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Una invitación a aprender y soñar con los libros. Leer no es un sucedáneo ni un sustituto de la vida, sino una forma de vivirla. Implicados en la modificación del mundo existente, leemos alentados por la curiosidad, que es curiosidad de transformación. Para empezar, de uno mismo. Este libro nos convoca a leer y es un compromiso en un tiempo en el que no faltan quienes encuentran más fecundo ocuparse de otros menesteres. Desde esta pasión por la lectura, por los libros y por las nuevas formas y modalidades de leer, Ángel Gabilondo nos ofrece, en textos breves, consideraciones, perspectivas, análisis y miradas que confirman que estamos ante una reivindicación de la acción de leer, que impregna nuestra vida cotidiana y resulta liberadora.
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Seitenzahl: 145
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© Ángel Gabilondo, 2012.
© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2014.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
www.rbalibros.com
REF.: OEBO189
ISBN: 978-84-9006-194-7
Composición digital: Víctor Igual, S. L.
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.
Darse. Presentación
Ponerse a leer
La decisión de leer
Hacernos compañía
Cada página
Vivir entre libros
Lecturas de pensamiento
Leer de memoria
El ritmo de la lectura
Una ocasión divertida
El estilo del lector
Ficciones verdaderas
La curiosidad de estudiar
La mesilla como biblioteca
La lección
El gusto por las palabras
Leer de noche
Hay mucho que hacer
Con los clásicos
Cosas raras
Léeme un rato
La lectura como encuentro
Hecho un poema
Minuciosamente
Querido libro mío
El atril luminoso
Un retiro indispensable
La salud de leer
La palabra silenciada
Deseo de escribir
El último lector
La lectura justa
Texto amigo
PRESENTACIÓN
Si no se abre, este libro tiene las páginas en blanco. Si no se lee, no está en verdad escrito. Solo la consideración de la lectura de alguien liberará lo que quepa decirse del ojo en blanco sin mirada. Tiene por tanto mucho de llamada, de convocatoria, de solicitud para recabar la intervención generosa, hasta compasiva, de quienes son capaces de entregarse, incluso de antemano, y los hay, hasta el final. Darse es más que ofrecerse. Y no faltan quienes se dan a la lectura con pasión, como quien elige lo que parece no poder evitar y no pocas veces desea. Hay encuentros que solo se producen cuando nos entregamos.
Necesitamos leer y para ello es imprescindible escribir. No siempre uno mismo, pero tan decisiva relación atraviesa estos textos. Más singular resulta escribir del leer. Y para colmo convocar a que se lea a fin de que algo resulte escrito.
Puestos a entregar algo hemos de hacer retornar la palabra al lugar del que brotó. Y siempre, incluso bien solos, escribimos y leemos con los demás, por los otros, por ellos. Tanto que una determinada realidad lo preside todo. Podemos leer un texto, un discurso, pero su escritura ya está impregnada, enriquecida, del oír de aquel a quien se dirige. Y no es lo mismo cuando es indiferente que cuando está orientado a ser palabra, palabra pública. Este libro, como todos, busca ser leído. Y es de lo que se trata. No solo de hablar del leer, sino de leer para acompañar el decir de las palabras.
Cabría pensar que cuanto se da en esta ocasión es un aviso al lector, un preludio de un texto que podría ser cualquiera. A su modo, se trata de introducciones que no preceden a ningún otro texto, ya que ellas son ya el texto que cabe leer. Introducen en el asunto, y no hay más que proponer. Según se va leyendo ya estamos en la cuestión y sin embargo su argumento parece escapar de cualquier otra caracterización.
Leer del leer es un gesto que reclama la lectura, su sentido y su alcance. Pero es evidente que leer no es sin más hablar de la lectura, ni escribir de ella. Solo se lee leyendo y en esta medida este texto es una invitación y una reivindicación. En un contexto de debates, sin duda necesarios, sobre lo que puede significar leer y sobre su pertinencia, vigencia o actualidad, nuestra convocatoria es a participar en esta controversia con una acción, precisamente la acción de leer. Y con un reconocimiento, que a la par es un compromiso con el estudio, con el enseñar y con el libro. Y con quienes, de una u otra manera, hacen que no se produzca una violenta desvinculación de la lectura con el proceder que teje textos. Y en cierto sentido es un homenaje a su labor. No como gesto de despedida, sino como modesta forma de animar y reconocer su tarea y de solicitar, necesitado, su apasionada competencia y su generoso compromiso. Sin convicción sobre la vida de la lectura ella también quedará en blanco.
Leer es demorarse. Si tenemos prisa o miedo, no seremos capaces de hacerlo. Sin duda requiere atender algunas decisivas necesidades, pero si esperamos a que todas estén cumplidas, nunca leeremos. Y no solo porque eso más bien no ocurrirá jamás, sino porque una de las condiciones fundamentales para leer es no sentirse plenamente satisfecho. Leer es siempre buscar, aunque no exactamente lo ya conocido. No es la persecución de algo que sabemos y hemos extraviado. A veces solo oímos un ruido, vemos agitarse las ramas, alguna sombra se abre paso... dudamos si huir o adentrarnos en una peripecia que parece ofrecer más peligros que otros resultados. Y, sin embargo, consideramos que es la ocasión para hacerlo. En definitiva, no coincidimos tanto con nosotros mismos como para permitirnos desistir ante otras posibilidades.
La precipitación no resolverá nada. No es cuestión de abalanzarse desesperadamente sobre una presa para poseerla, para dominarla. Leer exige saber esperar. Y detenerse, sin por ello cesar toda acción. Siempre se requiere algún tipo de aislamiento, aunque se comparta mucho con otros. Y no nos referimos a ningún ritual para crear condiciones en el entorno, si bien no faltan quienes solo son capaces de leer tras procurarse una verdadera sede o estancia, fruto de una auténtica escenografía. Sin embargo, sí ha de abrirse en nosotros, si no un receptáculo, sí una brecha, alguna herida o escisión por la que ser capaces de escuchar no solo lo esperable, lo previsible, lo deseable. Y, más aún, todo nuestro cuerpo participará, intervendrá, en esa acción, la acción de leer, que siempre es algo diferente de una simple actividad.
Parecería que tantos preparativos y precauciones exigen un tiempo largo, pero lo adecuado sería decir que leer requiere otro tiempo, una apertura en él, al que, paradójicamente, en ocasiones se accede por inmersión, sin más miramientos ni pronunciamientos previos. Para leer hay que ponerse en ello, hay que echarse a leer. Semejante arrojo precisa de más valentía que la que podríamos suponer. La más atrevida, la de estar dispuestos a dejarnos decir. No solo algo por alguien, sino a dejarnos decir a nosotros mismos.
Quedamos avisados, por tanto, de que en esto de la lectura uno corre ciertos peligros. El más atractivo, quizás, el de llegar a ser otro que quien se es. No hay que descartar que en numerosas ocasiones se trata más bien de un alivio. No digamos si nos topamos con aspectos inauditos de nosotros mismos, con deseos y pensamientos que podrían llegar a atemorizarnos, o quién sabe, a entusiasmarnos. Tampoco hemos de suponer que de cada lectura nacerá una verdadera convulsión. No hay que descartarlo, pero también podría ser que brotara una serenidad desconocida para nosotros mismos.
De lo dicho puede desprenderse algo elemental, que la lectura es una confrontación. El texto es ya una lectura de lecturas, una apertura de posibilidades que esperan ser liberadas, no por nuestra genialidad, sino por nuestra acción, ofreciendo quizás aspectos imprevisibles desde el horizonte de nuestra existencia, de nuestra capacidad, de nuestra cultura, de nuestra vida cotidiana. El propio texto corre sus riesgos, pero es su destino ser leído, es decir, ser preescrito.
No es fácil, ni siquiera recomendable, resumir las razones que nos inducen a leer. En ocasiones se oye decir que «para pasar el rato», como quien dijera «para pasar la vida». Tal parecería que hay momentos principales, acciones decisivas del vivir y, por otro lado, estas ocupaciones de tiempo libre. Es verdad que hemos de irrumpir en el tiempo para leer, que es tanto como decir que el verdadero hogar en el que se lee es en el tiempo. Ahí establecemos un ámbito, espacializamos la duración. Y así nos podemos desplazar, que es una de las condiciones de una adecuada lectura. Y el desplazamiento no es un simple cambio de lugar, es una transformación, una dislocación que afecta a quien se disloca. Puede resultar extravagante decir que leemos para perdernos, pero teniendo en cuenta que tampoco es que nos hayamos encontrado demasiado, tal vez merezca la pena correr el riesgo.
Todo esto para decir que salvo que uno se encuentre insuperable, y aunque parezca mentira algunos están cerca de verse así, es necesario leer para ser otros que quienes somos. Y esta posición no es meramente individual, alcanza tanto a todos que podría decirse que la lectura es un movimiento político que precisamente moviliza la voluntad de modificar el actual estado de cosas. Y lo cierto es que es necesario que esto suceda. Leer para ser otro, para que lo que hay sea de otra manera, aborda el asunto en su radicalidad.
No se trata de considerar la lectura como un simple instrumento de la actividad más o menos política, pero sí hemos de reconocer que en el corazón mismo de la noción de ciudad se encuentra la necesidad de cuidar y cultivar la palabra y de labrar y adoptar decisiones. Precisamente, la gran expresión de la relación entre la palabra y la decisión es la lectura.
Leer (legere) es elegir (eligere). En definitiva, vivimos eligiendo, seleccionando. Incluso en el ver juega en gran parte la posición de la mirada, la decisión, la voluntad e incluso el deseo. Es cierto que no es lo mismo ver que mirar, pero tampoco leer es simplemente ver. Hoy hablamos de la lectura, por tanto, en un sentido amplio y abierto. Ni siquiera la reducimos a textos o a libros y encontramos referencias a la lectura de edificios y de cuadros, a la lectura de acciones. Y esto no obedece sin más a la irrupción de las nuevas tecnologías. Ellas también han surgido en gran parte gracias a una nueva concepción del leer. Porque, efectivamente, leer es concebir, incluso el texto que se está leyendo que, en última instancia, solo se alumbra en el gesto mismo en el que con hospitalidad nos lo apropiamos, aunque nunca del todo. Él también tiene la maravillosa insolencia de lo irreductible.
Siempre elegimos, incluso cuando creemos no hacerlo y siempre nos desprendemos de algo al hacerlo, así que en la vida de la lectura, en nuestra vida por la lectura, también fallecemos. Al finalizar un libro estamos más vivos y, a la par, más próximos a no estarlo que al iniciarlo. No es que con la lectura se nos vaya el tiempo. Es que con ella nos vamos nosotros. Pero no hemos de incomodarnos más de lo que supone ser mortales ya que en esa despedida consiste vivir. Solo llegamos en cierto modo yéndonos. Como les ocurre a los textos, como les sucede a los libros.
Tantas complicaciones podrían inducirnos a pensar que esto de la lectura es sofisticadísimo. Pero si nos ocupamos de tales asuntos es para reivindicar la sencilla acción de leer, o si se prefiere, la sencillez para leer, la lectura como máxima expresión de la sencillez. Y, en cierto modo, de la austeridad. Es indispensable no renunciar a una cierta inocencia, a una suerte de pureza, para acercarse a un texto y recibirlo literalmente, aunque ello no evite comprender su complejidad. Así ha de ser, pero la sencillez a la que aludimos tiene más que ver con la desnudez de quien despojado de todo accede a su propia epidermis. Sin esta corporalidad a flor de piel nos enredaremos en comentarios más o menos acertados o elocuentes, pero leer no es comentar. Casi deberíamos acallar ocurrencias y no ponerlo todo perdido de dimes y diretes. Hacer que el texto hable exige más un dejar que diga. Y no precisamente aquello que más necesitamos o nos apetece, como si buscáramos un remedio que ya presuponemos.
Es preciso saber esperar. Y eso no es ninguna pasividad. Es una actitud en acción. Insistir y persistir en el texto, incidiendo una y otra vez inscritos en él es proceder como procede la misma escritura. Leer escuchando es también leer escribiendo, reescribiendo. Es más, en última instancia solo se comprende un texto cuando como lector uno prosigue la acción de su escritura. En todo buen lector hay un escritor que humildemente se acerca con un gesto de reconocimiento y se deja decir como quien precisa algo con más contundencia que la más estricta necesidad. Solo en este sentido la lectura es inútil, es decir, no es fructífera para quien tiene expectativas prefijadas para su rentabilidad más inmediata, de acuerdo con intereses predeterminados. Leer nos sorprende y nos desborda.
Para que esto tan sencillo y tan infrecuente ocurra se requiere una posición, incluso del propio cuerpo que, sea el contexto que fuere, exige aislamiento, recogimiento, entrega, ascesis. Leemos como de despedida del ruido y de la proliferación de fatuidades que nos impiden oír y, por tanto, que dificultan un buen silencio, el que calla cuanto nubla el resonar del murmullo incesante. En él saltan gozosas las palabras para entrelazarse y tejer textos. Se requiere mucho amor y mucha pasión por las palabras, por la palabra, para procurarse ese recogimiento. De lo contrario, leemos y leemos sin que nada ocurra, sin que nada nos suceda.
Este distanciamiento no supone que se precisen peripecias o exorcismos para lograr un estado en el que situarse en disposición de leer. Al contrario, nuestras precauciones nos avisan de que el arrojo a la acción de leer nos convoca a no inundarlo todo previamente de cuanto emborracha la propia escritura y la impide decir clara, limpia y contundentemente lo que en su propia experiencia hace. Porque para leer hemos de hacernos cargo de que no se trata simplemente de lo que hacemos con el texto, él también hace, y mucho, con nosotros. Incluso por nosotros, aunque sea contra lo que ya somos. No es necesariamente nuestro enemigo, pero su amistad es la de quien llega con voz propia que está dispuesta a ser palabra.
Elegir leer es elegir elegir. Y ser lector es ser elector. Deseamos que ocurra algo distinto, diferente. Quizás, en definitiva, que se nos ofrezca una ocasión, una oportunidad de ser, de pensar de otra manera, de ser otros. Y esta es ya una necesidad bien distinta, la que brota de la voluntad de un vivir que no se sostenga en el puro durar de lo igual, esto es, en el aburrimiento.
No siempre es fácil relacionarse. Ni siquiera con uno mismo. La lectura es un modo privilegiado de hacerlo. Por eso no es infrecuente que hallemos alivio a nuestra soledad con un libro en las manos. No porque con él dejemos de estar solos, es que nos encontramos, con independencia de cómo estemos. Y, en efecto, no es infrecuente que en este supuesto modo de huir demos con nosotros mismos. Nos fugamos pero no solamente de cómo estamos, sino de quiénes somos, y esto suele ser menos llevadero. Huida o fuga, lo que sí es cierto es que el libro nos saca de nuestros adentros para aproximarnos a nuestra interioridad, e incluso intimidad, que acostumbra a ser más literal y que, en ese sentido, no pocas veces se nos ofrece al pie de la letra.
Es hermoso ver a alguien que lee para varios, o a dos que leen juntos, tal vez el mismo libro o libros diferentes. Es misterioso y atractivo lo que enlaza a quienes han leído o leen una misma obra, el libro que nos vincula a quienes durante quizá siglos han pasado por las mismas páginas siendo para cada quien distintas. En definitiva, el vínculo de escuchar juntos es tanto como el de tener que ver con alguien. Mientras compartamos libros habrá comunidad, algo común que nos abrace o que abracemos, y será posible la comunicación. Nos regalamos libros también para procurarnos ciertas complicidades. Y no es infrecuente que deseemos compartir el placer de algunas lecturas con otros a quienes apreciamos. Porque, en definitiva, el aislamiento que nos procura leer no es necesariamente el de un ensimismamiento. Al leer nos brota lo vivido con una nueva realidad, la de la memoria, y en ella irrumpen tantos con quienes componerla y narrarla. Todo se puebla del juego, que es también el de la vida, entre las personas y los personajes, que recreamos y a nuestro modo amamos. O quizá no, pero que en todo caso no siempre nos resultan indiferentes. Los afectos, las emociones y los sentimientos tejen la escritura como texto y pueden producirnos excitación, convulsión, sin que valga consolarnos con la consideración de que se trata «solo de un libro».
Los libros nos entrelazan incluso con quienes quizá no llegaremos a compartir sino lo que esos textos nos ofrecen. Basta mirarlos para que se ponga en acción toda una cohorte de lectores que en definitiva forman parte del texto mismo. Tomarlos entre las manos es saberse ya miembro activo, partícipe de algo que se viene diciendo. Sentirse así convocado, llamado, implica una suerte de pertenencia que no es necesario saborear en cada ocasión, como tampoco es imprescindible recordarlo a cada momento. Somos lectores entre lectores, lecturas con lecturas, porque, quizás en última instancia, en cada uno de nosotros anida una necesidad, la de afecto, la de compañía. Y no es simplemente una carencia sentimental. Se trata de una cuestión vertebral del pensar, que no se reduce a una acumulación de ideas o a la posesión de determinados conocimientos.