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Este volumen recoge la mayor parte de los trabajos que Eduardo Manet publicó, entre 1960 y 1966, en la revista Cine Cubano. En ellos dejó un registro crítico que se distingue por su seriedad, su profesionalismo y su coherencia. Actitudes como el paternalismo tolerante, el insulto, las posiciones dogmáticas, la autosuficiencia y la obviedad quedan excluidas de una actividad que él realizó de modo sistemático y disciplinado y que asumió con método y rigor. Es lúcido, analítico, independiente en sus opiniones y amplio en sus gustos y escribe con criterio y fundamento. Posee amplios conocimientos y los combina con una conveniente dosis de pasión. Sus textos denotan además un conocimiento cabal del importante papel que cumple el crítico, como intermediario entre la producción cinematográfica y el espectador. Leídas varias décadas después de que se publicaran, estas páginas críticas suman el placer de su lectura, pues constituyen un buen ejemplo de claridad e inteligencia. Parafraseando a André Bazin, se puede afirmar que los textos de Manet son el resultado de escribir sobre aquello que se admira.
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Seitenzahl: 464
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición: Beatriz Rodríguez Elías
Cubierta: Suney Noriega Ruiz
Diagramación: Jacqueline Carbó Abreu
Conversión a ebook: Alejandro Villar
© Eduardo Manet, 2018
© Sobre la presente edición:
Ediciones ICAIC, 2024
ISBN 9789593044059
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos
Ediciones ICAIC
Calle 23 No. 1155, e/ 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba
Correo electrónico: [email protected]
Teléfono: (537) 838 2865
En el Índice de la revista Cine Cubano 1960-2010 (Ediciones ICAIC, La Habana, 2014), preparado por Araceli García Carranza y Julia Cabalé, hay 71 entradas correspondientes a Eduardo Manet. Es probable que sean unas pocas más, pues del número uno al cuatro fue subdirector de esa publicación (en el cinco compartió la dirección con Alfredo Guevara). Quiero decir, que algunos de los textos y notas sin firma bien pudo redactarlos él. En cualquier caso, los que llevan su firma superan con amplia ventaja los de los demás colaboradores habituales y suman varias decenas de páginas. Cifras aparte, el registro crítico que dejó a lo largo de la década de los 60, constituye el más profesional, serio y coherente de ese período (escribió de manera regular desde el número uno hasta el 48).1
Cuando inició su actividad crítica en Cine Cubano, Manet tenía a su haber varios factores que actuaban a su favor. Desde la infancia era un gran lector y sus inquietudes literarias se manifestaron siendo muy joven. Se dio a conocer como dramaturgo, en 1948, con la pieza Scherzo, a la que después siguieron Presagio y La infanta que quiso tener ojos tristes, ambas de 1950. Paralelamente, se integró al Grupo Escénico Libre (GEL), fundado en 1949, y ese mismo año creó un grupo dedicado al teatro de títeres. Por otro lado, entre 1946 y 1950 cursó estudios de Filosofía en la Universidad de La Habana. Eso le dio una formación, así como un bagaje cultural que él se ocupó de acrecentar y enriquecer.
Su padre era periodista y es probable que haya sido bajo su estímulo que empezó a escribir artículos sobre cine y teatro. Los primeros vieron la luz en la revista Prometeo (1947-1950), que editaba la agrupación teatral de igual nombre. Colaboró después en los diarios Pueblo y Alerta. Muchos de los trabajos que aparecieron en el segundo los enviaba desde Europa, donde residió de 1951 hasta 1960.2 La mayor parte de esos años vivió en Francia. Allí, además de asistir asiduamente como espectador al teatro y al cine, tomó clases con Tania Balachova, Pierre Bertin y Jacques Lecoq. En Francia, también se estrenó como novelista con Les étrangers dans la ville, que escribió en ese idioma y se publicó en 1960. Un considerable basamento cultural, mucho celuloide en sus pupilas y una incipiente pero ya definida experiencia en la escritura literaria, fueron las armas con las cuales ese mismo año Manet pasó a colaborar regularmente en Cine Cubano.
Aunque en ese momento solo tenía 30 años, demostraba saber y aplicaba algo que, de acuerdo con Constantino Bértolo, es esencial en el quehacer crítico: tener gusto y saberlo exponer honestamente.3 Lo primero es de carácter estético; lo segundo, de carácter moral. Es decir, que el crítico debe saber distinguir lo que es una obra buena de una obra mala y además ser honesto respecto a sus gustos (o disgustos). Por otro lado, requiere la posesión de criterios desde los cuales juzgar, así como independencia para hacerlo. Revisando algunos trabajos que se han escrito sobre el tema de la crítica en general, puedo agregar que de los textos aquí antologados quedan excluidas actitudes como el paternalismo tolerante, la autosuficiencia, la obviedad elevada a la categoría de axioma, la impermeabilidad a los nuevos lenguajes, el asumir posiciones dogmáticas que castran la capacidad de análisis.
En sus críticas, Manet deja meridianamente claro cuáles son sus gustos y los expresa con honradez, explicando la opinión que cada película le merece. Los criterios con los cuales lo hace muestran que posee una comprensión cabal de lo que es el arte cinematográfico. Al desempeñar lo que José Martí llamó «el ejercicio del criterio», no tiene miedo a equivocarse. El lector puede estar de acuerdo con él o disentir, pero debe reconocerle que sabe argumentar su gusto o su disgusto. Nunca es arbitrario, pues sabe que la arbitrariedad está en los antípodas de cualquier juicio crítico riguroso.4 En este sentido, es oportuno citar de nuevo a Bértolo: «la crítica al crítico no debiera residir tanto en su acierto o no, sino en si ha sabido o no ha sabido fundamentar su opinión».5
En sus textos, Manet se siente obligado a explicar las razones por las cuales valora positivamente o, por el contrario, critica negativamente una película. De manera minuciosa va analizando sus diferentes elementos (guion, dirección, fotografía, actuaciones) y muestra una preocupación casi obsesiva por expresar con la mayor claridad las razones por las cuales elogia o reprueba. Para ilustrar lo que digo, véase cómo de manera puntual proporciona indicaciones precisas de cuáles son aquellas secuencias y detalles a los que alude. Al comentar Comercio en la Calle Mayor, apunta que tiene algunas escenas antológicas, y de inmediato las relaciona. En su trabajo acerca de En la corriente, señala que en algunas ocasiones el director de fotografía se deja llevar por la «foto estética», que retrasa o hace decaer la acción principal. Y también tiene el cuidado de decir cuáles son. En ese aspecto, como en otros, se acerca al hecho cinematográfico con ponderación, profesionalismo y coherencia. Sus textos están lejos de la pura subjetividad, que no posee más argumento que el gusto personal.
Las críticas que publicó en Cine Cubano no respondieron a una colaboración esporádica, hecha a manera de hobby. Fue una actividad que realizó de modo sistemático y disciplinado. Presumo que esa debió ser la razón de que la asumiera con método y rigor. Sus trabajos denotan un conocimiento del importante papel que cumple el crítico, como intermediario entre la producción cinematográfica y el espectador. Este realiza, además, la noble función de iluminar las obras —iluminarlas, no agotarlas— y de contribuir a su comprensión. Pero ese papel y esa función solo se pueden materializar si se hacen bien. En varias ocasiones Manet alude a los malos críticos. Censura, por ejemplo, la miopía y el astigmatismo de ciertos colegas de profesión que emiten opiniones superficiales sobre películas que merecen una atención más seria.
Los textos recopilados en este libro se distinguen, ante todo, por estar redactados con un indudable nivel profesional. Su autor se acerca al hecho cinematográfico con coherencia y ponderación. Es lúcido, agudo, analítico, independiente en sus opiniones y amplio en sus gustos. Escribe con criterio y fundamento. Posee amplios conocimientos y los combina con una conveniente dosis de pasión. A propósito de esto último, Miguel García-Posada ha recordado que el ejercicio crítico es una profesión, un oficio, pero sobre todo es una pasión.6 Quien escriba con apatía y frialdad, difícilmente podrá convencer al lector de los valores de la obra que trata de recomendar. Manet, ya digo, logra conjugar el bagaje cultural y las agudas percepciones con la mirada apasionada. Eso da lugar a unos cuantos de los mejores trabajos que aquí se pueden leer: me refiero a los dedicados a La vieja dama indigna, Tom Jones, Comercio en la Calle Mayor, El Sena encuentra París, La caza, Sin esperanza, Los dos, Los bandidos de Orgosolo, Cleo de 5 a 7.
No es dado Manet a dar rienda suelta al lado demoníaco o malicioso que, de acuerdo con Auden, distingue el ejercicio de la crítica negativa. Lo suyo no es «dar palos», ni tampoco el ser feroz, como en ocasiones podía serlo el famoso crítico norteamericano Roger Ebert. Escribe sus trabajos a partir de una mezcla de participación y distancia. Deja claro que está hablando de algo que no ve como ajeno, sino que siente como suyo, que le importa. Y si registra sus virtudes y desaciertos, es porque lo afectan. Puede ser severo, de hecho en más de una ocasión lo es, pero no es irrespetuoso. En su crítica sobre El momento de la verdad, de Francesco Rosi, redactada después de haber visto ese filme ¡tres veces!, argumenta por qué lo considera el estruendoso fracaso de uno de los grandes realizadores de ese momento y creador de dos obras maestras. No obstante, tiene la honestidad de admitir: «Por admirarlo mucho, quizás me haya vuelto intolerante». Asimismo, confronta las películas con una escala valorativa y con un sistema de categorías estéticas que se transparentan en sus textos. Eso es esencial, pues el lector necesita saber cuál es la comprensión del mundo y de la cultura desde la cual se hace el análisis. Toda crítica seria, afirma Antón Arrufat, implica una concepción previa de las cosas.7 En el caso de Manet, es algo que se resulta meridianamente claro, una vez que se han leído varias de las muchas que escribió.
La crítica no es una carrera corta ni fácil, sino todo lo contrario. Es, como dijo Roland Barthes, «una secuencia de actos intelectuales profundamente arraigados en la existencia histórica y subjetiva (los dos adjetivos expresan lo mismo) de aquel que los ejecuta y se responsabiliza de ellos».8 A diferencia de la creación, no admite el didactismo. Como advierte él sobre Carlos Saura, Manet ha visto mucho cine y lo ha visto bien. Ha asistido a muchas proyecciones, y de esas sucesivas experiencias como espectador se fue haciendo una serie de reflexiones, y se fue forjando las herramientas para comparar, discernir y enjuiciar. Tuvo en cuenta además el consejo de Carlyle de que la mejor universidad es una buena biblioteca. Y como ponen de manifiesto sus textos, educó y refinó su sensibilidad para el ejercicio crítico. La conjunción de todos esos elementos es lo que legitima su trabajo. También le permite relacionar las películas con su época y sus circunstancias, así como ubicarlas en la filmografía de su director y en la cinematografía a la cual pertenecen.
Espectador atento y privilegiado, sabe reconocer dónde estaba la verdadera innovación y dónde lo falsamente moderno. No se deja engañar por el que llama «cine maniático», que abusa de la cámara epiléptica y los defectos técnicos empleados como «pose». Asimismo, defiende a directores calificados peyorativamente como académicos, como el checo Jiri Weiss, que crean películas sólidas y hechas con un profundo conocimiento del oficio, frente a otros cuyas obras son catalogadas como geniales por revistas como Cahiers du Cinéma, cuando lo cierto es que «están repletas de mucho ruido y pocas nueces». En ese sentido, me parece muy lúcido su artículo sobre la Nouvelle Vague francesa, redactado con una gran independencia de criterios. Hay asimismo otros aspectos que me parece pertinente resaltar. Uno es la atención que brinda a cinematografías y realizadores marginales y a géneros populares. Es de destacar también su respeto y atención a las nuevas formas, así como la agudeza con que sabía ver el talento prometedor y en ciernes. Saludó con entusiasmo, cuando aún no eran internacionalmente conocidos, los primeros filmes de Miklós Jancsó, Carlos Saura, Ján Kadár, Elmar Klos. La producción posterior de esos realizadores se encargó de confirmar esa valoración.
Leer a Manet es además un placer. Primero, porque nunca busca deslumbrar ni apabullar con sus conocimientos. Tampoco emplea un lenguaje erudito o esotérico, accesible solo para iniciados. En sus trabajos, las referencias cinematográficas y culturales son oportunas. No las incorpora si no resultan necesarias. Es de anotar también las escasas veces en que recurre a citas de otros críticos y de firmas prestigiosas, no por soberbia o autosuficiencia, sino porque prefiere arriesgarse y sustentar los textos con sus propias opiniones. Asimismo, expone sus argumentos de manera clara, aunque el lector de este libro se dará cuenta de que en su caso eso no significa pobreza de estilo. El suyo nunca es un discurso artificioso, cargado de pirotecnia verbal, pero carente de contenidos reflexivos. No pretende escribir literatura, pues eso se aviene más al ensayo. Pero su prosa posee dimensión literaria y voluntad de estilo. En resumen, es un buen ejemplo de claridad e inteligencia.
En este volumen se recoge la mayor parte de los trabajos publicados por Manet en la revista Cine Cubano, los que han sido distribuidos en tres bloques temáticos. El primero está integrado por la totalidad de las críticas que dedicó a las películas estrenadas en los seis años que duró su colaboración. Me pareció útil añadir una breve ficha técnica de cada una, que aparece al final del texto donde es comentada. Aparte de esos textos, Manet escribió artículos sobre temas más generales (la Nueva Ola, el actor cómico en la cinematografía francesa, etc.), y además realizó entrevistas a cineastas cubanos y extranjeros. De esos materiales he seleccionado para el segundo bloque aquellos que pienso conservan hoy mayor interés y vigencia. Y en el tercero se pueden leer artículos y testimonios en los cuales Manet demuestra que era igualmente lúcido al razonar la obra propia. En esas páginas reflexiona sobre su labor como realizador de documentales y largometrajes, la otra faceta de su relación con el arte cinematográfico.
En la etapa en que estas páginas se publicaron, quien firma estas líneas leía regularmente la revista Cine Cubano, pues estaba suscrito a ella. Empecé a recibirla en 1966 y encargué también los números que hasta entonces habían visto la luz, de modo que pude completar los años que me faltaban. Manet era el colaborador a quien más leía y seguía. De hecho, al cabo del tiempo aún recordaba algunas de sus críticas. Nunca me he olvidado de la que dedicó a La vieja dama indigna, una película que aún hoy sigo disfrutando. Así que preparar esta antología me ha dado la oportunidad de agradecer a aquel crítico fervoroso y agudo que contribuyó a que mejorara mis gustos cinéfilos y me enseñó a ver el cine de otra manera.
Carlos Espinosa Domínguez
Mississippi, septiembre 2016
1 Posteriormente, colaboró en Nuestro Cine, la revista de su tipo más importante que entonces se editaba en España. (Todas las notas son del compilador).
2 Además de críticas, hizo entrevistas a figuras como Jean Marais, Ives Montand, Françoise Arnou.
3 Constantino Bértolo: «La crítica literaria: quien tiene boca se equivoca», enEl ojo crítico, Ediciones B, Barcelona, 1990, p. 12.
4 Miguel García-Posada: El vicio crítico, Espasa-Calpe, Madrid, 2001, p. 81.
5 Constantino Bértolo: op. cit., p. 12.
6 Miguel García-Posada: op. cit., p. 103.
7 Antón Arrufat: «Función de la crítica literaria», enCasa de las Américas, nos. 17-18, marzo-junio 1963, p. 78.
8 Citado por Patrice Pavis en Diccionario del teatro, Ediciones Paidós, Barcelona, 1984, p. 46.
Una madre exclusivista. Un hijo débil. Una muchacha enamorada «de quien no debe». Un marido adúltero. Una mujer dispuesta a defender a su marido de las garras de una seductora. Otra madre egoísta. Boda abandonada en el último instante. Citas secretas. Secreto descubierto. Índices acusadores sobre los pecadores. Marido que vuelve al redil. Muchacha negada y humillada. Invierno. Cuarto solitario. Gas. Suicidio.
Con todos esos ingredientes: ¿qué hubiera hecho el cine mexicano? ¿O un director francés de la época noire —Pierre Chenal, por ejemplo? Da escalofríos el imaginarlo.
Con esos mismos ingredientes, Jiri Weiss ha realizado para el cine checo un filme valiente, anticonformista y de alta calidad artística.
Durante buena parte de la producción no se puede negar que la historia de Apassionata produce cierto malestar: personajes tan mezquinos como los que acusan a la joven Lido, tan típicamente burgueses, en sus prejuicios, ¿son posibles en una Praga que se supone muy 1960? ¿Cómo es posible que un grupo determinado de la sociedad en una República Democrática manifieste los reflejos propios de los personajes de un Mauriac o de un Hervé Bazin? Taras semejantes, se supone que una sociedad progresista las esconda bajo siete velos. No esconderlas, mostrarlas al desnudo y con un dedo muy acusador significa que esa sociedad está muy segura de sí misma y de sus transformaciones. Checoslovaquia, el primero entre los países de democracia popular en entrar en el período de República Socialista, vuelve sus ojos serenamente a aspectos aún no superados de su sociedad y señala errores, contradicciones y limitaciones. Es esa una iniciativa sana, dentro de la mejor tradición anticonformista, que bastaría para llamar la atención sobre Apassionata, si el filme no contara además con valores muy propios.
En primer lugar, indiquemos la estructura del guion.
Mucho se habla de Brecht en estos momentos, y por causas muy lógicas (no haberse presentado aún en nuestro país el Berliner Ensemble), sin conocerlo cabalmente. El guion de Weiss presenta —consciente o no— una influencia netamente brechtiana. Ante todo, se trata de ofrecernos el aspecto «didáctico» de una historia. El tono no puede ser más objetivo. Este es el hecho: Lido se suicida. ¿Cuáles son las causas? Lido hizo esto y esto otro. ¿Fue ella sola la culpable de ese desenlace? No. Tales personas contribuyeron a dar esa solución al drama. ¿Quién es entonces el verdadero culpable? Juzgue por usted mismo. Conclusión que Brecht llamaría «indirecta», ya que el autor no afirma sus propios juicios (como lo hiciera el gran escritor alemán en El círculo de tiza caucasiano, como lo hiciera en La ópera de los tres centavos). Como un Gran Maestro de Ceremonia, la figura del Magistrado interviene, rompe la tensión cuando la escena marchaba de cabeza hacia el subjetivismo y el sentimentalismo; se interpone entre los personajes, hurga en la realidad, regresa al pasado, presenta ese pasado en varias de sus fases, juega con los personajes como si fuesen objetos, condiciona con su presencia todo el desarrollo del drama. «El público nuevo vendrá al teatro a pensar, a aprender, no a digerir», fueron esas más o menos las palabras de Brecht. Él lo logró gracias a su Berliner Ensemble y a sus obras, las más importantes del teatro contemporáneo universal. Pero, el mismo sistema, ¿podría emplearse en el cine? Arte cuyas mejores cualidades se encuentran en la sugerencia, en la elipsis y, más aún, en el aspecto mágico que fue siempre suyo y con el cual lo marcara Méliès desde sus inicios: ¿respondería el cine a la dialéctica implacable con que Brecht conduce sus obras? Dos películas bastante disímiles El señor Puntilla y su valet Matti, realizada por Cavalcanti en Alemania Oriental, y Apassionata, de Weiss, nos muestran que el cine está lejos de haber alcanzado su forma definitiva y que el realismo dialéctico de Brecht puede ampliar su horizonte hacia longitudes insospechadas.
El guion de Apassionata tiene un diálogo excelente: es decir, un diálogo cinematográfico, escueto, reducido a su mínima expresión. Por primera vez en un filme de lengua eslava, los subtítulos —cortos— finalizan al mismo tiempo que las palabras pronunciadas por el actor. Lo cual es un magnífico síntoma de economía.
En la actuación, la tendencia brechtiana se va abriendo campo, sobre todo en los actores jóvenes. La perfecta «objetividad» del rostro de Marie Tomasová es un buen ejemplo de actuación concentrada y directa. En la madre del novio de Lido o en la esposa de Pietro y aun en este último (aunque sean todos artistas de calidad) la antigua tendencia a «mostrar por el rostro lo que pasa en el alma» sigue manifestándose todavía, aunque en grado muy discreto, gracias al tono común de sencillez funcional impuesto por Weiss.
Los checos acostumbran realizar sus filmes con una fotografía impecable. Apassionata no podía ser una excepción. Que existan ciertas tendencias preciosistas dentro de los encuadres del filme, que la influencia del expresionismo alemán asome la oreja en dos o tres ocasiones, es cierto y no puede negarse. Pero en ningún instante molesta como gratuita esa preocupación por una forma depurada. La imagen se integra a la idea, y el resultado no puede ser más interesante.
Pero, de todas las virtudes ofrecidas por Apassionata la que más me atrae personalmente es su banda de sonido. ¡Qué fuerza puede dar a una imagen el golpe de unas uñas contra una regla! ¡Qué poder el del silencio! Toda la secuencia que precede al suicidio de Lido está «amueblada» solo con los ruidos cotidianos (pasos, puertas que se cierran, objetos colocados sobre una mesa…). Imaginemos que en lugar de esos ruidos altamente dramáticos en su aridez, Weiss hubiese grabado un conjunto de cuerdas y maderas interpretando un sirope melódico cualquiera… Los planos de voces están tratados con absoluta maestría. La escena de la escalera con los pasos y las vocecitas infantiles recuerdan —y no es un reproche— el grito de angustia grabado por Fritz Lang en M sobre la célebre imagen de la escalera vacía. Como lo pide Buñuel (y como lo consigue en Nazarín), como ya lo ha intentado Bresson: ¿las películas del mañana desterrarán de su trono la partitura musical «compuesta especialmente para el filme»? Es un síntoma, un buen síntoma que varios grandes cineastas se enfrenten con actitud crítica al problema del puesto de la música en la banda de sonido.
Apassionata, Una invención diabólica… el cine checo presenta sus credenciales en La Habana con dos películas que harán las delicias de futuros Cine-Debates.
(Año 1, no. 2, septiembre de 1960, pp. 58-59)
Apassionata (Checoslovaquia, 1959). Director: Jiri Weiss. Guion: Jîri Brdecka, Pavel Kohout, Jiri Weiss. Principales intérpretes: Marie Tomasová, Vladimir Ráz, Svatopñuk Matyás, Milos Nedbal.
Sobre la «Nueva Ola» se han dado numerosas definiciones. Quizás la que pase a la historia de la cinematografía, la más precisa y la más correcta, sea la de Simone de Beauvoir: jóvenes anarquistas de derecha. Otros, agrupan los integrantes del grupo por la edad: menores de 30 años. Otros, por su formación: no haber «salido» de ninguna escuela ni haber sido asistentes de nadie. En dos palabras: Chabrol, 29 años, crítico de cine; Truffaut, 28, crítico de cine; Vadim, 29 años, crítico de cine, marido de BB.
Michel Boisrond, director de Amores clandestinos (Le Chemin des écoliers,1959) nació en el 1921, fue asistente de Grangier, de Delannoy, de Cocteau, de Clair, de Litvak, etc. Su característica es la de alejarse de todo lo que sea tendencia política. Que algunas veces se incluya a Boisrond entre los integrantes de la Nueva Ola muestra que ese término corresponde a lo que alguien llamara: un movimiento sin definición.
Boisrond no tiene en su obra ningún punto de contacto con Chabrol o Truffaut, por ejemplo. Todas sus influencias le vienen —en lo mejor— de Clair y —en lo peor— de esos artesanos del cine que son Delannoy, Grangier y Litvak. En sus dos primeras películas Esta pícara colegiala (Cette sacré gamine, 1956), con Brigitte Bardot, y Sucedió en Aden (C´est arrivé a Aden, 1956), Boisrond se manifestó como un perfecto conocedor de su oficio y como un director capaz de contar una historia cinematográfica con gracia y elegancia. Sus siguientes películas La pícaracigüeña (Lorsque l´enfant parait, 1956), La parisién (Une Parisienne, 1957) y Flaquezas de mujer (Faibles Femmes, 1959), fueron haciéndole perder la estima y la atención con que algunos críticos habían señalado su trabajo.
En Amores clandestinos, Boisrond demuestra que está perdiendo hasta el gusto de hacer cine. Signo evidente de que pasó definitivamente de la categoría de creador a la de «enlatador» de celuloide filmado. Boisrond se limitó a hacer un trabajo correcto: el ritmo es justo, el montaje sin sorpresas, los encuadres convencionales. Contando con los técnicos con que cuenta la industria cinematográfica francesa, eso es bien fácil. El iluminador sabe cuál es el tipo de luz justa, el operador cuál es el ángulo posible. El director no tiene más que pedir silencio y mandar a rodar las cámaras. Un burocratismo como otro cualquiera.
Le Chemin des écoliers corresponde a la serie de novelas de Marcel Aymé en las cuales París, la ocupación alemana y la guerra, aparecen bajo sus aspectos más siniestros. Uno ríe con esos libros, pero, la risa no es siempre un signo de alegría. Existe un «humor negro» de lo tétrico, del cual Aymé forma parte. La frase incisiva, la situación absurda divierten sobre el momento y dejan, para ser digerida más tarde, un sabor corrosivo y ácido. Esa amargura está presente en ligerísima dosis durante algunos instantes de Amores clandestinos. Boisrond y los adaptadores de la novela se encargaron de dulcificar, de minimizar todo lo que era detonante o agudo. Quedan ciertas frases, varias situaciones (el padre del muchacho y la prostituta), donde se perciben lo que pudo ser un filme con el espíritu del mejor Marcel Aymé. Pero, esos destellos son reducidos y en general se sale del cine con la certitud de haber visto una película agradable a veces, pero sin trascendencia ni valores estables.
Queda la actuación. En sus primeros filmes, Boisrond (que por algo fue alumno de Clair) se construyó una reputación de buen director de actores. Gracias a él, la crítica y el público empezaron a fijarse en una muchacha de cabellos largos llamada Brigitte Bardot; gracias a él, Dany Robin, excelente actriz, tuvo una de sus pocas buenas oportunidades para demostrar lo que vale. Pero, con el éxito llegó a Boisrond el cansancio y de ahí no hizo más que escoger el camino de la facilidad. En Amores clandestinos cada actor hace su pequeño número de actuación como perritos sabios bien amaestrados. Françoise Arnou es la actriz de siempre, es decir, encantadora, superficial, muy «parisién»; Alain Delon no utiliza otro recurso que el de la fotogenia y Bourvil interpreta su personaje de Bourvil que recuerda por instantes la calidad de un Chaplin en tono menor.
Alain Delon
Los años pasan. Los de 25 llegan a los 30. El ruido de la propaganda momentánea se aleja. Queda la obra. La de Boisrond, en la Historia del Cine, podrá reducirse a dos líneas.
(Año 1, no. 3, noviembre de 1960, pp. 56-57)
Amores clandestinos (Francia, 1959). Director: Michel Boisrond. Guion: Jean Aurenche y Pierre Bost, sobre la novela de Marcel Aymé. Principales intérpretes: Françoise Arnou, Bourvil, Lino Ventura, Alain Delon.
John Ford ha llenado, sin ninguna duda, un prestigioso capítulo en la Historia del Cine norteamericano y mundial. El delator, La diligencia, Viñas de ira, son películas clásicas a las cuales debe hacerse siempre referencia cuando se habla de «westerns» o de «cine social». En el resto de su obra, Ford ha mostrado un gran desequilibrio de valores. Buen oficio, a veces. Mediocridad en la temática, muy a menudo. Desde hacía largos años, se hallaba en una franca decadencia y, un buen día, Hollywood anunció un «nuevo Ford» y cuatro premios le fueron atribuidos por su Sargent Rutledge (El capitán Búfalo).
La diligencia
Como tantos otros admiradores de la obra honesta de Ford, esperábamos con impaciencia este Capitán Búfalo, deseando encontrarnos frente a un emotivo canto de cisne. Para nuestro desengaño, el Ford 1960 no fue otra cosa que una reedición pobremente arreglada del modelo «1940». Y el canto de cisne solo resultó un graznido de ganso.
Ante todo: El capitán Búfalo es una película truquera y deshonesta en su ideología.
El argumento: el comandante del fuerte Linton aparece asesinado con un balazo en el corazón, al lado del cadáver de su hija (estrangulada y violada). Todas las sospechas recaen sobre el sargento Braxton Rutledge. La historia del filme es la persecución, el hallazgo, el encarcelamiento y el juicio del sargento. Utilizando el viejo método cinematográfico de «regreso al pasado», Ford nos lleva del local cerrado donde se efectúa el juicio hacia las llanuras soleadas de Arizona. Convencional película semipolicíaca, semivaquera, El capitán Búfalo pretende encerrar todas sus cualidades en el «mensaje». Sucede que el tal sargento Rutledge es un negro, que el destacamento destacado en Linton (zona de peligro por la cercanía de los apaches) está compuesto por negros y que durante toda la película un teniente bueno y blanco lucha por salvar la vida del sargento negro, el cual se ve perversamente amenazado por un fiscal-capitán-blanco-pero-muy-malo-y-hepático. Algunas frasecillas sobre los peligros de la discriminación saltan en el aire. Pero: a) el tribunal 100 por ciento americano y blanco es tolerante, inteligente, humano, recto, etc.; b) el fiscal malhumorado no representa sino un caso aislado, caricaturesco, algo que puede darse en Estados Unidos, pero que será siempre vencido por la bondad esencial de la ley y la justicia norteamericanas; c) los soldados negros (a pesar de estar dirigidos por oficiales blancos) están orgullosos de su regimiento y dan la vida por defender los derechos del Gobierno Blanco; d) los derechos de este Gobierno son los de matar, eliminar física y espiritualmente todo lo que huele a indio apache o comanche u otra tribu de piel roja; e) vemos así un grupo minoritario de color, aniquilando a otro grupo minoritario de color, todo bajo la dirección de los dirigentes blancos.
Cuando el sofisma inherente al american way of life pretende ser sutil, se producen amalgamas tan curiosas como la de esta película. Y como las buenas intenciones no pagan siempre, por si acaso, El capitán Búfalo condimenta el todo con una «historia de amor» entre dos seres insulsos y una serie de chistes de esos que harán reír mucho a los ciudadanos norteamericanos descendientes de irlandeses, pero que para un público latino resultan como tiros de mortero.
De todo el filme solo puede retenerse una frase: «no sé por qué nosotros (los negros) debemos pelear la pelea de los blancos». Frase insidiosa como pocas y que muestra al desnudo lo que —para nosotros— fue la idea primera de esta película: recordarle al negro norteamericano 1960 que él es tan culpable por haber participado junto con los blancos en la masacre de indios típicamente norteamericanos. Incapacitados de dar la igualdad social y racial, los Estados Unidos piensan al menos distribuir el consuelo del compadraje en el crimen. Hay una vaga idea sartreana en todo esto. John Ford 1960 se nos aparece, después de todo, como un filósofo del Reader Digest.
En cuanto a la parte técnica, si la propaganda no dijera que el filme estaba dirigido por Ford, todo el mundo estaría de acuerdo en considerar la película de un nivel fílmico muy corriente. El color (o la copia que vimos) tiene cierta tendencia a darle un naranja vivo a los rostros, los azules en el interior tiran a morado, los segundos planos se pierden en masas confusas de un colorido abigarrado. El truco de reducir los personajes a una sombra cuando empieza el «regreso al pasado» no puede ser más ingenuo.
El montaje es académico (patas de caballo, rostro del soldado, rostro del indio, lanza, etc.). La cámara tiene una tendencia a tomar el personaje desde abajo para dar la impresión subjetiva de rectitud y heroicidad. Recurso visto y revisto desde hace varias décadas.
En cuanto a la actuación; la grandilocuencia y la sobreactuación se dan la mano. Todo el jurado está integrado por viejos cómicos repletos de viejos vicios (de actuación). El joven teniente trata por su lado de darnos una interpretación muy a lo Actor´s Studio. Los negros del regimiento son los mismos actores de color que ya hemos visto en otras cintas interpretando esclavos (lo cual contribuye a aumentar el malestar de la historia). En cuanto al protagonista del sargento Rutledge, es este un antiguo jugador de fútbol de músculos de acero y rostro de piedra, que tal vez actuará con mayor humanidad cuando le enseñen a no bombear el pecho y a dejar caer el párpado para expresar sus emociones. Unos instantes de frescura (muy breves) se logran gracias a Billie Burke, quien casi nonagenario, conserva aún destellos de los encantos que le hicieran célebre en los años 30 y 40.
(Año 1, no. 3, noviembre de 1960, pp. 60-61)
El capitán Búfalo (Estados Unidos, 1960). Director: John Ford. Guion: James Warner Bellah, Willis Goldbeck. Principales intérpretes: Jeffrey Hunter, Constance Towers, Billie Burke, Woody Strode.
El clamoroso éxito comercial de Du Riffiffi chez les Hommes (Riffiffi), permitió a Jules Dassin incluirse entre los pocos directores que, en Europa, pueden hacer un proyecto cinematográfico sin preocuparse por millones de más o millones de menos. Con tiempo, sin limitaciones económicas, sin necesidad de caer en concesiones, Dassin preparó su segundo gran filme europeo: Celui qui doit mourir (El que debe morir), basado en una novela del excelente autor griego Nikos Kazantzakis. La obra de Kazantzakis, El Cristo Resucitado, es un libro intenso, áspero, profundamente anclado en la tradición y en la tierra helénica. Dassin tenía, honestamente, el amor a esa tierra, a esas tradiciones y un deseo muy claro de hacer con su película una obra de arte. Un grave error lo echó todo a perder: la mezcla de «actores profesionales» con los habitantes autóctonos del lugar. Los primeros (salvo la eminente Melina Mercouri, griega, y una de las dos o tres grandes trágicas del cine) mantuvieron en toda la película un aire de «prestados» que disminuyó toda la fuerza de la historia; los segundos, solamente con mostrar unos rostros tallados por la vida y el sol del lugar, hacían pensar lo que hubiera sido esa versión de El Cristo Resucitado si hubiese estado interpretada únicamente por gente del país. A pesar de ser una obra lograda a medias, los valores técnicos de la cinta y el esfuerzo de Dassin por lograr un filme digno, le valieron el premio de la Mejor Dirección en el Festival de Cannes, 1956. Es decir, que el prestigio «artístico» de Jules Dassin no sufrió ningún descalabro, pero su clasificación de rentable-director-comercial bajó varios puntos en el mercado internacional. Eso le fue fatal para su siguiente proyecto: La ley.
El Goncourt 1958 vino a confirmar lo que ya se sabía: que Roger Vailland se contaba entre los mejores novelistas contemporáneos de Francia. Hay que decir, también, que ese Goncourt coronó más bien el conjunto de una obra y no un libro, ya que La Ley es la novela más fácil, más ligera, quizás la más brillantemente escrita por Vailland, pero no puede compararse ni de lejos a su obra maestra Les Mauvais Coups (Los malos golpes) o a esa serie de novelas «comprometidas», sobriamente escritas y poseedoras de un contenido de candente actualidad como Les 25,000 francs y Beau Masque.
Pero, de todos modos, La Ley, sin ser un libro trascendental, es un «Vailland», es decir, los personajes están presentados dentro de la tradición realista de la novela francesa (Laclos, Stendhal, Balzac…) a la que Vailland es tan adicto, las situaciones tienen la estructura directa y dinámica de un guion cinematográfico, las características de un ambiente están retratadas con esa fina observación que constituye parte integrante del personal estilo de Roger Vailland.
Jules Dassin quiso llevar fielmente a la pantalla la novela de Vailland. Junto al autor, visitó el sitio donde transcurría la trama, escogió locaciones, eligió tipos y decidió otorgar el papel de Marietta a una joven italiana desconocida. Pero la película se realizaba en coproducción. Pero las autoridades italianas se inquietaron por los párrafos que en la novela hablaban de la miseria existente en esa región de la costa itálica. Eso dio como resultado: a) que Gina Lollobrigida fuera impuesta en la Marietta; b) que la descripción de la miseria y el desempleo fuese sagazmente soslayada.
Gina en la Marietta desequilibró toda la obra. La idea del filme se convirtió en uno de esos productos con salsas para todos los gustos. Hubo que buscar para Gina un galán de renombre en Italia: Marcello Mastroianni. Para la venta en Francia se necesitaban actores populares en ese país: Pierre Brasseur e Ives Montand arreglaron la cuestión. Las edades, las relaciones de los personajes se cambiaron para que pudieran corresponder a los actores escogidos; las situaciones «libertinas» (en el sentido que esta palabra tiene en la literatura francesa del siglo xvii y que tiene en Vailland una respuesta muy siglo xx), fueron edulcoradas; toda la historia —y con ella la película en general— asumió un aire de broma ligera, insípida e inofensiva.
En ese trajín de pequeñas intrigas y de concesiones mayúsculas, Jules Dassin parece haber perdido el gusto de realizar su filme. La secuencia del juego de La ley, que llena buena parte de la novela, no tiene ni la precisión ni el ritmo angustioso ni la perfección técnica del robo mudo de Riffiffi. Una sucesión de planos unidos con más o menos acierto pretende forzar en el espectador la atención que se lograba con extrema facilidad en la película de gánsteres. La ley tiene un solo buen momento cinematográfico: el suicidio de la mujer del juez. Cámara y sonido alcanzan la libertad del movimiento, la identificación absoluta a la situación dramática y nos recuerda con su ejemplo que por algo Dassin fue el realizador de la admirable TheNaked City (La ciudad desnuda). Fuera de ese instante, se puede decir que La ley no presenta calidades de primer orden y que, en la obra de Dassin, podrá colocarse entre los intentos fallidos.
En cuanto a la actuación: poco que decir. Gina repite su número de Pane, amore e fantasia sin la frescura que supo darle a aquella película. Su maquillaje muy made in Hollywood, su traje roto-en-las-partes-adecuadas, le roban a la Marietta todo lo que tenía de fuego primitivo y de humanidad al estado primario. Brasseur puede ser grandioso (Los niños del Paraíso) o insoportable. Aquí es lo segundo. Ives Montand quiso darle al brigante todo lo que, en la novela, constituía la esencia de ese personaje: la avidez, la astucia, la lujuria… Su esfuerzo es meritorio, pero no alcanza nunca la calidad humana e histórica de su interpretación en El salario del miedo. Mastroianni en un papel sin relieve, prueba de nuevo que es el actor joven más versátil e inteligente del cine italiano.
En cuanto a Melina Mercouri, como siempre, hay que darle un renglón aparte. La escena del suicidio, la espera de su joven amante entre las rocas, tienen esa fuerza interior, esa intensidad dramática de buena ley que hacen de la protagonista de Stella una de las más grandes actrices de la Historia del Cine.
(Año 1, no. 3, noviembre de 1960, pp. 58-59)
La ley (Francia-Italia, 1959). Director: Jules Dassin. Guion: Françoise Girond y Jules Dassin, sobre la novela de Roger Vailland. Principales intérpretes: Gina Lollobrigida, Pierre Brasseur, Marcello Mastroianni, Ives Montand, Melina Mercouri.
I. El que no haya estado en Baviera…
Dos cuerpos desnudos. Una cama.
¿Intuición? ¿Escándalo? ¿Cinismo? O, simplemente, ¿homenaje a una cierta tradición bien francesa?
Si hablásemos de Louis Malle, podríamos decir que hay de todo eso, más un sentido bastante agudo del cine comercial. Hablando de Alain Resnais, diremos que: No. Con Resnais se trata de otra cosa.
Un hombre y una mujer se encuentran. (¿En cuántos filmes no ha sucedido lo mismo?) Una historia de amor se desarrolla ante nuestros ojos. Pero, los personajes son un japonés y una francesa. Pero, el lugar de la acción es Hiroshima.
Y, desde las primeras imágenes, la bomba atómica, la destrucción atómica, el terror atómico, están presentes; fundidos a la más insólita escena de amor que haya dado el cine hasta ahora.
Se comprende que cierto tipo de público, se comprende que cierto tipo de críticos, se sientan desconcertados e, inclusive, estafados.
Hay películas de amor en las que solo se habla de amor; hay películas de guerra en las que solo se habla de guerra.
Resnais, con Hiroshima…, rompe todos los moldes. Y habla de guerra en una escena de amor; y de amor, en una escena de guerra.
Y, en la guerra, Resnais no hace ninguna concesión ni en las imágenes (hay una distancia grande entre lo terrible estético de Dalí y Buñuel en El perro andaluz —corte de la retina con una navaja— y lo terrible real de Resnais en Hiroshima, mon amour… —operación de un ojo—); ni en las acusaciones: recuerden el cartel «Es lástima que la inteligencia política del hombre esté 100 veces menos desarrollada que su inteligencia científica». ¿Cuánto valen las 40 mil bombas A y H fabricadas actualmente en el mundo? Esos carteles, llevados por manos japonesas en la reconstitución de un desfile pacífico, son como un auténtico bisturí rasgando la piel de un enfermo.
En el amor, Resnais tampoco incurre en concesiones. La relación entre Él y Ella se establece en un plano de absoluta igualdad.
Él: Dime… ¿te suceden a menudo historias como… esta?
Ella: No muy a menudo. Pero, me suceden. Me gustan los hombres.
Esta frase clave, unida a la «biografía» de los dos personajes (Ella: casada, feliz, con hijos; Él: con hijos también, feliz y casado), es la antítesis de todos los cuentos «de amor y adulterio» que desde la época de Francesca Bertini hasta la de Ingrid Bergman han desolado las pantallas del mundo. La heroína no «cede» a causa del tedio o de los desengaños domésticos o bajo la presión de un asedio en regla establecido por un galán imperativo. En Hiroshima… se establece muy claro el derecho de la mujer a mantener la igualdad sexual.
Hiroshima, mon amour
Dicha igualdad se enriquece en el filme con otras: la racial. Lo lúcido, lo hermoso de Hiroshima… es que, ni en un solo momento se plantea la posibilidad más mínima de una «desigualdad por la epidermis». La única alusión a los diferentes «colores» de los personajes no puede ser más discreta, más elegante, más «funcional»:
Ella: ¡Es increíble como tu piel es bonita!
Para los que no toman este hecho en cuenta, que recuerden las frases (textuales) que se oyeron en La Rampa en ocasión del estreno de Hiroshima… Unos rezagados de nuestra Revolución dijeron ante las imágenes de Él y Ella en el lecho: «Mírala... ¡con un chino!» Y, durante las secuencias finales, cuando Él y Ella deambulan por la ciudad: «¡Hasta cuándo el chino ese la estará siguiendo!»
Por lo tanto, un ejemplo de integración total, aunque el tema de la discriminación no sea la base de la tesis, constituye uno de los valores más sólidos de Hiroshima, mon amour.
Igualdad económica, igualdad social. Ella, actriz. Él, arquitecto. La posición de ambos es exacta; intelectuales, artistas. Esa suma de igualdades nos da un denominador común: Él y Ella mantienen un exacto equilibrio de fuerzas. Gracias a ese equilibrio (desmitificación del amor entre el Príncipe y la Cenicienta o entre el hombre-de-edad-que-se-aburre y la joven mecanógrafa…), las relaciones entre un hombre y una mujer aparecen como una relación entre adultos poseedores de un coeficiente de inteligencia muy apreciable.
Recuérdese el diálogo de Hiroshima…, aun en los momentos de pasión, aun en las escenas más exacerbadas (relato de Nevers); la construcción literaria mantiene un tono en el que la ironía, la lucidez y, muy a menudo, un sentido agudo del humor, enriquecen el mensaje humano de la obra.
Filme por la paz, filme para todo tipo de igualdades, el balance político de Hiroshima…, no puede ser más progresista. Compárese esta película con otros filmes franceses (Los primos, La pequeña BB, Babette se va a la guerra…) y comprobaremos la distancia que separa a Alain Resnais de sus compatriotas de todas las olas nuevas y viejas.
Pero Hiroshima, mon amour es algo más que un filme sobre el «amor loco» (como decían unos tristes anuncios de propaganda) o, inclusive, un filme sobre este o aquel tema determinado. Resnais, como Antonioni, como Weiss, como el Bergman de La prisión, El séptimo sello, Fresas salvajes, se encuentra entre aquellos directores que —cada cual a su manera y con procedimientos diversos—, llevan el cine hacia horizontes más amplios y más profundos de los tocados hasta ahora. Es muy curiosa, muy significativa, la frase que se oye a veces con referencia a algún filme de los mencionados directores: «Parece una novela».
Italo Calvino señala a Visconti, como uno de los mejores novelistas contemporáneos; Guido Aristarco se refiere a La aventura y La noche de Antonioni, como a dos ejemplos de novelística. Si bien es cierto que Alain Resnais (a diferencia de Antonioni y de Bergman) no participa directamente en la elaboración de sus guiones, no es menos cierto que él ha buscado apoyo, para sus dos primeros largometrajes, en escritores clasificados dentro de la Nueva Ola novelística: Marguerite Duras (Moderato Cantabile, Le Square…) y Alain Robbe-Grillet (El mirón, La celosía…). Con ellos entran en el cine las angustias o preocupaciones más candentes de nuestra época; las interrogaciones más esenciales también. Pero, esas interrogaciones, esas preocupaciones (el terror atómico, la lucha por la paz, la relatividad del tiempo y del espacio…) estaban ya presentes en la obra anterior de Resnais, en sus más destacados documentales (Noche y niebla, Las estatuas también mueren, Toda la memoria del mundo…). Resnais escogió, pues, sus escritores. Aquellos que le darían una estructura no convencional en el desarrollo de la trama; aquellos que le presentaban un concepto nuevo de la situación y del personaje; aquellos, en fin, capaces de emprender, con audacia, un camino distinto al ya recorrido.
Hollywood agoniza en su decrepitud; el cine comercial de Roma, de Londres y París baja la cuesta con mayor rapidez cada día. En el mundo capitalista algunos realizadores honestos, a pesar de las censuras y de las trabas, luchan por presentar una imagen cabal del hombre de nuestros días o de la época de transición en que estamos viviendo. En el mundo socialista, el arma de lucha, el arma de cultura que significa el cinematógrafo, profundiza cada día más su lenguaje expresivo, llevando sus productos a una categoría más alta (La dama del perrito,Hoyo de lobos, Cuando vuelan las cigüeñas, Kanal, La paloma blanca, etc.). Es dentro de ese movimiento general de búsquedas, de preocupaciones más vastas, de soluciones insólitas, que debemos colocar a Alain Resnais. Que su aporte nos parezca, hasta ahora, el más rico, el más completo se debe a que en Resnais (en Hiroshima…) fondo y forma se integran indisolublemente, dejándonos percibir, con mayor claridad, lo que será el cine adulto de mañana.
II. 10,000 grados sobre la plaza de la paz…
Y el cine adulto de mañana (ya lo hace el de Weiss, el de Vlacil, el de Godard, el de Antonioni…), recurrirá, cada vez más, a una forma elíptica, sugerente, considerando al espectador como el morón apasionado de los programas de televisión y las películas donde todo-se-machaca.
Es así que Alain Resnais utiliza todos los recursos del arte cinematográfico (fotografía, edición, música…) para construir una obra en la que el detalle tiene tanta importancia como el todo; en la que las palabras dichas, llevan consigo un segundo plano de cosas imprecisas, apenas tocadas, pero fundamentales para la recreación de un mundo determinado. La mano del alemán muerto en rápido corte (tan rápido que algunos creen que se trata de sobreimpresión), coordinada con la mano del japonés dormido; los flashbacks de Nevers; la interpolación de horrores de Hiroshima a los primeros planos de los cuerpos desnudos; el largo, indicativo travelling en la calle cubierta de Hiroshima… Sería preciso hablar de cada secuencia, de cada plano de Hiroshima, mon amour, deteniéndonos en cómo una frase musical coincide con un movimiento de cámara; en cómo la diferencia de tonos en algunas imágenes nos marca, sutilmente, el tiempo pasado y el tiempo presente. Si Hiroshima, mon amour no tuviera el contenido que tiene, valdría la pena verla una y varias veces por el solo hecho de mostrarnos una lección cinematográfica y una lección de buen gusto.
Según lo que nos dijera Joris Ivens en reciente conversación: «Alain Resnais es un pionero». Es dentro de ese marco que nosotros debemos contemplar Hiroshima, mon amour: como un sendero abierto en tierra virgen.
Según las noticias que nos llegan, El año pasado en Marienbad (último filme de Resnais) es un nuevo y firme paso que se da en la conquista del cine como arte total. Eso nos confirma que Hiroshima… no fue un caso aislado, sino una etapa. Hay muchas razones, pues, para confiar en Resnais.
III. Tu nombre es Nevers…
Algunos creían que Resnais, gran documentalista, sería incapaz de dirigir a unos actores. Y con Hiroshima…, Emmanuelle Riva se convirtió, de la noche a la mañana, en la trágica más destacada del cine francés. Sencillamente, con la actuación, Resnais siguió la misma regla que con el resto de los «ingredientes» de su filme, es decir: no tener muy en cuenta las reglas establecidas.
Durante todo el comienzo de la película, Riva pronuncia las palabras anticinematográficamente, con un tono lento, salmódico, de recitativo casi franco. Ese tono se repite en otros momentos (recuerdos de Nevers), mezclando la lentitud a unas frases de elocución rápida, lanzadas como disparos de metralletas. El efecto de lo real a lo evocado, no puede ser más armónico en su contraste. Con los gestos sucede lo mismo: Resnais permite a su actriz actitudes del cuerpo y movimientos faciales que cualquier otro director hubiese considerado sobreactuados. Sin embargo, la interpretación de Riva se integra perfectamente a la atmósfera del filme, a la situación dada y, por ello, va más allá del clásico número de una gran artista. Emmanuelle Riva existe en Hiroshima… sin pensar en Emmanuelle Riva.
Junto a Riva, sosteniendo con discreción y tacto infinito, Eiji Okada se funde al ritmo total pensado por el director. Hiroshima… por sus actuaciones, es también (y desde que fue proyectada por primera vez) un clásico.
¿El arte fílmico se dividirá alguna vez en ANTES y DESPUÉS de Hiroshima, mon amour?
Que no sonrían los incautos…
(Año 1, no. 5, abril de 1961, pp. 7-17)
Hiroshima, mon amour (Francia, 1959). Director: Alain Resnais. Guion: Marguerite Duras. Principales intérpretes: Emmanuelle Riva, Eiji Okada, Stella Dassas, Pierre Barbaud.
1. Un hombre llamado De Seta
Para los italianos, el «Sur» es una vergüenza. Nápoles se acepta (con reticencia) por aquello de sus «pizzas», célebres en el mundo entero, y de sus canciones, cantadas en medio orbe. Pero Sicilia y, sobre todo, Sardeña, son como la sífilis en cuerpo de seminarista. Cuando hace unos años Danilo Dolci lanzó su protesta de tipo gandhiano, los poderes establecidos no tomaron el hecho como una rebelión, sino como indecentes manifestaciones de unos parias leprosos. ¿Fue Carlo Levi quien escribió un día: los habitantes del Sur son los argelinos de Italia? Humillados, hambrientos, los niños del Sur tienen en el reino de las posibilidades varios caminos: la tuberculosis, el hampa en territorio nacional, el éxodo, la rabia, la impotencia o la negación de sí mismos. No hay nada más triste, por ejemplo, que oír a un siciliano decirse romano.
Los bandidos de Orgoaolo
Y, sin embargo (¿quién se acuerda?), Sicilia y Sardeña fueron centros de alta cultura y brillaron, en la vida medieval europea, como astros conductores. Griegos, etruscos, romanos, fueron dejando en esas islas huellas de arte que hacen suspirar a las manadas de turistas pastoreados por Cook o la Cit.
De vez en cuando, los tiburones industriales de Milán o los consejeros técnicos de una UNESCO hipocritona, hablan de crear fábricas o de estudiar «seriamente» el caso del Sur. Mientras, los sicilianos se crean un héroe (Giuliano), un santo (Dolci) y una leyenda maldita (la de negarse a todo «progreso»). Frente a esa vocación de desastre, los italianos del Norte sonríen con tristeza de filme argentino y se lavan las manos como el célebre burócrata de cuyo nombre no quiero acordarme.
Abrupta, secreta, inesperada, Sicilia ha sido musa de numerosos poetas, novelistas y articulistas atacados por el mal de lo pintoresco. Giovanni Verga, el más recio, el más honesto, trató de retratarla en todas sus aristas intolerantes pero, huérfano de un «Manual de Marxismo en 10 lecciones», no pudo ir más allá de Cavalleria rusticana.
En el cine, Sicilia entró por la puerta grande: La tierra tiembla es la más bella oración fúnebre de la pantalla. Y, aunque la acción de Rocco y sus hermanos ocurra en Milán, es ante todo de Sicilia y del problema siciliano de lo que Visconti nos habla.
Desde hace años, un hombre llamado De Seta rondaba en torno a Sicilia y Sardeña cámara en mano. Algunas veces, las oficinas informativas de Italia exportaban los documentales del cineasta De Seta bajo el calificativo de «filme turístico». La ignominia de los filisteos no se detiene frente a ninguna palabra. Cuando podían, bajo ese nombre u otro, los documentales de Vittorio de Seta daban la vuelta al mundo. Pero, hay que tener coraje y mucha confianza en sí mismo para conservar el nombre de Vittorio y dejarlo acompañar por el apellido De Seta. Hace algunos años, cuando un audaz e inteligente «cine de arte» parisiense presentó un «programa De Seta», el administrador de la sala tuvo que especificar en el periódico que no se trataba de De Sica, sino De Seta, joven documentalista que, etc., etc… El programa no tuvo mucho éxito: De Seta no tiene nada de Alain Resnais. Quiero decir que el «otro Vittorio» no pone su cámara al servicio de un concepto ya establecido (cinematográfico u otro), sino que, sin ser un maniático del cine mal llamado free