Cosmologías de India - Juan Arnau - E-Book

Cosmologías de India E-Book

Juan Arnau

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Beschreibung

 El universo es un organismo vivo. No tiene leyes, sino hábitos. Esa es la gran intuición de la cosmología budista. A ella se añade otra, que proviene del pensamiento védico y que hereda el sāṃkhya: la mente no es la conciencia. La naturaleza está hecha de la materia sutil de la mente, una mente extendida, que dialoga constantemente con una conciencia que lo permea todo, que no puede entenderse según las directrices del espacio y el tiempo.   El cosmos experimenta procesos cíclicos de creación y disolución que se desarrollan en función de la evolución espiritual de los seres que lo habitan. En la época védica, el universo primordial es sonido puro, precursor de la luz, la música como madre de la astronomía y la biología.    En el sāmkhya, el universo se llena de testigos ocultos a los que la naturaleza, en su infinita capacidad de creación y diversificación, trata de complacer. La conciencia, pura y sin contenido, se deja seducir por la naturaleza. Para el budismo, el espacio no se distribuye mediante fuerzas concéntricas como la gravedad, sino mediante las excentricidades de la vida psíquica.  

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Juan Arnau

Cosmologías de India

Védica, sāṃkhya y budista

© 2023 Juan Arnau

© de la edición en castellano:

2024 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Primera edición en papel: Febrero 2024

Primera edición en digital: Abril 2024

ISBN papel: 978-84-1121-234-2

ISBN epub: 978-84-1121-273-1

ISBN kindle: 978-84-1121-274-8

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A Lucía

Sumario

AbreviaturasPreludio a la edición de 2024IntroducciónLa cosmología hoyEl tiempo en la AntigüedadLa hechura del tiempoLa hechura del espacioDos orientacionesI. El periodo védicoLey naturalEl ṚgvedaEl orden cósmicoTiempo cíclicoTiempo y fortunaCosmogoníasLiteratura de las correspondenciasDel sacrificio público a la experiencia privadaLa concepción del espacioReabsorción y liberaciónLa aventura del fundamentoII. Cosmología saṃkhyaUna antigua filosofíaLa escuela de la enumeraciónLos componentes del mundoLa naturaleza primordialLos tres guṇaSensacionesEl círculo hermenéuticoLa cuestión del determinismoEl principio de ordenaciónEl sentido de la identidadLa menteEl cuerpo insigneLas facultadesElementos sutiles y elementos físicosEpistemologíaLa posición de la concienciaConciencia y materiaPluralidad de concienciasCosmogoníaDualismosIII. El cosmos budistaMente y universoReferentesLa cuestión cosmológicaEspacio, identidad y transformaciónLa razón de la diversidadConciencia en continuidadEspacio temperamentalÁmbitos de existenciaEl mundo sensibleEl mundo sutilEl mundo inmaterialCatálogo de cuerpos y mentesAspectos de lo inmaterialEl repliegue del cosmosEl despliegue del cosmosEl relato de MāhavastuEpílogoBibliografía

Abreviaturas

AB:Aitareya brāhmaṇaMN:Majjhima nikāyaAN:Aṅguttara nikāyaMtU:Maitrāyanṇīya-upaniṣadAV:Atharva-vedaMU:Muṇḍaka-upaniṣadBU:Bṛhadāraṇyaka-upaniṣadṚV:Ṛg-vedaCU:Chāndogya-upaniṣadŚB:Śatapatha brāhmaṇaDN:Dīgha-nikāyaSK:Sāṃkhya-kārikāIU:Isa-upaniṣadSN:Saṁyutta nikāyaKB:Kauṣītaki brāhmaṇaŚU:Śvetāśvatara-upaniṣadKośa:Abhidharmakośa bhaṣyaTK:Tattva-kaumudīKU:Kaṭha-upaniṣadTU:Taittirīya-upaniṣadMB:MahābhārataVM:Visuddhimagga

Preludio a la edición de 2024

Desde niño me ha fascinado el universo. Cuando terminé los estudios de astrofísica, salí de la facultad con una idea clara de qué era eso que tanto me interesaba. El universo se había originado con una gran explosión, cuyo motivo quedaba fuera del alcance de la física, y se consideraba una entidad mecánica, indiferente y fría, donde la vida y la conciencia podían perfectamente no haber ocurrido. La conciencia era un epifenómeno del cerebro y una invitada tardía e inesperada a la fiesta de la evolución. Esta versión del universo-máquina que ofrecía la física clásica, heredera de Descartes y Newton, no me acabó de convencer. Me llevé, eso sí, una imagen fascinante de la evolución estelar. De gigantes rojas y azules en cuyo interior se cocina el carbono que hará posible la vida. Estrellas solitarias o emparejadas, estrellas que nacen, se reproducen y mueren.

Decidí entonces marcharme a India para ver qué tenían que decir allí del universo. La imagen que me encontré era radicalmente distinta. El universo se concebía como un organismo cuyos procesos cíclicos de creación y disolución se desarrollaban en paralelo a la evolución espiritual de los seres. Tanto la literatura filosófica, como la épica y devocional, darán cuenta de esta situación. La evolución cósmica es la historia de las pérdidas y recuperaciones de valores morales. El cosmos se encuentra autorregulado por la vida consciente. El espacio y el tiempo han dejado de ser las precondiciones de la experiencia. La conciencia se convierte en el fundamento de todo lo espacial y temporal.

Este libro se ocupa de tres tradiciones de pensamiento, distintas, pero imbricadas: la védica, la sāṃkhya y la budista. La primera parte se dedica a la visión del universo en la época védica, que se inicia con el Ṛgveda y se cierra con las últimas upaniṣad. En los himnos védicos aparece ya la idea de un orden cósmico y el universo primordial se concibe como sonido puro. Antes de la luz y la materia, una vibración habitaba y configuraba el espacio. Se sugiere que el espacio cósmico es una expansión sonora, la proyección de una voz. La idea es fascinante. El sonido no sólo es precursor de la luz, sino que la música es la madre de la astronomía y la biología. Señalando una diferencia fundamental entre la civilización griega, fundamentalmente visual (el eidos platónico), y la civilización india, fundamentalmente sonora (la vibración de la sílaba primera, OM). Un mundo cuyos secretos son escuchados (no vistos) por los sabios de la antigüedad, que son los que han tenido oído para su música.

La segunda parte se ocupa de la escuela filosófica sāṃkhya. Un mapa del universo esencialmente pluralista, que recuerda al de Leibniz. El universo se llena de testigos ocultos a los que la naturaleza, en su infinita capacidad de creación y diversificación, trata de complacer. La conciencia pura del puruṣa, carente de contenido, se llena y se recrea con las escenificaciones de la materia y se deja seducir por ella.

Por último, la tradición budista nos ofrece un universo mental. Una guía para navegar en la mente del mundo. Espacio y tiempo se conciben como una fermentación de la vida que percibe y siente. Los budistas reformulan los tres mundos de la época védica. Hay un mundo sensible, un mundo de materia sutil y un mundo inmaterial. La mente entrenada puede viajar por ellos, morar en ellos y experimentar lo que allí ocurre. El espacio no se distribuye mediante fuerzas concéntricas como la gravedad, sino mediante las excentricidades de la vida mental: episodios que abren caminos en el espacio y dibujan la curvatura del tiempo.

Agradezco la iniciativa de Agustín Pániker y de la Editorial Kairós de recuperar este ensayo, publicado en México hace ya más de una década. Espero que el libro contribuya a abrir nuestras perspectivas sobre el universo y a enriquecer nuestra vida mental, tan atosigada hoy por los engendros tecnológicos.

JUAN ARNAU

San Climent, Menorca

20 de julio de 2023

Introducción

La cosmología hoy

En la actualidad, la cosmología se considera una disciplina científica asociada a la astrofísica, la física teórica y las matemáticas. Las características generales del universo, su extensión en el espacio y su duración en el tiempo, su origen y desarrollo, constituyen las principales preocupaciones de los cosmólogos. Su principal tarea es la construcción de modelos de universo que sean lógicamente coherentes y, al mismo tiempo, compatibles con los datos empíricos. En este sentido, la propia disciplina es quizá la expresión más radical de la tensión entre lo teórico y lo experimental, entre la pizarra y el laboratorio. A principios del siglo XVIII europeo, la cosmología teórica, entonces llamada racional, se consideraba parte de la metafísica y la ontología, e incluía aspectos psicológicos y teológicos. El término sería introducido por Wolff en 1731 (Cosmologia generalis), donde la definía como scientia mundi de universi in genere y establecía las diferencias entre la cosmología racional y la empírica.1 Aunque Wolff experimentaría la influencia de la figura de Leibniz a lo largo de toda su carrera, se apartó de su concepto de mónada y remplazó la idea de una «armonía preestablecida» por la teoría de Spinoza de la correspondencia entre el orden del pensamiento y el orden cósmico. Una correspondencia que, como veremos, destaca en la mayoría de las concepciones cosmológicas indias que estudiaremos en este volumen.

Desde entonces, aunque la tensión entre lo teórico y lo experimental nunca ha decrecido (sobre todo con el auge de la física cuántica en la primera mitad del siglo XX), la física teórica se ha encargado de purgar, con éxito desigual, algunos de los aspectos extracientíficos heredados de las tradiciones metafísicas. Sea como fuere, la cosmología se ha mantenido como una de las escasas disciplinas científicas contemporáneas donde los aspectos teóricos y especulativos predominan sobre los experimentales, donde la elegancia, coherencia y simplicidad de los diferentes modelos de universo organizan y dirigen la atención hacia su expresión empírica.2 Al margen de cómo se resuelva la tensión entre lo teórico y lo experimental (quién debe guiar a quién), es claro que los propios objetivos de la disciplina llevan ya implícitos numerosos presupuestos sobre la naturaleza del espacio y del tiempo, que hacen inevitable la imbricación de lenguaje de la astrofísica con el de la filosofía. No debería sorprender, por tanto, que las teorías cosmológicas contemporáneas planteen cuestiones que ya fueron tratadas por las cosmologías de la Antigüedad, y que sus modelos se acerquen en ocasiones a sus predecesoras, como en el caso de la idea de una expansión y contracción periódica del universo.

Conviene observar que, cuando se examinan las cosmologías antiguas desde la perspectiva actual, generalmente se hace con cierta condescendencia, cuando no con manifiesta impaciencia. La modernidad ha relativizado todas las concepciones tradicionales del cosmos, y la antropología se ha encargado de inventariar el modo en que cada cultura (egipcia, babilónica o maya) edificó pacientemente el modelo de mundo en que vivía, o en el que todavía vive, como en el caso de las cosmologías de India. Pero parece que ese relativismo es tabú cuando hablamos de los modelos cosmológicos contemporáneos, con frecuencia considerados definitivos o incuestionables. Las sociedades tecnológicas han logrado ver lo que ninguna otra civilización pudo ver, instalando telescopios en el espacio exterior, analizando las señales invisibles del infrarrojo o del ultravioleta, detectando la radiación fósil del big bang. Y, sin embargo, cuando nos acercamos a su lenguaje, encontramos personajes que no despreciaría ninguna mitología antigua, entidades enigmáticas y apenas detectables como la materia oscura, los agujeros negros o vacíos expansivos que se hacen sitio e impulsan el resto de las cosas.

En general, las cosmologías modernas tienden a considerar la aparición de la conciencia como un fenómeno tardío en la evolución cósmica, asociada a la materia orgánica que fue sintetizada en los hornos estelares. La cosmología sāṃkhya, por el contrario, sitúa la conciencia en el origen mismo del universo y, en cierto sentido, fuera del mundo natural, aunque reflejándose en él. El budismo establece una conciencia en continuidad, engarzada por sucesivos renacimientos, cuyos estados más elevados supondrían el cumplimiento o culminación de lo fenoménico. El cosmos budista es un universo de conciencia. Espacio y tiempo son una fermentación de la vida que percibe y siente. El espacio no se distribuye mediante la gravedad de la materia, sino en función de sus estados mentales. La serie de los actos conscientes abre los caminos del espacio y dibuja la curvatura del tiempo. Pensémoslo un instante. En las concepciones modernas, lo tosco, la materia y su gravedad, determina la estructura espacial y la evolución temporal del cosmos. Para los antiguos indios, era lo complejo y sutil, la conciencia, lo que condicionaba dicha organización y destino. Como contrapartida, en el sāṃkhya encontramos una cierta nostalgia del origen, eco de la cosmovisión védica, mientras que para el budismo dicho cumplimiento es más una vocación, una aspiración a superar las contingencias del mundo y de la existencia.

El tiempo en la Antigüedad

La literatura épica y devocional de la época clásica (Mahābhārata, Purāṇa) fue consolidando la idea de que, en el proceso mismo de la evolución cósmica, entran en juego periódicas pérdidas y recuperaciones de los valores morales. El universo, desde esta perspectiva, se encuentra etificado,3 configurado por la calidad moral de los seres que lo habitan. En algunas escuelas el tiempo pasaría a considerarse el principio que organiza el drama de la liberación de los seres conscientes, supeditando su estructura a las necesidades de dicha representación. Así se establece en las concepciones clásicas la relación entre el tiempo y el dharma. La decadencia del dharma es la decadencia del tiempo, ambos corren, por así decirlo, en paralelo. Esta sincronía requiere en ocasiones el descenso (avatara) de una divinidad o de un buda con el propósito de contrarrestar dicha declinación. De este modo quedan vinculados los grandes ciclos de recreación y disolución del mundo con conceptos de naturaleza soteriológica, como saṃsāra, karma y mokṣa/nirvana. Algunas corrientes de pensamiento como el sāṃkhya entenderán la autorrealización como un regreso al origen. Otras, como el budismo del abhidharma, que en algunos pasajes de la literatura canónica desaconseja la especulación cosmológica por perniciosa y desorientadora, crearán un mapa de tiempo asociado con diferentes estados de introspección mental, organizados en detalladas cosmologías que son, al mismo tiempo, mapas de la mente.

Frente al tiempo lineal característico de las tradiciones semíticas y cristianas, la Antigüedad india concibió el cosmos como un proceso cíclico de acontecimientos recurrentes en periodos de larga duración. Estas concepciones estuvieron asociadas a los ciclos astronómicos y biológicos cuyas periodicidades regulaban las diferentes actividades sociales y fijaban el calendario ritual. La época védica se ocuparía de inventariar las diferentes unidades de tiempo mediante la observación de las trayectorias del sol y de la luna. Los movimientos de los cuerpos celestes revelaban el carácter cíclico del tiempo y por tanto repetible, siendo el tiempo lineal tan sólo un segmento dentro de cada ciclo, afianzando con ello la idea de que el pasado podía servir de modelo al presente.

Además, dentro de las concepciones védicas se fue desarrollando la idea del tiempo como una serie o conjunto de percepciones, tiempo interiorizado, que encontraba su fundamento en el devenir consciente de cada individuo. Dicha vivencia interna del tiempo adquiriría después un importante papel, tanto en las upaniṣad como en el budismo. Lo temporal era visto, desde esta perspectiva, como una presencia (siempre a punto de ausentarse) no necesariamente subordinada a una eternidad jerárquicamente superior a ella o que fuera emanación de algo inmóvil o atemporal.

La doctrina según la cual el universo surge y se disuelve periódicamente tuvo numerosos precedentes en la Antigüedad mediterránea. En la mayoría de ellos el nacimiento del mundo (que era un renacimiento) tenía lugar mediante una condensación extrema, mientras que su disolución era obra del fuego. Tanto Heráclito, para quien el mundo había surgido del fuego y volvería al fuego, como los pitagóricos y los estoicos, se adherían a la doctrina del eterno retorno. La escuela eleática de Parménides y Zenón fue todavía más radical, negando el cambio temporal de las cosas y considerando sus transformaciones una mera ilusión. Incluso algunos pensadores cristianos, como Orígenes, barajaron la idea de una repetición o vuelta del mundo a un estado anterior.

De manera general, podría decirse que desde la Antigüedad las ideas acerca del tiempo se concibieron al menos de tres modos diferentes (o mediante una combinación de éstos): como una realidad en sí misma, independiente de las cosas; como una propiedad de las cosas (especialmente de los seres conscientes), y como un orden. Realidad absoluta, propiedad o relación. Tres caracterizaciones que también podrían aplicarse al espacio. La época moderna daría representantes de estas tres «escuelas». Newton concebía en sus Principia que «el tiempo absoluto, verdadero y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación con nada externo». Mientras las cosas cambian, el tiempo no cambia. Los cambios en las cosas son cambios en relación con un tiempo uniforme, perfectamente homogéneo, que es indiferente de aquello que contiene y que se mueve en una sola dirección. Frente a esta postura, Leibniz defendería una concepción relacional del tiempo, siendo éste «el orden de existencia de las cosas que no son simultáneas», no siendo posible afirmar que el tiempo sea algo distinto de aquello que existe en él. Los instantes, considerados sin las cosas, no son nada en absoluto. Kant se fraguaría una idea del tiempo que se haría un sitio entre ambas posiciones. Para el filósofo de Königsberg, el tiempo no era un concepto empírico derivado de la experiencia, sino un a priori que subyace a toda actividad cognitiva.

Debido a esta triple caracterización que comparten espacio y tiempo, desde Aristóteles numerosos filósofos han explicado el tiempo mediante el espacio (lo que para Bergson constituía una falsificación de su naturaleza). El lenguaje común contribuye a ello. El tiempo discurre, la edad avanza. La relatividad ha tratado de mostrar que sucesos que se tienen por pasados en un marco de referencia pueden ser juzgados futuros en otro, dejando constancia de que la distinción entre pasado y futuro no constituye una división ontológica genuina, sino que ocurre en una experiencia consciente asociada a un determinado sistema de referencia.

La hechura del tiempo

Podemos hablar de dos tendencias dominantes en la idea del tiempo de la Grecia clásica. En Platón, el tiempo se trascendía a sí mismo y apuntaba a lo intemporal: «imagen móvil de la eternidad». En Aristóteles, se orientaba hacia el espacio y, más concretamente, hacia el movimiento. En la tradición hebraica, esencialmente profética, el tiempo se concebiría en función del futuro. Algunas tradiciones de pensamiento indias radicaron el tiempo en el presente, sede del «ahora» de la actividad consciente.

El estrecho vínculo entre el tiempo y la actividad consciente se encuentra presente en India durante toda la época clásica, no sólo en la literatura, sino también en los sistemas filosóficos del hinduismo, el budismo y el jainismo. El universo se concibe como un organismo que se desarrolla en paralelo a la evolución espiritual de los seres que lo habitan. La esencia del tiempo, su fuente de alimentación, se encuentra en la actividad mental y física.

Un buen ejemplo de esta tendencia lo encontramos en Vātsyāyana, un filósofo de la escuela nyāya del siglo IV. Vale la pena detenerse en su justificación de dicha concepción, que aparece en el capítulo segundo de su comentario a los Nyāyasūtra. Al explicar el tiempo recurriendo al espacio, se corre el riesgo de quedarse sin presente. Generalmente, esto se hace utilizando la idea del movimiento. El ejemplo clásico de la tradición lógica es el fruto que cae del árbol. Mientras viaja hacia el suelo, el espacio por encima del fruto es espacio recorrido (pasado), y lo que hay por debajo es espacio por recorrer (futuro). Aparte de estos dos espacios, no hay lugar para un tercero que sirviera de referencia al propio recorrer, haciendo lugar al presente. Frente a esta opinión, la postura de Vātsyāyana es clara: el tiempo no se manifiesta en relación con el espacio, sino en relación con la acción.4 El tiempo está en el hacer. La idea de un tiempo pasado (el tiempo que ha estado cayendo el fruto) la proporciona la propia acción de caer (presente), que a su vez garantiza su continuación (futuro). De hecho, el significado de haber estado cayendo se produce gracias al propio caer, y lo mismo podría decirse del seguir cayendo. Tanto en el pasado como en el futuro, el objeto se mantiene inactivo, mientras que en el presente se encuentra imbuido por la acción.

Lo que el presente muestra es la unidad de tiempo y acción. La sensación del pasado y la expectación ante el futuro es posible precisamente gracias a ese vínculo. Uḍḍyoṭakara, un comentarista medieval del nyāya, añade que esa unidad hace posible que un concepto tan escurridizo como el tiempo cobre sentido. De este modo, pasado y futuro no tienen una relación meramente relativa, como la tienen grande y pequeño o largo y corto. Las relaciones entre pasado y futuro se parecen más a las relaciones entre el color y la textura, o el aroma y el sabor. Pasado y futuro no constituyen un par de opuestos. Si lo fueran, se supondría que uno depende completamente del otro, y no habiendo uno, no existiría el otro (no habiendo luz no habría oscuridad, etc.). Vātsyāyana concluye que el futuro no puede explicarse exclusivamente mediante el pasado ni a la inversa. Hace falta un presente activo para que dichas concepciones tengan sentido.

El presente puede ser reconocido mediante la presencia de las cosas o mediante una serie de actos coherentes. En el primer caso, vemos que allí hay un árbol (sustancia), que tiene las hojas verdes y lanceoladas (cualidad), que se agitan por el viento (movimiento). Sin el presente no sería posible concebir nada, ni siquiera el contacto entre los órganos de los sentidos, la mente y el objeto. Si uno de éstos faltara, la percepción no sería posible y sin ella serían vanos los otros medios de conocimiento: la inferencia (anumāna) y el testimonio verbal (āgama). En el segundo caso, el presente se manifiesta al realizar una actividad que no es meramente perceptiva: se recoge agua, se pone a hervir, se limpia el arroz, se introduce en la vasija, etc. O se repite una acción, se levanta el hacha y se la deja caer repetidamente sobre el tronco. En ambos casos, lo cocinado o lo cortado es aquello sobre lo que se actúa, y dicha acción justifica la existencia del presente. De este modo se prueba la existencia y continuidad de la sustancia tiempo: como fundamento de la percepción o como expresión de una unidad de actos en la que se encuentran implícitos tanto el pasado como el futuro.

La hechura del espacio

En relación con el espacio, el pensamiento indio insistió en una idea complementaria a su concepción del tiempo como acto. Se tiende a considerar la conciencia como el factor que crea el receptáculo donde habitan los seres y no a la inversa, como se entiende en la concepción moderna del espacio. Esta idea será desarrollada fundamentalmente por el sāṃkhya, que hará de un principio intelectivo (buddhi) el fundamento del espacio y del tiempo, y por los budistas, que asociarán los diferentes ámbitos del espacio a los diversos estados mentales.

Ya sea en el caso del espacio o en el del tiempo, las cosmovisiones que presentamos ponen el énfasis en la continuidad frente a la escatología. La idea de un comienzo y final de los tiempos es extraña al pensamiento indio. Siendo esto así, la cuestión de si el mundo ha sido creado o existe por sí mismo se decanta generalmente por lo segundo. Algunos textos describirán el intervalo entre la disolución del cosmos y su posterior recreación mediante la metáfora del sueño. La energía creativa duerme en estado de semiconsciencia y, al despertar, el universo se despliega de nuevo.

La literatura sāṃkhya, junto a la budista, establecerán las concepciones del espacio y del tiempo que predominarán en la época clásica, ofreciendo una concepción de la vida consciente y del cosmos como un proceso de continuo crecimiento y disminución, de muerte y regeneración. Mientras que el tiempo cósmico es simétrico (los astros y los hombres vuelven cíclicamente), el tiempo de la experiencia consciente puede ser asimétrico. Ésa fue la gran aportación del budismo a la cosmología, que trazaría un mapa del tiempo basado en los estados mentales asociados a la meditación. Cartografiar el espacio es, para el budista, cartografiar la mente.

El sāṃkhya postulará una conciencia (puruṣa) acostumbrada a estar por encima de las cosas, pero que no quiere perderse la singular belleza de las transformaciones de la materia. Su virtud está contenida en su prudencia. Asiste y se recrea en una representación cuyo único propósito (según las metáforas habituales) es complacerla.

La soteriología mantendrá una contraposición entre la creación del mundo y la liberación del individuo que, como veremos, recorren una misma dirección en sentidos opuestos. Incorpora la idea, quizá de origen budista, de que la rueda de la vida mantiene su giro gracias al impulso de la ignorancia, la sed y la actividad consciente.5 Predomina la idea de la liberación como reintegración a la unidad original, aunque el budismo no compartirá esa nostalgia del origen tan representativa de la mitología brahmánica.

Dos orientaciones

Lo sensible, según se sabe, permite dos tipos de ensimismamiento, respecto al objeto percibido o respecto al hecho mismo de percibir. En el primer caso, somos atraídos por lo que nos rodea y, si queremos profundizar en esa dirección, debemos olvidarnos hasta cierto punto de nosotros mismos. En el segundo, el mundo exterior sólo colorea y da forma al reconocimiento mismo de la percepción, adquiriendo un papel secundario, auxiliar, a una actividad sensible reflexiva. Puede decirse que toda filosofía se recrea en una de estas dos tendencias y, aunque en el pensamiento europeo no faltan buenos ejemplos del ensimismamiento en la percepción (Berkeley, Hume), es ésta quizá la actitud predominante en el pensamiento indio, que también ofrecerá ejemplos de la primera, como en la filosofía de la escuela nyāya.

Aun a sabiendas de que no hay modo de salir del círculo de la percepción —«La retina y la superficie cutánea invocadas para explicar lo visual y lo táctil son, a su vez, dos sistemas táctiles y visuales» (Gustav Spiller)—, las sociedades tecnológicas modernas se han caracterizado por el desarrollo de los mecanismos de percepción externa. Vemos el rastro que las partículas elementales dejan en las cámaras de burbujas, observamos cómo el fotón atraviesa dos rendijas al mismo tiempo, los radiotelescopios nos permiten escuchar la radiación cósmica de fondo. Y, civilizacionalmente, podría decirse que estos avances no son independientes de un descuido de los mecanismos de percepción interna.

Un buen ejemplo a este respecto lo encontramos en la escuela sāṃkhya y en la metafísica que hay detrás de sus técnicas para la autorrealización. Para el sāṃkhya, el origen está siempre presente, en cada reflexión, en cada acto cognitivo, en cada pensamiento. Plotino decía que el alma abandona el tiempo cuando se recoge en lo inteligible; pues bien, para el sāṃkhya el espíritu (puruṣa), una conciencia pura y sin contenido, se encuentra fuera del tiempo pero es testigo y fin de cada uno de los esfuerzos del devenir consciente. Y el sujeto, cuando reflexiona, lo hace en y desde el origen. Con el sāṃkhya, el universo se llena de testigos ocultos a los que la materia, en su infinita capacidad de creación y diversificación, trata de complacer. La conciencia se recrea con las escenificaciones de la materia y se deja seducir por ella. Esta conciencia original no es una parte del tiempo, pero lo acompaña continuamente. De hecho, los propios objetivos de esta metafísica en cuanto filosofía de la vida consisten en llevar a efecto y a la realidad el origen (el puruṣa) y el presente (el tiempo) como integridad, logrando así superar las servidumbres de lo temporal.

Estas cosmologías permiten revisar la manera en que la antigua India enseñaba a ponderar el entorno cósmico. No estamos ante mitos pintorescos o caprichosas especulaciones, ni se nos exige que aceptemos sin reticencias los diferentes mapas del tiempo, simplemente se nos invita a reconsiderar los modelos, algunos ciertamente ingeniosos, que ofrecieron las diversas épocas. Sus intuiciones podrían, en el mejor de los casos, contribuir a reorientar la idea del cosmos que tenemos hoy.

I. El periodo védico

Ley natural

La especulación india en torno al cosmos se remonta a un cuerpo antiguo de literatura oral conocido como el Veda, que habría sido revelado a esclarecidos sabios de la Antigüedad y preservado, de padres a hijos, por distinguidas familias de brahmanes. Los textos sagrados de la tradición hindú se denominan śruti (aquello que fue escuchado) para distinguirlos del acervo de conocimientos preservados por la tradición, llamados smṛti (aquello que se recuerda). Los sabios del pasado (ṛsi) supieron «escuchar», en su fuero interno y gracias a una desarrollada percepción, el contenido de este corpus y lo transmitieron fielmente a sus discípulos. La filosofía del brahmanismo se desarrollaría como un intento de sistematizar, profundizar y organizar los contenidos de cuatro colecciones de himnos: Ṛgveda, Yajurveda, Sāmaveda y Atharvaveda. Aunque la mayoría de sus estrofas constituyen alabanzas a los dioses, fórmulas rituales y cantos litúrgicos, también encontramos en ellos las primeras especulaciones cosmogónicas, que posteriormente serían desarrolladas en los brāhmaṇa, un género literario de carácter litúrgico, y en los textos narrativos y especulativos de la Literatura de las correspondencias (upaniṣad).

La idea de una ley natural en el periodo védico se configura en torno a dos ejes. En su aspecto especulativo funciona como representación del orden cósmico, como modelo de la estructura y composición del universo; y en su aspecto pragmático sirve de base a juicios normativos y morales, utilizándose como modelo de organización social y de las etapas de la vida humana. La asociación de estos dos aspectos, como veremos, hace posible la participación humana en el orden cósmico, fundamentalmente mediante el ritual, y otorga confianza y estabilidad al tejido social, considerado parte de un orden más amplio y significativo que rige el universo en su conjunto. Estos dos aspectos fueron compartidos por otras culturas antiguas en las que todavía no se había producido la escisión entre naturaleza y cultura. El orden cósmico en India, ṛta en sánscrito y posteriormente dharma, tiene sus paralelos en el antiguo Egipto con el concepto de maat, en la tradición grecorromana con moira, logos o heimarmenē, en el taoísmo chino con la idea del tao, qismah, sharī’ah en el islam, alcanzando la edad moderna con el concepto de jus naturale de Hugo Grotius.

Los primeros indicios de la idea de un orden cósmico que encontramos en la literatura védica aparecen en el Ṛgveda (ca. 1200-900 antes de nuestra era), y desde entonces se irán desarrollando hasta constituir uno de los fundamentos de la tradición hindú.6 El término utilizado es ṛta, que designa la ley que gobierna el orden natural, el curso de las cosas en general y el orden cósmico. De este término se desprende, en la literatura posterior, un concepto que tendrá mucha más importancia en el pensamiento indio: el concepto de dharma, que adquiere usos derivados como el de ley divina, realidad, verdad y, en el orden social, lo propio, lo justo y lo correcto, extendiéndose su significado hasta la usanza y la costumbre y, cuando se refiere a la conducta humana, a la virtud. El concepto combina las prerrogativas de una ley universal al tiempo que sirve de denominación a una propedéutica soteriológica (las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para la liberación) tanto del budismo y el jainismo como del brahmanismo. Se integran así tres niveles de significado. El primero hace referencia a la ley natural o el orden universal; el segundo, a los principios normativos que rigen órdenes morales y sociales mediante los que se interpretan las acciones humanas, y el tercero, al conjunto de instrucciones y prohibiciones que gobiernan la vida social y ritual. La literatura védica posterior se esforzará en establecer las diferentes correspondencias entre estos tres niveles. De hecho, el término sánscrito para lo que comúnmente se conoce como brahmanismo (conjunto de tradiciones precursoras de lo que más tarde se denominaría hinduismo) es sanātanadharma, literalmente: ley eterna, refiriéndose tanto al orden y constitución del cosmos como a los principios que gobiernan la conducta humana y las actividades sociales y rituales.

El Ṛgveda

El Ṛgveda contiene más de un millar de himnos agrupados en diez libros (maṇḍala). Según la tradición, fueron revelados a siete sabios de la Antigüedad. Diversos linajes de brahmanes se encargarían de su preservación y transmisión. Aunque gran parte de estas composiciones son invocaciones a los dioses para que asistan a la oblación del Soma en el fuego sacrificial, los libros primero y décimo registran las primeras especulaciones en torno a la naturaleza del tiempo, el espacio y la creación del mundo. Algunos himnos se dedican a personificar diversos aspectos del mundo natural. Entre los principios femeninos, se encuentran la diosa de la Tierra (Pṛthvī), el Espíritu de la noche (Rātrī), la diosa de la Aurora (Uṣas) y la Señora del Bosque (Araṇyāni), aunque ninguno de ellos desempeñaría un papel significativo en el culto. Entre los «resplandecientes» (deva), el más prominente fue sin duda Indra, dios de la guerra y del clima, divinidad escandalosa y amoral, aficionada a las fiestas y la bebida, matador de gigantes y cabalgador de tormentas. Asociados con el curso del sol, su energía y resplandor, encontramos en primer lugar a Sūrya, que surca los cielos en su flamante carro, a Savitṛ y a Pūṣan. Agni representa el fuego, siendo el patrón de la clase sacerdotal que tenía tratos con él, tanto en el sacrificio público como en la intimidad de los hogares. Funge de mediador entre los dioses y los hombres ya que consume el sacrificio de éstos y se lo entrega a aquéllos. Mora en los cielos en forma de rayo y en las profundidades de los volcanes. Sin embargo, los primeros indicios de un orden cósmico vinculado a un orden moral aparecen en el Ṛgveda asociados a la figura de Varuṇa.

Varuṇa se encarga de proteger el orden universal (ṛta),