Cuestiones obreras - Rafael Altamira y Crevea - E-Book

Cuestiones obreras E-Book

Rafael Altamira y Crevea

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Desde principios del siglo XX y hasta poco antes del estallido de la Gran Guerra en junio de 1914, Rafael Altamira redactó numerosos escritos de temática «obrera», una buena muestra de los cuales, debidamente ordenados y clasificados, recopiló en el libro titulado Cuestiones obreras. En conjunto, los escritos de Altamira recibían la denominación de «cuestiones obreras». Al obrero como tal y como hombre no sólo le importaban cosas relativas a las relaciones entre el capital y el trabajo. Así, a esas otras cuestiones, en plural, que no son menos sociales que las económicas, nos dice Altamira, se refiere el presente libro, que abarca un amplio abanico de temas relacionados con la difusión popular de la cultura y los enfoques éticos y jurídicos del denominado «problema obrero».

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Seitenzahl: 410

Veröffentlichungsjahr: 2014

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CUESTIONES OBRERAS

Rafael Altamira

Estudio preliminar dePedro Ruiz Torres

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

© Del texto: herederos de Rafael Altamira, 2012

© Del estudio preliminar: Pedro Ruiz Torres, 2012

© De esta edición: Universitat de València, 2012

Corrección: Communico, C.B.

Maquetación y diseño de cubierta: JPM Ediciones

ISBN: 978-84-370-9338-3

Edición digital

ÍNDICE

Estudio preliminar

CUESTIONES OBRERAS

Dedicatoria

Prólogo

CUESTIONES DE CULTURA

I. La educación del obrero

II. La cuestión de la cultura popular

III. Lecturas y bibliotecas para obreros

IV. Democracia intelectual

V. La crisis de la Extensión universitaria

VI. Una fiesta

VII. Para qué sirve el saber

VIII. El derecho a la escuela

IX. El teatro popular

X. Talentos útiles e inútiles

CUESTIONES DE MORAL Y DERECHO

I. Sentimiento y derecho

II. Para los obreros

III. El trabajo y la ciencia

IV. Venganza y justicia

V. Paz a los muertos

VI. Sobre la organización obrera

VII. Otra conquista

VIII. Haz bien

IX. Recuerdo histórico

X. La superstición del sistema

XI. Los obreros y la libertad

XII. A la juventud socialista de La Arboleda

XIII. El descanso dominical

XIV. Un libro de Kropotkine

XV. El derecho futuro

ESTUDIO PRELIMINAR

Desde principios del siglo XX y hasta poco antes del estallido de la Gran Guerra en junio de 1914, Rafael Altamira redactó numerosos escritos de temática obrera y recopiló veinticinco de ellos en el libro que lleva por título Cuestiones obreras. En el prólogo de dicha publicación, fechado en enero de 1914, justificaba la reimpresión de esos trabajos, debidamente ordenados y clasificados, porque ninguno había perdido actualidad. Para acrecentarla, nos dice el autor, los que quedaron algo retrasados se remozaron o redactaron de nuevo. Si en conjunto recibían la denominación de «cuestiones obreras» no era porque trataran de la cuestión obrera por antonomasia, es decir, de las cuestiones económicas que integran la gran cuestión llamada «social». Al obrero como tal y como hombre le importaban otras cosas además de las relativas a las relaciones entre el capital y el trabajo. Así lo había podido comprobar en Asturias, en sus charlas con los trabajadores. A esas otras cuestiones, en plural, que no son menos sociales que las económicas, nos dice Altamira, se refería el presente libro.

Lejos de agotar el amplio abanico de asuntos relacionados con las distintas manifestaciones de la cultura obrera o con el trabajo y las condiciones de vida de los obreros, a que podría dar pie el título de Cuestiones obreras, los dos grandes apartados del libro cubren una temática mucho más restringida. El primero, «cuestiones de cultura», se centra en la educación de los obreros por medio de la escuela o a través de la Extensión Universitaria, del teatro, de las publicaciones y las bibliotecas populares, etc. El segundo, «cuestiones de moral y derecho», gira en torno al enfoque ético y jurídico que Rafael Altamira le da al «problema obrero». En vez de estudiar las múltiples y diversas formas de la cultura propiamente obrera y de entrar en el análisis de las nuevas relaciones económicas a las que había dado origen el desarrollo del capitalismo, nuestro autor se dirige a dos asuntos para él de suma importancia: la educación de los obreros y la moral y el derecho en relación con «el problema obrero». Cuestiones obreras, por tanto, no es una recopilación de estudios sobre los diversos problemas del mundo obrero, sino la exposición de unas ideas acerca de la manera de hacer frente a lo que en medios intelectuales y políticos se dio en llamar «el problema obrero». Dicho asunto se había convertido en la cuestión social por excelencia en la época del surgimiento y primera expansión del capitalismo industrial.

De la publicación del citado libro se hizo cargo la editorial Prometeo. Prometeo culminaba una larga trayectoria del escritor y político Blasco Ibáñez como editor, que había comenzado en la penúltima década del siglo XIX en Valencia y dado origen en 1894 al diario republicano El Pueblo. A este periódico siguió poco después la colección Biblioteca de El Pueblo, con obras de escritores sobre todo franceses, como Víctor Hugo, Dumas, Chateaubriand y Balzac, además de las primeras novelas del propio Blasco Ibáñez. Su sociedad con el librero Francisco Sempere hizo posible en 1898 la «Casa Editorial F. Sempere», también en Valencia, con la expresa finalidad de dar a conocer una literatura de contenido científico, de crítica social y a las instituciones religiosas y en sintonía con el proyecto ilustrado de progreso y emancipación del ser humano a través de la lucha contra la ignorancia. Las obras de pensadores como Voltaire, Renan, Mazzini, Darwin, Proudhon, Marx, Bakunin, Kropotkin, Reclus, Nietzche o Tolstoi y de escritores como Zola, Gorki, Ibsen o el propio Blasco Ibáñez, publicadas en un tipo de libro relativamente barato, llegaron a un sector de los trabajadores y tuvieron una gran difusión en España y en Latinoamérica. En sus años de diputado en Madrid, Blasco Ibáñez creó en 1905 la revista La República de las Letras, con un comité de redacción del que formaban parte, entre otros, Benito Pérez Galdós, Rubén Darío, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, además del propio Blasco. Al abandonar el Congreso fundó, en marzo de 1906, en Madrid, la editorial Española Americana, que dio vida a la colección de fascículos semanales de «La Novela Ilustrada», con el fin de divulgar obras importantes a un precio accesible, destinadas a un público de escasos recursos económicos. El gerente de esta editorial era otro valenciano, Fernando Llorca, que pocos años después contrajo matrimonio con Libertad, la hija de Blasco Ibáñez.1

El colofón de todas las empresas del famoso escritor fue, en 1914, la Editorial Prometeo en Valencia. Su primer libro, la novela de Blasco Ibáñez Los argonautas, combinaba la experiencia de su reciente estancia en Argentina con el relato de la colonización española de América. En compañía de semejante novedad y de la reedición de otras obras suyas (novelas y relatos de viajes, cuentos y la segunda edición de Argentina y sus grandezas), Prometeo incluyó en su catálogo de ese mismo año 1914 el primer libro no escrito por Blasco Ibáñez. Se trataba de Cuestiones obreras de Rafael Altamira, amigo y compañero de estudios de los tiempos de la licenciatura de Derecho en la Universidad de Valencia y recién llegado también de una larga estancia en el Nuevo Continente. Los inicios de la editorial no fueron prometedores y Fernando Llorca se trasladó a Valencia para hacerse cargo de la gestión. Más tarde, la «Editorial Prometeo, Llorca y Cía. S.L.» proporcionó pingües beneficios y sacó al mercado distintas colecciones, como la de «Clásicos» griegos o latinos, ingleses, franceses o españoles, la «Biblioteca Filosófica y Social», «Cultura Contemporánea», «La Ciencia para todos», «Novísima Historia Universal», «Novísima Geografía Universal», «Novelas y Teatro», «Obras de Vicente Blasco Ibáñez», «Novelistas españoles contemporáneos» y «La novela literaria». En esta última colección, cada volumen llevaba un prólogo firmado por Blasco Ibáñez. Las cubiertas en color de los libros ejercían un poderoso atractivo y contribuyeron al éxito de la empresa editorial.

LOS AÑOS DE ESTUDIANTE UNIVERSITARIO

Rafael Altamira Crevea nació en 1866 en Alicante y llegó muy joven a Valencia para cursar los estudios universitarios. En 1928, cuando la noticia de la muerte de Blasco Ibáñez le llevó a evocar su juventud universitaria en un artículo publicado en La Nación, escribió lo siguiente. «A los quince años y medio entré en la Universidad de Valencia. Iba a estudiar, sin gran entusiasmo, la carrera de Derecho». Nada ni nadie, en la segunda enseñanza, le había preparado para apreciar el saber jurídico. Sus preocupaciones y amores de adolescente, así como «el largo periodo de ‘devorador de libros’ que corrió para mí desde los doce años –o de antes, quizás– se orientaba del lado de la literatura y un poco también de la historia, cuya íntima poesía comenzaba a adivinar». Había comenzado los estudios profesionales de derecho con el firme propósito de no defraudar a sus padres, pero en los primeros años universitarios su entusiasmo se volcó en la literatura y otro tanto ocurría con sus amigos de aquella época.

«De todos ellos, el más parejo conmigo fue Blasco Ibáñez. ¡Amables horas aquellas de ambulación por el claustro de la Universidad levantina, entre cátedra y cátedra, en que olvidando por completo nuestras asignaturas, hablábamos de nuestras aficiones, nos contábamos mutuamente nuestras impresiones de los nuevos libros, discutíamos de los literatos de entonces y veíamos dibujarse, en el campo de nuestros anhelos, la obra que apetecíamos producir!»

A su grupo también le interesaba la política y «era, naturalmente, el liberal y republicano, en gran exaltación por entonces», pero Rafael Altamira recuerda que los primeros escritos con que se revelaron al público valenciano eran literarios. «Ni en cierta revista escolar en cuyo nacimiento me cupo buena parte de culpa», ni en el diario republicano El Universo, «que me abrió pronto las puertas de su colaboración, escribí jamás nada de política. En cambio, di allí mis primeras novelas y mis primeros folletones de crítica literaria». Blasco Ibáñez, que frecuentaba poco la Universidad, seguía otros rumbos y tenía otras amistades, entre ellas «algunos escritores bilingües que por entonces gozaban de prestigio y de una fecundidad de producción que nos daba envidia». Sin embargo, «no nos sentimos atraídos por el valencianismo». Pudo ser una cuestión de idioma, nos dice Altamira, aunque Blasco y él hablaran valenciano, y también a causa de «nuestra formación literaria basada, en proporción casi igual, sobre lecturas castellanas y francesas», y sin embargo «nuestra alma poética era profundamente regional. Ni Víctor Hugo, ni Murger, ni –un poco después– Zola, nos arrastraron a mundos extraños y a temas universales».2

Blasco Ibáñez y Altamira compartieron en aquellos años el mismo gusto por la literatura de temática valenciana y corte naturalista, que en el caso del primero dio origen al ciclo de sus famosas novelas sobre la clase media valenciana, la vida de los pescadores de El Palmar, los desahucios de campesinos arrendatarios que transmitían de padres a hijos el usufructo de la tierra, la gran burguesía naranjera y el caciquismo político local, o el duro trabajo en la marisma del entorno de la Albufera.3 Al igual que Blasco Ibáñez, Rafael Altamira se inclinó también por el periodismo y por la literatura mientras estudiada Derecho. Con algunos de sus compañeros fundó La Unión Escolar, revista «científico literaria» para los alumnos de la Universidad de Valencia. Por entonces colaboró en el periódico republicano El Universo y si, como él recordaba en 1928, los artículos de crítica literaria y las novelas le habían abierto el camino, lo cierto es que en la «Hoja literaria» de dicho periódico vieron la luz dos estudios, uno acerca de la Edad Media y otro dedicado a los sistemas filosóficos modernos, y que «en los últimos años de la carrera escribió artículos de crítica y de cuestiones sociales». Al menos eso afirmaba en 1922 Santiago Valentí Camp, al referirse a Rafael Altamira en su obra Ideólogos, teorizantes y videntes.4 Dicho autor destacaba, asimismo, que los dos estudios publicados en La Ilustración Ibérica en 1886, con el título de «El realismo y la literatura contemporánea», le granjearon la amistad de Menéndez Pelayo y Leopoldo Alas, y que Altamira «escribió hermosos trabajos literarios». En 1893 editó un libro de crítica, Mi primera campaña, con prólogo de Leopoldo Alas; en 1894 una novela corta, Fatalidad; en 1895, Cuentos de Levante (Paisajes y escenas), y en 1903, Reposo, su última creación novelesca. Valentí Camp resume de la siguiente manera el tema de fondo de esta novela: la paz que buscan los intelectuales, «cuando se sienten fatigados de la dura lucha cotidiana», no se encuentra al dejar los grandes centros urbanos por el ambiente apacible de la aldea, porque «la inquietud la llevan en el espíritu y no hay influjo externo que pueda remediarlo».

Cuando en 1903 Rafael Altamira publicó Reposo, su vida y su orientación intelectual habían cambiado mucho en relación con sus años de estudiante en la Universidad de Valencia. La primera vocación, como él mismo nos dice, fue la literaria, pero otra actividad empezó pronto a tomar el relevo. En 1886 terminaba con brillantez su carrera de Derecho, obtenía el premio extraordinario de licenciatura y se trasladaba a Madrid para cursar el doctorado. A diferencia de otros alumnos que en la década de 1880 pasaron por la Facultad de Derecho de Valencia, como su amigo Vicente Blasco Ibáñez o José Martínez Ruiz, a Rafael Altamira le atraía el estudio de las ideas jurídicas, sobre todo si eran puestas en perspectiva histórica. De tal modo, se ampliaba el horizonte de su carrera, porque dicho estudio podía convertirse en una alternativa al ejercicio profesional de la abogacía, que le motivaba muy poco aun con ser la salida más frecuente del licenciado en Derecho. Sus años en Valencia le hicieron entrever esa alternativa, pero ¿cómo era en aquel entonces el ambiente cultural y universitario de la ciudad?, ¿qué influencias recibió de los profesores de la Facultad de Derecho de Valencia nuestro joven estudiante?

Del ambiente cultural de la ciudad de Valencia, a la que llegó desde Alicante Rafael Altamira cuando todavía no había cumplido los dieciséis años,5 y de algunos profesores de la Facultad de Derecho en la década de 1880, nos dejó Azorín un conjunto de retratos literarios a larga distancia que vieron la luz en 1941.6 Cincuenta años de por medio son muchos para que el recuerdo no se diluya en una mezcla de evocaciones y de elaboración selectiva e interesada y más en otro contexto, porque no debemos olvidar que Valencia se publicó dos años después del final de la Guerra Civil y de la instauración de la dictadura de Franco en el conjunto de España. Con todo, da pie a hacernos una idea del ambiente cultural de la ciudad del Turia, de la vida del estudiante universitario y de cómo eran algunos profesores de la Facultad de Derecho. José Martínez Ruiz, a diferencia de Rafael Altamira, se aplicaba poco a las aulas y a los exámenes. Desde 1888 irá deambulando por las Facultades de Derecho de Valencia, Granada y Madrid sin concluir la carrera. Su actitud no se parecía en absoluto a la de Altamira; su compañía era otra, no en vano llegaba a Valencia cuando Altamira salía con destino a Madrid. Los amigos del joven de Monòver, como la mayoría de los estudiantes universitarios de entonces, procedían de familias acomodadas. Varios eran hijos de labradores ricos o de comerciantes de Oliva, uno de ellos Llorca, o de un pueblo cercano, como el compañero cuyos estudios no conocía nadie y que encarnaba «el espíritu señoril de pueblo, de pueblo valenciano, de pueblo rico», nos dice Azorín. Altamira tenía otros orígenes familiares. Su padre era músico mayor de artillería y se distinguió más por la interpretación de las partituras que por la milicia. Se retiró del ejército y fue a vivir a Alicante. Allí nació Rafael y estudió la primera enseñanza y el bachillerato. Sus aptitudes para la música, de las que ha hablado recientemente su nieta Pilar Altamira, tuvieron mucho que ver con el ambiente familiar.7 En cuanto a Blasco Ibáñez, había nacido en la calle Jabonería Nueva, en un barrio comercial y de tradición artesanal, en pleno centro de la ciudad de Valencia, en el que su progenitor, de origen aragonés, consiguió abrirse camino con un pequeño negocio.

Azorín y sus amigos frecuentaban lugares como el café de España, donde la animada charla de los jóvenes se desenvolvía mientras el pianista interpretaba fragmentos de Tanhäuser y Lohengrin de Wagner. La Valencia de los años ochenta era una ciudad wagneriana, recuerda Azorín en 1941, y José Carlos Mainer ha llegado a hablar en nuestros días de «la novelización del culto wagneriano», a propósito del ciclo valenciano de Blasco Ibáñez.8 También Valencia, según Azorín, era entonces la ciudad de los «pintores desposados con la luz», como Joaquín Sorolla. Mariano Benlliure iniciaba su vida de escultor con una estatua de Ribera, un trabajador incansable que al modo del mismo Benlliure «amó apasionadamente su arte». Escalante, «el producto lógico de la intensa sociabilidad valenciana», mostraba las costumbres de sus conciudadanos por medio del teatro, antes de su fallecimiento en 1895. Por su parte, «Blasco Ibáñez ha creado la Naturaleza valenciana», a grandes rasgos, impetuosamente. Su nombre encarnaba una tendencia, que tenía en Zola a su maestro; la otra la representaba Teodoro Llorente, «poeta, historiador, periodista, traductor de Goethe, amigo de Mistral». Llorente dirigía Las Provincias, un periódico conservador. Francisco Castell, del que Azorín no recuerda si era doctor en Derecho, en Filosofía y Letras o en Ciencias, estaba al frente de El Mercantil Valenciano, un diario de ideas avanzadas, que se encontraba a espaldas del teatro Principal y en Valencia tenía «su principal clientela entre los universitarios». Después de media noche, Azorín escribía sus críticas teatrales y las enviaba a este diario. Los jóvenes estudiantes iban a los cafés y al Fum-Club, «el santuario de los juegos de puro azar», al que se llegaba tras penetrar «en una madeja de callejitas». Las calles viejas de Valencia los hechizan. Todavía conservaban los restos de la antaño ciudad de los gremios, de la época en que abundaban los telares de seda. La antigua organización gremial, nos dice Azorín de manera nostálgica e idealizada, era paternal y benéfica, una prolongación de la familia, garantía del trabajo fino, concienzudo. A finales del siglo XIX, «un eminente historiador del Derecho de España, maestro venerado en las aulas valencianas, se esforzó noblemente en su resurrección». Se trataba precisamente de uno de los profesores de la Facultad de Derecho, Eduardo Pérez Pujol.

A la Universidad, recuerda Azorín, se solía entrar por la puerta que daba a la calle de la Nave y

«...es una fábrica cuadrilonga, neoclásica, completa en sus dependencias, cuidada y limpia. Cuenta con las aulas de Derecho y las aulas de Ciencias, sala de profesores, rectorado, laboratorios, paraninfo magnífico –trazado por el matemático Tosca–, capilla espaciosa, más bien pequeña iglesia, biblioteca.»

El patio se abre en el centro del edificio y en él hay una amplia galería, con columnas dóricas que lo circundan. El centro lo ocupa la estatua en bronce de Juan Luis Vives, el pensador humanista que en 1509 partió de tierra española y permaneció alejado de ella.9 Arriba hay una espaciosa terraza a la que dan las ventanas o puertas de la biblioteca. Abajo está el lugar por donde deambulan los escolares. Las clases se encuentran en las galerías, con poca luz o con ninguna, como la clase del preparatorio de Derecho, que no tiene ventanas y «está iluminada por el montante de la puerta. Filas de escaños en gradería ofrecen asiento a los estudiantes. Y en el fondo, elevada, a modo de ancho público, está la tribuna profesoral. El acto de ascender y bajar el profesor es cosa solemne». El edificio de la «Universidad literaria» daba cabida en los años ochenta al Rectorado y a las facultades de Derecho y de Ciencias. Allí estudió Rafael Altamira, poco antes de que lo hiciera Azorín.

LOS PROFESORES KRAUSISTAS DE LA FACULTAD DE DERECHO

En la Facultad de Derecho de Valencia destacaba un pequeño y muy activo grupo de profesores que se había significado por sus ideas krausistas y republicanas durante el sexenio democrático (1868-1874). Tres de ellos, el valenciano Eduardo Soler Pérez, el madrileño José Villó Ruiz y el salmantino Eduardo Pérez Pujol, participaron en el enérgico rechazo a una de las primeras medidas involucionistas de la Restauración, poco después de la formación del primer gobierno presidido por Antonio Cánovas del Castillo. La publicación en febrero de 1875 del real decreto sobre la libertad de cátedra, a instancias del ministro Manuel de Orovio, provocó una segunda cuestión universitaria.10 El decreto vino acompañado de una circular a los rectorados que prohibía la explicación de otras doctrinas religiosas que no fueran las del Estado o, lo que es lo mismo, obligaba a los profesores universitarios a sujetarse al dogma católico, la única religión reconocida oficialmente. La medida, además, amenazaba con sancionar a los profesores que no hicieran suyo el régimen de la monarquía borbónica, lo que agravó el enfrentamiento con los krausistas. Dos discípulos de Giner de los Ríos en la Universidad de Santiago fueron acusados de introducir el darwinismo, separados de su cátedra y encarcelados. La respuesta dio pie a un amplio movimiento de solidaridad por parte de un buen número de catedráticos de diversas universidades y de institutos de segunda enseñanza, encabezado por Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón. La expulsión o la renuncia de estos y otros profesores universitarios, como Emilio Castelar, llevó a la creación en 1876 de la Institución Libre de Enseñanza. Eduardo Soler, José Villó y Eduardo Pérez Pujol participaron en el rechazo a la política represiva del ministro Orovio. En abril de 1875, el periódico conservador Las Provincias informaba de que estos tres catedráticos de la Universidad de Valencia habían elevado su protesta al Gobierno con motivo de «la cuestión del profesorado». Eduardo Soler fue destituido de su cátedra y figurará en 1876 como fundador y profesor de la Institución Libre de Enseñanza. Semejante represalia no se ejerció con los otros dos catedráticos críticos con el decreto Orovio, José Villó y Eduardo Pérez Pujol, que pudieron mantener su puesto docente en la Universidad de Valencia. Apoyaron la Institución Libre de Enseñanza, pero sin tener en ella un papel tan destacado como el de Eduardo Soler.

La subida al poder en 1881 de Práxedes Mateo Sagasta (el retorno de Cánovas tuvo lugar a principios de 1884) y sobre todo la década de gobierno del partido liberal entre 1885, tras la muerte de Alfonso XII, y 1895 (con una corta interrupción, en 18911892, de gobierno del partido conservador), trajeron cambios importantes. Las reformas políticas de los liberales buscaron una mayor democratización del sistema (ley de imprenta en 1883, ley de asociaciones en 1887, ley del sufragio universal masculino en 1890) y la institución universitaria dejó atrás los peores momentos de la reacción conservadora. En esos años, resultaba posible la influencia de las nuevas corrientes de pensamiento, en especial de un krausismo que a su matriz idealista añadía ahora, de un modo ecléctico, la orientación científico-empírica. En 1881 Eduardo Soler recuperó su cátedra en Valencia. Tres años después, por la reforma de los estudios en las facultades de Derecho, pasó a la de «Derecho político y administrativo» y Eduardo Pérez Pujol a la de «Historia general del Derecho español». En pleno cambio democratizador y «positivista», por tanto, se encontraba la Facultad de Derecho de Valencia en los años en los que estudiaron en ella Rafael Altamira y Vicente Blasco Ibáñez. En sintonía con los ideales de la Institución Libre de Enseñanza, la apuesta de algunos de sus profesores por la ciencia y por la educación como motor del progreso, así como por un Estado laico que respetara todas las creencias, dejó huella perdurable en muchos de sus alumnos.

A pesar de los esfuerzos del grupo krausista por renovar la anquilosada institución universitaria, la Facultad de Derecho de Valencia tenía muchas carencias cuando Altamira y Blasco Ibáñez cursaban la licenciatura. Suele considerarse que el nombramiento de Eduardo Soler en 1898 como decano mejoró algo la situación, con la implantación de un sistema de becas y ayudas a los alumnos con pocos recursos,11 pero tampoco trajo una gran reforma. Desde el plan Gamazo de 1883 y durante buena parte del siglo XX, nos dice Mariano Peset, se mantuvieron las mismas asignaturas y cátedras, con algunos retoques. La Facultad de Derecho de Valencia no destacaba en la década de 1880, más bien era como las del resto de España, salvo la de Barcelona y sobre todo la de Madrid, que concentraban a los mejores juristas autóctonos de finales del siglo XIX.12 En la Universidad de Valencia las facultades de Derecho y de Medicina, a partes iguales, se llevaban el ochenta y nueve por ciento de los alumnos de la enseñanza superior en 1878-1879, en un ciclo regresivo del conjunto de la población universitaria que condujo a la pérdida de la mitad de los estudiantes en 1889-1890. Solo en 1931-1932 se recuperó el nivel de 1878-1879. Resulta sorprendente, y aún está por explicar, este bache tan pronunciado a finales del siglo XIX y en el primer tercio del XX, sin parangón en las demás universidades españolas. Las otras dos facultades, Filosofía y Letras y Ciencias, apenas reunían en 1878-1879 el once por ciento de los alumnos universitarios en Valencia, la primera en pleno declive.13 Tanto la de Filosofía y Letras como la de Ciencias tenían una función subordinada a las dos facultades más importantes, de preparatorio para entrar respectivamente en Derecho y en Medicina, aunque la de Ciencias empezara un camino propio en física y química.14 Por el contrario, la Facultad de Filosofía se suprimió en 1883 y solo volvió a abrir sus puertas en 1896, motivo por el cual ni siquiera la nombra Azorín, como acabamos de ver, al referirse al edificio de la Universidad que acogía entonces solo las facultades de Derecho y de Ciencias. En ese mismo edificio, la Facultad de Filosofía y Letras adquirió relieve en Valencia tras la reforma universitaria de 1900.

Las primeras cátedras de «Historia general de Derecho español» se crearon en 1883, de resultas del plan Gamazo. En 1884 el Consejo de Instrucción Pública propuso a Eduardo Pérez Pujol (1830-1894) para ocupar la de Valencia. Su titular, originario de Salamanca, había sido catedrático de «Derecho romano» en Santiago y, tras su llegada a Valencia, se encargó en 1858 de materias relacionadas con el derecho civil y la historia del derecho civil español. La amistad de Pérez Pujol con los profesores krausistas de la Universidad de Madrid (Julián Sanz del Río, Fernando de Castro) facilitó en 1869 su nombramiento como rector de la Universidad de Valencia con el apoyo de la Junta Revolucionaria de esta ciudad. Sensible al malestar de los trabajadores, pero contrario a la Primera Internacional, propició el debate sobre ella, que en 1871 tuvo lugar en la universidad de la que era rector, y elaboró el informe que en enero de 1872 se presentó a la Sociedad Económica con el título «La cuestión social en Valencia». En julio de 1873 aceptó formar parte de la junta revolucionaria del cantón de Valencia, en compañía de Vicente Noguera y de Vicente Boix, con quienes se marchó pronto cuando el nuevo organismo se radicalizó en sentido social. Su implicación en este movimiento le llevó a prisión y a la renuncia al cargo de rector, aceptada por el Gobierno a finales de ese mismo mes de julio.15

La dedicación de Pérez Pujol a la cátedra de Historia del Derecho, desde que en enero de 1885 salió publicado su nombramiento en la Gaceta de Madrid, duró poco (se jubiló en 1888), pero su conocimiento de esta materia venía de mucho tiempo atrás. La historia y la filosofía del derecho habían tenido una gran entidad en sus cursos de derecho civil y a los Orígenes y progresos del estado y del derecho en España dedicó su discurso de apertura del curso en la Universidad de Valencia, que se publicó en 1860. Su paso por la nueva cátedra, recién creada, así como la edición en 1886 en Valencia de su Historia general del derecho español. Curso 1885 a 1886. Apuntes de las clases, coincidieron de lleno con los años en los que Rafael Altamira terminaba la licenciatura en Valencia. La idea que Pérez Pujol tenía del derecho, tomada del krausismo, así como su enfoque histórico y su tendencia a incorporar a los estudios jurídicos la nueva ciencia de la sociología, debieron de influir en la formación universitaria de Rafael Altamira.16 Otro tanto ocurrió en relación con la cuestión social, no en vano Pérez Pujol dio en sus escritos una gran importancia a la instrucción del obrero y concibió este problema «como no solo de orden económico, sino también moral». Más adelante volveremos sobre ello.

Si durante esos años la Facultad de Derecho de Valencia no parecía distinta de las de la mayor parte de España, como escribe Mariano Peset, en lo relacionado con la historia tenía una particularidad. Pérez Pujol era considerado entonces uno de los pocos historiadores «que a los ojos de la ciencia merecen ese nombre»;17 el mejor, con diferencia, de la primera hornada de catedráticos de historia general del derecho español, como se ha reconocido en nuestros días.18 Además, cuando Altamira comenzó sus estudios universitarios en el curso 1881-1882, a la formación histórica de los juristas también contribuía otra asignatura, si bien de menor entidad, dado que proporcionaba en aquella época una formación previa o preparatoria a la licenciatura en Derecho. En la reforma de estudios de Fermín Lasala en 1880, de tinte conservador, el ministro de Fomento del último gobierno de Cánovas (antes de que este fuera sustituido en 1881 por Sagasta) mantuvo la Historia Universal en dos cursos, primero y segundo. Dicha asignatura la impartía en Valencia José Villó Ruiz (1839-1907). Altamira lo tuvo de profesor y también más tarde Azorín. El escritor de Monòver dejó en 1941 un retrato del envejecido catedrático de la Facultad de Filosofía Letras, que antes se había hecho cargo de la asignatura de «Historia Universal» y desde el plan Pidal de 1884 enseñaba «Historia crítica de España» en el preparatorio de Derecho.19 Como sabemos, la Facultad de Filosofía y Letras había desaparecido por decisión tomada en 1883 y se mantendrá cerrada hasta 1896. La imagen de Azorín de un Villó abstraído, que cierra los ojos cuando explica y «se sume en suspensiones misteriosas», un «hombre bondadoso que no suspende a nadie» y vive en «una ciudad sumido en lo eterno»,20 ha sido repetidamente evocada por diversos historiadores en nuestros días. Sin embargo, un breve repaso a su biografía intelectual debería llevarnos a concluir que su trayectoria merece mayor atención por parte de los investigadores.

José Villó Ruiz había nacido en Madrid en 1839, se licenció en derecho civil y canónigo en 1864, se doctoró en Filosofía y Letras en 1867 con una tesis titulada «Juicio crítico sobre el reinado de San Fernando» y poco después fue nombrado catedrático de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia. En su discurso de apertura del curso en esta universidad, en 1870, dejó clara su identificación con el krausismo y su sintonía con el ideal de Sanz del Río, de una humanidad convertida en sujeto de un proceso armónico de avance constante en la dirección del progreso y de manera acorde con el plan previsto por la naturaleza. El citado discurso no era solo de carácter filosóficohistórico, también suponía una defensa a ultranza de la autonomía universitaria, de la profesionalización de la enseñanza y a favor de la liberación de la universidad de la opresora tutela del Estado. Tras el decreto Orovio de 1875, firmó la carta de protesta de unos pocos profesores de la Universidad de Valencia, pero que sepamos no fue separado de su cátedra. Pronunció el discurso de apertura del curso 1879-1880 en el Ateneo de Valencia. De nuevo en 1902, en plena conmemoración del cuarto centenario de la fundación de la Universidad de Valencia, se hizo cargo del discurso inaugural del año académico. En ambos, además de defender el restablecimiento de la asignatura de filosofía de la historia, suprimida en las facultades de Filosofía y Letras, descalificaba tanto el positivismo como la sociología. Se proclamaba defensor de la concepción krausista de la historia, una filosofía que a estas alturas era incapaz de desprenderse del enfoque metafísico idealista y entender los planteamientos nuevos del fin de siglo y las propuestas metodológicas de las ciencias sociales.21

Aun cuando Villó pertenecía al círculo de seguidores de Julián Sanz del Río (1814-1869) y de Fernando de Castro (18141874), su influencia sobre Altamira no fue decisiva. Su filosofía de la historia se llevaba mal con la nueva época de la «ciencia positiva». No obstante, algo tuvo que ver con el cambio de Altamira en los últimos años de carrera, cuando «sufrieron crisis mis ilusiones literarias» y empezaron a preocuparle otros asuntos. Renacieron entonces «aficiones a otros órdenes de cultura» que se habían apuntado en los primeros años y «principalmente en la clase de Historia, a que Villó daba especial vida e interés con sus disquisiciones filosóficas y su sentido ampliamente liberal». Con todo, «el cambio fue producido, en primer término, por una de las influencias que más hondo han calado en mi espíritu y a la que debo beneficios intelectuales que siempre tengo presentes, porque de ellos ha derivado serie larguísima de consecuencias trascendentales para mi cultura». Se refería a «mi maestro» Eduardo Soler, quien le había hecho leer «libros como los de Gervinus, Sanz del Río (la Analítica) y otros», y en sus inolvidables excursiones por la vega valenciana había despertado «las primeras ideas del arte monumental», al hacer que los edificios y ruinas de la Edad Media y del Renacimientos no parecieran restos muertos, «sino testigos elocuentes de la vida pretérita, que hablan el lenguaje misterioso que sirve para entender y reconstruir la imagen de los tiempos antiguos».22

Eduardo Soler Pérez (1845-1907) había nacido en Villajoyosa, estudió Derecho en Valencia, obtuvo el grado de doctor en Madrid y pasó a ocupar seguidamente la cátedra de «Procedimientos judiciales» que había dejado vacante Montero Ríos en Oviedo. Tras su regreso en 1874 a Valencia, como catedrático de «Disciplina eclesiástica», le llegó al año siguiente la destitución por la protesta en la «cuestión de los catedráticos», a consecuencia del decreto Orovio. Fundador y profesor de la Institución Libre de Enseñanza, estaba en plena sintonía con la evolución experimentada en este medio docente. Cada vez más alejados de la metafísica y la filosofía especulativa del primer krausismo, muchos profesores de la Institución Libre de Enseñanza, con Franciso Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Manuel Bartolomé Cossío a la cabeza, se sumaban a la tendencia europea a favor de la renovación de los estudios jurídicos e históricos y de constituir nuevas disciplinas humanas y sociales (economía, sociología, psicología, pedagogía, geografía humana) con un carácter científico-empírico. De esa corriente, que más tarde Posada denominó «krausismo positivo», formaba parte Eduardo Soler en la Universidad de Valencia.

Eduardo Soler, que por la reforma en 1884 del plan de estudios de la licenciatura de Derecho pasó a la cátedra de «Derecho político y administrativo» y en 1898 sería nombrado decano de la Facultad de Derecho de Valencia, publicó libros sobre dicha materia, un manual de derecho mercantil, unas Lecciones sumarias de Psicología (en colaboración con Giner los Ríos y Alfredo Calderón) y el discurso leído en la apertura del año universitario 1885-1886, El Estado y sus relaciones con la Iglesia.23 De manera perdurable en la memoria de sus alumnos, como pondrá de relieve Azorín, destacó también por su amor a la naturaleza y la labor pedagógica de transmisión de un conocimiento «de cosas concretas y prácticas», trabajo personal de los estudiantes y «excursiones a campos y pueblos lejanos».24 Rafael Altamira lo considerará su maestro en los años de la carrera de Derecho en Valencia: «más tarde, fue Soler quien me empujó a Madrid, quien me puso en contacto con Giner, con Azcárate, con Salmerón...»,25 y, en definitiva, con la Institución Libre de Enseñanza.

EL IDEARIO DE LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

En otoño de 1886, Rafael Altamira llegó a Madrid para iniciar sus estudios con vistas al grado de doctor en Derecho, con tres cartas de recomendación escritas por Eduardo Soler para Francisco Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Nicolás Salmerón. Así se le abrieron las puertas de la Institución Libre de Enseñanza. De la dirección de su tesis se encargó Gumersindo de Azcárate (1840-1917), reintegrado en 1881 a la actividad universitaria después de su expulsión en 1875 de la cátedra de «Economía Política y Estadística» en la Universidad de Madrid. Azcárate, que junto con Giner de los Ríos y otros profesores había fundado en 1876 la Institución Libre de Enseñanza, debió hacerse cargo en la Universidad Central, tras su reincorporación en 1881, de materias distintas de las económicas («Historia general del derecho español», «Instituciones del derecho privado», «Legislación comparada»), pero su interés por la economía, la sociología y el problema social no decayó. Entre sus numerosos escritos sobre estas cuestiones destacaban los siguientes: Estudios económicos y sociales (1876), Resumen de un debate sobre el problema social (1881), El concepto de Sociología, discurso leído en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el 7 de mayo de 1891, El problema social. Discurso leído en el Ateneo Científico y Literario de Madrid el 10 de noviembre de 1893 y Concepto de la sociología y un estudio sobre los deberes de la riqueza (1904). A ello se añadió una participación muy activa en la Comisión de Reformas Sociales, constituida en 1883 y, más tarde, la presidencia del Instituto de Reformas Sociales, desde su fundación en 1903 hasta el fallecimiento de Azcárate en 1917.26

El director de la tesis doctoral de Rafael Altamira llevaba a cabo, dentro del krausismo español, una labor crítica de la ortodoxia liberal y otra no menos importante de recepción de las nuevas ideas económicas con vistas al «problema social». Sin embargo, se quedó a medio camino con un planteamiento ecléctico que defendía a ultranza la libertad de mercado y procuraba una limitada intervención del Estado, criticaba el individualismo económico «manchesteriano» y al mismo tiempo creía en la existencia de leyes naturales y principios generales de la economía.27 En el terreno metodológico, Gumersindo de Azcárate también se mostraba ecléctico: no estaba a favor del positivismo ni tampoco del historicismo y hacía suya tanto la lógica deductiva, importada de las ciencias naturales, como la lógica inductiva que reivindicaba la escuela alemana de estudios históricos. Semejante enfoque, que a finales del siglo XIX predominó en la segunda generación de profesores krausistas, era favorable a la «ciencia positiva» (es decir, empírica) y si se quiere al «positivismo», pero entendido este de un modo muy amplio. En las disciplinas sobre el ser humano resultaba imprescindible introducir ese enfoque, pero otra cosa era la «física social» preconizada tiempo atrás por el positivismo de Auguste Compte o en el cambio de siglo la sociología de Émile Durkheim. Semejante corriente despertó pocas simpatías en el entorno intelectual de Altamira. Su concepción de la historia partía de ese eclecticismo, algo que hoy no se percibe si de manera errónea se identifica sin más «ciencia positiva» con «positivismo científico» en sentido comptiano. Altamira, por el contrario, diferenciaba ambos y no sentía atracción por esta última corriente de pensamiento que empezaba a abrirse camino en la sociología española de la mano de Manuel Sales Ferré (1843-1910), otro profesor krausista. De ahí la poca sintonía entre el concepto de historia de Rafael Altamira y las ideas metodológicas del autor de Tratado de Sociología. Evolución social y política (1889-1897), profesor de Historia universal de la Universidad de Sevilla y desde 1899 titular de la primera cátedra de Sociología dotada en España, en la Facultad de Filosofía y Letras de Madrid.28

La defensa de la tesis doctoral de Altamira tuvo lugar con éxito en diciembre de 1887. El trabajo dio origen en 1890 al libro Historia de la propiedad comunal, prologado por Gumersindo de Azcárate. En 1929, cuando dicho libro se reeditó, el propio autor lo caracterizó como un estudio que, por lo referido a España, condensaba «las investigaciones anteriores de Costa, Azcárate, Linares, Pedregal, Webster, etc., aumentadas con otras mías». Su fin era despertar el interés de los investigadores «hacia formas de propiedad y disfrute que, a juzgar por nuestro Código civil, ni existen ni pueden darse en el pueblo español, y que sin embargo constituyen una rica y vigente realidad superior a todas las fórmulas abstractas de la ley».29 El libro y, en definitiva, la tesis doctoral de Altamira estaban en la línea del influyente Ensayo sobre la historia del Derecho de propiedad y su estado actual en Europa, escrito por Azcárate y editado en tres volúmenes (1879, 1880 y 1883), y del primer trabajo de envergadura de Joaquín Costa, La vida del derecho: ensayo sobre el derecho consuetudinario (1873), seguido de otras obras del pensador aragonés sobre el mismo tema. Los hechos observados en su Historia de la propiedad comunal, escribirá Altamira en la década de 1920, iban a ser confirmados por los admirables estudios de Costa reunidos y sistematizados «en el precioso libro» Colectivismo agrario en España (1898) y, tras ellos, en las numerosas monografías de derecho consuetudinario premiadas por la Real Academia de Ciencias Políticas.30

En la última década del siglo XIX, mientras daba clases en la Institución Libre de Enseñanza y desempeñaba un cargo de relieve en el Museo Pedagógico, fue formándose el ideario pedagógico y el concepto de historia de Rafael Altamira. Poco más de un año después de la edición de Cuestiones obreras, Altamira publicó también en la editorial Prometeo un pequeño libro de un centenar de páginas con el título de Giner de los Ríos educador. Como él mismo recoge en el prólogo, fechado en marzo de 1915, las páginas de este libro «fueron escritas en aquellos días de dolor que siguieron a la muerte de Giner», un mes antes, «como un desahogo».31 En dicho libro, Altamira condensó el ideario elaborado por este hombre de comportamiento ejemplar, trasmitido a sus discípulos. En opinión de Altamira, «Costa y Giner son los dos cerebros que más han sembrado para la España presente y futura; pero no cabe compararlos, porque su campo era muy diferente». Costa dejó «un legado de ideas y planes para nuestro mañana», «un programa de gobierno tan preñado de ideas y soluciones, que de él decía el mismo don Francisco ser cantera que podía alimentar, durante cien años, la actividad de los políticos españoles resueltos a estudiar las necesidades del país y a darles satisfacción». Por el contrario, Giner de los Ríos no tenía «fórmula para los problemas concretos del mañana». Su obra «fue de presente, hecha en vida», una obra «eminentemente personal y no de influencia de sistema». Su acción educadora se encuentra, tanto o más que en su creación más poderosa, la Institución Libre de Enseñanza, en la enorme cantidad de gente que no fueron alumnos en aquel centro, «pero llegaron a conocer a don Francisco cuando ya su primera educación (y a menudo también la universitaria) estaba hecha». El «efecto de su espiritualidad» era muy poderoso, «grande la autoridad de su pensamiento y de su ejemplo vivo». Confesor y director espiritual de muchas conciencias, solo pueden llamarse con razón discípulos de Giner de los Ríos quienes «dirigen su conducta… según la norma moral que constituyó la base de la doctrina y de la conducta del maestro».32

Según nos dice Altamira, lo importante para Giner de los Ríos, como para todos los moralistas, era la conducta. En el orden del saber le preocupaba el respeto a la verdad y a las ideas, «y el uso que de la fuerza intelectual se hiciese en la vida», y esto era también la honradez del científico que va desde la más prudente reserva en lo afirmado, hasta el respeto a toda conclusión ajena «y a toda la rectificación que la realidad traiga a nuestras más queridas convicciones, a nuestros más halagadores prejuicios». Por ese motivo, lo que sus discípulos han recogido de él «y lo que él les daba principalmente, era la regla de conducta, que en el conocer se llama método, rigor lógico, espíritu científico, flexibilidad de criterio, y en moral austeridad, desinterés, pureza, justicia, tolerancia».33 Giner fue para Altamira «maestro (es decir, educador)», con su empeño en la educación física en contacto con la naturaleza (una corriente vigorosa que desde hacía tiempo se daba en Inglaterra), en la educación artística (enseñaba a estimar la belleza y la significación del arte en la historia) y en la educación moral (la formación del carácter, la tolerancia y el respeto a la persona).34 Un Ideario Pedagógico que en 1923 seguía teniendo muy presente Altamira cuando publicó el libro de ese título.35

La labor docente de Rafael Altamira en la Institución Libre de Enseñanza favoreció el vínculo personal e intelectual, estrecho y perdurable, con Giner de los Ríos (1839-1915), quien llegó a nombrarle su auxiliar en la cátedra de Filosofía del Derecho. Como ha puesto de relieve Francisco Moreno en su biografía de Rafael Altamira,36 la década entre la lectura de la tesis, en diciembre de 1887, y la preparación de la oposición a la cátedra de Historia del Derecho en Oviedo, que se celebraría en febrero y marzo de 1897, trajo para el recién doctorado una muy intensa y variada experiencia de cara a su formación intelectual y no pocas dudas sobre el camino a seguir. En 1888 entró como segundo secretario en el Museo de Instrucción Primaria, que seis años antes había sido creado por Cossío y pronto recibirá el nombre de Museo Pedagógico. En él se acrecentó el interés de Altamira por los temas de la enseñanza y, en especial, de la enseñanza de la historia. Como confesaría más tarde, la afición histórica predominó sobre la filosófica y se convirtió en el cauce principal de su vocación. Por otra parte, también en estos años y con la reprobación según parece de Giner de los Ríos, Altamira se metió en política activa. Colaboró en el diario La Justicia, portavoz del Partido Republicano Centralista, que dirigía Salmerón con el apoyo de Azcárate. Dicho partido político proclamaba su propósito de traer la república por medios electorales.37 En 1891 Altamira fue nombrado director de La Justicia y dos años después dimitiría por los problemas económicos del periódico. En 1893 se presentó a las elecciones legislativas, por la circunscripción de Alicante, y sufrió una estrepitosa derrota.

También fue durante esa década cuando Altamira se hizo amigo de escritores famosos o a punto de serlo, de muy diversa ideología, como Benito Pérez Galdós, Emilia Pardo Bazán, Leopoldo Alas Clarín, Armando Palacio Valdés o Miguel de Unamuno y, en especial, de dos intelectuales tan diferentes como eran Joaquín Costa y Marcelino Menéndez Pelayo. Años de intensa producción, Altamira se encargó durante un tiempo del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, colaboró en numerosos periódicos y revistas científicas, editados en España o en el extranjero, siguió cultivando la crítica literaria y dio a conocer la mayor parte de sus cuentos y novelas. Asimismo dirigió o codirigió la Revista Crítica de Historia y Literatura Españolas, Portuguesas e Hispanoamericanas.38 Sin embargo, cada vez más su afición histórica se traducía en un conocimiento pormenorizado del desarrollo incipiente, fuera de España, de una nueva forma de historia (concebida como «ciencia positiva») y de su enseñanza en los distintos niveles educativos. A ello contribuyeron, de manera decisiva, su actividad organizativa y como docente en el Museo Pedagógico y los viajes al extranjero que hizo por encargo de dicha institución, para estar al corriente de la renovación de los estudios históricos y de la enseñanza de la historia sobre todo en Francia.

El Museo de Instrucción Primaria, más tarde Museo Pedagógico, se creó poco después del Congreso Pedagógico Nacional, inaugurado en enero de 1882 en Madrid, en la Universidad Central, con el apoyo del Gobierno y la presencia del rey Alfonso XII. Por tal motivo, la Institución Libre de Enseñanza presentó un escrito con sus ideas sobre la educación, firmado entre otros por Giner, Costa, Azcárate y Cossío, y ellos con sus intervenciones adquirieron un gran protagonismo en el congreso. El ministro de Fomento fue sensible en 1882 a la necesidad de tener también en España, como ocurría en gran parte de Europa, un museo de educación. Las oposiciones para cubrir las plazas de director y de secretario del Museo de Instrucción Primaria tuvieron lugar a finales de 1883 y el nombramiento para la primera recayó en Manuel Bartolomé Cossío (1857-1935). Un año después Cossío participó, en calidad de delegado de España, en la Conferencia Internacional sobre Educación que tuvo lugar en Londres. Giner de los Ríos le acompañó e hizo entonces una relación de los progresos de la enseñanza en España desde 1868 y de las dificultades con las que todavía se encontraba «la necesidad de dar a nuestra educación un carácter más práctico y fecundo». Presentó allí la Institución Libre de Enseñanza como la primera que en España había introducido el trabajo manual en toda la enseñanza primaria y tal vez una de las primeras de Europa que lo había incluido en la secundaria. A instancia del «movimiento pedagógico que la iniciativa privada, sobre todo, ha promovido en España», como escribió Cossío, nació el Museo Pedagógico de Instrucción Primaria, que empezó a funcionar en 1884. Su objetivo era «la educación de los maestros, que han de crear luego las escuelas primarias y populares, base de toda cultura, por ser donde se forma el país (no los sabios ni los especialistas, sino el país que es lo que más hace falta en nuestra patria)».39 Más tarde, el propio Cossío le cambió el nombre y se convirtió en Museo Pedagógico Nacional, para que pudiera abarcar todos los niveles educativos y no solo la formación de los maestros.40

LA HISTORIA COMO CIENCIA Y EL NUEVO PATRIOTISMO

En el Museo de Instrucción Primaria, Rafael Altamira ocupó en 1888 por oposición la plaza de segundo secretario y director de publicaciones. Dio clases sobre temas históricos y en 1890 el Museo le envió París, donde asistió a cursos en la Sorbona, en el Colegio de Francia y en la Escuela de Altos Estudios. Allí se encontró con una efervescencia renovadora del estudio y la enseñanza de la historia. Gabriel Monod había expuesto en 1876, en el primer número de la Revue historique, el principio que debía hacer de esta revista un nuevo tipo de publicación periódica dedicada al conocimiento histórico: la pretensión de independencia de cualquier dogma político o religioso y su compromiso con la ciencia en busca de la verdad.41 En buena medida gracias a Ernest Lavisse, en los primeros decenios de la Tercera República la institucionalización de la investigación histórica y de la enseñanza de la historia había dado en Francia un gran salto hacia delante. Lavisse, profesor en la Sorbona, autor de varios trabajos sobre la historia de Prusia y los emperadores de Alemania en los siglos XVIII y XIX, era muy conocido sobre todo por su preocupación pedagógica y los pequeños manuales de historia destinados a la enseñanza primaria. Su contribución a las instrucciones y los reglamentos para la enseñanza secundaria, fruto del trabajo de una «Comisión de reformas» que el ministro Léon Bourgeois hizo suyo en 1890 (el mismo año en el que Altamira llegaba a París), era toda una declaración de principios sobre el importante papel que debía jugar la enseñanza histórica en la educación intelectual, moral y cívica de los alumnos. La historia, pensaba Lavisse, debía fortificar el natural amor al país natal, pero sin olvidar al hombre en el ciudadano, ni dejar de proporcionar un conocimiento más amplio y universal que fuese útil a la humanidad.42

Cuando Altamira llegó en 1890 a París, Charles Seignobos acababa de asumir las funciones de «maître de conférences de pédagogie (sciences historiques)» en la Sorbona. En 1898 será nombrado para suplir a Lavisse como encargado de un curso de Historia moderna, pero solo adquirió en la Sorbona la condición de profesor (de «método histórico») en 1907. Para entonces había publicado una Histoire politique de l’Europe contemporaine (1897) y L’histoire dans l’enseignement secondaire