarse, alisándose la falda sobre las caderas redondeadas.

Rick comprimió los labios y procuró dominar el ardor que le corría por las venas. Hubiera querido que fueran sus manos las que se deslizaran sobre las curvas de aquella mujer. Y que las manos de ella se deslizaran sobre él.

Ella no se movió; se quedó mirándolo fijamente, con una expresión peligrosamente intensa, como si supiera lo que estaba pensando. Él se apretó la corbata.

–Les deseo que sean muy felices –dijo con suavidad, casi con dulzura.

–Gracias –a Rick le dieron ganas de abofetearse por ser tan blando, por no mostrar su acostumbrada indiferencia, por la traicionera reacción de su cuerpo, y por el misterio irresistible de aquella mujer.

Demonios, por primera vez desde hacía seis meses lamentaba haberse privado de la vida de soltero por culpa de las intrigas de Kasey.

–Gracias por tomarse la molestia de venir a verme, pero ahora tengo que regresar con los demás –dijo con suavidad.

–Adiós.

Rick salió y echó a andar por el pasillo. Tenía que alejarse de aquella turbadora mujer antes de hacer algo de lo que pudiera arrepentirse.

No esperaba aquello. Ni en sueños. ¿Cómo demonios había encontrado Thomas Steel a aquella mujer? Él ni siquiera sabía que existían expertas en bodas y peticiones de mano... ¿Qué sería lo siguiente?

Se abrió paso entre sus empleados y procuró concentrarse y quitarse a aquella mujer de la cabeza.

Aquella experta en bodas había sido toda una sorpresa. ¡Y menuda sorpresa! Rick respiró hondo. Aquello, sin embargo, era ya agua pasada.

Aquella mujer no entraba en sus planes.

Capítulo 2

Eres como las estrellas del cielo estrellado. Como el agua para las flores. Como un sueño que quiero tener eternamente –él tragó saliva y cambió el peso del cuerpo sobre las rodillas–. Me sentiría muy honrado... Me haría mucha ilusión... Quiero que seas mi esposa –ella meneó la cabeza lentamente–. Eres como una rosa... como un pájaro que quiero abrazar, como un Porsche de carrocería reluciente...

–Creo que no... –dijo ella con suavidad.

–Pero...

Tara se mordió el labio, posó la mirada sobre su cliente y sintió un ligero desasosiego.

–Tal vez debería irse a casa y pensarlo un poco más.

Él sacudió la cabeza.

–No, tengo que practicar. Sé que normalmente no ayuda con las palabras justas, pero soy tan torpe con estas cosas...

–Lo está haciendo...

–No, no es verdad –el señor Faulkner alzó la mirada hacia ella con expresión angustiada–. Necesito que me escuche y me ayude a decirlo bien, de veras –Tara asintió con la cabeza. Él tomó aire–. Te deseo. Quiero tenerte a mi lado. Quiero despertarme con tu cara sonriente por las mañanas, y abrazarte cada noche. Acepta ser mi esposa. Por favor.

–Podría funcionar... –Tara se levantó y se acercó al pobre tipo, que seguía arrodillado, mirando la silla vacía en la que se suponía estaba su novia.

Él sacudió la cabeza.

–No quiero sólo que funcione, quiero que se quede alucinada.

Tara lo miró fijamente. Tenía más o menos su misma edad. ¿Cómo podía estar tan seguro de lo que quería a los veintiséis años? ¿Cómo sabía que había encontrado a su alma gemela, que compartir la vida con otra persona iba a mejorar su existencia?

–Levántese y estírese un poco –dijo mientras revisaba sus notas, incapaz de mirarlo a los ojos–. Lo está haciendo... bien –por lo menos estaba poniéndole empeño, no como el señor Keene.

Patrick Keene. Qué tío más bueno, si a una le gustaba aquella pinta de ejecutivo bien afeitado. Tara se dio unos golpecitos con el bolígrafo en los labios. Keene estaba bastante bien, aunque el color de su ropa desentonara un poco.

Debería haberse imaginado que le diría que no. Saltaba a la vista que aquel tipo estaba en la cima del mundo, con su gigantesco despacho en uno de los edificios más altos de Sydney, y con aquel traje hecho a medida que le ceñía los anchos hombros y realzaba su estatura y su poder.

No parecía la clase de hombre que pide ayuda para nada, y menos para declararse.

Mordisqueó la punta del bolígrafo y se quedó mirando por la ventana los coches aparcados en la bocacalle. A menudo fantaseaba con lo que podía suponer para su negocio un cliente rico e influyente, y en las pocas horas transcurridas entre la visita del señor Steel y el instante en que había visto por primera vez a Patrick Keene, había creído que por fin su sueño se había hecho realidad.

Camelot, el negocio familiar, florecería gracias a las alabanzas que Steel haría de sus servicios, aquello se convertiría en un torbellino y todo saldría como ella soñaba, sólo que mucho antes.

Tara había reunido el talento de toda la familia y les había prometido a sus dos hermanas y a su madre el éxito y el bienestar que buscaban. Con ella al timón, estaba segura de que su negocio sería un éxito.

Sencillamente, tendrían que apañárselas sin Patrick Keene.

¿Estaba seguro Patrick de que le señorita Steel era su alma gemela? Tara se dio la vuelta y miró al joven que estaba ensayando en voz baja delante de la silla. Aquel tipo no parecía capaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que le conmovía de su pareja hasta el punto de querer pasar el resto de su vida con ella en feliz monogamia.

¿De veras creía el señor Faulkner que ella le sonreiría cada mañana? ¿Que querría que la abrazara todas las noches? Cuando llegara el tercer niño, cuando él saliera con los amigos, cuando se le olvidara sacar la basura, o cuando llegara tarde del trabajo por enésima vez sin dar explicaciones...

Tara regresó a su mesa, respirando con agitación. Ordenó sus papeles, alineó el teléfono con el filo de la mesa y volvió a colocar los bolígrafos en su bote.

–Llevamos así una hora. Supongo que ya la he torturado suficiente, ¿no, señorita Andrews? –Tara se giró para mirarlo. Él se levantó y se alisó los pantalones con el ceño fruncido–. No voy a darme por vencido, ¿sabe?

Ella asintió con la cabeza.

–Creo que sería conveniente que siguiera ensayando en casa un par de días –se acercó a la estantería y sacó un libro de poemas–. Puede que lo ayude leer esto y anotar las palabras que representen lo que siente por su novia.

–¿Poesía? –él se metió las manos en los bolsillos, asintió con la cabeza despacio y luego se puso la americana y tomó el libro–. Mal no puede hacerme.

Tara miró su reloj y se dirigió a la puerta.

–Por lo menos, lo demás está todo arreglado. Llámeme cuando quiera y lo prepararé todo. O tal vez quiera hacerlo usted mismo. Ya tiene toda la información que necesita.

–Primero tengo que saber qué voy a decir –dijo él con fastidio.

–Y lo sabrá –ella abrió la puerta y le ofreció una sonrisa alentadora–. Nos veremos el jueves que viene.

Cerró la puerta y se apoyó contra ella. ¿En qué demonios se había metido?