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En Cuentos para despertar, Héctor Rossi nos ofrece un viaje a través de la pérdida, el amor propio, la decepción, la esperanza y la necesidad de reencontrarnos con lo esencial. Cada relato funciona como una caricia al alma y una invitación a repensar nuestras decisiones cotidianas. Con metáforas sencillas y potentes, Rossi nos recuerda que todos somos ese farol que ilumina en la oscuridad, pero que también necesita cuidarse para seguir brillando.
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Seitenzahl: 126
Veröffentlichungsjahr: 2025
Héctor Rossi
Rossi, Héctor Cuentos para despertar : las reflexiones de cada mañana en la radio / Héctor Rossi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2025.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-6635-5
1. Cuentos. I. Título. CDD A860
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
¿Y si el ego no era el enemigo?
Los desagradecidos
Los cobardes chismosos
Los buenos días son los tuyos
Los ojos no mienten
Otra forma de amar
El fade out de los vínculos
El extraño fenómeno de los que necesitan decir que no les gusta
Alejate de los que te hacen dudar de vos
Qué mala palabra es “especulación”
Por algo el parabrisas es más grande que el espejo retrovisor
Cuando estás a punto de bajar los brazos
El zorro que decía “después”
Querete un poco más
El banco de la plaza
El búho que quería cantar
Seamos como los perros
El limonero del fondo
Cuando aprendí a callar mis sueños
El plan del finde
Lo que aprendí al borrar el contacto de mi viejo
Cuando el río cambia de curso
Volver a casa
El único vehículo que no podés cambiar
Lo que permití… y lo que ya no permito más
La magia
La incomodidad productiva
Alejarse para encontrarse (cuento desde Roma)
Todos somos ese FAROL
La semilla invisible
Un café sin celulares
Hoy no es el Día de la Madre
El búho y el árbol hueco
La ducha caliente
No nos enseñaron que está bien aburrirse
Adiós
El mensaje del 5–5–5
Nuestro día en el trabajo
Los que no encajamos (y qué bueno que así sea)
Nuestro día (animal)
Nos dejamos de mirar a los ojos
Esa persona
Los colores de nuestra vida
La Opción “C”
Decir que no también es un acto de amor
Los que tiran barro (cuento)
El río no se empuja
Seamos como los gatos
La huella invisible
El circo de las sombras
El estante del fondo
El banco de la plaza
Las 10 (y pico) cosas que aprendí para vivir en armonía
Cuando me di cuenta
En estos días me pasó algo curioso. En distintas charlas, con personas diferentes y temas sin conexión aparente, hubo una palabra que se repitió como si el universo me la estuviera señalando con marcador fluorescente: “ego”.
Pero no desde un lugar de comprensión.
No.
Desde la confusión, desde la crítica, desde ese lugar incómodo donde la gente no sabe muy bien qué es… pero lo señala como culpable.
Como si tener ego fuera pecado capital. Y ojo, ego tenemos todos. El tema no es si lo tenemos. El tema es “qué hacemos con él”.
Porque no es lo mismo ser “egocéntrico” –de esos que te usan como decorado de fondo y después te tiran como un folleto viejo–, que tener un sano amor propio.
No es lo mismo el “ególatra”, que necesita que todo gire en torno a él porque no soporta su propio silencio… que alguien que, de vez en cuando, decide priorizarse.
Sí, dijiste que sí a ese plan.
Pero te levantaste con el cuerpo cansado, la cabeza a mil y el alma pidiendo tregua.
Y decís que no.
Y está bien.
Porque “el ego sano” también es decir “hoy no puedo” sin culpa. Es entender que no vinimos a cumplir, vinimos a “vivir”.
Pero claro, siempre hay alguien que se enoja, que te reclama porque “ya estaba todo armado”, porque “le cambiás los planes”.
Y ahí te das cuenta de algo importante:
“A veces el egocéntrico no sos vos por cambiar de idea… el egocéntrico es el otro, que no puede soportar que algo no sea como él esperaba”.
Y entonces, cuando alguien me dice “che, me parece que te querés mucho”, yo no me ofendo.
Sonrío.
Porque ya entendí que muchas veces esa frase viene de personas que “se quieren muy poco”.
Y proyectan.
Lo aprendí a los golpes, pero lo aprendí. La seguridad no es soberbia. El respeto por uno mismo no es egoísmo. Y el amor propio no es vanidad. Es supervivencia emocional.
“El ego no siempre es el enemigo. A veces es el escudo que nos recuerda que valemos, incluso cuando el mundo pretende que nos dejemos para después”.
“¿Qué estás esperando para separarte?”.
Mirá, voy a ser crudo… pero amoroso.
Tenés que separarte.
Sí, así como lo leés.
Ya pasó mucho tiempo desde que venís forzando una relación que, en el fondo, sabés que no existe más.
La mente juega sucio, sabés. Te trae flashes de lo que alguna vez fueron… Risas, abrazos, complicidades. Pero esos momentos ya no están.
Y esas personas –vos y tu pareja– tampoco son las mismas.
No es crueldad, es evolución. Es desgaste. Es vida. Casi que te tengo calado. Porque todos pasamos por lo mismo, solo que en distintos momentos.
Hoy lo que hay es angustia, o fastidio. O las dos cosas. Y ese combo es letal. Te anula.
Ya no hay sonrisas.
No hay piel.
No hay ganas.
No se eligen, se toleran.
O ni siquiera eso. Y no, no apareció una tercera persona. Ni siquiera hay deseo por otro u otra.
Pero sí hay algo mucho más revelador:
“No hay deseo de estar con la persona con la que estás”.
No hay ganas de compartir tiempo, de volver a casa, de inventar excusas para una charla. Esos silencios estruendosos, esos reproches sin sonido, ya no te perforan porque estás vacío.
Y si te preguntás por qué seguís ahí, yo te tengo la respuesta.
Porque tenés miedo.
Porque están los hijos (y pobres, ojalá no absorban esa energía espesa que te duele en el cuerpo).
Porque pensás que no te da la plata.
Porque sentís culpa.
Porque no querés “dejar en la calle” al otro.
Porque te da fiaca volver a empezar.
Porque tenés vergüenza.
Porque no confiás en vos.
Porque te apegaste a una versión vieja de tu vida.
Una que ya no existe más.
Y sin embargo… no sabés el paraíso que te espera si te animás.
A soltar.
A reconstruirte.
A volver a vos.
A vivir sin caretas.
A no pedir permiso para existir.
Separarse tiene mala prensa, sí. Los ignorantes lo llaman “fracaso”. Pero te juro que el verdadero fracaso es quedarte por miedo.
“El éxito es animarte a ser feliz, cueste lo que cueste”.
Esta mañana de miércoles, te deseo coraje.
No para que tires todo, sino para que agarres lo único que realmente importa: “tu vida”.
Que te separes del dolor, del deber, del “qué dirán”... Y vuelvas, por fin, a elegirte.
Están cerca. Más cerca de lo que creés. A veces tienen tu número, tu abrazo, tus palabras de aliento guardadas como si les pertenecieran.
Te elogian, te buscan, te admiran...
Cuando te necesitan.
Cuando vienen a buscar tu luz.
Cuando su mundo se oscurece, y el tuyo parece un farolcito encendido en la noche.
Y vos, que sos de los que no saben decir que no cuando el pedido viene con tono cálido, abrís la puerta, corrés la silla, servís el café, prestás el oído. Porque sos así, informal, humano, buena onda. Y no te ponés a hacer cuentas, ni listas, ni condiciones. Simplemente estás.
Pero el tiempo…
Ah, el tiempo es un revelador infalible. Porque cuando el viento cambia de dirección y ya no necesitan refugiarse en tu luz, esos mismos que te llamaban “hermano”, “genio”, “capo”, se vuelven formales, fríos, reglamentarios. Empiezan a responderte con corrección… y con distancia.
Y ahí te cae la ficha.
Te das cuenta de que esa cercanía era una puesta en escena, que el afecto era funcional, que la admiración escondía una envidia educada.
Se desvanecen los emojis, las notas de voz simpáticas, y aparecen los mensajes con “Estimado”, con “como corresponde”, con ese tono de quien nunca tuvo un lazo, aunque vos hayas dado todo sin pedir nada a cambio.
Te usaron tu informalidad como escalera, y después, te miraron desde arriba con la rigidez de quien cree que está más alto.
Son los que no te hacen el favor porque “no da”, pero se olvidan de que vos, cuando ellos lo necesitaron, hiciste lo que “no daba” por ellos.
No contaste las costillas.
No pasaste factura.
Y eso, amigo… eso te hace distinto.
Porque ellos son informales para pedir, pero formales para negarse a dar.
Y seguro, mientras leés esto, ya te apareció el rostro de uno. O de varios.
Porque los desagradecidos están cerca. Pueden ser amigos, colegas, familiares. Son una plaga silenciosa que se disfraza de afecto, pero que se alimenta de tu generosidad para crecer.
Cuidate de ellos.
Porque los desagradecidos están muy cerca de los traidores. No entran con música de tensión ni aparecen entre humo como en las películas. Llegan sonriendo. Con cara de buenos.
Pero de buenos… no tienen nada.
Antes le dediqué unas líneas a los desagradecidos… y, cerquita de esa especie que uno aprende a identificar con el tiempo, están los chismosos cobardes.
¿Por qué los califico así? Porque no hay nada más fácil –y más sucio– que hablar de alguien que no está presente para defenderse. Son esas personas que, en los pasillos, en los grupos de WhatsApp, en una sobremesa o en un café, viven señalando con el dedo las vidas ajenas. Tejen versiones, exageran detalles, especulan, inventan. Y cuando los tenés enfrente... se les frunce la valentía. Se hacen los simpáticos, los neutrales, los desmemoriados.
Es como si tuvieran una personalidad para cuando hablaban de alguien y otra para cuando hablaban con ese alguien.
Y a veces, lo más grave es que esos comentarios están cargados de envidia mal digerida, disfrazada de “preocupación” o de “honestidad brutal”.
Hablando de honestidad, ¿no? Qué lejos están estos personajes de la frase hermosa que canta Miguel Mateos en “Bar Imperio”:
“Un amigo es alguien que te gasta igual, pero te elogia por atrás”.
Bueno, el chismoso hace todo al revés. Te elogia por delante y te gasta por atrás. Dice que te admira, que te banca, que te respeta... pero después, en otro grupo, en otra charla, tira puntas, pone apodos, cuestiona lo que hacés, lo que decís, lo que sos.
Y lo peor: si lo enfrentás, se hace el sorprendido. Se lava las manos. Porque el chismoso es, por sobre todas las cosas, cobarde. No se la banca. No da la cara.
El otro día leí una frase que me encantó:
“Cuidá a quién sentás en tu mesa. No sea cosa que, cuando se cruce con alguien de quien habló mal, se quede mudo… y el que quede expuesto seas vos”.
Porque sí, muchas veces la víctima del chisme sos vos. Y no te enterás hasta que es tarde. Hasta que alguien te lo cuenta. O hasta que sentís ese cambio raro de energía cuando llegás a un lugar. Es que el rumor ya llegó antes que vos.
Por eso hoy te dejo esta reflexión.
Alejate de los chismosos. Incluso cuando vengan con chismes ajenos.
Porque los chismosos no eligen tema, ni víctima, ni bando. Se alimentan del juego. Hoy critican a Juan delante tuyo… y mañana critican a vos delante de Juan.
Juntate con gente que hable de ideas, de proyectos, de sueños, de lo que le pasa. Gente que se mira a los ojos cuando habla. Gente que, si te tiene que decir algo, lo hace con respeto… pero de frente.
Porque hablar por atrás puede hacerlo cualquiera. Pero decir la verdad con altura y con presencia… eso, mi amigo, es para valientes.
Estaba sentado, a punto de escribir un cuento para “Amanece Pop”, cuando pasó algo.
Recibí una notificación de Instagram. Una persona comentaba un reel que había subido con uno de estos cuentos… y se quejaba. Decía que yo era puro bla, bla, bla.
“Cuánta palabra”, escribió, como si las palabras sobraran. Como si expresarnos fuera un problema.
Le respondí algo que vengo poniendo en práctica hace poco. Le puse:
“Atenta, porque la forma en que nos dirigimos a los otros habla más de cómo nos hablamos a nosotros mismos… que de los otros”.
Y es así. A veces respondo con amor a los comentarios llenos de enojo. No por quedar bien… sino porque entendí que si alguien viene a tirarte un balde de mala vibra, ese balde es suyo. No tuyo.
Como dice uno de esos cuentos que andan por ahí:
“Si vos no aceptás el regalo… ¿de quién es el regalo?”.
Lo mismo con la bronca, con el juicio, con la mala onda: si no lo aceptás, no es tuyo. Queda donde estaba. Lamentablemente, mucha gente vive en ese mundo. Y eso no tiene nada que ver con el tuyo.
Me pasa también con cosas simples. Como cuando saludás a alguien por la calle, o en un local, y no te devuelve el saludo.
Vos decís “buenos días”… y del otro lado, nada.
Bueno, aprendí que esos “buenos días” no son para que te los devuelvan.
“Son tuyos”.
No te estreses.
No siempre que percibas mala onda es porque hiciste algo mal. Mucha gente vive en esa vibra.
Pero una cosa es tener problemas, y otra muy distinta… es andar por la vida rompiendo a los demás.
Trabajé muchos años en programas de espectáculos. Conocí famosos de todos los colores. Estrellas de verdad… y otras que eran más luces de neón que otra cosa. Aprendí a identificar rápidamente a qué clase de persona tenía enfrente. No por lo que decían, ni por lo que mostraban. Por los ojos.
Porque los ojos no mienten.
Vi gente sonreír para la cámara mientras su mirada gritaba auxilio. Vi cuerpos esculpidos, trajes de diseñador, carteras de miles de dólares… y detrás de todo eso, una tristeza muda que se escapaba por los ojos como si fueran ventanitas empañadas.
Y ojo, no pasa solo con los famosos. Hoy cualquiera puede ser su propio producto de marketing. Las redes sociales son ese “altar de sacrificios”, como cantaba Cerati en El Rito. Suben fotos, frases bonitas, logros, lujos, viajes, cuerpos trabajados... todo para alimentar la tribuna. Para parecer felices, aunque estén vacíos.
Hay algo que aprendí con los años: la verdadera alegría no necesita gritar. Y también a cuidarme de ciertos simuladores. Esas personas que parecen un tesoro y son un yunque. Que te seducen con lo que muestran, pero te destruyen con lo que son. Mirales los ojos. Ahí está la verdad. No en la sonrisa. No en el brillo del auto. No en los abdominales ni en los likes.
