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En las últimas décadas, el concepto de cultura popular se ha relevado de gran utilidad en la investigación histórica de la Europa moderna. Gracias al trabajo pionero de Peter Burke, las herramientas del historiador cultural se aplican en cualquier aspecto de la historia, y han transformado nuestra manera de entender el pasado. Este creciente interés hacia la cultura popular no se restringe exclusivamente a los historiadores. Hace ya tiempo que lo comparten sociólogos, folcloristas, musicólogos, estudiantes de literatura, así como historiadores del arte y antropólogos. Este estudio, publicado por primera vez en 1978, examina la cultura popular de la Europa pre industrial entre 1500 y 1800, la cultura de los grupos que no formaban parte de la elite, de entre los que cabe destacar a los artesanos y los campesinos: desde el mundo de los animadores profesionales a las canciones, cuentos, rituales y juegos de la gente corriente. Esta tercera edición cuenta con una introducción donde se recogen muchos de los temas relacionados con la cultura popular que han pasado a un primer plano en los años transcurridos. Asimismo, la bibliografía se ha actualizado con los estudios publicados desde 1994.
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Seitenzahl: 835
Veröffentlichungsjahr: 2014
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Peter Burke
Cultura popular en la Europa moderna
Tercera edición actualizada
Traducción de: Antonio Feros y Sandra Chaparro
Agradecimientos
Prólogo
Introducción a la tercera edición
Primera parte. En busca de la cultura popular
1. El descubrimiento del pueblo
2. Unidad y diversidad en la cultura popular
3. Un filón inaccesible
Segunda parte. Estructuras de la cultura popular
4. La transmisión de la cultura popular
5. Las formas tradicionales
6. Héroes, villanos y bufones
7. El mundo del carnaval
Tercera parte. Cambios en la cultura popular
8. El triunfo de la cuaresma. La reforma de la cultura popular
9. Cultura popular y cambio social
Apéndice I
Apéndice II
Bibliografía
Archivo fotográfico
Créditos
Qui dit le peuple dit plus d’une chose: c’est une vaste espression, et l’on s’étonneroit de voir ce qu’elle embrasse, et jusques où elle s’étend.
La Bruyère, Les caractères,
París, 1688, «Des Grands».
A lo largo de la elaboración de este libro, he contraído más deudas de lo habitual. Agradezco a la British Academy la concesión de la beca de intercambio que me permitió entrevistar a especialistas y visitar museos en Noruega y Suecia y a la Universidad de Sussex que me relevara de mis obligaciones durante dos trimestres y asumiera los gastos de mecanografía. Ruth Finnegan de la Open University y mis colegas de Sussex, Peter Abbs, Peter France, Robin Milner-Gulland, John Roselli y Stephen Yeo, han sido muy amables comentando borradores de todo el libro o partes de él. En mis incursiones por su territorio recibí la ayuda de varios profesores escandinavos, sobre todo de Maj Nodermann en Estocolmo, Marta Hoffmann en Oslo y Peter Anger en Bergen. Asimismo, estoy muy agradecido a numerosos historiadores británicos por haberme facilitado diversas referencias o contestado a mis preguntas. Alan Macfarlane me dio la oportunidad de exponer las ideas recogidas en el capítulo 7 a un animado grupo de antropólogos sociales e historiadores reunidos en el King’s College de Cambridge. Presenté una primera versión del capítulo 3 en una conferencia celebrada en la Universidad de East Anglia en 1973 y publicada en C. Bigsby (ed.): Approaches to Popular Culture, 1976; agradezco a Edward Arnold Ltd. la concesión del permiso necesario para poder incluirla en este libro. También me gustaría dar las gracias a Margaret Spufford por sus comentarios sobre el manuscrito.
Durante las tres décadas que llevo leyendo y trabajando sobre la cultura popular he revisado este libro dos veces y he contraído muchas deudas. Quisiera mencionar expresamente a un persona y cuatro conferencias. Tanto el ensayo de Tim Harris titulado «Problematizar la cultura popular» como las conferencias celebradas en Matrafured, Hungría, en 1984, en la J. N. University de Delhi en 1988, en la Universidad de Essex en 1991 y en la Universidad de Sussex en 2007, me han ayudado mucho en mis reflexiones sobre el concepto central del presente volumen, me dieron nuevas ideas y me ayudaron a corregir otras.
Nota: Un libro de estas características está, inevitablemente, repleto de nombres y términos técnicos. El lector encontrará en el índice analítico breves biografías de las personas mencionadas en el texto y un glosario de términos. Hemos transcrito de forma abreviada muchas de las referencias incluidas en las notas. Los datos completos se recogen en la bibliografía final. Mientras no se indique lo contrario, las traducciones de los textos son mías.
El propósito de este libro es describir e interpretar la cultura popular de la Europa moderna. «Cultura» es un término impreciso con muchas definiciones, desde «redes de significados» hasta «prácticas y representaciones». Hay especialistas que opinan que estaríamos mejor sin él. Aquí optamos por definir a la cultura como un «sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de las formas simbólicas a través de las cuales se expresa o en las que se encarna»1. En este sentido, la cultura es parte de un modo de vida pero no se identifica plenamente con él.
Con respecto a la cultura popular, parece preferible definirla inicialmente en sentido negativo como la cultura no oficial, la cultura de los grupos que no formaban parte de la élite, las «clases subordinadas» como las denominara el marxista italiano Antonio Gramsci2. En el caso de la Europa moderna, estas clases estaban formadas por una multitud de grupos sociales, más o menos definidos, de entre los que cabe destacar a los artesanos y los campesinos. De ahí que usemos la expresión «artesanos o campesinos» (o «gente corriente») para referirnos de forma sucinta al conjunto de grupos que no formaban parte de la élite, incluyendo mujeres, niños, pastores, marineros, mendigos u otros (en el capítulo 2 se habla de las variaciones culturales en el seno de estos grupos).
Para descubrir las actitudes y valores de artesanos y campesinos debemos modificar el tipo de aproximación tradicional a la historia cultural, desarrollada por autores como Jacob Burckhardt, Aby Warburg y Johan Huizinga, y tomar prestados conceptos y métodos propios de otras disciplinas. De entre todas ellas, lo más natural en nuestro caso es pedir prestados conceptos al folclore (actualmente denominado «etnología»), en la medida en que los folcloristas se interesan por el «pueblo», las tradiciones orales y los rituales. Los especialistas en el folclore europeo han estudiado muchos de los temas tratados en este libro3 y los especialistas en crítica literaria, con su insistencia sobre las convenciones de los géneros literarios y su sensibilidad hacia el lenguaje, han elaborado una imagen que el historiador de la cultura no puede obviar4. A pesar de las diferencias evidentes entre las culturas azande o bororo y los artesanos de Florencia o los campesinos del Languedoc, los historiadores de la Europa preindustrial pueden aprender mucho de los antropólogos sociales. En primer lugar, estos quieren comprender la totalidad de una sociedad extraña en sus propios términos, mientras que los historiadores han tendido, hasta hace muy poco, a centrar su interés en las clases dirigentes. En segundo lugar, los antropólogos no se limitan a descubrir el punto de vista del actor respecto de su propia acción, sino que también analizan las funciones sociales de los mitos, las imágenes o los rituales5.
El arco cronológico de este libro abarca de 1500 a 1800. En otras palabras, corresponde a lo que los historiadores denominan «Edad Moderna», aunque muchos rechacen su modernidad. El área geográfica analizada comprende la totalidad de Europa, desde Noruega hasta Sicilia y de Irlanda a los Urales. Estos límites, temporales y geográficos, requieren algunas explicaciones.
Concebido originalmente como un estudio regional, este libro se fue transformando en una síntesis. Si tenemos en cuenta la amplitud del tema estudiado, parece evidente que no es posible darle un tratamiento exhaustivo. El libro consta de un conjunto de nueve ensayos interrelacionados que versan sobre algunos temas generales, es decir, sobre el código de la cultura popular más que sobre los mensajes individuales. Lo que se presenta es una descripción simplificada de las constantes y tendencias más importantes. La elección de un tema de estudio tan amplio plantea numerosos inconvenientes, siendo el más obvio que nada se puede estudiar detalladamente o en profundidad. Esto obliga a ser impresionista, a renunciar a prometedoras aproximaciones cuantitativas, entre otras cosas porque, dada la extensión espacial y temporal, las fuentes no son lo suficientemente homogéneas como para poder ser analizadas desde esta perspectiva6. Sin embargo, algunos de estos inconvenientes se compensan con diversas ventajas. En la historia de la cultura popular aparecen problemas recurrentes que deben analizarse a un nivel más general que el de una región: problemas de definición, explicaciones de los cambios y, el más evidente de todos, la importancia y límites de las propias diferencias regionales. Cuando los estudios locales han resaltado oportunamente estas variaciones, nuestra intención ha sido complementaria; pretendíamos ensamblar los distintos fragmentos y presentarlos como un todo, como un sistema compuesto por partes afines. Espero que este pequeño mapa de un territorio tan vasto ayude a orientar a futuros exploradores, pero también lo he escrito pensando en el lector no especializado. Un estudio sobre la cultura popular nunca debe ser esotérico.
Los trescientos años comprendidos entre 1500 y 1800, los siglos mejor documentados de la Europa preindustrial, parecen un período lo suficientemente largo como para reconocer las tendencias menos evidentes. En este largo período de tiempo, la imprenta socavó la cultura oral más tradicional; de ahí que nos haya parecido apropiado comenzar el estudio cuando los primeros grabados y libros de cuentos populares estaban saliendo de las prensas. El libro concluye a finales del siglo XVIII debido a los enormes cambios culturales provocados por la industrialización en torno a 1800, aunque estos no afectasen de forma uniforme a toda Europa. Tras la industrialización, tenemos que hacer un considerable esfuerzo de imaginación antes de adentrarnos tanto como podamos en los valores y actitudes de los artesanos y campesinos de la Europa moderna. Para ello, tendríamos que olvidar el papel desempeñado por la televisión, la radio y el cine, que han estandarizado en nuestra memoria el lenguaje europeo, sin mencionar otros cambios menos claros pero, posiblemente, más profundos. Tendríamos que olvidarnos del ferrocarril que, con toda seguridad, ha contribuido a erosionar las peculiaridades culturales de cada provincia y a integrar a las regiones en las naciones más que el servicio militar obligatorio o la propaganda gubernamental. Tendríamos que olvidar la educación y la alfabetización universales, la conciencia de clase y el nacionalismo. Habría que prescindir de la actual confianza que depositamos (pese a los altibajos) en el progreso, la ciencia y la tecnología, así como de las formas seculares a través de las cuales hemos expresado nuestras esperanzas y miedos. Debemos hacer todo esto (y mucho más) para reencontrar el «mundo cultural que hemos perdido».
Habrá quien considere que este trabajo es un intento de síntesis prematuro, pero esperamos que nadie llegue a esa conclusión antes de examinar la bibliografía. Es verdad que la cultura popular solo empezó a interesar a los historiadores en las décadas de 1960 y 1970, gracias a trabajos como los de Julio Caro Baroja sobre España, los de Robert Mandrou y Natalie Davis sobre Francia, los de Carlo Ginzburg sobre Italia o los de Edward Thompson y Keith Thomas sobre Inglaterra. Sin embargo, es un tema de estudio tradicional. Ha habido generaciones de folcloristas alemanes con mentalidad histórica, como Wolfang Brückner, Gerhard Heilfurth u Otto Clemen7. En la década de 1920 uno de los mejores historiadores noruegos, Halvdan Koht, se interesó por la cultura popular. A comienzos de siglo, los miembros de la escuela finesa de folcloristas, especialmente Kaarle Krohn y Anti Aame, se centraron en la relación entre folclore e historia. A finales del siglo XIX, eminentes estudiosos de la cultura popular, como Giuseppe Pitre en Sicilia y Theofilo Braga en Portugal, recopilaron testimonios que nos remontan al descubrimiento del pueblo por parte los intelectuales de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. El capítulo 1 está dedicado a este movimiento.
1 Sobre las muchas definiciones de cultura, A. L. Kroeber y C. Kluckhohn, Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions (1952), nueva ed., Nueva York, 1963. Sobre las «redes», Clifford Geertz, The Interpretation of Culture, Nueva York, 1973; sobre las prácticas, Roger Chartier, Cultural History: between practices and representations, Cambridge, 1988; sobre los argumentos en contra del término, véase Adam Kuper, Culture: the Anthropologists’ Account, Cambridge, Mass., 1999.
2A. Gramsci, «Osservazioni sul folklore», en Opere, 6, Turín, 1950, pp. 215 y ss.
3 Véase en la bibliografía final G. Cocchiara, A. Dundes, A. van Gennep, G. Ortutay, etc.
4 Véase en la bibliografía final M. Bajtin, C. Baskervill, D. Fowler, A. Friedman, Kolve, M. Lüthi, etc.
5 Particularmente provechosos para los resultados alcanzados en este libro han sido los trabajos de G. Foster, C. Geertz, M. Gluckman, C. Lévi-Strauss, R. Redfield, V. Turner y E. Wolf.
6 Aproximaciones cuantitativas muy afortunadas en este campo en Bolleme (1969) y Svardstrom (1949), sobre los almanaques franceses y las pinturas suecas, respectivamente.
7 Un breve resumen sobre la relación entre historia y folclore en Burke (2004).
Desde que se publicó este estudio general en 1978, hace ya treinta años, han sucedido muchas cosas en el mundo en general y en el académico en particular. Se han dado multitud de conferencias sobre la historia de la cultura popular en las universidades y se han publicado muchos trabajos, sobre todo durante la década de 1980 y a principios de la de 1990. En Francia, Gran Bretaña, Alemania, Polonia y Europa en su conjunto se han dedicado a la historia de la cultura popular no solo monografías, sino también extensas colecciones de artículos8.
Todos estos estudios han arrojado luz sobre muchos detalles. Si elegimos un ejemplo al azar, veremos que se han dedicado dos artículos a un tópico al que apenas dediqué unas líneas en el capítulo 6: el papel desempeñado por el almirante Vernon como héroe popular de la Inglaterra del siglo XVIII9.A finales de la década de 1970 no estaba en condiciones de decir todo lo que me hubiera gustado sobre la cultura popular de Europa del Este, debido a mi desconocimiento de las lenguas locales. Sin embargo, recientes estudios alemanes o ingleses nos han facilitado esta tarea. Hoy contamos, por ejemplo, con una monografía reciente sobre el carnaval y un volumen sobre los usos a la hora de beber de los artesanos locales de las ciudades de Livonia escrito por un académico estonio10.
Al poner al día esta tercera edición, empecé repasando la bibliografía para incluir los estudios publicados tras 1994. Para ello hube de modificar las notas a pie, de modo que incluyeran las referencias al nuevo material (no se han eliminado las antiguas, de manera que no falta nada en esta edición que apareciera en anteriores). Al revisar las notas se me ocurrió que también podía echar un vistazo al texto, añadir ejemplos nuevos, concretar generalizaciones o plantear nuevas preguntas desde el marco original.
En los años que han transcurrido desde la primera edición de este libro, han pasado a un primer plano muchos temas relacionados con la cultura popular. En el ámbito de la religión, por ejemplo, se ha completado la voluminosa literatura ya existente sobre el catolicismo y el protestantismo con estudios sobre el judaísmo popular11. Los estudios de género resultan especialmente importantes. Son escasos (en comparación con, por ejemplo, los estudios dedicados a los hábitos laborales de las mujeres), pero cubren una de las lagunas a las que nos referíamos en la primera edición de este libro (p. 93), sobre todo en los ámbitos de la religión y la medicina. Se han estudiado, por ejemplo, muchos registros judiciales en busca de menciones a poderes sobrenaturales transmitidos de madres a hijas o de tías a sobrinas12.
Entretanto, historiadores de otras partes del mundo descubrían la cultura popular o, mejor dicho, algunos de ellos, que habían reaccionado con suspicacia en un primer momento, acabaron reconociendo que el concepto de cultura popular podía serles de utilidad en su trabajo13. El elevado número de estudios de este tipo publicados desde finales de los años setenta, permite suponer que los tiempos estaban maduros para este enfoque histórico concreto que ha ido perdiendo fuerza en Europa a lo largo de la última década.
En el caso de África, al menos del África subsahariana, no es frecuente la realización de estudios centrados en la cultura popular, lo que no quiere decir que no existan. Pensemos, por ejemplo, en la literatura popular nigeriana del siglo XX, que muestra inquietantes similitudes con nuestra literatura de cordel renacentista (infra, p. 63) y plasma normas de conducta ayudando a los lectores en su esfuerzo por superarse a través de la movilidad social14. Los especialistas también se han interesado por la historia de la cultura popular híbrida del Caribe, tan viva hoy en día, sobre todo tras los estudios pioneros del sociólogo cubano Fernando Ortiz, de Alejo Carpentier y del poeta jamaicano Kemal Brathwaite15.
También en Brasil se han publicado diversos estudios sobre la historia de la cultura popular de los siglos XIX y XX, en lo que tal vez fuera una reacción histórica a la importancia mundial que se concede a formas de cultura contemporáneas como el carnaval o las telenovelas. La hibridización que se da entre la cultura africana y la europea en fiestas como el carnaval o las prácticas religiosas no-oficiales es un tema importante y no solo en el caso del Caribe. Se ha analizado la literatura de cordel con sus grabados, denominados localmente folhetos, y su venta callejera de la mano de cantantes o en mercados y calles16. Existen abundantes estudios sobre la cultura popular latinoamericana; un historiador ha llegado incluso a publicar una historia de América Latina en el siglo XIX centrada en torno al conflicto entre la cultura de la élite occidentalizante y las tradiciones populares, mucho más arraigadas en aquellas regiones17.
Los historiadores del mundo islámico descubrieron la cultura popular algo más tarde que sus colegas de otras regiones, si bien se han publicado algunos análisis interesantes, unos centrados en El Cairo y otros en el Imperio otomano18. Hasta el momento existen muchos más estudios centrados en lejano oriente que en Oriente Medio. Hubo un tiempo en que los historiadores de Japón analizaron la cultura popular de la era Tokugawa (1600-1868), tal vez debido al interés a nivel internacional suscitado por las formas contemporáneas de la cultura japonesa, desde el karaoke hasta el manga19. Los historiadores de China, sobre todo los que estudian su literatura, han adoptado este enfoque y debaten, por ejemplo, sobre el descubrimiento, en 1967, de versiones impresas del siglo XV de canciones populares o chantefables en la tumba de una familia de la nobleza terrateniente. Este descubrimiento ilustra tanto la interacción entre oralidad e imprenta como el interés que mostraban las clases superiores hacia la cultura «popular», similar al que se daba en el caso de la Europa renacentista20.
En el sur de Asia se realizó un hallazgo importante en la década de 1980. Surgió el grupo de «estudios subalternos» (así denominado en honor de los classi subalterni de Gramsci de los que hablaremos en el capítulo 1). Este grupo ha reescrito la historia de la India «desde abajo», algo parecido a lo que hiciera el History Workshop de Gran Bretaña. En una era de globalización como la nuestra, su obra ha adquirido resonancia internacional inspirando proyectos paralelos desde Irlanda a América Latina21. Han aparecido, asimismo, los primeros estudios de cultura popular del sudeste asiático. Tratan sobre todo de aspectos religiosos en relación con las protestas de la Filipinas del siglo XIX, del «asalto» de los europeos a la cultura tradicional de la Indonesia colonial o de la interacción entre cultura popular y cultura de élite en el Vietnam tradicional22.
Este creciente interés hacia la cultura popular no se restringe exclusivamente a los historiadores. Hace ya tiempo que lo comparten sociólogos, folcloristas, musicólogos y estudiantes de literatura, a los que se han sumado recientemente historiadores del arte y antropólogos, por no hablar de los que imparten docencia en ese ámbito tan laxo denominado en Gran Bretaña «estudios culturales». Entre todos han generado un impresionante cuerpo de información como debería demostrar la bibliografía incluida en este volumen en la que las contribuciones de los historiadores no son ni mucho menos mayoritarias.
Tras todos estos esfuerzos, la cultura popular del siglo XVI europeo no parece la misma que creíamos en 1978, al menos a mí. Evidentemente, el creciente número de monografías sobre temas o regiones concretas modificarán cualquier cuadro general. Pero merece la pena recalcar que los estudios sobre el mundo no-europeo también aportan mucho a esta síntesis. No es ya que hallemos similitudes sorprendentes como la importancia dada a los cantores ciegos en China y España o la importancia que tuvo la literatura popular para la movilidad social en Inglaterra y Nigeria. A veces, las analogías de este tipo nos permiten reconstruir ciertos procesos de comunicación. Por ejemplo, conocer los procedimientos seguidos por los cantores que vendían folhetos en el Brasil del siglo XX, nos puede permitir unir fragmentos de información sobre la Italia del siglo XV23. Y, lo que es más importante: el estudio de la cultura popular en otros continentes nos ayuda a definir, por contraste, lo que es específicamente europeo. El enfoque comparado revela asimismo los puntos fuertes y débiles de ciertos conceptos fundamentales al permitirnos probarlos en circunstancias para las que, en principio, no fueron pensados; es el caso de las sociedades o castas que recorren transversalmente categorías tradicionales como «élite» o «pueblo». El estudio de la cultura popular en Asia y las Américas ya ha adquirido la masa crítica que nos permite realizar análisis comparados y sistemáticos.
No se pueden resumir en una única fórmula todas las sugerencias que se han ido planteando a lo largo de los últimos treinta años de debate sobre la cultura popular en general y sobre la de la Europa renacentista en particular. El historiador del Renacimiento Gerald Strauss planteó un auténtico reto a sus colegas cuando les acusó de «elevar» su objeto de estudio y de incoherencia al idealizar la cultura popular del pasado condenando la del presente24. Puede que tenga razón en lo de la incoherencia, pero lo ideal es que un historiador ni idealice ni condene, sino que simplemente intente comprender las actitudes y valores de nuestros ancestros.
Hay más aspectos controvertidos en este libro. Puede que algunos especialistas critiquen el uso ocasional que hago de conceptos psicoanalíticos como represión, proyección o el id; el caso es que sigo pensando que aclaran las cosas. Puede que algunos lectores consideren que el enfoque estructuralista o semiótico que utilizo en una serie de ocasiones está pasado de moda y es equivocado. No obstante, creo que, aunque el estructuralismo ya no está de moda, en manos de Claude Lévi-Strauss, Juri Lotman y otros ha arrojado buenos resultados a la hora de analizar los ecos culturales y ciertas oposiciones que no deberían ignorar los especialistas en humanidades y estudios sociales.
El debate sobre la cultura popular tiende a centrarse en dos puntos principales, ambos muy sencillos. La primera pregunta es: ¿Qué es «popular»?; la segunda: ¿Qué es «cultura»?
Hace ya tiempo que sabemos que la noción «popular» es problemática. Sin embargo, los debates recientes han desvelado nuevos conflictos o refinado las dificultades.
Se ha dicho a menudo que el término «cultura popular» da una falsa impresión de homogeneidad y que sería mejor usarlo en plural y hablar de «culturas populares» o sustituirlo por expresiones como «la cultura de las clases populares»25. El tema de la importancia de las diferencias, las divergencias y los conflictos tiene mucho interés. Creí haber contestado a esta objeción en el capítulo 2 de este libro, donde se habla de las variedades de la cultura e incluso de la existencia de unas «subculturas» más o menos definidas. Sin embargo, algunos especialistas, entre los que destaca Thompson, han sugerido que no cabe eliminar «la cálida invocación de consenso» del término «cultura» (aunque el mismo Thompson nunca dejara de usarlo)26. Hoy, tras las denominadas «guerras de la cultura» puede que el término se asocie menos al consenso que hace treinta años.
Otra de las objeciones se refería al denominado modelo de «cultura a dos niveles»: la de las élites y la popular. La línea divisoria entre las culturas de los pueblos y las de las élites (igual de diversas) es porosa, de manera que los estudiosos del tema deberían centrarse más en la interacción que en la diversidad entre ambas27. El creciente interés despertado por la obra del teórico literario ruso Mijail Bajtin, traducida en su mayor parte a las lenguas occidentales, revela y potencia este cambio de énfasis. La importancia que concede a la «transgresión» de los límites es de gran relevancia para nosotros. Su definición del carnaval y lo carnavalesco, basada no en su oposición a la cultura de las élites sino a la cultura «oficial», supuso un giro importante, hasta el punto de que contribuyó a definir al actor popular como ese rebelde que todos llevamos dentro (en palabras de Freud) más que como parte de un grupo social concreto28.
Como intenté demostrar en mi estudio sobre cuatro escritores italianos: Giovanni Boccaccio, Teófilo Folengo, Ludovico Ariosto y Pietro Aretino, existen muchas relaciones posibles entre la alta cultura y la cultura popular. Afirmaba entonces que Boccaccio se basó en la tradición popular de la que formaba parte, que Folengo jugaba con las tensiones existentes entre ambas tradiciones, que Ariosto se apropió de temas populares que, a su vez, procedían originalmente de la alta cultura y que Aretino recurrió a temas populares para subvertir la alta cultura o, al menos, lo que no le gustaba de ella29. A ello hay que añadir que las élites renacentistas tendían a utilizar la cultura popular en su propio provecho político, como demuestra, por ejemplo, la defensa de los festivales tradicionales emprendida por poetas ingleses como Jonson, Herrick, Milton y Marvell30.
Si la noción de lo «popular» nos plantea tantos problemas, quizá deberíamos olvidarnos de ella. ¿Qué podría reemplazarla? En el tiempo transcurrido desde que publiqué este libro se ha normalizado la expresión «cultura común»31. No puede sorprendernos que se haya recurrido a ese término en un momento en el que, como se ha señalado a menudo, las líneas divisorias entre la «alta» y la «baja» cultura se han vuelto difusas, eso cuando cabe distinguir alguna línea divisoria32.
Gracias a la televisión y los medios de comunicación, los europeos han adquirido lo más parecido a una cultura común desde que las élites renacentistas se «distanciaron» de lo que empezaron a denominar «cultura popular». La condena modernista a la «cultura de masas» se ha visto reemplazada por el interés de los posmodernos hacia la cultura popular33.
El término «cultura común» hubiera resultado de utilidad para describir el período anterior a ese distanciamiento, cuando las élites eran, como explico en capítulos ulteriores, «biculturales» o «anfibias». Por otro lado, corremos el riesgo de subestimar la importancia de los límites culturales en el pasado. Se ha criticado a Edward Thompson por hacer una distinción demasiado estricta entre ambas formas de cultura en la Inglaterra del siglo XIX34.
Otra forma de evitar (cuando no de eludir) las dificultades inherentes a lo popular es hablar de la historia «desde abajo», pero se trata de una noción más ambigua de lo que parece. Una historia política «desde abajo» implicaría ciertamente el estudio de las «clases subordinadas», pero también podría ocuparse de lo que los norteamericanos denominan grass-roots, es decir, de las provincias. La historia de la Iglesia desde abajo trataría de los laicos, al margen de su nivel cultural. La historia de la educación desde abajo podría ocuparse de los maestros ordinarios (y no de los ministros o inspectores del sistema educativo) pero puede que fuera más razonable ofrecer el punto de vista de los educandos. Una historia de la guerra desde abajo podría hablar de la guerra desde el punto de vista de los soldados y no de los generales, pero habría que encontrar un hueco para reflejar el punto de vista de los civiles afectados por las operaciones militares.
Entre las décadas de 1960 y 1980, diversos autores, Thompson, por ejemplo, analizaron las interacciones entre «arriba y abajo» desde el punto de vista de la «hegemonía cultural» de Gramsci, que implica que «arriba» en realidad es «dominante», y «abajo», «dominado» o «subordinado»35. Fueron los debates que mantuve con los historiadores de la cultura popular gramscianos en Gran Bretaña, Francia, Italia, Polonia, Brasil y la India los que me hicieron darme cuenta de que no había prestado la debida atención a la política y de que podría haber dicho más de lo que digo en el capítulo 9 sobre las consecuencias que tuvo para la cultura popular el proceso de creación de Estados de la Europa renacentista. Siempre que contemos con fuentes para ello deberíamos analizar a fondo la actitud de la monarquía en general y a nivel de aldeas y pueblos. En el caso de Francia, por ejemplo, disponemos de la analogía del historiador francés Maurice Agulhon, The Republic in the Village, centrada en la Provenza del siglo XIX36.
Por otro lado, los historiadores que analizan períodos anteriores a digamos 1789, corren el riesgo de sobrevalorar la conciencia política de los grupos dominados y el poder del Estado o de describir su conciencia política en términos anacrónicos. Yo sigo pensando que en la conocida obra Popular Culture and Elite Culture de Robert Muchembled (1978) se da excesiva importancia al papel desempeñado por el Gobierno a la hora de alterar la cultura popular a expensas de otros agentes históricos, como los editores de la Bibliothéque Bleue37. No dejo tampoco de tener la impresión de que los historiadores hindúes asociados a Subaltern Studies han asumido con demasiada facilidad que las clases dominadas a las que analiza eran muy conscientes de ser clases dominadas, es decir, en su opinión los campesinos de ciertos pueblos de Bengala eran conscientes, al margen de sus experiencias locales de dominación, de lo que les unía a los campesinos de otras zonas de Bengala o incluso de toda la India. Es casi imposible responder a la pregunta de en qué lugares y momentos el pueblo (sea quien fuere) se consideraba «el Pueblo»38. En lo que respecta a los famosos estudios sobre la cultura popular realizados por Cristopher Hill, Eric Hobsbawm y Edward Thompson (por brillantes, originales o influyentes que fueran), son muy vulnerables a la crítica de que estos historiadores equiparan lo «popular» a lo «radical», ignorando la existencia de un conservadurismo igualmente popular.
Sigue sin gustarme el llamamiento constante a la política de la cultura, sobre todo a la «hegemonía cultural» que se lanza desde los estudios más recientes; en realidad, creo que este concepto que Gramsci utilizara para analizar problemas concretos (como la influencia ejercida por la Iglesia en el sur de Italia) se ha sacado de su contexto original y se ha utilizado, más o menos indiscriminadamente, para aludir a una gama de fenómenos mucho más amplia. Para corregir la inflación o dilución del concepto, sugerimos «tres reglas de uso» planteadas en forma de preguntas39.
1.ª¿La hegemonía cultural es un factor constante o solo adquiere operatividad en determinados lugares y momentos? Si la respuesta correcta es la segunda, ¿cuáles son las condiciones e indicadores de su existencia?
2.ª¿El término es descriptivo o explicativo? En el segundo de los casos, ¿se refiere a estrategias conscientes impulsadas por la clase en el poder (o ciertas facciones en su seno) o a lo que hay de inconsciente o de racionalidad latente en sus acciones?
3.ª¿Cómo se explica el logro de esta hegemonía? ¿Puede alcanzarse sin la colusión y connivencia de, al menos, algunos de los dominados? ¿Podemos resistirnos a ella? ¿De ser así, en qué consisten las estrategias «anti-hegemónicas»?40. ¿Es la clase dominante la que impone sus valores a las subordinadas o puede darse algún tipo de compromiso que permita definir la situación de forma alternativa? Sociólogos e historiadores suelen recurrir con cierta frecuencia al concepto de «negociación» en referencia a la adaptación, tanto consciente como inconsciente, de las actitudes de un grupo a las de otro; merece la pena estudiar este aspecto41.
Las ideas expresadas en el último párrafo pueden contribuir a aclarar un malentendido en relación con el proceso de «reforma» de la cultura popular analizado en el capítulo 8. Se ha criticado la descripción que otros autores y yo realizamos de este proceso, afirmando que se trataba de una labor de las élites42. A micronivel o nivel de detalle, los críticos parecen tener razón. No es difícil hallar ejemplos bien documentados de artesanos devotos protestantes, como Nehemiah Wallington, en el Londres del siglo XVII,o católicos, como Pierre-Ignace Chavatte, en la Lille del mismo siglo. Es muy posible que la Reforma no hubiera tenido éxito sin este tipo de apoyo.
Creo que a macronivel y a largo plazo fueron las élites, sobre todo el alto clero, las que tomaron la iniciativa en el caso de una reforma que luego se difundió ampliamente por toda la sociedad. Formó parte de lo que se ha denominado, siguiendo las definiciones rivales de Norbert Elias y Michel Foucault, un «proceso civilizatorio» o de «disciplinamiento». Empezó siendo un intento por parte de las élites de controlar la conducta de la gente corriente y se acabó internalizando poco a poco (al menos hasta cierto punto y entre algunos grupos) hasta convertirse en una forma de autocontrol43. Evidentemente puede que la importancia que concedemos a las élites en este proceso sea una ilusión óptica, el resultado de la relativa falta de pruebas sobre la existencia de actitudes populares definidas. Pero teniendo en cuenta los datos de los que disponemos, hablar de pueblos repletos de Luteros o Loyolas antes de los tiempos de Martin e Ignacio, sería mera especulación.
Las críticas a la idea de cultura popular que hemos mencionado hasta aquí son relativamente benignas, en el sentido de que son cualificaciones o sugieren un giro o cambio de acento. Existen otras más radicales que pretenden sustituir el concepto por otro. Dos de ellas merecen toda nuestra atención, la planteada por el antropólogo estadounidense William Christian y la del historiador francés Roger Chartier.
En su estudio sobre los votos, reliquias y altares de la España del siglo XVI,Christian afirma que el tipo de práctica religiosa que describe «era tan característica de la familia real como de los campesinos analfabetos», por lo que se niega a calificarla de «popular». Propone el uso del término «local» porque «la gran mayoría de los lugares y monumentos sagrados solo tenían sentido para la gente de la localidad»44. Puede que esté en lo cierto, si bien la mayoría de los grandes lugares sagrados (como Roma, Jerusalén y Santiago de Compostela en Galicia) tenían un profundo significado para muchos católicos europeos, como demuestra el flujo incesante de peregrinos.
El análisis de Christian sobre los rasgos locales de lo que se suele denominar «religión popular» es interesante, pero no nuevo. Lo más original es la sugerencia de que eliminemos el modelo binario, basado en la élite y el pueblo, y lo reemplacemos por otro basado en el centro y la periferia.
Los historiadores gustan cada vez más de estos modelos centro-periferia para analizar la historia económica, política, religiosa e incluso la historia del arte. Sin duda, tienen su valor pero no están exentos de problemas y ambigüedades. La noción de «centro», por ejemplo, resulta difícil de definir, puesto que los centros espaciales y de poder no siempre coinciden (pensemos en Londres, París, Pekín). En el caso del catolicismo, Christian asume que Roma es el centro al que contrapone a España con su «religión local». Sin embargo, las devociones poco ortodoxas eran algo tan común en la ciudad santa como en cualquier otra parte. Al intentar solventar una dificultad conceptual, hemos creado otra.
El problema fundamental es que una «cultura» es un sistema con límites difusos. Lo mejor de los muchos y valiosos ensayos de Chartier sobre «el uso cultural de la imprenta» es que el autor no olvida esa vaguedad ni por un momento45. Según Chartier, no tiene sentido alguno intentar identificar a la cultura popular recurriendo a una distribución concreta de objetos culturales como libros o exvotos porque, de hecho, los diferentes grupos sociales, tanto nobles y clérigos como artesanos y campesinos, se «apropiaban» de ellos para sus propósitos.
Siguiendo a teóricos sociales franceses como Michel De Certau y Pierre Bordieu, Chartier sugiere que el consumo cotidiano es una suerte de producción o creación, ya que implica que alguien da sentido a los objetos. De este modo parece que todos nos vemos envueltos en ese bricolage que Lévi-Strauss consideraba parte de la pensé sauvage. Teóricos literarios alemanes como Hans Robert Jauss y Wolfgang Iser han llegado a conclusiones parecidas en relación con la recepción de los textos y las reacciones de los lectores desde un punto de vista diferente46.
La moraleja de Chartier es que los historiadores no deberían definir de entrada como «populares» determinados conjuntos de textos, sino analizar las formas concretas de apropiación de esos objetos por parte de grupos específicos en determinadas épocas y lugares. Ciertos historiadores y antropólogos estadounidenses han analizado de forma similar lo que denominan «la historia social de las cosas». Han optado por fijarse en los objetos y no en los grupos que los utilizan de forma más o menos independiente, y les interesan los diferentes usos y significados de los objetos en contextos diversos47.
El análisis de los usos creativos en diversos contextos procede del antiguo debate en torno al «hundimiento» y el «auge», deja de lado una imaginería mecánica que induce a error y hace hincapié en la transformación de los temas culturales a lo largo del proceso de recepción (infra, pp. 105-107). En mi opinión, sigue siendo la mayor contribución al análisis de la cultura popular desde la década de 1970. Aún hoy, los historiadores distan mucho de haber aprovechado todo su potencial.
Aun así seguimos encontrando problemas. El modelo de «apropiación» es muy útil cuando se trata de cultura material y textos. Obliga al historiador o al antropólogo a centrarse en los objetos, en la «vida social de las cosas», más que en la vida de los grupos sociales que hacían uso de ellos. Necesitaremos otros conceptos para analizar a los grupos en sí, para intentar comprender sus mentalidades, la lógica que siguen en sus diversas apropiaciones y adaptaciones de objetos diferentes. Si lo que nos interesa es cómo llegaron a crear estos grupos su particular estilo de vida, recurriendo a menudo al bricolage, es decir uniendo elementos procedentes de diversas fuentes (como demostrara el sociólogo británico Dick Hebdige en el caso de algunas subculturas británicas de posguerra), puede que debamos retomar alguna versión del «modelo a dos niveles», modificándolo para que nos permita estudiar la circulación de los objetos48. No debemos olvidar la paradoja de que, aun siendo conscientes de la interacción entre la denominada «alta» y «baja» cultura, ciertos especialistas han rechazado la distinción. Sin embargo, difícilmente podremos debatir sobre la interacción sin recurrir a conceptos como alto o bajo, sin el diseño de «tipos ideales» a los que las prácticas culturales reales solo se aproximan; sería mejor considerar a ambos tipos de cultura extremos de un espectro más que ambos lados de una frontera bien definida49. Por ejemplo, no deberíamos calificar a los festivales públicos, tanto religiosos como cívicos, de «populares» porque se trata de ocasiones en las que los diversos grupos sociales solían salir juntos en procesión o se agolpaban en las calles para ver a los demás.
Aun así puede que resulte de utilidad describir a un festival como más popular que otro y adoptar conceptos como «popularización» o «aristocratización». No cabe negar que los grupos de estatus inferior tendían a imitar las prácticas culturales de los grupos de mayor estatus. Explicar este proceso de mímesis es aún más complicado. Puede que los grupos inferiores lo hicieran porque buscaban un ascenso social o, al menos, aparentar que se había ascendido socialmente al aceptar la «hegemonía cultural» de las clases superiores. Por otro lado, puede que imitaran los hábitos de los así llamados «mejores» para reafirmar su igualdad ante ellos.
El interés, relativamente reciente, de los historiadores hacia el consumo, los «usos» y las «prácticas» implica la necesidad de reexaminar y redefinir, tanto la noción de «cultura» como la de «pueblo».
Los problemas que han surgido en torno al concepto de «cultura» son mucho mayores que los suscitados por el término «popular». Una de las razones que explican esta deriva es que el concepto ha ampliado su significado a medida que la última generación de especialistas ha ampliado su campo de estudio. En la época del denominado «descubrimiento» del pueblo, a principios del siglo XIX,el término «cultura» tendía a referirse al arte, la literatura y la música. Bien se podría decir que los folcloristas del siglo XIX buscaban los equivalentes populares a la música clásica, el arte académico, etcétera.
Hoy se prefiere, sin embargo, seguir una línea más antropológica o histórica y dar al término «cultura» un significado mucho más amplio, hasta abarcar casi cualquier cosa que se pueda aprender en una sociedad dada (cómo comer, vestir, andar, hablar, cuándo guardar silencio, etcétera)50.
Hasta las relaciones familiares se analizan hoy en día desde un punto de vista cultural en vez de (o además de) desde una óptica social51. En resumen, en la actualidad la historia de la cultura incluye a la historia de lo que subyace a la vida cotidiana. El interés por las prácticas del día a día es uno de los rasgos más característicos de la historia de las últimas décadas, sobre todo en Alemania, donde la Alltagsgeschichte es casi un eslogan52. No se trata meramente de describir el día a día, sino de seguir la estela de teóricos sociales como Henri Lefebvre, Michel De Certau o Juri Lotman para desvelar la «poética» que oculta, es decir, las reglas y principios que subyacen a la vida cotidiana en diferentes épocas y lugares53. Se trata de todo aquello que dábamos por supuesto, que considerábamos obvio, normal o de «sentido común». Hoy tendemos a analizarlo como parte de un sistema cultural, que varía de sociedad en sociedad y cambia de un siglo a otro; algo socialmente «construido» que requiere, por lo tanto, algún tipo de explicación o interpretación histórica54. El concepto de tiempo, por ejemplo, se ha analizado así55. De ahí que a menudo se denomine a la nueva historia cultural historia «sociocultural» para distinguirla de formas más convencionales de la historia del arte, la literatura y la música.
En su momento, Edward Thompson acusó a algunos historiadores (incluido a mí mismo) de buscar a la cultura popular en lo que calificaba de «tenue brisa de “significados, actitudes y valores”», más que en su «sede material»56. De hecho, en la primera edición de este libro intenté tener en cuenta la vida cotidiana, definiendo a la cultura en términos de los valores y actitudes expresados o encarnados en artefactos y representaciones. Pretendía dar a los conceptos clave «artefactos» y «representaciones» un sentido amplio. Extendí la noción de «artefacto» para que incluyera construcciones sociales como los tipos de enfermedades, la suciedad, el género o la política y amplié la noción de «representación» hasta cubrir formas de conducta estereotipadas, como los ayunos o la violencia.
Debo admitir que, por lo general, el libro se centra en una gama de objetos (sobre todo imágenes, textos impresos y casas) y de representaciones (sobre todo cantar, bailar, actuar en el teatro o participar en rituales) menos extensa, si bien procuré encuadrar esos objetos y actividades en un contexto social, económico y político más amplio. De las revueltas populares hablaba con bastante detalle, pero apenas mencionaba temas como el matrimonio, el sexo, la vida familiar y los lazos de parentesco57. Las referencias al andar, beber o hacer el amor solo eran ocasionales mientras que debatía en mayor profundidad sobre actividades menos cotidianas. Resumiendo, trabajaba con un concepto de cultura popular más restringido que el utilizado posteriormente por algunos historiadores58.
¿Hice bien optando por una definición más limitada? A principios de la década de 1970, cuando inicié mis investigaciones en este campo, apenas se había publicado nada sobre la nueva historia cultural, de modo que los tiempos aún no estaban maduros para una síntesis. Si empezara a escribir este libro ahora, sin duda me hubiera tentado la idea de escribir una historia socio-cultural general de Europa, por difícil que pareciera. Por otro lado, sigo convencido de que un libro como este, centrado en artefactos y representaciones en sentido estricto, sigue siendo muy válido porque limitar el alcance del tema facilita el análisis comparado. Una de las ventajas de este enfoque limitado es que nos permite hacer lo que los franceses denominan «historia serial» que examina las series de, por ejemplo, los libros de cordel publicados en los diversos países europeos de un período para ver cuáles eran los temas comunes y cuáles los que rara vez se trataban, de qué se hablaba y de qué no en cada país concreto.
No podemos trazar un límite preciso entre el sentido amplio y el restringido de cultura, de modo que quizá debamos finalizar estas reconsideraciones con algunos ejemplos que tienen algo de ambos. Pensemos, por ejemplo, en el caso de los insultos, que en algunas culturas se consideran una forma de arte o un género literario a la par que una expresión de hostilidad. En la Roma del siglo XVII, por ejemplo, los insultos privados no solo se pronunciaban, sino que se pintaban y ponían por escrito, tanto en prosa como en verso, y se alude a ellos o se les parodia en epitafios y avisos oficiales59.
Los estudiosos de la cultura material también se han visto atrapados en el dilema del significado amplio o limitado del concepto de cultura. El historiador social alemán, Hans Medick, por ejemplo, ha analizado cómo el consumo conspicuo de ropa y alimentos «funcionaba como un vehículo de autoconciencia plebeya» en el siglo XVIII60.En el caso de los Estados Unidos de mediados del siglo XVIII, los arqueólogos afirman que los cambios en las prácticas funerarias, en la forma de consumir alimentos y en la organización del espacio habitable, sugieren un giro en los valores. Como demuestra el aumento en el número de sillas (que sustituyen a los bancos), copas (en vez de recipientes compartidos) y dormitorios (en vez de camas situadas en las salas de estar)61, el individualismo y la privacidad irrumpen con fuerza.
Estos ejemplos sugieren que, si bien puede ser útil distinguir entre el concepto de «sociedad» y el de «cultura», en vez de usar este último para referirnos a casi cualquier cosa, la distinción no debería trazarse siguiendo la línea tradicional. El historiador norteamericano Keith Baker ha sugerido que la historia intelectual debería considerarse «una forma de discurso histórico» más que «un campo de investigación independiente con un objeto de estudio claramente delimitado». De forma similar, puede que sea de utilidad que los historiadores de la cultura no se definan a sí mismos como miembros de un área específica como el arte, la literatura y la música, sino como especialistas en valores y símbolos, dondequiera que estos se encuentren, en la vida cotidiana, entre la gente corriente o en la actuación concreta de las élites62.
8 Sobre Francia, Beauroy (1976), Bertrand (1985). Sobre Gran Bretaña, Yeo y Yeo (1981); Storch (1982); Reay (1985); Harris (1995). Sobre Alemania, Dülmen (1983; 1992); Dülmen y Schindler (1984); W. Brückner, P. Blickle y D. Breuer (1985, eds.); Literature und Volk im 17. Jahrhundert, Wiesbaden. Sobre Polonia, Geremek (1978) y Burszta (1985). Sobre Europa, Ginzburg (1979); Kaplan (1984): P. Dinzelbacher y H. D. Mück (eds.), Volkskultur des europäischen Spätmittelalters, Stuttgart (1987).
9 Wilson (1988); Jordan y Rogers (1989).
10 Mänd (2005).
11 Davis (1982); Cohen (1988); Horowitz (1989; 1992).
12Infra, pp. 93-95. Sobre la cultura femenina en general, véase S. Ardener, Perceiving Women, Londres, 1975. Sobre el Renacimiento, Amussen (1995); Ankarloo y Henningsen (1990); Dekker (1987); Dekker y Van de Pol (1981); Delumeau (1992); Henningsen (1990); Klapisch (1984); Medick (1984); Roodenburg (1983); Roper (1989); Ruggiero (1993); Seleski (1995); Wiesner (1988); Zarri (1990).
13 Ejemplos sobre la sospecha en R. Gombrich, Precept and Practice, Oxford, 1971, y Vrijhof y Waardenburg (1979). Gombrich se mostraba contrario al uso de la expresión «budismo popular», opinión que no comparten W. J. Klausner, «Popular Budhism in north-East Thailand», en F. S. C. Northrop y H. H. Livingstone (eds.), Cross-cultural understanding, Nueva York, 1964; D. L. Overmeyer, Folk Budhist Religion: Dissenting Sects in Late Traditional China, Cambridge, Mass., 1976, o M. Southwold, «True Buddhism and Village Buddhism in Sri Lanka», en J. Davis (ed.), Religious Organization and Religious Experience, Nueva York, 1982.
14 J. Fabian, «Popular Culture in Africa», Africa 48 (1978); B. Lindfors, «Heroes and Hero-Worship in Nigerian Chap-Books», Journal of Popular Culture, 1 (1967), E. Obiechina, Literature for the Masses. An Ananlytical Study of Popular Pamphleteering in Nigeria, Enugu, 1971; T. Ranger, Dance and Society in Eastern Africa, 1890-1970, Londres, 1975; J. Glassman, Feasts and Riot: Revelry, Rebellion and Popular Consciousness on the Swahili Coast, 1856-1888, Portsmouth, 1995; D. R. Petersen, Creative Writing: Translation, Bookkeeping and the Work of Imagination in Colonial Kenya, Portsmouth, 2004.
15 F. Ortiz, La africanía de la música folclórica de Cuba, La Habana, 1950; Alejo Carpentier, Music in Cuba (1945); E. K. Brathwaite, Folk Culture of the Slaves in Jamaica (1971), ed. revisada, Londres, Portugal, España, 1981.
16 Sobre el carnaval, R. de Matta, Carnival, Rogues and Heroes (1978); M. I. Pereira de Queiroz, O carnaval brasileiro, São Paolo, 1992; M. C. Pereira de Cunha, Ecos da Folia: uma historia social do carnaval carioca entre 1880 e 1920, São Paulo, 2001. Sobre la literatura de cordel, A. A. Arantes, O trabalho e a fala: Estudo antropológico sobre os folhetos de cordel, São Paulo, 1982; C. Slater, Stories on a String, Berkeley, 1982; E. Ramos, Du marché au marchand: la gravure populaire brésilienne, Gravelines, 2005.
17 E. B. Burns, The Poverty of Progress, Berkeley, 1980; W. Rowe y V. Schelling, Memory and Modernity: Popular Culture in Latin America, Londres, 1992; W. H. Beezley y L. A. Curcio-Nagy (eds.), Latin American Popular Culture, Wilmington, Del., 2000, un estudio muy reciente. Véase Asimismo A. Knight, «Popular Culture and the Revolutionary State in Mexico, 1910-1940», Hispanic American Historical Review, 74 (1994).
18 B. Shoshan, Popular Culture in Medieval Cairo, Cambridge, 1993; N. Hanna, In Praise of Books: A Cultural History of Cairo’s Middle Class, 16th to 18thCentury, Syracuse, 2003; D. Quataert, The Ottoman Empire, 1700-1922, Cambridge, 2000, cap. 8.
19 C. Gluck, «The People in History: Recent Trends in Japanese Historiography», Journal of Asian Studies 38 (1979); A. Walthall, Social Protest and Popular Culture in Eighteenth Century Japan, Tucson, 1986; D. H. Shively, «Popular Culture», en J. W. Hall (ed.), Cambridge History of Japan, vol. 4, Cambridge, 1991; M. E. Berry, Japan in Print: Information and Nation in the Early modern Period, Berkeley, 2006. Sobre el mundo actual, I. Buruma, A Japanese Mirror: Heroes and Villains in Japanese Culture, Londres, 1984; B. Moeran, Language and Popular Culture in Japan, Manchester, 1989, y D. Martínez (ed.), The Worlds of Japanese Popular Culture, Cambridge, 1998.
20 E. S. Rawski, Education and Popular Literacy in Ch’ing China, Ann Arbor, 1979; D. Johnson, Nathan y E. S. Rawski (eds.), Popular Culture in Late Imperial China, Berkeley, 1985, A. E. McLaren, Chinese Popular Culture and Ming Chantefables, Leiden, 1998; L. Chia, Printing for Profit. The Commercial Publishers of Jianyang, Fukien, Cambridge, Mass., 2003.
21 R. Guha, et al. (eds.), Subaltern Studies, 9 vols., Delhi, 1982-1997; F. E. Mallon, «The Promise and the Dilemma of Subaltern Studies: perspectives from Latin American history», American Historical Review, 99 (1994); sobre la India, cfr. N. Kumar, The Artisans of Banaras, Princeton, 1988, y R. O. Hanlon y D. Washbrook, «Approaches to the Study of Colonialism and Culture in India», History Workshop Journal, 32 (1991).
22 R. Ileto, Pasyon and Revolution, Manila, 1979; J. G. Taylor, The Social world of Batavia, Madison, 1983; Lê Thànth Khôi, «Popular Culture and Lettered Culture in Ancient Vietnam», Diogenes, 133 (1986).
23 Burke (1998).
24 Strauss (1991).
25 Ginzburg (1979); Fonquerne y Esteban (1986).
26 Thompson (1991), p. 6.
27 Gurevich (1981); Kaplan (1984).
28Infra, p. 244. Sobre Bajtin, G. S. Morson y C. Emerson, Mikhail Bakhtin: Creation of Prosaics, Stanford, 1990. Una muestra de los trabajos más recientes inspirados en Bajtin en Burke (1988b.)
29 Burke (1992b).
30 Marcus (1986).
31 P. E. Willis, Common Culture: Symbolic Work at Play in the Everyday Cultures of the Young, Milton Keynes, 1990, sobre todo pp. 1-5; T. E. Crow, Modern Art in the Common Culture, New Haven, 1996.
32 Sobre la «erosión» sufrida por esta distinción, F. Jameson, The Political Unconscious: Narrative as a Socially Symbolic Act, Ithaca, 1983, p. 112; sobre «difuminar» la línea divisoria, M. Kammen, American Culture, American Tastes: Social Change and the 20th Century, Nueva York, 1999, cap. 5.
33 Un aspecto sobre el que argumenta y que ilustra J. Docker, Postmodernism and Popular Culture: A Cultural History, Cambridge, 1994.
34 R. Rosaldo, Culture and Truth: The Remaking of Social Analysis, 1989, 2.ª ed., Londres, 1993, pp. 183-186.
35 Thompson (1991), pp. 76 y ss., cfr. R. Guha, Elementary Aspects of Peasant Insurgency, Delhi, 1993, cit. Hall (1981) y P. Bailey, Leisure and Class in Victorian England, Londres, 1987, pp. 9 y ss.
36 M. Agulhon, The Republic in the Village: The People of the Var from the French Revolution to the Second Republic (1970).
37 Muchembled (1978).
38 Burke (1992a).
39 Cfr. Lears (1985), que plantea cuestiones adicionales (pero complementarias) a las mías.
40 G. Sider, «The Ties that Bind», Social History, 5 (1980), pp. 1-39; J. Scott, Weapons of the Weak: Everyday Forms of Peasant Resistance, New Haven, 1987.
41 Burke (1982; 1987, cap. 5).
42 Por ejemplo, Mullett (1987), pp. 110, 164.
43 N. Elias, The Civilizing Process (1939); M. Foucault, Discipline and Punish (1975).
44 Christian (1981b), sobre todo pp. 8 y 177.
45 Chartier (1987).
46 H. R. Jauss, Towards an Aesthetic of Reception (1974); W. Iser, The Act of Reading (1976).
47 Appadurai (1985), sobre todo las contribuciones de Appadurai y Kopytoff. Este grupo parte de los teóricos sociales franceses Jean Baudrillard y Pierre Bordieu.
48 D. Hebdige, Subculture: The Meaning of Style, Londres, 1979.
49 Una defensa de la utilidad de la distinción entre alta y baja cultura en Gripsrud (1989).
50 Un famoso y controvertido debate en R. Wagner, The Invention of Culture, Englewoog Cliffs, 1975.
51 D. M. Schneider, American Kinship: A Cultural Account, Englewood Cliffs, 1968; cfr. J. Frykman y O. Löfgren, Culture Builders. A Historical Anthropology of Middle-class Life (1979); Phytian-Adams (1993).
52 Por ejemplo, Kuczynski (1980-1981); Dinges (1987); Bergsma (1990); Scribner (1990); Van Dülmen (1990-1994); Mohrmann (1993). Cfr. H. Medick, Weben und Überleben in Laichingen 1650-1900: Lokalgeschichte als allgemeine Geschichte, Göttinga, 1996.
53 H. Lefebvre, Critique de la vie quotidienne, 3 vols., París, 1946-1981; M. De Certau, The Practice of Everyday Life (1980); Lotman (1984); S. Greenblatt, Shakespeare Negotiations: the Circulation of Social Energy in Renaissancce England, Oxford, 1988.
54 C. Geertz, «Common Sense as a Cultural System», en Local Knowledge, Nueva York, 1983, cap. 4.
55 Por ejemplo, T. C. Smith, «Peasant Time and Factory Time in Japan», Past and Present, 111 (1986), pp. 165-197 (a partir de un artículo publicado por E. P. Thompson en la misma revista en 1967).
56 Thompson (1991), p. 7.
57 Como bien señalara M. Ingram en Reay (1985), p. 129.
58 Sabean (1984); Dülmen (1990-1994); Cohen y Cohen (1993); Ruggiero (1993).
59 Burke (1987), cap. 8.
60 Medick (1983), p. 94. Cfr. Sandgruber (1982).
61 Deetz (1977).
62 K. Baker, «On the Problem of the Ideological Origins of the French Revolution», en D. La Capra y S. L Kaplan (eds.), Modern European Intellectual History, Ithaca, 1982, p. 197. Cfr. P. Burke, What is Cultural History?, Cambridge, 2004.
Entre finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, coincidiendo con la progresiva desaparición de la cultura popular, el «pueblo» o «folk» empezó a ser materia de interés para los intelectuales europeos. Sin duda, tanto los artesanos como los campesinos se sorprendieron cuando vieron sus casas invadidas por hombres y mujeres que vestían y hablaban como la clase media y les pedían que les cantasen sus canciones, o les narrasen sus cuentos tradicionales. La elaboración de conceptos es una vía como cualquier otra para el surgimiento de nuevas ideas y en esta época se generalizaron (sobre todo en Alemania) toda una serie de términos nuevos, como Volkslied o «canción popular». Johann G. Herder denominó Volkslieder a las colecciones de canciones que recopiló entre 1774 y 1778. Existen términos como Volksmärchen y Volkssage que, a finales del siglo XVIII, se referían a distintos tipos de «cuentos populares». También se hablaba del Volksbuch, una palabra que llegó a ser muy popular a comienzos del siglo XIX, después de que el periodista Joseph Gorres publicase un ensayo sobre el tema. Su equivalente más próximo en inglés es el término tradicional chap-book («libreto de cuentos»). Existe otro término: Volkskunde (a veces Volkstumskunde), original de comienzos del siglo XIX, que podría traducirse como folclore (palabra inglesa mencionada por primera vez en 1846). O pensemos en Volkspiel (o Volkschauspiel), un término que comenzó a utilizarse en torno a 1850. En otros países empezaron a emplearse palabras y frases similares, por lo general, un poco más tarde que en Alemania. Así, Volksleider era folkviser para los suecos, canti popolari para los italianos, narodnye pesni para los rusos o népdalok para los húngaros63.
¿Qué estaba sucediendo? Puesto que muchos de los términos referidos nacieron en Alemania, puede que debamos buscar la respuesta allí. En el magnífico ensayo de Herder de 1788, sobre la influencia de la poesía en las costumbres de los pueblos antiguos y modernos, se expresan con fuerza las ideas que laten tras el término «canto popular». La idea central era que hubo un tiempo en el que la poesía tuvo una eficacia viva (lebendigen Wirkung). Es decir, la poesía habría estado «viva» entre los hebreos, los griegos o los antiguos pueblos del Norte que la consideraban algo divino. Era el «tesoro de la vida» (Schatz des Lebens); es decir, cumplía unas funciones prácticas. Herder llegaba a sugerir que a la verdadera poesía le correspondía un particular modo de vida, que posteriormente definió como la «comunidad orgánica», al tiempo que escribía con nostalgia sobre los pueblos «que denominamos salvajes (Wilde), pero cuya moralidad a menudo fue mayor que la nuestra». La conclusión a la que llegaba era que en el mundo posterior al Renacimiento, solo la canción popular había conservado la eficacia moral de la poesía antigua porque circulaba oralmente, se acompañaba con música y cumplía funciones prácticas. En cambio, la poesía culta estaba pensada para el ojo, escindida de la música y era más frívola que funcional. Como indicaba Goethe refiriéndose a su amigo: «Herder nos ha enseñado a concebir la poesía como patrimonio común de toda la humanidad en vez de como la propiedad privada de unos pocos individuos refinados y cultos»64.
Los hermanos Grimm reforzaron el vínculo entre la poesía y el pueblo. En un ensayo sobre la saga de los Nibelungos (Nibelungenlied), Jakob Grimm señalaba que el autor del poema era desconocido, «algo usual en todos los poemas nacionales, como debe ser, ya que pertenecen al pueblo en su conjunto». Su paternidad era común: «El pueblo crea» (Das Volk dichtet). En un famoso epigrama afirmó que «toda épica debe escribirse a sí misma» (jedes Epos muss sich selbst dichten). Estos poemas carecían de autor; eran como los árboles, simplemente crecían. De ahí que Jakob Grimm describiera a la poesía popular como la «poesía natural» (Naturpoesie)65.
Las ideas de Herder y los hermanos Grimm ejercieron una enorme influencia. J. C. Adelung afirmaba en su ensayo Essay on the History of the Culture of the Human Race (1782) que «la cultura del pueblo no puede ser la misma cultura que la de las clases altas» [Die Kultur des Volkes nicht die Kultur der obern Klassen sein kann].
