Convalecencias - Daniel Ménager - E-Book

Convalecencias E-Book

Daniel Ménager

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Beschreibung

«Un ensayo original y cautivador que recorre con vivacidad las múltiples expediciones literarias a ese país secreto que es la convalecencia. Al desapego de la medicina, el autor opone la audacia de los escritores a la hora de examinar las sensaciones inéditas, los estados singulares, las variaciones del cuerpo durante el obligado reposo».  Le Monde Los médicos se sienten a menudo impotentes ante ese periodo confuso y vacilante que llamamos convalecencia: ya no es enfermedad, pero tampoco la salud se ha recobrado plenamente. Un descanso forzado que preocupa e impacienta a moralistas y burgueses, pues hace olvidar pronto los beneficios de la vida activa; pero un verdadero oasis, por el contrario, para cualquier escritor: para Jane Austen y Madame de Staël, para Goethe, Tolstói, Zola y Henry James, para Rilke, Proust, Döblin, Céline, Thomas Mann y tantos otros. ¿Elegir la paz que brinda la habitación —ese remanso para el pensamiento, para la creación, para el amor incluso— o el fragoroso esfuerzo que demanda el mundo? En el pasado, el reposo se contemplaba solo como consecuencia inevitable del ardor guerrero o como tregua destinada al riguroso examen vital, a la conversión profunda y ejemplar. Sin embargo, en este siglo que ahora habitamos, en el que como sociedad seguimos y estamos gravemente dañados, parece que nos hayamos vuelto más atentos y sensibles a esa pausa tan intensa como limitada. Porque demasiado bien sabemos que los placeres frágiles de la convalecencia apenas resisten los embates de los acerados tiempos modernos.

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Edición en formato digital: abril de 2022

Título original: Convalescences. La littérature au repos

En cubierta: ilustración de © Falkensteinfoto/Alamy Stock Photo

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© 2019, Société d'édition Les Belles Lettres

© De la traducción, Susana Prieto Mori

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19207-63-03

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

Capítulo I Ese extraño «entredós»

Capítulo II Sensaciones

Capítulo III Experiencias amorosas

Capítulo IV Tiempo de reflexión

Capítulo V De Nietzsche a Gide

Capítulo VI «La enfermedad humana»

Conclusión

Bibliografía

Introducción

«Si consideramos lo común que es la enfermedad, lo tremendo que es el cambio espiritual que conlleva, qué asombrosos los países desconocidos que entonces, cuando declinan las luces de la salud, se descubren, los páramos y desiertos del alma que un leve ataque de gripe desvela, los precipicios y praderas salpicadas de flores brillantes que nos revela una pequeña subida de la temperatura [...], resulta de verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado su lugar, con el amor, las batallas y los celos, entre los principales temas de la literatura». Así se expresa Virginia Woolf en un artículo publicado en 19281. La gran novelista añade, no sin humor, que «una habría pensado que se dedicarían novelas a la gripe; epopeyas a las tifoideas; odas a la neumonía; canciones al dolor de muelas». La boutade es solo aparente. Virginia Woolf se queja, con razón, del olvido de nuestro cuerpo en la vida cotidiana. «La gente siempre escribe sobre las obras del pensamiento; las ideas que se le ocurren; sus nobles planes; cómo ha civilizado el pensamiento el universo [...], ignorando al cuerpo en la atalaya del filósofo»2. Proust, citado en este texto, ya se había dado cuenta. Pero lo más importante, en la reflexión de V. Woolf, viene después. La enfermedad, explica, cambia nuestra mirada. Desde nuestra cama, desde nuestro diván, miramos. «Normalmente es imposible mirar al cielo mucho tiempo. A los transeúntes les molestaría y desconcertaría alguien que mire al cielo en público»3. «Ahora recostados, mirando hacia arriba, descubrimos que el cielo es algo tan distinto de eso que en realidad resulta un poco aterrador. ¡Así que esto ha pasado siempre sin que lo supiéramos! —esta incesante creación y destrucción de formas»4. Lo que también quiere decir que el cielo prescinde soberbiamente de nosotros. Las nubes se las arreglan, como bien dice Ramuz en una de sus novelas, sin pedirnos opinión. Ya no somos el centro del mundo.

Desplacemos un poco el cursor, como se dice ahora, y preguntémonos si no ocurrirá lo mismo en la convalecencia. No se puede asegurar. Ya no estamos acostados, lo que orienta nuestra mirada hacia delante, siempre que aguanten las piernas. Nos sorprendemos entonces de volver a ver el cuarto, la calle y, para los privilegiados, el jardín. Pero la enfermedad ha dejado rastros, no solo a causa de la fatiga sufrida, sino porque, como dice también V. Woolf, hemos descubierto, algo desconcertados, una pequeña parte de los páramos de nuestra alma. Menos atentos que de costumbre, menos sometidos al principio de realidad, estamos confusos. Amigos y familiares nos felicitan por nuestra buena cara, pero, sin reconocerlo, contemplamos con cierta nostalgia los días de fiebre.

Ha hecho falta mucho tiempo para que la medicina se interese por ese momento de nuestras vidas, generalmente abandonado al empirismo. La medicina griega lo ignora, y la de los romanos poco más. Los novelistas medievales saltan a pies juntos sobre ese periodo. No saben todavía que la vocación de la novela es describir los estados inciertos del yo. No se trata de cierto desprecio del cuerpo, injustamente atribuido a la Edad Media. Tienen la intuición de los «páramos del alma»5, pero no saben qué hacer con ellos. Recelan como de la peste de los «sueños de enfermos delirantes» (aegri somnia) de los que, según Horacio, el poeta debía alejarse6 y en los que los confesores solían ver las artimañas del diablo. ¡Que llegue pronto el tiempo de la salud recobrada, de la razón lúcida y la acción en el mundo!

No hizo falta esperar a la modernidad para que los poetas descubrieran lo fecundo de la enfermedad y la fiebre, pariente cercana de la inspiración, desconcertante aliada de la Musa y hasta de la elocuencia en sus mejores momentos, siempre que esté controlada. En cuanto a los novelistas, todo sucedió de otra manera. ¿A quién iban a convencer de que el relato de una neumonía tenía el menor interés? Había, por otra parte, una dificultad lógica: al ser el enfermo incapaz de escribir, solo a posteriori era el relato posible, en caso de que se desease. Aun en esas condiciones, presentaba muchas vicisitudes, porque tramos enteros de la enfermedad, en particular los días más febriles, escapaban al autor. Solo podía acceder a ellos, en el mejor de los casos, con ayuda de sus amigos y familiares, que le narraban hermosos delirios o bien desconcertantes fantasías. Vano ejercicio, sin duda es lo que pensaba san Agustín, que no dedicó más que un breve pasaje a una grave enfermedad de su juventud7. Se dirá que el escritor puede relatar a placer las enfermedades de sus personajes. Pero, durante mucho tiempo, eso no interesó a nadie.

¿Por qué, entonces, no hablar de la convalecencia mejor que de la enfermedad? El interés de tal desplazamiento es evidente. Aún débil, el sujeto ha recuperado la lucidez. Ve bajo una luz turbia los largos días que hubo de permanecer en cama, recuerda vagamente la inquietud de sus allegados, se reencuentra complacido con su vida cotidiana, pero renovada. ¡Cuántas sensaciones nuevas! Una convalecencia es, ante todo, eso: multitud de sensaciones inéditas que compensan ampliamente la obligación de tener que echarse la siesta, en una habitación acogedora o en el frío glacial de un sanatorio de los Alpes, de acostarse pronto y de no cometer exceso alguno. La vox populi recomienda esta prudencia, y con razón. Hasta tal punto que los primeros estudios médicos dedicados a la convalecencia insisten en la fragilidad del antiguo enfermo. Desde luego, esta etapa carece del mismo prestigio. Comparada con las fiebres delirantes, la convalecencia desmerece un poco. A cambio se consagra al triunfo de la sensación, lo que le da ventaja sobre la enfermedad y sobre la salud plena. Enfermos, sentimos poco, en realidad. Y cuando hemos recuperado la salud, la sensación se esconde más aún. Canguilhem lo explicó de forma definitiva: lo propio de la buena salud es sustraernos la sensación de nuestro cuerpo8. De ahí a favorecer, voluntariamente, los estados febriles y cuanto hay de doliente en nosotros hay solo un paso, que dieron los decadentes y algunos pintores. Uno de los más representativos a este respecto, y que ha sido redescubierto, es James Tissot (1836-1902). Varias de sus telas llevan por título La convaleciente. Una de las mejores muestra a una joven sentada al aire libre en un sillón de mimbre, en compañía de su carabina, una señora de edad respetable y aspecto poco atractivo. Manifiestamente fatigada, la joven lamenta quizá la marcha de un amigo que ha dejado su bastón y su sombrero sobre otra silla de mimbre9. ¿Quién descifrará sus sueños? Nunca son estos tan frecuentes como en los momentos en que el alma está tan débil como el cuerpo. No hizo falta esperar a las lánguidas muchachas del pintor franco-inglés para prestarles atención. Esta se la debemos en lo esencial a la época de Rousseau y de Madame de Staël.

Sin embargo, alcanza su plenitud con el desarrollo de un género: la novela de aprendizaje (Bildungsroman). Es necesario que el joven, o la joven con menor frecuencia, encuentre obstáculos, dificultades, oposiciones. Las rivalidades, las traiciones e incluso las bancarrotas, resultan útiles, pero es más interesante verlos superar ciertos obstáculos interiores. Entre ellos, ocupan un lugar preponderante la enfermedad y, más aún, la convalecencia. ¿Paradoja? En absoluto. Por medio de la enfermedad, el protagonista ha quedado aislado del mundo. Sus amigos le dicen que debe regresar para conquistarlo y suscitar la admiración de las mujeres. Al menos así sucede en la novela balzaciana. Pero nuestro protagonista ha escuchado también, durante su larga inacción, voces muy diferentes que le sugerían la posibilidad de vivir de otra manera y los muchos atractivos del reposo. Esa tentación no data de la novela moderna: está en el corazón de la novela medieval, en particular, en la de Chrétien de Troyes, con la figura del «recreante», que es el que reposa, el que disfruta de un recreo porque ya no soporta el peso de la guerra y los torneos. ¿Cómo vencer esa pérfida tentación? No figura en ningún catálogo de pecados. Lo que la convalecencia pone en tela de juicio es toda una forma de vida. Entonces, creo que el hombre en riesgo de caer en ella no muere con la Edad Media porque, de una forma obviamente distinta, vuelve a aparecer en La montaña mágica de Thomas Mann, en el personaje de Hans Castorp, cautivo del universo helado de Davos, donde todo está organizado de forma perfecta y calculado, lejos del caos de la vida corriente y del struggle for life.

En la novela del siglo XIX se presencia también el triunfo de este tipo de personaje. De este, la modernidad ha hablado, en ocasiones, de un modo irreflexivo10. Ha visto en él a la marioneta del autor, que lo abre en canal, que ve hasta sus más íntimos pensamientos. El novelista clásico se convertía en un avatar de Dios. Dado que este (lo cual es otra cuestión) había muerto, sobrevivía en la persona del novelista omnisciente. Ahora sabemos que las cosas son de otra manera. Muy listo hay que ser para devanar la madeja de los pensamientos de la señora de Mortsauf, la protagonista de El lirio en el valle. Hay que interpretar, una vez tras otra, para encontrar la figura que dará sentido a la convalecencia de sus hijos. A sus propios ojos, el personaje novelesco es un ser distante. La novela epistolar es señal elocuente de esta evidencia. No es casualidad que Rousseau y tantos otros recurrieran a esa forma. Enfermo, y después convaleciente, el personaje clásico no deja de sorprenderse de sí mismo, de su fragilidad, de sus visiones, sus sueños. Totalmente subjetivo, es el soporte ideal para un discurso sobre la convalecencia. La novela epistolar solo tiene dos rivales: el diario personal y la autobiografía. En efecto, nada mejor que el primero para ceñirse a sus inflexiones múltiples, a sus avances y retrocesos, a sus faenas y sus placeres. La autobiografía tiene igualmente ventajas. Escrita también en primera persona, pone en perspectiva la historia del yo a la luz de una vida que ya es larga. No es casualidad que uno de los capítulos más conocidos del Wilhelm Meister de Goethe, «Confesiones de un alma bella», adopte forma de autobiografía11. Tendrá derecho de entrada en este estudio en la medida en que forme parte de una novela. En cambio, se dejará fuera la inmensa masa de diarios personales, salvo dos excepciones: los de Frédéric Amiel y los de Pessoa (si es que la palabra «personal» tiene algún sentido en lo que al escritor portugués se refiere).

Dado que, incluso en el siglo XIX, el discurso médico se interesa poco por la convalecencia, podemos sentir la tentación de considerarla irrelevante y de celebrar la lucidez de la novela, tan superior a la de los médicos. Sería un error. Lo poco que dicen los médicos es de esencial relevancia. La noción de «fuerza vital», elaborada entre cierta confusión por los del XVIII, inspira muchas historias de enfermedad, tanto en Balzac como en Goethe. Bichat, sin duda, no pensaba estar haciendo filosofía al escribir: «La vida es el conjunto de funciones que resisten a la muerte». Es la primera frase de las Investigaciones fisiológicas sobre la vida y la muerte (1800)12. He aquí, en el umbral de un libro puramente médico, una frase con múltiples ecos. Sitúa nuestra vida bajo la amenaza casi constante de la muerte, algo que no sorprendería si viniera de un moralista o un predicador, pero aquí es un médico quien habla. El sentimiento de fragilidad13, a menudo alimentado por los antiguos griegos y por ciertos libros de la Biblia, se ha convertido en una evidencia médica. Avancemos un siglo y medio. En la reflexión que sigue, el nombre de Georges Canguilhem, médico y filósofo a un tiempo, aparece con frecuencia. Tuvo el inmenso mérito de alertarnos sobre los abusos del lenguaje y de explicar que la salud no se «recobra» después de la enfermedad. Una vez pasa esta, ya no somos igual que éramos. Lo que hay es una ilusión de retorno, de la cual ciertos novelistas están bien informados. Este libro tratará de restaurar cierto diálogo entre medicina y literatura.

No será cronológico, salvo en los dos últimos capítulos. En efecto, durante mucho tiempo, las cosas no cambiaron. El discurso médico no sabía qué decir de la convalecencia. Por su parte, los novelistas presentaban su importancia filosófica. Cierto estremecimiento se produjo en la época de la Enciclopedia. Pero hubo que esperar otro siglo para que se iniciaran auténticos debates al respecto. La época de Gide está harta de las fatigas, las clorosis y las languideces simbolistas, aun cuando pretenden ser divertidas14. El decadentismo se ha terminado. Gide va a buscar la salud, la curación, en Biskra y en sus lugares anhelados. De este modo cree estar siguiendo la lección de Nietzsche, que en realidad decía algo muy distinto, pero de una forma tan nueva que nadie podía entenderlo. Más o menos cronológico es también el último capítulo de este libro, donde intervienen grandes testigos de nuestra modernidad: Céline, Cendrars, Döblin y algunos más. Es necesario (¿por fin?) mantener un discurso veraz sobre las heridas, la convalecencia y lo que viene después. Si siguiéramos dudando de la imposibilidad de regresar a la vida anterior, si la impostura de ese pequeño prefijo (re-) siguiera engañándonos, ahí están para abrirnos los ojos: un brazo que falta se nota, por así decirlo, igual que una cicatriz.

Una amiga me señalaba que, en nuestra época, la palabra «convalecencia» escasea. Tenía razón. Conlleva demasiadas esperanzas, ingenuas a veces, como para adecuarse a los tiempos que vivimos. Se presentan otras palabras que tienen la ventaja de la precisión. Es el caso de «resiliencia». El resiliente ha conocido abismos, como los de la deportación. Por motivos que examinaremos, ha salido a la superficie, un poco como el resucitado de D’Aubigné que, comparado con un buceador, emerge gracias a un vigoroso golpe de talón15. Los supervivientes de Auschwitz nunca hablan de convalecencia para referirse a las semanas y los meses que siguieron a su regreso del infierno. Con mayor modestia, explican que intentaron volver a vivir. En ocasiones, como para Primo Levi, el intento fue superior a sus fuerzas. Quitémosle, por tanto, a la convalecencia sus oropeles simbolistas, sus artificiosas languideces. Tal vez valga la pena.

Una cosa más. Las fronteras entre enfermedad y convalecencia son tan borrosas que a veces es imposible determinar, salvo por indicación implícita del novelista, si el personaje ha pasado de un estado a otro. ¿Enfermos o ya convalecientes, los internos de los grandes sanatorios? Muy listo habría que ser para decirlo. De todas formas, la enfermedad seguirá siempre acechando a quienes hayan creído sanar.

Hemos entrado en la era de la fragilidad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Virginia Woolf, De la maladie, trad. fr., París, Rivages poche, 2018, págs. 27-28. [Estar enfermo, trad. esp. María Tena]. Este texto, encargado a la autora por T. S. Eliot, apareció por primera vez en 1926, en la revista Forum.

2Ibid., págs. 30-31.

3Ibid., pág. 43.

4Ibid., pág. 44.

5 En el caso de Montaigne, será algo más que una intuición. Véase Ensayos, III, 6.

6 Horacio, Arte poética, v. 7.

7 Véase infra, cap. I.

8 Véase infra, cap. I.

9La convaleciente, hacia 1875-1876, Sheffield City Art Galleries. Véase James Tissot (1836-1902), catálogo de la exposición del Petit Palais, 1985, pl. XIX, pág. 114; así como Belleza, moral y sensualidad en la Inglaterra de Oscar Wilde, exposición del museo de Orsay, Ginebra, Skira, 2011.

10 Hoy en día se ven las cosas de otra forma: véase Thomas Pavel, La pensée du roman, París, Gallimard, 2003.

11 Véase infra, cap. IV.

12 París, 1800. Ver la edición de Gauthier-Villars, París, 1955.

13 Véase Jean-Louis Chrétien, Fragilité, París, Minuit, 2013, e infra, cap. I.

14 Véase, por ejemplo, de Jules Laforgue, el «Lamento de una convalecencia en mayo», Les complaintes, Poésies complètes, París, Le Livre de poche, 1970, pág. 124.

15 D’Aubigné, Las trágicas, «Juicio», v. 675.

Capítulo IEse extraño «entredós»

En el siglo II después de Cristo, procedente de Pérgamo, donde era honrado, y de Tracia, un pequeño personaje aparece en el círculo de Asclepio (Esculapio). Se llama Telesforo16. Es un dios, también, o un genio, que vela por los convalecientes. Su aspecto enclenque no juega en su favor. Generalmente es representado con una capucha. Por supuesto, en su célebre «Plegaria sobre la Acrópolis», Renan lo ignora, prefiriendo dirigirse a «Higia», diosa de la salud, mucho más noble, mucho más griega. Hace pensar en esos pequeños dioses del paganismo, ridiculizados por san Agustín17 y Montaigne18, que necesitan unir sus fuerzas para que crezca una espiga de trigo. ¿Puede un dios tan débil devolverle las fuerzas al convaleciente? En realidad, griegos y romanos no se equivocaban. Las fuerzas no vuelven de golpe, sino lentamente, a base de múltiples pequeños cuidados, tímidas salidas, cuencos de tisana. Los olímpicos ignoran soberbiamente esa clase de detalles, que les encargan a sus subalternos. Digámoslo desde ya: la convalecencia no se desarrolla en el terreno de lo espectacular.

Por eso, sin duda, la medicina griega no la menciona casi nunca. Sin embargo, Jacques Jouanna19 demostró que, con Hipócrates, la medicina se ocupaba más del enfermo que de la enfermedad. Buen conocedor del pensamiento de este, Littré buscó, ya a finales del siglo XIX, pruebas de que se preocupaba por la convalecencia20. En vano. Hizo falta mucho tiempo para que la convalecencia captase la atención de los médicos. Más atentos a lo vivido, los escritores no tardaron en sumergirse también en ese universo confuso, del cual la fiebre todavía no se ha ausentado y donde las quimeras lindan con visiones lúcidas.

En la novela medieval, las cosas suceden de la manera siguiente. Cuando un caballero está herido, lo cuidan, pasa un tiempo en su tienda o en un castillo, pero no se dice nada del periodo en que, sin estar enfermo ya, es sin embargo incapaz de volver a cabalgar. La palabra «convalecencia» existía en latín; en francés todavía no. Y aunque hubiera estado disponible, la novela no habría sabido qué hacer con ese momento extraño, ese «entredós»21 donde se confunden el «aún no» y el «ya sí». Es posible que la propia filosofía se encontrase incómoda con esa clase de situación, al menos la situada bajo el patronazgo de Aristóteles y el estandarte del tercero excluso. Uno está o bien enfermo, o bien sano. El resto no existe. De la enfermedad se sabe hablar, porque la medicina cuenta ya en la Edad Media con una larga historia. De la salud, algo menos. Cuando algún autor se aventura en ese terreno, suele definirla como la ausencia de enfermedad. Tampoco los teólogos aportan gran cosa al respecto. Hablan mucho, en cambio, de las curaciones, en particular, de las que escapan a las explicaciones racionales.

Creer que la modernidad ha salido totalmente del apuro sería un grave error. Cuando se trata de identificar la naturaleza de la convalecencia, nuestros médicos no saben qué decir. Sin embargo, algo han progresado, y ha sido por tres motivos. Desde hace un tiempo, la medicina ha abandonado su espléndido aislamiento. Hay coloquios que reúnen a filósofos, psicoanalistas y médicos. En ocasiones, los teólogos y hasta los escritores intervienen. La noción de curación ya no es propiedad del discurso médico. Por otra parte, circulan conceptos capaces de reavivar la reflexión y tender puentes, como el de la resiliencia, dotado ya de una larga historia e inseparable en Francia del nombre de Boris Cyrulnik22, médico y, a su manera, filósofo. Georges Canguilhem, a quien debemos las reflexiones más agudas sobre la enfermedad y la salud23, también conjugó el saber filosófico y el saber médico. Por último, nuestra época no opone ya lo verdadero (a veces confundido con lo real) a lo ficticio. Y los filósofos ya no creen que estén perdiendo el tiempo cuando leen y comentan obras de ficción. Es el caso de Sartre, cosa bien sabida, pero también de Merleau-Ponty24. Y hoy en día de Frédéric Worms25. De hecho, este interés por la ficción es casi tan viejo como el mundo. Solo un estrecho racionalismo fue capaz de oponer la ficción a la verdad. La Edad Media se guardó mucho de cometer semejante error. ¿Quién va a creer que la lectura de La montaña mágica no pueda enriquecer la reflexión médica? Hay que constatar, no obstante, que el intercambio entre medicina y literatura está desequilibrado: los novelistas se interesan por la medicina o por la filosofía médica. No es seguro en absoluto que los médicos les correspondan. De ahí, tal vez, su incomodidad a la hora de definir la convalecencia. Si hubieran leído bien a los novelistas, podrían haber estado más inspirados.

Comencemos dando un rodeo por textos que excluyen totalmente la idea de convalecencia: los de la Biblia. Aportarán algo de luz a la cuestión. Sin duda ocurre lo mismo con los textos sagrados de otras religiones. Varias palabras, siempre las mismas, aparecen en los relatos de los milagros realizados por Jesús. «Enseguida», «inmediatamente» (euthus en griego, confestim en la Vulgata). Una mujer que sufre una hemorragia quiere tocar la orla de su manto: «“Ánimo, hija, tu fe te ha salvado”. Y en aquel mismo instante la mujer recuperó la salud» (Mt 9, 22, Biblia, traducción interconfesional). Se presenta a Jesús un niño «lunático»: «Enseguida dio una orden, salió del muchacho el demonio y en aquel mismo instante quedó curado» (Mt 17, 18). Misma rapidez en la curación de los ciegos de Jericó: «les tocó los ojos, y al punto los ciegos recobraron la vista» (Mt 20, 34). En este aspecto, existe una concordancia perfecta entre los cuatro evangelistas. Parece, no obstante, que Juan se distancie de la inmediatez de la curación, algo que revela, por ejemplo, el desarrollo de la historia del ciego de nacimiento: «Dicho esto, escupió en el suelo, hizo un poco de lodo y lo extendió sobre los ojos del ciego» (Jn 9, 6). No por ello sana el hombre. Jesús le ordena bañarse en la piscina de Siloé26. «El ciego fue, se lavó y, cuando regresó, ya veía» (Jn 9, 7). Este desvío pasando por la piscina no es irrelevante: supone una conversión profunda. Pero olvidemos estas diferencias. En los Evangelios, las curaciones obradas por Jesús tienen efecto inmediato. Sin transición, el ciego pasa de las tinieblas a la luz. La intervención del sanador debe ser decisiva, como puede comprobarse en las Vidas de los taumaturgos paganos, el más conocido de los cuales es sin duda Apolonio de Tiana27. Citemos también el ejemplo de Zacarías, castigado por su incredulidad con un súbito mutismo. Recupera el habla en el momento en que revela el nombre que debe llevar el niño que espera Isabel: «En aquel mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios» (Lc 1, 64).

Las cosas ya sucedían de este modo en el Antiguo Testamento, en particular, en los relatos sobre los milagros obrados por Elías y Eliseo. Para devolver la vida al hijo de la viuda de Sarepta, Elías «se tendió tres veces sobre el niño y volvió a clamar al Señor: “¡Señor, Dios mío, devuelve el aliento a este niño!”. El Señor escuchó a Elías, y el niño recuperó el aliento y revivió» (1 Reyes 17, 21-22). Al igual que para otro famoso resucitado, Lázaro, no sabemos cuáles serían sus primeros pasos en esa nueva vida. Eliseo imita en todo a su maestro cuando, a su vez, resucita a un muchacho (2 Reyes 4, 34). El texto bíblico detalla un poco más su proceder, cosa que complace a Rabelais en su relato de la resurrección de Epistemon28. Admitamos tal vez que la curación de Namán, el general sirio, obedece a un escenario algo distinto: debe sumergirse siete veces en las aguas del Jordán, pero su curación de la lepra será también completa. «[...] su carne quedó limpia como la de un niño» (2 Reyes 5, 14).

Los relatos taumatúrgicos de la Edad Media, en particular los de La leyenda dorada, no se alejan de este modelo. Un joven acaba de morir al caer a un pozo. Gracias a santa Isabel, vuelve a la vida de inmediato29. Conocemos la fortuna de que gozan los santos sanadores en el catolicismo. San Cosme y san Damián forman parte de su ilustre cohorte y el propósito de sus milagros es edificar a los fieles. Más teológica de lo que a veces se dice, La leyenda dorada30 no se conforma, no obstante, con multiplicar las escenas espectaculares. Señala también que san Cosme y san Damián estaban «instruidos en el arte de la medicina», lo que puede explicar, en parte, su eficacia taumatúrgica. En última instancia, es el Espíritu Santo quien obra en todas estas curaciones. La competencia médica de los dos santos colabora con él. La leyenda recuerda por otra parte que el único médico es Cristo, capaz de curar los males del cuerpo, y también los del alma, lo que puede relativizar la función de los santos taumaturgos. Por su parte, san Lucas, según una tradición retomada en La leyenda dorada, habría sido médico. Pero su obra más caritativa es el Evangelio, que escribe porque contiene los remedios que necesita el ser humano31.

Las novelas medievales se muestran a veces muy discretas con respecto a los milagros de la curación. Una obra tan mística como la Demanda del Santo Grial les concede un espacio reducido. Al final de la novela, la curación del «Rey Tullido» respeta sin duda el esquema tradicional. «Galaz se acercó a la lanza que estaba tendida sobre la mesa, tocó la sangre y después se dirigió al Rey Tullido y le untó con ella las piernas en donde había sido herido. Este se vistió al momento y salió del lecho sano y salvo. Dio gracias a Nuestro Señor por haberle curado tan súbitamente»32. Esta inmediatez en la curación aparece en otros relatos. Pero la novela multiplica las diferencias con respecto al modelo tradicional. Cuando los Evangelios guardan silencio sobre la segunda vida de Lázaro, la Demanda del Santo Grial nos informa, brevemente, de que el rey «después vivió mucho tiempo, pero no fue en el siglo, sino que se entregó a una orden de monjes blancos»33. Esta longevidad tiene valor de prueba: sí, el rey que estuvo enfermo tanto tiempo está perfectamente curado. Pero la frase del autor anónimo también hace pensar que, para él, la vida, en lo que tiene de más ordinario, posee mucho valor, con o sin convalecencia, sobre todo cuando transcurre en un monasterio. La obra en su conjunto multiplica las advertencias contra la impaciencia en cualquiera de sus formas. Las curaciones vienen cuando es el momento, cuando Dios lo decide. Como reconoce un monje anciano al que hacen venir, la curación de Melián llevará tiempo: un mes exactamente, y a Galaz, que lo pasa junto a su lecho, le parece poco. Encontramos en este pasaje el esbozo de una auténtica convalecencia, con lo que debe a la presencia de los amigos: «se hace desarmar y dice que permanecerá allí todo el día y la mañana siguiente para saber si Melián podrá sanar»34. Unos días después, pregunta a su amigo si se siente mejor. «[...] le contestó que iba curándose»35. No podría expresarse mejor que la convalecencia lleva tiempo y que Dios no interviene en el proceso por el simple placer de manifestar su poder. Más desconcertante aún resulta la resurrección de Lanzarote, hacia el final de la obra. Olvidando su impureza y pecando de impaciencia, cometió el error de acercarse al Grial. Su castigo será una especie de catalepsia que deja a sus amigos atónitos. «Unos decían que estaba muerto y otros que estaba vivo. “En el nombre de Dios”, dijo un anciano que estaba allí y que sabía mucho de medicina36, “os digo que, en verdad, no está muerto, antes bien está tan lleno de vida como el más fuerte de nosotros»37. El anciano, sin querer meterse en el terreno de Dios, cuida mucho de no decir cuánto tiempo le llevará volver a su estado normal. Podríamos quedar atónitos ante ese mal sagrado. Pero no es así. Añade entonces: «aconsejo que sea guardado bien y con esmero hasta que Nuestro Señor le devuelva la salud que tuvo alguna vez». ¿En qué consiste ese guardar? No llegaros a saberlo. Lo importante es que ese cataléptico no es intocable; puede incluso que las atenciones de sus amigos preparen la intervención decisiva de Dios. No hay cara a cara trascendental entre este y el enfermo. Lanzarote despertará al cabo de veinticuatro días: número místico que, bien interpretado, le recuerda los veinticuatro años de su cautiverio amoroso y culpable junto a la reina Ginebra. La catalepsia no es ya solo un tiempo muerto. Nadie sabe qué parte de consciencia conserva el caballero. Lo esencial es que el tiempo humano, repleto de lentitudes y demoras, no se desplome ante la eternidad de Dios. En el contexto de la Demanda del Santo Grial, obra fuertemente teológica, la idea de la convalecencia tiene sentido.

La Demanda es un texto complejo. Y lo que acabamos de decir no se aplica a uno de los milagros más sorprendentes de Galaz: el que realiza cuando, al fin, se encuentra con el rey Mordrain. En un primer momento, el relato es conforme con el espíritu de la Biblia. «[...] al entrar, el rey, que hacía tiempo que por la voluntad de Nuestro Señor había perdido la vista y la fuerza del cuerpo, vio claro tan pronto como se le acercó»38. ¿Se pondrá entonces en pie de un salto para cantar las maravillas de Dios y sus enviados? No exactamente. «Galaz, servidor de Dios, verdadero caballero cuya venida he esperado durante tanto tiempo, abrázame y déjame descansar sobre tu pecho, de tal forma que pueda morir entre tus brazos»39. Para expresar su deseo de morir, Mordrain recupera las palabras del anciano Simeón y su famoso «Nunc dimittis» (Lc 2, 29). El milagro de la curación no es por tanto el comienzo de una nueva vida. Precede inmediatamente a un deseo de muerte, y este deseo es concedido: «En cuanto acabó esta oración a Nuestro Señor, fue evidente que Nuestro Señor había oído su ruego, pues al punto entregó su alma a Aquel a quien había servido durante tanto tiempo y murió entre los brazos de Galaz»40. El milagro ha tenido lugar, pero, en cierto modo, para nada. En la mente del autor de la Demanda del Santo Grial, una vida ordinaria no puede satisfacer la necesidad de lo absoluto del rey Mordrain. El lento proceso de convalecencia no tiene cabida.

Una novela no tiene como vocación primera contar milagros de curación. Están presentes, no obstante, en lo que se llama la «novela moderna». Y lo más sorprendente es que sea Zola, totalmente ajeno al fenómeno religioso, quien les haya dedicado una de sus obras: Lourdes. En efecto, intrigado por lo que sucedía en aquella ciudad, tomó un día el famoso «tren blanco», permaneció casi un mes en la ciudad de Bernadette Soubirous y trajo de vuelta la novela que lleva ese título41. Henchido de piedad por la masa de los peregrinos, no ocultó su asombro ante aquella «locura sagrada»42 tan alejada de sus más profundas convicciones. Lourdes no es un testimonio sino una ficción, cuyos dos personajes principales son Pierre, un joven sacerdote que ha perdido la fe, pero sigue ejerciendo el sacerdocio, y Marie, una de sus amigas de la infancia, hemipléjica tras una caída de caballo, a la que acompaña hasta allí, pues ella cree en los milagros. En el tren nocturno, las plegarias se alternan con los relatos de los más crédulos. Se cuenta que una mujer, afectada por una grave enfermedad del estómago, quedó súbitamente curada tras beber agua de la fuente milagrosa. «Tres minutos después, su médico, que la había dejado la víspera agonizante, sin aliento, la encontró levantada [...] comiendo con apetito un ala de pollo muy tierna»43. Este detalle trivial despoja sin duda al milagro de toda su dimensión trascendente. Pero la que ha sanado gracias al milagro ha aprendido la lección del magisterio: hace falta la presencia de un médico para constatar de buena fe la realidad del milagro. «Tres minutos» es la versión realista del «inmediatamente» del Evangelio. El texto es perfectamente explícito: no hubo «convalecencia alguna»44. La acción divina no necesita que los esfuerzos humanos la prolonguen; de otro modo, podría sembrase la duda en las conciencias. Marie, la protagonista de la novela, quedará plenamente curada al final de ese viaje. Zola, en un primer momento, registra de forma sobria el comentario de su amigo, sin la menor crítica. «La vio levantarse bruscamente. Estoy curada»45. Misma abstención crítica cuando el médico de la oficina médica se pronuncia: «El caso escapa a la ciencia [...]. Añado que aquí no tenemos convalecencia»46. La salud se recobra de golpe, plena y entera. «Vea a la señorita. La mirada brilla, la tez está rosada, la fisionomía ha recuperado su alegría vital»47. La enemiga es siempre la idea de convalecencia y el descrédito que podría arrojar sobre la eficacia de Dios. Lo que sigue no es sino una leve concesión a las muy humanas verosimilitudes: «Sin duda, la reparación de los tejidos va a continuar con cierta lentitud, pero ya puede decirse que la señorita acaba de renacer»48.

En 1903, un joven médico aprovechó el contrato de uno de sus colegas para tomar a su vez el tren blanco en dirección a Lourdes.49 Alexis Carrel, ateo en aquella época, pero intrigado por la rapidez de las curaciones producidas en esa ciudad, quiere aprovechar el viaje para estudiarlas de cerca. Relatará su experiencia en Viaje a Lourdes, publicado mucho después de su muerte, donde toma el nombre de Lerrac, fácil de descifrar. Para no dispersarse en sus observaciones, se ciñe a un caso concreto, el de Marie Bailly, afectada por una peritonitis tubercu­losa y que está a punto de morir a orillas del torrente pirenaico. La elección del caso no debe nada al azar. Carrel conoce la fuerza de la autosugestión, ha leído a Charcot y a algunos más50. Sabe que «de una multitud orante se desprende una especie de fluido que actúa con una fuerza increíble sobre el sistema nervioso, pero fracasa cuando se trata de enfermedades orgánicas»51. Para asegurarse de su diagnóstico, pidió a otros dos médicos que examinaran a la enferma durante el viaje y a su llegada a Lourdes. Las opiniones son perfectamente concordantes: está perdida, prácticamente in articulo mortis. La llevan a la gruta milagrosa donde se reúne una multitud orante. Y lo inexplicable se produce. «La mirada de Lerrac se posó en Marie Ferrand; le pareció que su semblante se había modificado, que los reflejos lívidos habían desaparecido, que su piel no estaba tan pálida»52. Asombrado, constata que su abdomen ha recuperado una forma normal. Pregunta a la enferma cómo se siente. «Estoy muy bien, sin muchas fuerzas, pero siento que estoy curada», responde esta. «Era lo imposible, lo inesperado, era el milagro que acababa de ocurrir»53. Lerrac espera. Un examen médico en profundidad, efectuado en el hospital por otros dos médicos, confirma sus impresiones. Esta vez, hay que aceptar la evidencia: efectivamente, se ha producido un milagro. Quizá no posee la rapidez de los del Evangelio. La propia muchacha reconoce sentirse aún débil, no se pone en pie de un salto como los que sanan por un milagro tradicional. Una vez restablecida, decide dedicar su vida a los enfermos. Fin del primer relato. Pero hay otro milagro, de una clase muy distinta, y que concierne a Lerrac o, si se prefiere, al propio Carrel, que ha escrito en realidad un relato de conversión. Hablando de su pasado, explica: «Primero fui un católico sincero, luego estoico, luego kantiano; después caí en el escepticismo absoluto y en el diletantismo»54. Ahora regresa a la fe de su infancia. Y arremete contra los ateos, tan hostiles a las evidencias de Lourdes que se niegan a constatarlas con sus propios ojos, lo que constituye un homenaje inesperado a Zola, que quiso verlo por sí mismo. Lo que Carrel no dice es que dicho novelista siempre negó la realidad del milagro.

Lo que hizo célebre a Carrel no fue Viaje a Lourdes, opúsculo sin gran valor literario, sino un premio nobel de Medicina, desgraciadamente empañado por las tesis eugenésicas defendidas más adelante en La incógnita del hombre, publicado en 193555. Unos años después, Carrel se convertirá en una de las figuras principales del Partido Popular Francés de Jacques Doriot, es decir, en un católico fascista. Carrel, como todos los médicos, debió de creer en la realidad de las convalecencias. Pero el milagro no las tolera, como puede verse en los escritos apologéticos, frecuentemente de mediocre factura, inspirados por Lourdes56. Para algunos médicos católicos, lo absoluto no es compatible con el tiempo. La convalecencia provoca aún más desconfianza porque envía al observador signos inciertos. El relato de Carrel se ilumina también gracias al contexto histórico. En 1903, el catolicismo, atosigado por el librepensamiento, contraatacó. Se producen milagros de otra clase, también espectaculares. Claudel se convirtió en 1886, Charles de Foucauld en 1890 y Maritain en 1906. Nada mejor que las curaciones súbitas y las conversiones fulminantes. Lentas son las demostraciones, complicadas las progresiones espirituales. Hay que vencer.

La novela cristiana del siglo XX se mostró muy prudente en la cuestión de los milagros, a imagen de Bernanos, teológicamente muy seguro, que rechaza que se fuerce de esa forma la mano de Dios57. Curiosamente, debemos a un novelista conocido por su materialismo, el propio Martin du Gard, la curación milagrosa más sorprendente. Su filosofía tiene poco que añadir a la presentación de Claude-Edmonde Magny que debía de ser más antigua58. Ve el mundo a través de los ojos de Antoine, su médico, adepto del cientismo. Hacía falta valor para hacerle jaque. Es lo que se produce en Los Thibault con la enfermedad y la repentina curación de Jenny, la hermana de Daniel. No ocurre en Lourdes, como las de Zola, sino en un apartamento acogedor, el de la señora de Fontanin, situado en la avenida de l’Observatoire. Tras acudir junto al lecho de la niña, Antoine diagnostica rápidamente una meningitis y su atento examen lo persuade de que no tiene salvación. Se sorprende tanto como el lector cuando ve llegar al apartamento a «un hombre alto, desgarbado, flaco y sin edad precisa»59. Se llama Gregory y es un pastor. Disidente, sin lugar a dudas, porque uno se pregunta qué Iglesia protestante de su época podría aprobar lo que se propone hacer. Martin du Gard no fue clemente con su personaje: para Antoine, que lo observa de reojo, tiene aspecto simiesco60. Al verlo agitarse, al oírlo perorar, el lector piensa también en los locos de Dios, antaño numerosos en las Iglesias orientales según De Certeau, pero a quienes la inteligencia de Occidente no acogió nunca. Para la madre de la niña, la ayuda vendrá de él. La mira fijamente a los ojos y le toma las manos; echa a todo el mundo y se queda solo, inclinado sobre la cama, clavando en los ojos agonizantes de la enferma su voluntad magnética. ¿Se trata acaso de un adepto lejano de Mesmer? El texto no permite saberlo. En su discurso, verdadero amasijo, se mezclan referencias bíblicas y prescripciones vagamente higienistas61. Explica a la señora de Fontanin, más acostumbrada al lenguaje de la Iglesia reformada, conocido por su austeridad, que al de los excéntricos del Espíritu, que la curación que se prepara requiere «luz y alegría». Es inútil seguir los singulares meandros de la escena. La curación lleva una noche, al cabo de la cual Jenny descansa tranquilamente en su cama. El pastor triunfa. «Estás sana, querida niña, ya no hay tinieblas. Gloria a Dios, ora»62. Ya hace rato que Antoine, disgustado, ha recogido su maletín. No llegamos a saber lo que piensa el novelista del singular personaje que ha entrado, por una especie de allanamiento, en el universo más bien refinado de su obra. Ignoramos lo que sabía de los movimientos pentecostales ingleses o americanos. Lo esencial es el rumbo de sus reflexiones filosóficas. Por una parte, la medicina, limitada sin duda, pero representada con nobleza por Antoine. Por otra, los taumaturgos con sus artimañas. El médico cree en el poder del tiempo. El taumaturgo, hombre del instante, interviene cuando toda esperanza se ha perdido. Gregory no se encuentra exactamente en las situaciones del Evangelio en las que Jesús cura a enfermos cuyo estado es en cierto modo estable. Hace tiempo que los mudos no hablan, que los cojos no pueden caminar, que los ciegos están sumidos en las tinieblas. Jenny, por el contrario, está al borde del abismo. Brusca será la intervención sobrenatural; muy rápida, sin duda, la convalecencia que Martin du Gard tiene el buen gusto de dejar en la sombra. Humana, demasiado humana, carece del prestigio salvaje de las curaciones milagrosas.

Sin embargo, la medicina llevaba mucho tiempo siendo objeto de burla cuando quería imitar al milagro. Molière había dicho sobre el tema todo cuanto la razón podía aplaudir. A su manera, él mismo no era más que el heredero de cierta Edad Media, a menudo más escéptico que la imagen que tenemos de él. «Es un hombre que hace milagros», afirma Martina a propósito de Sganarelle. «Hace seis meses hubo una mujer desahuciada por todos los demás médicos; la daban por muerta hacía ya seis horas, y se disponían a enterrarla, cuando trajeron a la fuerza el hombre de que os hablo. La examinó y le puso una gota de no sé qué en la boca, y en el mismo instante se levantó ella de la cama y empezó a renglón seguido a pasearse por su habitación, como si no hubiera sucedido nada»63. La demostración se vuelve directamente farsa con la segunda curación efectuada por ese famoso médico, que pone en pie a un niño caído desde lo alto de un campanario. Inmediatamente, se va «a jugar a las bolas». No es seguro que Molière quisiera desprestigiar los milagros del Evangelio64. Su objetivo cómico son sobre todo los charlatanes y la creencia en sus remedios milagrosos. Para sanar, hace falta tiempo, el de la convalecencia. Lo más sorprendente es que la medicina haya permanecido tanto tiempo muda al respecto.

La palabra «convalecencia» entra, en el siglo xvi, en la lengua francesa, pero lo hace por la puerta pequeña. Es un calco puro y simple del latín convalescentia, bien acreditado en la Edad Media en su sentido actual. Du Cange lo define así: «Recreatio ab adversa valetudine»65. Esta palabra, recreatio, no debe confundirnos: hay que traducirla como «restablecimiento». No posee ningún sentido místico. La convalescentia medieval es, por tanto, el periodo, más o menos largo, del regreso de la salud. Pero la palabra francesa conservará durante mucho tiempo cierta polisemia. Rabelais, que la emplea tres veces66, designa con ella el estado anterior a la enfermedad. Recreatio desaparecerá de las definiciones latinas, sustituida por otra palabra, con un destino prometedor: reditus, el regreso, que se encuentra, por ejemplo, en el siglo XVII en el Diccionario de Furetière67. En el de la Academia, la convalecencia es también un «regreso de la salud». Si los lexicógrafos de la época hubieran escuchado el testimonio de los enfermos, tal vez habrían pensado de otra forma. Estos se sentían mejor, pero de ahí a decir que se encontraban como antes había un margen del que el discurso médico no quería oír hablar. Esta idea de regreso resistirá a las reflexiones de Georges Canguilhem68, puesto que, en un Diccionario de medicina publicado en 2009, puede leerse esta definición: «Convalecencia: periodo intermedio entre la enfermedad y el estado de salud, durante el cual el organismo repara los daños sufridos en el transcurso de la enfermedad, y las funciones que habían sido alteradas se restablecen progresivamente»69. Sigue tratándose de la misma idea: el organismo repara, garantiza que el enfermo se encuentre tal como era antes. No produce nada nuevo.

Pocos son los autores clásicos que presienten otra cosa. Furetière, que no era médico, escribe sin embargo que la convalecencia «es un estado en el que hay que cuidarse»70. El Diccionario de Trévoux 71, obra de los jesuitas, retoma sin vergüenza la definición de Furetière. Aporta no obstante algo nuevo: «El menor exceso [durante este periodo] puede causar recaídas peligrosas». Lo que quiere decir que el convaleciente aún no ha salido del atolladero, y abre el debate entre quienes afirman que la convalecencia sigue a la curación y quienes estiman que la precede. Trévoux añade a su definición una expresión corriente: «tomar parte en la convalecencia de alguien». Cosa que hacen, en realidad, los familiares y amigos, pero, más aún, desde la Edad Media, los personajes de novela. Carguemos un poco las tintas: quienes mejor hablan de la convalecencia ¿no serán los novelistas? Se esboza aquí una psicología que, poco a poco, va a imponer su punto de vista.

Lo constatamos en el artículo «Convalecencia» de la Enciclopedia, escrito por el caballero de Jaucourt72. Considerado en ocasiones como el factótum de la gran obra, y ridiculizado incluso por Diderot, su «jefe», Jaucourt no tiene la reputación que se merece. Sabe de qué habla, pues estudió Medicina en Leida, como muchos protestantes franceses. Los artículos médicos más técnicos se confían en su mayor parte a figuras destacadas de la Escuela de Montpellier, que representan la corriente vitalista73. Se encargó a Jaucourt el artículo sobre la convalecencia, pero también sobre la enfermedad, que define de este modo: «La enfermedad es una disposición viciosa, un impedimento del cuerpo o de algunos de sus órganos, que causa una lesión más o menos grave de una o varias funciones de la vida, o que incluso hace cesar completamente alguna de ellas». Como observa M. D. Grmek74, esta definición refleja la corriente anatómica, representada en particular por el médico italiano Battista Morgagni. Se opone a la de los médicos vitalistas, bien estudiados por Roselyne Rey75, corriente que, en la época de Diderot, iba viento en popa. ¿Puede dar el anatomista una definición satisfactoria de la convalecencia? En teoría, sí, ya que puede pensarse que, durante la misma, los órganos recobran lentamente sus funciones. En la práctica, no. Es evidente que la salud (muy difícil de definir) se detecta gracias a señales que van más allá de la fisiología y las explicaciones mecanicistas. Jaucourt, alejándose del mecanicismo, escribe que la convalecencia es «el estado en el cual, tras la curación de una enfermedad, el cuerpo consumido por ella aún no se ha recuperado, pero empieza a recobrar las fuerzas». El factor tiempo desempeñará por tanto un papel fundamental en el restablecimiento del individuo. Una imagen acude al rescate de la definición abstracta: la convalecencia es similar a «una vela cuya luz se reanima»76. Poético, pero no explica gran cosa. Jaucourt es más convincente cuando aborda las cuestiones desde un punto de vista más práctico: «Los remedios convenientes para lograr en este estado el perfecto retorno de la salud son no impacientarse, tener solo ideas amenas y agradables, elegir alimentos fáciles de digerir, consumirlos a menudo y en pequeñas cantidades, respirar aire puro, emplear fricciones, el ejercicio moderado, sobre todo la equitación, los fortalecedores del estómago y los reconstituyentes»77. Dejemos al margen, pese a su interés, todo lo relativo al régimen propiamente dicho; ignoremos de momento lo que se dice sobre la búsqueda de un aire puro, tan importante en el siglo XVIII78. Lo esencial es esta referencia, inesperada por parte de un mecanicista, a las «ideas amenas y agradables» propicias a la convalecencia. Expresión vaga a más no poder, pero más importante que todo lo demás. Quiere decir que la enfermedad ha afectado también al estado de ánimo del individuo. Si ha sido grave, ha podido creer que se acercaba su fin y habrá tenido pensamientos negativos. Ahora necesita amenidad, compañías agradables y todo lo que pueda restaurar su gusto por la vida: será la función de sus parientes y amigos, convocados por las novelas. La vuelta a Francia de dos niños, obra de G. Bruno79, manual de lectura corriente en las escuelas de Jules Ferry, ilustrará perfectamente algo que, por lo demás, se estaba convirtiendo en una opinión generalmente compartida. El pequeño Julien cae de la carreta a la que había subido con su hermano. Le duelen el pie y la cabeza, sufre una fiebre muy alta. El médico al que llama su hermano se muestra tranquilizador, pero pregunta qué es esa «casa» que Julien no deja de mencionar en su delirio. El hermano mayor explica entonces al médico que han dejado Alsacia-Lorena, ahora perteneciente a Alemania. Cuando la fiebre remite, el médico autoriza a los dos niños a que prosigan su viaje, con este consejo a André: «Hay que distraer a este niño y no dejarlo afligirse solo, para que la fiebre que acaba de pasar no reaparezca»80. La primera distracción será el «ferrocarril», que el niño nunca había cogido y que hace desfilar antes sus ojos maravillados las cumbres de los Alpes, vistas desde el valle del Ródano. Pequeña lección moral y médica al mismo tiempo: la convalecencia requiere la intervención de los demás, la distracción, el olvido de los pensamientos negativos. Así las fuerzas de la vida vencerán.

Sin ser vitalista, en el sentido técnico de la palabra, este lenguaje recuerda no obstante al de los médicos de Montpellier. Siguiendo a Lalande, definamos el vitalismo como la «doctrina según la cual existe en cada individuo un principio vital, distinto a la vez del alma personal y de las propiedades psicoquímicas del cuerpo y que gobierna el fenómeno de la vida»81. Definición consensuada, puesto que los desacuerdos hacen estragos dentro de este movimiento, en el que unos tienden hacia un materialismo apenas camuflado y otros dan cabida a las fuerzas del espíritu82. ¿En qué bando se ubicaba Théophile de Bordeu, uno de los representantes más destacados de esta escuela y asimismo uno de los personajes del Sueño de D’Alembert de Diderot? La cuestión divide a los especialistas83. Bordeu no escribió un tratado de la convalecencia, pero le dedica unas líneas en sus Investigaciones sobre el pulso. «La convalecencia es una especie de enfermedad. Puede compararse al trabajo de una gran cicatriz en el cuerpo cuando todos los accidentes de la herida se han calmado. La falta de fuerzas, la palidez del rostro, la frescura de la piel y la fiebre o un estado febril del pulso acompañan a esta revolución»84. Lenguaje de médico, lenguaje de alguien que sabe observar y auscultar. El hecho es que el fenómeno de la convalecencia desorienta a esa mente extraordinaria; de ahí el recurso casi inmediato a una comparación. Parece debatirse entre dos formas de comprenderla. Al decir que es una «revolución» está afirmando, conforme al sentido de la palabra en esa época, que es una vuelta atrás. Pero la imagen de la cicatriz sugiere que durante la convalecencia se produce un trabajo oculto. Cuando los dos bordes de una herida se han vuelto invisibles, se suele decir que la cicatrización está perfecta. Pero eso no quita para que quede una marca. Los aprietos de Bordeu son aún más patentes en lo que sigue: «Se ha visto a enfermos que habían sido purgados de una fluxión de pecho y se encontraban de maravilla hasta que, habiendo aumentado la cantidad de sangre hasta cierto punto, sobrevienen esputos de sangre»85. Un médico no puede sino alegrarse del aflujo de sangre, inseparable de los «espíritus vitales». Pero hete aquí que todo se trastorna: el síntoma tranquilizador acarrea una nueva inquietud. Y Bordeu añade: «No es poco frecuente ver a personas jóvenes crecer rápidamente durante una convalecencia y adquirir mucha corpulencia». Las «personas jóvenes», en el lenguaje de la época, son obviamente las muchachas, para las cuales la convalecencia termina siendo una catástrofe porque, de la forma más desafortunada, cogen peso. ¡Entre Caribdis y Escila! Valiéndonos de estas observaciones, comprendemos que el médico de Montpellier haya afirmado, de entrada y a riesgo de desconcertar a todo el mundo, que la convalecencia era «una especie de enfermedad».

Al dar a la palabra una acepción muy general, es posible decir que el convaleciente carece de energía. Como Michel Delon86 lo ha dicho casi todo sobre este tema acerca del Siglo de las Luces, es inútil dedicar más tiempo a este asunto. Preguntémonos, no obstante, como él, si esa famosa energía se aplica igualmente al hombre y a la mujer. Aunque solo sea para corregir la impresión que da el cuadro de Tissot87, que otorga a la convalecencia los rasgos de una lánguida mujer en su jardín. Para Diderot, por ejemplo88, no cabe la menor duda de que la mujer posee tanta energía como el hombre y de que no se complace lo más mínimo con las lentitudes del regreso a la salud. Pero también la presenta «como un ser extremo en su fuerza y su debilidad»89. Algo que podrían corroborar ciertas heroínas de Madame de Staël, adepta por otra parte de las ideas vitalistas90. Al mismo tiempo, la mujer se convierte en un personaje de novela más interesante que el hombre, incapaz de llegar a los extremos.

Las fluctuaciones de la ciencia fueron la alegría de los novelistas. El vitalismo, por la propia vaguedad de sus ideas, se extendió por Europa en el siglo XIX. Muchos autores se refieren a la noción de «fuerza vital» o de «impulso vital». Se ha escrito que Balzac, en ocasiones, se adueñó de esas nociones porque eran compatibles con su filosofía de la voluntad. La realidad es algo diferente. Debemos al autor de La comedia humana el personaje de Cameristus, que acude junto al lecho de Rafael en La piel de zapa. Lo menos que se puede decir es que el retrato de este practicante de las doctrinas vitalistas, afligido con un nombre molieresco, no es halagador. Lo esencial para él es la doctrina, en este caso, la de Van Helmont, el papa (alemán) de los vitalistas: «Señores», explica a sus colegas, «el principio vital, el fuego central de Van Helmont, está afectado; la vitalidad misma de este sujeto [Rafael] está atacada en su esencia, la chispa dorada». No quiere oír hablar de verdadera terapia: «Yo quisiera un tratamiento moral, un examen profundo del ser íntimo. Busquemos la causa del mal en las entrañas del alma y no en las entrañas del cuerpo»91. Esto esboza el personaje. Balzac, que conocía a muchos médicos92, los estimaba demasiado como para aprobar tales sandeces. Más razonable que Cameristus, uno de sus colegas exclama: «No perdamos de vista al enfermo»93. El médico vitalista habría sido más convincente si hubiera estado tratando a un convaleciente. Pero, en aquella época, la compleja naturaleza de la convalecencia seguía siendo en el ángulo muerto de la medicina.