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¿De qué están hechos los tangos? De tangos. Brotan unos de otros: todas las tradiciones de canción popular proliferan del mismo modo. Lo demás es un misterio que va más allá de una mitología de la inspiración con sus musas —reas, en la cosmogonía rioplatense— y sus duendes. Es más bien el misterio que conjuga un oficio poético y una caligrafía musical que tensa con pulso propio tradiciones mestizas, en una química prodigiosa entre autor y compositor, que sólo está completa al encontrar a su intérprete. Los autores de Conjuro extraño siguen el hilo de una trama de accidentes, epifanías y complicidades que accionan los mecanismos de esa invención tan conmovedora que es el tango canción. A través de un siglo de vida del género, recorren los sucesos históricos insoslayables, exhuman episodios olvidados y traen de vuelta las voces de los protagonistas, en un artesanado que es memoria de memorias.
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Seitenzahl: 462
Veröffentlichungsjahr: 2025
Oscar del PrioreIrene Amuchástegui
Conjuro extraño
Cien años de tango canción
Diseño de portada: Osvaldo Gallese
Ilustraciones de tapa y contratapa: Andrés Alvez
© 2024. Libros del Zorzal, SL
Rosselló 186 5º4
(08008) Barcelona
España
<www.delzorzal.com>
ISBN 978-84-129825-4-1
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Índice
Introducción | 7
Ese misterio | 9
Premoniciones y hallazgos | 13
La ocurrencia de Contursi | 16
La intuición de Gardel | 21
Genealogía y cosmogonía | 30
El tango criollo del 900 | 32
La Guardia Vieja y la orquesta típica | 35
El camino del payador | 39
La era del tango | 42
La consumación de un estilo | 44
Azucena, Rosita y otras flores | 50
La evolución decareana | 54
Los estribillistas | 55
Tangos y cultura de masas | 59
La epopeya de las broadcastings | 61
La química de la canción | 65
Lo mismo, que no es igual | 66
Dos para el tango | 70
Cadícamo y Cobián | 74
Gardel y Le Pera | 79
Uno | 88
La vida misma | 93
El puñal del Obelisco | 98
Buenos Aires baila | 107
Ese muchacho Troilo | 113
Ronda de ases con gomina | 129
La novia de América | 136
Los temas del tango canción | 138
Un drama en tres minutos | 141
Alguien le dice al tango | 146
La cuestión social | 154
La musa de los arrabales | 162
Censura radial | 170
¡Aquellos eran disturbios! | 179
Tango alrededor del rock | 187
La pelea de fondo | 190
Teorías conspirativas | 197
Esa diablura | 202
14 con el Tango | 211
La revancha del Polaco | 214
Todo piantado es cronopio | 219
Palabras para una ciudad nueva | 228
Música para culebrones | 233
Los refugios | 236
Qué desencuentro | 238
Primavera porteña | 242
La era del crossover | 247
Ciudad de nadie | 252
Bonus track: las mil y una noches | 256
Cronología | 261
Bibliografía | 333
Roberto Grela, Oscar del Priore, Leopoldo Federico, Aníbal Troilo, Julio De Caro y Roberto Escalada, durante la grabación del programa Historias que cuenta el tango, en 1967, en Canal 7 de televisión.
Introducción
Este libro es un ejercicio de memoria, en el que las cronologías y los inventarios señalizan un itinerario privado. El germen —más un pretexto que un motivo— fue la proximidad del centenario de la grabación de Mi noche triste por Carlos Gardel, acontecimiento fundador del tango canción, que nos invitó a poner en perspectiva un siglo de vida del género.
El aniversario se cumplió en 2017 y el libro, objeto de una obstinación que venció contratiempos y supersticiones decimales, cobra su forma definitiva años después. El desajuste tiene poca importancia, si consideramos que el tiempo en el tango es circular, en el mismo sentido espiralado del artilugio de un disco, y el sustrato del pasado es tan presente como para contener la voz de Gardel en cada nueva voz.
Conjuro extraño se organiza en dos secciones. La primera parte del libro, que tiene como punto de partida el caso particular de Mi noche triste, lo retoma en el capítulo de cierre, para trazar un arco que conecta la tragedia del amuro inicial con la parodia como forma contemporánea del culto contursiano. Entre una y otra, en la sucesión de capítulos se alternan panorámicas de las distintas épocas y ambientes del tango, con focos temáticos sobre los binomios autorales, los estilos interpretativos, los asuntos de las letras, la lírica del lunfardo, los cruces de géneros, las rupturas. Junto con los nombres y los hechos paradigmáticos, que siempre parecen revelarnos alguna nueva dimensión, nos interesó desmontar algunos mitos y recuperar otros episodios invisibles en la generalidad de las crónicas, como resortes secretos. Seguimos el hilo de una trama de accidentes, epifanías y complicidades que accionan los mecanismos de esta invención tan prodigiosa y conmovedora del tango canción. Procuramos traer de vuelta las voces de los protagonistas, en un artesanado que es evocación de evocaciones, con todas sus prerrogativas, incluidos silencios y confidencias.
La segunda parte del libro consiste en una cronología selectiva, que jerarquiza sucesos de muy distinto orden artístico y social vinculados al tango como especie musical, bailable y, más extensamente, cultural. Una miscelánea hecha de capturas fugaces, como parpadeos de la memoria y el olvido.
Los autores
Ese misterio
Nonagenario, en la época en la que su presencia en el café El Águila de Buenos Aires, vecino al edificio de la Sociedad Argentina de Autores y Compositores (sadaic), era saludada con un respetuoso murmullo imperceptible alrededor de su mesa, el poeta Enrique Cadícamo desafiaba: “Yo puedo hacer un tango en veinte minutos o en quince. Si es media hora, no vale”. Quince minutos le llevó al pianista Lucio Demare componer la melodía inmortal de “Malena” en una mesa del bar El Gran Guindado, frente al Jardín Zoológico. Pero Enrique Discépolo demoró tres años en escribir los versos de “Uno” para la melodía que le había entregado Mariano Mores. Y dos décadas tuvo que esperar en el olvido la música de “Los dopados”,de Juan Carlos Cobián, para unirse a los versos de Cadícamo y convertirse en “Los mareados”.
¿De qué están hechos los tangos? De tangos. La idea de que brotan unos de otros sirvió a sus comentaristas más hostiles como argumento contra su valor artístico. No obstante, todas las tradiciones de canción popular proliferan del mismo modo, sin que el sello de identidad del género impida que reluzca la originalidad de sus hallazgos. Lo demás es misterio, como dejaba ver el poeta Homero Manzi, al separar la cofradía tanguera: alguien estaba o no estaba “en el misterio”.
Ese “misterio” de Manzi no invoca solamente la mitología de la inspiración, con sus musas —reas, en la cosmogonía rioplatense— y sus duendes. Es más bien el misterio que conjuga un oficio poético al borde de la “pequeña metafísica empírica del espíritu porteño” (como diría Scalabrini Ortiz) y una caligrafía musical que tensa con pulso propio tradiciones mestizas, en una química prodigiosa entre autor y compositor. Incluso si estos no se conocen, como ocurrió hace poco más de un siglo, cuando Pascual Contursi tomó una partitura de Samuel Castriota para escribir los versos de “Mi noche triste”, y esta circunstancia supone otra especie de prodigio.
Pero, en la inmensa mayoría de los casos, el destino de la canción se anuda en el pacto previo de dos voluntades. Una conspiración generosa en la que cada uno parece dispuesto a atribuirle al otro la gracia providencial de la creación. Aníbal Troilo dijo de Manzi: “Es evidente que la excepcional pintura de ambientes que el poeta ha logrado en ‘Sur’me dictó la tonalidad y el ensamble de armonías”. Y Cátulo Castillo aseguraba que “los dedos iban solos sobre las teclas de la máquina…” al leer la música de Pichuco para “La última curda”: “La música me iba dando la letra. Parecía que estaba escrita allí”. Sólo ocasionalmente, un único autor escribe música y letra (es el caso de Discépolo o el de Cadícamo con su alter ego musical Rosendo Luna). Pero todos son un poco poetas y un poco músicos. Para hacer el elogio de Manzi, Demare dijo que “era músico escribiendo”. Y Ferrer, en “El Gordo triste”, le cantó a la “pinta poeta de gorrión con gomina” de Pichuco.
El tercer factor decisivo en el nacimiento de un tango es el intérprete que lo dota de carnadura en el pasaje del papel a los labios. “Las canciones nacen cuando las canta Carlitos Gardel. Recién entonces sabés si es linda la criatura”, solía decir el bandoneonista y compositor Anselmo Aieta para describir el proceso completo de creación de un tango (en el que confluyen el rol dominante de la voz y la función del arreglo instrumental). Por eso mismo, tampoco sería del todo inexacto afirmar que “Naranjo en flor” —que los hermanos Expósito escribieron y estrenaron en 1944— no nació hasta 1974, cuando Roberto Goyeneche lo grabó acompañado por Atilio Stampone.
Con frecuencia, autores, compositores e intérpretes abrieron la intimidad de este proceso en memorias, entrevistas y testimonios varios, a lo largo de décadas. Así supimos que Discepolín creó el motivo de “Canción desesperada” acariciando las teclas del piano que había pertenecido a Frédéric Chopin. O que Sebastián Piana compuso “Tinta roja”porque andaba escaso de fondos, para venderlo a la editorial Korn. Que en el concurso de tangos de la casa Max Glücksmann de 1924, que consagró el tango de Francisco y Rafael Canaro y Juan Andrés Caruso “Sentimiento gaucho”, hubo fraude. Y que Carlos Gardel, como no sabía escribir música, había ideado un ingenioso sistema de carteles para señalar el orden y la duración de las notas sobre el teclado del piano.
Además de un frondoso anecdotario, entramado en un siglo de relato social y crónica del espectáculo porteño, la historia de los tangos atesora las claves para repensar, desde la perspectiva que habilita el transcurso de un proceso centenario, la más original y compleja construcción cultural rioplatense (como música, literatura, danza, mitología, tradición teatral y otras manifestaciones, que van de la iconografía a la toponimia). En ese proceso centenario, la poesía de Expósito, las melodías de Cobián, el cancionero de Gardel y Le Pera o el de Piazzolla y Ferrer, las brújulas disímiles del “Sur”de Troilo y Manzi y “El corazón al sur” de Eladia Blázquez se sincronizan en el territorio donde todos los tangos confluyen, “el punto en el que todos los tiempos están presentes”.1
Para el Cadícamo de los años noventa, el tango estaba terminado en el sentido de su completud, más que en el de un agotamiento creativo (hipótesis que también abonaba). Quien acomete hoy la tarea de crear un tango tiene sobre sus hombros el peso de la colosal obra de un siglo. Esa tradición, aun en la más modesta de sus piezas, es de una contundencia aplastante (y por cierto, uno de nosotros dos, habiendo intentado cruzar la frontera de la prosa al verso, puede dar dolorosa fe de ello, pese a haber contado en sus intentos con la providencial complicidad de Armando Pontier, Leopoldo Federico o Néstor Marconi). Esta constatación vale para el tango canción tanto como para el tango instrumental. Y sin embargo sucesivas generaciones de compositores encontraron terreno de experimentación o recreación en la senda de antecesores tan formidables como Piazzolla, Arolas o Bardi en el tango instrumental, mientras que la canción urbana migraba masivamente hacia formas del pop, el rock, la balada, derivando en una especie con frecuencia subsidiaria, en su lírica, de la poesía del tango, pero con un sonido completamente ajeno a esa tradición (con excepción de alguna coquetería, como la que representa la inclusión de un bandoneón en una balada pop). No faltan, pero no abundan, nuevos tangos canción libres de clisés, autorreferencias y, más aún, de dudosas estrategias de puesta al día.
“¿Volverá, Aníbal, aquel 40?”, le preguntaba Julián Centeya a Troilo, en una entrevista de los años sesenta. A cierto escepticismo de Centeya, en la transcripción de aquella charla, se contrapone la profecía solemne y desmedida de Pichuco, que anuncia el advenimiento de una nueva generación de autores y compositores llamados a producir la “resurrección de aquella época”. Troilo devuelve una pregunta:“¿Por qué he de eternizarme y por qué ha de ser siempre lo mío?”. Con sólo pensar en “Sur”, toda respuesta queda dispensada. Pero la vigencia del cancionero histórico, además del legado precioso de las grabaciones, se explica por la plasticidad del género. El tango es, por excelencia, un género de interpretación. La versión es creación, y la recreación hace brillar, bajo una nueva luz, la belleza original de un tesoro intacto.
Premoniciones y hallazgos
“Aquí se aprende a reír”. La inscripción, a la entrada de la carpa, recibe al público del nuevo Hippodrome Circus de Buenos Aires, renacido en 9 de Julio y Corrientes, tras el incendio intencional de su sede de la calle Florida. Corre 1917. En el lugar que hoy ocupa el Obelisco, el británico Frank Brown —acróbata, equilibrista y “Rey de los payasos”— y su amada Rosita de La Plata —exquisita écuyère— siembran sonrisas. Pero en los porteños comienza a crecer una nostalgia inédita: el cantor Carlos Gardel entona “Mi noche triste” en el Teatro Empire, de Corrientes y Maipú, a tres cuadras apenas de distancia. “Me dan ganas de llorar…”.
En el consenso de historiadores y especialistas, la versión de Gardel de “Mi noche triste” (de Samuel Castriota y Pascual Contursi) es el hito inaugural del tango canción. En el momento preciso en que el cantor decidió incorporar la pieza a su repertorio —que hasta entonces no incluía ningún tango—, nació el género que, durante los años siguientes hasta hoy, con una identidad y una estilística inconfundibles, distinguirá, como ninguna otra forma, a la lírica rioplatense.
Tal afirmación exige algunas aclaraciones. ¿Pretende pasar por alto la existencia de tangos cantados anteriores, por mucho, a “Mi noche triste”? Bastaría mencionar al prolífico “padre del tango criollo”, Ángel Villoldo, autor de “El choclo”, “La Morocha”, “El porteñito”, “El esquinazo”, “Soy tremendo”, para desmontar cualquier malentendido (por lo demás, improbable, dada la extensa bibliografía que nos precede). La edad de esos y otros tangos notorios está atestiguada por las grabaciones que realizaron, entre otros, el propio autor y el matrimonio de Alfredo Gobbi y Flora Hortensia de Gobbi, para la incipiente industria discográfica de principios del siglo xx, en el Río de la Plata y en París. Los versos que ellos cantaron también figuran en las partituras editadas durante la primera década, aunque estas se imprimieran, más que para difundir las letras, para hacer llegar las melodías a puertos europeos o conquistar territorios simbólicamente más lejanos: los pianos de los salones domésticos porteños, donde poco a poco, y siempre y cuando los títulos no contuvieran vestigios de los ambientes prostibularios en los que prosperó el tango primigenio, las jovencitas comenzaban a deslizarlos sobre el atril, entre preludios de Bach y sonatinas de Clementi.
Aquellas letras iniciales, en una medida considerable, son especies de autorretratos o retratos, con frecuencia cercanos al cuplé —de amplia presencia en el Río de la Plata en la época— y de tono jactancioso: “Yo soy la Morocha / la más agraciada” (“La Morocha”); “Mi cuerpo es como un resorte / cuando me pongo a bailar” (“El Torito”); “Es mi china la más pierna / pa’l tango criollo con corte” (“Cuerpo de alambre”). Ciertas piezas del repertorio villoldiano tuvieron no sólo una, sino incluso dos letras del autor y compositor. Es el caso de “El choclo”,2 con una versión dedicada “a la presa más codiciada de la olla que se había hecho famosa en la fonda El Pinchazo”3 y otra, conocida en la misma época, titulada “Cariño puro”, sobre idéntica melodía, que el autor escribió en forma de diálogo para los Gobbi: “Ay, mi china, tengo mucho que hablarte / de una cosa que a vos no te va a gustar… // Largá el rollo que aquí escucho y explicate…”.
El disco de los Gobbi ilustra el tono jocoso que el tango del 900 puede reservarles a las rencillas amorosas, muy lejos de la queja pesarosa que Contursi pondrá unos años después en boca del compadrito abandonado de “Mi noche triste”. Antes de Contursi, los asuntos de orden sentimental, en su más vasta diversidad, del mal de amores a la amistad fraterna, de la elegía filial al fervor patrio (que se sustituirá por el porteño), tenían espacio en el repertorio criollo de valses, estilos, cifras, zambas, milongas camperas… ¿Sus intérpretes? Los payadores, que pocos años más tarde encarnarían una última y débil resistencia contra el tango, y los cantores nacionales que, por el contrario, se convertirían en los grandes portavoces del género del tango canción, en el sendero que iba a abrir Carlos Gardel en 1917.
Pero ¿no existía, hasta entonces, un tango “sentimental”? La progresiva incorporación del bandoneón, durante la primera década del siglo xx, no fue sólo una novedad tímbrica, que aportó rasgos inéditos al carácter de los tangos, sino que además coincidió con un cambio de velocidad (y acaso lo provocó), un enlentecimiento que aplacó el tono festivo. Ya en 1910, el tango instrumental se “quejaba”: “Un tango llorón había destilado en armoniosa / queja, una flauta en un trío de bandoneón y violín…”, escribe entonces el poeta Marcelo del Mazo.4
Los arquetipos poéticos que a partir de Contursi recogerán los letristas del tango canción, así como los escenarios de sus dramas —inspirados en los reales del conventillo y el cabaret—, e incluso el efecto moralizante de estos, conviven con la música del tango criollo desde antes del 900, ya que no en las letras, en los libretos del sainete. En el cine, en cambio, se solapan: El tango de la muerte —filme de José Agustín Ferreyra— se estrena en 1917, el mismo año del debut gardeliano en el tango.
Prefigurado por el poeta Evaristo Carriego en Alma del suburbio, de 1908 (Borges define el poema “La queja” como “una premonición fastidiosa de no sé cuántas letras fastidiosas de tango”), el tango canción abrevará en la misma realidad: la fabriquera, la milonguita, el organillo, la solterona, el ciego, el canillita, el conventillo, el guapo, el café… palpitan en la cosmología de un arrabal que hoy no conocemos más que intermediado por el mito.
Sumados estos y otros antecedentes —presentes en la poesía, el teatro, la música—, la evolución del tango canción parece ser, ni más ni menos, el cauce natural para la inspiración de una generación de músicos, poetas e intérpretes que comparten la expansiva atmósfera cultural del Centenario. Pero es una precisa confabulación de talentos —Contursi, Gardel y, de manera casi involuntaria, Samuel Castriota— la que fragua el tango canción. La historia transcurre entre Buenos Aires y Montevideo, sellando el definitivo destino rioplatense del género.
La ocurrencia de Contursi
“Armar el rompecabezas de la historia de las canciones de amor […] ha demostrado que las innovaciones de esta música provinieron sobre todo de marginados y bohemios […] y otros personajes que operaban en las márgenes de la sociedad”.5 La reflexión del crítico estadounidense Ted Gioia, que alude a la canción de amor sin distinción de géneros, parece hecha a la medida del poeta Pascual Contursi.
Pascual Contursi, el poeta que fundó el tango canción.
Entre 1914 y 1920, la noche montevideana reproducía, a pequeña escala, el mismo fenómeno del tango de Buenos Aires. Un testigo directo lo describió como un “proceso mediante el cual el Tango saltó del Bajo montevideano al Parque Hotel; previo pasaje por las ‘universidades’ del Pigall de Visconti Romano y por el Moulin Rouge en los altos del viejo Casino de Andes y Colonia, a los que hay que considerar como las ‘catedrales’ del Tango criollo”.6
Para 1916, el género ya no estaba confinado a los ambientes marginales montevideanos en los que se había difundido como baile en la época inicial, cuando “la danza significó todo”. La animación pasaba por el café Sarandí, que en 1915 albergaba al dúo de piano y violín Delfino-Lafémina, al que se sumaría el virtuoso bandoneonista Minotto Di Cicco para debutar como trío en el Sport. Para competir con el Sport, el café Bon Marché contrataría a Juan “Pacho” Maglio —sustrayéndolo del centro de la escena de Buenos Aires en pleno éxito—. Un año más tarde, frente a La Giralda, de la avenida 18 de Julio, se interrumpía el tránsito para el debut de otra estrella recién llegada del otro lado del río: Roberto Firpo, con su conjunto. Cuenta Gallardo:
A fines del verano de 1916-17, y estando todavía en Montevideo la orquesta de Roberto Firpo, Contursi vivía en la ciudad una bohemia muy pobre, al amparo de la generosidad de algunos amigos (entre los que debe contarse en primer término a aquel violín, Tito Roccatagliata). Surgió entonces la idea de repatriarlo a Buenos Aires, a cuyo fin Contursi compuso una letra aplicada al conocido tango de Greco: El flete. Se trataba de que el propietario del Moulin Rouge autorizara que el autor cantara su letra y que luego se demandara de los habitués una modesta contribución que alcanzase para costear el pasaje de retorno y algo para los primeros gastos. Y fue precisamente el propio Roccatagliata el que tomó a su cargo la tarea de “convencer” a quien, bajo un exterior adusto, escondía en realidad una bondad un tanto paternal (como para justificar el apodo de “Papá” con el que era más conocido). A regañadientes […] fue acordado el permiso a condición de que fuera por única vez. […] Pero aquella pieza gustó tanto a través de la voz de Contursi (muy pequeña y afinada, como para el ambiente más familiar y reducido del viejo Moulin —en el Pigall hubiera terminado en tragedia—), que el improvisado autor e intérprete se vio obligado a repetirla más de una vez. De inmediato surgió una solución financiera, al par que artística: quedarse en Montevideo, a explotar un filón hasta entonces inédito. Y así fue.7
En 1916, Pascual Contursi, que todavía no inició su ascenso como poeta y dramaturgo, ya está en la pendiente de la noche y el alcohol, el destino trágico que la sífilis terminará de sellar: ya es, él mismo, un personaje contursiano. Su poesía brota empujada por la necesidad más prosaica. La escribe sobre la medida de melodías que ya están en circulación, en los cafés montevideanos, y la adosa a los tangos sin consultar a sus compositores. Entre esas melodías, aparecen “El flete”, de Vicente Greco, “La biblioteca”, de Augusto Berto, y “Lita”, que el pianista Samuel Castriota había editado en 1915.
Gaspar Astarita, en su documentada biografía de Contursi, transcribe un artículo del diario uruguayo El Día del 22 de marzo de 1916:
Un cantante criollo. Se encuentra en Montevideo y muy posiblemente debutará en nuestros teatros de variedades el joven cantante criollo Pascual Contursi, que ha actuado con éxito en varios cabarets porteños. Noches pasadas tuvimos ocasión de oírlo en el Moulin Rouge, donde canta a pedido de la concurrencia algunos números de su repertorio, en el que figuran la mayor parte de las canciones de Gardel-Razzano e infinidad de tangos a los que les ha puesto letra de su cosecha. El público gustó mucho de sus canciones aplaudiendo singularmente su simpático tango El Flete, que dijo con mucho sentimiento y fuerza expresiva.
Una nueva publicación, del 31 de marzo de 1916, citada por Astarita, agrega: “Royal. Con el mayor éxito de público debutó anoche en este teatro el cantor de estilos y tangos criollos Pascual Contursi, que se hizo aplaudir en todos sus números y muy singularmente en El flete, tango de cuya letra es autor. El joven Contursi pone mucha expresión y sentimiento”. A propósito de “El flete”, que por cierto debe más a la tradición festiva del tango del 900 de lo que aportaría a la proyección del género, es ejemplo de un “Contursi precontursiano”, si cabe la clasificación: “Se acabaron los de faca / y todos la van de araca / cuando llega la ocasión. / Porque al de más copete / lo catan y le dan flete / pa’ la otra población”.
En qué medida las innovaciones de Contursi en “Mi noche triste” fueron conscientes y calculadas, o el profundo cambio que supuso fue producto de un prodigioso azar, es difícil saberlo. De hecho, algunos historiadores encontraron argumentos para imaginar que Contursi pudo haber escrito estos versos con intención burlona, ridiculizando a un guapo que añora los “frasquitos adornados con moñitos”, y que sólo con la interpretación de Gardel adquirieron su carácter nostálgico. Lo seguro es que Contursi estaba lejos de poder medir los alcances de la revolución estética que iniciaba su tango.
De modo planificado o no, Contursi introdujo tres novedades, si no inéditas en el tango, al menos nunca antes conjugadas: el desplazamiento del eje de la primera persona (característica del cuplé) a la segunda; una estructura con fuerte valor narrativo (incluso en sus elementos descriptivos); el empleo del lunfardo en el contexto de un discurso sentimental y nostálgico. Las tres operaciones están presentes en el primer octosílabo: “Percanta que me amuraste”.
La intuición de Gardel
Retrato juvenil de Carlos Gardel.
Sobre el modo en que “Mi noche triste” llegó a manos de Carlos Gardel, y las circunstancias de su estreno, circulan muchas versiones, todas cercanas y plausibles. Para entonces, Gardel ya era un artista reconocido: desde el debut con José Razzano en el cabaret Armenonville, en diciembre de 1913, el dúo había ganado popularidad con un valioso repertorio criollo, en interpretaciones bien ajustadas, de una delicadeza y sobriedad de la que dejarán testimonio los discos a partir de 1917.
Es posible, como se dijo muchas veces, que Razzano pusiera cierta resistencia a la idea de Gardel de incluir un tango como solista. Se trataba de una decisión audaz que podía dejar mal parados a los dos, dado que como dúo estable debían compartir suerte y que, por añadidura, Razzano tenía el rol de administrador y representante, que lo comprometía en todos los pasos que dieran.
Leemos a Gardel, años más tarde: “Cuando empecé a cantar no existía este género que, aunque hable de la pampa, es porteño, de Buenos Aires. Se dice que yo he sido el creador del tango como canción y es cierto. En mis tiempos, no se hacía aún este género, no se cantaban los tangos. Eran vidalitas, zambas, estilos. El tango canción es casi reciente. Es netamente porteño y quién si no yo iba a ser el primero en cantarlo”. Las declaraciones aparecen publicadas en El Diario, de Madrid, el 24 de febrero de 1926.
En la misma entrevista, Gardel situaba el estreno de “Mi noche triste”en el Teatro Empire, de Maipú y Corrientes. De ser exacto su recuerdo, ocurrió entre marzo y mayo de 1917, cuando el empresario teatral Humberto Cairo contrató al dúo, entre otras atracciones, para inaugurar las secciones de cine (mudo) con números de varieté; pero también pudo haber sido en ocasión de la rentrée del dúo entre el 31 de julio y el 3 de septiembre.8 Por su parte, José Razzano ubicó el estreno en el Teatro Esmeralda, donde el dúo se presentó entre el 1° y el 5 de enero de 1917. Para el poeta y periodista uruguayo Víctor Soliño, lo estrenó a principios de 1917 en el Teatro Urquiza de Montevideo. Carlos Zinelli9 postula como fecha de estreno el 14 de octubre (teatro), pero ese día, si nos guiamos por la documentada cronología de Miguel Ángel Morena, Gardel y Razzano estaban en medio de una gira por Chile. En cuanto a la grabación y edición comercial de la placa, Simon Collier señala que el 12 de enero de 1918 apareció en la revista Caras y Caretas el anuncio de la novedad discográfica “Mi noche triste”.10 Allí, entonces, comenzaría la difusión del género a mayor escala.
Muchos años más tarde, el cantor Carlos Marambio Catán se reivindicaba a sí mismo como el verdadero pionero del tango canción. En los años ochenta, solía ocupar una mesa del café Politeama, de la calle Corrientes, donde pasaba tardes enteras escribiendo sus memorias en un cuadernito. Alternaba las sesiones de redacción con la charla entre parroquianos y amigos que pasaban por la esquina y, al verlo en sus “oficinas”, entraban a saludarlo. Marambio murió sin ver editadas sus Memorias, que finalmente se publicaron de manera póstuma. En ellas, afirma que él empezó a cantar “Mi noche triste”en 1916. Más allá de la posible exactitud del dato —sobre el que abunda en detalles cronológicos—, está claro que no fue por azar que la versión de Carlos Gardel trascendió como inaugural del género: esa interpretación, que todavía podemos escuchar en los discos, en la expresiva voz atenorada del Gardel de 1917, es el germen, aún inmaduro, de toda una estilística. Pero el testimonio de Marambio interesa especialmente porque relata la situación de los cantores criollos tal como los encontrará el advenimiento del tango canción. Los cantores del montón, los que se trenzan con los payadores que abominan del tango, los que pasan el quete en cafetines modestos, los que les harán el eco a las voces que ocupen los primeros planos. Marambio cuenta sus andanzas en la localidad de Fortuna, San Luis, en el otoño de 1916:
Me dirigí a una modesta confitería, que era la única que había en el pueblo, con un mostrador mísero y unas pocas mesas ocupadas por jugadores silenciosos, que movían y movían las cartas nerviosamente, y me instalé en una mesa desocupada […] Llamé al patrón y le propuse mi actuación en ese local, bajo las acostumbradas condiciones de la época: una bandeja en la mesa donde los paisanos, cuya generosidad crecía con la cantidad de copas ingeridas, echaban unas monedas, no así los billetes que tenían como caja receptora el orificio acústico de la guitarra y que el donante, ceremoniosamente y adoptando un gesto heroico introducía mientras de soslayo miraba orgulloso a los concurdáneos. Luego venían las rifas en las que se sorteaba una botella de coñac, un pañuelo de seda o un frasco de agua florida; esa era la forma de explotación comercial de nuestro arte menor.11
Marambio aclara que el debut en el pueblo no fue en el café,12 sino en una casa particular:
Esa misma noche, como la reunión no podía hacerse en el café se efectuó en la casa de mi mecenas ante un auditorio de unas veinte personas. Canté hasta altas horas de la noche, pasó la quete el doctor después de haber hecho yo derroche de aguante, tanto cantando como ingiriendo cantidades fabulosas de ginebra, y me juntó con una cantidad de pesos que ni soñando los hubiera obtenido en el café. El éxito de mi repertorio lo constituyó la interpretación de 9 de Julio y Mi noche triste, los tangos gustaban a rabiar, posiblemente al hacerlo en una reunión íntima los asistentes se manifestaban sin reservas, cosa que quizás no se hubieran atrevido a hacerlo en esa época en reuniones públicas, tan exigentes y pacatas en materia de moral, en las que el tango era música prohibida.13
Si la versión de Marambio Catán es previa a la de Gardel, lo que resulta verosímil, el dato no hace más que confirmar el rol decisivo de Gardel en la trascendencia de la pieza, ya que es su versión, insistimos, la que determina el nacimiento de una estilística del tango. Incipiente, claro: basta comparar la grabación de 1917 con su segunda versión, de 1930, en la que Gardel se supera a sí mismo con holgura, para entender hasta qué punto el género evolucionó en menos de tres lustros.
En 1918, el actor Elías Alippi escuchó a Gardel y decidió incorporar el tango en el sainete Los dientes del perro, de Alberto Weissbach y José González Castillo, que la compañía Muiño-Alippi estrenaría en abril, en el Teatro Buenos Aires (Cangallo 1407). Lo interpretó, acompañada por el conjunto de Roberto Firpo, la actriz Manolita Poli en el rol de Esther, una muchacha perdida en el cabaret (como se ve, el motivo de la milonguita se cristalizó en el teatro nacional antes que en el tango). El éxito del tema era tal que en el hall del teatro, a diez centavos, se vendían copias de la letra.
Como Contursi hizo reclamos económicos, los autores de Los dientes del perro optaron por sustituir “Mi noche triste”en la siguiente temporada, para la reposición del sainete: para reemplazarlo, José González Castillo escribió “Qué has hecho de mi cariño”, sobre la música del tango “Royal Pigall”, de Juan “Pacho” Maglio (cuyo conjunto, en la nueva temporada, ocupaba el lugar del de Firpo).
Pascual Contursi también tuvo diferencias con Samuel Castriota, por razones económicas. La relación no había comenzado del todo bien, desde el momento en que el músico se encontró con la adaptación de su tango “Lita”consumada sin previo aviso y con el título, para él inadmisible, de “Percanta que me amuraste”. A duras penas terminaron acordando rebautizarlo “Mi noche triste”, que habría sido sugerido por Gardel. Pero el enfrentamiento más serio, según José Razzano,14 se produjo al comenzar a comercializarse la grabación de Gardel, en 1918: Contursi, en lugar de aceptar el 40% que solían cobrar los letristas, exigía que se distribuyeran las regalías en partes iguales entre Castriota y él. Para Contursi, era la inspiración de sus versos la que había logrado el éxito de la pieza, y defendía este argumento con tal vehemencia que Castriota terminó por espetarle: “¡Pero, dígame! ¿Usted qué se cree que ha escrito? ¿La dama de las camelias?”.
A la ironía un poco cruel de Castriota se sumaron, a través de los años, otras voces críticas. En la despectiva descripción del género como “el lamento del cornudo” (definición que circula desde hace muchas décadas, casi tantas como tiene el tango canción, y cuya autoría suele atribuirse vagamente “a alguien en Brasil”), es inevitable ver una alusión a los versos de Contursi. Hay otras observaciones de orden moral: “[Mi noche triste] inauguró el tema repelente del canfinflero que llora abandonado por su querida prostituta”.15 (Aunque en la letra no hay ningún indicio sobre las ocupaciones de los protagonistas, esta interpretación que sitúa la historia en el ambiente de proxenetismo se repite con frecuencia.)
Leopoldo Lugones rimó “Contursi” con “cursi”16 (“chicas que arrostran en el tango / con languidez un tanto cursi / la desdicha de Flor de fango / trovada en verso de Contursi”). Por otro lado, manifestó interés por “el vate de San Telmo”. Según Borges,17 Lugones recitó los versos: “Te acordás de aquella cruz que nos regaló tu hermano / y del huevo de avestruz / sobre la mesa de luz que era un cajón de Cinzano” y afirmó: “Aquí […] Contursi es Victor Hugo”.18
José Gobello, que destaca “Mi noche triste” como la frontera entre el alegre tango de ecos prostibularios o resonancias tonadilleras, propio del 900, y toda la producción posterior del género, fija la noción de “tango post-contursiano”. Para Gobello, “Mi noche triste”expresa “los mismos sentimientos cantados por Dante, por Petrarca, por los pastores de Garcilaso y por el pobre Lope de Vega cuando se le piantó Marta de Nevares”.19 Con gracia inefable, el lunfardólogo Gobello traza un puente con lo que Héctor Della Costa llamó “el tango antes del tango”.20
¿Qué méritos literarios podrían distinguir a “Mi noche triste”? Con frecuencia, se ha objetado el exceso de diminutivos, la rima elemental y el abuso de la prosopopeya (recurrencia que opaca un auténtico hallazgo: “La catrera” que se pone “cabrera”). Hay quienes prefieren, en Contursi, el seco dramatismo de “El motivo” (“mina que fue, en otro tiempo… / la más papa milonguera”), el viril dolor de “Bandoneón arrabalero” (“te acuné en mi pecho frío…”), la cantera de imágenes de “Flor de fango”, que en adelante nutriría toda la mitología de la Milonguita…hasta la decidida ironía de “Ivette” (“aquella crema lechuga / que hasta la última verruga / de la cara te sacó”). Todas historias, de uno u otro modo, vinculadas al “amuro”, el abandono, de la percanta o del “amigo” que “no ha aportado por el bulín”. El bulín, que tiene un protagonismo absoluto en “Mi noche triste”, aparece central o tangencialmente como ámbito de desarrollo del drama del tango, que se desata en el cabaret y en la noche, pero muestra también su dimensión doméstica: la pieza de conventillo, la casa de pensión.
No es casual que, entre los nueve tangos grabados por Gardel entre 1917 y 1920 (más allá del estribillo de “El moro”, que cantó a dúo con Razzano junto a la orquesta de Roberto Firpo), haya cinco letras de Contursi: “Mi noche triste”, “Flor de fango” (sobre música de Gentile), “De vuelta al bulín” (una especie de secuela de “Mi noche triste” con música de José Martínez) e “Ivette”,21 “Qué querés con esa cara” (música de Eduardo Arolas). Tampoco lo es que en 1921 grabara “La percanta está triste” (de Vicente Greco), que remite al mismo tiempo a Rubén Darío y a Contursi.
Ni siquiera para el propio Contursi la melancolía contursiana fue condición obligada, como lo prueba la diversidad de cuerdas que toca su producción: matices que sólo una perspectiva muy simplificadora podría pasar por alto. Y la categoría de “tango canción”, que nació para definir “Mi noche triste”por oposición al tango criollo del 900, tampoco puede considerarse según criterios restrictivos. En un acuerdo extendido, más pragmático que purista, llamamos tango canción, simplemente, a todo el tango cantado posterior a “Mi noche triste”. No se trata de un troquel rígido, sino de una categoría en la que confluyen la identidad musical del género (en toda su variedad, del tango romanza a la balada, pasando por lo que Filiberto llamó “canción porteña”) con lenguajes poéticos que van de la lunfardesca al surrealismo. Cuando se dice que Contursi “llevó el tango de los pies a los labios”, se alude, tal vez, a la única condición común a todas estas variantes.
Genealogía y cosmogonía
Primero danza, más tarde música y sólo después poesía. La genealogía del tango, ese misterio al que contribuyen versiones siempre difusas y con frecuencia contradictorias, empezando por las que explican el origen del nombre, ofrece esta única relativa certeza cronológica: el género nació como movimiento. En cuanto a las circunstancias de su surgimiento y desarrollo, fueron objeto de investigación desde hace más de un siglo, si tomamos como antecedente la aparición de “El tango: su evolución y su historia”, artículo publicado por “Viejo Tanguero” (seudónimo detrás del cual podría haber estado José Antonio Saldías) en el diario Crítica, el 22 de septiembre de 1913.
Desde entonces, los especialistas fueron acrecentando un cúmulo de datos frondoso y debatido en una sucesión de hallazgos y refutaciones nunca del todo concluyentes, en relación con el período inicial del tango. Conviene examinar la información más significativa disponible, aunque sea de manera sumaria, acerca de la prehistoria de Gardel y el tango canción, antes de encaminarnos definitivamente detrás de su huella.
Según el censo nacional de 1887 —el último que incluyó una categoría “negro”—, los afrodescendientes representaban el 1,8% de la población de la ciudad de Buenos Aires. Este grupo habría inspirado, de un modo espontáneo e indirecto, el baile de tango. En un proceso de influencias cruzadas, el origen fue la adopción de las danzas europeas por la población negra, que comenzó a bailar valses, lanceros y mazurcas en ocasiones festivas, en parejas enlazadas, pero con zarandeos tomados de sus propias danzas. Mestizos, criollos y extranjeros imitaron esos movimientos, cuyo carácter fue mutando, según se conjetura, en el cuerpo del compadrito…
Y aquí entra en escena un tipo social y cultural que hoy conocemos intermediado por la poesía del propio tango, que cristalizó una imagen de contornos mitológicos. Curiosamente, el compadrito aparece hoy más como un producto del género que como su artífice. El aporte histórico del compadrito al tango, sin embargo, es mucho más significativo que su rol literario. Manuel Gálvez describe en 1905 un subtipo de proxeneta (el canfinflero) cuya etiqueta remite al compadrito: “El traje negro cuyo pantalón es ancho; pañuelo de seda al cuello, chambergo de alas caídas; el zapato de punta y angosto, floreado hacia la mitad posterior a modo de encaje burdo; la alta hombrera en el saco, constituyen la característica de su indumentaria”.22 Criollo de varias generaciones, o hijo de inmigrantes con fuerte aspiración de pertenencia, es en esencia un porteño de extracción modesta y ocupación más o menos turbia, que puede ir de la protección de un político a la explotación sexual, pasando por la vagancia.
Completemos el retrato con el aporte de Carlos A. Estrada, también en 1905, y la sugestiva observación del andar del compadrito, que casi nos da la idea de un baile: “Fumador de tabaco negro, tiene la dentadura impregnada de nicotina y escupe por entre dientes y colmillo, lanzando a la distancia salivazos que podrían servir de antisárnicos, con preferencia a muchos de importación; camina pavoneándose, como si tuviera desgoznadas las articulaciones de piernas y caderas y los anillos de la espina dorsal. Su mirada es provocadora y desdeñosa como la de un perdonavidas de oficio”.23 Es el compadrito quien se inspira en los cortes y “quiebros” del baile negro —que se transformarán en cortes y “quebradas”— y, por influencia de la habanera, los convierte en baile de pareja enlazada, que en los ambientes prostibularios ejercita con las pupilas como variante coreográfica de su dominación. (Poco más tarde, en el otro extremo del arco social, los hijos de la aristocracia asumirán un papel decisivo en la proyección del tango en las “casas” non sanctas de Buenos Aires —para las que constituyen la clientela pudiente— y en los grandes salones parisinos, donde sus habilidades cautivarán a las francesas.)
El tango criollo del 900
A medida que la danza evoluciona en los pies del compadrito, la necesidad de una música adecuada parece dictar el ritmo a los músicos intuitivos que animan los bailes. Se encontraron, entonces, improvisando una música nueva, como si los bailarines, al pisar los ladrillos de los patios, pulsaran las teclas de un nuevo instrumento que respondiera a las exigencias particulares de su dinámica. De ese modo habría nacido el tango “criollo”, nombre con el que los músicos porteños distinguieron sus nuevas obras. “Criollo” como denominación de origen; “tango” por adopción de la misma palabra de procedencia africana que ya designaba al baile (y el lugar de baile) de la comunidad negra, y a una especie musical española (el tango andaluz). Para 1920, esta distinción se habrá vuelto innecesaria, dada la desaparición de las otras formas, y el “tango criollo” pasará a ser simplemente “tango”.
¿Cuál fue el primer tango y quién lo tocó? Determinarlo parece imposible y probablemente inútil: fue la invención múltiple y la recreación colectiva lo que modeló al tango criollo como una especie reconocible. Entre los títulos más antiguos que perduraron (aunque ya no se interpretan, salvo en algún ciclo histórico), figuran “Tomá mate che”, “Dame la lata”, “Bartolo”, “El Keco”, melodías anónimas, muchas de ellas bautizadas en colorido homenaje al ambiente prostibulario que inspira también las letras (cuando las hay). Es seguro que existieron tangos anteriores, hoy extraviados. Aquellas composiciones iniciales, nacidas de la improvisación, se difundían gracias a la memoria y terminaron perdiéndose: son previas al disco de fonógrafo y ajenas al circuito de edición musical (en muchos casos, sus creadores carecerían de los conocimientos técnicos necesarios para llevarlas al pentagrama). Los más antiguos tangos que permanecen en los repertorios hasta hoy son “El entrerriano”, de Rosendo Mendizábal (1897), “Cara sucia”, de compositor y fecha no determinados (recuperado y firmado, posteriormente, por Francisco Canaro), y otro anónimo, “El llorón” (claro que, originalmente, sin letra).
El origen popular del género, sus andanzas en ambientes condenados por la moral de la época, lo mantienen proscripto en amplios sectores de la sociedad porteña. Su moda comienza a extenderse por la provincia de Buenos Aires, pero todavía no accede a las casas de familia. El tango del 900 se baila en distintos sitios: carpas, patios, romerías, locales varios y prostíbulos.
Las primitivas formaciones instrumentales fueron muy diversas. Podían estar integradas por un violín, una armónica, una concertina, una guitarra… o lo que estuviera al alcance de los anónimos precursores que tocaban en las carpas de la Recoleta y Santa Lucía, primeros escenarios de los bailes populares, carpas como las de circo en las que se bailaba “hasta que ardieran los candiles”. La guitarra fue desplazando a mandolinas, arpas y otros instrumentos, sumándose a pequeños conjuntos en los que se convertía en el principal elemento rítmico.
Hacia 1870, había comenzado a sonar en Buenos Aires un instrumento que había nacido unas dos décadas antes en Alemania, donde era empleado en procesiones religiosas como sustituto portátil del órgano: el bandoneón. Poco a poco, esta variante de la concertina se incorporó progresivamente al tango, hasta que, ya por 1900, fue un elemento insustituible. Es más, en los años posteriores serán los bandoneonistas junto a los cantores quienes se disputarán las mayores simpatías populares. José Gabriel ofrece en 1921 una fina descripción del efecto de este instrumento sobre el tango: “No podría haberse elegido instrumento más apropiado, ni comprendo cómo hemos podido pasarnos tanto tiempo sin él. Es el tango mismo; llora, se queja, se arrastra como el tango, ligando unos a otros todos sus sonidos, sin gritos, sin estridencias y hasta en sus bajos de órgano sagrado hay ese dejo de misticismo que el tango aún no había logrado expresar cumplidamente”.24
El tango criollo fijó pronto una estructura musical bastante estable: se escribían tres partes de música en 2/4, de dieciséis compases cada una. La secuencia habitual en que se tocaba era la siguiente: 1ª, 1ª, 2ª, 2ª, 1ª, 1ª, 3ª, 3ª, 1ª, 1ª. El ritmo, similar al de la habanera cubana.
Esa estructura no constituyó un andamiaje fijo para los bailarines. Por el contrario, el baile de tango mantuvo la improvisación como una condición esencial: la misma que lo distingue, hasta hoy, entre las danzas sociales más originales y ricas que se conozcan. No hay secuencia coreográfica preconcebida. Ese tácito pacto, por el que los integrantes de una pareja, en la chacarera o en el minué, por ejemplo, repiten el mismo diseño espacial y la misma secuencia de movimientos de infinitas parejas que las precedieron, en la tradición del tango no existe. En su lugar, se introduce una dimensión distinta: la repentización. Un repertorio de pasos en continua ampliación, transmitido de iniciados a novatos en prácticas informales, se combina en el baile de acuerdo con la inspiración espontánea del varón (que en la dinámica original es quien propone y conduce, a través del abrazo, a su ocasional compañera). La inventiva del bailarín y la percepción de la bailarina son cualidades centrales. Las prácticas entre muchachos en la vereda, que alimentan la mitología del tango originario, pudieron ser un medio de propagación. De ahí a los bailes, en muchos casos a escondidas de las familias, en busca de partenaires más valoradas por su habilidad en la danza que por su belleza. El musicólogo Carlos Vega describe:“La pareja debía moverse enteramente abrazada, cara a cara, costado a costado; el varón orientaba y hasta determinaba los pasos de la mujer con su mano derecha fuerte en la cintura”.25
La Guardia Vieja y la orquesta típica
En coincidencia con el desarrollo de la industria discográfica y la industria editorial, llegamos a 1910 con una especie en expansión: la “orquesta típica criolla”, denominación con que se conoce a cuartetos de bandoneón, violín, flauta y guitarra formados especialmente para interpretar tangos. Juan “Pacho” Maglio, Vicente Greco, Genaro Espósito, Eduardo Arolas y otros músicos condujeron agrupaciones de este tipo. La forma de ejecución era muy similar: el bandoneón y el violín hacían la melodía, y la guitarra era la base rítmica. La flauta participaba también, pero además agregaba aportes a la interpretación, que en ese período tenía una estructura muy simple.
Los locales de baile y los cafés donde actuaban las “típicas”, con su mala reputación, seguían siendo lugares desaconsejados para el porteño “decente”. Pero la música llegaba a los barrios por otras vías, como el prodigio del organito, máquina musical con manivela, que hacía sonar a pulso un cilindro metálico con púas y expandía en el aire del vecindario las notas de los nuevos tangos. Y también estaban las bandas, que actuaban en lugares públicos, en paseos al aire libre, e incluían algunos tangos en sus repertorios, convenientemente alternados con otras piezas populares.
En el tango “Tres amigos” (1944), Enrique Cadícamo rememora una esquina de La Boca: “¿Dónde andarás, Pancho Alsina? / ¿Dónde andarás, Balmaceda? / Yo los espero en la esquina / de Suárez y Necochea…”. No está elegida al azar: en esa intersección, se produjo la primera reunión masiva de las grandes figuras de la época inicial. El músico Francisco Canaro, testigo y protagonista, define el cruce como epicentro de la diversión del barrio. Concentraba una serie de recintos mal iluminados, colmados de tripulantes de barcos de las más diversas procedencias amarrados en el Riachuelo. Una rústica concurrencia que llegaba en busca de alcohol, sexo y tango. Canaro trabajaba allí en 1908, en el café Royal, integrando un trío, tocando en un estrecho palquito en el que apenas cabían, y recordaba vívidamente la escena:
El Café Royal, como otros comercios similares, era servido por camareras, que vestían de negro con delantal blanco, y que eran muy solícitas con los parroquianos. […] El patrón del Royal era un griego de cabellos renegridos y ensortijados, y como era usanza entonces, usaba espesos y largos bigotes. De su pintoresco chaleco pendía una gruesa cadena de reloj, que tenía colgada una enorme medalla de oro, que el griego lucía con orgullo, tal vez como signo de su opulencia de patrón.
Frente al Royal existía otro café de igual importancia y modalidad, en el que tocaban los hermanos Vicente y Domingo Greco. A la vuelta, por Suárez, y a unos treinta metros de distancia, estaba el café La Marina, en el que tocaba Genaro Espósito (“el Tano Genaro”). Enfrente de La Marina, en otro local de la misma índole, tocaba Roberto Firpo. A la vuelta, por Necochea, […] actuaba Berstein (“el Alemán”), que acostumbraba tener a su costado, mientras ejecutaba, una enorme pila de fieltros de medio litro de cerveza, pues decía que sin mojarse a cada rato el garguero no podía tocar, y así se lo pasaba continuamente en curda. En la cantina de Suárez y Necochea, haciendo cruz con el Royal, existía un gran café concert, tal vez uno de los más importantes de La Boca, y en él actuaba Ángel Villoldo...26
Canaro evoca el barrio con su “clima de basso porto donde se hablaba en xeneise casi más que en castellano” y sus cantinas típicas “al uso nostro, restaurantes y locales especializados en la venta de fainá, fugazza, pizza, pescaditos fritos, lupines, amén de otros boliches y churrasquerías”:
En suma, la Boca era un pintoresco barrio noctambulesco que vivía en continua fiesta y bullicio, atrayendo por estas mismas características a mucho público del centro y otros barrios de la Capital, destacándose patotas de pitucos, cajetillas y niños bien acompañados de damiselas. […] Las patotas del centro, que llegaban en plan de juerga, solían toparse con la muchachada de La Boca, que ante cualquier indirecta o provocación salía a defender sus fueros lugareños.27
Desde fines del siglo xix, el tango sonaba también en la zona de los portones de Palermo. Sus principales enclaves fueron el Café de Hansen (conocido también como Café Tarana, según la época y el administrador) y el Tambito, situados en el parque Tres de Febrero, donde se comía, se bebía y se hacía música. Allí actuaban músicos renombrados en la época, como Ernesto Ponzio o Roberto Firpo. El piano comenzaba a incorporarse a las formaciones de tango, y Firpo, pionero en ese proceso, se presentaba con su conjunto en el Velódromo, pintoresco lugar de baile con un circuito anexo para la disputa de competencias ciclísticas. El clarinetista Juan Carlos Bazán, que tocaba con Firpo, se ubicaba en la puerta y ejecutaba un extenso llamado que luego sería el tema de su tango “La chiflada”, con el que atraía a los paseantes. En lo de Hansen, ya que no podían vencer la incómoda competencia de sus vecinos, decidieron contratarlos para retener la supremacía del tango en la zona.
Este circuito convocaba a un público de situación económica holgada, en condiciones de pagar altas tarifas, y era frecuente escenario de grescas promovidas por las patotas de niños bien. En el clima bullicioso del Tarana, el tango de Villoldo “El esquinazo” conoció el triunfo y la proscripción. Llegó a colgarse el cartel: “Terminantemente prohibida la ejecución de El esquinazo. Se ruega prudencia en tal sentido. El dueño”. Es que los parroquianos habían adoptado el hábito de acompañar con percusión el golpeteo característico de la introducción de la pieza y terminaban destrozando la vajilla.
En el término de tres décadas, ya equidistante del compadrito orillero y de los niños bien, el tango se convertirá en la dimensión musical y poética del hombre común de Buenos Aires. En los palcos de los cafés de distintos barrios porteños, con respaldo popular, surgen los músicos llamados a integrar la primera generación orgánica de tangueros profesionales.
La figura de Eduardo Arolas (1892-1924), bandoneonista, compositor, director y renovador de las formas interpretativas, podría representar simbólicamente a toda esa pléyade, aunque en rigor Arolas se anticipó a su generación, con una orquesta exquisita cuyos matices y sutilezas eran inusuales en su tiempo. Sus tangos siguen una línea personalísima y avanzada para el momento, pero no es preciso poner la obra en perspectiva histórica para considerarlo, como compositor, entre los más inspirados del tango de cualquier época. Su aporte como director es evidente en las posteriores orquestas de Juan Carlos Cobián y Julio de Caro, sobre las que influyó estilísticamente. En poco más de una década, creó cerca de un centenar de títulos, la mayoría de ellos desbordando las posibilidades interpretativas del momento. Si como bandoneonista, desde el punto de vista técnico, no fue superior a la media de sus contemporáneos, en cambio supo trasladar a su sonido un temperamento profundamente sentimental, adoptado por quienes lo sucedieron: con Arolas, la voz del bandoneón adquirió una inédita dimensión emotiva.
El camino del payador
Si la habanera, como se cree, fue el patrón rítmico para el tango inicial, en el origen de la antigua milonga criolla palpita otra danza cubana: la guajira. La evolución de la milonga es de interés central en esta historia, por el modo en el que se entrelaza con el tango en los repertorios. Antecede al tango, que termina desplazándola, primero, y adoptándola como un género complementario, más tarde (integra, junto con los valses, la categoría de “paratangos” que propone Gobello para estas especies afines y subsidiarias).
Los primeros testimonios de la existencia de la milonga datan de mediados del siglo xix y remiten a un género cantable: una melodía monótona sobre ritmo regular que, en un punteo sencillo de la guitarra, servía a los payadores como soporte de sus décimas improvisadas o de los versos previamente compuestos por ellos mismos que también interpretaban. Algunos años después, la milonga comenzará a bailarse y a designar no sólo el tipo de danza, sino también la reunión danzante en sí: “A ver la milonga fui”, dice Martín Fierro. Esa milonga bailada —puramente instrumental— se fusionará más tarde con el tango criollo hasta convertirse en la misma cosa, mientras que la otra, la especie cantada, verá su ocaso con el de los últimos payadores y saldrá definitivamente de escena cuando los cantores nacionales, portavoces de los valses, estilos y milongas criollos, la desdeñen en favor del tango. Habrá que esperar algunos lustros para que la milonga resurja, evolucionada, en los años treinta, en variantes instrumentales y cantadas muy diferentes de estas históricas.
La muerte de Gabino Ezeiza, leyenda de la payada, se produce en octubre de 1916, es decir, casi en el mismo momento del estreno de “Mi noche triste” por Pascual Contursi, y José Betinotti había partido un año antes. Con los últimos payadores, se extinguía un arte que, a lo largo de un siglo, había extendido su popularidad, primero en el medio rural y más tarde en espacios urbanos. El payador como espontáneo “cronista” andariego, que comentaba sucesos verídicos, homenajeaba o criticaba a personajes públicos, producía reflexiones de orden social y hacía gala de ingenio, entrelazando rimas, llegó a ser la voz popular por excelencia. La payada tuvo su mejor expresión en el contrapunto —que medía la inspiración de dos oponentes, turnándose en la improvisación— y su máximo mito en la payada de Paysandú, que en 1887 enfrentó a Gabino con Juan Nava. Algo posterior es el triunfo de José Betinotti, no sólo como un payador de excepcional inspiración —especialista en payadas solitarias improvisadas sobre la base de temas propuestos por el público, aunque también lucido en el contrapunto—, sino también como autor de un nutrido cancionero y sensible intérprete de obras de otros creadores.
En aquellos payadores que todavía se cruzaban con Gardel en los cafés de los barrios porteños, se prefigura el sentimentalismo del tango canción como no sucede en el tango arcaico. Mientras los alegres tangos criollos y milongas de don Ángel Villoldo recorrían las cuerdas del retrato de tipos urbanos, la observación cotidiana o la crítica social, por la vía del humor, los payadores fundaban las bases emotivas del tango canción. Los modestos folletos que recogían sus versos —impregnados del lirismo arrabalero de Carriego, la insurrección de Almafuerte, el modernismo de Rubén Darío— iban a trazar la frontera entre el tango villoldiano y el tango contursiano. El vals de Betinotti “Tu diagnóstico”, que por añadidura grabaría Gardel, se parece más a un tango que a ninguna otra especie: “Tu diagnóstico es sencillo, / sé que no tengo remedio / y sé que estoy desahuciado / por tu esperanza y mi anhelo”. Y su vals “Pobre mi madre querida” (“qué poco caso le hacemos / siendo que el ser le debemos…”), también incorporado por Gardel a su repertorio, instituye el motivo de “la vieja” como paradigma de lealtad.
Tanto Betinotti como Gardel, en la antesala del tango canción, musicalizaron y cantaron piezas de Andrés Cepeda, “el Divino Poeta de la Prisión”, que escribió casi toda su obra entre las rejas de la Penitenciaría Nacional, después de cometer varios delitos, y que al recuperar la libertad cayó apuñalado en el Bajo, frente al café La Loba. En 1912, Gardel cantó los versos de Cepeda que tituló “Me dejaste”, que parecen anticipar el “me amuraste” de Contursi, aunque en clave campera: “El tiento que nos tenía / acollarado’ a los dos / lograste cortarlo vos / tanto tironear un día… / A la pucha la alegría / desde entonces fue a parar. / Vos te fuiste a gozar / y yo qué querés que hiciera, / también rumbié campo afuera / con la desgracia a la par”.
La era del tango