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«Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que la de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre» Walter Benjamin Las víctimas del franquismo iniciaron hace décadas un camino para plasmar en términos políticos y jurídicos sus demandas de verdad, justicia y reparación. Un objetivo amenazado por el silencio y el olvido institucional que presidió la transición a la democracia y por el revisionismo histórico de quienes se empeñan en clausurar toda rendición de cuentas con el pasado. Este libro analiza los resultados en términos políticos, sociales y legales que se han alcanzado a lo largo de este camino, en el que el desgarrador lamento de Antígona contra Creonte se ve iluminado por el propio viaje existencial e intelectual de Walter Benjamin.
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Seitenzahl: 256
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Cuando Antígona encontró a Benjamin
Víctimas del franquismo y derecho a la memoria
Rafael Escudero Alday
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho
© Editorial Trotta, S.A., 2025
http://www.trotta.es
© Rafael Escudero Alday, 2025
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ISBN: 978-84-1364-315-1 (edición digital e-pub)
Contenido
Once pasos para un encuentroLa denuncia de Juan Gelman sobre las razones de la desmemoriaLa desobediencia de Antígona a la ley de CreonteLa mirada horrorizada del «ángel de la historia» de Paul KleeLa herencia de Walter Benjamin en la configuración del derecho a la memoriaLa aplicación de la demanda de «justicia transicional» frente a la excepción españolaLa aparición de los «desaparecidos» en la esfera pública y en la agenda política españolaLa propuesta fallida de la (mal llamada) ley de memoria históricaLa vía autonómica de recuperación de la memoria y reparación a las víctimasLa exhumación de los restos del dictador y su traslado a un cementerio municipalLa aprobación de la (deseada) Ley de Memoria DemocráticaEl encuentro entre Antígona y BenjaminAntígona y las víctimas del franquismoLa creación de una categoría legal: las víctimas del franquismoLa internacionalización del caso españolPongamos causa y nombre a las víctimasLa obligación de búsqueda de las personas desaparecidasLa deuda con las víctimas (o cómo reparar lo irreparable)Una verdad, ¿en singular o en plural?Una justicia, ¿sin juicios?Una reparación, ¿suficiente?Bola extra. Las víctimas de la TransiciónWalter Benjamin, la memoria y la justiciaLa memoria democrática y los derechos humanosEl derecho a la memoriaLas políticas de memoria democráticaLa memoria democrática tiene rostro de mujerLa simbología democrática en la dignificación del espacio públicoLos lugares de memoriaLas medidas educativas: garantía de no repeticiónAprendiendo de la Cultura de la Transición: los riesgos de la cultura de la memoriaEpílogoBibliografía
Índice de nombres
A Pía, mi compañera,
de cuya inteligencia y savoir faire aprendo día a día.
A Blanca, mi hija, bisnieta de víctima del franquismo
y continuadora de ese «hilo rojo» del que tanto orgullo sentimos.
1
«Todo está cargado en la memoria
Arma de la vida y de la historia
La memoria apunta hasta matar
A los pueblos que la callan
Y no la dejan volar
Libre como el viento».
(León Gieco, La memoria, 2001)
En su discurso de recepción del Premio Cervantes, pronunciado el 23 de abril de 2008 en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, el poeta argentino Juan Gelman reivindicó la necesidad de la memoria como instrumento de lucha contra el olvido y la impunidad de las graves violaciones de derechos humanos. El discurso se pronunció frente a un auditorio lleno de autoridades1. El jefe del Estado, el presidente del Gobierno, la presidenta de la Comunidad de Madrid, el ministro de Cultura, autoridades locales, militares y también académicas, entre otras muchas, escucharon unas palabras dirigidas a reclamar verdad y justicia en el Cono Sur, sí, pero también en España. «Ya no vivimos en la Grecia del siglo v antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto», afirmó. Ni tampoco —podía leerse entre líneas— en aquella otra época mucho más reciente y lugar más cercano donde el olvido se elevó a la categoría de pacto de Estado para así clausurar toda rendición de cuentas con el pasado.
En esos momentos, la figura de Gelman representaba a todas las víctimas de las dictaduras militares que asolaron ambos lados del Atlántico durante el siglo pasado. Cualquiera de ellas podía haber ocupado el lugar del poeta y haber desgranado sus mismas palabras. Palabras como desaparición forzada, crímenes, olvido, silencio o impunidad retumbaron en esa sala repleta de autoridades. La referencia al caso español no se hizo esperar. En la parte central de su discurso en el Paraninfo, Gelman celebraba, en esos inicios del año 2008, su llegada a «una España empeñada en rescatar su memoria histórica, único camino para construir una conciencia cívica sólida que abra las puertas al futuro», vinculando así el recuerdo del pasado con la construcción del futuro y rechazando, a la vez, las tesis de quienes vilipendian el esfuerzo de memoria. «Sospecho —terminaba afirmando frente a las altas instituciones del Estado español— que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad procuran la destitución de su pasado en particular». Somos muchas las personas que compartimos esta sospecha.
Fue Juan Gelman quien asimismo nos recordó la figura de Antígona, aquella mujer que no dudó en desobedecer las leyes terrenales para enterrar a su hermano basándose en una ley no escrita, impuesta por los dioses, que desde el inicio de los tiempos mandata dar digna sepultura a los muertos. En términos filosófico-jurídicos, el mito de la Antígona de Sófocles se ha analizado de forma recurrente desde la sempiterna cuestión de la obediencia al Derecho injusto. ¿En qué se fundamenta el deber de cumplir el Derecho? ¿Cuáles son sus límites? ¿Hasta qué punto está justificada la desobediencia o la rebeldía frente a un orden jurídico que se considera contrario a valores morales? Estas preguntas han presidido el desarrollo de la filosofía jurídica prácticamente durante toda su existencia como disciplina. No en vano suele citarse y estudiarse este mito como uno de sus hitos fundadores.
Antígona es víctima del conflicto que siempre puede producirse entre las leyes humanas y divinas, entre las normas jurídicas y los mandatos de la moral. Una mujer que no duda en seguir los dictados de su conciencia, que le ordena obedecer a los dioses, y enterrar a su hermano Polinices frente a la orden de su tío Creonte, el regente de Tebas, quien representa el poder del Estado. Cumple con una norma de derecho divino que garantiza, a su vez, un derecho tan humano como es el de enterrar a los muertos.
El trato digno a los muertos en la batalla es una constante en el mundo clásico griego. Antes de la Antígona de Sófocles, Homero narró el llanto de Príamo ante Aquiles para conseguir que este le devolviera el cadáver de su hijo Héctor y pudieran celebrarse sus funerales (Homero 2022: 521-544). Si Aquiles aceptó no fue por su propia voluntad y deseo, sino porque así se lo ordenaron los dioses. No es de extrañar en este punto la similitud entre el dolor y las peticiones de Antígona y Príamo, dado que, como advirtió Simone Weil, «la tragedia ática, al menos la de Esquilo y Sófocles, es la verdadera continuación de la epopeya», es decir, de la Ilíada —o el poema de la fuerza, como ella misma lo calificó (Weil 2023: 54)—.
Pacifista convencida en su juventud, Simone Weil participó en la guerra civil española. En agosto de 1936 se enroló en la «columna Durruti», en el frente de Aragón, durante un corto periodo de tiempo, hasta que un accidente provocó su evacuación y posterior regreso a Francia. Allí escribió la famosa carta al novelista Georges Bernanos, católico y simpatizante de la causa franquista, en la que se reafirmó en su rechazo de la violencia y el terror. «Nunca he visto, ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses que fueron unos a combatir, otros a pasearse [...], nunca he visto a nadie expresar ni siquiera en la intimidad repulsa, asco o simplemente desaprobación ante sangre inútilmente derramada». Bernanos —quien, consciente de las masacres cometidas por los franquistas y los militares italianos en la isla de Mallorca, renegó de sus ideas iniciales— guardó esa carta en su billetera hasta su muerte, en julio de 19482.
En la España contemporánea, el mito de Antígona se manifiesta en la demanda de exhumar, identificar y devolver a sus familiares los restos de las víctimas de las desapariciones forzadas llevadas a cabo durante y a causa de la represión franquista. Es cierto que hoy, en la tercera década del siglo xxi, ya no tenemos un Creonte totalitario como el que sí sufrimos desde 1939 hasta 1975, pero no lo es menos que el actual Creonte sigue sin asumir como propias todas las demandas de Antígona. Esta —símbolo de todas las víctimas de la dictadura— sigue sin poder hacer el duelo.
Llevamos años debatiendo sobre la mejor forma de recuperar la memoria democrática y reparar a las víctimas de la dictadura franquista. Una tarea que se dejó aparcada durante los años de la transición a la democracia y aprobación de la Constitución de 1978. En aquellos años lo único que parecía importar —la «razón de Estado» dixit— era la generación de un régimen político y económico que permitiera superar la dictadura y sentar las bases para un sólido desarrollo del país en términos democráticos. En aquel contexto las demandas de Antígona contenían un cierto lastre: mirar al pasado podría suponer el peligro de repetirlo, en un momento en que las heridas estaban todavía bien abiertas y sin sanar, así como poner en riesgo el despertar democrático que tanta ilusión generaba en esos momentos.
Esta fascinación por el progreso y su poder curativo nos sitúa frente al conocido cuadro de Paul Klee, Angelus Novus; ese cuadro que Walter Benjamin llevó siempre consigo hasta casi el final de su vida y que le sirvió de inspiración para su novena tesis de filosofía de la historia3. En él se plasma un ángel, el «ángel de la historia», cuyo rostro mira horrorizado hacia el pasado. Para Benjamin, esa mirada es la de quien observa impotente el avance del progreso devorando todo lo que se pone en su camino. Esa mirada y esa impotencia son las de las víctimas a quienes ese progreso que inevitablemente trae la historia obliga a dejar de lado. Es la tragedia mítica de Antígona frente a la racionalidad civil de Creonte y es, también, el grito de las víctimas de la dictadura franquista cuando ven cómo el llamado «espíritu de la Transición» se las lleva por delante sin poder evitarlo. La Historia lineal, racional, evolutiva y progresiva no puede detenerse ante historias trágicas, irracionales, fragmentarias y parciales. Estas se vieron obligadas a refugiarse en la memoria, a la espera de un momento en el que puedan ocupar su lugar en las páginas de los libros de Historia. Este momento, en nuestro caso, está todavía por llegar. Más de cuarenta y cinco años después de la aprobación de la Constitución de 1978, en muchos ámbitos sigue todavía vigente ese «mirar hacia adelante» que se impuso en el particular proceso de transición a la democracia que se dio en la España de los años setenta del siglo pasado.
Pero, al igual que Antígona, las víctimas de la dictadura son resilientes y, by the way, conocedoras de sus derechos (divinos, en el caso de aquella; humanos, en el de estas últimas). Se resisten a que su nombre se borre en la Historia y demandan ocupar el lugar que merecen en ella. Es en este punto donde la figura de Walter Benjamin entra plenamente en juego. Hoy, cuando la humanidad ha tomado conciencia del carácter finito de los recursos naturales y el paradigma del productivismo salvaje se ve poco a poco sustituido por el de la sostenibilidad, vuelven a surgir con fuerza los ecos temerosos de Benjamin. Nadie como él supo vindicar el valor epistémico de la memoria para poner freno a esa Historia ensimismada en un progreso material ilimitado y ciego a las demandas de los oprimidos y los débiles, es decir, de las víctimas y sus derechos, preteridas por ese progreso. Si tuviéramos que destacar una sola de las enseñanzas de Benjamin, esta sería la de que el pasado exige derechos. A partir de su construcción filosófica hemos sido capaces de ir configurando los contornos de un derecho a la memoria, todavía frágil e incipiente, pero con una enorme proyección teórica y práctica.
El catálogo de derechos no está cerrado, como muestra su propia evolución histórica. Estos se han ido incorporando al acervo normativo e institucional, tanto de los Estados como de la comunidad internacional, según iban cobrando fuerza —hegemonía, en el sentido gramsciano del término— en la sociedad. De ahí que su perfil también se haya ido modificando con el paso del tiempo, siempre con una vocación expansiva en cuanto a sus contenidos y mecanismos de garantía e incluyente en cuanto a sus titulares. En suma, la certificación de un derecho requiere la conjunción de tres factores: la existencia de una demanda social o ciudadana; su configuración conceptual y analítica por parte de la doctrina; y, finalmente, su plasmación en el entramado normativo e institucional de una sociedad. Es así, con demanda social, construcción teórica y actuación normativa, como se han ido consolidando los derechos en la historia. Por tanto, es preciso analizar el grado de desarrollo de estos tres elementos a la hora de hablar, en términos bien doctrinales, bien normativos, de un derecho a la memoria democrática en la España contemporánea.
Un derecho a la memoria cuya titularidad se atribuye no solo a las víctimas de esas violaciones de derechos ocurridas en el pasado y mantenidas en el olvido y la impunidad, sino a toda la comunidad afectada, como tal, por ese olvido e impunidad. Podría configurarse, entonces, como un derecho con una vertiente individual y otra colectiva. En su primera vertiente, la titularidad del derecho a la memoria corresponde a la víctima y a sus familiares, considerados ellos mismos también como víctimas. A la hora de determinar los contenidos de este derecho a la memoria ya no necesitamos recurrir, como Antígona, a los dictados de una ley superior de carácter divino y no humano. En este sentido, ha devenido un lugar comúnmente aceptado recurrir a las demandas de verdad, justicia y reparación —derechos de las víctimas de graves violaciones de derechos humanos y obligaciones internacionales de obligado cumplimiento para los Estados— como contenidos del derecho a la memoria en su dimensión o vertiente individual.
En su segunda vertiente, la titularidad del derecho a la memoria corresponde a toda la ciudadanía. El recuerdo de lo sucedido, la llamada de atención sobre lo que no puede volver a suceder (el «nunca más»), el conocimiento colectivo de las historias de las víctimas, la explicación de las razones reales de su victimización y la vindicación de los valores por cuya defensa sufrieron persecución, violencia y represión pertenecen a toda la sociedad. Este relato debe formar parte del estatuto de ciudadanía, máxime cuando, como es el caso español, fue la defensa de la democracia y la legalidad republicana lo que motivó la represión y las violaciones de derechos humanos.
De ahí que en nuestro contexto haya cobrado fortuna la expresión «memoria democrática» para hacer referencia a esa labor de recuperación y reivindicación del pasado constitucional republicano al objeto de que cumpla un doble objetivo: de garantía de no repetición y de referente para una ciudadanía forjada en la cultura de los derechos humanos. Porque la memoria no es, ni puede ser, un simple recuerdo de hechos trágicos sin referenciarlos en el contexto que hizo posible la situación de victimización. Su recuperación es un acto de justicia para las víctimas y de conformación del estatuto colectivo de ciudadanía.
La normativa internacional nos proporciona un instrumento privilegiado a la hora de rastrear el perfil y contenidos de este derecho a la memoria. Se trata de la llamada «justicia transicional». Por tal se entiende «el conjunto de procesos y mecanismos asociados con los intentos de una sociedad por resolver los problemas derivados de un pasado de abusos a gran escala, a fin de que los responsables rindan cuentas de sus actos, servir a la justicia y lograr la reconciliación»4.
Es común relacionar la justicia transicional con un enorme abanico de instrumentos, tales como enjuiciamientos penales, medidas restaurativas o de reparación y reformas institucionales. Su grado de implantación y desarrollo, siempre mediante un enfoque holístico que asuma la complementariedad de las medidas, se viene configurando como una auténtica prueba a la hora de valorar el éxito de los procesos de democratización o de superación de pasados conflictivos o violentos. Dos son las variables que se utilizan a la hora de calibrar el éxito de una agenda de política transicional: 1) la satisfacción de los derechos de las víctimas de violaciones de derechos humanos; y 2) la consolidación de sociedades democráticas, con respeto al rule of law y a los derechos humanos. Como puede apreciarse, la primera variable responde a una dimensión individual, mientras que la segunda lo hace a una colectiva.
Tales medidas y objetivos se traducen en una serie de obligaciones para los Estados y los poderes públicos. Como su propio nombre indica, el cumplimiento de estas obligaciones se asocia a los momentos de transición política, bien sea en el paso de un régimen autoritario o dictatorial a otro de carácter democrático, bien sea en el tránsito hacia sociedades posconflicto. Así nació y se desarrolló la justicia transicional durante el siglo xx. No en vano es su vocación temporal y su vinculación a un momento político concreto lo que hace que cobren pleno sentido sus medidas, sean de más fácil implantación y, probablemente, resulten mejor entendidas y recibidas por la sociedad. Como el propio caso español —cuya transición a la democracia se produce sin una agenda de justicia transicional detrás— nos demuestra, el paso del tiempo, en vez de ayudar, solo dificulta su implantación. A pesar de los obstáculos políticos y del peso que puedan conservar los «herederos del pasado» (que puede no ser menor, como lo fue en España), una sociedad estará más preparada para iniciar una agenda de políticas públicas de verdad, justicia y reparación cuanto más recientes estén los hechos que dieron lugar a la victimización. Igualmente, las reformas institucionales requeridas para fortalecer esa sociedad democrática y garantista hacia la que se quiere transitar serán más eficaces si se adoptan desde un principio, de manera que se sitúen en los cimientos del nuevo sistema.
Sin embargo, el paso del siglo xx al xxi ha traído consigo una globalización de la justicia transicional, entendida como la vocación de superar los límites temporales propios de toda transición política, extendiendo así su filosofía y medidas a la lucha contra la impunidad frente a graves violaciones de derechos humanos, sea cual sea el contexto y momento en que se hubieran producido. Los tribunales penales ad hoc, la Corte Penal Internacional, la progresiva consolidación del Derecho internacional penal mediante la imposición de obligaciones a personas físicas cuya violación da lugar a responsabilidad penal individual o el principio de jurisdicción universal son símbolos de esta época en la que los mecanismos de justicia transicional parecen haberse normalizado. Esta extensión resulta decisiva para el caso español y la reparación a las víctimas de la dictadura, puesto que —al margen de los problemas que pueda acarrear su aplicación a situaciones postransicionales como pueda ser la nuestra— el desarrollo de este nuevo corpus internacional permite reconocer el soporte jurídico del derecho a la memoria democrática. La alegada «excepción española» no lo es, ni desde el punto de vista histórico, ni tampoco desde la perspectiva de la aplicabilidad de normativa internacional.
En el proceso de configuración del derecho a la memoria democrática en España hay que tener muy en cuenta la evolución de la normativa relativa a las víctimas del franquismo. Una normativa que data de los años inmediatamente posteriores al fin de la dictadura y que se extiende hasta la actualidad. En efecto, la Transición trajo consigo la aprobación de medidas legales y reglamentarias destinadas a reparar parcialmente los perjuicios que habían sufrido algunos colectivos de víctimas de la dictadura. Debido a su carácter fragmentario, estas medidas distaban mucho de ser suficientes. No se enmarcaban ni eran la respuesta a un planteamiento genérico que ofreciera una solución integral a la demanda de reparación. Además, en el marco justificador de estas medidas tampoco tenía cabida ni tan siquiera una referencia a la ilegitimidad del golpe de Estado del 18 de julio de 1936, ni tampoco a la violencia institucional desplegada durante toda la dictadura. El lenguaje —y el pacto— de la Transición excluían cualquier reconocimiento en este sentido. Tendríamos que esperar todavía muchos años para que la demanda en términos de derechos empezara a adquirir un contorno reconocible.
Las exhumaciones de las víctimas de desapariciones forzadas que comenzaron con el cambio de siglo no solo desenterraron ese pasado que había permanecido conscientemente oculto, sino que también originaron un debate ciudadano, académico y político acerca de la necesidad de asumir esa tarea pendiente de la Transición y de abordar, de una vez por todas, el reconocimiento integral de las víctimas del franquismo. Esas exhumaciones de entonces —y las que hoy siguen produciéndose— fueron más allá de la dimensión individual de reparación a las familias de aquellos cuyos restos pudieron ser exhumados e identificados. Su valor trascendió ese plano individual. En efecto, abrieron los ojos de la sociedad española a una realidad que los poderes públicos habían ocultado, la de los «desaparecidos». A partir de ese momento las fosas comunes se convirtieron en auténticos lugares de memoria; espacios de reconocimiento y de enseñanza del pasado bien distintos, incluso opuestos, a los que la oficialidad del Estado español había señalado. Además, las exhumaciones provocaron el surgimiento de un movimiento social, llamado memorialista, bien definido tanto en sus objetivos y propósitos como en sus formas de actuación. La lucha por el derecho a la memoria había empezado a caminar.
El trabajo de las víctimas y el movimiento memorialista dio pronto sus frutos en términos de incidencia política. En menos de una década el debate sobre la recuperación de la memoria histórica se situó en el centro de la agenda. Su primer resultado en términos legales fue la aprobación de la conocida popularmente como «ley de memoria histórica», la Ley 52/20075. Aunque escasa en la profundidad de sus medidas y heredera todavía de ese «espíritu de la Transición», esta ley inició un proceso inédito en España. Con sus (cortas) luces y (profundas) sombras, habilitó medidas presupuestarias para la exhumación de cuerpos y el desarrollo de investigaciones académicas en la materia, declaró la injusticia del exilio, mejoró el régimen de prestaciones de algunas categorías de víctimas e impuso a las Administraciones públicas ciertas pautas en materia de tratamiento de exhumaciones y fosas comunes. Igualmente, dio paso a la actuación de otras instituciones, como sucedió con la obligación impuesta a los Ayuntamientos para retirar la simbología franquista de los espacios públicos.
Sin embargo, los más de quince años transcurridos desde su aprobación han permitido constatar —ya con la suficiente perspectiva— la necesidad de dar un paso más y aprobar un nuevo marco legal que incluya las demandas de las víctimas y del movimiento memorialista que no se incorporaron entonces y que hoy se antojan imprescindibles. Nulidad de las sentencias franquistas dictadas en vulneración de derechos humanos, elaboración de un mapa estatal de fosas, actuación en lugares de memoria, planes educativos o la planificación y coste de las exhumaciones a cargo de las instituciones públicas. Estas son algunas de las medidas cuya ausencia en el texto legal de 2007 hizo que este quedara lastrado en términos de satisfacción de los derechos de las víctimas. Aunque se insinuaban algunos aspectos positivos, el recuerdo de la Transición y su retórica pesó demasiado en la cabeza del legislador como para encontrar en aquella ley el enfoque de derechos tan necesario a la hora de abordar la cuestión de la memoria en la España contemporánea.
A pesar de sus limitaciones, un efecto de la ley de 2007 es que abrió la puerta a que otras instituciones se pronunciaran. En especial, las comunidades autónomas. Si bien desde los años ochenta del siglo pasado estas también habían aprobado medidas para cubrir ciertas insuficiencias y lagunas de la legislación estatal con relación a algunas categorías de víctimas, especialmente en materia de pensiones o prestaciones económicas, la aprobación de la Ley 52/2007 facilitó el camino para que pudieran legislar en la materia. Así, Andalucía, Catalunya, Euskadi o Navarra iniciaron procesos legislativos para construir un marco jurídico e institucional que permitiera el desarrollo de políticas regionales y locales de memoria.
Estas comunidades han sido un ejemplo para aquellas otras que, principalmente tras las elecciones locales y regionales de mayo de 2015, decidieron legislar en la materia. A fecha de noviembre de 2024 son nueve las comunidades autónomas que cuentan con leyes de memoria. A las citadas cabe sumar las de Asturias, Extremadura, Islas Baleares, Islas Canarias y La Rioja en el elenco de aquellas que cuentan con legislación aprobada. Aragón aprobó una ley de memoria democrática en 2018, pero sus Cortes —gracias a la mayoría conformada por Partido Popular y Vox— la derogaron en febrero de 2024. Cantabria también ha derogado su ley de memoria aprobada en 2022. En el mismo sentido, el Gobierno del Partido Popular de la Comunidad Valenciana impulsó, junto a Vox, la derogación de la ley autonómica de memoria democrática de 2017 y su sustitución por una ley de concordia6.
Por su parte, en Castilla-León y Castilla-La Mancha no se han aprobado leyes autonómicas, pero sí decretos por sus respectivos órganos de gobierno. Por tanto, Aragón, Cantabria, Comunidad de Madrid, Comunidad Valenciana, Galicia y Murcia carecen hoy de normativa específica sobre memoria histórica. Las seis comunidades están gobernadas por el Partido Popular. Es un dato significativo, que muestra a las claras las intenciones de la derecha española respecto a la actividad legislativa sobre memoria y derechos de las víctimas7.
En todo caso —y a pesar de esta involución que se aprecia tras las elecciones autonómicas de 2023—, las leyes autonómicas de nuevo cuño comparten una filosofía y contenido cualitativamente diferentes al de la normativa derivada de la ley de memoria histórica de 2007. En ellas se aprecia, a pesar de sus lógicas diferencias, una filosofía común de la que se derivan rasgos similares. El más notorio es el de su marco legitimador: todas estas leyes se referencian —por lo menos, filosóficamente— en el marco del Derecho internacional, en general, y de los derechos que este cuerpo normativo reconoce a las víctimas de graves violaciones de derechos humanos, en particular. La vocación internacionalista se aprecia tanto en la propia definición del concepto de víctima del franquismo como en el diseño de los elementos vertebradores de estas leyes. Todas se estructuran, en mayor o menor medida, a partir de los derechos a la verdad, justicia y reparación integral de las víctimas.
Además, las leyes autonómicas en vigor recogen también todo el background propio del concepto de memoria histórica. Concepto que da nombre al movimiento en el que se agruparon las víctimas y las entidades sociales que asumieron como propia la causa de la memoria y que, sin embargo, fue explícitamente rechazado por el legislador del 2007. A pesar de que se hable continuamente de la ley de memoria histórica, conviene recordar que no fue ese su nombre oficial. Y la razón no fue el descuido, sino una decisión consciente y premeditada de quienes idearon y redactaron el citado texto legal. En vano buscará quien pretenda encontrar en su preámbulo y articulado una referencia a este concepto o a la filosofía que lo inspira. De nuevo, aparece aquí otra diferencia radical: todas las leyes autonómicas hablan explícitamente de memoria histórica o de memoria democrática. La mayoría llevan incluso este concepto al propio título de la ley.
En paralelo a la aprobación de esta normativa autonómica en materia de memoria histórica, los últimos años han servido para constatar un cambio de perspectiva también en el plano estatal. En 2018, tras acceder de nuevo al Gobierno el PSOE —el partido que impulsó la ley de memoria histórica—, se aprobó una modificación de esta a fin de determinar el procedimiento para la exhumación de los restos del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos8. Finalmente, y tras fracasar la pretensión de la familia de frenar la exhumación en sede judicial9, el 24 de octubre de 2019 los restos del dictador fueron exhumados del lugar preeminente que ocupaban en la basílica del Valle de los Caídos y se trasladaron al cementerio municipal de Mingorrubio, en Madrid.
Tanto por su construcción por presos republicanos como por su propia denominación, pasando por su significado y estructura, el Valle de los Caídos se erigió con la vocación de ser el símbolo de la victoria franquista frente a la República y durante décadas ha funcionado como tal. Custodiado por una comunidad benedictina y lugar de peregrinaje de «nostálgicos del régimen», en su recinto se ha rendido culto a Franco, a José Antonio Primo de Rivera y a los «caídos del bando nacional», además de haberse celebrado en él actos de reivindicación de la dictadura.
La simbología que comporta esta exhumación —largamente demandada por las asociaciones de víctimas y el movimiento memorialista— es más que evidente para la ciudadanía. La salida de los restos del dictador del lugar diseñado para rendirle culto, bajo una cruz cristiana de ciento cincuenta metros de altura, ha supuesto un cambio radical en las políticas de memoria del Estado español. Es, además, la primera vez que se alinean los tres poderes del Estado —legislativo, ejecutivo y judicial— para avalar una medida que supone avanzar un enorme trecho en la reparación de las víctimas y la recuperación de la memoria democrática.
La exhumación del dictador —y la posterior de Primo de Rivera, que se produjo en abril de 2023— era además condición necesaria, aunque no suficiente, para la resignificación del lugar, es decir, para la conversión del Valle de Cuelgamuros en un lugar de memoria. Si no el principal, es este uno de los grandes retos del futuro más próximo: convertir el lugar franquista por excelencia en un espacio de recuerdo y homenaje a las víctimas de la dictadura. Cuelgamuros es hoy el fiel de la balanza de la recuperación de la memoria en España. El éxito en las políticas de memoria que allí se implementen servirá para medir el grado de cumplimiento con los derechos de las víctimas de la represión franquista.
El (hasta ahora) último paso en este proceso de lucha por la memoria en España ha sido la aprobación en octubre de 2022 de la Ley de Memoria Democrática10. Una ley impulsada por el Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos que deroga la ley del año 2007. Cabe destacar que, tomando en consideración la voz de las víctimas y el sentir doctrinal mayoritario, se haya optado por la aprobación de una nueva ley y no por una reforma, siquiera profunda, de la ley anterior. La experiencia acumulada de todos los años en que aquella ha estado en vigor, con sus limitaciones, silencios e inconsistencias, ha servido para generar el suficiente consenso parlamentario sobre la necesidad de un nuevo marco legal. Tras su aprobación, contamos ya con un claro mandato dirigido a los poderes públicos para que implementen políticas de memoria que, por un lado, satisfagan los derechos de las víctimas a la verdad, justicia y reparación, mientras que, por otro, recuperen la memoria democrática de nuestro pasado violento.