Cuentos, historietas y fabulas - Marqués de Sade - E-Book

Cuentos, historietas y fabulas E-Book

Marqués De Sade

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Beschreibung

«Cuentos, historietas y fábulas» son un conjunto de cuentos cortos escritos por el Marqués de Sade mientras estaba encarcelado en la Bastilla. Las fechas de los cuentos oscilan entre 1787 y 1788. Se publicaron en una edición recopilada por primera vez en 1926 junto con Diálogo entre un sacerdote y un hombre moribundo (escrito en 1782).

La antología se divide en dos partes: Historietas (que consta de 11 cuentos) y Cuentos y fábulas (que consta de 14 cuentos), así como un apéndice.

Cuentos y fábulas presenta las historias más sádicas en la línea de las obras más conocidas de de Sade. Uno en particular «El magistrado mistificado», es el más largo de la colección y, debido a su longitud y estructura, a veces se considera una novela propia.

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Marqués de Sade

Marqués de Sade

CUENTOS, HISTORIETAS Y FÁBULAS

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 979-12-5971-120-5

Greenbooks editore

Edición digital

Enero 2021

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 979-12-5971-120-5
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Indice

CUENTOS, HISTORIETAS Y FÁBULAS

CUENTOS, HISTORIETAS Y FÁBULAS

LA SERPIENTE

Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidente de C..., una de las mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anéc- dota.

-Este animal es el mejor amigo que tengo en el mundo -le comentaba un día a una dama extranjera que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidente prodigaba a su serpiente-. En otro tiempo amé apasio- nadamente -prosiguió ésta-, señora, a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pe- queño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto descu- brí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien podéis ver, idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tran- quila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensa- ción de inquietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos -grité-, todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, podéis in- terpretar como os guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había sido muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará; después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.

Y tras estas palabras la gentil presidente cogió la serpiente, la recostó contra su seno y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la interrogaba.

¡Oh, Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña, ¡qué inexcrutables son tus designios!

AGUDEZA GASCONA

Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta do- blones y, recibo en mano, entra sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.

-Señores, ¿cuál de vosotros -pregunta con un acento que delataba su patria-, quién, os lo ruego, es el señor Colbert?

-Yo, señor -le responde el ministro-. ¿En qué puedo serviros?

-Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descontéis en seguida.

El señor Colbert, que se da perfecta cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pide permiso para acabar de cenar y, para que no se impaciente, le ruega que se siente a la mesa con él.

-Con mucho gusto -contestó el gascón-, excelente idea, pues no he cenado todavía. Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado ma-

yor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el gascón sube... pero no le entregan más que cien doblones.

-¿Queréis bromear, señor? -dice al funcionario-. ¿O no véis que mi orden dice ciento cincuenta?

-Señor -le contesta el escribiente-, veo perfectamente vuestra orden, pero os descuento cincuenta doblones por la cena.

-¡Pardiez, cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez sueldos!

-Os creo, pero allí no tenéis el honor de cenar con un ministro.

-Perfectamente -replica el gascón-, en ese caso, señor, guardároslo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del gascón, que regresó triunfal- mente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.

EL FINGIMIENTO FELIZ (O LA FICCIÓN AFORTUNADA)

Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un aman- te, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería, y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caí- da hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac cre- yó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sos- pecha el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseso en la habitación de su mujer...

-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.

La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es ver- dad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

-¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.

La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y lo bebe. -¡Deteneos!-le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola; odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras decir esto bebe lo que queda en el cáliz.

-¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colo- cado a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...

-En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis pa- dres y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.

El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.

-¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su sue- gra-, consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.

La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abra- za a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.

EL ALCAHUETE CASTIGADO

Durante la Regencia ocurrió en París un hecho tan singular que aún hoy en día puede ser narrado con interés; por un lado, brinda un ejemplo de misterioso libertinaje que nun- ca pudo ser declarado del todo; por otro, tres horribles asesinatos, cuyo autor no fue des- cubierto jamás. Y en cuanto a... las conjeturas, antes de presentar la catástrofe desencade- nada por quien se la merecía, quizá resulte así algo menos terrible

Se cree que el señor de Savari, solterón maltratado por la naturaleza 1, pero rebosante de ingenio, de agradable trato y que congregaba en su residencia de la calle Déjeuneurs a la mejor sociedad posible, había tenido la idea de prestar su casa para un género de pros-

1 Era un lisiado, sin piernas. (Nota del autor.) titución realmente singular. Las esposas o las hijas, de elevada posición exclusivamente, que deseaban gozar sin complicaciones y a la sombra del más profundo misterio de los placeres de la voluptuosidad podían encontrar allí a un cierto número de asociados dis- puestos a satisfacerlas, y esas intrigas pasajeras no tenían nunca consecuencias; una mu- jer recogía en ellas sólo las flores sin el menor riesgo de las espinas que con tanta fre- cuencia acompañan a esa clase de arreglos cuando van tomando el carácter público de una relación regular. La esposa o la jovencita se encontraban de nuevo al día siguiente en sociedad al hombre con el que habían tenido relaciones la víspera sin dar a entender que le reconocían y sin que él, a su vez, pareciera distinguirla entre las restantes damas, gra- cias a lo cual nada de celos en las relaciones, nada de padres irritados, ni de separaciones, ni de conventos; en una palabra, ninguna de las funestas secuelas que traen consigo asun- tos de esa índole. Resultaba difícil encontrar algo más cómodo y sin duda sería peligroso ofrecer en nuestros días este plan; habría que temer con sobrada razón que este relato pudiera sugerir la idea de volver a ponerlo en práctica en un siglo en que la depravación de ambos sexos ha desbordado todos los límites conocidos, si no presentáramos, al mis- mo tiempo, la cruel aventura que sirvió de escarmiento a aquel que lo había concebido.

El señor de Savari, autor y ejecutor del proyecto, que se conformaba, aunque muy a gusto, con un único criado y una cocinera para no multiplicar los testigos de los excesos de su mansión, vio una mañana cómo se presentaba en su casa cierto individuo amigo suyo para rogarle que le invitara a comer.

-Diablos, con mucho gusto -le contesta el señor de Savari-, y para demostraros el placer que me proporcionáis, voy a ordenar que os saquen el mejor vino de mi bodega...

-Un momento -responde el amigo cuando el criado ha recibido ya la orden-, quiero ver si La Brie nos engaña..., conozco los toneles, voy a seguirle y a comprobar si realmente coge el mejor.

-Muy bien, muy bien -contesta el dueño de la casa siguiendo perfectamente la broma-; si no fuera por mi penoso estado, yo mismo os acompañaría, pero así me haréis el favor de ver si ese bribón no nos induce a error.

El amigo sale, entra en la bodega, coge una palanca, mata a golpes al criado, sube en seguida a la cocina, deja en el sitio a la cocinera, mata hasta a un perro y a un gato que encuentra a su paso, vuelve a la alcoba del señor de Savari que, incapaz por su estado de ofrecer la menor resistencia, se deja asesinar como sus sirvientes, y este verdugo impla- cable, sin turbarse, sin sentir el más mínimo remordimiento por la acción que acaba de perpetrar, detalla tranquilamente en la página en blanco de un libro que halla sobre la mesa la forma en que la ha llevado a cabo, no toca cosa alguna, no se lleva nada, sale de la casa, la cierra y desaparece.

La casa del señor de Savari era demasiado frecuentada para que esta atroz carnicería no fuera descubierta en seguida; llaman a la puerta, nadie contesta, y convencidos de que el dueño no puede hallarse fuera rompen las puertas y descubren el espantoso estado de la residencia de aquel desdichado; no contento con legar los detalles de su acción al público, el flemático asesino había colocado sobre un péndulo, adornado con una calavera que ostentaba como lema: «Contempladla para enmendar vuestra vida», había colocado, repi- to, sobre esta frase un papel escrito en el que se leía: «Ved su vida y no os sorprenderéis de su final.»

Una aventura semejante no tardó en provocar un escándalo; registraron por todas partes y el único objeto que encontraron que guardara alguna relación con esta cruel escena fue

la carta de una mujer, sin firma, dirigida al señor de Savari y que contenía las palabras si- guientes:

«Estamos perdidos, mi marido acaba de enterarse de todo, pensar en el remedio, sólo Paparel puede aplacar su espíritu; haced que hable con él, si no, no hay ninguna salva- ción.»

Un tal Paparel, tesorero del extraordinario de la guerra, hombre amable y con buenas relaciones, fue citado: admitió que visitaba al señor de Savari, pero que, de más de cien personas de la ciudad y de la corte que acudían a su casa, a la cabeza de las cuales podía colocarse el señor duque de Vendôme, él era de todas ellas uno de los que menos le veía.

Varias personas fueron detenidas y puestas en libertad casi en seguida. Pronto se supo bastante como para convencerse de que aquel asunto tenía ramificaciones innumerables que, al comprometer el honor de los padres y maridos de la mitad de la capital, iban a desacreditar públicamente a un infinito número de personas de la más alta alcurnia, y, por primera vez en la vida, en unas cabezas de magistrados la prudencia reemplazó a la seve- ridad. En eso quedó todo y, por tanto, la muerte de aquel desdichado, demasiado culpable sin duda para ser llorado por gentes honestas, no encontró nunca a nadie que le vengara; pero si aquella pérdida fue insensible para la virtud, hay que creer que el vicio la lamentó durante largo tiempo, y que, independientemente de la alegre cuadrilla que tantos mirtos recogía en la casa de este dulce hijo de Epicuro, las hermosas sacerdotisas de Venus, que acudían día tras día a quemar su incienso en los altares del amor, debieron llorar sin duda la demolición de su templo.

Y así es como acabó todo. Un filósofo comentaría, glosando esta narración: «Si de las mil personas a las que tal vez afectó esta aventura, quinientas se alegraron y otras qui- nientas la deploraron, la acción puede considerarse indiferente; pero si, por desgracia, el cálculo arrojara una cifra de ochocientos seres lesionados por la privación del placer que esta catástrofe les ocasionaba contra sólo doscientos que creyeran ganar con ella, el señor de Savari hacía más bien que mal y el único culpable fue aquel que le inmoló en aras de su resentimiento.» Dejo que decidáis sobre todo esto y paso rápidamente a otro asunto.

UN OBISPO EN EL ATOLLADERO

Resulta bastante curiosa la idea que algunas personas piadosas tienen de los juramentos. Creen que ciertas letras del alfabeto, ordenadas de una forma o de otra, pueden, en uno de esos sentidos, lo mismo agradar infinitamente al Eterno como, dispuestas en otro, ultra- jarle de la forma más horrible, y sin lugar a dudas ese es uno dé los más arraigados pre- juicios que ofuscan a la gente devota.

A la categoría de las personas escrupulosas en lo que respecta a las b y a las f pertenecía un anciano obispo de Mirepoix que a comienzos de este siglo pasaba por ser un santo; cuando un día iba a ver al obispo de Pamiers su carroza se atascó en los horribles cami- nos que separan esas dos ciudades: por más que lo intentaron los caballos no podían hacer más.

-Monseñor -exclamó al fin el cochero a punto de estallar-, mientras permanezcáis ahí mis caballos no podrán dar un paso.

-¿Y por qué no? -contestó el obispo.

-Porque es absolutamente necesario que yo suelte un juramento y Vuestra Ilustrísima se opone a ello; así, pues, haremos noche aquí si Ella no me lo permite.

-Bueno, bueno -contesto el obispo, zalamero, santiguándose-, jurad, pues, hijo mío, pe- ro lo menos posible.

El cochero blasfema, los caballos arrancan, monseñor sube de nuevo... y llegan sin novedad.

EL RESUCITADO

Los filósofos dan menos crédito a los aparecidos que a ninguna otra cosa; si, no obstan- te el extraordinario hecho que voy a relatar, suceso respaldado por la firma de varios tes- tigos y registrado en archivos respetables, este suceso, repito, gracias a todos estos títulos y a los visos de autenticidad que tuvo en su momento, puede resultar digno de crédito, será preciso, a pesar del escepticismo de nuestros estoicos, convenir en que si bien no todos los cuentos de resucitados son ciertos sí que contienen, al menos, elementos real- mente extraordinarios.

La corpulenta señora Dallemand, a la que todo París conocía en aquel tiempo como mu- jer alegre, cordial, ingenua y de agradable trato, vivía desde que se había quedado viuda, hacía más de veinte años, con un tal Ménou, hombre de negocios que habitaba cerca de Saint-Jeanen-Grève. La señora Dallemand se hallaba cenando un día en casa de una tal señora Duplatz, mujer de carácter y medio social muy parecidos al suyo, cuando a la mi- tad de una partida que habían iniciado después de levantarse de la mesa un criado rogó a la señora Dallemand que pasara a una habitación contigua, pues una persona amiga suya deseaba hablarle en seguida de un asunto tan urgente como esencial; la señora Dallemand le contesta que espere, que no quiere echar a perder su partida; el criado vuelve de nuevo a insistir de tal manera que la dueña de la casa es la primera en obligar a la señora Dalle- mand a ir a ver lo que quieren de ella. Sale y se encuentra con Ménou.

-¿Qué asunto tan urgente -le pregunta-puede obligaron a molestarme de esta forma vi- niendo a una casa en la que ni siquiera saben quien sois?

-Un asunto de vida o muerte, señora -contesta el agente de cambio-, y podéis estar se- gura de que había de ser como os digo para poder obtener el permiso de Dios y venir a hablar con vos por última vez en mi vida...

Ante estas palabras, que no correspondían a un hombre muy en sus cabales, la señora Dallemand se sobresalta, y al observar con detenimiento a su amigo, al que no veía desde hacía varios días, viéndole pálido y desfigurado, se asusta más aún.

-¿Qué os pasa, señor? -le pregunta-. ¿Cuál es la razón del estado en que os veo y de los siniestros hechos que me anunciáis... explicadme al instante que os ha ocurrido.

-Nada que no sea normal, señora -responde Ménou-. Tras sesenta años de vida no que- daba ya más que llegar a puerto; gracias al cielo ya he llegado. He pagado a la naturaleza el tributo que todo hombre le debe, únicamente siento haberme olvidado de vos en mis últimos momentos y por esa falta, señora, es por lo que vengo a pediros perdón.

-Pero, señor, ¿estáis desvariando? Ese desatino no tiene ni pies ni cabeza. O vos reco- bráis la razón o yo me veré obligada a pedir auxilio.

-No lo hagáis, señora. Esta inoportuna visita no será larga, estoy agotando el plazo que me concedió el Eterno; escuchad, pues, mis últimas palabras y luego nos despediremos para siempre... Yo he muerto, señora, os lo repito, pronto podréis comprobar la veracidad de lo que os digo. Me había olvidado de vos en mi testamento y vengo a reparar mi falta; tomad esta llave, id en seguida a mi casa; detrás de la cabecera de mi cama hallaréis una puerta de hierro, abridla con la llave que os doy y coged el dinero que hay en el armario que cierra esa puerta; mis herederos ignoran la existencia de esa suma. Vuestra es, nadie os la disputará... Adiós, señora, y no me sigáis...

Y Ménou desapareció.

Es fácil imaginar en qué estado de excitación volvió la señora Dallemand al salón de su amiga; le resultó imposible ocultar el motivo...

-Toda esta historia bien merece una comprobación -le dijo la señora Duplatz-. No per- damos un instante.

Piden los caballos, suben al coche y marchan a casa de Ménou. El estaba en la entrada, tendido en su ataúd: las dos mujeres suben a las habitaciones, la amiga del dueño de la casa, a la que conocen demasiado bien para impedírselo, recorre todos los dormitorios que desea, da con la puerta de hierro, la abre con la llave que le habían dado, encuentra el tesoro y se lo lleva consigo.

Vemos aquí pruebas de una amistad y de un agradecimiento que no se prodigan muy a menudo y que, por más que los aparecidos nos espanten, estaremos al menos de acuerdo en que deben hacer que les perdonemos el terror que nos causan a cambio de los motivos que les traen ante nosotros.

DISCURSO PROVENZAL

Durante el reinado de Luis XIV como es bien sabido, se presentó en Francia un emba- jador persa; este príncipe deseaba atraer a su corte a extranjeros de todas las naciones para que pudieran admirar su grandeza y transmitieran a sus respectivos países algún que otro destello de la deslumbrante gloria con que resplandecía hasta los confines de la tie- rra. A su paso por Marsella, el embajador fue magníficamente recibido. Ante esto, los señores magistrados del parlamento de Aix decidieron, para cuando llegara allí, no que- darse a la zaga de una ciudad por encima de la cual colocan a la suya con tan escasa justi- ficación. Por consiguiente, de todos los proyectos el primero fue el de cumplimentar al persa; leerle un discurso en provenzal no habría sido difícil, pero el embajador no habría entendido ni una palabra; este inconveniente les paralizó durante mucho tiempo. El tri- bunal se reunió para deliberar: para eso no necesitan demasiado, el juicio de unos campe- sinos, un alboroto en el teatro o algún asunto de prostitutas sobre todo; tales son los temas importantes para esos ociosos magistrados desde que ya no pueden arrasar la provincia a sangre y fuego y anegarla, como en el reinado de Francisco 1, con los torrentes de sangre de las desdichadas poblaciones que la habitan.

Así, pues, se reunieron a deliberar, pero, ¿cómo lograr traducir el discurso? Por más que deliberaron no hallaron ninguna solución. ¿Era acaso posible que en una comunidad de comerciantes de atún, ataviados con una casaca negra por pura casualidad y en la que ni uno sabía ni siquiera francés, pudieran encontrar a un colega que hablara persa? Con todo, el discurso estaba ya redactado; tres eminentes abogados habían trabajado en él du- rante seis semanas. Al fin descubrieron, no se sabe si en el monte o en la ciudad, a un

marinero que había pasado mucho tiempo en el Levante y que hablaba un persa casi tan fluido como su jerga dialectal. Se lo proponen y él acepta. Se aprende el discurso y lo traduce con facilidad; cuando llega el día le visten con una vieja casaca de presidente primero, le colocan la peluca más voluminosa que había en la magistratura y seguido por toda la banda de magistrados se adelanta hacia el embajador. Unos y otros se habían puesto de acuerdo sobre sus respectivos papeles y el orador había advertido con especial énfasis a los que le seguían que no le perdieran de vista un solo momento y que repitieran punto por punto todo lo que vieran hacer. El embajador se detiene en el centro del patio que había sido señalado para el encuentro, el marinero le hace una reverencia y, poco ha- bituado a llevar sobre el cráneo una peluca tan hermosa, lanza la pelambrera a los pies de Su Excelencia; los señores magistrados, que habían prometido imitarle, se quitan al punto sus pelucas e inclinan sus pelados y un tanto sarnosos cráneos en dirección al persa; el marinero, sin alterarse, recoge sus cabellos, se los arregla y empieza a declamar la saluta- ción; tan bien se expresa que el embajador cree que es de su mismo país. La idea le hace montar en cólera.

-¡Infame! -exclama llevando su mano al sable-. No hablarías así mi idioma si no fueras un renegado de Mahoma; debo castigarte por tu crimen, ahora mismo vas a pagarlo con tu cabeza.

Por más que el marinero se defiende no le hace ningún caso; gesticulaba, juraba, y ni uno solo de sus movimientos pasaba inadvertido, todos eran repetidos al instante y con energía por la turba areopagítica que venía tras él. Al fin, no sabiendo cómo salir del apu- ro, pensó en una prueba incontestable: desabotonó su calzón y puso a la vista del embaja- dor la prueba palpable de que nunca en su vida había sido circuncidado. Este nuevo gesto es imitado en seguida y he aquí, de golpe, a cuarenta o cincuenta magistrados provenzales con la bragueta bajada y el prepucio en ristre, para demostrar como el marinero que no había uno solo que no fuera tan cristiano como el propio San Cristóbal. Es fácil de imagi- nar cómo se divirtieron con semejante pantomima las damas que presenciaban la ce- remonia desde sus ventanas. Al fin, el ministro, convencido por razones tan poco equívo- cas de que el orador no era culpable y viendo por lo demás que había ido a parar a una ciudad de «pantalones» 2, se fue sin más ceremonias encogiéndose de hombros y sin duda diciendo para sí: «No me extraña que esta gente tenga siempre un patíbulo alzado, el rigorismo que siempre acompaña a la ineptitud debe de ser el único atributo de estos animales.»

Existió el propósito de hacer un cuadro sobre esta manera de recitar el catecismo y un joven pintor había tomado con ese fin unos apuntes del natural, pero el tribunal desterró al artista de la provincia y condenó el boceto a la hoguera, sin sospechar que se arrojaban al fuego ellos mismos, pues su retrato aparecía en el dibujo.

-Tenemos a mucha honra ser unos cretinos -explicaron los graves magistrados-; aunque no nos hubiera gustado, como nos gusta hace ya mucho tiempo que se lo demostramos a toda Francia, pero no queremos que ningún cuadro lo transmita a la posteridad; ella pasa- rá por alto toda esta simpleza y no se acordará más que de Merindol y de Cabrières, y para el honor del gremio, más vale que seamos unos asesinos que unos asnos.

2 Bufones de la commedia dell'arte italiana. (N. del T.)

¡QUE ME ENGAÑEN SIEMPRE ASÍ!

3 Quienes decían esto eran los trovadores provenzales, no los de la Picardía. cía su cargo desde hacía más de veinte años, el anciano presidente, repito, bañando con lágrimas el seno de su querida hija, contestó al conde que se consideraba honrado en de- masía por semejante elección, que todo lo que le afligía era que su querida Emilia no era digna de ella; y el marqués de Luxeuil, arrojándose a los pies del presidente, le suplicó que perdonara sus errores y que le permitiera repararlos. Todo fue pro-. metido, todo se arregló y todo quedó acordado por ambas partes; sólo los hermanos de nuestra atractiva heroína se negaron a compartir la alegría general, y la rechazaron cuando se acercó a ellos para abrazarlos; el conde, enfurecido ante semejante actitud, intentó detener a uno de ellos que trataba de salir de la sala. El señor de Tourville gritó al conde: 4 Juramento provenzal. sidente se cubre con las sábanas para que no le vean, sin darse cuenta de que cuanto más se tapa más se ensucia, y al final presenta un aspecto tan horroroso y repugnante que su joven esposa y todos los presentes se retiran, lamentando vivamente su estado y asegu- rándole que al instante avisarán al barón para que envíe en seguida al castillo a uno de los mejores médicos de la capital.