Construir puentes - Alister Mcgrath - E-Book

Construir puentes E-Book

Alister Mcgrath

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Los cristianos participan en la apologética cuando construyen puentes hacia la fe. Esto, sostiene Alister Mcgrath, es tanto una ciencia como un arte. La apologética es una ciencia, porque está firmemente basada en el cristianismo, demostrando y defendiendo su veracidad. Sin embargo, y de igual manera, es un arte, el intento creativo de combinar la proclamación del evangelio con las necesidades y las inquietudes de personas de carne y hueso. Por consiguiente, la apologética es parte vital y necesaria del bagaje de todos los cristianos del mundo, sobre todo de aquellos involucrados en la predicación y la evangelización.

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Construir puentes

La apologética cristiana eficaz

 

Alister McGrath

 

 

 

ISBN: 978-84-122435-9-8

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE DE CONTENIDOS

 

 

Comentarios

Prólogo a la serie

Introducción

¿Por qué hablar de la apologética?

Primera Parte – Abrir Camino para la Fe

CAPÍTULO 1

El punto de contacto: Los fundamentos teológicos de la apologética eficaz

CAPÍTULO 2

Los puntos de contacto: Su identidad y su potencial

CAPÍTULO 3

El paso de fe: De la aceptación al compromiso

Segunda Parte – Superar las barreras para la fe

CAPÍTULO 4

¿Qué impide que una persona se haga cristiana? - Identificar las barreras para la fe

CAPÍTULO 5

Las barreras intelectuales para la fe

CAPÍTULO 6

El choque entre cosmovisiones: Los rivales modernos del cristianismo

Conclusión

La apologética en acción: Del manual a la vida real

Notas

 

 

 

Comentarios

 

 

“Alister McGrath vuelve a poner de moda la apologética. No podemos por menos que recibir complacidos sus esfuerzos para analizar qué contiene la apologética y cómo ha ido evolucionando esta con el paso de los años. Los cristianos nos hemos vuelto perezosos a la hora de abordar el mundo y las cuestiones de la vida desde el punto de vista bíblico, y también para actuar en consecuencia”.

Evangelical Presbyterian.

“Este es uno de los libros más brillantes que leerás sobre uno de los temas más terriblemente olvidados de la vida cristiana mo- derna… Ningún cristiano que lea este libro con interés tendrá problemas para mantenerse firme en las conversaciones con no cristianos”.

John Allan, Alpha.

“McGrath pretende sacar la apologética del aula del seminario y trasladarla a las mentes de los evangelizadores cristianos”.

Lawrence Osborn, Themelios.

“Sugiero que los estudiantes y los predicadores no deben ser los únicos en leer, trabajar y digerir lo que Michael Green define como ‘este libro brillante’; también deben leerlo los miembros de cualquier iglesia”.

Floodtide.

“El libro de McGrath trata un tema importante: cómo deben dar testimonio los cristianos a aquellos que no creen… El tema central es la apologética, nuestro modo de exponer la verdad. Afecta a todas las fibras de nuestro pensamiento. La apologética es esencial para nuestra evangelización…”.

Reformation Today.

“Este libro es siempre fresco y práctico. Analiza la quintaesencia de los temas desde el punto de vista de la teología para aguzar nuestra proclamación. Llega en el momento más oportuno. Aquellos que tienen como objetivo hablar eficazmente a un mundo incrédulo… disfrutarán de este libro, que les será de inmensa ayuda y ánimo”.

Peter May, Evangelicals Now.

“El autor nos recuerda que la apologética cristiana es un instru- mento esencial para el cristiano comprometido… Forma parte esencial del bagaje de todos aquellos cristianos interesados en la predicación y en la evangelización”.

John Perry, Christian Bookseller.

“En Construir puentes, que es un libro organizado con claridad y bien escrito, McGrath aborda el tema con amenidad e incluye numerosas y excelentes ilustraciones. Su apologética es intensamente teológica… pero su forma de enfocarlo se centra en los individuos”.

Gordon Kuhrt, Church Times.

 

Prólogo a la serie

 

Un sermón hay que prepararlo con la Biblia en una mano y el periódico en la otra.

Esta frase, atribuida al teólogo suizo Karl Barth, describe muy gráficamente una condición importante para la proclamación del mensaje cristiano: nuestra comunicación ha de ser relevante. Ya sea desde el púlpito o en la conversación personal hemos de buscar llegar al auditorio, conectar con la persona que tenemos delante. Sin duda, la Palabra de Dios tiene poder en sí misma (Hebreos 4:12) y el Espíritu Santo es el que produce convicción de pecado (Juan 16:8), pero ello no nos exime de nuestra responsabilidad que es transmitir el mensaje de Cristo de la forma más adecuada según el momento, el lugar y las circunstancias.

John Stott, predicador y teólogo inglés, describe esta misma necesidad con el concepto de la doble escucha. En su libro El Cristiano contemporáneodice:Somos llamados a la difícil e incluso dolorosa tarea de la doble escucha. Es decir, hemos de escuchar con cuidado (aunque por supuesto con grados distintos de respeto) tanto a la antigua Palabra como al mundo moderno. (…). Es mi convicción firme que solo en la medida en que sepamos desarrollar esta doble escucha podremos evitar los errores contrapuestos de la falta de fidelidad a la Palabra o la irrelevancia.

La necesidad de la “doble escucha” no es, por tanto, un asunto menor. De hecho tiene una clara base bíblica. Podríamos citar numerosos ejemplos, desde el relevante mensaje de los profetas en el Antiguo Testamento -siempre encarnado en la vida real- hasta nuestro gran modelo el Señor Jesús, maestro supremo en llegar al fondo del corazón humano. Jesús podía responder a los problemas, las preguntas y las necesidades de la gente porque antes sabía lo que había en su interior. Por supuesto, nosotros no poseemos este grado divino de discernimiento, pero somos llamados a imitarle en el principio de fondo: cuanto más conozcamos a nuestro interlocutor, más relevante será la comunicación de nuestro mensaje.

La predicación del apóstol Pablo en el Areópago (Hechos 17) constituye en este sentido un ejemplo formidable de relevancia cultural y de interacción con “la plaza pública”. Su discurso no es solo una obra maestra de evangelización a un auditorio culto, sino que refleja esta preocupación por llegar a los oyentes de la forma más adecuada posible. Esta es precisamente la razón por la que esta serie lleva por nombre Ágora, en alusión a la plaza pública de Atenas donde Pablo nos legó un modelo y un reto a la vez.

¿Cómo podemos ser relevantes hoy? El modelo de Pablo en el ágora revela dos actitudes que fueron una constante en su mi- nisterio: la disposición a conocer y a escuchar. Desde un punto de vista humano (aparte del papel indispensable del E. S.), estas dos cualidades jugaron un papel clave en los éxitos misioneros del apóstol. ¿Por qué? Hay una forma de identificación con el mundo que es buena y necesaria por cuanto nos permite tender puentes. El mismo Pablo lo expresa de forma inequívoca precisamente en un contexto de testimonio y predicación: A todos me he hecho todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio (1 Corintios 9:22-23). Es una identificación que busca ahondar en el mundo del otro, conocer qué piensa y por qué, cómo ha llegado hasta aquí tanto en lo personal (su biografía) como en lo cultural (su cosmovisión). Pablo era un profundo conocedor de los valores, las creencias, los ídolos, la historia, la literatura, en una palabra, la cultura de los atenienses. Sabía cómo pensaban y sentían, entendía su forma de ser (Romanos 12:2). Tal conocimiento le permitía evitar la dimensión negativa de la identificación como es el conformarse (amoldarse), el hacerse como ellos (en palabras de Jesús, Mateo 6:8); pero a la vez tender puentes de contacto con aquel auditorio tan intelectual como pagano.

Un análisis cuidadoso del discurso en el Areópago nos muestra cómo Pablo practica la “doble escucha” de forma admirable en cuatro aspectos. Son pasos progresivos e interdependientes: habla su lenguaje, vence sus prejuicios, atrae su atención y tiende puentes de diálogo. Luego, una vez ha logrado encontrar un terreno común, les confronta con la luz del Evangelio con tanta claridad como antes se ha referido a sus poetas y a sus creencias. Finalmente provoca una reacción, ya sea positiva o de rechazo, reacción que es respuesta natural a una predicación relevante.

Pablo era, además, un buen escuchador como se desprende de su intensa actividad apologética en Corinto (Hechos 18:4) o en Éfeso (Hechos 19:8-9). Para “discutir” y “persuadir” se requiere saber escuchar. La escucha es una capacidad profundamente humana. De hecho es el rasgo distintivo que diferencia al ser humano de los animales en la comunicación. Un animal puede oír, pero no escuchar; puede comunicarse a través de sonidos más o menos elaborados, pero no tiene la reflexión que requiere la escucha. El escuchar nos hace humanos, genuinamente humanos, porque potencia lo más singular en la comunicación entre las personas. Por ello hablamos de la “doble escucha” como una actitud imprescindible en una presentación relevante del Evangelio.

Así pues, la lectura de la Palabra de Dios debe ir acompañada de una lectura atenta de la realidad en el mundo con los ojos de Dios. Esta doble lectura (escucha) no es un lujo ni un pasatiempo reservado a unos pocos intelectuales. Es el deber de todo creyente que se toma en serio la exhortación de ser sal y luz en este mundo corrompido y que anda a tientas en medio de mucha oscuridad. La lectura de la realidad, sin embargo, no se logra solo por la simple observación, sino también con la reflexión de textos elaborados por autores expertos. Por ello y para ello se ha ideado esta serie. Los diferentes volúmenes de Ágora van destinados a toda la iglesia, empezando por sus líderes. Con esta serie de libros queremos conocer nuestra cultura, escucharla y entenderla, reconocer, celebrar y potenciar los puntos que tenemos en común a fin de que el Evangelio ilumine las zonas oscuras, alejadas de la luz de Cristo.

 

Es mi deseo y mi oración que el esfuerzo de Editorial Andamio con este proyecto se vea correspondido por una amplia acogida y, sobre todo, un profundo provecho de parte del pueblo evan- gélico de habla hispana. Estamos convencidos de que la Palabra antigua sigue siendo vigente para el mundo moderno. Ágora es una excelente ayuda para testificar con la Biblia en una mano y “el periódico” en la otra.

Pablo Martínez Vila

 

 

Introducción

¿Por qué hablar de la apologética?

 

¿Qué es la apologética cristiana? En su sentido básico, es la apología de la fe cristiana,1 la exposición y la defensa de su afirmación de ser la verdad y de tener relevancia en el gran mercado de las ideas. A medida que en nuestros tiempos la evangelización adquiere cada vez más importancia dentro de la comunidad cristiana, se vuelve progresivamente más relevante la necesidad de justificar responsable y seriamente los temas esenciales de la fe cristiana. La apologética tiene como meta dotar a la evangelización de integridad y de profundidad intelectuales, garantizando que la fe permanezca arraigada en la mente tanto como en el corazón. La fe cristiana no consiste solamente en sentimientos o emociones, sino en creencias. Creer a Jesucristo no supone tan solo amarle, adorarle y poner la confianza en él; conlleva creer determinados aspectos concluyentes sobre su persona, creencias que aseguran firmemente y justifican ese amor, esa adoración y esa confianza. La creencia en Dios está unida indisolublemente a las creencias sobre Dios. La meta principal de la apologética cristiana es generar un clima intelectual e imaginativo propicio para el nacimiento y el crecimiento de la fe, la fe en toda su plenitud y su riqueza.

Pero, ¿cómo se consigue esto? La apologética tradicional se ha fundamentado en la preconización de la racionalidad de lo que afirma ser la verdad cristiana.2 Ha centrado firmemente su mira en los grandes enigmas intelectuales que a través de cada uno de los siglos se han pensado que suponen un obstáculo para tener fe en Dios, como el enigma del sufrimiento humano o las dificultades para demostrar sin género de dudas la existencia de Dios. La apologética, al refinar sus argumentos y establecer distinciones y sutilezas cada vez más sofisticadas, ha querido garantizar que la voz cristiana siga escuchándose en medio de un mundo intelectual paulatinamente más secularizado.

El uso de la apologética tradicional goza de un historial distinguido dentro de la tradición cristiana. Ha servido bien a la Iglesia a lo largo de los siglos y seguirá haciéndolo en el futuro. Pero no todo anda bien. A menudo, la apologética tradicional parece apoyarse en un mundo que está moribundo, un mundo en el que las pretensiones de la verdad del cristianismo se ponían a prueba sobre todo en las aulas de las antiguas universidades, y donde se consideraba que la racionalidad era el criterio definitivo de toda justificación.3 Se creía que las estrategias apologéticas eran independientes del tiempo y del espacio; se podían utilizar una y otra vez los mismos principios generales, como si fueran permanentemente reciclables. Las preguntas eran las mismas, tanto si se formulaban en la Universidad de París en el siglo XIII, en la de Oxford en el XVIII o en la Universidad de Princeton en el siglo XIX. Además, las preguntas globales recibían respuestas globales. Si las preguntas eran las mismas, también lo eran las respuestas. Sí, es posible que estas últimas fueran cada vez más refinadas y sofisticadas, pero, a pesar de ello, esencialmente seguían siendo las mismas y se basaban en recursos filosóficos clásicos similares.

Y es aquí donde podemos discernir un gran punto débil de algunas concepciones apologéticas clásicas. Con demasiada frecuencia la apologética clásica parece descansar sobre el sentido común o la tradición filosófica occidental, olvidando los recursos teológicos que tiene a su disposición. Por poner solo un ejemplo, raras veces se ha aprovechado el pleno potencial teológico de las doctrinas cristianas de la creación y de la redención. Esto ha dado como resultado el empobrecimiento de la calidad de la apologética cristiana, tanto en su sustancia como en su exposición. Si los apologistas se apoyan solamente en los recursos de la razón, desperdician recursos vitales que están a su disposición y a los que se espera que recurran. El concepto de un “punto de contacto” (que se fundamenta rigurosamente en las doctrinas de la creación y de la redención) ilustra la importancia de esta conclusión. Por lo tanto, este libro aspira a tener un punto de vista teológico, salvaguardando las preciosas revelaciones que el propio evangelio (y no los estilos de razonamiento occidentales) tiene que ofrecer a quienes lo defienden y lo proclaman.

Como cualquier otra disciplina importante, la apologética disfruta de una larga y respetable genealogía. Desde la época del Nuevo Testamento, los cristianos han defendido su fe contra todo tipo de crítica y de mala interpretación.4 Esta historia constituye una materia fascinante por derecho propio. Resulta apasionante el modo en que Arístides, Justino Mártir y Atenágoras defendieron y justificaron la fe cristiana en el mundo grecorromano del siglo II, sacando a la luz intrigantes facetas colaterales sobre temas como la naturaleza del platonismo medio y las interpretaciones equívocas de la adoración cristiana en aquella época (¿Se devoraban unos a otros o no? Sus fiestas de comunión, ¿eran en realidad orgías?).

Pero en este punto debemos hacer una advertencia. La situación sobre la que hablaron escritores como esos suele tener escasa relevancia apologética en nuestros tiempos, por muy atrayente que resulte para los historiadores del pensamiento. La Alejandría del siglo II, el París del XIII y el Cambridge del XVII (por mencionar algunos períodos notables en la historia de la apologética cristiana) están firmemente anclados en el pasado. Aquellas circunstancias no tienen necesariamente una gran relación con las nuestras. Existe el peligro muy real de que un manual de apologética caiga en un dilatado análisis histórico simplemente porque eso es lo que espera el lector. La experiencia sugiere que, con demasiada frecuencia, esta sección de la obra suele pasarse por alto considerándola un contenido irrelevante para el asunto que nos traemos entre manos. “¿A quién le importa lo que tuviera que decir Justino Mártir cuando eso tiene interés solo para los anticuarios? ¡Lo que exige nuestra atención es la situación actual!”.

Y es que ciertamente las circunstancias han cambiado. El terreno del debate se ha alejado radicalmente de las universidades y del enfoque “de manual” propio de ellas. Ahora el cristianismo debe luchar por su vida no en los seminarios de las universidades, sino en el mercado de las ideas. El estudio de televisión, la prensa nacional, la cafetería universitaria y el centro comercial local son las nuevas lizas del debate donde se examinan y se ponen a prueba las verdades que defiende el cristianismo. El cristianismo debe postularse como una cosmovisión relevante para la vida, no solo como un sistema inherentemente racional. Y mientras las grandes cuestiones universales, como el sufrimiento, siguen apareciendo en la agenda de esta nueva generación, en primera plana tenemos una serie de problemas locales, y si queremos que el cristianismo siga siendo una opción viva en cualquier región dada, los temas locales nos obligan a construir una apologética local.

Sobre todo, debemos ser conscientes de que la apologética es algo más que una alabanza de los atractivos intelectuales del cristianismo. La apologética clásica ha tendido a tratar el cristianismo únicamente como un conjunto de ideas que chocan con una serie de barreras intelectuales que se pueden neutralizar, o quizá incluso superar, mediante argumentos juiciosamente planteados. Con excesiva frecuencia, la apologética tradicional ha intentado defender el cristianismo sin preguntarse por qué hay tantísimas personas que no son cristianas.5 Parece relativamente inútil promulgar el atractivo de la fe cristiana si esto no va acompañado del esfuerzo radicalmente intenso de descubrir por qué aquella resulta tan evidentemente carente de atractivo fuera de esa comunidad. Quienes aún no han descubierto el cristianismo, y quienes lo han rechazado, ya sea inconsciente o deliberadamente, a menudo lo hacen por motivos totalmente ajenos a la temática de la apologética tradicional. Para poder someter a juicio esas razones es necesario identificarlas para abordarlas utilizando los recursos pertinentes.

¿De qué tipo de razones hablamos? A menudo la historia conspira contra el cristianismo señalando a asociaciones inadmisibles pasadas entre la Iglesia cristiana y la opresión política o social. Es frecuente que la cultura deje sentir su peso contra el evangelio al sostener por implicación que ser cristiano es inaceptable. Es habitual que ser cristiano suponga adoptar un conjunto de valores que va en contra de los de la cultura predominante. Como resultado de ello, a los cristianos se les encuadra en la categoría de forasteros de la cultura, personas que no encajan en sus grupos respectivos. Esto puede llevar al desarrollo de una contracultura cristiana.

En cierto aspecto, este tipo de presiones no tiene una naturaleza intelectual. No son “argumentos” en el sentido de una postura justificada racionalmente contra la fe cristiana. Pero es indudable que existen estas presiones, y también otras. Afectan a las personas; conforman sus actitudes hacia la fe, creando prejuicios en contra de esta.6 Forman parte de una matriz más amplia de argumentos, actitudes y valores que, colectivamente, van generando un clima acumulativo que es hostil a la creencia cristiana. Si los excluimos de toda referencia o consideración, obtendremos una apologética truncada, incapaz de afrontar la verdadera gravedad del desafío contemporáneo para la fe. Sin embargo, hemos de enfrentarnos a ese reto, en toda su plenitud. Un desafío exige una apología.

Por motivos como estos, la ciencia de la apologética tradicional parece haberse quedado atascada en la cuneta, de modo que el verdadero debate ha pasado de largo y los creadores de opinión la ignoran. Necesita urgentemente que la reanimemos. La ciencia de la apologética, que en su época fue grande, a menudo parece tristemente irrelevante para la atmósfera competitiva de la era moderna. Ha quedado marginada en el gran debate dentro de la sociedad actual, precisamente porque apela a un elemento cada vez más marginado dentro de esa sociedad, que es el académico universitario. Ahora la faceta puntera de la fe se encuentra en otra parte: acompaña al predicador cuyos sermones apuntan a tranquilizar a los comprometidos y a desafiar a los foráneos; el ejecutivo que comparte su fe con sus compañeros del trabajo o el estudiante que habla de lo que cree en su campus. Es necesario revitalizar la apologética, de una forma creativa y eficaz. La existencia de unas circunstancias nuevas implica que es necesario adaptar un recurso tradicional a las necesidades y a las oportunidades de estas. La ciencia de la apologética debe complementarse con el arte de la apologética.

Este libro aspira a reformular la apologética cristiana teniendo en cuenta esas nuevas necesidades y oportunidades. No pretende descartar ni desacreditar los enfoques tradicionales sobre la apologética; lo que desea es complementarlos. Su meta es exponer diversas maneras de concebir y desarrollar la labor apologética, maneras que complementen los enfoques más tradicionales. Este libro no tiene un tono especialmente académico, aunque descansa sobre unos fundamentos que lo son rigurosamente. No defiende ninguna teoría única de la apologética, ni una sola manera de ver las cosas ni las obras de un determinado apologista destacado. Más bien, intenta que los recursos sustanciales de la tradición apologética cristiana incidan sobre las personas y las situaciones de mayor relevancia dentro de la sociedad moderna.

Sobre todo, este libro pretende estimular a sus lectores a explorar y a desarrollar modos de defender el evangelio que se adapten a sus propias necesidades y oportunidades especiales. Aunque reconoce los puntos fuertes de la ciencia apologética centrada en los problemas universales, propugna el arte de un enfoque basado en las personas. La apologética responsable se fundamenta tanto en el conocimiento del evangelio como en el de su público. Las personas tienen diversas razones para no ser cristianas; ofrecen puntos de contacto distintos para el evangelio. Una apologética que sea insensible a la individualidad humana y a la diversidad de situaciones en las que se encuentran las personas llegará a un callejón sin salida… y además rápidamente.

La apologética es un recurso; del apologista depende establecer los vínculos con las vidas de personas reales en el mundo moderno. Sin estos vínculos, las teorías no son más que teorías, ideas abstractas que penden en el éter y que no tienen contacto con las realidades de la vida. Pero la historia de la apologética cristiana demuestra que esos vínculos se pueden establecer, de la misma manera que la historia de la Iglesia demuestra que deben establecerse. A la postre, la apologética no consiste en vencer en las discusiones, sino en ganar a personas.

El apologista eficiente es aquel que escucha antes de hablar, y que hace todos los esfuerzos posibles por conectar los recursos de la tradición apologética cristiana con las necesidades de esa persona y con su capacidad de manejar bien la argumentación y las imágenes utilizadas. El arte de la apologética eficaz requiere un arduo trabajo, en el sentido de que exige al mismo tiempo el dominio de la tradición cristiana, la habilidad para escuchar con empatía y la disposición a tomarse la molestia de expresar las ideas en el nivel y bajo la forma que beneficie a quien le escucha. Quizá sea un arduo trabajo, pero los resultados justifican esta inversión de rigor intelectual y de inquietud pastoral.

La creatividad es esencial para que la apologética no quede relegada a las polvorientas páginas de los libros de texto, indicados para los exámenes de filosofía o de religión y para poca cosa más. La apologética es una disciplina práctica, alimentada por manantiales académicos pero orientada hacia el mundo real de la acción. Con demasiada frecuencia, la apologética se ha visto reducida a la circulación de ideas dentro de un seminario, mientras que debería estar preparando el terreno para transformar los corazones y las mentes de las personas que habitan en nuestras ciudades.

Este libro tuvo su origen en una serie de conferencias pro- nunciadas en la Universidad de Oxford, y se desarrolló durante giras de conferencias en los Estados Unidos y en Australia. Doy las gracias a todos aquellos estudiantes que formaron parte del público y me hicieron comentarios muy valiosos sobre las confe- rencias. Hubo una serie de personas, entre las que debo destacar al profesor Gordon R. Lewis (Denver Seminary) como mención especial, que leyeron este libro manuscrito y que hicieron suge- rencias valiosísimas sobre cómo mejorarlo. Espero que este libro contribuya a equipar y a animar al pueblo de Dios en los años venideros. Tienen por delante una gran labor y necesitan todos los recursos a los que puedan acceder.

Entonces, ¿cómo cumplir esa misión? ¿Cómo lograr que la ciencia y el arte de la apologética estén conectados? Empecemos echando unos sólidos cimientos teológicos sobre los que poder edificar…

 

Primera Parte – Abrir Camino para la Fe

 

 

CAPÍTULO 1

El punto de contacto: Los fundamentos teológicos de la apologética eficaz

 

 

El título de este libro sugiere una imagen, que a su vez proporciona la clave para su método subyacente. “Construir puentes” supone la existencia de un vacío, un abismo situado entre los farallones de un cañón. A menos que el puente salve la distancia entre ambos, las dos paredes del cañón estarán aisladas para siempre. La apologética cristiana eficaz tiene como objetivo localizar los puntos en los que existe separación entre el evangelio y los individuos y comunidades de este mundo, e identificar los mejores lugares en los que construir un puente para que se pueda establecer contacto entre ambas partes. La naturaleza y la localización de esos abismos varían entre una cultura y un individuo y otro, como también difieren las ubicaciones y los tipos de puentes que hay que construir. Además, el apologista cristiano descubrirá alborozado que Dios ya ha echado los cimientos para esos puentes, tanto en el mundo como en el corazón humano; nosotros tenemos la responsabilidad de edificar sobre esos fundamentos, estableciendo los vínculos necesarios. El “punto de contacto” es uno de esos cimientos; este capítulo se centra en la exploración de los fundamentos teológicos de este concepto esencial de la apologética.

1. La apologética se basa en las doctrinas de la creación y de la redención

El primer concepto principal con el que se encuentra el lector de la Escritura es que Dios creó el mundo. Por lo tanto, ¿es de extrañar que esa creación dé testimonio de él? ¿O que la cumbre de su creación, los seres humanos, lleven consigo la huella reconocible de la naturaleza divina?1 ¿Y es ilógico que esa huella tenga un valor considerable como punto de partida de la apologética? Pablo creía apasionadamente en la verdad teológica y en la relevancia apologética de este concepto (Ro. 1–2).

No debería ser motivo de sorpresa que podamos discernir “in- dicaciones de trascendencia” (Peter Berger) en la vida humana. Si ya existe algún punto de contacto, la apologética no tendrá la necesidad de establecer los fundamentos del conocimiento cris- tiano de Dios; puede utilizar un punto de partida dado por él que se halla en la misma naturaleza del propio orden creado. El testimonio de Dios dentro de su Creación puede funcionar como un activador que estimule a las personas a formular preguntas sobre el sentido de la vida o la realidad de Dios. Estos puntos de contacto están ahí porque deben estar y Dios espera que los aprovechemos.

Por medio de la gracia de Dios, la Creación es capaz de señalar hacia su creador. Debido a la generosidad de Dios, se nos ha concedido un recuerdo latente de él, capaz de estimularnos para recordarle en toda su plenitud. Aunque existe una fractura entre lo ideal y lo empírico, entre los ámbitos de la creación caída y la redimida, el recuerdo de esa conexión sigue presente junto con la intimación de su restauración por medio de la redención. Su eco queda plasmado claramente en textos como el poema de Gerard Manley Hopkins titulado Primavera, que contiene poderosos indicadores del recuerdo del paraíso perdido:

¿Qué es esta abundancia y este gozo?

Un rastro de la dulce existencia del mundo en el principio, en el huerto del Edén.

Pero, ¿cómo podemos utilizar este concepto? ¿Qué ejemplos podemos adelantar de esos puntos de contacto, y cuál es su valor potencial para la apologética? Este capítulo pretende demostrar la importancia que tiene para el apologista cristiano la idea de los “puntos de contacto”.

Antes de seguir adelante, debemos señalar un grave malen- tendido sobre cuál es la naturaleza y la función de estos puntos de contacto. Por sí mismos, los puntos no son adecuados para introducir a las personas en el reino de Dios; son puntos de partida para alcanzar esa meta. Tampoco bastan por sí solos para conducir al mundo a la fe específicamente cristiana. Sí que pueden señalar hacia la existencia de un ser supremo creativo y benevolente, pero aún es necesario establecer la relación entre ese ser y “el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (1 P. 1:3). Esta es una idea que expone con una claridad particular el conocido físico teórico John Polkinghorne. Después de dedicar varios capítulos a repasar algunos de los puntos de contacto para el evangelio, comenta:

Los tipos de consideraciones esbozadas en los capítulos precedentes me inclinarían, pienso yo, a adoptar una visión teísta del mundo. Por sí solos, me llevarían únicamente hasta ese punto. El motivo por el que me incluyo en la comunidad cristiana radica en determinados sucesos que tuvieron lugar en Palestina hace casi dos mil años.2

Los puntos de contacto contribuyen a fomentar la receptividad al teísmo, incluyendo el cristianismo, pero no pueden convertirse en un fin en sí mismos. El apologista debe demostrar que el evangelio cristiano es coherente con estos puntos de contacto; es capaz de explicarlos y más que eso: puede cumplir todo lo que prometen, convirtiendo los atisbos en realidades.

Un punto de contacto es un apoyadero que nos da Dios para revelarse a sí mismo. Es un catalizador de la revelación que hace Dios de su persona, no un sustituto. Viene a ser como la avanzadilla de un ejército, que prepara el terreno para la hueste principal que viene detrás. Es como la ruta principal del paso de un rayo, durante cuya formación se establece una vía conductiva entre la tierra y el cielo, de modo que la energía masiva del rayo pueda descargarse plenamente sobre la tierra que la recibe. Dios se manifiesta en el acto de la revelación; sin embargo, existe un sentido en el que él ha preparado el terreno para ese desvelamiento; no para sustituirlo, no para volverlo innecesario, sino simplemente para hacer que sea más eficaz cuando finalmente se produzca.

Pero, ¿cómo encaja en todo esto el pecado humano? La doctrina cristiana de la redención afirma que la naturaleza humana, según la vemos y la conocemos ahora, no es la naturaleza humana tal como Dios quiso que fuera. Esto nos obliga a trazar una divisoria radical entre la naturaleza humana prístina y la caída, entre lo ideal y lo real, el prototipo y lo existente. La imagen de Dios en nosotros está distorsionada, pero no destruida. Seguimos siendo las criaturas de Dios, a pesar de que somos, a pesar de todo, las criaturas caídas de Dios. Hemos sido creados para la presencia de Dios; sin embargo, debido a nuestro pecado, esa presencia no es más que un sueño. Lo que debió llenarse del conocimiento, la gloria y la presencia de Dios se encuentra vacío e incumplido, como un fuerte en ruinas.

Aquí radica la esencia de la dialéctica entre las doctrinas de la creación y de la redención, sobre las que se apoya la apologética cristiana eficaz: existe una relación fracturada con Dios y una receptividad insatisfecha hacia el Dios que llevamos dentro. La Creación establece un potencial que el pecado frustra, pero la herida y el dolor de esa frustración perduran en nuestra experiencia. Es precisamente esta sensación de estar incompletos la que, por sí misma, subyace en la idea de un punto de contacto.

La consciencia de esta sensación de vaciedad resuena por toda la cultura secular. Pensamos, por ejemplo, en Boris Becker, el famoso tenista, que estuvo a punto de quitarse la vida agobiado por esta sensación de desesperanza y de vaciedad. A pesar de sus éxitos resonantes, le faltaba algo.

Antes ya había obtenido dos títulos en Wimbledon, uno de ellos como el tenista más joven en conseguirlo. Era rico. Tenía todos los bienes materiales que necesitaba: dinero, coches, mujeres, todo… Sé que esto es un cliché; es la vieja historia de las estrellas de cine y del pop que se suicidan. Lo tienen todo, pero a pesar de ello son muy infelices… Yo carecía de paz interior. Era una marioneta sujeta a unos hilos.

También recordamos a Jack Higgins, un exitoso escritor de novelas de intriga que estaba en lo más alto de su carrera, habiendo escrito novelas tan superventas como Ha llegado el águila. Se dice que, en cierta ocasión, le preguntaron qué sabía en aquel momento que le hubiera gustado saber cuando era niño. Según cuentan, respondió: “Que cuando llegas a lo más alto, allí no hay nada”. Becker y Higgins son testigos excelentes de este punto de contacto, personas que proceden de la cultura secular. La mayoría de los individuos son conscientes de que en sus vidas falta algo, aunque sean incapaces de definir qué es. Quizá no logren hacer algo al respecto. Pero el evangelio cristiano puede interpretar esta sensación de anhelo, este sentimiento de estar incompletos, como una consciencia de la ausencia de Dios, preparando así el camino para su cumplimiento. Una vez nos damos cuenta de que estamos incompletos, de que nos falta algo, empezamos a preguntarnos si ese vacío espiritual se puede llenar.

Precisamente esta es la idea que subyace en las famosas palabras de Agustín: “Nos has creado para ti, y nuestros corazones no hallan reposo hasta que lo encuentran en ti”.3 Las doctrinas de la creación y de la redención se combinan para interpretar esta sensación de insatisfacción y de falta de plenitud como la pérdida de la comunión con Dios, que puede restaurarse. Proyectan una imagen de una naturaleza humana rota, que aún posee la capacidad de ser consciente de su pérdida y de tener la esperanza de que la restauren. Agustín captó perfectamente la idea cuando habló del “recuerdo amoroso”4 de Dios. Es un recuerdo de Dios en el sentido de que se encuentra construido sobre las doctrinas de la creación y de la redención, que afirman que, debido al pecado, hemos perdido algo parcialmente, y que por medio de la gracia de Dios este nos hace conscientes de esa pérdida. Es un recuerdo amoroso en el sentido de que se experimenta como la sensación de la nostalgia de Dios, de un anhelo espiritual. Existe la sed de tener algo más de aquello que ya tenemos solo en parte.

Es decir, que el punto de contacto es la consciencia o la percepción de la presencia pasada de Dios y del empobrecimiento actual de esa presencia, suficiente para incitarnos a recordarla en su totalidad por medio de la gracia de Dios. Es un detonante, un estímulo, un presagio de lo que aún tiene que venir, y una revelación de la inadecuación y de la pobreza de lo que tenemos actualmente. Usando el vocabulario de Agustín, el punto de contacto es un recuerdo latente de Dios, reforzado por un encuentro con su Creación, que tiene el potencial necesario para señalar hacia la fuente mediante la cual podemos satisfacer esta sensación de anhelo agridulce.

Este es un punto crucial para la apologética cristiana. Resulta complicado que una persona que vive fuera de la fe cristiana conciba a Dios, dado que el concepto de “Dios” le parece abstracto e indefinido. Pero Dios decide darse a conocer, aunque solo hasta cierto punto, por medio del mundo creado. La creación es como un indicador que no señala a sí mismo sino a su creador, pero que nos llama la atención porque es algo que podemos ver y sentir. No ir más allá del indicador, adorándolo a él en vez de a quien apunta, supone caer en la religión naturalista; pero seguir la dirección en la que apunta la señal implica llegar al conocimiento verdadero del Dios vivo, que se trasluce en la creación y que recibe su sustancia plena y gloriosa en la Escritura y en Jesucristo.

Una de las mejores expresiones del atractivo que tiene la Creación se encuentra en las obras de Jonathan Edwards (1703-1758), probablemente el mayor teólogo que haya surgido hasta hoy en los Estados Unidos de América. Teniendo como fundamento teológico la doctrina trinitaria de la creación del mundo a manos del Padre por medio del Hijo, Edwards logra desarrollar una apologética natural notablemente poderosa:

El Hijo de Dios creó el mundo… para revelarse en una imagen de su propia excelencia… Transmite así una especie de sombra… de sus excelencias… de modo que nos deleitamos con la visión de prados floridos y suaves brisas… Podemos pensar que solo vemos la emanación de la dulce benevolencia de Jesucristo.5

La mente humana es como un jardín plantado por Dios, capaz de atrapar, aunque solo sea breve e imperfectamente, el deleite puro de la belleza del Señor.6

La apologética cristiana nunca puede superar los límites de las apreciaciones bíblicas sobre la revelación de Dios en su Creación, que han plasmado por escrito tan responsablemente escritores como Juan Calvino y Edwards; pero debe sentirse libre para seguir avanzando hacia esos límites plenos autorizados por la Escritura. Esto es algo que debe hacer con cautela, siendo consciente de los peligros que se encuentran en el camino de un enfoque acrítico sobre la Creación. Entre esos peligros debemos destacar, como especialmente importantes, los siguientes:

a. Existe un límite para lo que la razón humana puede dis-

cernir sobre Dios mediante el estudio de la naturaleza. El uso de esta consideración tiene un distinguido historial dentro de la tradición cristiana. El cuidadoso análisis de Agustín del tema de “la mente enturbiada” resulta especialmente importante en este sentido, porque demuestra que era consciente de las limitaciones potenciales de nuestro conocimiento natural de Dios debidas al pecado humano.7 Calvino y Lutero expresaron reservas de índole parecida. Ellos sostenían que existía el peligro de que, debido al pecado del ser humano, alguien dijera que lo que podemos descubrir de Dios gracias a la naturaleza es todo lo que se puede saber de él. De esta manera, la naturaleza podría convertirse fácilmente en un ídolo y la Creación recibiría la adoración que se le debe al Creador. La respuesta de Calvino a esta dificultad fue elaborar un sofisticado marco teológico según el cual pudiera afirmarse el valor de la Creación pero sin confundirla, en ningún sentido, con el Dios que la dotó de existencia.

El pecado viene acompañado de cierta propensión a la dis- torsión, de forma que la revelación divina en la Creación se transforma fácilmente en un ídolo que fabricamos nosotros mis- mos. Durante el curso de su penetrante crítica del racionalismo ingenuo de muchos escritores de finales del siglo XVIII, Samuel Taylor Coleridge subrayó de qué manera afecta el pecado a la voluntad humana:

En contradicción a sus postulados espléndidos pero enga- ñosos, profeso la profunda convicción de que el hombre fue y es una criatura caída, no por accidente de su cons- titución corporal o por ninguna otra causa que la sabiduría humana se suponga capaz de erradicar con el paso de los siglos, sino debido a una enfermedad de la voluntad.8

El egocentrismo del pecado humano, fundamentado en la vo-luntad humana caída, se manifiesta en el deseo fatal de esta de crear a Dios a su imagen y semejanza, en lugar de responder obedientemente a la revelación que hace Dios de sí mismo. Esta desobediencia no tiene excusa (Ro. 1:18–2:16). Sin embargo, este abuso flagrante de la revelación de Dios por medio de la naturaleza no desacredita un enfoque cauteloso y responsable sobre la naturaleza como un factor que apunta a más allá de sí mismo, a aquel que lo creó y que un día lo recreará en gloria, es decir, al propio Dios.

Por lo tanto, dentro de la Creación existe una brecha. La naturaleza humana caída se ve obligada a reflexionar sobre una Creación que también lo está. Así se introduce una distorsión doble y la inmediatez natural de Dios queda comprometida debido a la condición caída tanto del observador como de lo que este observa, del espectador y del espectáculo. Esto no quiere decir, de ninguna de las maneras, que no se pueda discernir nada en absoluto del conocimiento de Dios o que no se pueda percibir la presencia de este. Supone reconocer que este conocimiento es imperfecto, roto, confuso y entenebrecido. Como un espejo resquebrajado o una ventana empañada, nos ofrece una imagen distorsionada. Así, el “conocimiento natural de Dios” es un conocimiento distorsionado de Dios, en el sentido de que cual- quier cosa que revele menos que la imagen completa arroja poten- cialmente una imagen desvirtuada. Pero, como punto de partida, tiene un potencial y un valor auténticos, y la apologética cristiana responsable no hace una afirmación que supere a la siguiente:

que la revelación cristiana, en Cristo y por medio de la Escritura, puede tomar y transfigurar los atisbos de Dios que hallamos en la naturaleza.

b. La Creación, incluyendo a los seres humanos, es finita, mientras que Dios es infinito. ¿Cómo podría revelarse lo infinito a través de lo finito? Esta es una idea importante que merece una cuidadosa reflexión. ¿Cómo puede Dios, que es mucho mayor que la naturaleza, revelarse en ella o por medio de ella? A muchos escritores cristianos de los primeros siglos les gustaba comparar el entendimiento de Dios con el acto de mirar directamente el sol de mediodía durante el verano. La mente humana no puede asimilar lo que es Dios, de la misma manera que el ojo humano no puede soportar la intensa luminosidad y el calor del sol. Entonces, ¿cómo puede una criatura finita y débil comprender al Creador?

La respuesta más exhaustiva a esta pregunta está relacionada con el principio de la analogía, una idea profundamente arraigada en la Escritura, y que recibió un sofisticado desarrollo teológico en las obras de individuos como Tomás de Aquino y Juan Calvino. La idea básica, que a menudo se denomina “el principio de la analogía”, se puede describir de la siguiente manera. Al crear el mundo, Dios deja su impronta en él. De la misma manera que un artista firma un cuadro para llamar la atención sobre el hecho de que se trata de su creación, Dios ha dejado la huella de su naturaleza en el orden creado. Este hecho no es un accidente histórico, sino la autorrevelación de Dios en su mundo. Además, del mismo modo que podemos soportar el brillo del sol si lo contemplamos a través de un cristal oscuro, Dios desea darse a conocer por medio de su Creación de una forma que podamos asimilar. Calvino expresa así esta idea:

La forma idónea de buscar a Dios no es intentando (movidos por una arrogante curiosidad) penetrar en la investigación de su esencia (que debemos adorar, no querer desentrañar meticulosamente), sino contemplándole en sus obras, mediante las cuales se nos hace cercano y familiar, y en cierto sentido se nos manifiesta.9

Esto no significa que la naturaleza sea Dios. No quiere decir que el Creador y la Creación sean una sola cosa. En este caso, no hablamos de la totalidad de Dios; hablamos de señales, pistas, rumores y postes indicadores, es decir, el tipo de cosas que señalan a Dios, pero no son Dios por sí mismas.

c. Mal entendida, la teología natural se podría considerar como un intento de encontrar a Dios por parte de los seres humanos. Esto implica que la iniciativa parte de la humanidad caída en lugar de hacerlo del Dios que se revela y que nos redime. Esta es una inquietud que discurre por las obras del destacado teólogo suizo Karl Barth y debemos tomárnosla con la máxima seriedad posible. En una famosa conferencia temprana sobre “La justicia de Dios”, Barth critica ácidamente a aquellos que levantan torres de Babel teológicas en un intento de hacerse un nombre; sus iniciativas están condenadas al fracaso, porque la iniciativa no se encuentra en ellos. En su Carta a los Romanos, este escritor mezcla desordenadamente una imagen tras otra (“crisis”, “distinción cua- litativa infinita”, “fisura glacial”) para subrayar el hecho de que existe un abismo entre nosotros y Dios, que nunca, en ningún momento, podemos salvar desde nuestro lado; este es un tema que también surge en las últimas obras de Cornelius van Til, sobre las que volveremos más adelante (ver pp. 58-66). Este es el mismo tema que expone bajo una nueva luz en su obra Un esbozo de dogmática, donde encuentra una expresión explosivamente airada en su escueta respuesta a la modesta propuesta que hace Emil Brunner de una teología natural: “¡Nein!”. El mismo tema estridente aparece incluso en sus obras más irénicas:

A él [Dios] no se le puede conocer mediante las capacidades del entendimiento humano, sino que es aprehensible y aprehendido solamente gracias a sus propias libertad, decisión y acción. Lo que puede conocer el ser humano conforme a la medida de sus propias capacidades, su entendimiento, sus sentimientos, será como mucho algo parecido a un ser supremo, una naturaleza absoluta, la idea de un poder completamente libre o de un ser que trasciende todas las cosas. Este ser absoluto y supremo, el último y más profundo, este “ser en sí mismo”, no tiene nada que ver con Dios.10

¿“Nada”? Está claro que esto es una exageración retórica. El principio del punto de contacto nos permite sugerir que estos conceptos son indicios de algo mejor y visiones parciales de alguien que todavía tiene que penetrar en nuestro entendimiento.

Es posible que se haya exagerado la idea de Barth; sin embargo, la experiencia sugiere tristemente que en ocasiones la hipérbole es necesaria para que alguien nos escuche. Imaginar que podemos descubrir todo lo que hay que decir sobre Dios solo con mirar a la naturaleza o a nosotros mismos es muy poco realista. La idea obsoleta de “la búsqueda de Dios por parte del hombre” va mal encaminada: el cristianismo habla de cómo nos busca Dios, de cómo el Hijo de Dios se fue al país lejano para devolver a los pecadores al hogar.11

“El verdadero conocimiento de Dios” (Calvino) únicamente puede nacer de la revelación; sin embargo, Dios, por su misericordia, ha ofrecido en este mundo anticipos e indicios de ese conocimiento salvador. El conocimiento natural de Dios cumple bien su propósito cuando revela tanto la necesidad como la posibilidad de tener un conocimiento más completo de Dios que el que nos manifiesta el orden natural. Si Dios permitiese que se considerara ese conocimiento total, se traicionaría a sí mismo.

2. La apologética se basa en la capacidad que tiene Dios para revelarse por medio del lenguaje humano

Dios puede comunicarse con las personas por medio del lenguaje humano. Esta creencia es fundamental (hasta el punto de ser axiomática) para la apologética cristiana. A pesar de que las palabras humanas son incapaces de hacer justicia a la maravilla y a la majestad de Dios, aun así, pueden apuntar hacia él. La falta de adecuación no conlleva falta de fiabilidad. Aunque las palabras humanas sean fragmentarias y estén rotas, con todo, poseen la capacidad de funcionar como el medio por el cual Dios puede revelarse, y producir un encuentro transformador entre el Cristo resucitado y el creyente.

El propio concepto bíblico de “la palabra de Dios” da testi- monio del carácter creativo y transformador de los vocablos. Haciendo un comentario sobre la importancia que tiene el lenguaje para la autorrevelación de Dios dentro de la tradición bíblica, un destacado estudioso del Antiguo Testamento escribió que “la palabra”

… es una realidad distintiva cargada de poder. Tiene poder porque emerge de una fuente de poder que, al liberarla, debe en cierto sentido liberarse a sí misma… Nadie puede hablar sin revelarse a sí mismo, y la realidad que postula se identifica con él. De este modo, la palabra… confiere inteligibilidad al objeto y revela el carácter de la persona que pronuncia la palabra.12

La palabra de Dios es algo poderoso y dinámico, y tiene la capacidad de transmitir la realidad de aquel que la pronunció para quienes la reciben. No estamos hablando de un mero “sonido articulado o una serie de sonidos que, por medio de la asociación convencional con algún significado fijo, simboliza y transmite una idea” (Webster’s Dictionary); aquí tenemos la realidad viva de Dios, que se hace accesible en, por medio de y bajo lo que llamamos con tanto desenfado “palabras”.

Uno de los exponentes más importantes de la capacidad que tiene Dios para encajar su majestad y su gloria en el pobre molde del lenguaje humano es Juan Calvino. Bajo la superficie de las afirmaciones de Calvino sobre la capacidad que tienen las palabras humanas para transmitir la realidad de Dios hallamos una teoría notablemente sofisticada de la naturaleza y la función del lenguaje humano. El auge del movimiento humanista en el siglo XVI (y podemos añadir que el humanismo del siglo XVI no manifestaba las señales del secularismo tan característico del movimiento actual que lleva el mismo nombre) vino acompañado de un interés renovado por el modo en que las palabras y los textos pueden mediar y transformar la experiencia humana; Calvino pudo basarse en estas ideas para formular su paradigma sobre el concepto de la “palabra de Dios” y su plasmación en el texto de la Escritura. Calvino no hace valer su gran conocimiento, llegando incluso al punto de que se podría pasar del todo por alto. A pesar de esto, en sus obras hallamos ecos de la ciencia de la retórica; los vemos en un sentido exploratorio en el comentario de Séneca (1532), con cierta profundidad en la sutil sofisticación del comentario Romanos (1540) y, quizá más plenamente, en las ediciones tardías de la Institución de la religión cristiana.13

Calvino argumenta que en la Escritura Dios se revela verbal- mente bajo la forma de las palabras. Pero, ¿cómo es posible que las palabras hagan justicia a la majestad de Dios? ¿Cómo pueden salvar las palabras el inmenso abismo que media entre Dios y la humanidad pecadora? El análisis que hace Calvino de esta pregunta suele considerarse, en general, una de sus mayores con- tribuciones al pensamiento cristiano. La idea que desarrolla suele definirse como “el principio de la acomodación”.14 En este caso, el término “acomodación” debe entenderse como “aquello que se ajusta o se adapta a las necesidades de las circunstancias”.

Calvino sostiene que, en la revelación, Dios se ajusta a la ca- pacidad de la mente y del corazón humanos. Dios esboza un retrato de sí mismo que nosotros podemos asimilar. La analogía subyacente en la idea de Calvino en este punto es la de un orador humano. Un buen orador conoce las limitaciones de su público y adapta en consecuencia su manera de hablar. Para que se pro- duzca la comunicación, hay que salvar el vacío entre el orador y el oyente. Las limitaciones de su público determinan el lenguaje y las imágenes que utiliza. Las parábolas de Jesús ilustran a la per- fección este caso: usan un lenguaje y unas ilustraciones (como las analogías basadas en las ovejas y los pastores) perfectamente adaptadas a su público de la Palestina rural. Pablo también emplea ideas adaptadas a la situación de sus oyentes, sacadas del mundo comercial y legal de las ciudades en las que vivía la mayoría de sus lectores.15

Durante el período clásico, los oradores disfrutaban de un alto nivel cultural y eran muy hábiles para comunicarse, mientras que (en términos generales) su público carecía de estudios y de la más mínima capacidad real de manejar correctamente las palabras. Como resultado de ello, si el orador quería comunicarse con ellos debía bajar hasta su nivel. Tenía que salvar el abismo entre su persona y el público, comprendiendo las dificultades que tenían los oyentes para entender su lenguaje, sus imágenes y sus ideas. De igual modo, dice Calvino, Dios tuvo que descender a nuestro nivel para poder revelarse a nosotros. Dios se reduce para satisfacer nuestras necesidades. De la misma manera que una madre o una enfermera humanas simplifican su lenguaje para llegar hasta un niño, usando una forma de hablar distinta a la que es adecuada para dirigirse a un adulto, Dios simplifica su idioma para llegar hasta nuestro nivel.16

Vemos un ejemplo de esta acomodación en los retratos escriturales de Dios. Calvino señala que a menudo a Dios se le representa como si tuviera boca, ojos, manos y pies.17 Esto parece sugerir que Dios es un ser humano. Podría denotar que, de alguna manera, el Dios eterno y espiritual ha quedado reducido a un ser humano físico. (La cuestión que estamos tratando suele denominarse “antropomorfismo”; en otras palabras, ser retratado con forma humana). Calvino aduce que Dios se ve obligado a revelarse de esta forma pictórica debido a las limitaciones de nuestro intelecto. Las imágenes de Dios que le representan como alguien que tiene boca o manos son el “lenguaje para niños” que utiliza Dios para bajar hasta nuestro nivel y utilizar imágenes que podamos asimilar. Sin duda, hay maneras más sofisticadas de hablar de Dios que son idóneas, pero quizá no seríamos capaces de comprenderlas. A quienes objetan que este es un proceder burdo, Calvino responde que esta es la manera que tiene Dios de asegurarse de que no se erijan barreras intelectuales que frenen el evangelio; todos (incluso los más sencillos e incultos) pueden entenderlo y llegar a depositar su fe en Dios.18 Para Calvino, la voluntad y la capacidad de Dios para condescender, para reducir su escala, para adaptarse a nuestras capacidades, es demostrativa de la amorosa misericordia divina hacia nosotros y de su cuidado de nuestras vidas.19

Ya desde buen principio tenemos que enfatizar que Calvino no cree que pueda reducirse a palabras a Dios o la experiencia cristiana. El cristianismo no es una religión oral, sino experiencial;20 se centra en el encuentro transformador del creyente con el Cristo resucitado. Sin embargo, desde el punto de vista de la teología cristiana, esa experiencia antecede a las palabras que la generan, la evocan y la informan. El cristianismo es cristocéntrico, no bibliocéntrico. Si parece que se centra en un libro, se debe a que el creyente se encuentra con Jesucristo y se nutre de él por medio de las palabras de la Escritura. La Escritura es un medio, no un fin; un canal, no aquello que se canaliza. La preocupación de Calvino por el lenguaje humano, y en un sentido supremo por el texto de la Escritura, refleja su convicción fundamental de que, por medio de la lectura y de la meditación de ese texto, es posible encontrarse con el Cristo resucitado y tener una experiencia de él. Esa fijación en el medio refleja la importancia crucial que Calvino otorga al fin. Sugerir que Calvino (o, de hecho, cualquiera que tenga en alta consideración la autorrevelación de Dios en y por medio de la Escritura) es un “bibliólatra”, alguien que adora un libro, supone revelar la incapacidad culpable de entender las in- quietudes y los métodos de Calvino. Precisamente, el hecho de que Calvino otorgue una importancia suprema a la adoración correcta de Dios tal como este se ha revelado en Jesucristo le lleva a considerar tan importante reverenciar e interpretar correctamente el único medio por el cual podemos entrar en contacto pleno y definitivo con ese Dios: la Escritura.

Por lo tanto, la apologética no depende de encontrar la forma idónea de las palabras, como si ese fuera un fin en sí mismo; se fundamenta en la capacidad que tiene Dios de darse a conocer y hacerse accesible por medio de las palabras. Este es uno de los muchos méritos que tienen las obras de C. S. Lewis: que se toman en serio la manera en que las palabras pueden generar experiencia. En su autobiografía Sorprendido por la alegría, comenta el efecto que tuvieron sobre su imaginación unas pocas líneas de poesía. Estas procedían de La saga del rey Olaf, de Longfellow:

Escuché una voz que clamaba: Balder el hermoso está muerto, está muerto…

Estas palabras tuvieron un impacto profundo sobre el joven Lewis:

 

Yo no sabía nada de Balder, pero de inmediato me vi transportado a las amplias regiones del cielo del norte y deseé con una intensidad casi perturbadora algo que es imposible describir (excepto diciendo que es frío, espacioso, severo, pálido y remoto), y entonces… me encontré, justo en ese mismo momento, alejándome de ese deseo y deseando volver a recuperarlo.21

Lewis descubrió que las palabras disponen de la capacidad de evocar una experiencia que aún no hemos tenido, además de describir una experiencia con la que estamos familiarizados. En su ensayo El lenguaje de la religión, Lewis expresó así esa idea:

Esta es la más notable de todas las capacidades del lenguaje poético: hacernos llegar la naturaleza de experiencias que no hemos tenido, o que quizá nunca podremos tener; usar factores dentro de nuestra experiencia de modo que se conviertan en indicadores de algo que está fuera de ella, de la misma manera que, en un mapa, dos o más carreteras nos enseñan dónde se encuentra un pueblo que no figura en él. Muchos de nosotros nunca hemos tenido una experiencia como la que describe Wordsworth hacia el final del Preludio XIII, pero cuando habla de “la monotonía soñadora”, creo que captamos un atisbo de ella.22

La apologética comparte esta característica del lenguaje poético (no de la propia poesía, como enfatiza Lewis, sino del lenguaje usado en la poesía), tal como la identifica Lewis: intenta transmitirnos la esencia de la experiencia cristiana de Dios. Intenta señalar más allá de sí misma, trascenderse a sí misma, tironeando de su correa en su esfuerzo por avanzar, indicarnos la situación de un pueblo fuera de los márgenes de su mapa, un pueblo que sabe que está ahí, pero al que no puede conducirnos.

 

La apologética puede usar las palabras de tal manera que ofrece algunos indicadores para quienes aún tienen que descubrir cómo se siente uno cuando experimenta a Dios. Utiliza un conjunto de palabras clave para intentar explicar cómo es conocerle, por analogía con palabras asociadas con la experiencia humana. Es como “perdón”: en otras palabras, si puedes imaginar cómo se siente una persona al ser perdonada por un delito realmente grave, podrás empezar a entender la experiencia cristiana del perdón. Es como “reconciliación”: si logras imaginar el gozo que produce reconciliarte con alguien que te importa mucho, podrás hacerte una idea de cómo es la experiencia cristiana de “regresar a Dios”. Es como volver a casa después de haber estado solo lejos de ella durante mucho tiempo y quizá después de haber perdido la esperanza de regresar.

Pero, ¿cómo puede la apologética usar las palabras de esta manera? ¿Todo este asunto no es un tanto arbitrario? ¿Cómo podemos tomar la experiencia humana de la reconciliación y atrevernos a decir que, de alguna manera, se hace eco de la re- conciliación con Dios?

En este punto es donde la doctrina cristiana de la Creación sirve de apoyo a nuestras afirmaciones teológicas. La analogía se ofrece, no se inventa. Por así decirlo, está entretejida en el orden de las cosas. Hablar de “redención”, “perdón”, “reconciliación” o “liberación” es hablar indudablemente de situaciones propias de este mundo humano; pero también es, por medio de la gracia de Dios, hablar de la entrada de la Deidad en su mundo y de su capacidad para darse a conocer por medio de nuestras palabras. Aquel que era rico más allá de todo esplendor concebible se hizo pobre por amor a nosotros, y esas mismas disposición y capacidad para empobrecerse se demuestran en el amor que permite que las palabras humanas sean indicadores que señalan hacia él. La tosquedad de las palabras humanas puede verse transfigurada por la gracia, un concepto que plasmó estupendamente la expresión de George Herbert “el cielo en lo ordinario”.23

Así pues, el apologista no descansa en la verbosidad humana que inventa palabras nuevas para hablar de Dios, sino en la gracia de Dios que usa las palabras de siempre con sentidos nuevos. La falta de lustre de nuestras palabras queda transfigurada por la gracia, y su pobreza se convierte en poder mediante la presencia y el propósito del Espíritu Santo. La palabra y el Espíritu se combinan en la última fase de esta divina persuasión divina, mediante la cual el Espíritu Santo aplica estas palabras a nuestras mentes y a nuestras vidas, haciendo que la fe nazca del entendimiento. Esta, según las famosas palabras del Westminster Shorter Cathecism, “es la obra del Espíritu de Dios por la cual, convenciéndonos de nuestro pecado y nuestra miseria, iluminando nuestras mentes en el conocimiento de Cristo y renovando nuestra voluntad, nos persuade y capacita para aceptar a Jesucristo tal como se nos ofrece gratuitamente en el evangelio”.24

Esta apelación al Catecismo de Westminster nos lleva, de forma natural, a plantearnos el papel del punto de contacto dentro de la apologética cristiana clásica. Si el fons et origo definitivo de semejante enfoque radica en la propia revelación escritural, su presentación clásica puede hallarse en las obras de Juan Calvino, a las que ahora dedicaremos nuestra atención.

 

3. El punto de contacto en el pensamiento evangélico clásico: Juan Calvino

Calvino es, ante todo, un teólogo bíblico. En su prefacio a la edición de 1559 de su obra teológica clásica, la Institución de la religión cristiana,25 señalaba que la concebía como un volumen de doctrina cristiana que ayudaría a sus lectores cuando intentasen comprender la Escritura en su totalidad: