Conversaciones al lado del Cinecittá - Arturo Sotto - E-Book

Conversaciones al lado del Cinecittá E-Book

Arturo Sotto

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Vuelven las Conversaciones… y el privilegio de conocer las interiodidades del cine cubano. Después de diez años regresan los diálogos con los hacedores de una buena parte de nuestra cinematografía, solo que esta vez el lector tendrá acceso a una versión ampliada de la historia, en la cual el autor sala algunas deudas pendientes y ensancha el abanico. Nuevas entrevistas se suman a este volumen, todas ellas publicadas indistintamente en las revistas Cine Cubano y La Gaceta de Cuba. El libro nos sumerge con pasión y deleite en los procesos creativos del cine producido por el ICAIC en sesenta años. Artilugios técnicos, anécdotas hilarantes, incomprensiones, aciertos, hasta las vibraciones amargas del maridaje entre el cine y la política, se compilan en este libro.

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Seitenzahl: 509

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Edición: Daniel García Santos

Cubierta: Juan Carlos Viera

Imagen de cubierta: Obra La levedad de la huella, del artista Eduardo Guerra. Colografía iluminada. 42,6 x 59,3 cm. 2018

Diagramación: Jacqueline Carbó Abreu

Restauración de fotografías: Alejandro Valera, Armando Naranjo Rams, Arturo Sotto

Todos los derechos reservados

© Arturo Sotto, 2018

© Ediciones ICAIC, 2018

ISBN 9789593042420

Ediciones ICAIC

Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC)

Calle 23 No. 1155 e/ 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba.

Correo electrónico: [email protected]

Teléfono: (537) 838 2865

http://www.cubacine.cult.cu

Índice de contenido
Índice
Conversaciones AL LADO DE Cinecittá I
PRÓLOGO PARA UNA EDICIÓN AMPLIADA
YO TAMBIÉN SOY CUBA
«Detrás de un gran director siempre hay un buen editor»
AHORA ME INTERESA LA HISTORIA
SONIDO DIRECTO CON AMBIENTE HABANERO
Memorias de un cinéfilo de Las Villas (II)
DE LA SEDUCCIÓN AL COMPROMISO
UN VAMPIRO MAMBÍ O VICEVERSA
EL DREAM TEAM DE TRUCAJE
LOS NOVIOS
Algo más que un rostro en el cine
La memoria, «algo que tengo»
Conversaciones AL LADO De Cinecittá II
RETRATO DE MUJER CON TODOS LOS SOMBREROS
OBSERVANDO LAS COSAS AL PASAR,CÁMARA EN MANO
EL PESO DE LA LUZ
OTRO QUE BAILÓ EN LA CASA DEL TROMPO
EL SONIDO A 360 GRADOS POR SEGUNDO
ES MÁS FÁCIL CREAR UNA —«OTRA»— VANGUARDIA
LAS TENSIONES DE LA PELOTA

Conversaciones AL LADO DE Cinecittá I

La primera carga al machete. Fotografía: José Hernández (Pepe, el Loco).

PRÓLOGO PARA UNA EDICIÓN AMPLIADA

Permítame el lector comenzar estas breves palabras con un fragmento del texto que fue leído en la presentación pública de estas Conversaciones… en su primera edición:

El 25 de marzo de 1965, Titón escribía en una carta: «…estoy ahora en función de miliciano, con el rifle descansando en las piernas, de guardia, cuidando uno de los edificios del ICAIC». ¿Cuál podría ser ese edificio? Quizás alguna de estas casas de producción, sentado en uno de estos bancos y muros que los más añejos conocen como el muro de las lamentaciones, el lugar donde todos coincidían para hablar de cine… El pasado 14 de febrero se presentó el libro en la Feria, un hermoso día para anunciar un trabajo que se hizo con amor, pero por sobre todas las cosas, con un profundo sentido ético, de compromiso y admiración. Aunque debo confesar que nunca se pensó en el libro, esa posibilidad llegó después, cuando las entrevistas comenzaron a ser publicadas en La Gaceta de Cuba y entusiasmé a Pablo Pacheco para reunirlas en un volumen. Porque el proyecto inicial que presenté al ICAIC consistía en una obra documental seriada que abarcara a todos los hacedores de la imagen; una memoria visual agrupada por décadas o especialidades, de modo que en el futuro pudiésemos contar con un relato que no solo se consiga narrar, como en siglos pasados, por tradición oral.

Diez años después de aquella presentación en el «muro de las lamentaciones», la realización de una serie documental sobre la historia de nuestro cine permanece sumergida en la promesa. Regresa entonces el libro como nave redentora de la evocación.

Memorias del subdesarrollo. Daisy Granados y Titón. Fotografía: José L. Rodríguez-Venegas (Tom Mix).

No obstante, espero no agotarme y seguir insistiendo de una forma u otra, pues la inmensa obra creada a lo largo de estos años merece ser recogida desde una mirada crítica y reflexiva, si se quiere didáctica, de manera más o menos continua. Porque cada creador que fallece, dentro o fuera de Cuba, sin preocuparnos por su memoria, es la fuente de un testimonio que también perece. Porque es justo ampliar el horizonte del personal creativo en la realización de un filme, más allá del circuito de directores, actrices, actores y músicos, quizás los más visibles. Porque muchas de estas personas «desconocidas» (fotógrafos, editores, sonidistas, directores de arte, diseñadores de vestuario, escenógrafos, maquillistas y muchos más) atesoran anécdotas y experiencias que narran la Historia de nuestra cinematografía y enriquecen la visión de lo hecho. Porque es perentorio mostrar, a los más jóvenes, un repaso del cine cubano que no conocen, mitifican o niegan, y en el peor de los casos se les hace indiferente. Para esos jóvenes se concibe este libro.

En esta edición ampliada se cobran algunas deudas pendientes de la primera entrega, se suman nuevos hacedores y el abanico se ensancha en aciertos y contradicciones. Agradezco por ello, una vez más, la voluntad incombustible de Mercy Ruiz y la vocación de Pablo Pacheco. Agradezco también a Norberto Codina y la Gaceta de Cuba por seguir siendo el reservorio solidario de estos diálogos, y a José Hernández Suárez-Solar y José Luis Rodríguez-Venegas Pardillo, que dichos así parecen perfectos desconocidos, pero si escribo Pepe,el Loco y Tom Mix, muchos sabrán a quienes me refiero. Las fotos de estos dos artistas de nuestro cine cubren el mayor porcentaje de imágenes en el diseño gráfico de estas conversaciones. Ojalá y un día ellos tengan su libro.

Sirvan pues estas Conversaciones…, que Ediciones ICAIC vuelve a poner en sus manos, para hacer un recorrido por la herencia cultural que nos lega un puñado de cómplices, una provocación que remueva el insomnio, los desasosiegos por el futuro de una cinematografía urgida de movimiento, de inteligencia creadora, de sagacidad política, de arte y cultura. Un movimiento que rebasa los arcos del edificio que custodiaba Titón, y que habrá que seguir defendiendo, con nuevas armas, para que no se lacere en su desarrollo. Movimiento, ¿qué es el cine sino movimiento?

Arturo Sotto

Soy Cuba. Raúl García. Fotografía: Rolando Dovo.

YO TAMBIÉN SOY CUBA

Miguel Mendoza

Si alguien te comenta que Miguel Mendoza tenía veinte años cuando lo llamaron para ser el director de producción de Soy Cuba [Mijail Kalatozov, 1964], la película mito, quizás la más compleja y costosa en la historia del cine cubano, bien vale que te acerques y procures una conversación; pero si además de eso sabes que fue el productor de Memorias del subdesarrollo [Tomás Gutiérrez Alea. 1968], La primera carga al machete [Manuel Octavio Gómez, 1969] y Fresa y chocolate [Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, 1993], entonces el diálogo es obligado, tentación de primicia, o mejor, la excusa de una vanidad martiana: honrar, honra. Miguel me introduce en su despacho y acaricia su bigote en espera de la primera pregunta. Me observa con ojos de viejo lobo, sabio y resguardado. En su mirada se asoma la sombra de un misterio, secretos de una época de tormenta e iluminación. Entre fotos, libros y carteles de película, se inicia la conversación con un hombre que fue contador, interventor, proyeccionista, productor de cine y hasta cirquero.

Yo era fotógrafo aficionado, quizás motivado por razones familiares. Tenía un tío llamado Federico Buendía Mendoza que trabajaba como jefe de laboratorio del noticiero nacional, propiedad de Manolo Alonso, el director de Siete muertes a plazo fijo. Mi tío era también el operador y director de fotografía de los sketchs de Garrido y Piñeiro. En ese laboratorio se producían y revelaban las noticias, y cuando aquello la noticia era todo un negocio. Fíjate que había gente que pagaba cinco dólares porque lo filmaran al lado de un concejal, y otros diez porque los sacaras al lado de un senador. Y si quien pagaba era el Ministerio de Sanidad, la filmación podía tener un costo de hasta mil dólares, pues se trataba de vender la imagen de preocupación por la salud del pueblo. Yo era un muchacho que advertía lo que pasaba a mi alrededor. Nunca logré filmar nada, pero viví en el ojo de aquella vorágine, entre la imagen y su valor de costo mediático.

Y en medio de esa vorágine te sorprende enero del 59…

Ya en esa época era contador privado y quería terminar mi carrera de Ciencias Comerciales, pero la vida tiene sus misterios y de repente me veo envuelto en nuevas tareas: tenía que buscar datos.

Datos…, ¿qué tipo de datos?

Económicos. Trabajaba para una comisión que preparaba las nuevas leyes revolucionarias. Allí estaban Celia Sánchez Manduley, Celia Sánchez Agramonte, Fidel Castro, Raúl Castro, Ernesto Guevara, Oscar Pino Santos, Segundo Ceballos, Alfredo Guevara… Estoy tirando de memoria.

Se preparaba la Ley de Reforma Agraria…

No solo esa. También estaba la Ley de Reforma Urbana y todas las leyes que cambiarían este país. Aquello era como un gobierno legislativo paralelo que no era reconocido. Recuerda que en el primer semestre de 1959 vivíamos dentro de un gobierno cuyo presidente era Manuel Urrutia Lleó. De hecho, Alfredo [Guevara] se convierte en presidente del ICAIC por un «cojonazo» de Fidel, Urrutia tenía otro candidato.

¿Cuál era el candidato de Urrutia?

No recuerdo el nombre, pero era un hombre que representaba la derecha. Yo era como un investigador económico e impresor clandestino de las leyes de contenido social que se proyectaron en esa época. Y no te vayas a creer que eso era «jamón». Había mucha gente poderosa que hubiera dado cualquier cosa por conocer el contenido y alcance de estas leyes... Lo obligaban a uno a trabajar con una pistola en la cintura y una ametralladora Thompson en la mano.

Y de ahí pasas al ICAIC…

Llego al ICAIC el 30 de mayo de 1959 en medio de una disyuntiva: o me hacía guardia o me iba al INRA [Instituto Nacional de Reforma Agraria]. Entonces mi papá habla con Alfredo y le explica que a mí me interesaba el cine.

¿Qué edad tenías?

Diecisiete años. Por esa época era yo quien llevaba y proyectaba las películas que Alfredo le mandaba a Fidel. Aquellas sesiones podían durar hasta las cuatro o las cinco de la mañana, y en más de una hubo su discusión. De esos años fundacionales nace el respeto y la admiración que siempre he guardado por Alfredo Guevara, tanto como por Julio García- Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Saúl Yelín y José (Pepe) Fraga, hombres que hicieron mucho por el cine cubano.

Recuerdo que alguna vez me comentaste que Raúl García te acompañaba como asistente a aquellas proyecciones. Será quizás por esa muestra de confianza que Alfredo te encomienda la dirección de producción de una película muy importante para la época: El otro Cristóbal, que era un filme ambicioso, la primera coproducción con Francia y con un director de cierto renombre en los circuitos europeos: Armand Gatti.

La película tenía un guion muy atractivo y creo que navegó más allá de sus posibilidades. Te confieso que el director no me gustaba mucho. Es cierto que venía con el éxito de El cerco, primera película que dirige y produce en Yugoslavia; pero para mí lo más importante era que no podía traicionar a Alfredo. Tomé la película y la llevé a puerto. Pero antes de entrar en esos detalles, es necesario hablar un poco de la base material y humana con la que contábamos en la arrancada. Este es un elemento imprescindible que se debe tener en cuenta, porque el cine no es solo las obras de arte que produce; es mucho más, es una industria muy complicada, costosa e imprescindible. Fíjate que desde los primeros meses de 1959 Alfredo se da cuenta que las relaciones con los Estados Unidos se van a complicar, y negocia la adquisición de un laboratorio de blanco y negro, mesa de animación, equipos de trucaje, proyector de fondo, lámpara y equipos de iluminación, cámaras Mitchell BNC, el equipamiento de un estudio de sonido para mezclar y doblar, equipos de grabación de exteriores, y hasta dollys hidráulicos, el último grito de la tecnología en ese momento. Historias de la Revolución, que filma Otello Martelli, estrena estas cámaras Mitchell.

Siempre me he preguntado por qué escogieron a un director de fotografía italiano para hacer nuestra primera película. ¿No había un director de fotografía cubano con la experiencia suficiente para asumir un filme tan complejo?

Fuimos muy cuidadosos y selectivos en la incorporación de nuestros técnicos. Muchos estaban habituados a trabajar en películas de ficción americanas, mexicanas y cubanas, y aquello era otra dinámica. Es el momento en que se recupera el estudio de Cubanacán, que era propiedad del Estado cubano y que administraba en beneficio propio Manolo Alonso. Entonces se desarrolla con más fuerza el cine documental, que se hace en 16 mm con película reversible. Casi todos estos documentales tenían argumentos agrarios.

Y toda esa gran inversión y desarrollo del cine documental, ¿los costea el ICAIC?

Nosotros vivíamos gracias al INRA. Todavía el Estado no nos asignaba lo suficiente. Alfredo Cueto, que era el administrador del INRA, nos pagaba los documentales, a un buen precio, y con eso se cubría una parte del salario del ICAIC. La otra parte estaba en el Ejército Rebelde, en la Sección de Cultura que dirigía Julio García Espinosa bajo las órdenes de Osmany Cienfuegos. Estos no pasaron a la plantilla oficial hasta que no se resolvió el tema del presupuesto. Esta fusión entre el ICAIC y la Sección de Cultura se produce en octubre del 59. En la plantilla inicial estaban, Alfredo, por supuesto; Guillermo Cabrera Infante como asesor; Saúl Yelín, que también era asesor; Pablo Stein; Eugenio Vesa; Antonio Briones Montoto; Humberto Arenal; Humberto Ramos Valdés; Araceli Herrero; Raúl Taladrid... Eran unos veinticuatro el núcleo fundador y teníamos solo el quinto piso del edificio. De la Sección de Cultura del Ejército Rebelde llegaron Julio García Espinosa, José Massip, Dervis Pastor, Arturo Agramonte, Manuel Pérez, y otros compañeros. Hasta que llega la primera película: Un día de trabajo, de García Ascot [José M. García Ascot], que la historia no la recoge como la primera porque se termina en el 62 y forma parte del largometraje Cuba 58, conjuntamente con Los novios [José M. García Ascot] y Año Nuevo, dirigida por Jorge Fraga. Esta tierra nuestra, [1959], de Tomas Gutierrez Alea, y La vivienda, [1959], de Julio García Espinosa, son considerados nuestros primeros documentales. Pero Alfredo sabía que el objetivo y perfil del ICAIC no eran la realización de documentales netamente didácticos.

De todas formas, en ese momento lo que más le preocupaba a la dirección del ICAIC no eran los costos, o los temas, sino la formación del personal.

Se hacían cosas importantes, pequeñas y valiosas, con una tecnología muy vieja. La idea era avanzar aceleradamente. Fíjate que ya en el año 1962, en plena Crisis de Octubre, se están produciendo y filmando, paralelamente, tres coproducciones: una con Checoslovaquia [Para quien baila La Habana, que produjo Juan Vilar], otra con Alemania [Operación preludio]y la tercera con Francia [El otro Cristóbal]. ¡Tres películas! En la alemana estaba como directora de producción Margarita Alexander; en la checa, Juan Vilar Díaz, y en la otra el que te habla. Trabajábamos rotando equipos y personal sin alterar el plan de rodaje.

¿Y la visión de Gatti no te parecía un poco snob? ¿Estaba realmente interesado en la cultura cubana?

En esa película el guion es mucho más sólido que la imagen. Gatti la fue modificando constantemente, inventando y haciendo de las suyas. Con la Crisis de Octubre se va de Cuba el actor protagónico. Ya habíamos filmado casi el cincuenta por ciento, y Gatti lo sustituye por Pierre Chaussat, que fue profesor de pantomima, hasta que en el «pavonato» [se refiere a Luis Pavón Tamayo, director entonces del Consejo Nacional de Cultura] lo invalidan por calificarse la pantomima como un género teatral de tendencia homosexual. Eso nos obligó a esconderle la cara. Entonces a Gatti se le ocurre filmar con el actor francés una escena en que este se pone una careta o máscara, de modo que a partir de eso podía filmar con Pierre todas las escenas faltantes con careta. Pero además ocurre otra baja importante: el operador de cámara, un hombre acostumbrado a trabajar con la Mitchell, de planos clásicos, serenos, y lo sustituye por otro fotógrafo que tenía un estilo completamente diferente, a su lado Jorge Herrera te pudiera parecer un tipo ecuánime con la cámara en la mano. Al final yo creo que Gatti se perdió, ni él mismo supo lo que quiso decir con esa película.

Ya después te viene arriba el Mamut siberiano [título de un documental de Vicente Ferraz sobre el filme Soy Cuba].

Antes de Soy Cuba[Mijail Kalatosov, 1964], se producen otras películas en el ICAIC; de ellas las más importantes, a mi modo de ver, son: Realengo 18 [Oscar Torres, 1961], Cuba baila, [1960], y El joven rebelde. [1961]. Las dos últimas son de Julio García Espinosa, producidas por José (Pepe) Fraga, que es la persona que organiza el sistema empresarial del ICAIC. José Fraga y Saúl Yelín se merecen dos buenos capítulos en la historia del cine cubano.

¿Y cómo es que llega Kalatozov a Cuba?

Me imagino que tiene que ver con la visita de Anastas Mikoyan a La Habana. Es entonces que se comienza a hablar de un proyecto de película. Ya teníamos los equipos, pero no contábamos ni con transporte, ni con película virgen, ni siquiera con cámaras auxiliares. Soy Cuba permite que el cine llegue a todos los rincones de este país, a todos. Este es el aporte fundamental de la parte soviética, toda una infraestructura que no solo se destina a la producción, sino también al cine móvil. Esta película fue la más costosa para la época, con secuencias que podían tener hasta cinco mil extras. Recuerdo que gastronomía no podía comprometerse con hacer meriendas para tanta gente, y tuve que inventar una fábrica de bocaditos en el lugar donde estaba el Departamento de Cámara. El Ejército Rojo...

¿Cómo rojo?...

Sí, rojo. El Ejército soviético nos mandaba unas laticas de queso y otras de jamón que nos permitían hacer los bocaditos, y armábamos un campamento en cualquier parte. Fíjate que comenzamos filmando por las Yaguas [barrio marginal cercano a Luyanó], que ya estaba a punto de desaparecer, y de las Yaguas nos fuimos a Pinar del Río, a un motel donde dormíamos ocho en un cuarto que era para dos, y de ahí al otro extremo: Pino del Agua, cerca de Guisa, con unas condiciones infernales. Entonces le propuse a Kalatozov —por suerte lo convencí— cambiar para Minas del Frío, donde las condiciones de vida eran mejores; pero una maquillista comienza a tener relaciones con el agregado cultural de la Embajada soviética. El romance llega a oídos de un funcionario de la zona con mentalidad de cura y terminan botándonos de allí por inmorales. No sé si por el romance en sí mismo o porque consideraba santos a los soviéticos. Total, que nos mudamos para una locación donde estuvo lloviendo veintiún días sin parar, y luego seguimos para Tortuguilla, Guantánamo, y después a Baracoa, y de Baracoa para playa las Coloradas. Año y medio estuvimos en esas andadas. En realidad, la producción se hace más costosa por su propio lenguaje. Hablamos de una película filmada en planos-secuencias; es decir, se preparaba un día, se ensayaba al siguiente y se filmaba al tercero, pero a veces demorábamos cuatro o cinco días para filmar porque el fotógrafo no tenía nubes. Aunque, te insisto, los soviéticos fueron sumamente generosos con el ICAIC. Ellos pagaron todos los excesos, los que les correspondían y los que no. Llegaron a traer más de sesenta camiones para el cine móvil, y eso incluía los proyectores y las películas, negativo para filmar y positivo para copias.

Y después de ese maratón, ¿qué te viene encima?

Trabajo en varios documentales. Como película de ficción, si mal no recuerdo, viene Un día en el solar [1965],dirigida por Eduardo Manet, la primera película en colores del ICAIC y con un resultado fallido, no solo porque todo se puso en función de Sonia Calero, que ya no estaba para ese personaje, sino que, para colmo, Manet coloca a su mujer en el personaje de brigadista, y si te apuras podía ser más bien la abuela de la brigadista, y además era francesa. Tuvo, eso sí, muy buena escenografía, muy realista, construida en los estudios de Cubanacán.

Luego ya sale Memorias…

No lo recuerdo bien. Creo que primero hicimos Tulipa, de Manuel Octavio Gómez, que fue costosa, no tanto como Soy Cuba obviamente.

Espera, según La tienda negra(el cine en Cuba 1897-1990), preparado por María Eulalia Douglas (Mayuya), tú haces primero Manuela, [Humberto Solás, 1966].

No estoy seguro, porque ella siempre pone las fechas de estreno. En Manuela, te confieso que estaba erizado con la selección de la actriz. La vida le dio la razón a Humberto Solás, pero para nosotros era todo una sorpresa.

Estamos hablando de un mediometraje, algo mucho menos complejo de lo que venías haciendo.

Con Manuela no tuvimos muchas dificultades porque el Ejército Oriental se enamoró del proyecto y nos ayudó mucho. Vivíamos en una unidad militar.

Entonces sí viene Memorias…, que tiene un lenguaje muy particular y eso supongo que condicionó la producción.

Titón era un hombre muy seguro, sabía muy bien lo que quería hacer y eso facilita mucho la labor del productor. Quien más «jodía» era Ramón Suárez y eso afectaba las relaciones de trabajo. Casi me convertí en un conciliador en medio de la película.

O sea, que todo ese aire de documental e improvisación que tiene la película estaba muy bien organizado.

Por supuesto, lo que no quita que Titón aprovechara todo lo que pasaba a su alrededor: una manifestación en la calle o un movimiento de tanques. Recuerdo que una vez le comenté que había encontrado un «carajal» de latas de películas, guardadas en un almacén, que contenían los cortes que hacía la Comisión Revisora de Películas en el capitalismo. Parece que a él se le grabó aquella conversación, a inicios de los años 60, porque después la leí en el guion. No sé si él aparecía como personaje, pero sí recuerdo que estaba la secuencia en la sala de proyecciones del quinto piso.

Hoy día no se habla mucho de esto, pero la película no fue bien recibida cuando salió.

No, la película tuvo una oposición difícil fuera del ICAIC. Alfredo se fajó por ella, pero hubo quien planteó que no era el momento. Las discusiones de la época no eran fáciles.

Domingo Triana, Ramón F. Suárez (en la cámara), Titón, Daisy Granados y Sergio Corrieri durante la filmación de Memorias del subdesarrollo.

¿Cómo se refleja ese clima externo en la política del ICAIC?

No solo el clima externo y aquella polémica con Blas Roca. También estaban el grupo que defendía la «parametración» y las propias contradicciones internas que, por suerte, siempre dirimimos o resolvimos en casa; eso garantizaba la solidez del ICAIC. Alfredo tuvo que batallar mucho con fuerzas enemigas, por llamarlo de alguna manera, bien complejas, de todos los extremos. ¡Se fajó hasta con los moderados!

Y terminando Memorias… comienzas a preparar Los días del agua.

Hago otras, pero Los días del agua [Manuel Octavio Gómez, 1971], fue una película a la que le tuve mucha confianza. Desgraciadamente no cumplió todas las expectativas. Fue muy compleja, con campamentos y cientos de extras, además de la utilización de la cámara en mano de Jorge Herrera y un aporte que hace Raúl García para evitar los ruidos de cámara sin conseguir eliminarlos del todo, intento que ya habíamos hecho en La primera carga al machete, sin conseguirlo tampoco.

Todavía en esa época no tenemos mucha conciencia de los costos.

Para nada. Incluso lo que estaba de moda era salir de la capital, lo cual para nosotros, los productores, resultaba mucho más difícil. Si la película era histórica, los directores pedían filmar en los escenarios reales. De hecho, realizamos muchas películas gracias al apoyo de las organizaciones en provincia, en particular el Ejército. Si no hubiera sido por ellos, no habríamos producido Manuela, ni La primera carga al machete, ni Los días del agua. Esta última tuvo todo el apoyo del Partido en Pinar del Río, de Julio Camacho Aguilera, en particular, y eso en medio de la zafra del 70, en condiciones muy difíciles.

Los días del agua. Idalia Anreus, Eugenio Hernández, Mario Balmaseda (de rodillas). Fotografía: José L. Rodríguez-Venegas (Tom Mix).

Después de Los días del agua te vas del ICAIC, ¿por qué?

Es que Alfredo comienza a darle una importancia a la palabra del director; digamos, esa última palabra sobre lo que se quiere en una película, algo que muchas veces yo no compartía. Una cosa es que ese director sea Titón o Julio García Espinosa y otra, bien diferente, los casos de directores que podían pedirte secuencias o cosas totalmente disparatadas; por no mencionarte que alguno de ellos podía dejarte con la locación montada porque «no veía el plano» o cualquier otra justificación insulsa, desde el grado de cocción de un puerco hasta el color de una corbata. Entonces me fui a Cinematografía Educativa, del Ministerio de Educación, donde choco —mira tú las cosas de la vida— con una posición diametralmente opuesta. Allí decían que el director no hacía falta, bastaba con un maestro: olvídate del lenguaje, busca un camarógrafo y filma lo que el maestro diga. Súmale a eso que el personal artístico-técnico era improvisado, y si se hacía algo interesante —recuerdo un documental sobre la deserción escolar—, las discusiones parecían del paleolítico. Los que dirigían tenían una mirada muy rígida, conservadora, y yo venía de la experiencia del ICAIC, que era la vanguardia de la época. De allí me voy al circo por unos meses, porque había que reorganizar aquello.

El circo no circulaba por el país y ese era un problema vital, esencial para su naturaleza. Esa tradición de movimiento se había acabado, la cabalgata de llegada en cada pueblo, etc. Me busqué varios problemas con Luis Pavón Tamayo y terminé trabajando para el turismo en la organización de festivales que coordinaba el Ministerio de Cultura; o sea, con Julio García Espinosa directamente. De manera que cuando Julio regresa al ICAIC vuelvo con él y empiezo la preparación de El corazón sobre la tierra [1985], de Constante Rapi Diego.

Por lo que me cuentas, ya estamos en el año 85, período de las vacas gordas en el ICAIC. Hemos navegado con absoluta libertad productiva dentro de la cordura y la racionalidad, claro está, pero todavía no se habla de límites financieros.

Dentro de esa racionalidad había su dosis de locura; si la película era en un cayo te ibas a filmar al cayo.

¿Qué diferencias encuentras entre el ICAIC que dejaste en el año 72 y el que te encuentras a tu regreso casi diez años después?

Aquello se movía más, había un espíritu de renovación, mucha gente nueva en la dirección de películas. Date cuenta que de los directores del 60 casi el cincuenta por ciento se había ido del país, sin contar los fotógrafos y los editores. Aquella nueva fuerza joven desempeña un papel muy importante.

A mi modo de ver, esa renovación se manifiesta más en el crecimiento de la producción y no en el lenguaje.

Pero no todo lo que se hizo en los años 60 puede considerarse de excelencia en términos artísticos…

No, si coincido contigo. Yo creo que esa década está mitificada.

Si te pones a recordar se hicieron malas películas, muchas pertenecen a esos directores que se fueron.

Y en los años 80 se hacen buenas películas, no digo lo contrario; pero también es cierto que renovación generacional no es sinónimo de audacia en el lenguaje, aunque en la medida que crece la producción aumenta la posibilidad de que salgan filmes de mayor calidad.

Por supuesto.

¿Qué haces por esos años?

Comienzo la prefilmación de Gallego [Manuel Octavio Gómez, 1987], pero se cae el coproductor y paso a preparar Un señor muy viejo con unas alas enormes [Fernando Birri, 1988].

Que es también una coproducción.

Yo diría que es más una coproducción por nombre, porque nosotros pusimos mucho. Fue una época en que tuve que luchar por el rescate de la responsabilidad y el profesionalismo en el cine.

Ya a fines de los 80 comienzas a trabajar en la prestación de servicios.

Sí, creamos la oficina en la casa de 19 e hicimos una política de producción que ayudara al autofinanciamiento del ICAIC, cosas que algunos directores no comprendían. Llegamos a realizar, conjuntamente con Camilo [Camilo Vives], una gestión económica muy importante.

En esos años produces Papeles secundarios [Orlando Rojas, 1988], que se considera la película más significativa de la época.

Es una película de mucho encanto. También hacemos La inútil muerte de mi socio Manolo [Julio García Espinosa, 1989], mucho más sencilla, porque es una película con dos actores en el foro. Está el corto de Mayra Segura en Mujer transparente [Mayra Vilasís, Ana Rodríguez, Mayra Segura, Mario Crespo, Héctor Veitía, 1990].

También se produce El siglo de la luces [Humberto Solás, 1992], una película difícil, con filmaciones en tres países diferentes, actores, escenarios, maneras de encarar la producción; lo digo porque mantener a un staff todo ese tiempo bajo semejante presión...

El siglo…, en el fondo, no fue una película tan costosa para la magnitud que representa. Todo lo que se filmó en la Unión Soviética lo pagaron los rusos. Por cierto, una producción bastante desastrosa en muchos aspectos: a los extras, por ejemplo, no les daban comida, y para las filmaciones en medio del mar te daban una sopa en platos de acero-níquel... Te podrás imaginar lo que se armaba allí. Y todo lo que se rodó en Burdeos, Francia, lo cubrieron los franceses. Pero entonces viene el período especial y eso nos obliga a reorganizar todo el diseño de producción para hacerla posible. Esta película la salva Alfredo, porque aquello era francamente incosteable en el momento en que estábamos, y la hicimos, y le sacamos dinero.

Llega el año 93 y aparece Fresa y chocolate. ¿Cómo fue el reencuentro con Titón?

Fresa y chocolate. Miguel Mendoza, Mayito, Titón y Mayra Segura. Fotografía: Luis M. Fernández (Pirole).

Ya nosotros habíamos tenido algún contacto en la preparación de los créditos para la película Havana [Sydney Pollack]; no participo en el rodaje, pero trabajo en la prefilmación. Un día me llama y me dice: «Oye, quiero hacer esta película contigo». Yo tenía a Mayra Segura como principal apoyo para la preparación y, como sabes, Fresa… no es una película compleja en términos de producción, aunque tuvimos que mudar a la familia de la Guarida para la oficina de 19 y así trabajar con más comodidad en la locación. Los problemas estaban en lo que decía la película, lo cual nos trajo nuevos enemigos, y en las complicaciones de salud que afrontó Titón en medio del rodaje. Esta situación ya yo la conocía, y Titón la afrontó con un coraje y una inteligencia del carajo, con la colaboración de Juan Carlos Tabío, por supuesto, que fue fundamental. Y, fíjate, nunca se pasó del plan, con todas las razones del mundo para hacerlo; siguió dirigiendo desde el hospital.

Hay algo que halagan de ti tus mayores admiradores y es el olfato para saber dónde puede surgir un problema en medio de una película.

Eso te lo da la experiencia acumulada. Los años te enseñan a descubrir la atmósfera que hay en un set de filmación; y el buen productor no solo debe tener el control económico de la película, sino también el anímico. No puedes vivir confiado de que tienes las cosas amarradas.

Tú no vives la crisis de Cecilia [Humberto Solás, 1982] porque no estabas en el ICAIC en ese momento, pero sí lo estás cuando se produce el conflicto de Alicia en el pueblo de Maravillas [Daniel Díaz Torres, 1991], ¿cómo vives ese momento?

Sabía de los problemas que tenía la película como película en sí misma, algo que le puede pasar a cualquier obra de arte, y por esa razón no quería dejarme manipular por ninguna fuerza.

Pero no me refiero al resultado artístico, sino a la posibilidad de una fusión con la televisión, que era lo que más preocupaba a todos.

Eso era impensable. Y déjame decirte algo: ese peligro no ha desaparecido, las intenciones siguen ahí, vivas. Por suerte, la cohesión fue importante, y hay mucha gente con opiniones y poder —intermedio, pero poder al fin—, que no quieren el ICAIC.

Cuáles serían tus películas más entrañables.

Las de Titón: Memorias… y Fresa…, lo cual no tiene que ver con el diseño de producción. Otras fueron más complejas y me obligaron a un mayor esfuerzo, como el caso de Soy Cuba; pero soy consciente que lo bueno que tiene esta última película es la fotografía, y uno trabaja para un resultado de conjunto.

¿Cómo valoras todos esos años en el ICAIC?

Fue mi escuela, fue mi vida. Llegué con diecisiete años y aprendí un concepto de la responsabilidad que te da el cine, como una lección de vida. Los años que estuve fuera me permitieron verlo en la distancia y supe que dejé el camino por vereda. En medio de la selva entendí que había vivido en un espacio creativo único; no era un paraíso, el cine no lo será nunca, pero había un sentido de pertenencia que no encontrabas en ningún otro lugar. Y por suerte regresé y seguí trabajando en grandes e importantes películas para la cultura de este país. Hoy vuelvo a mirar, desde casa, con la misma pasión.

«Con la pupila insomne y el párpado cerrado».

No, mejor con el párpado abierto.

Abril del 2008

Amada. Gerardo Riverón, Magali Pompa y Nelson Rodríguez. Fotografía: Jorge L. Rodríguez-Venegas (Tom Mixito).

«Detrás de un gran director siempre hay un buen editor»

Nelson Rodríguez

Nelson Rodríguez no fue tan conocido ni celebrado, digamos a nivel de los medios masivos, hasta que le otorgaron el Premio Nacional de Cine. Tan es así, que en la portada del diario Granma, reseñando el suceso, colocaron la foto de otro Nelson, no menos célebre e importante para la cultura nacional. Pero para los hacedores del cine cubano, críticos y especialista, Nelson es maestría y paradigma. Todos sabemos que por sus manos han pasado las mejores películas de nuestra cinematografía. A partir del Premio se han sucedido e incrementado el número de entrevistas y reportajes que indagan acerca de su obra. Sirva esta conversación, acaso con alguna que otra anécdota ya conocida para el estudioso, como una nueva aproximación a la historia de hombres, movimientos e instituciones que se hicieron imprescindibles.

Confesar que la primera vocación fue ser director de cine, es cosa difícil, aun cuando la vida depare otros destinos dentro del arte cinematográfico. Muchos suelen guardarse ese sentimiento de frustración adolescente y muestran la seguridad de quien siempre supo para lo que estaba hecho. Sin embargo, tú nunca has escondido las ambiciones que revelaste en aquella primera entrevista que te hicieron cuando llegaste al ICAIC.

Esa entrevista parte de un hecho muy hermoso: fue idea de Alfredo Guevara integrar, en aquella recién creada industria, a los miembros de los cine-clubs que existían en La Habana. Yo pertenecía al de mi barrio, Santo Suárez, que se llamaba Cine-Club Visión. Allí nos reuníamos un grupo de muchachos, en la bodega de la esquina, a hablar de cine. Y recuerdo que un día, en el entusiasmo, aplicamos a unas becas que se otorgaban para los talleres de verano que impartía José Manuel Valdés Rodríguez en la Universidad. Había que hacer la crítica de una película de Otto Preminger; la hice y entré. Ese taller fue importante, aunque ya en ese momento yo venía muy marcado por el Neorrealismo…

¿Quieres decir que tú conocías el Neorrealismo antes del surgimiento del ICAIC?

Por supuesto. No es noticia que Alfredo se preocupó por difundir todas esas películas neorrealistas —de donde salió la famosa polémica con Blas Roca— para discutir y profundizar sobre tendencias y lenguajes, pero eso no quiere decir que fuesen desconocidas. Son cosas bien distintas. Recuerdo de niño mis devociones por todo ese cine de fantasía árabe, exótico, con aventuras de corsarios en technicolor. Hasta que, de pronto, un día, perseguido por la cinefilia, descubro una película sorprendente: Arroz amargo, de Giuseppe de Santis. Todavía era un muchacho y no me dejaban entrar al cine porque era para mayores; hice la fuerza, o alguna artimaña, y lo conseguí. Fíjate cómo era la época, que en el antiguo cine Blanquita [hoy Karl Marx] te programaban, junto con una revista musical española llamada Cabalgata, una película de Vittorio de Sica: Umberto D. [1952].¡Mira, yo salí del cine con tal depresión por la vida y la suerte de aquel viejo, que comencé a ver todas las películas italianas que se estrenaban en La Habana! Vivía fascinado por unas historias completamente diferentes a las que estaba acostumbrado a ver. Recuerdo el impacto de Ladrón de bicicletas(Vittorio de Sica, 1948)y Alemaniaaño cero(Roberto Rossellini, 1948)que después se convirtieron en clásicos. Y con todo ese movimiento llegó también el boom de las grandes actrices, como Silvana Mangano, Gina Lollobrigida y Silvana Pampanini; «monstruas» eróticas que bailaban sin ajustadores y con pelos debajo del brazo. Una moda que vino a romper con la mojigatería norteamericana, toda una revelación. Súmale a eso los programas que tenía el cine Capri [hoy Mégano], cita obligada de la intelectualidad habanera, donde se exhibían tres películas europeas diarias. Alfredo regresa al mejor cine neorrealista y trae el de los 60, como la Nueva Ola, más sofisticada, con Hiroshima mon amour [Alain Resnais, 1959]…

…Espera, para no perdernos. Comenzaste hablando de los cine-clubs…

Cierto. Había otro por Marianao, que era el Lumière y, por supuesto, estaba Nuestro Tiempo, donde se reunía todo un grupo de figuras muy conocidas de nuestra cultura. Yo, en realidad, no vine a buscar trabajo en el ICAIC, a mí me mandaron a buscar. Fue Octavio Cortázar —éramos muy amigos en aquella época— quien se apareció en mi casa para decirme que necesitaban gente. Conmigo fueron dos personas más: Gloria Argüelles (Yoyita), que también era del cine-club y se convirtió en editora, y Oscar Valdés. Cuando Santiago Álvarez, en aquella primera entrevista, me preguntó qué quería ser, le dije que director de cine. Parece que la confidencia le resultó un poco pretenciosa y entonces quiso saber qué yo estudiaba. Le respondí que Ciencias Comerciales y ahí me embarqué, porque me mandó como asistente de producción, cosa que no me hizo ninguna gracia. En eso estuve casi un año, de asistente y productor al mismo tiempo. De ese momento recuerdo un documental muy bonito, dirigido por Jorge Fraga, que se titula Y me hice maestro [1961]. Estuvimos en la Sierra Maestra como cuarenta y cinco días, documentando toda aquella gran batalla contra el analfabetismo.

Ese debe ser el origen de un largometraje: En días como estos, 1964, que dirigió Fraga y produjo Juanito Vilar.

Exactamente, ahí surgió el guion. El documental le quedó muy bueno, con música de Vivaldi.

Y entonces, ¿cómo llegas a la edición?

Un día paso por el cuarto piso y escucho un sonido que me inquieta. Supongo que por ese tiempo todo lo que me resultara extraño, en cine, quería conocerlo. Era muy tarde y siento ese sonido de máquina que provenía de una moviola americana. Pido permiso para entrar y Mario González, un editor muy importante que devino mi maestro, me invita a pasar. La historia tú la conoces: comienzo a ver cómo él marca unos trocitos de película, los corta y después los cuelga en un cajón, que nosotros llamamos «perchero», o los guarda en pequeños rollos que va amontonando. Todos esos «trocitos» quedaron separados y, una vez que lo tuvo todo cortado, comenzó a pegarlos. Después me mostró, de un golpe, aquellos rollitos empatados que, al verlos unidos, armaban una secuencia. La impresión fue estremecedora. Tan es así, que al día siguiente voy a reunirme con Pepe Fraga, que era el jefe de producción, y le pido ser editor. Pepe trata de convencerme para que siga de productor, o lo que yo llamo «un resuelve problemas». Llega incluso a decirme que propuso un aumento de sueldo por mi excelente trabajo en Y me hice maestro. Pero yo le respondo que ni modo: «Ya hablé con Mario y él está de acuerdo». Pepe se alteró un poco; imagínate la presión inicial y todas las motivaciones acumuladas por la gente. Terminó diciéndome que si la que limpia el piso decide ser directora de cine que lo sea, que allí todo el mundo quería hacer lo que le daba la gana. Al final fue como una escena cómica.

Cuando uno ve aquellas moviolas verticales, que más que mesas de montaje parecen máquinas de coser, sientes que en ese oficio hay algo de sastre, de armador de un cuerpo. Supongo que la edición, de alguna manera, te salvaba de ese fracaso inicial, convirtiéndote en algo que estaba muy cerca del director que quisiste ser.

Yo intuía —no era consciente todavía— que aquella labor, independientemente de sus aspectos técnicos, tenía una gran dosis de creatividad. Yo armo una secuencia, la veo, descubro la ausencia de ritmo y ajusto. Todo eso es muy creativo. Estuve tres meses de asistente de un editor que se llamaba Ángel López. Pero nunca trabajé en las moviolas americanas, ya el ICAIC había comprado las moviolas horizontales que venían con algunas limitaciones. Recuerdo que Germán Fernández le hizo una innovación al mecanismo para mejorarlas e independizar el movimiento de los platos de imagen y sonido. Dentro de algunos años nadie sabrá lo que era una moviola. Hay quien las confunde con vehículos.

¿Qué memoria guardas de aquellos años fundacionales?

Llegué en septiembre del 60, se estrenaba Historias de la revolución y el Instituto contaba con tres pisos del edificio. Recuerdo que Humberto Solás era mecanógrafo de la revista Cine Cubano, cuya directora era Olga Andréu, y que Oscar Valdés se metió en el archivo, un pequeño cuartito del tercer piso. También contábamos con otro espacio, que fue el inicio del dibujo animado. En otro piso estaban la pizarra y las oficinas de Saúl Yelín y Alfredo Guevara. El resto eran compañías de seguro, ópticas, consultas de dentistas y cosas de esas. Poco a poco toda esa gente se fue yendo y nosotros ocupamos, literalmente, todo el edificio.

Tu primer gran documental es Historia de una batalla [Manuel Octavio Gómez, 1962], una película que se compone de mucho material de archivo; una estructura que se construye en la mesa de montaje. Y aquí voy a extender la pregunta de lo particular hacia algo más genérico, ¿no crees que en este tipo de documentales el editor se convierte en coguionista del relato?

Así es, aunque no suele reconocerse; eso depende mucho del nivel de aportes que haga el editor a la estructura de la película, en la moviola o en la computadora, da igual el mecanismo. Manuel Octavio filma con Rodolfo López todo el material que recoge la llegada de los maestros cuando termina la Campaña de Alfabetización, el reencuentro con los familiares, que es muy hermoso, y algunas otras cosas insertadas; el resto era archivo. La idea consistía en montar la Campaña de Alfabetización mezclándola con los acontecimientos más importantes ocurridos en el país en ese año: Girón y otros sucesos acontecidos en América Latina. Manuel Octavio tenía una propuesta de estructura, aunque hay secuencias, como la final, que monté solo. Cuando las escenas tienen una carga muy emotiva me gusta trabajar en solitario; en esos casos lo que me guía es la intuición. Ahí me sucedió algo con el sonido: tenía que montar algunos fragmentos del discurso de Fidel y la calidad de la grabación no era buena, no solo por nuestros recursos, sino por el viento y las variaciones que sufre el sonido en este tipo de concentraciones. Entonces escogimos los mejores momentos del discurso mismo y con calidad técnica, y los monté uno detrás del otro. Cuando llegamos al estudio para hacer la mezcla, me lo viraron todo para atrás. Yo no tenía experiencia, y gracias al error, más bien al desconocimiento, aprendí el armado de pistas con ambientes generales y la separación de los sonidos con lo que llamamos las colas intermedias, para que todo quede sincrónico.

En esa época se mezclaban los rollos completos de una sola vez, cosa difícil de imaginar hoy día con el uso de las computadoras. Ese documental fue un desafío, un atrevimiento: la urgencia y la vorágine de aquellos años exigía un trabajo con fecha límite y era necesario seleccionar todo ese archivo en horas extras. Se convocó una reunión para elegir un voluntario, y como todos estábamos enrolados en varios proyectos al mismo tiempo, yo levanté la mano. A Estrella Pantín, que era la directora del Departamento, no le quedó más remedio que entregarme el documental bajo la asesoría de Mario González. Así pasé muchas noches organizando el material. Cuando Octavio se incorpora determina la estructura. Los dos aprendimos juntos.

Después editas un documental de Alberto Roldán titulado Primer carnaval socialista[1962], el nombre sugiere una ruptura, ¿cuál fue la diferencia entre ese carnaval y sus precedentes?

La verdad es que después del triunfo los carnavales se siguieron haciendo en el mismo lugar y con el mismo apego a la tradición de comparsas y carrozas. El espíritu de los primeros años era muy romántico y, ciertamente, no sufríamos de la tensión y el miedo de los últimos momentos de la dictadura, cuando no sabías si volverías vivo a casa. Como yo era joven, salía a jugármela con tal de bailar y disfrutar la noche habanera. Siempre terminaba, a las cuatro de la mañana, tomando sopa china en un restaurante de Cuatro Caminos. El año 1958 fue de mucho terror y ese primer carnaval socialista estaba impregnado de una alegría muy particular. Creo que la diferencia, a nivel de espectáculo, era que faltaban las bandas americanas. La intención del documental estaba más en el espíritu que en las formas.

Por esos años se producen lo que tú llamas «cosas locas», otros prefieren nombrarlos «experimentos». Me refiero a aquellos primeros ejercicios de Humberto Solás y Oscar Valdés. Recuerdo en particular Minerva traduce el mar[1962]; acerca del cual Humberto cuenta que se le volaron los papeles y tuvo que improvisar, lo que se convirtió, con el tiempo, en su método de trabajo.

Es cierto que se le volaron los papeles, pero que de ahí se haya convertido en método de trabajo… Humberto era muy romántico y le encantaba tejer leyendas edulcoradas con su propia fantasía. Eso tiene un antecedente: Santiago Álvarez les daba a un grupo de muchachos que empezaban en la industria, unos cuatrocientos pies de películas para que filmaran notas periodísticas que después sirvieran para el noticiero. Era una forma de entrenarlos y descubrir talentos. Allí estaban Humberto, Héctor Veitía y Oscar Valdés. Recuerdo que Humberto hizo una nota sobre la Biblioteca Nacional que parecía una película de Antonioni, con mujer bella incluida, todo muy estilizado. Me incorporo a ese grupo y edito las notas que ellos realizaban. De esa época es Variaciones [Humberto Solás-Héctor Veitía, 1962].

Fuiste el editor de Nosotros, la música [Rogelio París, 1964], un documental que el tiempo convirtió en clásico, oportuno, imprescindible. Tengo la sensación, por eso lo llamo oportuno, de que la cámara estuvo allí en el momento preciso, conservando para otros aquellas grandes figuras de los 60 que trasmiten una imagen muy certera, en tanto abarcadora, de la música cubana. Y digo certera porque el montaje no se excede, no empalaga, un peligro que se corre cuando se cuenta con un material tan seductor sobre la mesa de edición. ¿Cómo llega ese material a tus manos y cómo se define su estructura?

Rogelio era un hombre muy lúcido, muy vital. Venía con una experiencia de la televisión y el teatro musical. Era un pequeño genio de la cultura del espectáculo. Le hizo la propuesta al ICAIC y se la aceptaron. Tenía, además, muchos contactos. Fíjate que lo único que existe de Bola de Nieve lo filmó Rogelio, ¡y eso fue una fiesta en casa de Bola, con Carpentier entre los invitados! Es posible que yo haya manejado la estructura interna de una secuencia, pero el concepto y la idea general los tenía Rogelio. Estábamos muy integrados y nos compartíamos los criterios con total libertad. Y aun cuando existe un valor que se genera a posteriori, cuando todas esas figuras comienzan a desaparecer, creo que el documental está muy bien filmado y muy bien editado. Tú puedes tener un buen material, pero si no lo manejas con arte no trasciende, queda en la paz del archivo hasta que otras manos lo resucitan en el futuro.

La Historia (con mayúscula) de Manuela [Humberto Solás, 1966], es muy interesante, no solo por lo que cuenta la película, sino por todo lo que provocó después; de cierto modo es el origen de muchas cosas. Por algunos es conocido el desconsuelo de Humberto, una vez terminado el rodaje, y su peregrinar por la ciudad de Matanzas. Lo ayudaste a visualizar el material y reconocer sus valores fílmicos, independientemente de la necesidad que tuvieron de hacer algunos planos en el Bosque de La Habana para estructurar mejor el montaje. Cuando Humberto diseñó el plan de filmación, ¿no se planteó un guion técnico, un storyboard que previera todos los planos que componían la película?

El cine de ficción de Humberto siempre estuvo sometido a un posible cambio. Él dejaba un margen de improvisación o espontaneidad a la hora de rodar. Si ves el guion original de cualquiera de sus películas notarás las diferencias entre el texto escrito y el texto fílmico. Transformaba la puesta en escena y le daba a los actores la libertad de trabajar sobre los diálogos para que se sintieran cómodos en el decir, cosa muy diferente a lo que hacía Titón, por citarte un ejemplo. Esa libertad me permitía jugar con la estructura, porque lo que llegaba a mí era diferente a lo que se planificaba. Y la filmación de la batalla, el origen de ese desconsuelo, fue una locura. Nadie se planteó una descomposición de planos y movimientos; fue loco, completamente loco. El Ejército nos dio los medios y se empezó a filmar todo lo que se pudo. Excepto la batalla, todo lo demás estuvo, más o menos, preconcebido. Soy del criterio que muchas veces el director llega al cuarto de edición con la saturación y el cansancio propios de los meses de preparación y rodaje. Entonces le sugiero un descanso, un reposo distante, para regresar al material tiempo después y con mirada más fresca, una vez que el editor tenga armado lo que llamamos el primer corte de la película. Cuando los niveles de comunicación son estrechos, el trabajo fluye. Eso me pasó con Humberto, Titón, Manuel Octavio y Sergio Giral. Después entramos en la etapa de ajustes y las discusiones son más precisas. En definitiva, es muy difícil, en el cine de ficción, que un editor viole arbitrariamente la estructura proyectada desde el guión.

En otras entrevistas te has referido a lo que llamas «cortarlo a lo Godard» [corte que altera la continuidad del movimiento]. Coincido contigo en lo que significó la Nueva Ola para el cine: el rescate de esa «seriedad que se había perdido», la renovación del lenguaje que, en el caso de A bout de souffle (Jean Luc Godard, 1960)(para Cuba Sin aliento), estuvo determinada por una necesidad muy concreta: había que cortar la película por exigencias de la distribución. Pero para bien del arte, el origen del hallazgo no es importante, lo significativo está en el resultado. Conocías bien el trabajo de Godard y la solución que le ofreciste a Titón para el final de Memorias del subdesarrollo [Tomás Gutiérrez Alea, 1968], no podría ser más efectiva y sugerente. Sin embargo, la fórmula ha devenido truco. Muchas veces descubres películas que asumen este tipo de montaje para esconder carencias.

En Memorias… la solución surge porque Titón quería repetir la secuencia, no le gustaba la luz. Y muchas veces se establecen las conexiones con la Nueva Ola, pero yo creo que estábamos más cerca del cine brasileño, de las primeras experiencias del Cinema Novo y las películas de Glauber Rocha en particular. No podría hacerte un análisis del porqué se ha convertido en truco, pretensión de engaño; casi siempre le veo las costuras a todas esas películas. En el año 68 era un rasgo de modernidad, hoy día parece improvisación, se siente la falta de base, de estudio, como si fuera un parche que no tiene gracia, que no se integra.

En Memorias… ese recurso «a lo Godard» lo usaste para describir el estado de ánimo de Sergio, y en Lucía [Humberto Solás, 1968] también lo vuelves a utilizar…

Sí, pero en Lucía, en la secuencia de Raquel Revuelta y el famoso texto de la gardenia, yo corto sobre el mismo plano para trasmitir la euforia del personaje. Memorias… está editada sobre la base del texto en off, la estructura la condiciona el pensamiento de Sergio. Titón me dejó trabajar solo, pero cuando iba al cuarto de edición comenzaba a preguntar por la razón de cada corte; quería saber las conexiones que había establecido entre un plano y otro. Si mi trabajo, hasta ese momento, era pura intuición, con Titón fue sometido a un análisis más riguroso; no bastaba la emotividad, había que justificarlo a otro nivel, digamos más intelectual. Fíjate que una vez terminado el montaje y la mezcla final de sonido, Titón ve la película y se percata que el personaje de la criada, que interpreta Eslinda Núñez y que estaba regado por toda la película, desequilibraba el discurso. Memorias… es una película hecha por bloques, y esas apariciones de Eslinda creaban un ruido. ¡Ahí comenzamos a reestructurarlo todo, un trabajo de chino, hermano, que demoró tres semanas más!

¿Y después no se cortó más?

No. Muchas veces me han preguntado si hubo censura, ¡no!, no se le cortó nada; ¡bueno, sí!, se cortó un plano. La secuencia en cuestión es aquella de la piscina en que Sergio hace una reflexión peyorativa sobre la mujer cubana y el texto caía sobre una viejita que entraba al agua. Te podrás imaginar cómo estaba la pobre. Entonces Saúl Yelín hace una vista de la película, justo antes de la première, porque él manejaba las relaciones internacionales del Instituto y tenía que coordinar todo el tema de prensa. Recuerdo que estaban hechas las dieciséis copias de distribución nacional, ocho para La Habana y otras ocho para provincias, ¡y Saúl se da cuenta que la dichosa viejita era la madre del embajador de Inglaterra! O sea, que tuve que cortar, sobre la copia compuesta, para evitar un conflicto diplomático.

Ya en Lucía comienzas a sentirte coautor del relato desde el guion mismo. Y aquí vuelvo al tema del proceso creativo en Humberto, porque por mucho que se aferrara al espíritu de la improvisación, Lucía es una película más compleja que Manuela. Imagino que tendría un mínimo planteamiento de puesta en escena.

Humberto escribía por la mañana, con absoluta libertad, y yo me encargaba de ir armando la escaleta en función de lo que él iba creando. Luego, nos sentábamos a verlo y descubríamos que faltaban escenas intermedias que eran necesarias para darle coherencia al guion, algunas secuencias de transiciones o cosas así. Esas escenas a veces las escribía yo y otras él. Es el caso del personaje de la Fernandina en el primer cuento de Lucía, que lo escribí yo, porque no queríamos que el personaje quedara suelto como la loca del pueblo, pues fue una monja violada. Era necesario crear una relación entre Lucía y Fernandina, y así se hizo. No teníamos guion técnico y dejamos el margen de espontaneidad al que Humberto estaba acostumbrado. Quizás por eso el segundo cuento se nos complicó un poco: ahí tuvimos que volver a filmar escenas en La Habana para articular mejor el montaje. Y no te hablo solo de planos, que es lo que puede sucederte si no cuentas con un guion técnico previo, sino de la estructura misma. La decepción del personaje de Aldo, la frustración ante una revolución que no se concreta, no estaban desarrolladas en el guion, y esa falta de progresión del personaje saltó en la mesa de montaje. Tuvimos que escribir y filmar para redondear la historia.

Y hablando de estructura, La primera carga al machete [Manuel Octavio Gómez, 1969] va más allá de sus valores fotográficos, cuestionados por unos y celebrados por otros. Tiene un montaje muy interesante, considerando las diferentes formas de lenguaje que se cruzan y dialogan entre sí. Me refiero a los enfrentamientos armados, las entrevistas y hasta ese maravilloso trovador, suerte de Homero, que va narrando los sucesos. ¿Cuánto hay de soluciones o hallazgos en esa estructura?

Manuel Octavio hacía guiones muy precisos. Donde más colaboré con él fue en Ustedes tienen la palabra [Manuel Octavio Gómez, 1973], desde el guion. En La primera carga…, estaba todo muy bien estudiado y, realmente, solo tuve que seguir la pauta que traía el guión literario.

¿Y en Los días del agua [Manuel Octavio Gómez, 1972], que parecía un guion muy prometedor y, sin embargo, en el resultado uno siente que se dispersan las intenciones?

Es que Manuel Octavio, a pesar de esa rigurosidad en el guion, podía ser muy influenciable. En una película intervienen muchas personas, y esa diversidad de criterios, o puntos de vista, puede determinar cambios y maneras de hacer que terminan traicionando las intenciones originales del director o de la propia película. Y esa digresión de Los días del agua está provocada por esa suma de influencias que lo afectan todo: guion, fotografía, puesta en escena, actores…, todo.

En otras entrevistas has hablado poco de Una pelea cubana contra los demonios [Tomás Gutiérrez Alea, 1971], película sobre la que insisto cada vez que puedo. Estabas habituado a la cámara de Jorge Herrera, por mucho que te mareara en algunas ocasiones, y aquí te enfrentas a la misma tendencia, que sigue Mario García Joya, pero con planos-secuencias muy largos que, sospecho, serían difíciles de cortar.

Mayito entusiasmó a Titón para seguir el estilo que se practicó en Lucía y La primera carga…, películas históricas en las que había funcionado muy bien. Aquí la cámara fue más equilibrada; Mayito tendría más fuerza, era mucho más joven, para sostener aquel enorme «blimp-blanco» que inventó Jorge Herrera…

…Jorge y Raúl García, porque el origen de ese artefacto es la necesidad que tenía Raúl de ocultar el ruido de la cámara (Arri II-C) para conseguir un sonido directo de calidad.

Tienes razón. La primera carga… cuenta con sonido directo completo y fue la primera que se hizo en el ICAIC, Raúl fue el sonidista. Ese mismo blimp lo usó Mayito. Pero como la concibieron en planos-secuencias, Titón se da cuenta que en el medio de algunas escenas se creaban pausas que no le satisfacían y afectaban el ritmo de la película. Como no se hicieron planos de protección, era imposible cortarlos. Había que esperar a que la cámara se moviera para que un personaje hablara.

Esto hace que la película se te pueda hacer un poco larga.

Claro. Eso no hubo manera de resolverlo.

Ya estamos en los años 70 y Un día de noviembre [Humberto Sólas, 1972] sufre la «grisura» de la década. Alfredo la guarda como estrategia de protección. Él entendió que no era el momento para lanzarla. ¿Cuánto influye en el ICAIC, ya no solo en la película, sino en el espíritu creador de los cineastas cubanos, toda esa atmósfera asfixiante?

Si Alfredo saca la película en el año 71 es muy probable que nos hubieran «parametrado» a todos nosotros. Fue terrible. En medio de la filmación nos enterábamos de lo que estaba sucediendo en el teatro cubano. Y en ese sentido creo que Alfredo fue muy inteligente, no solo por salvar la película, sino a todo el ICAIC. De hecho, muchos homosexuales no pudieron salir de viaje, por algunos años, a festivales y eventos cinematográficos; no eran confiables. Fueron momentos muy difíciles que no supimos entender, me refiero a la estrategia de Alfredo, que con el paso del tiempo uno la valora en otra dimensión. En ese quinquenio se habla por primera vez de Cecilia (Humberto Solás, 1982). Le proponen a Humberto hacer la versión de Cecilia Valdés, usando los vestuarios de La guerra y la paz, que se acababa de rodar en la Unión Soviética.

Me imagino que los actores se hubieran achicharrado en este trópico debajo de aquellos ropajes.

Como Humberto no podía viajar, delegó en María Elena Molinet; pero ella estaba haciendo un proyecto en teatro y no se podía ocupar del tema. Y así la cosa se fue diluyendo por otros caminos no menos tenebrosos.

La última cena [Tomás Gutiérrez Alea, 1974] puede ser considerada una clase de montaje, no solo por el hecho de tener esa larga y fabulosa secuencia que consume la primera parte de la película, sino porque la variación del ritmo entre la primera y la segunda parte se sucede sin que el espectador perciba un extrañamiento. Creo que en esa cena llevaste con muy buen pulso el ritmo interno de la secuencia, y esto es algo que no se escribe en el guion, y es también algo que no se puede violentar. Esta secuencia, única en la historia del cine cubano, ¿la montaste en solitario?