Cortar una espiga más - Iván Molina Jiménez - E-Book

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Iván Molina Jiménez

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Beschreibung

Entre finales de 1821 e inicios de 1828, Costa Rica pasó de la incertidumbre que suponía esperar a que se aclararan "los nublados del día" a la expectativa de que, en un futuro cercano, se podría cortar "cada día una espiga más" y llorar "una lágrima menos". Al explorar cómo se transitó de lo primero a lo segundo, el historiador Iván Molina Jiménez emprende un viaje fascinante, por territorios muy poco conocidos de la época de la independencia. Desde sus primeras páginas, el presente libro se aparta de las rutas convencionales para abordar temas tan novedosos como controversiales: la alfabetización popular, las formas de autogobierno campesino, la fiebre por la lectura de novelas, la formación de la flota colonial costarricense, las condiciones en que operaba el transporte por mar, el ascenso empresarial y político de Gregorio José Ramírez Castro y las explicaciones avanzadas por liberales, socialdemócratas y comunistas para explicar el origen de la guerra civil de 1823.

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Inicio

Iván Molina Jiménez

Cortar una espiga más Estudios sobre Costa Rica en la época de la independencia

Colección Nueva Biblioteca PatriaN.º 14

Prólogo

Los nublados del día

Detalle de billete de 10 colones, Banco Internacional de Costa Rica. Colección BCCR-B-0354- 1 noviembre de 1914, Serie A, Nº Serie 00001.

En 1821, Costa Rica era la provincia más lejana y menos importante del llamado Reino de Guatemala –un área ya de por sí marginal en el contexto del Imperio Español–, que comprendía la actual Centroamérica y el estado mexicano de Chiapas. Jerárquicamente, Costa Rica dependía de las autoridades guatemaltecas en los asuntos relacionados con guerra, justicia y hacienda, y de la Diputación Provincial de León (Nicaragua) en los ramos de dirección política, economía y policía.[1] Tal división administrativa tuvo su origen en las reformas borbónicas del siglo XVIII,[2] cuyo propósito fundamental era reforzar el dominio de España sobre sus posesiones americanas para extraerles más recursos y contrarrestar la ascendente influencia de Inglaterra –entonces en plena Revolución industrial–,[3] y fue consolidada por la Constitución de Cádiz, aprobada en 1812, abolida en 1814 y restablecida en 1820.[4]

Desde la segunda mitad del siglo XVIII se abrió paso un descontento creciente en las colonias americanas por la cada vez más intensa expoliación a la que estaban sometidas, el cual ocasionalmente culminó en rebeliones abiertas.[5] Con rapidez, la guerra de independencia de Estados Unidos (1775-1783), la Revolución francesa (1789) y las ideologías republicanas asociadas con estos procesos –alimentadas por los idearios de la Ilustración– radicalizaron los horizontes políticos de quienes resistían el dominio español. Con la ocupación de España por los ejércitos napoleónicos en 1807, la abdicación del rey Fernando VII a favor de José Bonaparte en 1808 y la posterior rebelión de los españoles contra las tropas extranjeras, se crearon las condiciones mínimas indispensables para el inicio de las luchas armadas independentistas, que no pudieron ser detenidas por el experimento políticamente modernizador de Cádiz.[6]

Precedido por la emancipación de Haití en 1804 –una república de antiguos esclavos que horrorizó a los sectores dominantes de todo el continente– y por el traslado entre 1807 y 1808 de la corte portuguesa a Brasil –que se separó de Portugal en 1822–, el proceso de independencia de Hispanoamérica empezó en 1810 y finalizó en 1825. Durante ese período, son identificables dos tendencias claras: guerras revolucionarias con un decisivo componente popular en América del Sur, y en México, donde la insurgencia de esa índole fracasó de manera temprana, reformas emancipadoras promovidas por los grupos más poderosos, en términos políticos y económicos, para prevenir posibles levantamientos sociales y preservar los privilegios de origen colonial.[7]

Si la anulación que dispuso Fernando VII de la Constitución de Cádiz en 1814 intensificó las guerras de independencia en Suramérica, su restablecimiento en la España de 1820 –luego de la revolución liberal liderada por Rafael del Riego–[8] incentivó que en México las fuerzas monárquicas se aliaran con los rebeldes y, bajo el liderazgo militar de Agustín de Iturbide, proclamaran el 24 de febrero de 1821 el Plan de Iguala. Tal acuerdo, que articuló los intereses de conservadores y liberales, se orientaba más al pasado que al futuro, puesto que en vez de adoptar una forma republicana de gobierno, proponía una monarquía constitucional. En consecuencia, tras ser promulgada la independencia el 28 de setiembre de ese año, el nuevo Estado se denominó Imperio Mexicano.[9]

*

Al igual que en México, las iniciativas independentistas en Centroamérica fueron aplacadas prontamente,[10] por lo que se impuso el modelo mexicano, de emancipación controlada por las autoridades y los pudientes. El 15 de setiembre de 1821, en respuesta a la separación de Chiapas de España y su adhesión al Plan de Iguala unos días antes,[11] la Diputación y el Ayuntamiento de Guatemala, ante “el clamor de Viva la Independencia que repetía de continuo el pueblo que se veía reunido en las calles, plaza, patio, corredores y antesala de este palacio”, acordaron:

“[…] que siendo la independencia del gobierno español la voluntad general del pueblo de Guatemala, y sin perjuicio de lo que determine sobre ella el congreso que deba formarse, el Sr. Jefe político la mande a publicar para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo”.[12]

Decididos a anticiparse a cualquier iniciativa popular y presionados por el curso de los acontecimientos en Chiapas, los sectores dominantes de Guatemala no solo se apresuraron a declarar la independencia, sino que, en procura de consolidar un frente común de funcionarios, profesionales, hacendados y comerciantes, convocaron a sus pares del resto de Centroamérica a asistir a un congreso que decidiría “el punto de independencia general y absoluta y fijar, en caso de acordarla, la forma de gobierno y la ley fundamental que deba regir”.[13] Con ese propósito, enviaron correos extraordinarios al resto del reino para que las provincias “se sirvan proceder a elegir diputados o representantes suyos, y éstos concurran a esta capital”.[14]

Modelada a partir de la experiencia constitucional de Cádiz, desde un inicio la estrategia de Guatemala enfrentó una dificultad fundamental: la implementación de las reformas borbónicas –en la segunda mitad del siglo XVIII– profundizó las diferencias y tensó las relaciones entre la capital del reino y sus provincias, en particular por el control que ejercían los comerciantes guatemaltecos sobre las principales actividades económicas de la región. De particular relevancia fue el dominio que alcanzaron en la producción de añil, concentrada en El Salvador. La demanda de ese tinte se expandió extraordinariamente a partir de 1760, en el contexto de las primeras etapas de la Revolución industrial, y decayó a inicios del siglo XIX.[15]

Poco sorprende que, dadas las tensiones prevalecientes y los intereses contrapuestos, la Diputación Provincial y el obispo de León, al conocer lo resuelto por Guatemala decidieran adicionar ese acuerdo con su propia acta, dirigida a los habitantes de Nicaragua y Costa Rica. En efecto, el 28 de setiembre de 1821 dispusieron independizarse primero de las autoridades guatemaltecas y, más tarde, “del Gobierno español hasta tanto se aclaren los nublados del día”. Además, resaltaron que todos los funcionarios se mantendrían en sus puestos “con arreglo a las constituciones y a las leyes” e insistieron en la importancia de conservar el orden, por lo que se castigaría “severamente a los perturbadores de la tranquilidad pública”.[16]

Si bien en Costa Rica el asunto de “los nublados” se convirtió en una metáfora para referir a la vacilación y la postergación en la toma de decisiones –sobre todo en el ámbito político–,[17] el proceder de la Diputación y el obispo se explica por una condición geoestratégica rara vez considerada: a diferencia de Guatemala –que tenía poco margen de maniobra debido a su cercanía a México–, Nicaragua, por estar más distante del escenario de los acontecimientos mexicanos, podía permitirse un plazo de espera para resolver. Llamar a mantenerse a la expectativa fue, dada la volatilidad del contexto, el mejor camino que se podía seguir ante fuerzas y procesos que desbordaban ampliamente a la Centroamérica de entonces.

No tan célebre como lo de “los nublados”, el acuerdo incorporó una cláusula fundamental: al desconocer la autoridad de Guatemala y de España, e instar a preservar solo la de Nicaragua, abrió una vía institucional para que el Partido de Nicoya y Costa Rica, entonces adscritos a la Diputación de León, se autonomizaran políticamente. Luego de que el 13 de octubre de 1821 los ayuntamientos de Cartago y San José se enteraron de lo acordado en la capital guatemalteca casi un mes antes, se inició un intenso proceso de negociación política entre las distintas poblaciones, que culminó con la aprobación de un pacto social el primero de diciembre de ese año. Por tanto, mientras se mantenían a la expectativa de lo que ocurría en México y el resto de Centroamérica, los costarricenses, en poco más de mes y medio, crearon la primera institucionalidad republicana y un sistema de gobierno democrático.[18]

***

Los seis capítulos que integran este libro invitan a explorar dimensiones poco conocidas de la Costa Rica de finales del período colonial y primeras décadas del período independiente. Si bien sus ejes temáticos son distintos, comparten una preocupación sistemática por recuperar las experiencias de diversos sectores sociales. Al llevarlo a cabo, se hizo todo lo posible por considerar sus especificidades tanto en términos ocupacionales y de clase (artesanos, agricultores, labradores, comerciantes, jornaleros y otras categorías), como de género (varones y mujeres), de edad (adultos, jóvenes y niños) y de espacio geográfico (áreas urbanas y rurales, poblaciones ubicadas en el Valle Central y fuera de él).

La alfabetización popular y la formación inicial del sistema educativo son los ejes del primer capítulo, que analiza cómo las reformas borbónicas primero, la Constitución de Cádiz después, y más tarde la independencia impulsaron la apertura de un número creciente de planteles de enseñanza elemental. Tal proceso, pese a sus limitaciones, posibilitó que una proporción importante de los hijos de familias de pequeños y medianos productores urbanos y rurales –en especial de artesanos, agricultores y labradores– aprendieran a leer y escribir. Además, se convirtió en el fundamento indispensable para que en la década de 1830 pudiera configurarse un incipiente mercado cultural, cuya dimensión impresa –periódicos, libros, folletos y volantes– posibilitó la constitución de una temprana esfera pública.

Desde mediados del siglo XVIII, las comunidades campesinas del Valle Central, asentadas en tierras realengas, empezaron a organizarse para regularizar sus derechos de propiedad, un proceso que se prolongó durante más de un siglo, en el curso del cual adquirieron terrenos no solo de la Corona, sino también de particulares. La tenencia del suelo que resultó de esas composiciones colectivas –analizadas en el capítulo segundo– no fue igualitaria, pero sí se democratizó en un grado suficiente para incorporar a los pobres rurales –inclusive mujeres– y contener la proletarización, una vez que el cultivo del café, eje de un temprano capitalismo agrario, empezó a expandirse después de 1830. Administrar y defender ese estratégico patrimonio territorial proporcionó a sus dueños una experiencia decisiva de autogobierno, que impactó la institucionalidad republicana posterior a 1821.

Luego de la independencia, los espacios urbanos de Costa Rica, en especial los ubicados en el Valle Central, experimentaron una secularización creciente, resultado de la cual empezó a ampliarse el acceso a libros profanos. Fue en el curso de ese proceso que jóvenes costarricenses de ambos sexos, sobre todo los pertenecientes a familias acomodadas residentes en las ciudades principales, comenzaron a leer novelas. Pese a la oposición de diversos sectores, tanto los identificados con una visión católica del mundo como los partidarios de la Ilustración, la fiebre por tal género literario –como se explica en el capítulo tercero– se extendió en las décadas de 1830 y 1840, y se consolidó de 1850 en adelante, una vez que la primera librería que hubo en el país abrió sus puertas en San José.

Si bien los avances en el conocimiento histórico mostraron desde la década de 1980 que el Valle Central fue el epicentro de un doble crecimiento económico y demográfico iniciado a mediados del siglo XVIII, en el capítulo cuarto se va todavía más lejos. Al considerar el caso de un inmigrante español que logró ascender socialmente –Félix Martínez– y era propietario de un barco denominado San Rafael Arcángel, se analiza cómo en los treinta años anteriores a la independencia se conformó una flota colonial costarricense. Los crecientes vínculos de los dueños de esas embarcaciones con Panamá y otros puertos del Pacífico suramericano preocuparon tanto a las autoridades y a los mercaderes mayoristas de Guatemala que procuraron prohibir los intercambios con la plaza panameña.

Tardíamente, a ese selecto círculo de propietarios de navíos se incorporó el joven josefino Gregorio José Ramírez Castro. A diferencia de Martínez, cuyo ascenso social se basó en un matrimonio con una viuda pudiente, el de Ramírez discurrió por una vía distinta, como se detalla en el capítulo quinto. Gracias a una temprana inserción laboral, ocurrida cuando aún estaba en la adolescencia, logró asegurarse un empleo que, además de ser la base de una exitosa carrera marítima, le permitió ahorrar parte de su salario e incursionar en el comercio exterior a pequeña escala. A medida que su patrimonio empezó a crecer, comenzó también a acumular capital político, lo que le posibilitó jugar un papel decisivo durante la guerra civil de 1823, el primer conflicto de esa índole que experimentó la Costa Rica independiente.

Rara vez se considera, al analizar las divisiones políticas originadas por la emancipación de España en 1821, que la costarricense fue la tercera sociedad centroamericana –solo precedida por la salvadoreña y la nicaragüense– en resolver sus diferencias por la vía armada. En el capítulo sexto –a riesgo de colocar en una posición incómoda la ideología pacifista con la que Costa Rica suele distanciarse del resto de sus vecinos de América Central– se recuperan las interpretaciones sobre el origen de la guerra civil de 1823. Tales puntos de vista, dados a conocer a lo largo de casi doscientos años por distintas generaciones de historiadores y otros científicos sociales, permiten aproximarse a los pasados que construyeron para explicar el proceso que condujo a esa confrontación bélica.

Además de analizar dimensiones poco exploradas de pasados distantes, los capítulos que integran este libro tienen su propia historia: el primero fue publicado originalmente en 2011, como avance de un proyecto realizado en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) de la Universidad de Costa Rica (UCR);[19] el segundo y el tercero fueron resultado de actividades efectuadas en el Centro de Investigaciones Históricas de América Central (CIHAC), de esa misma institución de enseñanza superior, entre 1985 y 1995;[20] y el cuarto, el quinto y el sexto fueron escritos como secuelas de mi tesis de posgrado, defendida en 1984.[21] Al actualizarlos, no solo se corrigieron errores y vacíos, sino que también se incorporó una dimensión comparativa que permite precisar las tendencias comunes en Hispanoamérica y las especificidades costarricenses.

*

Único responsable de los errores y omisiones que este libro pueda tener, reconozco el apoyo de la Vicerrectoría de Investigación y del personal del Sistema de Bibliotecas, Documentación e Información (SIBDI) de la UCR, y la colaboración de los funcionarios del Archivo Nacional de Costa Rica (ANCR) y de la Fundación Museos Banco Central de Costa Rica. También agradezco a Elizet Payne Iglesias, Enrique Martínez Arias, Aarón Arguedas Zamora y Eugenia Rodríguez Sáenz los materiales suministrados –a esta última en particular por facilitarme la documentación de base para elaborar el capítulo;1–, a David Díaz Arias por los comentarios y sugerencias compartidos a lo largo de más de una década, y a mi asistente, el estudiante de Historia y Ciencias Políticas, Rafael Ángel González Ovares, que se encargó de digitar los textos más antiguos y de revisar las secciones de bibliografía y fuentes, así como el índice de nombres.

[1] Fernández Guardia, 1941, p. 8.

[2] Wortman, 1982, pp. 146-152.

[3] Deane, 1965; Lynch, 1973, pp. 1-24.

[4] Rodríguez, 1978, pp. 65-68.

[5] O’Phelan Godoy, 1985; Halperin Donghi, 1985, pp. 62-70.

[6] Rodríguez Ordóñez, 1998; Graham, 2013.

[7] Pérez Brignoli, 2018, pp. 37-118.

[8] Gil Novales, 1980.

[9] Guedea, 2010, pp. 265-284.

[10] Meléndez Chaverri, 1972.

[11] Vázquez Olivera, 2010, pp. 67-77.

[12] “Acta de la independencia de Guatemala”, 1978, p. 61 (se respeta la ortografía original en todas las citas textuales; todos los paréntesis son míos).

[13] “Acta de la independencia de Guatemala”, 1978, p. 61.

[14] “Acta de la independencia de Guatemala”, 1978, p. 61.

[15] Fernández Molina, 2003.

[16] “Acta de los nublados”, 1978, p. 63.

[17] Hernández Guillén, 2014.

[18] Fernández Guardia, 1941, pp. 8-18.

[19] Molina Jiménez, 2011a, pp. 125-144.

[20] Molina Jiménez, 1986a, pp. 1-50; 1986b, pp. 97-121; 1988, pp. 61-100; 1995; 2018, pp. 215-237; 2021.

[21] Molina Jiménez, 1984; 1985a, pp. 119-131; 1985b, pp. 115-124; 1986c, pp. 85-114.

Capítulo 1

Expansión educativa y alfabetización popular

Detalle de billete de 2 colones, Banco Internacional de Costa Rica. Colección BCCR-B-0201- 25 abril 1932, Serie B, Nº Serie 176855.

Al visitar Costa Rica en 1825, el viajero inglés John Hale destacó que entre algunos de sus habitantes había un “gran deseo de poseer una imprenta y de establecer un periódico. En la actualidad se ven obligados a enviar a San Salvador (un viaje de tres o cuatro semanas) aún sus leyes para que allí las impriman”.[22] Aunque el inicio de la actividad tipográfica debió esperar hasta 1830, cuando Miguel Carranza Fernández (1780-1841) importó la primera máquina –al parecer de Estados Unidos–,[23] la observación de Hale sugiere que, en una época tan temprana, existía ya un claro interés de la sociedad civil y del Estado por producir materiales impresos localmente. ¿Se disponía ya de una población lo suficientemente alfabetizada para sustentar una demanda de esa índole?

La problemática a que se refiere tal pregunta es el objeto del presente capítulo, cuyo propósito es analizar la influencia que las reformas borbónicas, la Constitución de Cádiz (1812) y el nuevo orden surgido tras la independencia de España (1821) tuvieron en la temprana alfabetización de la población costarricense. Pese al crecimiento y la diversificación experimentados por los estudios sobre esta temática en Europa y Estados Unidos en las últimas décadas,[24] poco es lo que se ha investigado al respecto para la Hispanoamérica colonial. La mayoría de los estudios existentes sobre la educación, entre finales del siglo XVIII e inicios del XIX, se concentran en considerar las políticas al respecto,[25] pero sin examinar cómo afectaron los niveles de alfabetismo. Una de las contribuciones más valiosas para Centroamérica, la de Sajid Herrera Mena sobre las experiencias de San Salvador y Sonsonate entre 1750 y 1808, comparte la tendencia indicada, ya que evalúa el impacto de las medidas impulsadas por los Borbones con base principalmente en el número de escuelas y alumnos.[26]

En el caso de Costa Rica, la situación no es muy distinta, ya que las tres investigaciones principales que exploran el período anterior a 1850[27] basan sus conclusiones en información similar a la utilizada por Herrera. En contraste, en el presente capítulo, aunque se parte también del número de planteles y estudiantes, se reconsideran tales datos a partir del cálculo de la cobertura y de una perspectiva comparativa, al confrontar las cifras costarricenses con información similar correspondiente a otras áreas de Hispanoamérica. Su principal innovación, sin embargo, es que en él se utilizan las dispensas matrimoniales tramitadas entre 1801 y 1850 para aproximarse a la expansión que experimentó la alfabetización entre inicios del siglo XVIII y mediados del XIX.

Para analizar debidamente dicho problema, este capítulo ha sido dividido en cuatro secciones principales. En las dos primeras, se reconsidera la información disponible acerca de la creación de escuelas en el período colonial y la relación entre la expansión del número de estos establecimientos y las políticas educativas impulsadas por las reformas borbónicas, por la Constitución de Cádiz y por el incipiente Estado costarricense; en la tercera, se discuten los alcances y limitaciones de esas fuentes y de la metodología con que se las procesó; y en la cuarta, se aborda la alfabetización a partir de la base de datos ya señalada, según género, vecindad, ocupación y período de nacimiento.

Dado que Costa Rica es un país que desde inicios del siglo XX empezó a ser ampliamente reconocido por sus logros educativos,[28] resulta esencial un estudio de la etapa en que se formó su sistema escolar para comprender cuáles fueron sus fundamentos. En este sentido, la escogencia del período 1730-1839 no solo responde al interés por examinar indicadores aproximados de alfabetización antes y después de las reformas borbónicas, la Constitución de Cádiz y la independencia, sino también a la preocupación por considerar el impacto que el crecimiento económico y demográfico de finales del siglo XVIII y la posterior intensificación de la colonización agrícola campesina tuvieron sobre la asistencia a la escuela.[29]

1. Reformas borbónicas y escuelas

Adscrita a nivel institucional a la Audiencia de Guatemala, la Costa Rica colonial fue una provincia marginal del Imperio Español en América, que experimentó dos estructuraciones básicas: en los siglos XVI y XVII, los españoles, asentados principalmente en Cartago –capital colonial–, procuraron construir una sociedad basada en la explotación de los indígenas primero, y de los esclavos afrodescendientes después; pero tal intento fracasó por la disminución demográfica de la población aborigen y la ausencia de un producto de exportación viable que permitiera financiar la importación creciente de personas esclavizadas.[30] En tales circunstancias, el período posterior a 1700 fue escenario de la expansión de la producción agropecuaria campesina, un proceso que supuso la paulatina ocupación del oeste del Valle Central,[31] un área que abarca el 6,4% del actual territorio costarricense.[32]

Colonizado por productores libres, en su mayoría mestizos, el occidente del Valle fue el asiento de las poblaciones de Heredia, San José y Alajuela, en las cuales se concentraron los principales comerciantes de la época y una artesanía más especializada. Esos mercaderes, gracias a su posición dominante en el comercio exterior, establecieron una relación de intercambio desigual –comprar barato y vender caro– con los productores directos agrícolas y artesanales.[33] Hacia 1801, Costa Rica tenía casi 50 000 habitantes, más del 80% de los cuales residían en el Valle Central (véase el Mapa 1); étnicamente y según las categorías utilizadas entonces, los mestizos constituían el 60%, los blancos un 8%, los indígenas un 14%, los mulatos, zambos y pardos un 17%, y los negros el 1% restante.[34]

Durante la mayor parte del período comprendido entre la década de 1580 y finales del siglo XVII, prácticamente no hubo escuelas en Costa Rica. El único establecimiento conocido fue el que atendió, entre 1583/1588 y 1623, el presbítero Diego de Aguilar, sacristán mayor de la iglesia parroquial. La ausencia de locales escolares obedeció en mucho a la escasa población de Cartago –apenas unas 320 personas entre blancos, negros, mulatos y mestizos en 1611–, y a la dispersión de sus vecinos por los campos, por lo que era difícil lograr una matrícula suficiente para financiar un plantel formal. En tales circunstancias, las familias más pudientes optaron por contratar la instrucción de sus hijos con tutores particulares.[35]

Principales poblaciones, puertos y caminos de Costa Rica (1750-1821).**En la época de la independencia, Ujarrás ya era una población de mestizos y mulatos.Fuente: Molina Jiménez, 1991, p. 83.

Luego del ascenso de los Borbones en España, a comienzos del siglo XVIII, se inició un conjunto de reformas orientadas a maximizar la exacción de recursos de las colonias americanas y a poner en práctica, en sus versiones menos radicales, algunos de los postulados de la Ilustración.[36] La nueva política de la Corona, en la esfera educativa, se expresó en el énfasis por abrir escuelas elementales. Ese proceso culminó durante los reinados de Fernando VI (1746-1759) y Carlos III (1759-1788), cuando se aprobó un plan de instrucción pública que dispuso enseñanza separada para niños de ambos sexos, algunos contenidos de carácter secular y exámenes para quienes aspiraban a impartir clases, los cuales serían vigilados por funcionarios de los ayuntamientos.[37]

En el caso costarricense, la intensificación de las reformas borbónicas coincidió con la fase inicial de la colonización campesina del oeste del Valle Central, que tuvo dos efectos importantes en cuanto a la educación: limitó la población en edad escolar de Cartago –el espacio más urbanizado y de más antigua ocupación– y evitó, dada la dispersión inicial de los emigrantes, que en las áreas ocupadas por estos se configurara, en lo inmediato, una fuerte presión por más escuelas. De esta manera, el mismo proceso que consolidó el peso económico y social de los pequeños y medianos productores agrícolas debilitó –dada su dinámica ruralizadora– el impacto del aumento demográfico sobre la demanda educativa.

Para contrarrestar la dispersión de los colonos, en un contexto de crecimiento económico y demográfico, después de 1750 las autoridades civiles y eclesiásticas emprendieron esfuerzos –mediante la quema de casas y cosechas y las amenazas de excomunión– para concentrarlos en aldeas, con el fin de que pudieran cumplir mejor con sus deberes religiosos y fiscales.[38] La implementación de esta represiva política borbónica proporcionó a la vez el marco institucional indispensable para que, a finales del siglo XVIII, empezaran a abrirse nuevas escuelas en el este del Valle Central (barrio de La Puebla, en Cartago), en el oeste (en los centros de San José, Heredia y Alajuela) y en comunidades distantes (Esparza y Nicoya).[39] Antes de la promulgación de la Constitución de Cádiz se alcanzó un máximo de siete planteles públicos abiertos simultáneamente. Tal expansión escolar implicó una carga económica adicional para las familias campesinas, pues la asistencia de los niños a la escuela suponía una disminución de la fuerza de trabajo disponible, a lo que podía agregarse –en especial en el caso de los agricultores acomodados– el pago de una suma fija mensual al maestro.

Hay evidencia de que la compulsión escolar, cuyo propósito era obligar a los padres a enviar a sus hijos a la escuela, empezó a practicarse en Cartago en la década de 1710; sin embargo, parece haberse intensificado solo a partir del decenio de 1790.[40] La oposición de familias campesinas a colaborar con las iniciativas escolares de las autoridades, en vez de ser interpretada como resultado de una supuesta ignorancia popular,[41] debería considerarse como una respuesta al costo que implicaba acatar tales disposiciones. La actitud de esos pequeños y medianos productores agrícolas –que se resistieron a asentarse en aldeas entre 1750 y 1780– expresaba a nivel local el descontento americano con la política expoliadora de los Borbones, cuya estrategia de fortalecer a España a costa de sus colonias culminó, al empezar el siglo XIX, en las guerras de independencia.[42]

La primera expansión educativa que experimentó Costa Rica tuvo, por tanto, un trasfondo político y social complejo, vinculado con la implementación de las reformas borbónicas. El resultado más interesante de este proceso fue una cierta democratización del acceso a la enseñanza, en términos sociales y étnicos. Desde inicios del siglo XVIII, el Ayuntamiento de Cartago se preocupó de que en las escuelas abiertas, y financiadas con fondos municipales y aportes de los pudientes, se dispusiera de una cuota mínima –entre cuatro y doce cupos– para alumnos procedentes de familias blancas empobrecidas. La política escolar impulsada en el período posterior a 1750 supuso ampliar el acceso a los pobres, que eran exceptuados de todo pago y podían ser dotados gratuitamente de libros de texto y otros útiles,[43] un fenómeno que no fue desconocido en otras áreas de Hispanoamérica, como fue el caso de Guanajuato en México.[44] La escuela de La Puebla, mencionada antes, abrió sus puertas en 1788 en un barrio de Cartago habitado por mulatos, negros libres y mestizos pobres.[45]

Generalmente provocada por la falta de pago a los maestros, la inestabilidad de las escuelas abiertas en el este y oeste del Valle Central tendió a disminuir en el período posterior a 1790, cuando se incrementó el interés de los sectores más acomodados por la educación. El creciente excedente agropecuario –proporcionado por el cultivo de tierras vírgenes– convirtió al occidente del Valle en el área económica y demográficamente más dinámica de la provincia. Dicho proceso fue liderado por San José, que fue el eje del cultivo del tabaco, el principal producto de exportación de Costa Rica a finales del siglo XVIII, y asiento de la Factoría respectiva.[46] Las principales familias josefinas, ya en 1797, contrataron al notable cartaginés José Santos Lombardo Alvarado (1775-1829) para que impartiera clases de primeras letras a sus hijos; en 1803, disponían de una cátedra de gramática latina; y en 1807 contaban con una escuela pública y, por lo menos, con otra privada.[47]

A diferencia de San Salvador y Sonsonate, donde la posición de maestro estuvo dominada por el clero –un predominio quizá asociado con el mayor peso de la población indígena–,[48] desde inicios del siglo XVIII en Costa Rica hubo una tendencia a la secularización. De dieciocho maestros que se desempeñaron entre 1714 y 1797 y cuya condición se conoce, únicamente tres eran eclesiásticos.[49] El análisis del salario de estos docentes es dificultoso porque tenía dos componentes: una suma fija al año, pagada por el Ayuntamiento de Cartago por la atención de los niños pobres, y las contribuciones que debían pagar los padres de familia. Este último ingreso, que al parecer era el principal componente de la dotación, dependía del número de estudiantes y del tipo de enseñanza que se les proporcionaba y, como dicha información se desconoce, no hay forma de determinar esa parte de la remuneración docente.

No obstante lo anterior, es posible realizar un cálculo aproximado en relación con este asunto. Entre inicios y mediados del siglo XVIII, el Ayuntamiento cartaginés aportaba 25 pesos de cacao al año –unos 16,6 pesos de plata–, suma que ascendió, a comienzos del siglo XIX, primero a 50 y luego a 100 pesos de cacao (33,3 y 66,6 pesos de plata, respectivamente). Ahora bien, durante la mayor parte del siglo XVIII, las contribuciones que debían pagar los padres de familia se ajustaron a la siguiente tarifa mensual en moneda de plata: dos reales por enseñar a leer en cartilla (silabario), cuatro reales por hacerlo en catón (libro de lectura), seis reales por realizar esa tarea en carta y ocho reales (un peso) por enseñar a escribir y a contar. En las tres últimas categorías indicadas, la tarifa mensual bajó aproximadamente un 50% a inicios del siglo XIX.[50]

Los cambios indicados parecen corresponder con una situación en la cual se pasó de una época en que la matrícula escolar era pequeña y estaba dominada por quienes procedían de familias pudientes, a otra en la que se incrementó el total de alumnos, en buena medida como resultado de una mayor presencia de niños y niñas provenientes de hogares de recursos más modestos. Esta modificación cuantitativa y cualitativa en la composición estudiantil explicaría que el subsidio del ayuntamiento aumentara, al mismo tiempo que disminuía la suma pagada por los padres. No parece, sin embargo, que este aumento en lo aportado por el cabildo compensara la baja en las contribuciones de los padres.

En efecto, la información disponible sugiere algún deterioro en el salario de los maestros a medida que la demanda escolar se expandía. A finales del siglo XVIII, el ingreso de un maestro podía oscilar entre 10 y 20 pesos, suma que superaba el salario de un peón agrícola –de 2 a 5 pesos–, estaba por debajo de lo que devengaba el administrador de la Factoría de Tabacos en 1779 –unos 80 pesos– y era igual o ligeramente inferior a los sueldos ganados por los guardas de tal institución: entre 16 y 30 pesos.[51] En contraste, durante la década de 1810 e inicios de la de 1820 los salarios de los maestros oscilaron entre 2 y 8 pesos (todas las dotaciones en moneda de plata por mes).[52]

También el ingreso de los maestros se vio afectado por un cambio en la política escolar. Durante el siglo XVIII e inicios del XIX, una vez abierta una escuela, se prohibía la apertura de otras que pudieran afectar su matrícula y, por tanto, los ingresos del maestro procedentes de las contribuciones de las familias acomodadas. Sin embargo, ya en 1807 Tomás de Acosta y Hurtado de Mendoza (1747-1821), que gobernó la provincia de Costa Rica entre 1797 y 1810, defendía el derecho de los establecimientos particulares a competir con los públicos con base en la libertad que tenían los padres de escoger la escuela a la que deseaban enviar a sus hijos,[53] términos que evocan los empleados, con el mismo propósito, en el Buenos Aires de 1820.[54]

2. Constitución de Cádiz e independencia

La política de los Borbones de ampliar la infraestructura escolar fue continuada por la Constitución de Cádiz (1812), la cual introdujo un cambio decisivo al promover la creación de ayuntamientos electivos en las distintas poblaciones y responsabilizarlos de la educación.[55] Pese a que los datos que existen al respecto son fragmentarios, posibilitan aproximarse a la expansión educativa de 1813-1814. Cabe advertir que la información referente a San José, Alajuela y Cartago está bastante incompleta; sin embargo, los catorce planteles reportados en esos años contrastan con los siete establecimientos que permanecieron activos simultáneamente entre finales del siglo XIVIII e inicios del XIX. Es muy probable, además, que el total fuera superior a la cifra antes indicada, ya que se tiene noticia de que en los barrios de las ciudades principales se abrieron otros centros de enseñanza.[56] Aunque se desconoce cuántos fueron, su número –una vez considerada la diferencia de población a favor de josefinos y cartagineses en comparación con heredianos y alajuelenses– pudo superar con facilidad las veinte escuelas.[57]

Si bien todavía no se dispone de datos acerca de la cantidad de asistentes a esos planteles, se puede realizar una estimación de su número mediante el siguiente procedimiento. La información correspondiente a 1827 indica que entonces había un promedio nacional de cuarenta y ocho estudiantes por establecimiento educativo. De asumirse que en 1813-1814 ese indicador era de solo veinticinco alumnos y que estaban abiertas como mínimo veinte escuelas, la matrícula total habría sido de quinientos niños. Tal cálculo es bastante moderado, como lo sugiere el hecho de que entre finales de 1820 e inicios de 1821, únicamente para la ciudad de Cartago y sus barrios, se reportó una cifra similar de escolares.[58]

Recuperar las experiencias de algunas de las principales ciudades hispanoamericanas de esa época, cuyo total de habitantes era parecido al de Costa Rica, permite observar el caso costarricense desde una reveladora perspectiva comparativa. Santiago de Chile, donde vivían 50 000 personas, disponía en 1813 de apenas siete establecimientos educativos, los cuales atendían a 664 alumnos.[59] En ese mismo año, la ciudad mexicana de Guanajuato y sus suburbios, con una población de entre 60 000 y 70 000 individuos, contaba con seis escuelas y 500 escolares de ambos sexos.[60] Buenos Aires, con 51 779 vecinos, tenía trece planteles elementales en 1815, en los cuales se preparaban 1200 estudiantes.[61]

De esta manera, con respecto a la población total, los escolares representaban el 1,3% en Santiago, el 2,3% en Buenos Aires, el 0,8% en Guanajuato y habrían alcanzado el 0,9% en Costa Rica, una sociedad que en esa época disponía de muchos menos recursos que las ciudades referidas. Pese a que la estimación realizada para el caso costarricense no permite diferenciar espacios urbanos y campo, resulta pertinente considerar su dimensión geográfica, ya que el cálculo correspondiente es afectado a la baja porque no excluye los datos de las áreas rurales, en las cuales la cobertura escolar era más reducida. Con base en esta comparación, se hace necesario revisar el enfoque de algunos investigadores que, al acentuar las limitaciones,[62] dejan de lado los logros educativos alcanzados en el contexto de la experiencia gaditana.

Aunque la Constitución de Cádiz fue abolida en 1814 –y restaurada en 1820–, la expansión escolar no parece haber sido interrumpida, y fue claramente reforzada por la independencia de España, acaecida en 1821. El nuevo orden institucional consolidó el papel de los municipios como responsables de la educación.[63] En 1827 ya había cincuenta escuelas, a las que asistía el 51,5% de los niños de entre 7 y 12 años, proporción que se reduce al 26,1% si se consideran las niñas de ese mismo rango de edad.[64] Este dato sugiere que, ya entonces, el acceso a la instrucción tendía a extenderse a los hijos de familias campesinas y artesanas prósperas, y que una proporción probablemente exigua de niños provenientes de hogares pobres también lograba alguna alfabetización.

Una nueva comparación con algunas ciudades hispanoamericanas permite observar mejor los logros educativos de Costa Rica tras la emancipación de España. Puebla en 1820 tenía unas 52 000 personas y contaba con veintidós planteles, a los que acudían 1711 alumnos varones,[65] los cuales representaban alrededor del 41% de la población masculina en edad de asistir a la escuela,[66] cobertura inferior a la que había en Costa Rica en 1827. En este último año, los escolares costarricenses constituían el 3,9% del total de habitantes del país, una proporción similar a la de Montevideo en 1846, inferior a la de Buenos Aires en 1824 (5,9%), a la de Ciudad de México en 1838 (5,7%) y a la de Puebla en 1845 (4,5%), y superior a la de Valparaíso en 1856 (1,9%).[67]

Indudablemente importantes, esos logros fueron también de corta duración. En vez de experimentar un crecimiento acumulativo, la cobertura escolar en Costa Rica mantuvo una tendencia a la baja hasta finales de la década de 1850 (23,7% en 1858). A partir de 1859, se inició una notable recuperación (29,9%) que se prolongó durante el decenio 1860-1869; pero, al igual que había ocurrido antes, poco después hubo un nuevo descenso (22,4% en 1871).[68] La explicación de estos cambios se relaciona, en parte, con el impacto decisivo que los intensos procesos de colonización agrícola tuvieron sobre un sistema educativo de base municipal. A medida que las familias campesinas partían a colonizar suelos vírgenes, se alejaban de la infraestructura existente, incluida la destinada a la enseñanza. Puesto que la extensión de los servicios públicos –en particular, los municipales– iba a la zaga de la ocupación de nuevas tierras, una proporción creciente de niños quedó al margen del sistema educativo.[69] De esta forma, la existencia de una frontera agrícola abierta y accesible a la población campesina –que tan fundamental fue para que Costa Rica mantuviera una estructura social no polarizada y con fuerte presencia de pequeños y medianos productores–[70] dificultó enormemente la alfabetización popular.

En parte, los ascensos y descensos en la cobertura también estuvieron vinculados con una serie de reformas institucionales que, en la mayor parte del período comprendido entre 1847 y 1876, redujeron los gobiernos locales a los cantones centrales de cada provincia. Al concentrar estas municipalidades la mayor parte de sus recursos en atender las demandas de los vecinos asentados en las áreas urbanas y sus contornos inmediatos –quienes eran los sectores más influyentes políticamente–, las comunidades ubicadas en lugares distantes tendieron a ser dejadas de lado. En consecuencia, las familias rurales en general, y no solo las pobres, fueron perjudicadas por este proceso. Solo a mediados de la década de 1870 fueron restablecidos los municipios en todos los cantones.[71] Con este cambio, se inició una nueva expansión en el número de escuelas para ambos sexos y un incremento importante en la proporción de niños y niñas en edad escolar que asistía a las aulas: del 35,3 al 48,2% entre 1876 y 1883.[72]

Finalmente, la inestabilidad en la cobertura escolar parece haber estado relacionada, además, con el hecho de que la inversión educativa no logró seguir el ritmo del crecimiento demográfico. Entre 1827 y 1851, mientras el total de habitantes se incrementó en un 61,1%, el número de escuelas de niños apenas aumentó en un 14,8%, y el total de alumnos se elevó en un 41,2%.[73] Es muy probable que el impacto del rezago indicado fuera más fuerte en los territorios recientemente colonizados; sin embargo, alguna evidencia –que será considerada más adelante– sugiere que ni siquiera las ciudades principales y sus áreas rurales circundantes pudieron evitar este fenómeno.

Al respecto, cabe hacer dos importantes precisiones. La primera es que, como lo ha indicado Antonio Viñao, la alfabetización puede expandirse con independencia de la infraestructura escolar, dado que es posible que las personas aprendieran a leer y escribir en el hogar o como resultado de su inserción laboral: los aprendices en talleres y fábricas y los sirvientes de ambos sexos en casas de familias acomodadas, en particular las asentadas en espacios urbanos.[74] Para el caso de Costa Rica todavía no se dispone de estudios de esta índole; aunque es probable que algunas personas se alfabetizaran por tales medios, el avance de la alfabetización dependió fundamentalmente de la expansión del sistema educativo.

Un segundo asunto que debe destacarse es que la educación primaria costarricense, desde finales del siglo XVIII hasta la actualidad, ha sido predominantemente pública. A diferencia de algunas ciudades hispanoamericanas como Puebla, Ciudad de México y Buenos Aires, en las cuales las escuelas particulares conocieron un importante crecimiento en la primera mitad del siglo XIX,[75] en Costa Rica, pese al descenso de la cobertura, no hubo un significativo desarrollo de ese tipo. Si bien los datos al respecto son fragmentarios, la primaria privada pudo haber alcanzado su mayor expansión entre 1876 y 1879, cuando entre el 7,1 y el 14,1% de todos los planteles eran de tal índole. Por aquel entonces, la mayoría de dichos establecimientos parece haberse ubicado en áreas rurales, algunas de reciente colonización, un indicador de que los vecinos, ante el rezago de los servicios educativos municipales, decidieron financiarlos con sus propios recursos, de manera parcialmente similar a como ocurrió a finales del período colonial.[76]

3. A la alfabetización por las dispensas

Para aproximarse a la primera expansión de la alfabetización popular que experimentó Costa Rica, se partió de lo que las personas declara- ron –nombre, edad, vecindad, ocupación y capacidad de firmar– en las dispensas matrimoniales tramitadas entre 1801 y 1850. Con esta información, se elaboró una base de datos de 2372 individuos, cifra que es mayor a las muestras utilizadas en algunos estudios similares.[77] De ese total, 491 eran mujeres y 1881 varones, quienes participaron en esos procesos en condición de novias, novios y testigos. Puesto que estos últimos eran mayoritariamente varones, tal factor explica la significativa desproporción a favor de los mismos (79,3%).

Nombres y vecindades no presentan mayores problemas y permiten diferenciar a las personas según género a partir de una doble clasificación: primero a quienes eran vecinos del Valle Central de los que residían en otras partes de Costa Rica; y segundo a los que habitaban en los espacios urbanos del Valle de los que vivían en las áreas rurales aledañas. En contraste, con los años cumplidos se presenta el inconveniente de que se tendía a indicarlos de manera aproximada, más que precisa. El 45,3% de los varones y el 76,2% de las mujeres declararon una edad exacta –lo que no significa necesariamente que la cifra dada fuera correcta–, pero el resto lo hizo como múltiplos de diez.

De nuevo, las proporciones de casos con edades inexactas son menores a las encontradas en los estudios de este tipo realizados para otras áreas de la Hispanoamérica colonial,[78] pero dificultan identificar con precisión el año de nacimiento, dato indispensable para analizar cómo varió la alfabetización en términos generacionales a lo largo de un siglo. Con el propósito de reducir el sesgo correspondiente, se optó por clasificar a las personas según la década en que nacieron, de la más antigua (1730-1739) a la más reciente (1830-1839), bajo el supuesto –no siempre correcto– de que la mayoría de quienes nacían en un decenio dado, habrían alcanzado la edad escolar –entre 7 y 12 años– y asistido a las aulas en el siguiente.

También problemáticos son los datos ocupacionales, referidos casi en su totalidad a los varones, dado que si bien categorías como hacendados, profesionales, labradores y jornaleros pueden ser asociadas con grupos de trasfondos sociales y económicos más precisos, otras como comerciantes, agricultores y artesanos son especialmente ambiguas. En estos tres últimos casos, las diferencias podían ser muy significativas, al comprender desde buhoneros y mercaderes al por menor hasta dueños de barcos, exportadores de productos agropecuarios e importadores de manufacturas; y desde productores asalariados o individuos que laboraban por cuenta propia, hasta quienes ocupaban mano de obra familiar o contrataban fuerza de trabajo asalariada.[79]

Con respecto a la dimensión geográfica de la información, el Valle Central, que concentraba el 94,5% de los varones y el 95,9% de las mujeres, está mejor representado que el resto de Costa Rica. Asimismo, la distribución de las personas según su década de nacimiento es muy desigual: el 3,8% corresponde al período 1730-1769, el 40,1% a los años 1770-1799, el 50,6% al lapso 1800-1829 y el 5,5% al decenio 1830-1839. Las diferencias espaciales y temporales están influidas adicionalmente porque solo en los últimos cuarenta años del siglo XVIII el matrimonio tendió a generalizarse en el Valle Central,[80] un proceso asociado con las políticas borbónicas para enfrentar las uniones ilícitas y el interés de las familias campesinas, que por aquel entonces se movilizaban para consolidar la propiedad de los terrenos comunales que ocupaban, por legalizar la transmisión de los derechos sobre la tierra.[81]

En pocas palabras: el universo de personas analizado es social y étnicamente más representativo a medida que se avanza en el período estudiado, ya que en las décadas iniciales la nupcialidad –particularmente en Cartago– era un recurso característico de los españoles; no fue hasta después de 1760 que en un contexto de rápido crecimiento de la población empezó a extenderse sobre todo entre mestizos y mulatos. Fuera del Valle Central, en las actuales provincias de Guanacaste y Puntarenas, donde un campesinado disperso coexistía con grandes haciendas ganaderas,[82] el número de hijos nacidos de madres solteras permaneció muy elevado, dado que el matrimonio no fue una práctica generalizada.[83]

De la información proporcionada por las dispensas, un dato fundamental es la capacidad de novios, novias y testigos de consignar su firma. En efecto, como se ha indicado en reiteradas ocasiones, poder hacerlo no era necesariamente un indicador seguro y exacto de que la persona estaba alfabetizada. A esta razonable objeción, es posible contraponer el argumento de que, en sociedades con un amplio predominio de culturas rurales, campesinas y orales, como las que conformaban la Costa Rica de las décadas inmediatamente anteriores y posteriores a la independencia, saber firmar constituía, por sí sola, una diferencia significativa, al suponer algún nivel de proximidad con la cultura escrita.[84]

4. Diferenciación social y alfabetización

Ponderado todo lo anterior, es posible acercarse ahora, en términos de género y región, a ese proceso inicial de alfabetización de la sociedad costarricense ocurrido entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. En el Valle Central hubo un descenso en la proporción de varones que sabía firmar entre los nacidos en el período 1730-1749 y los que nacieron en el decenio 1770-1779, al reducirse esa participación del 36,4 al 15,8%.[85] Si bien está basada en un número limitado de casos, tal disminución parece haber sido el resultado del impacto que tuvo la generalización del matrimonio entre sectores sociales y étnicos distintos de los españoles. A medida que la nupcialidad se extendía a familias campesinas muy poco alfabetizadas, bajaba el porcentaje de individuos que podía consignar su firma.

Un cambio en tal tendencia ocurrió a partir de los varones nacidos en el decenio 1780-1789, de los cuales sabía firmar el 24,4%. La mayoría de esos niños asistió a la escuela en la década de 1790, por lo que se beneficiaron del impulso que la intensificación de las reformas borbónicas dio a la educación en esos años, evidenciado en un aumento en la cantidad de planteles abiertos de manera simultánea. Tal incremento continuó a inicios del siglo XIX, reforzado primero por la expansión en el número de establecimientos educativos que se produjo tras la aprobación de la Constitución de Cádiz y después por el renovado interés por la enseñanza pública que acompañó al proceso independentista.

El valor máximo alcanzado por los varones que sabían firmar fue de casi un 42%, correspondiente a los nacidos en el decenio 1810-1819, cuya experiencia educativa se concentró en la década de 1820. Dicho resultado supera las estimaciones realizadas con fuentes y metodologías similares para otros países de Hispanoamérica entre 1888 y 1917.[86] Además, aunque es una proporción inferior a la de la población masculina de entre 7 y 12 años que asistía a las aulas en 1827 (51,5%),[87] la diferencia respectiva es moderada –apenas 9,5 puntos porcentuales–, dato que evidencia que el aumento en la cobertura ocurrido después de la independencia fue efectivo en producir una alfabetización creciente.