CORYDON - André Gide - E-Book

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André Gide

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Beschreibung

André Paul Guillaume Gide (1869-1951), conocido como André Gide, fue un renombrado escritor francés. Premio Nobel de Literatura en 1947 y fundador de la prestigiosa Editora Gallimard, André Gide es el autor de livros memorables como: "El Inmoralista", "Si la semilla no muore", "La puerta Estrecha" "Los Monederos Falsos", entre otros.  Su obra tiene muchos aspectos autobiográficos y en ella se exponen conflictos morales, religiosos y sexuales. La obra Corydon es una colección de ensayos sobre homosexualidad. Los textos se publicaron inicialmente de forma separada desde 1911 a 1920. La idea de la homosexualidad que tiene en mente Gide es de normalidad, la homosexualidad como una parte integrante de la dinámica de la especie humana. Publicado como un sólo libro en 1924, Corydon está escrito en forma de cuatro diálogos socráticos con un personaje imaginario, llamado Corydon, el nombre de un pastor de las "Bucólicas" de Virgilio. El autor defiende las posturas convencionales de prevención, rechazo y desconfianza frente a la homosexualidad y obliga a Corydon a explicar sus razones y opiniones en detalle, que en realidad son las del propio Gide.

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Seitenzahl: 164

Veröffentlichungsjahr: 2022

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André Gide

CORYDON

Título original:

“Corydon“

1a edição

Presentación

Amigo lector

André Paul Guillaume Gide (1869-1951), conocido como André Gide, fue un renombrado escritor francés. Premio Nobel de Literatura en 1947 y fundador de la prestigiosa Editora Gallimard, André Gide fue una de las personalidades más destacadas de la vida cultural francesa. Su obra tiene muchos aspectos autobiográficos y en ella se exponen conflictos morales, religiosos y sexuales.

André Gide, nacido y muerto en París, huérfano de padre a los once años, fue educado por una madre autoritaria y puritana que le obligó, tras someterle a las reglas y prohibiciones de una moral rigurosa, a rechazar los impulsos de su personalidad. Su infancia y su juventud influirían de manera decisiva en su obra, casi toda ella autobiográfica, y le inducirían más tarde al rechazo de toda limitación y todo constreñimiento. Gide escribió obras memorables, como: Si la semilla no muere, Corydon, El Inmoralista, Los Alimentos Terrenales, Los Monederos Falsos, entre innumerables otras.

La obra Corydon es una colección de ensayos sobre homosexualidad.  Los textos se publicaron inicialmente de forma separada desde 1911 a 1920.

A principios de 1910 Gide decidió escribir un ensayo en defensa de la homosexualidad, lo que tenía pensado desde hacía mucho tiempo. El motivo parece haber sido el proceso de Renard: un hombre es acusado de asesinato y, a pesar de la inconsistencia de las pruebas, es condenado severamente en todas las vistas, tanto por la opinión pública, como por parte de los jueces; la razón es que Renard es homosexual.

Amigos y conocidos trataron por todos los medios de convencer a Gide de que abandonase el proyecto por las consecuencias negativas que se derivarían. En 1911 decidió publicar los dos primeros diálogos; el trabajo fue impreso en doce ejemplares que, como él mismo dice en el prefacio a la segunda edición, fueron destinados al cajón. En 1920 reanudó el trabajo, la completó con otros dos diálogos y la hace publicar, discretamente, sólo veinte ejemplares distribuidos entre sus amigos. No fue hasta 1924 que se publicó definitivamente la obra. Muchos de los que le habían aconsejado abandonar el trabajo se sintieron heridos; Paul Claudel le negó el saludo.

Gide quiso defender una idea de la homosexualidad diferente de la que entonces estaba en boga. No acepta la teoría del tercer sexo de Magnus Hirschfeld y, pese a la consideración de que tiene por Proust (durante una breve visita, le entregó uno de los primeros ejemplares de Corydon para que lo leyera y diese su opinión, pero sin divulgar el contenido), no comparte «la aparición de los hombres-mujeres, descendientes de los habitantes de Sodoma que se libraron de fuego celestial», descritos en el famoso incipit del cuarto volumen de En busca del tiempo perdido, «Sodoma y Gomorra».

La idea de la homosexualidad que tiene en mente Gide es de normalidad, la homosexualidad como una parte integrante de la dinámica de la especie humana, de hecho, más bien como un momento de excelencia, por lo que su punto de referencia es el mundo greco-romano, especialmente la Grecia clásica, las luchas entre Esparta y Atenas. Quiere estar vinculado al mundo, no sólo conceptual, sino también formalmente.

«Corydon» es el nombre de un pastor de las Bucólicas de Virgilio y la forma del trabajo de la obra es el de los diálogos socráticos. En la conversación, el autor, deseoso de conocer las razones de su interlocutor, se envuelve en los ropajes de la moralidad reinante, prevenido y desconfiado hacia ese tipo de argumento, sin embargo, las preguntas y observaciones se hacen de forma tal que empujan a Corydon a explicar claramente su ideas, que son las ideas de Gide mismo.

Corydon: resumen

Primer diálogo

En un fantasioso año 19.., el autor, cansado de oír hablar acerca de un escandaloso proceso sobre uranismo, quiere escuchar las razones de la persona en cuestión. En consecuencia, se va a casa de Corydon, a entrevistarlo. Ambos habían sido compañeros en el liceo y una profunda amistad les había unido, para perderse de vista posteriormente. Aunque de lejos, había oído hablar de los brillantes estudios de medicina de Corydon y la reputación de su labor. Al entrar, el autor no percibe ningún elemento de afeminamiento, ni en la apariencia, ni en el ambiente, los únicos indicios: en la pared cuelga una reproducción de La creación de Adán de Miguel Ángel y sobre la mesa un retrato de Walt Whitman.

El autor abre el diálogo apuntando al retrato de Whitman, el poeta de América del Norte, de cuyas obras se había editado recientemente una traducción a manos de un tal Bazalgette, todas encaminadas a negar la homosexualidad de Whitman, jugando astutamente con la no distinción del género masculino y femenino de los sustantivos del inglés. Para Corydon, obviamente, las traducciones no son bienvenidas y está escribiendo algo en respuesta; pero sobre todo anuncia que está preparando un importante trabajo sobre la homosexualidad, titulado Defensa de la pederastia.

Corydon seguidamente le cuenta su historia. Estaba comprometido y amaba a su futura esposa con un amor intenso, pero casto, sin pasión. Advertía dentro de sí algo diferente, a pesar de estar físicamente sano, hijo de padres saludables. Más tarde, le turbó la historia del hermano de su novia, poco más que un adolescente, que está preocupado por los mismos deseos inconfesables y que decide confiar en él. Corydon le habla muy seriamente de los peligros y la condena social de esas tendencias. Pocos días más tarde, el niño se suicida, dejando una carta para Corydon en la que le declara su amor.

Tras una historia tan dolorosa, Corydon quiere explicar a todos aquellos que sienten dentro de sí mismo estos deseos, que no se trata de una enfermedad, sino a algo bastante natural, y el libro que está preparando sirve para este propósito.

Segundo diálogo

Corydon anuncia el plan de su libro: en la primera parte se trata la homosexualidad en términos de Historia natural, en la segunda parte, de la Historia, la Literatura y las Bellas artes, por último, en la tercera parte, la homosexualidad dentro de la Sociología y la moral.

Abre el discurso con las máximas de Pascal y Montaigne, que dicen que todo lo que consideramos como natural, no es más que el hábito adquirido. La misma heterosexualidad no es más que el resultado de la educación. Lo prueba el hecho de que, a pesar de que todos los seres humanos son educados en la heterosexualidad, la homosexualidad todavía aparece. Lo que rechaza es el instinto sexual, que empuja a un sexo hacia el otro para la procreación; en realidad, este instinto sexual no existe, hay un instinto para el placer sexual que puede ir en cualquier dirección, la procreación es una consecuencia que puede aparecer o no.

Con Lester Ward, Charles Darwin y Henri Bergson demuestra que en la naturaleza el sexo es fundamentalmente el femenino. El macho aparece más tarde y su función está limitada a la fecundación. Además, existe un exceso de varones en todas las especies. Por último para a recitar una lista de los muchos casos de homosexualidad entre los animales. Todo esto debe Corydon convencer ampliamente a todos de la naturalidad de la homosexualidad.

Tercer diálogo

Corydon subraya el hecho de que, mientras en el mundo animal se asiste a la deslumbrante supremacía de la belleza masculina y la hembra es la que elige al macho, en el mundo de los humanos sucede lo contrario, es la mujer la que es considerada más bella que el hombre y el hombre el que elige a la mujer.

Pero no siempre fue así, en la estatuaria griega el adolescente está siempre desnudo, mientras que las mujeres siempre veladas. Miguel Ángel, en la bóveda de la Capilla Sixtina, no ha pintado mujeres adolescentes desnudas. Por lo tanto, sostiene que la exaltación de la mujer es condición de un arte menos natural, menos autóctono que el que presentan las grandes épocas del arte de uranista. Como decía Horacio: «naturam espelles frustra, tamen usque recurret » («expulsad a la naturaleza, vuelve al galope»).

Cuarto diálogo

Un libro editado en esos años (Del matrimonio de Léon Blum) aborda precisamente el problema del que habla Corydon en el segundo diálogo, «el hombre tiene mucho más para aliviar que lo que es necesario para cumplir con la función reproductiva de otro sexo. La prodigalidad a la que empuja la naturaleza es muy difícil de controlar y amenaza con convertirse en perjudicial para el buen orden de la sociedad que conciben las naciones occidentales». La solución propuesta por Blum, empujar a las mujeres jóvenes a que estén disponibles fuera del matrimonio para erradicar el flagelo de la prostitución, no gusta a Corydon que aquí propone el objetivo principal de su libro: el retorno a la Grecia clásica. Al igual que sucedió en la edad de Pericles, que se aliente a los jóvenes entre los trece y 23 años a entablar amistad con hombres, incluso sexual, como experiencia y educación para el matrimonio con la mujer.

Lo importante es entender que, donde usted dice «contra natura», bastaba decir «contra la costumbre»

Sumario

Prefacio del autor à primera edición

Mis amigos me repiten que este librito es de naturaleza tal, que puede causarme un gran perjuicio. No creo que pueda quitarme nada que me importe. O, mejor dicho: no creo que me importe nada de lo que me quite. No he buscado jamás ni aplausos, ni condecoraciones, ni honores, ni entrada en los salones de moda.

Sólo me interesa la estimación de unos cuantos espíritus excepcionales, y confió en que comprenderán que nunca he merecido tanto esa estimación como al escribir este libro y a atreverme a publicarlo. Deseo no perder esa estimación; aunque realmente preferiría perderla a tener que deberla al engaño o a una mala inteligencia.

No he intentado nunca agradar al público; pero concedo una importancia excesiva a la opinión de unos cuantos; es cuestión de sentimiento, y contra eso no hay nada que se ha tomado a veces por cierta timidez de pensamiento, no era, en la mayoría de los casos, sino temor a contristar a esas cuantas personas; a contristar, en particular, a un alma tan querida para mi entre todas, j siempre.

¿Quién podría decir de cuántas dilaciones, de cuántas reticencias y de cuántos rodeos son responsables la simpatía y la ternura? Un lo que a las simples dilaciones se refiere, no puedo deplorarlas, pues opino que los artistas de nuestra época pecan muchas veces de una gran palta de paciencia Io que se nos ofrece hoy hubiese ganado, a menudo, con madurar. Un determinado pensamiento que al principio nos preocupa y nos parece deslumbrante, sólo espera a mañana para marchitarse. Por eso, he esperado tanto tiempo para escribir este libro, y, una escrito, para imprimirlo. Quisiera estar seguro de que no tendría que desdecirme muy pronto de lo que adelantaba en Corydon, y que me parecía evidente. Pero no: mi pensamiento, en este caso, no ha hecho más que afirmarse, y lo que reprocho ahora a mi libro es su discreción y su timidez. AI cabo de más de diez años que lleva escrito, ejemplos, nuevos argumentos y testimonios han venido a corroborar mis teorías. Lo que pensaba yo antes de la guerra lo pienso hoy con mayor fuerza. La indignación que pueda provocar Corydon no me impedirá creer que las cosas que en él digo no tuvieran que decirse. Y no es que yo crea que todo lo que se piensa debe decirse, y decirse en cualquier momento, sino tan sólo esto precisamente, y que había que decirlo hoy''-.

Algunos amigos a cuyo juicio sometí este libro al principio, creen que me ocupo en él demasiado de cuestiones de historia natural, aunque no me falte razón para concederlas tanta importancia; pero, según ellos, esas cuestiones cansarán y desagradarán a los lectores. Pero ¡si eso es precisamente lo que espero! No escribo para divertir, y procuro desilusionar desde el principio a los que busquen en este libro placer, arte, ingenio o cualquier otra cosa, en fin, que no sea la expresión más sencilla de un pensamiento absolutamente serio.

He de añadir aún lo siguiente:

No creo en modo alguno que la última palabra de la sabiduría consista en entregarse a la naturaleza, dejando libre expansión a los instintos; pero, en cambio, creo que antes de intentar reducirlos y domesticarlos, importa comprenderlos bien, pues muchas discordancias que tenemos que sufrir son tan sólo aparentes y se deben exclusivamente a errores de interpretación.

André Gide

Prefacio a la segunda edición

Me decido, después de ocho años de espera, a reimprimir este librito. Apareció en 1911, en una tirada de doce ejemplares, que fueron encerrados en un cajón, de donde no han salido aún.

El Corydon no comprendía entonces más que los dos primeros diálogos y el primer tercio del tercero. El resto estaba sólo esbozado. Unos amigos quisieron disuadirme de terminarlo. «Los amigos — dice Ibsen — son peligrosos, no tanto por lo que nos hacen hacer como por lo que nos impiden hacer y Las consideraciones que exponía en aquel librito me parecían, sin embargo, de la mayor importancia y justaba necesario presentarlas. Pero, por otra parte, me preocupaba mucho el bien público, y estaba dispuesto a velar mi pensamiento en cuanto pensé que podía turbar el buen orden.

Por esto también, más que por prudencia personal, encerré el Corydon. en un cajón y le tuve allí ahogado tanto tiempo. Estos últimos meses, sin embargo, me convencí de que este livrito por subversivo que fuese en apariencia, no combatía, después de todo, más que la mentira, y de que no hay nada tan malsano, por el contrario, para el individuo y para la sociedad, como la mentira acreditada. Lo que digo aquí, después de todo, pensé, no hace que todo eso sea.

Eso es. Intento explicar lo que es. Y puesto que no se quiere, en modo alguno, generalmente, admitir que eso es, yo examino, intento examinar si es realmente tan deplorable como dicen que eso sea.

André Gide

Diálogo primero

En el año 190..., un proceso escandaloso puso sobre el tapete una vez más la irritante cuestión del uranismo1 Durante ocho días, en salones y cafés no se habló de otra cosa. Cansado de oír vociferar o teorizar sobre este tema a los ignorantes, los obcecados y los tontos, quise ilustrar mi juicio, y, no reconociendo más que a la razón, y no sólo exclusivamente al temperamento, el derecho a condenar o a absolver, decidí ir a interviuvar a Corydon. No protestaba él, en modo alguno, según me habían dicho contra ciertas inclinaciones desnaturalizadas de que le acusaban; quise cerciorarme y saber lo que se le ocurría decir para disculparlas.

No había vuelto a ver a Corydon desde hacía diez años. Era entonces un muchacho lleno de brío, dulce y orgulloso a la vez, generoso, servicial y cuya mirada captaba ya la estimación. Sus estudios de Medicina habían sido de lo más brillantes, y sus primeros trabajos obtuvieron el aplauso de los profesionales. Al salir del liceo, donde fuimos condiscípulos, una amistad bastante estrecha nos unió. Después nos separaron unos años de viajes, y cuando volví a instalarme en París, la deplorable fama que empezaban a valerle sus costumbres me impidió tratarle.

Al entrar en su habitación no sentí, lo confieso, la ingrata impresión que temía. Verdad es que Corydon no la produce tampoco por su aspecto, que sigue siendo correcto, con cierta afectación de austeridad inclusive. Mis ojos buscaban en vano, por el aposento donde me recibió, esos indicios de afeminación que los especialistas encuentran en todo lo que rodea a los invertidos, y en los cuales pretenden no haberse equivocado nunca. Sin embargo, podía verse, encima de su bufete de caoba, una gran fotografía tomada de una obra de Miguel Angel: la de la formación del hombre, en que se ve, obedeciendo al dedo creador, a la criatura Adán, desnuda, tendida sobre la arcilla plástica, volviendo hacia Dios su mirada deslumbrada de agradecimiento. Corydon siente cierta afición por la obra de arte, tras la cual hubiese podido ampararse si yo me hubiera sorprendido por la elección de aquel asunto especial. Sobre su mesa de trabajo, el retrato de un viejo de gran barba blanca, en quien reconocí inmediatamente al americano Walt Whitman, porque figura al comienzo de una traducción de su obra que acaba de dar M. Bazalgette. M. Bazalgette acaba de publicar igualmente una biografía de ese poeta, voluminoso estudio que había yo leído recientemente, y que me sirvió de pretexto para iniciar la conversación.

I

—Después de leer el libro de Bazalgette — principié — , resulta que ese retrato no tiene razón importante para figurar sobre su mesa.

Mi frase era impertinente. Corydon aparentó no comprenderla; insistí.

—Ante todo — respondió — , la obra de Whitman sigue siendo igualmente admirable, sea la que fuere la interpretación que a cada cual se le antoje dar a sus costumbres...

—Confiese usted, sin embargo, que su admiración por Whitman ha disminuido algo desde que Bazalgette ha demostrado que no tenía aquellas costumbres que a usted le complacía asignarle.

—Su amigo Bazalgette no ha demostrado absolutamente nada; todo su razonamiento cabe en un silogismo que se puede también redargüir:

La homosexualidad, afirma él en principio, es una inclinación contra natura.

Es así que Whitman gozaba de una perfecta salud; era, hablando con precisión, el representante más genuino que haya podido ofrecernos la literatura del hombre normal...

—Luego Whitman no era pederasta: esto me parece perentorio.

—Pero ahí está la obra, en la que ya puede monsieur Bazalgette traducir por «afecto» o por «amistad» la palabra love, y sweet, «por puro» en cuanto se dirige al «camarada»... No por eso dejarán de ser todos los pasajes apasionados, sensuales, tiernos o vibrantes del volumen del mismo orden: de ese orden que llama usted «contra natura».

—De lo que yo llamo «orden» en absoluto... Pero veamos su silogismo...

—Este es:

Whitman puede ser considerado como el tipo del hombre normal.

Es así que Whitman era pederasta.

—Luego la pederastia es una inclinación normal. ¡Bravo! Queda únicamente por probar que Whitman era pederasta. Petición de principio por petición de principio, prefiero el silogismo de Bazalgette; va menos en contra del sentido común.

—Lo importante es no ir en contra de la verdad. Preparo un artículo sobre Whitman, una respuesta a la argumentación de Bazalgette.

—Esas cuestiones de las costumbres, ¿le preocupan mucho?

—No poco, lo confieso; preparo igualmente un trabajo bastante importante sobre ese tema.

—¡No le bastan a usted entonces los trabajos de Moll, Kraft-Ebbing, Raffalovich, etc.!

—No han logrado satisfacerme; quisiera hablar de eso de otra manera.

—He pensado siempre que lo mejor era hablar lo menos posible de esas cosas, que a veces sólo existen porque algún torpe las divulga. Además de que son inelegantes de decir, habrá siempre unos cuantos picaros que tomarán ejemplo precisamente en lo que se pretendía censurar.

—Yo no pretendo censurar.

—Corren rumores de que usted aparenta ser tolerante.

—No me comprende usted en absoluto. Veo que es necesario que le diga el título de mi obra.

—Venga.

—Es una Defensa de la pederastia la que escribo.

—Y por qué no un Elogio, ¿ya que lo toma usted así?

—Ese título violentaría mi pensamiento; temo ya inclusive que algunos vean en la palabra Defensa una especie de provocación.

—¿Y se atreverá usted a publicar eso?

—No, no me atreveré — replicó, en tono más grave.

—Decididamente, son ustedes todos lo mismo — repuse, después de una breve pausa — fanfarronean ustedes en la intimidad y entre sus afines; pero al aire libre y delante de público, su valor se desvanece. Comprenden ustedes perfectamente, en el fondo, la legitimidad de la reprobación que les abruma; protestan elocuentemente en voz baja, pero en voz alta flaquean ustedes.

—Verdad es que la causa carece de mártires.

—No emplea usted palabras ampulosas2.