Cuba en el imaginario de los Estados Unidos - Louis Ángel Pérez Jr - E-Book

Cuba en el imaginario de los Estados Unidos E-Book

Louis Ángel Pérez Jr

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Beschreibung

Este texto aborda la visión que se tiene de Cuba en los Estados Unidos de América, desde los mismos inicios de la república estadounidense. Se va analizando la construcción de metáforas referidas a Cuba, haciendo énfasis en el período de la guerra de 1895-1898, en la época neocolonial y en el período de la Revolución en el poder. Refleja objetivamente la visión que de Cuba se tenía en Estados Unidos de América, y los mitos construidos en aquel país sobre el nuestro, con el objetivo de justificar la dominación imperial sobre la Isla.

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Seitenzahl: 607

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Título original: Cuba en el imaginario de los Estados Unidos

Tomado de Cuba in the American imagination, The University of Noth Caroline Press, 2008.

Traducción: José Raúl Viera Linares

Edición y corrección base: Norma Suárez Suárez

Edición para e-book: María de los Ángeles Navarro González

Diseño de cubierta: Dania Iskra Carballosa Fuentes y Carlos Javier Solis Méndez

Diseño interior, realización de imágenes y composición digital: Oneida L. Hernández Guerra

© Louis A. Pérez Jr., 2014

© Sobre la presente edición:Editorial de Ciencias Sociales, 2016

ISBN 978-959-06-1714-0

INSTITUTO CUBANO DEL LIBRO Editorial de Ciencias Sociales Calle 14, no. 4104 e/ 41 y 43, Playa,La Habana, Cuba. [email protected]

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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Avda. Diagonal, 519-52 08029 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España

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Índice de contenido
Agradecimientos
Introducción
La idea de Cuba
La metáfora: entre el motivo y el significado
Imaginando sus propios intereses
La metáfora como paradigma
La gratitud como moneda moral del imperio
Varían las metáforas:cambia el significado de lo que representa la Revolución
El imperio se define a través del prisma de la metáfora

A la memoria

de Francisco Pérez Guzmán

(1941-2006)

Siempre Panchito

–colega y amigo

Por alguna razón, no podemos hablar

de o tratar con Cuba con compostura

y sin extravagancia.

SenadorStephen Benton Elkins

30 de junio de 1902

Agradecimientos

Tal vez es una verdad trillada que la terminación de un libro constituye de por sí la culminación de una colaboración exitosa entre su autor y, por una parte, los especialistas y el personal de bibliotecas y archivos y, por la otra, un grupo de amigos y colegas. Entre los primeros, estoy muy agradecido a las secciones de referencias y préstamos interbibliotecarios de la Biblioteca Davis de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, por la ayuda que me proporcionó. Tengo un aprecio especial por los incansables esfuerzos realizados por Tommy Nixon y Teresa Chapa, quienes, durante la investigación y la escritura del libro, pusieron a mi disposición sus vastas experiencias y conocimientos. De manera similar, me beneficié de la asistencia de los especialistas de los Archivos Nacionales de los Estados Unidos, la Biblioteca del Congreso, la Biblioteca Nacional José Martí de Cuba, la Biblioteca Pública de New York, la Sociedad Histórica de Pennsylvania, la Biblioteca Butler de la Universidad de Columbia, la BibliotecaP. K. Yongue de la Universidad de La Florida y la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

También estoy agradecido aLizabeth Martínez Lotz,Robert Cooper Nathan,Virginia M. Bouvier yLuis Martínez Fernández, por su asistencia con los materiales de referencia y la bibliografía.Susan Fernández me brindó oportunos comentarios de varias partes del manuscrito, con preguntas y sugerencias que promovieron la reconsideración–y la reformulación–de algunos de los argumentos que se desarrollan, lo cual agradezco.Lars Schoultz leyó de manera cuidadosa largas secciones del manuscrito y me proporcionó, desinteresadamente, importantes materiales que encontró en el curso de sus propias investigaciones. Largas discusiones, y vivos desacuerdos, sostenidos a lo largo de los años han ayudado, en no poca medida, al contenido de este libro: ha sido una colaboración fructífera y muy placentera.

Robert P. Ingalls sometió a una rigurosa lectura varios capítulos del manuscrito, y ofreció importantes comentarios y sugerencias estilísticas que fortalecen el contenido y facilitan su lectura. También me beneficié mucho de la lectura del manuscrito por Amy Kaplan. Sus sugerencias ayudaron a perfilar el entramado analítico del libro. Y, para Walter LaFeber tengo un agradecimiento especial por sus bien pensados comentarios y útiles consejos en todas las facetas del manuscrito.

Aprecio particularmente la asistencia deElaine Maisner, de la Imprenta de la Universidad de Carolina del Norte, quien continuamente, desde el comienzo hasta la terminación del libro, me brindó orientaciones. En su capacidad de editora principal de dicha imprenta, ha hecho fructificar un magnífico cuerpo de conocimientos acerca de Cuba en Carolina del Norte.

En el curso de los últimos años, al mismo tiempo que este libro concluía, caminando juntos a lo largo de repetidas millas de Boiin Creek, Deborah M. Weissman escuchó pacientemente ideas formadas y en formación. Sus perspicaces y profundas observaciones ejercieron su influencia en toda la extensión del libro.

Chapel Hill, Carolina del Norte

Septiembre de 2007

Introducción

La idea de Cuba

Cuba ocupa un lugar especial en la historia del imperialismo estadounidense, pues era una especie de laboratorio para el desarrollo de sus métodos en la creación de un imperio global. Cuando se suman los medios utilizados por los Estados Unidos, en Cuba, observamos un microcosmos de la experiencia imperial en América: intervención armada y ocupación militar; construcción de una nación y elaboración de una constitución; penetración del capital y saturación cultural; instalación de regímenes títeres, formación de clases políticas en calidad de clientes y organización de ejércitos para que actúen en su nombre; imposición de tratados vinculantes; establecimiento de una base militar permanente; asistencia económica –o su negación– y reconocimiento diplomático –o su negación–, según lo requirieran las circunstancias. Y, después de 1959, sanciones comerciales, aislamiento político, operaciones encubiertas y embargo económico. Todo lo que hace en la actualidad el imperialismo estadounidense, antes se había practicado en Cuba.

Durante todo el siglo xix, los estadounidenses meditaban lo que Cuba significaba para ellos; la observaban desde la distancia, pero no podían llegar a ella; y esto era vital para sus intereses nacionales, pues estaba en posesión de España. Imaginar a Cuba como indispensable para el bienestar de la nación era convertir la posesión de la Isla en una necesidad. Suponerla una necesidad era, en su esencia, una profecía que debía realizarse, semejante a una lógica profética que no podía explicarse de otra manera que no fuera como una cuestión de destino.

La seguridad y, tal vez –insistían muchos–, incluso la supervivencia misma de la Unión Norteamericana parecía depender de la adquisición de Cuba. Los hombres y las mujeres que pensaban en los asuntos de Estado, por ser líderes electos o funcionarios designados; los editores de periódicos y revistas; los empresarios, industrialistas e inversionistas; los poetas y dramaturgos; los artistas, periodistas y novelistas; y, un siempre creciente electorado –casi todos los que contemplaban el futuro bienestar de la nación– se persuadieron de que la posesión de Cuba era un problema de necesidad nacional.

No todos estaban de acuerdo, por supuesto. En 1859, el senador por Vermont, Jacob Collamer, se oponía fuertemente a “la idea de que la posesión de Cuba era necesaria para la existencia misma de este país, que esto era una simple ficción de la imaginación”.1 Pero, esa era exactamente la cuestión: la sabiduría convencional estaba, sin duda, persuadida de que la posesión de Cuba era indispensable para “la existencia misma” de los Estados Unidos. Y, como se argumentará en las páginas siguientes, precisamente porque Cuba se mostraba como “una ficción de la imaginación”, la Isla se inscribiría profundamente entre las certidumbres mismas por las cuales los estadounidenses llegaban también a su propio sentido de nacionalidad y de nación.

1Congressional Globe, 21 de febrero, de 1859, 35th. Congress, 2nd. session, vol. 36, pt. 2, p. 1186.

• • •

Años antes, Ronald Steel sugirió la posibilidad de que “el imperio americano nació sin la intención o el conocimiento del pueblo americano”.2 Ciertamente, muchos estarán en desacuerdo con esta afirmación; pero hay una cierta verdad en la observación que hace; una verdad que se vincula con las formas en que ellos se imaginaban al mundo en general y que estaba presente en el marco de esa imagen. A través del siglo xix y en el xx, estaban preocupados por dos asuntos principales: sus propios intereses y la forma en que eran percibidos y representados como nación. El genio del imperialismo estadounidense logró que los estadounidenses aprendieran a combinar ambas preocupaciones en un relato descriptivo imperial de notable perdurabilidad y resistencia. Construyeron un imperio con el autoengaño e ilusiones falaces; también con un lenguaje de negaciones como medio para repudiar la realidad. Tal vez era la forma más fácil: una masa política y líderes en colusión para evitarse enfrentamientos mutuos y enmascarar la verdad de sus objetivos.

2 Ronald Steel: Pax Americana, New York, 1967, p. 15.

Este libro demuestra que la experiencia de los Estados Unidos con Cuba tuvo un impacto definitorio en sus propósitos, con el cual los estadounidenses proyectaron su poder fuera de sus fronteras. Para ser más específicos, Cuba contribuyó a modelar las normativas por las cuales ellos fijaron su lugar y definieron sus objetivos en el mundo; atributos que fueron transmutados en la misma lógica moral de su proyecto imperial.

Esto tiene que ver con el alto aprecio que se tienen a sí mismos; pero también tiene que ver con la preocupación de que los otros piensen bien de ellos. Sin duda, ambos aspectos eran vitales para las formas en que se definieron y defendieron su reclamación sobre Cuba. Su camino al imperialismo se inscribía en formas culturales como origen de modos utilizables de comportamiento, descrito por la vía de construcciones metafóricas, como modelos permisibles de conducta.

Cuba penetró en la imaginación estadounidense a inicios del siglo xix, principalmente por la vía de la metáfora: con descripciones concebidas en función de los propios intereses, casi siempre expresados como imperativos morales en los que el ejercicio del poder se presentaba como actos de beneficencia. No se trata de que los temas metafóricos que ellos utilizaban para representar a Cuba fueran necesariamente originales o únicos de los Estados Unidos.

Por el contrario, la jerga del imperio se utiliza mucho en la historia de las narraciones coloniales. Lo que sí era diferente sobre Cuba, y que se abordará en las páginas siguientes, era la prominencia de la metáfora como modo del discurso; o sea, la prominencia de la metáfora para generar conocimientos. Lo que era diferente sobre Cuba fue el grado tan absoluto en que la metáfora desplazó las posibilidades alternativas de conocimiento. Todas las metáforas en el repertorio imperial de figuras retóricas fueron sumadas en una sola descripción narrativa de notable persistencia –evidencia misma de la patología que significaba Cuba para ellos.

Capturar el significado de la metáfora, como el modo fundamental en que Norteamérica se involucró con Cuba, es comprender las formas morales en que el poder se negociaba y el contexto ideológico en el que se articulaban los propósitos. Para exponerlo con claridad: la metáfora servía como un medio eficaz de promover los intereses estadounidenses. Las narraciones se inscribían con formulaciones que surgían de modos culturales ordinarios y lugares comunes; eran patrones por los cuales ellos experimentaban la vida cotidiana, en la que las premisas del poder asumían la apariencia de lo evidentemente apropiado, sustentados como circunstancias con su propia lógica.

Contemplar el uso de la metáfora es apreciar la capacidad del lenguaje figurado para conformar la lógica moral del poder como fenómeno normativo. El propósito de la metáfora no era explícito políticamente. Más bien, su actividad principal era crear un mundo de ficción en el cual la corrección del poder se presentaba eficazmente como una condición cultural. El uso del poder se presentaba en función de fines morales y no políticos.

Este libro examina el contexto cultural del propósito político, no solo como marco de referencia, sino también, y más importante, como forma de comprender el proceso dialéctico por el cual la cultura validaba el ejercicio del poder como una cuestión de sentido común normal y ordinariamente apropiado. La premisa del poder asumía la significación de desinterés para obtener la aceptación como una cuestión normal en la cultura. Desplegar la metáfora como un modo de participación cognoscitiva era esconder el verdadero propósito del poder, específicamente, representar la defensa de los propios intereses como un gesto desinteresado.

El uso de la metáfora no implica, necesariamente, una intención aviesa. Ni era participar de manera consciente en un acto de simulación. De hecho, hay cierta autenticidad en la metáfora, en el sentido de que su uso implica un recurso espontáneo del imaginario para construir una versión de la realidad. Esa espontaneidad debe ser entendida en posesión de una historia, determinada socialmente y fijada culturalmente. Captar la lógica de la metáfora es ganar el acceso a las fuentes normativas del poder.

• • •

Tal vez resulte imposible apreciar en toda su magnitud el carácter del apoyo público otorgado alproyecto imperialista. En algunos momentos, ese apoyo era activo; en otros, pasivo y, con frecuencia al menos, se trataba de una aprobación indiferente. Tal vez, como sugiere Steel, los estadounidenses ni siquiera conocían que existía un imperio. Pero, aun siRonald Steel hubiera estado solo parcialmente correcto, sería importante corroborar la capacidad discursiva de la autorrepresentación, con el objetivo de ocultar la existencia del imperio como política imperial. Esto también plantearía complicados asuntos relacionados con la patología del poder y, más específicamente, con la capacidad de ellos de sugerir propósitos desconectados por completo de la realidad y, sin embargo, persuadirse a sí mismos de su justeza.

El análisis de las relaciones entre el lenguaje y el poder incluye, necesariamente, el examen de las formas en que las metáforas producen conocimientos y, a partir de esto, permiten al poder formar un consenso acerca de la naturaleza de la realidad. Esto es, como el historiador Michael Hunt sugirió de manera persuasiva: por una parte tomar en cuenta “la necesidad de una mayor sensibilidad del lenguaje y, específicamente, al significado arraigado en palabras claves” y, por la otra, “buscar, bajo los significados explícitos, textos que llegan a las profundas estructuras del lenguaje y la retórica que, de manera simultánea, confieren y circunscriben significados”.3

3 Michael H. Hunt: “Ideology” en Explaining the History of American Foreign Relations, 2nd. ed., ed. Hogan, Michael J. y Paterson Thomas G., Cambridge, 2004, pp. 222, 224.

Los estadounidenses abrazaron al imperialismo, fundamentalmente, por la vía de construcciones metafóricas, en su mayoría como juegos de descripciones figurativas, organizadas en la forma de una narración, que representaban el propósito nacional. La metáfora era el principal medio a través del cual las personas se persuadían a sí mismas de lo beneficioso de sus propósitos y lo justo de sus conductas; así sostenían su propia certeza y confianza para mantener los sistemas de dominación. La función ideológica de la metáfora estaba en su uso, como origen de verdades normativas, que representara el ejercicio del poder estadounidense como una cuestión de propósito moral.

• • •

Durante casi todo el siglo xix, ellos se mantuvieron vigilantes del futuro de Cuba. La percepción de que esta era profundamente significativa para el bienestar de Norteamérica, significaba que, casi todo lo que sucedía en la Isla, repercutía de alguna forma en sus intereses. Ciertamente, ellos lo consideraban así. Y, sobre la cuestión de la soberanía futura de Cuba, eran tan inequívocos como inflexibles. “El gobierno americano” –declaraba ya en 1825 el ministro de los Estados Unidos en España– no puede consentir cambio alguno en la situación política de Cuba que no sea aquel que la coloque bajo la jurisdicción de los Estados Unidos”.4 Esto significaba, en primer lugar y sobre todo lo demás, por supuesto, la determinación de prevenir la transferencia de Cuba por España a cualquier otra potencia europea. Pero también dejaba clara la oposición a la sucesión de la soberanía sobre Cuba a los cubanos.

4 Everett Alexander H. a John Quincy Adams, 30 de noviembre de 1825, en Alexander H. Everett y Edward Everett: The Everett Letters on Cuba, Boston, 1852, p. 6.

Primero, durante los años 1868-1878 y 1879-1880 y, en especial entre 1895-1898, los cubanos se lanzaron a guerras de liberación con el objetivo de tomar el control de su propio futuro. Se trataba de movilizaciones populares, imbuidas de un sentido de destino radicalmente diferente al que ellos habían imaginado para la Isla. La guerra cubana por la independencia de 1895-1898 desafiaba, en particular, sus designios sobre el futuro de Cuba y, de hecho, en 1898 –en lo que más adelante pasó a los libros de historia de los Estados Unidos como la “Guerra Hispano-Americana”–, ellos actuaron en defensa de sus propios intereses.

Las consecuencias de la intervención de los Estados Unidos fueron un largo y complejo proyecto y asumieron muchas formas. El reclamo de haberse comprometido en la guerra de 1898 a favor de Cuba fue celebrado con posterioridad como una acción que nacía de esas cualidades que los estadounidenses más admiraban en ellos mismos: el apoyo a la libertad y la pena por el sufrimiento de los cubanos, por lo que así era muy fácil argumentar su disposición a defender la libertad como una cuestión que emanaba del amor propio y, tal vez, la convicción de que la virtud de los motivos y sus propósitos morales, eran razones suficientes para impulsar el uso del poder como una forma de autorrealización.

La interpretación de la Guerra Hispano-Americana como “la guerra americana por humanidad”5 –según las palabras del comandante general del ejército, Nelson Miles, en 1898– era compartida comúnmente y sostenida por muchos en esos momentos, y quedó implantada en el dominio de la sabiduría heredada. Sin embargo, es mucho más dudoso que los líderes políticos estadounidenses y estrategas militares de 1898, llevaran adelante la guerra como una cuestión desinteresada. Los hombres con facultades y autoridad para tomar decisiones estaban conscientes de las implicaciones estratégicas de la guerra y, en especial, del grado en el que el control de Cuba involucraba temas de vital interés nacional. Ignorar que el recurso de la guerra de 1898 era una cuestión de real politik –en la definición de Carl von Clausewitz de la guerra como la “continuación de la política por otros medios”– era hacer caso omiso del significado de casi un siglo de un propósito fijo, cuyo objetivo singular era el control de Cuba.

5 General Nelson A. Miles: “American War for Humani-ty”, Cosmopolitan, octubre de 1911, pp. 637-650. Ver también, John J. Ingalls: “America’s War for Humanity”, New York, 1898. La tesis de guerra por la humanidad se desarrolló como una de las causas dominantes que explicaba 1898. El presidente William McKinley proclamaba con frecuencia: “Hemos logrado grandes triunfos para la humanidad. Fuimos a la guerra, no porque lo queríamos, sino porque la humanidad lo demandaba. Y, al ir a la guerra a favor de la humanidad, no podemos aceptar ningún acuerdo que no tome en cuenta los intereses de la humanidad”. Ver: William McKinley: “Speech at Springfield, Illinois”, 15 de octubre, de 1898, en Speeches and Addresses of William McKinley, New York, 1900, pp. 127-128.

No puede negarse, sin embargo, la creencia popular del uso de la fuerza como una cuestión de cumplir una obligación moral; esto ganó ascendencia como argumento en la descripción de los propósitos nacionales en 1898. Muy pocos estadounidenses entonces –o después– estarían en desacuerdo con la caracterización expuesta por el secretario de Guerra, William Howard Taft de que, ese año, los Estados Unidos habían actuado por “puro altruismo” y que la verdadera justificación para la guerra descansaba en la simpatía que ellos sentían por un pueblo que luchaba contra un régimen opresivo y extraviado”.6Nadie en esos momentos pareció dudar de la generosidad de los propósitos de 1898. La declaración del ensayista A. D. Hall captó el sentido y la esencia del consenso popular que emergía sobre el significado de la guerra:

6 William Howard Taft: “Some recent Instances of National Altruism: The Efforts of the United States to Aid the Peoples of Cuba, Porto Rico, and the Philippines”, National Geographic, julio de 1997, pp. 429-430.

“Si alguna vez hubo una guerra que se acometió por motivos puramente humanitarios y sin pensamiento alguno de conquista, es esta. Todo el pueblo de los Estados Unidos estaba de acuerdo en que su propósito era sagrado […]. La guerra puede ser justificada cuando se libra, como es incuestionablemente librada esta, por motivos puramente desinteresados, simplemente guiados por la determinación de rescatar a un pueblo cuyos sufrimientos han llegado a ser insoportables para ellos y para los espectadores. Los Estados Unidos, con su acción, establecieron una lección para el resto del mundo, que este último no tardará en aprender y por la cual las futuras generaciones bendecirán el nombre de América”.7

7 A. D. Hall: Cuba: Its Past, Present, and Future, New York, 1898, pp. 170, 174-175.

• • •

La visión de 1898 como un empeño realizado en nombre de la Humanidad sirvió para establecer el cálculo moral por el cual los estadounidenses, en lo adelante, imaginaron el propósito de su poder y celebraron la virtud de sus motivos. La guerra provocó un “cambio decisivo en la conciencia de sí mismos de los americanos”; por eso concluyeron que estaban “llamados a desempeñar un papel en los asuntos más grandes de la humanidad”, dijo el historiador Archibald Cary Coolidge diez años después de finalizado el conflicto.8

8Archibald Cary Coolidge:The United States as a World Power, New York, 1908, pp. 132-133.

El supuesto de que el poder se ejercitaba con un propósito generoso, fue celebrado como un atributo del carácter –del carácter nacional, para ser más precisos: lo que los hacía a ellos estadounidenses. Es decir, se actuaba sobre atributos autoidentificados de ese carácter, tanto como medio de lograr un consenso interno, como para decidir la conducta en el exterior: más específicamente, como la fuente cultural de una política internacional, en la que las autoproclamadas virtudes propias servían como la formulación principal para proponer los intereses de la nación.

Antes de 1898, el historiadorNorman Graebner planteaba que “la política exterior de los Estados Unidos eran considerada con poder suficiente para cubrir objetivos limitados, en su mayoría hemisféricos”. Todo cambió después de 1898: “Por contraste, el propósito moral personificado en la búsqueda de la paz, la democracia y la justicia universal, operando en un supuesto mundo racional, creó expectativas infinitas entre quienes proclamaban la obligación desinteresada de servir a la Humanidad. Después de 1900, la fraseología oficial del país abrazó gradualmente objetivos abstractos que ningún poder tradicional podía lograr”.9

9 Norman A Graebner: Foundations of American Foreign Policy, Wilmington, Delaware, 1985, p. 354.

Pretender la generosidad de los propósitos como motivo y el sacrificio de vidas y tesoros como medios, fue parte principal del discurso que se presentaba como la razón por la cual ellos promovían sus intereses en el mundo en general. Estas concepciones deben considerarse como la expresión pública que estaba en proceso de formación del propósito de los estadounidenses en el exterior. Sugieren, en su forma y función, la creación de un mito, o sea, el “nacimiento” de una nueva entidad internacional, encargada de la salvación del mundo. La racionalidad de su imperialismo se inscribió en un relato maestro que proponía desembozadamente una posición de superioridad moral: ellos se entregaban al servicio desinteresado de la Humanidad, sin motivos ulteriores, sin intenciones egoístas. El formidable poder de los Estados Unidos –se autoconvencían los estadounidenses– sería colocado al servicio del bienestar de la propia Humanidad. La lógica de esta convicción sirvió para moldear las formaciones ideológicas dominantes del siglo xx.

La búsqueda del interés nacional, precisamente, era imaginada como la proclamación de un mandato de carácter moral; ellos podían, con verosimilitud, exigir al mundo que aceptara la pureza de sus motivos. Se persuadieron a sí mismos, de que actuaban por un motivo desinteresado por completo y con una intención libre de egoísmos, al servicio de la Humanidad, como agentes del orden, del progreso y de la libertad; por eso asumían que otros pueblos no tenían motivos para dudar de sus intenciones u oponerse a sus políticas. El poder, ejercido así con la certeza de sus propósitos benéficos, no admitía la posibilidad de una oposición.

Sin duda, oponerse a estas nobles intenciones solo podía sugerir un motivo innoble. Aquellos que desafiaran la autenticidad de su altruismo, los que se opusieran a los objetivos de su generosidad eran, necesariamente, perversos y revoltosos, desinformados o descontentos, que se entregaban a actos malévolos y, por definición, estaban destinados a ser enemigos de todos los pueblos. Ellos estaban tan subyugados por la justeza moral de sus propios motivos, que no eran capaces de reconocer los estragos que sus acciones provocaban con frecuencia en las vidas de otros.

De esta forma, los estadounidenses se arrogaron el papel de una fuerza moral, en defensa de esos tan inalienables derechos con los que se inventaron a sí mismos. Asumieron la empresa como un deber impuesto por el destino –como una cuestión de designio de la providencia–, fue celebrado en himnos y oraciones, en cantos y poesías y, también, en obras de ficción y películas, en el discurso político y en la historicidad académica. Hombres y mujeres, los que contaban con medios y los de origen social modesto; ensayistas, poetas, escritores; asociaciones civiles y organizaciones de mujeres –todas en distintos grados y en momentos diferentes, tanto en la producción estética y de los pronunciamientos científicos, como por convicciones religiosas y meditaciones filosóficas– contribuyeron al ambiente moral en el que floreció el imperialismo.

La teoría benéfica y el noble motivo en la defensa de la libertad y la independencia en el mundo proviene, en gran medida, de la experiencia de 1898, que servía para atribuir objetivos morales a la conducta política. Era una poderosa tesis que se autoconfirmaba, desde la cual se podía defender al imperio como una cuestión de principios y expandir su poder como una defensa de la virtud. Esa noción ganó eco en el discurso público. El acierto de la imaginería se correspondía muy bien con la imaginación popular dispuesta a celebrar sus virtudes y, en especial, cuando esas virtudes constituían los principales atributos de una nación nueva en la historia del mundo.

Los estadounidenses estaban entusiasmados con la imagen que ellos mismos se habían autoconstruido: un pueblo providencialmente escogido para traer luz a un mundo oscuro. “Nos hemos expandido en un imperio–se regocijaba el analista de asuntos navalesH. C. Taylor en 1899–y somos ahora la república imperial del mundo […] deben prepararse planes para el futuro por mentes con la voluntad de reconocer que pueden necesitarse recursos imperiales para preservar estas posesiones que han caído sobre nosotros, para proteger a sus débiles pueblos y ayudarlos en sus esfuerzos por asegurarse una felicidad política y una libertad que, hasta ahora, les han sido negadas”.10

10 H. C. Taylor: “The Future of Our Navy”, Forum, 27, marzo de 1899, p. 4.

Quienes se oponían al proyecto imperial –se burlaba al año siguiente el senador por Indiana, Albert Beveridge– eran “insinceros o incrédulos de la solidez de las instituciones norteamericanas, de la pureza del corazón americano y las nobles intenciones de las mentes americanas”.11 El presidente William McKinley refutaba a los críticos que se oponían al imperialismo por albergar “desconfianza en las virtudes o la capacidad o los altos propósitos o la buena fe de este pueblo libre, como agente de la civilización”.12 La certeza de los propósitos fue siempre más importante que la consideración de las consecuencias. Se trataba de una política exterior postulada explícitamente como una cuestión de fe en el carácter nacional, donde los motivos importaban más que los medios y los resultados importaban menos que las intenciones. Esta era la construcción de lo sublime para ellos.

11 Albert J. Beveridge: “Institutional Law”, 29 de marzo de 1990, en The Meaning of the Times and OtherSpeeches, Indianapolis, 1908, pp. 107-108.

12 William McKinley: “Speech at Banquet of the Ohio Society of New York, New York”, 3 de marzo de 1900, en Speeches and Addresses, p. 365.

En 1898, la tesis de cumplir un deber moral, como representación del carácter nacional, creó en ellos un sentido de superioridad moral. Woodrow Wilson se encontraba entre los conmovidos profundamente por el uso moral del poder en el exterior, como instrumento de la coerción política. El entonces futuro presidente, propugnaría con posterioridad una política exterior que se derivaba, en gran medida, de los propósitos morales del poder, concepto asociado con la intervención en Cuba en 1898.13

13 Ver Sidney Bell: Righteous Conquest: Woodrow Wilson and the Evolution of the New Diplomacy, Port Washington, New York, 1972, pp. 10-66; August Heckscher: Woodrow Wilson, New York, 1991, pp. 128-130.

Por cierto, ningún presidente hizo más que Woodrow Wilson para definir el propósito del poder estadounidense como una cuestión de responsabilidad moral y justificado deber. Escribió –incluso cuando aún se libraba la guerra de 1898– que celebraba la intervención en Cuba como “un impulso de indignación humana y de piedad, porque vimos a nuestras puertas mismas, un gobierno sin conciencia de justicia o de merced, desdeñoso, en todos sus actos, de los principios que nosotros profesamos y para los que vivimos”.14 Años después, al reflexionar acerca de 1898 en su History of the American People (1902), se imaginaba la guerra a favor de Cuba como una expresión de los más nobles instintos de su pueblo y repetía: “Fue una guerra por impulso”. Escribió con certidumbre moral la historia de un período que él mismo había vivido, y afirmó: “La intervención llegó, no para el engrandecimiento material de los Estados Unidos, sino para confirmar el derecho del gobierno de socorrer a esos que parecen oprimidos sin esperanzas”.15

14 Woodrow Wilson: “A Memorandum: What Ought We Do?”, 1 de agosto de 1898, en The Papers of Woodrow Wilson, 69 vols., ed. Arthur S. Link, Princeton, 1966-1994, vol. 10, p. 574.

15 Woodrow Wilson: A History of the American People, 5 vols., New York, 1902, vol. 5, pp. 274-275.

Lo apropiado del uso del poder a favor de propósitos benéficos –insistía Wilson– constituye la principal virtud de la política exterior de los Estados Unidos y proclamaba: “Nosotros [somos] los apóstoles de la libertad y el gobierno propio.Hemos dado nuestra palabra al mundo y debemos cumplir tanto como podamos”. Los “principios mismos de la vida” y “el sentido de identidad” derivaban del nuevo lugar que ocupaban los Estados Unidos en el mundo: “servir y no someter al mundo”. Y, concluía: “Ninguna guerra jamás nos transformó tanto como la guerra con España. Ningún año pasó con cambios tan veloces como los años desde 1898. Hemos sido testigos de una nueva revolución. Hemos presenciado cómo se completaba la transformación de América”.16

16Woodrow Wilson: “The Ideals of America”, 26 de diciembre de 1901, enPapers of Woodrow Wilson, vol. 12, pp. 215-217, Una versión ligeramente diferente de este discurso, apareció tiempo después en forma impresa como “The Ideals of America”,Atlantic Monthly, diciembre de 1902, pp. 721-727.

La convicción de que el cumplimiento de deberes morales era un propósito nacional, se convirtió en una perdurable herencia de 1898 y pasó a formar parte de la narración principal del conocimiento histórico. La historiografía se desarrolló como otra vía para la autoconfirmación de la virtud nacional y, en gran parte del siglo xx, los historiadores se comprometieron a celebrar la desprendida magnanimidad con la que Estados Unidos fue a la guerra en 1898 y, posteriormente, se ocupó del bienestar de un mundo mayor. Este era un punto de referencia narrativa, un marco a través del cual actuó la historiografía para fijar los límites de lo histórico y, en el proceso, estableció su afinidad con lo político.

El periodista, historiador y, con posterioridad, senador por Michigan, Arthur Vandenberg, dio temprana voz a lo que se convertiría en un principio descollante de la historiografía estadounidense: la intervención en Cuba era “uno de los más nobles actos deliberados en la historia de la civilización” –proclamaba jubiloso en 1926–, y elogiaba “el altruismo de una nación que […] está preparada para servir a la humanidad por sus propias vías y bajo su propia iniciativa, con una pureza en su dedicación sin igual a ningún otro gobierno sobre la Tierra”.17

17 Arthur H. Vanderberg: TheTrail of Tradition, New York, 1926, p. 321.

Esta perspectiva prevaleció en gran parte del siglo xx. “Los pueblos de culturas primitivas o atrasadas –escribió Julius Pratt en 1950–, lanzados a las corrientes de la economía y las políticas internacionales avanzadas, pueden necesitar guardianes para que guíen y dirijan su desarrollo y para darles gobierno y protección, mientras aprenden a cuidarse por sí mismos en el mundo moderno [y] aquellos que han caído bajo el cuidado de los Estados Unidos, les ha ido bien en lo principal […] el imperialismo americano, en su conjunto, ha sido benevolente”.18

18 Julius W. Pratt: America’s Colonial Experiment, New York, 1950, pp. 2-3.

El ascenso de los Estados Unidos “hacia el poder mundial y la participación en los eventos internacionales”, decía quince años después el historiador H. Wayne Morgan, repitiendo el conocimiento recibido de 1898: “portaba en sí ideas e ideales potentes que captaban la lealtad de la mayoría de los americanos. Ese ascenso prometía llevar el sueño de libertad a todos los rincones del mundo […] alimentaba el orgullo en la grandeza de América [y] en la bondad de sus instituciones […]. La indignación honesta ante el pensamiento de la miseria en otras tierras y el serio deseo de poner fin a la crueldad y la opresión, fortificaban la creencia del público en general en la misión americana”.19

19H. Wayne Morgan:America’s Road to Empire: The War with Spain and Overseas Expansion, New York, 1965, p. 113.

El significado de 1898 desempeñaba un profundo papel en las formas con la que ellos lograban una comprensión sobre sí mismos y su lugar en el mundo. La guerra que los cubanos iniciaron en 1895 y en la cual se insertaron en 1898, sirvió como la ocasión en la que se estableciera por primera vez, la idea de la conducta moral como el motivo para el ejercicio en ultramar del poder de los Estados Unidos y, con posterioridad, los términos por los cuales se representaban en casa y en el exterior. Como el historiador Paul McCartney sugirió correctamente, la guerra de 1898 contribuyó de “forma decisiva al desarrollo de la identidad nacional americana”.20 Mucho cambió después de 1898.

20 Paul T. McCartney: Power and Progress: American National Identity, the War of 1898, and the Rise ofAmerican Imperialism, Baton Rouge, 2006, p. 2. Los Estados Unidos son “un país con una misión”, observó Anatol Lieven en el 2004, un propósito que “es absolutamente central a la identidad nacional americana”. Ver Anatol Lieven:America Wright or Wrong,An Anatomy of AmericanNationalism, New York, 2004, p. 33. Ver tambiénWalter LaFeber:The New Empire, Ithaca, 1963, pp. 407-417.

El lugar de Cuba en esta transformación fue decisivo. Los estadounidenses llegaron fácilmente al imperio en 1898. En parte, porque no era por completo su propia obra. De hecho, recibieron una ayuda vital de los cubanos. Por más de tres años, los ejércitos insurgentes de los cubanos batallaron efectivamente contra España, pagando, desde luego, un alto precio, pero con asoladoras consecuencias para el ejército y la tesorería españolas. Cuando los estadounidenses intervinieron y proclamaron su victoria, los cubanos conducían a España cada vez más hacia la derrota. Los cubanos desempeñaron, inconscientemente, un papel decisivo como aliados del imperialismo, pues les permitió alcanzar un imperio global a un bajo costo en hombres y recursos.

“Es al andrajoso ejército [cubano] –reconocería el New York Journal solo semanas después de concluida la guerra–, que le debemos la adquisición de Puerto Rico, las Filipinas y toda las glorias que nuestras tropas han cosechado en esta guerra. Si no hubiera sido por su inconquistable espíritu, nosotros nunca hubiéramos interferido en los asuntos coloniales de España y la cortina que se está levantando ante nuestro nuevo destino, hubiera permanecido abajo”.21 Que los cubanos estuvieran, como realmente sucedió, entre los primeros pueblos que cayeran víctimas del dominio imperial de Norteamérica, fue un resultado de no poca ironía. La guerra cubana para poner fin a un imperio, precipitó una guerra americana que dio inicio a otro.

21TheNew York Journal, septiembre de 1898, p. 6.

Más allá de facilitar la derrota militar de España por los Estados Unidos, sin embargo, los cubanos también contribuyeron –sin darse cuenta– a realzar el sentido estadounidense de un orgullo desmedido en su rectitud. La fácil victoria sirvió para confirmar su certeza en su destino y, desde entonces, a consagrar el sentido de propósito moral y a incrementar la confianza militar con la cual ellos participaron posteriormente en el mundo.22

22 “La contundencia de la victoria”, exclamó veinticinco años después el historiador Charles Manfield Thompson: “atrajo la atención de las potencias europeas a la fortaleza militar de los Estados Unidos […] dio al pueblo una estimación más elevada de sus propias habilidades para la lucha y los hizo considerar con mayor seriedad la probabilidad de guerras futuras”. Ver Charles Manfred Thompson: History of the United States, edición revisada, Chicago, 1922, p. 474.

La certeza de la narración quedó fijada en su lugar desde temprano y perduró en la imaginación popular. Sus orígenes provinieron naturalmente de los éxitos en la guerra y, muy rápido, la celebración de la victoria se convirtió en la exaltación de los victoriosos. El presidente William McKinley estableció el tono desde el inicio al colmar de elogios a “los héroes de Santiago”, quienes se distinguieron en una guerra “sin igual en su totalidad y en la rápida sucesión con la que una victoria siguió a otra victoria”. Y añadió: “Nuestras tropas zarparon hacia Cuba y lograron un triunfo glorioso”. Él estaba jubiloso al celebrar las victorias en “Santiago, la carga de la Loma de San Juan y El Caney”, el “intrépido valor y determinación de nuestras galanas tropas”; o sea, todas las cualidades que hicieron a las fuerzas militares de los Estados Unidos “ilustres e invencibles”.23 Que los cubanos fueran una de las partes y desempeñaran un papel en el “glorioso triunfo” pasaría sin reconocimiento.

23William McKinley: “Address at the Trans-Mississippi Exposition at Omaha, Nebraska”, 12 de octubre de 1898, en Speeches and Address, p. 104; “Speech at Decatur, Illinois”, 15 de octubre de 1898, ibídem, p. 126; “Speech at Citizens’ Banquet, Chicago”, 9 de octubre de 1899, ibídem, p. 246.

La guerra de 1898, como el primer esfuerzo nacional en una guerra después del período de la posguerra civil –el Norte y el Sur juntos, en una causa común contra un enemigo de ultramar– fijó definitivamente la forma en que los estadounidenses llegaron a considerarse a sí mismos como un pueblo honesto, entregado al servicio de un propósito también honesto. Por supuesto, estos sentimientos no se originaron en 1898. Ellos se encontraban, de hecho, profundamente inscritos en el mito nacional. Pero la creencia en un exaltado destino manifiesto, como una cuestión de lógica para una presencia internacional, fue confirmada en 1898, en lo que ellos percibieron como una victoria alcanzada –sin ayuda– con facilidad y un éxito total.

El imperio que vino a continuación era providencial: probaba que estaban llamados a cumplir su deber con la Humanidad. “Por la providencia de Dios –proclamó el presidente William McKinley en 1899– que trabaja en formas misteriosas, este [territorio] fue colocado en nuestro regazo y el pueblo americano nunca elude el deber”.24 La idea de la misión humanitaria sirvió como una fuente de prolongada base moral en todo el siglo xx y más allá, como una forma de verse a sí mismos y de representarse ante otros. El pueblo, que rápidamente suscribió la tesis del deber benéfico como motivo para la intervención armada en Cuba en 1898, ejercería en lo adelante el poder en el exterior como deber de beneficencia. Era el modo estadounidense.

24William McKinley: “Speech at Redfield, South Dakota”, 14 de octubre de 1899, ibídem, p. 288.

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La metáfora: entre el motivo y el significado

A medio camino entre lo ininteligible y lo común, hay una metáfora que, en su mayor parte, genera conocimiento.

Aristóteles: Retórica, 3: 10.

Existe una tradición muy diferente asociada con la noción de metáfora […] una que se refiere a la metáfora como centro en la tarea de considerar nuestras perspectivas sobre el mundo: cómo pensamos de las cosas, cómo comprendemos la realidad, y planteamos los problemas que, con posterioridad, trataremos de resolver. En este […] sentido, la “metáfora” se refiere tanto a una cierta clase de producto –una perspectiva o marco, una forma de mirar las cosas– y a un cierto tipo de proceso –un proceso por el cual nacen nuevas perspectivas sobre el mundo.

Donald A. Schön:Generative Metaphor:

A Perspective on Problem Solving in Social Policy, 1979.

El astuto y el manipulador pueden utilizar hábilmente una metáfora para engañar a un público fácil de dirigir. A la mente, naturalmente, le gusta notar los parecidos, se deleita en la generalización y simplificación. Los que no piensan […] están contentos con las generalizaciones más crudas y estarán listos para aceptar una imagen como un argumento. Tomando esto en cuenta muchos […] asumirán tácitamente que tal y tal parecido o analogía son completos en todos sus aspectos y, desde esa conclusión, comenzarán a extraer argumentos.

Stephen J. Brown: El mundo de la imaginería:

metáfora e imaginería análoga, 1927.

Los seres humanos no viven solamente en el mundo objetivo, ni tampoco solo en el mundo de la actividad social, como se comprende ordinariamente, pero están en gran parte a la merced de un lenguaje particular que se ha convertido en el medio de expresión para su sociedad […]. La sustancia de la cuestión es que “el mundo real” está, en considerable extensión, inconscientemente construido sobre los hábitos de lenguaje del grupo [...]. Vemos y escuchamos, y de cualesquiera otras formas experimentamos, en extensa medida como lo hacemos, porque los hábitos del lenguaje de nuestra comunidad predisponen ciertas elecciones de interpretaciones.

Edward Sapir: Cultura, lenguaje y personalidad, 1962.

No es solo el capital, en el estricto sentido económico, lo que es objeto de apropiación, manipulación y explotación, sino también el capital cultural, en la forma de sistemas simbólicos a través de los cuales el hombre puede ampliar y modificar los límites de su experiencia.

Basil Bernstein: Social, Class,

Language, and Socialization, 1972.

El lenguaje es como es a causa de su función en la estructura social.

Michael Halliday: Explorations in

the Function of Language, 1973.

Los paradigmas del poder habitan en el reino de las metáforas. El poder busca apoyo moral y validación social en el seno de esas representaciones de elevados propósitos, que tan rápidamente proporcionan las descripciones metafóricas; son construcciones en las que los términos representados se organizan para ofrecer la perspectiva deseada. La metáfora sirve, principalmente, como un instrumento de la oratoria, para persuadir y prevalecer a otros; es una vía para mediar la percepción de la realidad: para ver algo diferente a lo que es en realidad y, por lo tanto, permitir conducir a otros hacia un propósito diferente al confesado.

El concepto de metáfora se insinúa virtualmente en todas las facetas de la cultura: en la producción estética y lo popular vernáculo, en la religión, la filosofía y la ciencia, para mencionar solo unos pocos. Las metáforas evolucionan constantemente; sus significados cambian; algunas veces tienen un contenido literal; otras, lo pierden por completo. Como un modo de discurso al servicio del poder, las metáforas cumplen una función especial para permitir la dominación e inducir la sumisión. Esto es, actúan para articular la premisa del poder y, por eso, ofrecen una comprensión más amplia de la lógica de los paradigmas imperiales.

La eficacia descriptiva de la metáfora es parte integrante del sistema moral más amplio del cual se origina, por lo cual, lo que el ejercicio del poder consideraba y proclamaba apropiado en un dominio, obtenía validación por su asociación con otro. El ejercicio del poder obtiene mejor credibilidad normativa por la vía de las formas cotidianas, principalmente por modelos culturales familiares, representados como algo ordinario y con sentido común; esto es, la metáfora como una forma de acceso cognoscitivo a los campos de lo conceptual en los cuales la premisa del poder asume el sentido de lo correcto. “El lenguaje metafórico –sugiere acertadamente la psicóloga Catarina Cacciari– puede argumentarse que es la fuente más poderosa para la obra de la mente y la expansión del sentido”. En efecto, corrobora Cacciari, la metáfora “nos fuerza a ver las cosas desde una perspectiva diferente y, de acuerdo a esto, a conceptualizarlas de nuevo”.1

1Catarina Cacciari: “Cognitive Psychology of Figurative Thought and Figurative Language”, en International Encyclopedia of the Social and Behavioral Sciences, 26 vols., ed. Neil J. Smelser y Paul B. Baltes, Amsterdam, 2001, vol. 8, p. 5636; Catarina Cacciari: “Why Do We Speak Metaphorically? Reflections on the functions of Metaphor in Discourse and Reasoning”, en Figurative Language and Thought, ed. Albert N. Katz et al., New York, 1998, p. 138. Ver también Max Black: Models and Methaphors, Ithaca, 1962, pp. 25-47.

Pero también es verdad que el propósito del poder conforma la función de la metáfora: es intrínseco al acto mismo de seleccionar una representación figurativa y no otra. La metáfora crea un nuevo conocimiento por la vía de la información anterior y, por consiguiente, moldea las percepciones, que son, precisamente, las circunstancias bajo las cuales se toman decisiones y se ejecutan acciones. Una vez situado en un sistema moral, con los códigos de la cultura y las convenciones sociales que lo asisten, la metáfora transforma la moral por la que se supone se basa en la prescripción de sobre qué y cómo se actúa. Su uso debe comprenderse como una cuestión de intenciones y propósitos, porque, para escoger cómo interpretar la realidad mediante un conjunto de representaciones culturales, es necesario, también y al mismo tiempo, impulsar un curso de conducta determinado en lo cultural y deseado en lo político. Debe sugerir la condición de posibilidad.

Las opciones están inscritas en la misma producción de la metáfora y dispuestas a implicar la intención de un propósito, como una condición intrínseca a su selección. La metáfora no revela necesariamente similitudes, más bien las crea, y, a partir de estas, sugiere un campo de inferencias razonables capaces de formar opiniones e influir en el comportamiento. “La metáfora provoca cambios en la manera en que nosotros percibimos el mundo –observa el filósofo Earl MacCormac– y, estos cambios conceptuales provocan con frecuencia cambios en las formas con las que actuamos en el mundo”.2

2 Earl R. MacCormac: A Cognitive Theory of Metaphor, Cambridge, Massachusetts, 1985, p. 149. Allan Collins y Dedre Gentner escriben en términos de “modelos mentales” que las personas crean “para generar predicciones acerca de lo que debe suceder en varias situaciones en el mundo real”. Ver a Allan Collins y Dedre Gentner: “How People Construct Mental Models” en Cultural Models in Language and Thought, ed. Dorothy Holland y Naomi Quinn, Cambridge, 1987, pp. 243-265.

Que la metáfora logre funcionar y que la premisa de su alcance representativo permita una base de justificación creíble para la acción, es, de por sí, su función en una lógica que se autoconfirma. Las representaciones metafóricas –argumenta de forma elocuente el lingüista Raymond Gibbs–, “no son distorsiones lingüísticas del pensamiento literal, sino que constituyen esquemas básicos por los cuales las personas conceptualizan sus experiencias y el mundo externo”, lo que, a la vez, “sirve de sostén a la forma en que nosotros pensamos, razonamos e imaginamos”.3

3 Raymond W. Gibbs Jr: The Poetics of Mind: Figurative Thought, Language and Understanding, Cambridge, 1994, pp. 1, 5.

Al proponer un punto de vista, la metáfora sugiere un curso de acción. De hecho, debe comprenderse que el poder cognoscitivo de la metáfora descansa en su capacidad de predisponer actitudes, como condición para asumir la conducta propia, o acceder a la conducta ajena. “Definimos nuestra realidad en términos de metáforas –sugieren los lingüistas George Lakoff y Mark Johnson– y, entonces, procedemos a actuar sobre las bases de las metáforas. Trazamos inferencias, fijamos metas, adquirimos compromisos y ejecutamos planes, todo sobre la base de cómo nosotros, en parte, estructuramos nuestra experiencia, consciente o inconscientemente, por medio de la metáfora”.4 El significado y la moral convergen uno sobre otra en vínculo dialéctico. Sin duda, la interacción de ambos es intrínseca a la eficacia moral de la metáfora. Si parafraseamos al antropólogo Edward Sapir, cabría decir que tan pronto la imagen está disponible y su acceso practicable, resulta fácil manejar el concepto.5 Solo resta ampliar sus implicaciones en dominios accesibles, y actuar sobre ellos. La representación metafórica describe una condición por la cual la respuesta deseada asume la apariencia de evidente credibilidad.6

4 George Lakoff y Mark Johnson: Metaphors We Live By, Chicago, 1980, p. 158.

5 Escribiendo acerca del acceso lingüístico a nuevos conceptos, explica Sapir: “Tan pronto como la palabra está a mano, sentimos instintivamente, con algo de alivio, que el concepto es nuestro para manipularlo”. Ver Edward Sapir: Language, New York, 1949, p. 17.

6 J. Christopher Crocker: “The Social Function of Rhetorical Forms”, en The Social Use of Metaphors: Essays on the Anthropology of Rhetoric, ed. Edward Sapir y J. Christopher Crocker, Filadelfia, 1977, pp. 32-66.

El uso de la metáfora es más que una cuestión de adornos retóricos y embellecimiento estilístico. Las metáforas tienen consecuencias; se supone que así sea cuando se les convoca al servicio del poder. Son útiles para asegurar algo más que la perspectiva y el punto de vista. También poseen propiedades causales. Las representaciones metafóricas sirven de instrumentos para moldear el contexto cognoscitivo, en el cual las personas entienden al mundo que les rodea, la forma en que arriban a una comprensión de su momento y lugar; muchas veces, la razón misma por la que escogen un curso de acción sobre otro.

“La actividad metafórica ocurre en ambientes de diferencias –escribió el lingüista Gunther Kress–, cuando existe una contienda de carácter ideológico, cuando se realiza un intento de asimilar un evento en el marco de un sistema ideológico más que en otro. […]. La omnipresente acción de la metáfora es una fuerza en el proceso discursivo e ideológico de ‘naturalizar’ lo social, convertir aquello que es problemático en obvio”.7 Confrontar la metáfora no es solo comprometerse en un modo de pensar, sino también desafiar con un medio de validación moral, específicamente, la forma en la que los sistemas de dominación normalizan la moral interna de la lógica del poder.

7 Gunther Kress: Linguistic Process in Socio Cultural Practice, Oxford, 1989, pp. 71-73.

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La metáfora siempre ha sido eje de la premisa del imperio. Ha servido como origen del propósito verosímil, por el cual el sistema político colonial supone la creación del imperio como algo capaz de explicarse y confirmarse por sí mismo y, por eso, negocia el ejercicio del poder como una obligación que emana de un deber y un hecho desinteresado. Invocar lo figurativo era ensamblar un conjunto de utilizables imágenes de jerarquías de poder, que podían ser empleadas en el sentido que postulaban lo racional de la dominación, como una cuestión de evidentes normas. La metáfora enmascara el contenido ideológico del lenguaje, proceso que significa persuadir sin la necesidad de explicar y validar lo apropiado del poder como una premisa de normalidad. El antropólogo Christopher Tilley sugirió que las metáforas eran “utilizadas como vehículos de poder en el sentido de la dominación y el control social”.8 Se inscribe en la razón misma de ser del colonialismo, sin pretensiones de credibilidad, utiliza derivaciones de representaciones de mission civilatrice que gozan del aval que les brinda su empleo durante mucho tiempo: la dominación es representada como liberación, el interés propio como propósito desprendido y la subyugación como salvación.

8 Christopher Tilley: Metaphor and Material Culture, Oxford, 1999, p. 9.

Por consiguiente, la selección de la metáfora ofrece una visión íntima del propósito político. Las construcciones metafóricas, como modos de representación, son confirmadas intrínsecamente por sí mismas, y proveen las normativas creíbles para el ejercicio del poder. En la misma medida en que el uso de la metáfora involucra una selección, también implica propósitos y sugiere medios. Aún más: seleccionar una metáfora específica –y no otra– es proponer una perspectiva sobre la naturaleza del mundo, llamar la atención sobre unos atributos e ignorar otros; no como una búsqueda sin guía, sino con una intención. Las metáforas tienen sus políticas y esas políticas consisten en distinguir diferencias o en sugerir similitudes. Ese es su objetivo.

El uso de representaciones metafóricas –señala la socióloga Mary Douglas, actúa– “hasta cierto punto para crear las realidades a las cuales se aplicarán”.9 Por consiguiente, resulta necesario aproximarse a la metáfora en función de su significado político, lo que quiere decir, desde la perspectiva de las implicaciones que sugiere, para las que fue diseñada, y a cuya búsqueda invita resueltamente, como un proceso cognoscitivo para reducir la selección de la percepción a la que se desea. En la metáfora se inscribe un punto de vista, lo cual sugiere que las políticas estaban insertadas en la propia imagen.

9 Mary Douglas: How Institutions Think, Syracuse, 1986, p. 100.

Se encuentran elementos que se perciben con propósitos subrepticios, asociados a la producción de la metáfora y a su desarrollo, como un marco discursivo en los sistemas de dominación. Las relaciones entre la metáfora y el ejercicio del poder fue esbozado por la filósofa Gemma Corradi Fiurama, quien observó que “puede ser útil desviar la atención de los instrumentos clásicos del control social” y enfocarlos “en el funcionamiento cotidiano de nuestra lingüística y tradición educativa”. Esto implica un nuevo énfasis en lo que ella caracteriza como “la inadvertida influencia de adoctrinamiento de los discursos, que repercuten necesariamente en experiencias que, en el mayor secreto y certeza, moldean la vida más que cualquier forma abierta de autoridad”, lo que es algo similar a la sugerencia de George Lakoff y Mark Johnson de que la metáfora, “en virtud de lo que esconde, puede llevar a la degradación humana”.10 Las construcciones metafóricas sirven para inscribir la lógica del poder en modelos culturales ya arraigados, como un medio de crear la credibilidad normativa del imperio. Era bosquejar lo que Wallace Stevens identifica como “el mundo familiar de lo cotidiano” a través de “una sensación de analogía”.11

10 Gemma Corradi Fiumara: The Metaphoric Process: Connections between Language and Life, Londres, 1995, pp. 131-132; Lakoff y Johnson: Metaphors We Live By, p. 236.

11 Wallace Stevens: The Necessary Angel: Essays on Reality and the Imagination, New York, 1951, p. 118.

La resonancia descriptiva de la metáfora descansa en su capacidad de conformar una narración de validación moral al servicio del poder. Esto no sugiere que quienes ostentan el poder sintieran aversión por el uso de la violencia, como medio de imponer la sumisión a su voluntad. Reconocer la función de la metáfora no implica descartar el uso de la fuerza. Tampoco reduce la importancia de las formas económicas, políticas, culturales y psicológicas de coerción. Más bien, prestar atención a la actividad de la metáfora es argumentar que el poder funciona mejor dentro de los sistemas de dominación, que incluyan la persuasión moral y los estímulos normativos, donde la lógica de la autoridad obtiene la legitimidad de los patrones culturales en los que, poderosos y débiles, juntos, alcanzan más o menos una comprensión del orden legítimo del mundo. Es argumentar la necesidad de comprender las circunstancias en las que el uso de la representación metafórica actúa explícitamente en función del poder y, de esa manera, localizar su papel en sistemas de símbolos y cadenas de valores, como factores de la producción social de conocimientos. Se trata, por último, de sugerir que la premisa del poder fue transmitida en la práctica social en la cual la representación transmite perspectivas ideológicas y puntos de vista y, por lo tanto, participa en el diseño de la función política del conocimiento. El poder se sostiene mejor por sí mismo en la interacción entre la dominación y la subordinación, con solo una necesidad mínima –e infrecuente– de recurrir a la fuerza y la violencia como medio de obtener la conformidad.

La metáfora en esta instancia debe verse como una función de compromisos sociales, derivados culturalmente e impulsados en lo ideológico, que cuando se examinan en su contenido, revelan las premisas normativas del poder y brindan comprensión de los supuestos morales por los cuales los sistemas de dominación ganan lógica y legitimidad.12 Era un proceso de selección y el contexto discursivo en el que la selección funcionaba, proveyendo perspectiva sobre las pretensiones morales por las cuales el imperio se sostiene a sí mismo. Las observaciones acerca del lenguaje que ofrecen los lingüistas Robert Hodge y Gunther Kress tienen particular relevancia en cuanto a la metáfora; es decir, completar la metáfora “como la conciencia media de una sociedad”, cuyo estudio ofrece una visión de “la conciencia verbal y sus bases ideológicas”.13

12 Para una discusión sobre las metáforas como “artesanía verbal y no verbal” véase a Carl R. Hausman: Metaphor and Art: Interactionism and Reference in the Verbal and Nonverbal Arts, New York, 1989, pp. 198-201.

13 Robert Hodge y Gunther Kress: Language as Ideology, 2nd. ed., Londres, 1993, p. 14.

Si la descripción metafórica se autoconfirmara y, al mismo tiempo, sirviera a intereses, esto no reduce, por supuesto, su utilidad como fuente de comprensión en el más amplio propósito ideológico por el cual era invocada. Por el contrario, precisamente, porque la metáfora incluía a ambos, el proceso y el producto, y porque, con frecuencia actuaba para ordenar, en una premisa verosímil, lo que resultaba una proposición incongruente; la metáfora ofrece un medio para examinar el proceso de dominación como un sistema moral. Como parte integral de este esquema, estaba la necesidad de crear campos discursivos que se consideraran apropiados a los objetivos del poder, lo que significaba, también, la necesidad de articular nuevas representaciones de relaciones sociales y el desarrollo de nuevas fuentes de conocimientos culturales.

La prerrogativa del poder fue proclamada por medio de representaciones figuradas derivadas de modelos normativos. Las metáforas sobre las relaciones de géneros, por ejemplo, atribuían fortaleza al hombre y debilidad a la mujer, diferenciando aún más entre lo racional y lo emocional, entre la virilidad y la vulnerabilidad, y siempre reafirmaban a lo patriarcal la racionalidad de proteger y el pretexto para gobernar.

Las jerarquías raciales ofrecían otro juego de indicadores discursivos, fáciles de comprender, que contraponían la civilización y la barbarie; la gente blanca se presentaba como lo moderno, y la negra y morena como lo primitivo, con la obligación del primero de ayudar a estos últimos, como la razón para ejercer el poder.

Las diferencias de edades proporcionaban aun otro modelo utilizable para validar una jerarquía de poder, con la sabiduría asociada a la madurez, y la inocencia vinculada a la niñez, creando dicotomías de madurez e inmadurez, independencia y dependencia y, siempre, comprendían como correcta y apropiada la autoridad de los adultos sobre los niños. No se trataba de categorías mutuamente exclusivas, por supuesto, y, sin duda, eran intercambiadas con frecuencia ycanjeadas según lo requerían las circunstancias y dictaba la necesidad.

Lo plausible del poder resultaba así inscrito en esos órdenes culturales que, por lo demás, se consideraban normales y regulatorios. Las elaboraciones metafóricas se utilizaban políticamente por medio de la práctica social, como en esos complejos de imágenes, por ejemplo, por las cuales se espera que las mujeres se sometan a la autoridad de los hombres, y los negros se presumían subordinados a los blancos, así como los niños estaban sujetos a la autoridad de los adultos. Los modelos normativos daban validez a los sistemas de dominación como parte del orden justo de las cosas. Estos compartían una comprensión vernácula de modelos de orden jerárquico específico que se inferían y entendían con facilidad.

Las representaciones metafóricas servían como medios de persuasión; esto es, para crear categorías de comprensión organizadas en pautas con un propósito. Difícilmente podía ser de otra forma. La credibilidad descriptiva de la metáfora se debe a sus orígenes en suposiciones culturales compartidas, ubicadas en un contexto de sistema de valores, como un problema de costumbres y convencionalismos del cual se podía intuir o inferir la moral deseada.14 La metáfora obtiene el poder de persuasión moral del sistema de valores del cual se origina, que es el mismo al que se apela para su validación normativa.

14Ver aSam Glucksberg:Understanding Figurative Language: From Metaphors to Idioms,Oxford, 2001, pp. 14-15.

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Cuba llegó, en el siglo xvi, al conocimiento del mundo por imágenes y, precisamente más, en la forma de metáforas llenas de significados coloniales que la describían, como “la Llave al