Crisantemo blanco - Mary Lynn Bracht - E-Book
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Crisantemo blanco E-Book

Mary Lynn Bracht

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Beschreibung

Estamos en 1943, en la Corea ocupada por los japoneses, dos hermanas crecen dentro de la comunidad Haenyeo de la isla de Jeju. Las mujeres haenyeo son conocidas por su maestría en el buceo; la suya es una comunidad muy peculiar donde son las mujeres las que ganan el pan. La hermana mayor, Hana, se encuentra buceando un día con su madre mientras su hermana pequeña juega en la playa. Cuando ve que se acercan unos soldados japoneses, vuelve nadando hacia la costa para proteger a su hermana y es secuestrada en su lugar. Los japoneses conducen a Hana a una base militar en China, la instalan en una Estación de Consuelo y le ponen un nuevo nombre japonés: Sakura. Va a convertirse en una Mujer de Consuelo. Para los japoneses, las Estaciones de Consuelo eran prostíbulos; las Mujeres de Consuelo, sus prostitutas a la fuerza. Crisantemo blanco se mueve entre 1943 y la Corea del Sur actual para contar la historia de dos hermanas separadas por la guerra. Los historiadores estiman que casi 200.000 mujeres fueron capturadas y empleadas en trabajo esclavo sexual por el ejército japonés durante la anexión de Corea por parte de Japón. Sólo 46 de esas Mujeres de Consuelo están vivas hoy en día, y sólo han sido publicados un puñado de libros antes de este que trataron de contar su historia. En diciembre de 2015, Corea del Sur y Japón llegaron a un acuerdo acerca de las Mujeres de Consuelo. Japón ofreció a Corea del Sur, entre otras cosas, eliminar el monumento conmemorativo de la Paz erigido en Seúl frente a la embajada japonesa en 2011 (el tiempo, precisamente, en el transcurre que la rama moderna de la novela). Este monumento supondría negar la historia de las mujeres de Corea del Sur. La estatua simboliza la violación en tiempos de guerra, no sólo de mujeres y niñas coreanas sino de mujeres y niñas de todo el mundo: Ruanda, Sierra Leona, Yugoslavia, Afganistán, Irak o Siria, por nombrar unos pocos.

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

Crisantemo blanco

Título original: White Chrysanthemum

© 2018, Mary Lynn Bracht

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del inglés, Julio Fuentes Tarín

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Diseño de cubierta: Sandra Chiu

Imágenes de cubierta: Getty Images y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-9139-305-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

Emi

Hana

YoonHui

Hana

Remembranza de mi querida hermana (Je Mang Me Ga)

Nota de la autora

Agradecimientos

Fechas destacables

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Casi es de madrugada, y la penumbra arroja sombras extrañas a lo largo del sendero. Hana distrae su mente para no pensar en criaturas que puedan saltarle a los tobillos para agarrárselos. Está siguiendo a su madre hasta el mar. Su camisón ondea tras de ella por el viento suave. Detrás de ellas suenan pisadas silenciosas y Hana sabe, sin necesidad de mirar atrás, que su padre las sigue con su hermanita todavía dormida en brazos. En la costa, un puñado de mujeres ya las están esperando. Reconoce sus rostros a la luz del amanecer, pero la chamán es una desconocida. La mujer sagrada viste un vestido tradicional hanbok rojo y azul vivo, y tan pronto como descienden a la arena, la chamán comienza a bailar.

Las figuras acurrucadas se apartan de sus movimientos giratorios y forman un pequeño grupo, hipnotizadas por la gracia de la chamán. Ella canta un saludo al dios Dragón del Mar, dándole la bienvenida a su isla, llamándolo a viajar a través de las puertas de bambú hacia las tranquilas costas de Jeju. El sol brilla en el horizonte, un punto de oro iridiscente, y Hana parpadea ante la novedad del día que comienza. Se trata de una ceremonia prohibida, proscrita por el gobierno japonés invasor, pero su madre insiste en celebrar el tradicional ritual intestinal antes de su primera inmersión como haenyeo de pleno derecho. La chamán está implorando seguridad y una buena pesca. A medida que la chamán repite las palabras una y otra vez, la madre de Hana la empuja por el hombro y juntas se inclinan, con la frente tocando la arena mojada, para honrar la inminente llegada del dios Dragón del Mar. Cuando vuelve a levantarse, la voz soñolienta de su hermana susurra: «Yo también quiero bucear», y el anhelo en su voz deja una marca en el corazón de Hana. «Pronto estarás aquí de pie, hermanita, y yo estaré a tu lado para darte la bienvenida», susurra, confiada en el futuro que les espera.

El agua salada del mar gotea por su sien y ella se la limpia con el dorso de la mano. Ahora soy una haenyeo, piensa Hana, mirando a la chamán que hace girar en círculos unas cintas blancas a lo largo de la costa. Coge la mano pequeña de su hermana. Se paran una al lado de la otra, escuchando las olas golpear la playa. El del océano es el único sonido cuando el pequeño grupo agradece silenciosamente su aceptación en la orden. Cuando el sol se levanta completamente sobre las olas del océano, ella se zambullirá con las haenyeo en aguas más profundas y ocupará su lugar entre las mujeres del mar. Pero primero deben regresar a sus hogares en secreto, a salvo de miradas indiscretas.

 

 

«Hana, ven a casa». La voz de su hermana resuena fuerte en sus oídos arrastrándola de vuelta al presente, a la habitación y al soldado todavía dormido en el suelo junto a ella. La ceremonia se desvanece en la oscuridad. Hana cierra los ojos con fuerza, en un desesperado intento por no olvidar.

Ha estado cautiva durante casi dos meses, pero el tiempo se mueve con dolorosa lentitud en este lugar. Trata de no mirar hacia atrás, hacia lo que ha tenido que soportar, lo que la obligan a hacer, lo que la fuerzan a ser. En casa ella era otra persona, otra cosa.

Parecen haber pasado siglos desde entonces, y Hana se siente más cerca de la tumba que de los recuerdos del hogar. La cara de su madre que nada para encontrarse con ella en el mar. El agua salada en sus labios. Fragmentos de recuerdos de un lugar feliz.

La ceremonia era poderío y fuerza, como las mujeres del mar, como Hana. El soldado acostado a su lado se mueve. Ella se promete a sí misma que no será él quien la derrote. Yace despierta toda la noche imaginando la manera en que escapará.

Hana

 

 

 

 

 

Isla de Jeju, verano de 1943

 

 

Hana tiene dieciséis años y no conoce más que una vida bajo la ocupación extranjera. Japón anexionó Corea a sus territorios en 1910, y Hana habla japonés con fluidez, está educada en historia y cultura japonesas y tiene prohibido hablar, leer o escribir en su coreano natal. Es una ciudadana de segunda clase en su propio país, con derechos de segunda clase, pero eso no disminuye su orgullo coreano. Hana y su madre son haenyeo, mujeres del mar, y trabajan para sí mismas. Viven en un pequeño pueblo de la costa sur de la isla de Jeju y van a bucear a una cala escondida de la carretera principal que conduce a la ciudad. El padre de Hana es pescador. Navega por el mar del Sur con los otros aldeanos, evadiendo los barcos pesqueros imperiales que saquean las aguas costeras de Corea para buscar productos que repatriar a Japón. Hana y su madre solo interactúan con los soldados japoneses cuando van al mercado a vender sus capturas diarias. Esto genera una sensación de libertad de la cual no disfrutan muchos otros al otro lado de la isla, o incluso en la Corea de tierra firme, a 160 kilómetros al norte. La ocupación es un tema tabú, sobre todo en el mercado; solo los valientes se atreven a hablar de ello, pero incluso estos lo hacen solamente en susurros y tapándose la boca con las manos. Los aldeanos están cansados de los altos impuestos, las donaciones forzadas para pagar los costes de la guerra, la leva de hombres para luchar en las primeras líneas y el rapto de niños para trabajar en fábricas en Japón.

En la isla de Hana, bucear es trabajo de mujeres. Sus cuerpos se adaptan mejor que los de los hombres a las frías profundidades del océano. Pueden contener la respiración más tiempo, nadar a más profundidad y mantener la temperatura de su cuerpo más caliente, por lo que, durante siglos, las mujeres de Jeju han disfrutado de una rara independencia. Hana siguió a su madre al mar a una edad temprana. Su aprendizaje comenzó en el momento en que pudo levantar la cabeza por sí sola, aunque tenía casi once años la primera vez que su madre la llevó a las aguas más profundas y le enseñó cómo cortar una concha de oreja de mar de una roca del fondo. En su excitación, Hana perdió el aliento antes de lo esperado y tuvo que precipitarse hacia arriba para tomar aire. Los pulmones le ardían. Cuando finalmente rompió la superficie del agua, respiró más líquido que oxígeno. Luchando con su barbilla apenas por encima de las olas, estaba desorientada y empezó a dejarse ganar por el pánico. Un repentino oleaje la hizo rodar, sumergiéndola en un instante. Tragó más agua mientras su cabeza se hundía bajo la superficie.

Con una mano, su madre levantó la cara de Hana sobre el agua. Hana engullía aire entre toses convulsas. Le ardían la nariz y la garganta. La mano de su madre, asegurada en la nuca, la tranquilizó hasta que se recuperó.

—Mira siempre a la orilla cuando te levantes o te perderás —dijo su madre, y giró a Hana para que mirase hacia la tierra. Allí, en la arena, su hermana menor se sentaba protegiendo los cubos que contenían la pesca del día—. Busca a tu hermana después de cada inmersión. Nunca lo olvides. Si la ves, estás a salvo.

Cuando la respiración de Hana volvió a la normalidad, su madre la soltó y comenzó a sumergirse hacia las profundidades del océano con una lenta voltereta. Hana miró a su hermana unos instantes más, disfrutando de la serena visión de su reposo en la playa, esperando que su familia regresara del mar. Una vez que se recuperó por completo, Hana nadó hasta la boya y añadió su concha de oreja de mar a la captura de su madre, que estaba guardada a salvo en una red. Luego realizó su propia voltereta hacia el interior del océano en busca de otra criatura marina que añadir a su cosecha.

Su hermana era demasiado joven para bucear con ellas tan lejos de la costa. A veces, cuando Hana salía a la superficie, miraba primero hacia la orilla para encontrar a su hermana persiguiendo gaviotas, agitando palos salvajemente en el aire. Era como una mariposa bailando a través de la línea visual de Hana.

Hana ya tenía siete años cuando nació su hermana. Le preocupaba ser hija única toda su vida. Había deseado tener una hermana menor desde hacía tanto tiempo… Todos sus amigos tenían dos, tres o hasta cuatro hermanos y hermanas para jugar con ellos cada día y compartir la carga de las tareas domésticas, mientras que ella tenía que sufrirlo todo a solas. Pero entonces su madre se quedó embarazada, y Hana se llenó tanto de esperanza que no podía evitar sonreír cada vez que veía la tripa creciente de su madre.

—Hoy estás mucho más gorda, ¿verdad, Madre? —preguntó la mañana del nacimiento de su hermana.

—¡Muy muy muy gorda e incómoda! —contestó su madre, y le hizo cosquillas en la tripa a Hana.

Hana cayó de espaldas y se echó a reír de pura alegría. En cuanto pudo volver a respirar, se sentó junto a su madre y puso su mano sobre la curva más externa de la tripa hinchada.

—Mi hermana o hermano debe estar casi listo ya, ¿verdad, Madre?

—¿Casi listo? ¡Lo dices como si estuviese hirviendo arroz dentro de mi barriga, tontita!

—Arroz no, mi nueva hermana… o hermano —añadió rápidamente Hana, y sintió una patadita tímida contra su mano—. ¿Cuándo saldrá ella o él?

—Vaya una hija tan impaciente que tengo. —Su madre movió la cabeza con gesto de resignación—. ¿Qué prefieres, una hermana o un hermano?

Hana sabía que la respuesta correcta era un hermano, para que su padre tuviera un hijo con quien compartir sus conocimientos sobre pesca, pero en su cabeza respondió de manera diferente. «Espero que tengas una hija, para que un día pueda nadar en el mar conmigo».

Su madre se puso de parto esa noche, y cuando le mostraron a Hana su hermanita, no pudo contener su felicidad. Sonrió con la sonrisa más amplia que jamás había aparecido en su cara, pero intentó con todas sus fuerzas hablar como si estuviera decepcionada.

—Lamento que no sea un hijo, Madre, lo siento de veras —dijo Hana sacudiendo la cabeza con falso dolor.

Entonces Hana se volvió hacia su padre y tiró de la manga de su camisa. Él se inclinó hacia abajo y ella puso sus manos alrededor de su oreja.

—Padre, debo confesarte algo. Lo siento mucho por ti, que no sea un hijo que aprenda a pescar junto a ti, pero… —Respiró profundamente antes de terminar—. Pero me hace muy feliz tener una hermana con la que nadar.

—¿Así es? —preguntó él.

—Sí, pero no se lo digas a mamá.

Hana no era muy habilidosa en el arte del susurro a sus siete años de edad, y unas carcajadas amables recorrieron el grupo de los amigos cercanos de sus padres. Hana se quedó callada. De repente le quemaban las orejas. Se escondió detrás de su padre y miró a su madre desde debajo de su brazo para ver si también ella lo había oído. Su madre miró a su hija mayor y luego miró al bebé hambriento que succionaba de su pecho. Susurró a su nueva hija lo suficientemente fuerte como para que Hana la escuchara.

—Eres la hermanita más querida de toda la isla de Jeju. ¿Sabes? Nadie te querrá más que tu hermana mayor.

Cuando centró la vista en Hana le hizo un gesto para que se pusiera a su lado. Los adultos de la habitación callaron mientras Hana se arrodillaba junto a su madre.

—Tú eres su protectora ahora, Hana —dijo su madre en tono serio. Hana miró a su hermanita. Extendió la mano para acariciar el mechón de pelo negro que brotaba de su cuero cabelludo.

—Es muy suave —dijo Hana con asombro.

—¿Me has escuchado bien? Ahora eres su hermana mayor, y con eso vienen responsabilidades, y la primera es la de protectora. No siempre estaré por aquí; bucear en el mar y vender en el mercado es lo que nos mantiene alimentados, y de ahora en adelante te corresponderá a ti vigilar a tu hermanita cuando yo no pueda. ¿Puedo confiar en ti? —preguntó su madre con voz severa.

La mano de Hana salió disparada hacia su costado. Inclinó la cabeza y contestó obedientemente.

—Sí, Madre, la mantendré a salvo. Lo prometo.

—Una promesa es para siempre, Hana. Nunca lo olvides.

—Lo recordaré siempre, Madre —dijo Hana con la mirada fija en la cara adormecida y tranquila de su hermanita. La leche goteaba de un lado de la boca abierta del bebé, y su madre la limpió con un golpe de pulgar.

A medida que pasaban los años y Hana comenzaba a bucear con su madre en las aguas más profundas, se acostumbró a ver a su hermana en la distancia, la niña con la que compartía sus mantas por la noche y a quien susurraba historias tontas en la oscuridad hasta que finalmente sucumbía al sueño. La chica que se reía de todo y de cualquier cosa, un sonido que hacía que todos los vecinos se unieran en la carcajada. Se convirtió en el ancla de Hana, a la orilla y a la vida.

 

 

Hana sabe que proteger a su hermana significa mantenerla alejada de los soldados japoneses. Su madre le ha enseñado la lección: «¡Nunca dejes que te vean! Y, sobre todo, ¡no te quedes atrapada a solas con uno!».Las palabras de advertencia de su madre están llenas de un miedo siniestro, y a los dieciséis años Hana se siente afortunada de que nunca haya sucedido. Pero eso cambia un caluroso día de verano.

Se acerca el final de la tarde, mucho después de que los otros buceadores se hayan ido al mercado, cuando Hana ve por primera vez al cabo Morimoto. Su madre quiere llenar una red extra para una amiga enferma que no podía bucear ese día. Su madre es siempre la primera en ofrecer ayuda. Hana sube a tomar aire y mira hacia la orilla. Su hermana está en cuclillas sobre la arena, usando la mano de visera para mirar hacia Hana y su madre. A los nueve años de edad, su hermana ya es lo suficientemente mayor como para quedarse sola en la costa, pero todavía demasiado joven para nadar en las aguas más profundas con Hana y su madre. Es pequeña para su edad y todavía no es una nadadora fuerte.

Hana acaba de encontrar una concha grande y justo antes de gritarle a su hermana con alegría ve a un hombre que se dirige hacia la playa. Empujando el agua con las piernas para elevarse y ver más claramente, Hana descubre que el hombre es un soldado japonés. Su estómago se engancha en un calambre repentino. ¿Por qué está aquí? Nunca se alejan tanto de los pueblos. Barre la cala con la vista para ver si hay más, pero él es el único. Se dirige directamente hacia su hermana.

Una cresta rocosa resguarda a su hermana de la vista del soldado, pero no por mucho tiempo. Si el soldado mantiene su trayectoria, tropezará con ella y luego la llevará a una fábrica en Japón, como a las otras jóvenes que desaparecen de los pueblos. Su hermana no es lo suficientemente fuerte como para sobrevivir al trabajo de la fábrica o a las condiciones brutales a las que someten a los desaparecidos. No pueden llevarse a alguien tan joven, tan querido.

Buscando a su madre en el horizonte, Hana se da cuenta de que está bajo el agua, que ignora la presencia del soldado japonés que se dirige hacia el borde del agua. No le da tiempo a esperar la reaparición de su madre, y aunque lo hiciera, su madre está demasiado lejos, pescando cerca del borde del arrecife, donde hay un vacío cavernoso que se extiende a lo largo de millas sin fondo marino a la vista. Es tarea de Hana proteger a su hermanita. Le hizo una promesa a su madre y se propone cumplirla.

Hana se sumerge bajo las olas, nadando a toda velocidad hacia la playa. Solo puede esperar alcanzar a su hermana antes de que el soldado lo haga. Si consigue distraerlo lo suficiente, tal vez su hermana pueda escabullirse y esconderse en la cala cercana, y entonces Hana pueda escapar de vuelta al océano. Seguramente el soldado no la seguirá hasta el agua… Quizá.

La corriente se apodera de ella como si estuviera desesperada por empujarla hacia atrás, hacia el mar, hacia la salvación. Al dejarse llevar por el pánico, asoma la cabeza sobre la superficie del agua y respira profundamente, vislumbra el progreso del soldado. Todavía se dirige hacia la cresta rocosa.

Empieza a nadar por encima de las olas, consciente de que se está exponiendo, pero es incapaz de quedarse bajo el agua demasiado tiempo por miedo a perderse el avance del soldado. Hana está a medio camino de su hermana cuando lo ve detenerse. El soldado rebusca en su bolsillo. Metiendo la cabeza en el agua, Hana nada aún más rápido. En su siguiente aliento, lo ve encender un cigarrillo. Con cada respiración posterior, se mueve un poco más. Inhala una bocanada de humo, exhala una nube de humo, lo inhala, y así una y otra vez con cada elevación de su cabeza, hasta el último aliento de Hana, cuando ve que el soldado mira hacia el océano y se da cuenta de que ella viene a toda velocidad hacia él.

A solo diez metros de la orilla, Hana espera que el soldado aún no pueda ver a su hermanita desde donde está. Ella todavía está escondida tras las rocas, pero no por mucho tiempo. Sus pequeñas manos están sobre la arena pétrea, y está empezando a ponerse de pie. Hana no puede gritarle que se quede agachada. Empieza a nadar más rápido.

Hana se lanza bajo la superficie, apartando el agua de su camino con cada brazada hasta que sus manos tocan el suelo arenoso. Luego se pone de pie y corre los últimos metros de agua poco profunda. Si el soldado la ha llamado mientras corre hacia la cresta de rocas, no ha podido oírlo. Su corazón resuena como un trueno en sus oídos, bloqueando todo sonido. Se siente como si hubiera atravesado la mitad del planeta en ese esprint hasta la orilla, pero no puede detenerse todavía. Sus pies vuelan sobre la arena hacia su hermana, que le sonríe con ignorancia y se prepara para saludar a Hana. Antes de que su hermana pueda hablar, Hana se lanza sobre ella, agarrándole los hombros y tirándola al suelo. Cubre la boca de su hermana con la mano para evitar que llore. Cuando ve la cara de Hana flotando sobre ella, sabe que no debe llorar. Hana le echa una mirada que solo una hermana pequeña entendería. Empuja a su hermana hacia la arena, deseando poder enterrarla para ocultarla de la vista del soldado, pero no tiene tiempo.

—¿Dónde te has metido? —grita el soldado llamando a Hana. Está de pie en un saliente de roca de poca altura, con vistas a la playa. Si se pusiera en el borde podría mirar hacia abajo y ver a ambas acostadas debajo de él—. ¿La sirena se ha convertido en una muchacha?

Las botas del soldado crujen contra las piedras que hay sobre ellas. El cuerpo tembloroso de su hermana parece frágil entre las manos de Hana. Su miedo es contagioso y Hana también empieza a temblar. Se da cuenta de que su hermana no tiene adónde huir. Desde su posición, el soldado puede ver en todas direcciones. Ambas tendrían que escapar al océano, pero su hermana no puede nadar demasiado tiempo. Hana puede permanecer en aguas profundas durante horas, pero su hermanita se ahogaría si el soldado decide esperar a que salgan. No tiene ningún plan. No hay escapatoria. Esta sensación comienza a pesar mucho en sus entrañas.

Poco a poco, suelta la boca de su hermana y echa un último vistazo a su cara asustada antes de ponerse de pie. Los ojos de él son agudos, y ella siente cómo su punzante mirada se desliza sobre su cuerpo.

—No es una muchacha, sino una mujer —dice, y deja escapar una carcajada grave y quejumbrosa.

Lleva un uniforme beis y botas militares, también una gorra que le oscurece la cara. Sus ojos son negros como el saliente rocoso bajo sus pies. Hana todavía se está recuperando de su carrera hasta la orilla, y cada vez que jadea para respirar, él le mira el pecho. Su camisa blanca de buceo de algodón es fina y Hana se cubre apresuradamente los pechos con el pelo. Sus pantalones cortos de algodón gotean agua por sus piernas temblorosas.

—¿Qué me estás ocultando? —pregunta intentando mirar por encima de la cornisa.

—Nada —responde rápidamente Hana. Se aleja de su hermana, dispuesta a que la mirada del soldado la persiga—. Es solo… He conseguido una captura especial en el mar. No quería que pensaras que estaba en la playa sin más. Es mía, ¿sabes?

Arrastra uno de los cubos y lo sube hasta el saliente, apartando al soldado más lejos de donde está su hermana. Su atención sigue centrada en Hana. Después de una pausa, él mira hacia el mar y recorre la playa con los ojos.

—¿Por qué sigues aquí? Todos los demás buceadores se han ido al mercado.

—Mi amiga está enferma, así que he venido a coger su parte para que no pase hambre.

Es una verdad a medias y le resulta fácil decirla. El soldado sigue mirando a su alrededor como si buscara testigos. Hana mira hacia la boya de su madre, pero ella no está allí. Su madre todavía no ha visto al soldado, ni siquiera ha notado la ausencia de Hana. Hana empieza a preocuparse porque su madre tenga algún problema bajo la superficie. Demasiados pensamientos inundan su mente. El soldado empieza a inspeccionar una vez más el borde del saliente de la roca, como si sintiera la presencia de su hermana debajo de él. Hana piensa rápido.

—Puedo vendértelos si tienes hambre. Tal vez puedas llevarles algo a tus amigos.

Él no parece convencido, así que ella intenta acercarle el cubo. El agua de mar se derrama sobre el borde, y el soldado se aparta rápidamente para evitar mojarse las botas.

—Lo siento mucho —dice Hana rápidamente, estabilizando el cubo.

—¿Dónde está tu familia? —pregunta de repente.

La pregunta coge desprevenida a Hana. Mira por encima del agua y ve la cabeza de su madre agacharse bajo una ola. El barco de su padre está lejos, mar adentro. Su hermana y ella están a solas con este soldado. Se vuelve hacia él a tiempo para ver a dos soldados más. Se dirigen hacia ella. Las palabras de su madre resuenan en su mente: «Sobre todo, no te quedes atrapada a solas con uno de ellos». Nada de lo que diga Hana la puede salvar ahora. No tiene poder ni autonomía contra los soldados imperiales. Pueden hacer con ella lo que quieran, es consciente de eso, pero no es la única en peligro. Hana arranca la mirada de las ondulantes aguas que la invitan a sumergirse de nuevo para escapar.

—Están muertos.

Las palabras suenan verdaderas incluso a sus propios oídos. Si es una huérfana, no hay nadie a quien silenciar cuando la secuestren. Su familia estará a salvo.

—Una sirena trágica —dice él, y sonríe—. Así que de verdad hay tesoros en el mar.

—¿Qué tiene ahí, cabo Morimoto? —grita uno de los soldados que se acercan.

Morimoto no mira hacia atrás, sus ojos se quedan fijos en Hana. Los dos hombres la flanquean, uno a cada lado. Morimoto asiente con la cabeza antes de volver a subir por donde vino. Los soldados la agarran de los brazos y la arrastran tras él. Hana no grita. Si su hermana tratara de ayudarla, también se la llevarían. No va a romper su promesa, va a mantener a salvo a su hermana. No dice ni una palabra, pero sus piernas la defienden negándose a trabajar, realizando una oposición silenciosa. Cuelgan de su cuerpo como troncos inútiles, haciéndola más pesada, pero esta estrategia no disuade a los soldados. La agarran más fuerte y la levantan del suelo. Los dedos de sus pies dibujan delgados senderos en la arena.

Emi

 

 

 

 

 

Isla de Jeju, diciembre de 2011

 

 

Una delgada línea naranja atraviesa el horizonte, iluminando el cielo gris de diciembre sobre las oscuras aguas del mar del Sur. Las rodillas de Emi protestan en las frías horas previas al amanecer. Siente que su pierna izquierda es especialmente pesada. Carga con ella mientras se arrastra hacia la orilla. Las otras mujeres ya están allí, vistiéndose con trajes de neopreno y máscaras. Solo hay un puñado de las buceadoras habituales junto al borde del agua, temblando y desnudándose cada una a un ritmo. Emi piensa que la escasa asistencia es culpa de esta mañana invernal. En su juventud, ella también se habría pensado dos veces dejar la cama caliente para bucear bajo las aguas heladas, pero la edad la ha endurecido.

A mitad de camino por la playa rocosa, Emi alcanza a escuchar a JinHee contándoles una historia a las mujeres. Se trata de una de las favoritas de Emi. JinHee y ella crecieron juntas. Su amistad se ha prolongado durante casi siete décadas y ha sobrevivido a dos guerras. Los brazos de JinHee se balancean salvajemente como un molino de viento roto, y Emi escucha la pausa dramática que siempre precede a la carcajada. Una ráfaga de viento levanta una lona azul en el aire, revelando un viejo barco de pesca, su pintura blanca está pelada y forma rizos. Una carcajada persigue al viento, y el barco desaparece bajo la sábana de plástico azul. Las voces de sus amigas llevan placer a sus oídos. JinHee ve venir a Emi cojeando hacia ellas a paso de tortuga y levanta la mano en fiel saludo. Las otras mujeres se giran y saludan con la mano.

—¡Te estamos esperando! —grita JinHee—. ¿Te has dormido hoy?

Emi no desperdicia su energía respondiendo. Está escudriñando cuidadosamente las piedras afiladas de la playa para evitar resbalones. Sus rodillas se han aflojado un poco, lo que la hace cojear menos exageradamente. Su pierna izquierda casi va a tiempo con la derecha. Las otras buceadoras esperan a que llegue hasta ellas antes de entrar en el agua. Emi ya lleva puesto el traje de neopreno. Vivir en una casa a pocos pasos de la playa tiene sus ventajas, aunque solo sea una pequeña choza. Sus hijos han crecido y viven en Seúl, así que todo lo que necesita es un lugar para dormir y cocinar sus comidas, y una choza es nada más y nada menos que eso. JinHee le da a Emi una máscara cuando llega.

—¿Qué es esto? —pregunta Emi—. Tengo la mía.

Levanta la máscara que guarda en su nevera de poliestireno y se la enseña a JinHee.

—¿Esa cosa vieja? Está agrietada y la correa se ha roto cien veces. —JinHee escupe en la playa—. Esta es nueva. Mi hijo me trajo dos de Taejon. —Golpea el cristal de la máscara idéntica que lleva atada ya a la cara.

Emi le da un buen repaso con la vista a la nueva máscara. Es de color rojo brillante y tiene la palabra TEMPLADO impresa sobre el vidrio. Es bonita, y al mirar su máscara vieja se siente cansada. La correa de goma de su máscara está atada con tres nudos dobles por tres sitios, y hay una grieta en el lado izquierdo del vidrio que oscurece su vista bajo el agua. Todavía no se filtra agua, pero cualquier día de estos empezará a suceder.

—Adelante, póntela, ya verás —insiste JinHee.

Emi duda. Acaricia la placa de cristal brillante. En el mar, las otras mujeres ya han soltado sus boyas para dejar marcada su zona. Sus cabezas se balancean junto a las boyas anaranjadas flotantes y, una tras otra, se sumergen bajo las suaves olas de la mañana. Emi las mira un momento antes de devolver la máscara a JinHee.

—La traje para ti —dice JinHee apartándola—. No la quiero. Yo solo necesito una máscara nueva.

JinHee murmura para sí misma mientras camina hacia el agua, sus aletas golpean la superficie a cada paso. Emi sabe que no puede decir nada para que JinHee cambie de opinión. Su terquedad es insuperable. Bajando la vista hacia las dos máscaras, Emi las coloca frente a ella, una al lado de la otra. Su máscara negra parece antigua junto a la roja, pero le daría mucha pena aceptar el regalo de JinHee. Ya no le queda tanto tiempo como para estrenar una nueva.

—La tuya está agrietada, y sabes que buceas demasiado profundo. ¡Va a explotar uno de estos días y te quedarás ciega! —grita JinHee por encima del hombro antes de zambullirse bajo el agua para nadar hasta su zona favorita.

Emi coloca la máscara roja dentro del refrigerador de JinHee y se inclina para ponerse las aletas. Luego sigue a su vieja amiga hacia el mar. El frío envía una onda de choque a través de sus huesos. JinHee espera que Emi llegue junto a ella con el agua golpeando su pecho.

—¿Cuál ha sido hoy? —pregunta JinHee. De alguna manera sabe siempre cuándo Emi ha tenido la pesadilla. Tal vez su vieja amiga sea capaz de leer los indicios en la cara de Emi, o tal vez le haya nacido otro pelo plateado de la noche a la mañana. Sin falta, JinHee exigirá saber qué demonio se ha tragado a la chica sin rostro.

Esta mañana, Emi no quiere recordar a la criatura que la despertó con tanto susto, pero sabe que su amiga no va a parar de insistir. Emi mira fijamente hacia las aguas tranquilas y se permite recordar.

Ahí está la voz que solo oye en sueños. Es la voz de una muchacha, familiar pero también extraña, tan ajena que Emi no reconoce quién habla. La muchacha llama a Emi por su nombre; su voz se dirige hacia Emi en oleadas, como si viajara desde miles de leguas de mar vacío.

Desea poder llamar a la muchacha, pero como suele ocurrir en los sueños, no puede hablar. Solo puede quedarse de pie en el acantilado rocoso y escuchar los gritos de la muchacha sobre el viento agitado mientras se aferra a la piedra afilada con los dedos desnudos de sus pies, esforzándose por ver la pequeña figura a través de su pelo salvaje, que golpea como un huracán contra su cara.

Un pequeño bote navega las agitadas olas hacia el acantilado donde está parada Emi, y una joven muchacha es la que la llama por su nombre desde allí. Su cara es un punto blanco sin rasgos distintivos en medio del mar oscuro. Emi emite un grito silencioso cuando la chica cae por la borda, tragada por una gran ballena azul que a veces es un calamar gris y otras veces un tiburón aterrador, pero anoche fue una ballena de color azul oscuro, con dientes afilados como un monstruo. Luego Emi se despertó, con la garganta encogida, reseca y sudorosa, y el sueño se desvaneció de su recuerdo mientras despertaba, dejándola con la imagen de una niña perdida en una guerra hace mucho tiempo.

—El calamar, creo —le dice Emi a JinHee, aunque no está segura de por qué miente. Quizá es más soportable que JinHee especule sobre un sueño falso que sobre uno verdadero—. Sí, era el calamar. —Asiente con la cabeza con determinación, como si eso significase el final de la conversación, pero JinHee no la va a dejar escapar tan fácilmente.

—¿Era gris de nuevo? ¿O blanco esta vez? —pregunta, intentando sonsacarle una respuesta a Emi—. Venga, estoy tratando de ayudarte.

—¿Qué importa el color? —Emi sacude la cabeza, sacándose un mechón de pelo de los ojos—. Se la traga igual.

—El gris es enfermizo y el blanco es antinatural, fantasmal. Un calamar sano es de color rojo o marrón rojizo, a veces naranja brillante. Lo que te persigue puede ser un calamar fantasma, un fantasma de tu pasado.

Emi resopla entre dientes. JinHee siempre ha sido un poco fantasiosa, pero lo es aún más esta mañana. Emi se adentra en el mar, moviéndose tan lentamente como lo hacía en la orilla, pero una vez que las olas llegan a sus hombros, se sumerge y de repente se transforma. Emi es un pez, en comunión con el mar, ingrávida y hermosa. El silencio y el vacío bajo las olas la deja en calma mientras busca el botín del día en el lecho marino.

Bucear es un regalo. Eso es lo que su madre le dijo cuando llegó su turno de aprender el oficio. A los setenta y siete años de edad, Emi cree entender por fin lo que su madre quiso decirle. Su cuerpo no ha envejecido bien. Le duele en estas frías mañanas de invierno, se rebela contra el calor del verano y amenaza con dejar de despertar cada día, pero sabe que solo tiene que soportar el dolor hasta meterse en el agua; entonces puede liberarse de los grilletes de la edad. La ingravidez calma su cuerpo enfermo. Buscar las recompensas del océano aguantando la respiración hasta dos minutos bajo el agua es como una forma de meditación.

Está oscuro a veinticinco o treinta metros bajo las olas. Parece como si cayera en un vientre profundo, el único sonido que atraviesa sus oídos es el latido lento y constante de su corazón bombeando. Rayos de sol atraviesan la penumbra como astillas de luz, y sus viejos ojos se aclimatan rápidamente a la tenue neblina. Se zambulle de cabeza, su cuerpo se mantiene firme, buscando el conocido arrecife en su particular coto de pesca. Su mente se relaja, pensando solamente en lo que va a encontrar cuando llegue hasta ella. Los segundos pasan, lentamente, y una voz invade su soledad.

«Duerme ahora», insiste la voz, calmada y serena, como una mano acariciando suavemente su cara. «Abandona esta vida». Emi consigue detener su descenso antes de estrellarse contra el suelo rocoso. Sus años de experiencia la ayudan. Empuja a la voz fuera de sus pensamientos, obligando a sus ojos a concentrarse.

Después de escarbar a través de unos pocos racimos de algas marinas, espía al pulpo rojo que acecha a un cangrejo azul. El cangrejo se desliza de lado, sintiendo el peligro, pero el pulpo es astuto y se esconde dentro de una grieta. El cangrejo se detiene y reanuda su búsqueda. El pulpo desliza dos tentáculos a lo largo de la arena, estirándose hasta que emerge su cuerpo bulboso, rodeado de todos sus tentáculos. Se convierte en un desenfoque subacuático, agarrando al cangrejo y desapareciendo de nuevo en la grieta. Emi ha sido testigo de esta trágica jugada muchas veces durante el último año. Siente una afinidad con el pulpo y su piel con cicatrices de batalla. Uno de sus tentáculos es más corto que los otros, probablemente alguna vez se salvó de milagro. A diferencia de la pierna coja de Emi, el tentáculo se reparará solo, y será como si nunca hubiera pasado nada.

Cerca de la grieta hay un campo de erizos de mar y Emi los arranca del fondo marino. El pulpo la percibe y expulsa una nube negra de tinta, envolviendo la grieta en humo subacuático. Ella lo sacude con la mano y siente, por un momento, una carne esponjosa, suave contra sus dedos. Se lleva la mano hacia el pecho y luego se lanza para arriba, nadando hacia la superficie, mientras ve cómo el pulpo que huye desaparece en el oscuro horizonte.

Mientras Emi respira, ChoSun la reprende.

—La próxima vez, ¿por qué no lo apuñalas con el cuchillo? El Sr. Lee pagaría un buen precio por ese pulpo, pero siempre lo dejas escapar. Qué desperdicio.

Las mujeres se miran unas a otras cuando están sumergidas. Están entrenadas para vigilar a las buceadoras más próximas, por si se da el caso de que alguna de ellas tenga dificultades. Mulsum, aliento de agua, significa la muerte para las haenyeo, y dos ya han perdido la vida este año. Aun así, a Emi le gustaría que no la vigilaran tan de cerca. No tiene ningún deseo de permanecer bajo el agua más tiempo del que le permite su respiración. Tal vez ChoSun esté esperando a ocupar el lugar de Emi en el orden de las cosas; hacerse cargo de su zona de buceo y tener al fin una oportunidad para cortar la vida del viejo pulpo.

—Déjala en paz —dice JinHee, su voz severa.

ChoSun se encoge de hombros y se zambulle con una elegante voltereta hacia adelante sin apenas salpicar, como un león marino.

—Solo está celosa porque puedes aguantar la respiración más tiempo que ella, lo sabes —dice JinHee, sacándose el agua de las fosas nasales con un soplido.

—Estás de acuerdo con ella —dice Emi.

—Por supuesto que no —replica JinHee levantando la nariz. Ajusta su red verde y las conchas de los moluscos suenan.

—No pasa nada. Sé que no tiene ningún sentido. Me parece una pena capturar ese pulpo. Es como un viejo amigo.

—¡Viejo amigo, sin duda! —JinHee se ríe, atragantándose con agua de mar. Salpica a Emi y mueve la cabeza. Se zambullen juntas y reanudan la pesca.

Cuando su red está casi llena, Emi sale a la superficie para descansar los pulmones. Hoy los nota rígidos y no está nadando tan bien como de costumbre. Su mente está nublada. JinHee aparece junto a ella.

—¿Estás bien? —Emi busca en el cielo y dirige su mirada hacia el sol naciente. Se cierne sobre el horizonte. Pronto se lanzará hacia el cielo y el mar despertará y los pescadores invadirán las aguas con sus lanchas y redes. La voz en su cabeza se ha detenido. Los únicos sonidos son el latido de las olas contra su boya, el coro fragmentado de sumbi junto a sus amigas, que expulsan el aire de sus pulmones cada vez que salen a la superficie, y las aves marinas graznando en el cielo matutino. Emi se vuelve hacia JinHee y llama su atención.

—¿Te vas tan pronto? —pregunta JinHee.

—Sí, es la hora. ¿Llevarás mi pesca al mercado?

—Por supuesto. Te deseo suerte —dice, y saluda cordialmente.

Emi asiente con la cabeza y nada hacia la playa. Se desliza por el agua disfrutando del regalo que le hizo su madre. Parece que han pasado mil años desde que aprendió a bucear. Duele demasiado recordar el pasado y Emi aleja los recuerdos. Llega a la orilla y comienza el arduo viaje de regreso a su choza. En tierra firme, la pesadez de su carne se cuelga de sus huesos delgados. Tropieza con una piedra y se detiene para recuperar el equilibrio.

Una fina cubierta de nubes está tapando el cielo, volviéndolo todo gris de nuevo. De repente, siente que ha envejecido diez años de golpe. A cada paso cuidadoso le sigue una leve pausa, ya que su pierna izquierda tarda su tiempo en ponerse al día. Al escoger su camino a lo largo de la playa, se compara a sí misma con el cangrejo azul que se escabulle a lo largo del lecho marino. Un paso detrás de otro, encuentra los huecos entre las rocas, lenta y cuidadosamente, porque sabe muy bien que cualquier cosa puede suceder en un abrir y cerrar de ojos. A diferencia del cangrejo, el viejo pulpo no la atrapará hoy. Tiene una cita importante, y el tiempo no está de su lado.

Hana

 

 

 

 

 

Isla de Jeju, verano de 1943

 

 

Los soldados japoneses obligan a Hana a meterse en un camión con otras cuatro chicas. Un par de ellas tienen marcas en la cara. Deben de haberse resistido. Las chicas van en silencio por la conmoción y el miedo. Hana las mira a la cara, preguntándose si las reconoce, quizá del mercado. Dos de las muchachas son unos cuantos años mayores que ella y otra mucho mayor, mientras que la cuarta es mucho más joven que todas ellas. Le recuerda a su hermana pequeña y Hana se aferra a ese pensamiento. Esa chica está en el camión porque no tiene una hermana mayor que la salve. Hana trata de enviar a la muchacha pensamientos reconfortantes, pero no puede detener las lágrimas que siguen cayendo por las mejillas de la niña. Llorar está muy lejos de las intenciones de Hana. No quiere que los soldados vean su miedo.

El camión llega a la comisaría de policía mientras el sol se sumerge bajo el tejado. Los ojos de algunas de las chicas se iluminan al ver la estación. Hana mira fijamente al pequeño edificio, sus ojos estrechándose en rendijas. No hay nada ahí dentro que pueda salvarlas.

Hace cuatro años enviaron a su tío a luchar contra los chinos en nombre del emperador japonés. Le ordenaron que se presentara en esta comisaría. Pocos coreanos ocupaban cargos oficiales, y si lo hacían eran simpatizantes, leales al gobierno japonés, traidores a sus propios compatriotas. Hicieron que su tío se alistara y peleara por un país al que despreciaba.

—Si no pueden matarnos de hambre, nos matarán en el campo de batalla. Lo envían a morir. ¿Me oyes? Van a asesinar a tu hermano pequeño —le gritó su madre a su padre cuando se enteró de que le estaban ordenando luchar en China.

—No te preocupes, puedo cuidarme solo —dijo su tío despeinando con la mano la cabeza de Hana. Le pellizcó la mejilla a su hermana y sonrió.

Su madre agitó la cabeza y la ira se elevaba de sus hombros como el vapor de una olla hirviendo.

—No puedes cuidar de ti mismo. Apenas eres un hombre. No te has casado. No tienes hijos. Nos están exterminando con esta guerra. No van a quedar coreanos en este país.

—Vale ya —dijo el padre de Hana en una voz tan baja que llamó la atención de todos.

Miró fijamente a Hana y a su hermana. Su madre se encaró con él, como si estuviese a punto de arremeter con más palabras, pero luego siguió su mirada. Su madre arrugó la cara y se hundió en el suelo, abrazándose, meciéndose de rodillas.

Hana nunca había visto a su madre comportarse así. Siempre había sido una mujer tremendamente fuerte y segura de sí misma. Incluso habría descrito a su madre como dura, como una roca dura contra las presiones más profundas del océano, suave al tacto, pero irrompible. Pero ese día se volvió tan vulnerable como una niña. Eso alarmó a Hana, que agarró la mano de su hermana en ese momento.

Su padre se acercó a su madre y la abrazó. Se balancearon hasta que su madre finalmente lo miró y le dijo algo que Hana nunca olvidaría.

—Cuando él ya no esté, ¿a quién más podrán llevarse?

Su tío se dirigía con seguridad a la comisaría de policía, llevando su ropa y comida de repuesto, cuidadosamente preparada por las manos de su madre y guardada dentro de una bolsa que llevaba sobre un hombro. Se fue a la guerra con valentía en el rostro, y murió en primera línea de combate seis meses después.

Hana evoca su rostro juvenil. Tenía diecinueve años cuando murió. Parecía muy mayor a ojos de una niña de doce años. Ella pensaba en él como un hombre adulto porque era muy alto y tenía una voz profunda. Ahora entiende que era demasiado joven para morir. Debió estar aterrorizado, igual que ella ahora. El miedo, un dolor tangible dándole pinchazos a través de las extremidades, como descargas eléctricas. Miedo al futuro desconocido. Miedo a no volver a ver a sus padres. Miedo a que su hermana se quede sola en el mar. Miedo a morir en un país extranjero. El ejército japonés envió la espada de su tío a casa, una espada japonesa que su padre tiró al mar.

Sentada en el camión frente a aquella misma comisaría de policía, Hana entiende por qué la partida de su tío dejó a su madre tal sensación de abandono. No quiere volver a pensar en su madre meciéndose impotente en el suelo ahora que es ella la que va a ser enviada a la guerra del emperador.

—Fuera —ordena un soldado dejando caer el portón trasero del camión. Conduce a las chicas a la comisaría. Hana se asegura de no ser ni la primera ni la última en la fila. Como en un banco de peces, confía en que el centro es el lugar más seguro frente a los depredadores. La comisaría está tranquila. Hana no puede dejar de temblar. Su cabello todavía está húmedo de agua de mar y su ropa de buceo no cubre demasiado su cuerpo. Se abraza a sí misma y hace todo lo posible para evitar que sus dientes castañeteen. Lucha por mantenerse en silencio, por volverse invisible.

En el mostrador de recepción, un sargento de policía mira a las muchachas y hace un gesto con la cabeza al soldado que acaba de entrar. Es coreano, simpatizante, traidor. No las ayudará. Los últimos destellos de esperanza abandonan los ojos de las muchachas y todas miran fijamente las rayas del suelo nuevo y encerado. El sargento que hay sentado tras el escritorio les dice a las chicas que escriban sus nombres y apellidos en un libro de contabilidad, junto con sus edades y las ocupaciones de sus padres. Hana ya mintió en la playa, diciendo a Morimoto que su familia está muerta, y vacila al no saber cómo mantener la mentira.

El oficial de detrás del escritorio no la conoce, pero probablemente conozca a sus padres, al menos por su nombre japonés, Hamasaki. El apellido coreano de su madre es Kim, el de su padre es Jang; las mujeres casadas siempre llevan sus apellidos. Las dos muchachas ante ella quieren complacer a los soldados y actuar como sujetos obedientes escribiendo sus nombres japoneses de colonizadas, pero Hana sospecha que es demasiado tarde para tales maniobras. En lugar de eso, combina los nombres de sus padres en uno solo, Kim, JangHa. Espera que este nombre falso les impida enterarse de que su familia aún está viva, y quizá que regresen a por su hermana, a la vez que deposita una pequeña parte de sus esperanzas en que sus padres leerán el nombre en el libro de contabilidad y sabrán que ella pasó por aquí. Esta última esperanza le impide vacilar.

Después de escribir sus nombres, las chicas son conducidas a una pequeña oficina. Las sucias paredes beis están cubiertas por carteles propagandísticos que proclaman los beneficios del voluntariado para la guerra japonesa. Carteles similares adornan el mercado donde las haenyeo y los pescadores venden sus capturas diarias a los aldeanos y soldados japoneses por igual. Las personas aparecen dibujadas en los carteles con caras sonrientes y ojos japoneses brillantes. A Hana nunca le gustaron estas imágenes. Le recuerdan las muecas falsas que todo el mundo pone cuando los soldados se acercan a sus puestos.

Su padre es el único adulto que conoce que no puede poner esa mueca falsa. Al revés, la ira por la injusticia de la muerte de su hermano emana de su rostro llano e implacable. Cada vez que un soldado cualquiera se acercaba al puesto de su familia para recoger los mariscos con la punta del rifle, perdía la concentración de repente al ver a su padre. Las manos de los soldados empezaban a temblar y simplemente se alejaban, sin palabras y confundidos.

Hana ha sido testigo de esta peculiar interacción en muchas ocasiones, y en cada una de ellas se había preguntado si lo que el soldado japonés veía en los ojos de su padre era dolor o algo más siniestro. ¿Vieron los soldados sus propias muertes anunciadas en el reflejo de sus pupilas? A Hana siempre le agradaba ver que los soldados se iban corriendo como si los hubiera chamuscado un hechizo.

Mientras se encuentra junto a las otras chicas, rodeada de carteles de súbditos leales con falsas expresiones, hace todo lo posible por componer sus rasgos para exudar ira, de modo que cualquier soldado que mire fijamente a su rostro se aleje de las llamas de sus ojos. Quizá ella también posea la magia de su padre. La idea le da una pequeña cantidad de esperanza.

—¡Poneos esto, daos prisa! —les grita un soldado. Les da a cada chica un vestido beis, medias de nailon, ropa interior blanca y un sostén de algodón. Los vestidos varían ligeramente en el estilo, pero están cortados de la misma tela.

—¿Para qué son? —susurra una de las muchachas, que solo ante la presencia de los soldados habla cuidadosamente en japonés.

—Debe de ser un uniforme —responde una segunda chica.

—¿Adónde nos llevan? —pregunta una voz aterrorizada que sale de una chica. La que apenas es mayor que la hermana pequeña de Hana.

—Es para el Cuerpo de Servicio Patriótico de Mujeres. Mi maestra mencionó que estaban reclutando voluntarias —dice la chica que está junto a Hana. Suena segura de sí misma, pero los nervios la hacen temblar.

—¿Voluntarias para qué? —logra preguntar Hana finalmente. Tiene la garganta seca y la voz áspera.

—¡Dejad de hablar! —grita un soldado, y golpea la puerta—. Quedan dos minutos.

Se visten apresuradamente y se ponen en fila al otro lado de la habitación. Cuando la puerta se abre, todas se quedan encogidas. Morimoto entra y mira a Hana de arriba abajo antes de comenzar su inspección visual de las otras chicas. Él la trajo aquí. La está enviando lejos. Memoriza su cara para saber a quién culpar cuando vuelva a casa.

—Bien. Muy bien. Ahora, id a buscar zapatos que os queden bien. Luego volved al camión. —Las saca por la puerta, pero agarra el brazo de Hana antes de que pueda pasar—. Pareces mucho más joven con esta ropa. ¿Cuántos años tienes?

—Dieciséis —responde ella tratando de arrancar el brazo del agarre de su mano, pero él le clava los dedos en la carne. Sus rodillas casi flaquean por el dolor súbito, aunque consigue no emitir ningún sonido.

Parece que, contemplando su resistencia a gemir, el soldado piensa en una respuesta. Ella baja los ojos, pero él le levanta el mentón y la obliga a mirarlo. Se la bebe con la mirada como si su sed nunca fuera a satisfacerse.

—Ella viajará a mi lado. —La suelta.

Un soldado que estaba fuera de la oficina lo saluda y luego lleva a Hana a buscar un par de zapatos sin forma definida. Un anciano se inclina contra la pared y aparta la cara a Hana cuando ella pasa por delante. Hana desprecia su cobardía en ese momento, pero luego le perdona ese terror. Todos están aterrorizados. Un soldado puede aplastar el cráneo de un hombre coreano con el talón de su bota, y si la familia exige castigo por el crimen, puede que les quemen su casa hasta los cimientos o que simplemente los hagan desaparecer para nunca más ser vistos.

Afuera, el viento frío se agita a su alrededor. Es como si los dioses hubieran confundido las estaciones y decidieran enviar, en la noche de verano que se cierne sobre ellas, una helada solitaria para hacerles compañía. El motor en ralentí ahoga los sollozos de las chicas cuando se dan cuenta de que en realidad están siendo alejadas de sus casas. Hana no quiere dejar la seguridad del grupo. Cuando un soldado la empuja hacia el frente del camión, se resiste e intenta quedarse detrás de la última chica y trepar a la parte de atrás.

—Oye, tú no. Ahí dentro —dice señalando hacia la puerta del pasajero.

Las otras chicas ponen sus ojos en Hana, sus expresiones son una mezcla de miedo y desesperación. Mirando hacia la puerta abierta, cree ver también alivio en algunos de sus ojos, alivio por no ser ella en este momento.

Hana sube al lado del conductor. No hace menos frío que en la parte de atrás del camión. El conductor la mira y luego vuelve su atención al frente mientras Morimoto se desliza detrás de ella. Huele a tabaco y licor.

Conducen por la noche en silencio. Hana está demasiado asustada como para mirar a los soldados que tiene a los lados, así que se sienta quieta como una roca, tratando de pasar inadvertida. Los soldados no se hablan entre ellos o con ella, prefieren mirar hacia la carretera con cara inexpresiva. A medida que la orilla del mar se aleja, el monte Halla se convierte en una oscuridad amenazante en el cielo y acaba desapareciendo cuando llegan al otro lado de la isla. El conductor baja la ventanilla y enciende un cigarrillo. Entonces el olor del océano se precipita dentro del camión y Hana bebe el reconfortante aroma mientras bajan por caminos estrechos que conducen a la costa y al canal entre Jeju y el extremo sur de Corea continental. El estómago de Hana ruge con náuseas y ella se lo agarra, intentando calmarlo de algún modo.

Muy por debajo de ellos, junto a la orilla rocosa, Hana alcanza a ver el ferri que espera atracado en el puerto. El motor del camión refunfuña a través de la carretera desierta, pero el silencio de Morimoto impregna incluso ese ambiente ruidoso, y Hana percibe el poder de su rango.

El conductor las deja cerca de los muelles y saluda a Morimoto antes de partir. Otros soldados armados con portapapeles las procesan y las mezclan con otras chicas acurrucadas dentro de un corral improvisado al lado de los muelles. Las aves marinas se elevan sobre la superficie, ignorando la escena de abajo. Hana desea que le crezcan unas alas para unirse a ellas en su vuelo. Un soldado grita órdenes al creciente grupo de mujeres jóvenes y muchachas que es conducido hacia el ferri. Nadie pronuncia una palabra.

Mientras Hana sube las escaleras que conducen a la pasarela, fija la vista en sus propios pies. Cada paso la aleja más de su hogar. Nunca antes había salido de la isla. La comprensión de que está siendo arrastrada a otro país la aterroriza y sus pies se congelan, se niegan a dar otro paso. Puede que no vuelva a ver a su familia si aborda ese barco.

—¡Sigue moviéndote! —grita un soldado.

La chica que va detrás de ella la empuja hacia delante. No hay otra opción. Hana sigue avanzando mientras se despide en silencio. Se despide de su hermana, que la echará mucho de menos, aunque Hana está agradecida de haberla salvado de este destino, cualquiera que sea. Se despide de su madre, a quien desea seguridad en sus inmersiones. A su padre le desea coraje en el mar, pero secretamente también desea que vaya a su encuentro. Imagina su pequeño barco de pesca arrastrándose detrás del ferri, decidido a devolverla a casa. Es una visión sin esperanza, incluso en su imaginación, pero lo desea igualmente.

El ferri tiene pequeños camarotes debajo de la cubierta, y Hana y las chicas del camión se colocan en uno con al menos treinta chicas más. Están todas vestidas con uniformes similares y todos sus rostros poseen la misma expresión de miedo. Algunas de las chicas comparten la poca comida que llevaban en los bolsillos. Algunos de los soldados sintieron lástima de ellas y les dieron algo para subsistir durante el viaje: unas pocas bolitas de arroz, un pedazo de calamar seco, e incluso una chica recibió una pera. La mayoría está demasiado angustiada para comer, y compartir la comida les proporciona algo de alivio. Hana acepta una bola de arroz ofrecida por una joven que parece tener al menos veinte años.

—Gracias —dice, y mordisquea el arroz endurecido.

—¿De dónde eres? —pregunta la mujer. Hana no contesta; no está segura de que deba hablar con nadie todavía. No sabe en quién puede confiar.

—Soy del sur del monte Halla. No sé por qué estoy aquí —dice la mujer ante el silencio de Hana—. Les dije que estoy casada. Mi marido está luchando contra los chinos. Tengo que volver a casa, por su correo. ¿Quién recibirá sus cartas si yo no estoy allí? Les dije que estoy casada, pero… —Sus ojos piden comprensión, pero Hana no puede ayudarla. Ella no entiende nada. Se les une una voz diferente.

—¿Por qué te aceptaron si estás casada? ¿Tu marido está endeudado?

Un pequeño grupo se reúne alrededor de la mujer casada.

—No, no está endeudado.

—Que tú sepas —dice otra mujer.

—Ha dicho que no está endeudado. Está en la guerra.

Otras expresan sus opiniones y pronto las preguntas se convierten en un debate. Las muchachas más jóvenes se abstienen de unirse, y Hana se aleja de las mujeres buscando consuelo junto a las más tranquilas. Sus ojos están llenos de miedo, mientras que las chicas mayores y las mujeres llenan la pequeña habitación de ira e incomprensión.

—¿Entonces por qué están ellas aquí, si esto es un ferri de deudores? Son solo niñas.

—Sus padres estarán endeudados —responde una de ellas.

—Sí, han sido vendidas, como nosotras.

—Eso no es verdad —dice Hana, y su voz tiembla por el resentimiento—. Mi madre y yo somos haenyeo. No le debemos nada a nadie. Solo el mar puede reclamarnos sus deudas.

La habitación se calla. Algunas de las mujeres se sorprenden al oír a una muchacha tan joven hablar con tanta autoridad y se lo hacen saber. Las más jóvenes se acercan a Hana, como si esperaran absorber algo de su fuerza. Ella se sienta contra la pared de atrás y se abraza a sí misma. Algunas de las chicas la siguen y hacen lo mismo. Se sientan en silencio, y Hana se pregunta cuál será su destino cuando lleguen al continente. ¿Las enviarán los soldados a Japón o a algún lugar en las profundidades de China, en medio de los combates?

Hana recuerda compulsivamente los momentos que pasó sentada en el camión, entre los dos soldados. El conductor hizo como que ella no existía, pero Morimoto parecía estar pendiente de todos sus movimientos. Si ella se movía, él se movía; si ella tosía, su brazo se movía contra el suyo. Su cuerpo, incluso sus respiraciones, se sincronizaba con el de él. Necesitó toda su contención y moderación para evitar mirarlo, y falló solo una vez.

Él había encendido un cigarrillo y el calor de la llama le calentó la mejilla. Le dio miedo que la quemase y sus ojos se cruzaron. La había estado observando, esperando a que ella lo mirara. Hana lo miró fijamente, examinándole la cara, hasta que él exhaló una bocanada de humo en sus ojos. Tosiendo, Hana se apartó rápidamente y volvió a mirar fijamente hacia el frente.

El ferri se desliza lentamente hacia el canal y el mar agitado revuelve el estómago de Hana. Desearía estar buceando bajo la superficie del océano, nadando de regreso a casa. Los aterrorizados ojos de su hermana brillan dentro su mente. Hana cierra los ojos. Ha salvado a su hermana de este viaje incierto. Al menos su hermana está a salvo.

—¿Crees que nos llevarán a Japón? —le pregunta una chica.