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"Crítica, mentiras y cintas de video es, quizás, el primer corpus que articula materiales reflexivos consagrados, casi exclusivamente —con alguna excepción que revisa la memoria cinematográfica nacional—, a repasar las coordenadas de la producción audiovisual joven e independiente de la Isla, que desborda, desde hace un tiempo ya, los marcos de la institución ICAIC. El autor instituye jerarquías, encuentra puntos en común, descubre particularidades, establece diferencias estilísticas entre géneros, y tiene en cuenta las aperturas temáticas contemporáneas, basado en su conocimiento de la historia del cine y su actualidad… Con la ironía, el pensamiento incisivo, la inteligencia y la voluntad de estilo que nutren el tono indagador de Antonio Enrique, el volumen resulta una muestra de la salud que experimenta la crítica de cine y el análisis cultural cubanos". (Ángel Pérez).
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Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición, corrección y emplane: Oreste M. Solís Yero
Diseño de cubierta: Sergio Rodríguez Caballero
Ilustración de cubierta:El arte(50 cm x 50 cm, óleo sobre lienzo), de Adrián Socorro
Emplane y conversión a ebook: Idalmis Valdés Herrera
© Antonio Enrique González Rojas, 2022
© Sobre la presente edición:
Editorial Oriente, 2023
ISBN 9789591112620
Instituto Cubano del Libro
Editorial Oriente
J. Castillo Duany No. 356
e/ Pío Rosado y Hartmann
Santiago de Cuba
E-mail:[email protected]
editorialoriente.wordpress.com
www.facebook.com/editorialoriente.scu
A mi mamá, siempre
A Mayté, por siempre
A mis abuelos, que me llevaron al cine incontables veces
A Coral, Albina y Manolito, micat pack
Crítica, mentiras y cintas de video...son páginas del diario de un enamorado: relatos del diálogo, las conversaciones, el enfrentamiento sostenido, durante varios años ya, entre Antonio Enrique González Rojas y sus amantes, las películas.
Quizás debería comenzar con la enumeración de las virtudes analíticas garantes del peso cultural del libro; sin embargo, una de las cualidades esenciales del volumen —que constituye una cualidad del autor— es la sutileza con que se diluye en la espesura de su tejido escritural la carga de erudición y el instrumental metodológico racional, para dar paso a las emociones y subjetividad del enamorado de las películas.
Transitar las páginas deCrítica, mentiras y cintas de video...es conocer los humores, las pasiones, los demonios, las obsesiones... de Antonio Enrique. Su singular involucramiento con el texto es responsable de la fibra y el nervio de su escritura. La continua asunción del yo en los ejercicios críticos emprendidos porélno atenta contra la racionalidad, esmás bienel detonante de su lucidez cultural; abre paso a la complejidad de las ideas al tiempo que enriquece el estilo. El pensamiento de Antonio Enrique está intrínsecamente anudado a la naturaleza vehemente y arbórea de su escritura.
Cuando se mira en plano general al campo audiovisual contemporáneo, no solo cubano, se contempla de inmediato una contundente institucionalización académica de los estudios sobre cine. Esoes una conquista, no solo por el conocimiento que ha estado generando alrededor del hecho audiovisual, sino por su contribución a la legitimación cultural del cine, un producto que todavía, o tal vez hoy más que nunca, experimenta las garras del mercado y su atentado continuo contra la artisticidad, contra la libertad creativa y la invención... A la par de esa proliferación de los films studies, con el desarrollo de la tecnología digital, se diseminan los espacios, formatos y soportes para el ejercicio del criterio. O sea, justo cuando empezaba a gozar de una considerable autoridad/legitimidad cultural y artística, la crítica de cine enfrenta la problemática aparición masiva de opinólogos del audiovisual. Visto así, parece evidente entonces que la crítica de cine ha ido perdiendo distinción.
En un panorama intelectual como el cubano, donde la crítica cinematográfica abraza una profusa tradición, la publicación de Crítica, mentiras y cintas de video... supone mucho más que un empeño por sistematizar el trabajo consumado por Antonio Enrique González Rojas, uno de los analistas del cinemás activos, constantesy agudos de cuantos han ejercido este oficio en las últimas décadas en Cuba. Es también la oportunidad para reflexionar sobre la trascendencia, la auténtica naturaleza y el alcance cultural de la crítica de cine.
Aunque a ratos coquetea con las coordenadas y los códigos propios del sector académico, la vocación de este autor por mantenerse en los predios de la crítica estrictamente, le garantiza desplegar, a sus anchas, ese tipo de escritura febril, irónica a veces, abrasante, deudora quizás del camino abierto por el fantasioso Guillermo Cabrera Infante. Antonio Enrique también apuesta por una literatura sobre cine. Su prosa no renuncia jamás a la comunicación —disimiles índices de su escritura convocan e involucran a sus potenciales lectores en la reflexión, una habilidad que ha ganado con la práctica del periodismo—, mas evidencia una elaboración enriquecida. ¿Qué significa? Al leer a Antonio Enrique se aprecia una urgente necesidad de compartir ideas, pero esas ideas tienen que pasar primero por el laboratorio de la escritura. Siempre es reflexivo, su lenguaje convoca todo el tiempo al análisis, pero la rectitud de su mirada crítica encarna en la creatividad e imaginación características de sus argumentaciones; responsables de que la lectura resulte una experiencia estética autosuficiente, una formidable aventura que invita a pensar la producción audiovisual cubana. Cualquier empatía generada por esta selección de textos pende, por un lado, de las provocadoras y punzantes ideas del autor, y, por otro, de la exaltada textura de su estilo, nutriente fundamental de su empresa crítica.
Los textos reunidos, escritos en su mayoría simultáneamente al estreno de las películas de que se ocupan, motivados por la necesidad de tomar el pulso a la creación contemporánea del autor, confirman cómo la crítica puede ser pasional e inteligente, locuaz y documentada a un mismo tiempo. Crítica, mentiras y cintas de video... evidencia que Antonio Enrique escribe desde el conocimiento de la historia del cine, e informado del curso y las transformaciones del audiovisual del presente. Si bien no solo son películas actuales las que movilizan su inquietud crítica, cuando las circunstancias lo colocan ante una obra “del pasado” más o menos reciente, su preocupación principal es auscultar qué tiene que decir ese filme (o ese creador) al presente. En el primer bloque del libro, donde se reúnen trabajos de corte más ensayístico, más sistemáticos y totalizadores, se alcanza a percibir esa propensión, sobre todo en materiales excelentes como “Las reencarnaciones de un burócrata”, “El baile de los monstruos en el cine cubano”, o “El patriotismo risueño. Apuntes sobre la construcción de personajes de corte histórico en la obra de Juan Padrón”.
En este conjunto de valoraciones acerca de películas, accidentes o autores relevantes del devenir del audiovisual cubano, se accede a discusiones sobre las nuevas estrategias narrativas del cine independiente, la naturaleza de las representaciones ensayadas por los realizados, los problemas de la estética del documental, las operaciones creativas de la animación, los vacíos de la historiografía fílmica nacional, las reformulaciones actuales de la dramaturgia, las prácticas productivas marginales, elensanchamiento de los conceptos de nacionalidad, la emergencia de nuevas voces autorales, las prácticas creativas/estéticas motivadas por las nuevas tecnologías, la dimensión política y la capacidad dialógica del cine para seguir el curso de sus circunstancias... Recorrer Crítica, mentiras y cintas de video... es recorrer los caminos nuevos por los que discurre el cine cubano y su pensamiento.
En sus procesamientos críticos, Antonio Enrique emplaza hallazgos estéticos, propone lecturas originales, descubre nuevos sentidos a las mismas representaciones..., pone todas sus armas en función de apresar el conocimiento y compartir la belleza del arte audiovisual. Cuando medita sobre el documental Uvero (Arian Pernas y Alejandro Rodríguez, 2011), deja constancia de su relieve estético, de cuanto lo haceúnicoentre un grupo de producciones más amplias, al tiempo que destaca su aporte al dimensionamiento del género. Al mirar hacia creadores como Alejandro Alonso o Rafael de Jesús Ramírez, atiende sus hallazgos expresivos y narrativos dentro del ámbito de lo experimental, mas sopesa su impronta en el devenir del cine cubano en general. En su reflexión sobre A media voz (Heidi Hassan y Patricia Pérez, 2017) desbroza el intrincado tejido expresivo urdido por las realizadoras, mientras colige o advierte los sentidos impresos en el enunciadofílmico. En otras palabras, Crítica, mentiras y cintas de video... es un excelente libro de crítica de cine, entre otros motivos, por la vastedad de sus análisis, nunca definitivos, rigurosamente argumentados bajo artimañas de razonamientos que avalan las interpretaciones de motivos o problemas artísticos atendidos.
Crítica, mentiras y cintas de video... es además el registro de los sentidos del cine cubano y de sus involucramientos con la historia, la sociedad y la cultura. La atención sistemática de Antonio Enrique a la creación independiente es una de las zonas más productiva del volumen; muchos de sus acercamientos a la producción de las primeras décadas de la Revolución tienen como finalidad encontrar los signos de ruptura y continuidad existentes entre las creaciones de un periodo y otros, ya seanresultado de intereses estéticos, imaginarios artísticos, relaciones de poder o condicionamientos ideológicos... La producción de conocimiento sobre el cine cubano de estos tiempos latente en estas páginas está aún por arrojar su auténtica importancia histórica; y este libro es uno de los primeros archivos que recoge un corpus valorativo sobre ese audiovisual activamente partícipe de las reformulaciones sustanciales experimentadas por el país.
En otra oportunidad he comentado cómo Antonio Enrique llama la atención no solo sobre “los nuevos códigos visuales, las ganancias arrojadas por la tecnología digital y la aparición de narraciones afines con las circulantes en el mercado internacional”, sino también sobre “la desautomatización de temas vinculados a problemas que afectan la realidad del cubano, sobre la inclinación creativa de los realizadores en tantear los ruedos de la historia revolucionaria fuera de la escritura ideologizada que ha satelizado la creación nacional durante décadas”. Si acaso existe un método detrás de los enunciados de este autor, el mismo se caracteriza por el rastreo de los mecanismos de expresión, de las estructuras formales y los intereses estilísticos patentes en las películas, y por el análisis e interpretación de sus especificidades discursivas en relación con el curso cultural de la nación.
En varias de sus operaciones críticas, Antonio Enrique se dedica a deslindar disimiles territorios del cine nacional imposibles de pasar por alto, dada su importancia para la comprensión del paisaje cinematográfico insular. Sus consideraciones sobre la animación —recogidas en “La belleza inmóvil: Apuntes sobre la fotoanimación en el audiovisual cubano”, “El alma trémula y sola se anima: José Martí en los dibujos animados del ICAIC”, y en otras reseñas esparcidas dentro del volumen—, rescatan esta tecnología expresiva de la periferia a que ha sido relegada por las instancias legitimadoras del audiovisual. Entra con éxito en ese territorio y disecciona sus apetencias estéticas, su índole artística; atisba las innumerables posibilidades creativas que las técnicas de animación cifran. De entre los factores convergentes en el repliegue actual del campo fílmico nacional, uno que no deja de advertir el crítico es la conformación de grupos creativosfuera de la capital del país, a los que resulta intrínsecos, por sobre los resultados estéticos de sus producciones, una pulsión política considerable en medio de la madeja de fuerzas en pugna en el ámbito productivo. “Televisión Serrana desafía la modernidad y su hato de paradigmas” y “Movimiento Audiovisual Nuevitero: Filmo, luego existo... y después soy” constituyen aportes a la comprensión del complejo perfil del cine nacional; la irrupción de esos proyectos comunitarios desajusta las prácticas estéticas hegemónicas y ponen en circulación contenidos necesitados de comprensión para un análisis auténtico de las configuraciones de lo real en Cuba.
En todo Crítica, mentiras y cintas de video... Antonio Enrique despliega una imaginación interpretativa capaz de diseccionar los antagonismos estéticos y discursivos latentes en el audiovisual cubano, como se constata en “El baile de los monstruos en el cine cubano”, o en “El átomo, el sida, Angola, Santa y Andrés: Los ochenta en el cine cubano contemporáneo”, por solo mencionar un par de ejemplos. En cualquier recoveco del libro se verifica que la especificidad de la acción crítica del autor se acoda también en la interpretación como fundamental herramienta de análisis; las películas son para el crítico un paisaje abierto, y su gesto interpretativo es el arma que le posibilita articular algunas verdades, explorar y combinar los sentidos posibles. A ciencia cierta, Antonio Enrique no descubre significados en las obras, el los produce, los crea...
Quien firma este conjunto tiene la virtud de concebir el cine no como un medio para relatar historias, sino como un medio para pensar y participar de la construcción de la realidad. Ahí se encuentra la explicación a su preferencia por los filmes que trasgreden las narraciones codificadas, convencido de que en las formas anidan ideologías; ahí se halla una explicación a su propensión a hurgar en los argumentos que versan sobre la historia, la memoria, la marginalidad, la política, la masculinidad, el civismo... La recurrencia con que estas temáticas, manifiestas en las películas de muy distintas formas, vuelven a los textos provoca que Crítica, mentiras y cintas de video... constituya, también, un medio para pensar Cuba y sus mutaciones. Me atrevo a decir, siguiendo a Nelly Richard, que Antonio Enrique se preocupa elocuentemente por mostrar los conflictos y contradicciones sociales de la Cuba revolucionaria fijos en las representaciones fílmicas, pues sabe que “las formas no son nunca inocentes y están mediatizadas por discursos e ideologías”.
Reunidos bajo un mismo título, se ha catapultado el alcance de estos trabajos. El diálogo creativo mantenido por Antonio Enrique con el cine devela emergentes estrategias expresivas, vira al revés los lenguajes estandarizados, y contribuye a abrir caminos para la irrupción de nuevos paisajes.Élno es de los que teme a establecer jerarquías; como pedía Baudelaire, es apasionado y político, y justo por ser apasionado y político enriquece el estatus de la crítica de cine en Cuba.
Ángel Pérez
El hecho de que, en los mismosalbores de la revolución sociopolítica cubana de 1959, se pospusiera el estreno de una película comoCuba baila(Julio García Espinosa, 1960) a favor de promoverHistorias de la Revolución(Tomás Gutiérrez Alea, 1960) como el primer largometraje de ficción producido después del derrocamiento de Fulgencio Batista —a pesar de que el primero estuvo a punto antes— propone un llamativo proemio para la posterior censura del agridulcemente célebre documentalPM(Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal, 1961) poco tiempo después. Nótese que, en la cintade García Espinosa y en esta prístina obra “maldita”, tienen una considerable preeminencia los bailes populares, consecuentemente animados por sonoridades populares, a pesar de las grandes diferencias de sus respectivas líneas discursivas. Claro que esto es una lecturahistórica, amén de las razones, documentos y testimonios que puedan aparecer sobre las motivaciones inmediatas conducentes a la decisión institucional de priorizarHistorias...
Desde su propio título,Cuba bailaproponía un solaz jocoso y jolgorioso que simbolizaba, de alguna manera, la alegría sobrevenida con el fin de la dictadura batistiana, a la vez que aprovechaba para satirizar el pasado inmediato desde una ligereza costumbrista, y devino, quizás, en el precursor más temprano del posterior programa televisivoSan Nicolás del Peladeroy, mucho más, de la obra teatralContigo pan y cebolla, de Héctor Quintero, dadas las evidentes coincidencias argumentales.
A tenor de la confesa y evidente influencia del neorrealismo italiano en la generación fundadora del ICAIC, PM buscaba sincronizar la fílmica nacional con otras corrientes estilísticas como el free cinema británico, el cinéma vérité francés y el directcinema estadounidense, un tanto concomitantes con la línea social italiana, y sobre todo de una contemporaneidad más inmediata. Para esto, sus realizadores decidieron hacer un ejercicio de estilo divergente del cariz didáctico y propagandístico, a la vez que formalista y rígido, que iba tomando la documentalística cubana del momento, y terminaron en el contexto popular aderezado por música de tumbadoras y trompetas nocturnales en bares habaneros, para obtener un consabido imago Cuba que resultó demasiado “profundo”, demasiado “popular”, demasiado orgánico para un poder que comenzaba a fraguar los pedestales de un simbolismo épico, libelista, paradigmático, en detrimento de la representación y problematización de zonas socioculturales desincronizadas del frenesí transmutatorio del plomo “republicano” en oro revolucionario.
El poder recién establecido, juvenil, telúrico, estaba enfrascado en una operación de alquimia social casi instantánea, que confundía matices con imperdonables manchas, y demarcaba una polaridad en igualmente paroxístico ritmo de consolidación intransigente e intolerante respecto a todo lo que difiriera de la línea dura, que entonces solo comenzaba a endurecerse.
Esto llevó a la sobrevaloración de la obra en cuestión, y a su censura abierta bajo argumentos y términos ya confesamente representacionales, en tanto las imágenes registradas por Jiménez Leal y Cabrera Infante afectaban la épica pulcritud con que la Revolución empezaba a autorrepresentarse. El archiconocido resultado de tal primera colisión entre arte y política cubanos puede rastrearse en el referido estreno prioritario de la ópera prima de Titón: épica, alegórica, libelista, esforzada —aunque superior a muchas películas que le sucedieron—, por encima de la gozona ópera prima de García Espinosa. El mensaje estaba claro: Cuba no bailaría, sino era al ritmo del sacrificio, que —en posteriores palabras de Fidel Castro— era lo único que la Revolución tendría para ofrecer al pueblo. La caída de Batista no se celebraría con bailables populares, sino con la sangre, el sudor y las lágrimas del holocausto voluntario a la construcción del paradigma social, primero verde y luego rojo, e irremisiblemente zurdo.
Con este primordial conflicto, el baile popular, o más bien, el “bailable popular” como ritual social de distención inofensivamente hedonista y disfrute del ocio, terminó en gran medida estigmatizado en los sistemas de representación audiovisual cubanos hasta el mero presente. De suave sinónimo de la alegría pasó a ser marginal símbolo de la alienación social, espacio y plataforma para la catarsis colectiva, a la vez que esfera de extrañamiento, monstruosidad y aquelarre grotesco. Contradictoriamente, los valores nacionales estaban inmersos en un proceso de relegitimación y revalorización, como contrapropuesta a las influencias externas (luego pasarían a ser anatemizadas como “extranjerizantes” y “diversionistas”), sobre todo de Estados Unidos y por extensión el Occidente anglófono, pues hasta los músicos británicos pagaron por los pecadores —¿quizás como tardía retaliación por la invasión del siglo xviii a La Habana?
A la par de las deleitosas sonoridades del mozambique de Pello el Afrocán, del pilón de Pacho Alonso, y la conga de los hermanos Bravo, validados por los circuitos de promoción oficiales, el grotesco baile de los beodos de PM adquirió, en cambio, significaciones oscuras, antitéticamente terribles respecto a su intrínseco natural alegre y optimista. Cual justicia poética, una nada despreciable zona del audiovisual cubano ha cobrado cuentas, una y otra vez, por la excesiva condena. El cañón, que según el aforismo popular fue disparado contra la bijirita, ha terminado quemando las manos de sus artilleros originales (que son casi los mismos hasta ahora).
Y esto no demoró muchos años, pues ya en 1965 y 1966, otro cineasta que poco después ocuparía el trono de los “malditos”: Nicolás Guillén Landrián, filmó los respectivos documentales Los del baile y Reportaje. En el primero, se registran festejos populares urbanos al inicial ritmo del mozambique, y el segundo tiene como clímax un baile campesino que concluye un mitin político, lleno de autoridades fuera de campo, donde se celebró confusamente la “muerte de la ignorancia”.
En estas dos obras pudiera localizarse la significación consciente que haría este cineasta del bailable popular como momento y espacio ideales para desarrollar la tesis de la extrañeza de amplias (¿masivas?) zonas de la población cubana respecto al curso oficial de las “transformaciones” socioculturales y económicas. Extrañeza dada, en primer lugar, por el desconocimiento de los gestores del poder, de la autonomía cultural —en su sentido más amplio— de estos vastos sectores que, sin desagradecer la evangelización ideológica que se les aplicaba, anclada en concretas estrategias didactistas (preferible a “educativas”, término que trasciende las limitadas bondades de la nada menospreciable alfabetización primaria) y económicas, no dejaban de recorrer —¿por opción o fatalismo?— sus sendas heredadas, tradicionales, a tiempos y a ritmos divergentes con el meteoro revolucionario, que les exigía la adaptación a unos modelos de desarrollo y felicidad planificados a cientos de kilómetros de distancia.
Tal tragedia de la alienación, una y otra vez propuesta por Guillén Landrián en su obra documental previa y posterior, se ve graficada por la eliminación de la sonoridad ambiental de la última secuencia de bailes, a favor de una banda sonora extradiegética poco menos que lúgubre y lo suficientemente oscura para resemantizar, a fondo, la alegría sibarita de los bailadores de mozambique como una pantomima gótica, una mueca corporal: baile de marionetas poseídas por una inercia feral e ineluctable.
PM regresa en las parejas tambaleantes y los rostros amargamente eufóricos de Los del baile, donde la ingenuidad observacional del precedente es sustituida por la deconstrucción aguzada de estas aristas sociales, marginadas y desterradas de los sistemas representacionales fomentados por el status quo, en el cual el optimismo y la devoción política primaban. Claro, Guillén Landrián pertenecía a la institución cine, y es sabido, de sobra, el precio que finalmente pagó.
El recurso expresivo referido se reitera con mayor sofisticación fílmica en Reportaje, donde la cámara dialoga mucho más directamente con los rostros extraños de los campesinos danzantes y desafiantes hasta el contoneo erótico de la icónica joven de sombrero e ignoto rostro, suerte de versión fílmica de la Gitana tropical. Son miradas tórridas, clamadoras, engarzadas en rostros provocadores, pura antítesis diegética de lo presupuesto para tal festividad. Como operación abiertamente ensayística del autor, el ralentí viene a reconfigurar el baile en un serpeo tautológico, por el que los protagonistas devienen una suerte de mixtura entre autómatas y posesos. Una vez más, los primeros planos y grandes primeros planos, casi plano-detalles, enfatizan en la individualidad que peligra en el maremágnum movilizatorio y cuantitativo. La música que solapa el tintineante lateo del contexto termina de cubrir la danza con un manto de tragedia.
Amén de que perceptivas limitadas puedan condenar a Nicolasito por la que es su mayor virtud: la apropiación sincera de retazos de una realidad y su dinamización en un discurso íntimamente comprometido con la consecuencia personal, Reportaje es una puesta en escena del autor que delata una previa puesta en escena diegética. Toda la movilización campesina que se “reporta” es también un montaje que fuerza la realidad natural dentro de una moldura prestablecida de combatividad, militancia y compromiso: la quema, al inicio, del muñeco bautizado como “Don Ignorancia”; la reunión ante unos funcionarios o líderes institucionales mencionados de trasfondo, casi ininteligiblemente, por una voz que conduce aplausos y homenajes; los frugales estimulantes gastronómicos que todos devoran con fruición, y que dialogan con planos semejantes de PM, y luego, el baile como colofón de un acto “fructífero”. Guillén Landrián termina complementando con su lienzo audiovisual los expresionistas Campesinos felices, de Carlos Henríquez.
Ahora, el director de Coffea Arabiga (1968) mira el bailable popular desde cierta postura conmiserativa —¿qué artista o intelectual no percibe alguna vez a sus congéneres así?; quien tire la piedra es un hipócrita— o, más bien, compasiva, siempre reivindicadora no de una clase, sino de la vida en toda su simple complejidad. Pero al final, la bondad transversaliza toda su obra.
Sin embargo, Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968) viene a convertir este ritual, esta dinámica sociocultural, en un verdadero vórtice del terror y de la insania irreversible, del fracaso total de la fe en el mejoramiento humano y la utilidad de la virtud. La también icónica escena-prólogo de este clásico cubano está dotada de tal autonomía que la convierten en un minicortometraje feroz. Al ritmo de la paroxística cantilena “¿Dónde está Teresa?”, sucede un homicidio violento que no detiene el jolgorio general. Más bien los disparos criminales se suman a las notas como parte del furor musical. La violencia y sus peores consecuencias son parte naturalizada de esta multitud enérgica y viril que baila y no llora, toma y no llora, aterrorizando a la injusticia y hasta a la misma justicia, más que cualquier sollozo.
Una mirada “guillén-landrianiana” saja de un zarpazo la salvaje batahola llena de sonido y furia: una mujer (¿Teresa?) clava su mirada bestial, desafiante, terrible, en un público previamente acorralado por tal desborde. Esta secuencia, más que proemio de la película completa, es introductoria del vagabundeo de Sergio entre las tropas de adolescentes, alistadas en medio de una noche cavernosa en espera de una invasión estadounidense durante los aciagos días de la Crisis de Octubre: segundo y climático gran momento expresionista y desquiciado de la cinta, momento de vorágine, horror, desmesura, megalomanía, paroxismo beligerante colectivo, donde el protagonista termina espantado de tanta lucidez crítica.
Volviendo al baile y a la búsqueda retórica de la Teresa, tenemos que Titón urde una alegoría de las bullentes complejidades conflictuales ensordecidas y subyacentes bajo el fresco kitsch de la nación liberada del analfabetismo y del resto de los “rezagos del capitalismo”, como los cuadros de la pintora de La insoportable levedad del ser, donde una esquina de un paisaje perfecto se levantaba para mostrar suciedades, oscuridades y todo tipo de máculas. La película no solo parece revelar las escoriaciones subyacentes bajo la triunfante sonrisa oficial —contribuyendo a las problematizaciones de Nicolasito—, sino que alerta sobre las presiones que se van acumulando, sobre los demonios que van acurrucándose en el plano ctónico de la aguerridamente armoniosa representación del país.
Estas presiones puede que no terminen derrocando el status quo de manera violenta (como no lo han hecho hasta ahora ni lo harán), pero sí carcomen las entrañas de la nación, como las aguas que ven bloqueado su cauce natural y terminan socavando “innatural” paso por otras regiones. La fiesta deviene, una vez más, pretexto para la catarsis elementalmente irracional, para que la nación alivie tales presiones obliteradas a modo de géiser. A las mascaradas marciales y disciplinadas de los homogéneos desfiles oficiales, se responde en horas de asueto con la expansión bestial de otra homogeneidad, pero caótica, con una desatada fiesta de los instintos más básicos.
Ubicado en un reluctante observatorio, el punto de vista del autorrelegado y anacrónico protagonista de Memorias... resulta muy cómodo para garrapatear un boceto tan brutal de un momento tan inevitablemente violento como los primeros años de una revolución. Que yo sepa, nadie preguntó nunca a Titón si este proemio tributaba de alguna manera consciente a PM o a las también previas obras de Guillén Landrián. Sin duda, conocía todo esto. Él tampoco dijo nada. Pero la historia opera de maneras misteriosas.
Pocos años después, la censurada y postergada Un día de noviembre (Humberto Solás, 1972) apela a un recurso parecido en sus escenas finales que, además de insinuar una suerte de intento por diluir desde el optimismo las significaciones oscuras y fieras de los bailables populares, provoca lecturas inquietantemente raciales y racistas. Esteban concluye su periplo-repaso-despedida por las personas y sucesos protagónicos de su vida amenazada por una enfermedad terminal, con la visita a un festejo estudiantil en recompensa por la destacada labor de los danzantes en la escuela al campo, como se explicita un poco ingenuamente en la voz de un “maestro de ceremonias”.
El personaje observa la multitud que se contorsiona despreocupada, alegre, mientras el montaje urde sucesivas analepsis que retrotraen a la juventud de Esteban, erizada de protestas estudiantiles antibatistianas fuertemente reprimidas, como evidencian las imágenes documentales empleadas y harto conocidas por los cubanos de tanto reiterarse en la televisión nacional. Una lectura superficial habla del combatiente valeroso, cuyo sacrificio es largamente premiado con la felicidad de la siguiente generación. Pero el montaje, también urdido por el mismo Nelson Rodríguez de Memorias..., va llevando, corte a corte, a establecer relaciones más sutiles, más incordiantes, entre el revuelto jolgorio del presente diegético y las pasadas turbamultas prerrevolucionarias, hasta que ambas se entremezclan en un amasijo de sentidos, contrasentidos y sinsentidos.
Esteban sonríe satisfecho desde su altura, físicamente superior al resto de los danzantes y, por ende, moralmente superior. Pero el héroe moribundo se pasea entre un grupo eminentemente blanco, estimulado por una música de clara sonoridad foránea. No estamos ante las masas estrambóticas de preeminencia negra de PM, Los del baile y Memorias... La representación de la fiesta “blanca” adquiere un cariz más calmo, aunque quizás más frívolo y epidérmico, cual retorno de un clasismo nunca extirpado de la médula nacional.
A tenor con toda la cinta, tenemos que Esteban está muriendo. Recién concientiza su agonía, y el argumento va de esto. Son los grises setenta. Es hora de que su generación, artífice del derrocamiento batistiano, protagonista de la guerra civil del Escambray, de la Crisis de Octubre, de la Campaña de Alfabetización y otros procesos más, ceda el merecido protagonismo a favor de la hornada de jóvenes que se dispone a relevarla por ley natural e histórica (y no hay nada más natural que la dialéctica histórica). Esteban está dispuesto a la abdicación y busca, entre los bailarines jovenzuelos, sus posibles herederos, los más óptimos portaantorchas de su legado. Las analepsis ayudan a exponer los sucesos que dan sentido a su existencia, que signan su generación, mientras la vida de los muchachos aún permanece en la ebullición hormonal liberada en el baile. Esteban se sumerge en una sopa primigenia donde se condensará la correspondiente identidad generacional de los sucesores, aun en el misterio. Pero a él ya le toca ceder espacio, compulsado a reposar el sueño de los justos.
Entretanto, en épocas paralelas y cercanas a las cintas referidas, el ICAIC intentó recuperar el cine musical danzario de ficción de corte popular, costumbrista, con aventuras poco menos (o poco más) que lamentables como la temprana Un día en el solar (Eduardo Manet, 1965) y la posterior Patakín ¡quiere decir fábula! (Manuel Octavio Gómez, 1982), que terminaron engendrando un tardío heredero igualmente pedestre como Irremediablemente juntos (Jorge Luis Sánchez, 2012). Los dos primeros títulos de esta involuntaria y fatal trilogía reflejan el fracaso de intentos por revalidar atributos populares de guisa afrocubana en producciones de socialista entretenimiento, mientras que el tercero sucumbe a una impericia creativa guiada por propósitos más “comprometidos” y problémicos.
En los ochenta se incrementa la presencia de orquestas populares en las comedias costumbristas de la época como Los pájaros tirándole a la escopeta (Rolando Díaz, 1984) y Plaff o Demasiado miedo a la vida (Juan Carlos Tabío, 1988), donde aparecen secuencias de bailables populares de sosegada naturaleza cederista y sindical. Son películas en que, no obstante, se propone el (no) diálogo intergeneracional y, para el específico caso de Plaff..., la paranoia derivada de la intolerancia atrincherada en una tozudez irracional. Los personajes y extras bailan un comedido casino, sin más propósitos que matizar lúdicamente tales cintas y (sobre todo, el caso de Los pájaros...) estimular las audiencias con intérpretes de alta popularidad.
Con el audiovisual cubano del siglo xxi llegan nuevas obras donde el baile popular y el correspondiente bailable devienen recursos expresivos antitéticos respecto a su natural jubiloso, sustituido entonces por un amargor costumbrista de sesgo fatalista y distópico. La llaneza de su tautología coreográfica y musical resulta, otra vez, metáfora tanto de la inercial (¿inerte?) alienación social, y de la terrible ciclicidad redundante en que el planeta Cuba gira alrededor de un eje umbílico, altamente extrañado e indiferente a una realidad que nunca varió y sigue fluyendo, hirviendo en sordina, como del perenne ruido de fondo en los discursos oficiales.
La videocreación intitulada Resurrección (Lázaro Saavedra, 2007) se apropia de PM unos cuarenta y cinco años después, cual acre homenaje reescritural. La ordalía es resincronizada a fuerza de nuevo montaje al ritmo de un entonces de moda tema reggaetonero, género que ha llegado a Cuba para quedarse, como suerte de marabú musical que mina reduccionistamente la cultura popular con una furia elemental que lo convierte casi en una fuerza (vengativa) de la naturaleza ya negada, en las épocas de PM, como rezago de un pasado neocolonial, vil y clasista. La imagen “inconveniente” que los censores tempranos del documental de Jiménez Leal y Cabrera Infante negaron al suprimirlo de la esfera pública regresa con los colmillos más fieros que nunca para desgarrar los sistemas representacionales de la utopía social.
La Resurrección pensada por Saavedra resulta entonces una orgiástica celebración visual del fracaso de un paradigma, y la vigorizada alienación popular resultante. Tal como ocurrió de otras maneras con toda la obra documental de Guillén Landrián luego de ser digitalizada, redescubierta y revindicada por los realizadores cubanos del xxi, PM regresa fantasmal y amenazante del Purgatorio al que fuera condenado injustamente, y retorna vitalmente dialogante con la contemporaneidad inmediata. Los beodos danzantes, los tamboreros y los bar rats registrados con no poca inocencia observacional por lo creadores originarios de la pieza maldita por excelencia del cine cubano, retornan del destierro con su eterno contoneo para clamar su perennidad.
Abro paréntesis [Más de una década antes, tales “demonios” ya habían asomado sus rostros en el también vindicatorio —y sin duda clásico— videoclip Pasaporte (1995), concebido por Rudy Mora y Orlando Cruzata para el tema de los percusionistas Tata Güines y Miguel Angá, pues los entonces lozanos creadores optaron por una perspectiva casi documental para desarrollar un relato audiovisual marcado por el “realismo” urbano antes que la puesta en escena impecable, estilizada, que normalmente se concibe para este género. Una provocadora e intrusa cámara en mano se sumerge en los recovecos laberínticos de las ciudadelas habaneras, revelando otredades, dinámicas, sistemas de valores, lenguajes y modos gestuales propios del crisol auténtico donde se fragua la rumba]. Cierro paréntesis.
El reggaetón, como himno del subdesarrollo rampante y rasero fidedigno de valores sociales, reaparece en la breve ficción nada gratuitamente titulada AM (Lala Miñoso, 2011), donde se exploran las dinámicas de la heteronormatividad reaccionaria en los predios del proxenetismo y la marginalidad delincuencial. El protagonista Yoandi es un Cuban pimp de secretas preferencias homosexuales, cuyas revelaciones, en su esfera de relaciones e influencias, implica un descrédito total. Expuesto por una de sus prostitutas, estalla en climácica tunda que transcurre paralela a una fiesta animada con reggaetón a escasos metros, pero totalmente indiferente a la zurra en proceso. Aquí reemerge el asesinado del bailable introductorio de Memorias... El sonido opaca el acto de violencia de género física y, más bien, termina convirtiéndose en banda sonora de la paliza. El montaje paralelo que estructura la pieza establece una concomitancia estrecha entre tal violencia física y la no menos cruel indiferencia de los danzantes catárticos. Terminan fundiéndose en una armónica coreografía de la brutalidad, donde todos bailan al ritmo de la barbarie más elementalmente virulenta. Lo único que hay que hacer es seguir el ritmo.
Un carácter sociopolítico más nítido adquiere el empleo del baile popular en la obra de Carlos Lechuga, quien resulta legatario directo de las obras de los sesenta, al dotar a su cortometraje de ficción Los bañistas (2010) de unos jugosos créditos que rompen con el pacto de lectura establecido durante toda la obra, para reformular la diégesis completa y ofrecer a los espectadores un epílogo brechtiano e incordiante. En un contexto ruinoso, una mujer madura se descalza frente a la cámara y ejecuta unos torpes pasos de baile, que devienen pantomima distópica, ruinas en sí mismos de la alegría que hubieron de simbolizar. Más que redundancia, subraya las secuencias previas donde unos niños aparecen nadando en una piscina vacía, alzados del suelo por unas sillas: otra mímica triste. Aunque pueda entenderse como una posible alegoría de la tenacidad en medio de las circunstancias más adversas, el baile seco, sordo y mudo de la señora revela automática inercialidad, estrategia última de resignada supervivencia en medio del apocalipsis de la utopía prometida, adaptabilidad mínima a toda costa, incluso de unos sueños y principios solapados, latentes, inconscientes.
En su ópera prima de largo metraje Melaza (2012), Lechuga recupera a sus nadadores en el vacío y el baile, esta vez en más estrecha connivencia con el Reportaje, de Guillén Landrián, en tanto los avatares de la pareja protagónica de Mónica y Aldo —tras torcer sus integridades hasta el quebranto, enmarcadas todas las acciones en un batey adosado a un central muerto, inactivo, oxidado— terminan en un “acto político-cultural” altamente enrarecido, bastante semejante al reportado por Nicolasito.
Las monótonas arengas infestadas de cifras triunfales, muy parecidas también a las registradas en el documental Compacta y revolucionaria (Cláudia Alves, 2011), tienen como epílogo una astrosa conga, cuyos tambores son manoteados bajo el sol tórrido de Reportaje, a fin de animar a la pequeña congregación que no tiene más nada interesante que hacer que concurrir a la ceremonia. La antiheroicidad de los personajes, protagónicos, secundarios y extras se consolida en esta escena climática y epilogar a la vez, más allá de las previas secuencias donde se describe minuciosamente las concesiones que Mónica y Aldo deben hacer para sobrevivir a las indistintas presiones que amenazan la tranquilidad y el sostenimiento de sus vidas. La recepcionista del central occiso se prostituye, el maestro de la escuela rural vende carne de res a domicilio.
Pero al final, se purifican en el bailable de todos. Se suman a la mascarada populista, cuyos danzantes se hallan en un ambiguo estado intermedio entre la conciencia y la inconsciencia, entre la conveniencia y el miedo, entre la resignación y la aceptación. Bailan, se mueven porque no queda más que bailar y moverse para distender el cerebro, para aturdir los pensamientos, o para sencillamente suplirlos cómodamente con una motivación externa que evite la germinación de demonios y miedos. Una final mirada cómplice entre ambos zanja el pacto, y comienzan a saltar y a contonearse como celebración del inicio del resto de sus vidas, clarificados y aceptados, de una vez, todos los términos del contrato social no escrito. Bailan para sobrellevarse a sí mismos mediante la autonegación catártica y la expansión narcótica de los sentidos. Hay que cumplir con la puesta en escena, bailar al ritmo establecido, para invisibilizarse y continuar royendo entrañas tras bambalinas.
Esta sensación de puesta en escena es abiertamente refrendada en las postrimerías de la que sería, hasta ahora, la más pesimista película de Fernando Pérez: Últimos días en La Habana (2016) que, a tenor con los tiempos que corren, pudiera modificar su título con un gerundio y rebautizarse como “Sobreviviendo en La Habana” o “... en Cuba”. En una brillante y surtida tienda imbuida de espíritu navideño, todos bailan con evidente teatralidad, como en un comercial estereotipado. El ritmo lo marca un olvidado tema del también olvidado grupo SBS de los noventa cubanos. Todo invita a un baile donde todo se olvidará, quizás como parte de otro alucinante certamen de la raza de los gerundios: “Olvidando en Cuba”.
Esta alucinante secuencia establece una ruptura significativa con el tono realista sostenido a lo largo de la cinta, que propone una cartografía del margen social cubano, a la par de una melodramática y pesimista alegoría del desaliento y la desesperanza nacionales. Luego del desarrollo de tal tipo de relato, el protagonista sobreviviente, Miguel —nada menos que una viva encarnación de la penuria—, entra en una esfera que no puede ser más que onírica, plagada de personas innaturalmente alegres, cercanas a las autómatas esposas de Stepford.
Aquí el baile ve revertida su función catártica a favor de una alienación otra, pletórica de afectada contención y planificada ritmicidad; es recontextualizado, bien lejos de los tumultos opresivos y caóticos, reubicándose en un aséptico ámbito de la abundancia material. La luz sobreabundante, pero artificial, sustituye las penumbras y sombras confusas registradas en PM, Los del baile y Memorias... El baile popular resulta máscara de sí mismo, coyunda de sus propias posibilidades de expresión y expansión. El extravío almidonado sustituye al extravío feroz. Pero al final, todos bailan, todos se hurtan de los problemas, todos se refugian en la seguridad del movimiento tautológico, vacío. Hasta la alienación siempre.
El futuro (Janis Reyes, 2018) y El cementerio se alumbra (Luis Alejandro Yero, 2018) son dos obras documentales, de respectivos sesgos ensayístico y reflexivo, donde se vuelve a abordar el baile popular.
Reyes estructura, más allá de la dimensión danzaria, toda una cartografía del movimiento que jalona diferentes coordenadas sociales, espaciales, motivacionales y expresivas. Devela así varias zonas socioculturales que siguen teniendo la noche como gran escenario. Esta multiplicidad de variantes —grupos de break dance, una “fiesta” techno, un espectáculo de danza en espacios urbanos con su correspondiente público plenamente receptivo, una arrebolada y acrobática bailadora de rumba, y un asfixiante tumulto carnavalesco— consuma una suerte de expansión antropológica de la nocturnidad lúdica cubana registrada décadas antes por Cabrera Infante y Jiménez Leal.
Desde este diálogo quizás inconsciente, quizás no, la realizadora establece constantes y mutaciones contemporáneas. Termina penetrando en espacios íntimos, donde registra la reproducción del jolgorio multitudinario en la rutina intramuros del hogar, en un proceso de contaminación del entorno privado con prácticas más asociadas a lo público: la replicación de rituales sociales en la esfera íntima, cual moneda con dos caras idénticas o Jano con rostros mellizos. Dos personas traspolan al interior de su vivienda las dinámicas ambientales y sonoras de una discoteca, con todo y juego de luces, más la grabación de un DJ mezclando y animando. Es una puesta en escena donde la fiesta marca su final dominio en la vida del cubano, permeando todos los estratos posibles como alternativa escapista y refugio final más viable.
A la vez, puede verse como la alternativa más viable que halla la sociedad para moverse a contrapelo del exoesqueleto sociopolítico inamovible, estático y enquistado que la rodea. O bien, desde una perspectiva más pesimista (y posible), resulta un margen de permisibilidad catártica, controlado por el poder exoesquelético; de nuevo, la consabida estrategia de “pan y circo”.
Otro de los aciertos dramatúrgicos de El futuro en este (doble) sentido es el seguimiento de los diferentes sucesos que transcurren en un mismo segmento del malecón habanero. Inicia el documental con el paso matutino del cortejo fúnebre de Fidel Castro. Exiguos “cordones” humanos formados a ambos lados de la calle posan con el formalismo indiferente de costumbre. Hacia las postrimerías de la obra, ese mismo espacio sirve de escenario al ingente despliegue multitudinario del carnaval habanero. Se demarca una dualidad conductual histórica, donde la fiesta catártica —y su protagonista: el baile— resulta no menos que una profilaxis que previene y ahoga otro despliegue masivo con más conciencia de fuerza. Un “maleconazo” carnavalesco para evitar un “maleconazo” político. No importa cuán impostado y automático sea el tributo a Fidel, ni cuán espontánea sea la conga, mientras cada etapa suceda según lo planeado y la balanza mantenga el equilibrio.
Con El cementerio..., Yero despliega una noble pesquisa para identificar, en medio de la nocturnidad borrosa y homogeneizadora, las singularidades insomnes que tienen en las horas de oscuridad un ambiente más propicio para ser y expresarse. Cronica la noche citadina no habanera, engarzando historias desde una pensada aleatoriedad. Alterna mínimas historias, algunas de las cuales se desarrollan o culminan en una fiesta, donde el lente concomita con Guillén Landrián, y opta por explorar a partir de grandes primeros planos el éxtasis abiertamente lúbrico de una bailante, presumiblemente de reggaetón, a jugar por los códigos gestuales casi inequívocos.
Al igual que enReportaje, la música extradiegética solapa todo sonido diegético con los mismos claros objetivos de establecer una antítesis semiótica. La gitanilla campesina púber filmada por Nicolasito es sustituida ahora por la más agresiva mulata al estilo del segmento introductorio deMemorias delsubdesarrollo. Una suerte de maridaje híbrido entre ambos clásicos, donde lo sugerido por los dos sujetos de los sesenta se concreta y explaya en el baile abiertamente orgiástico que desarrolla el personaje de Yero. La fiesta en cuestión resulta burbuja que mantiene a raya el silencio y la soledad nocturnal acechantes justo al umbral. Amenazante con invadir el paisaje ruidoso con toda su peligrosa carga de sugerencias, el miedo, con la reveladora invitación a la introspección y la reflexión.