De Benedicto XV a Benedicto XVI - Mariano Fazio Fernández  - E-Book

De Benedicto XV a Benedicto XVI E-Book

Mariano Fazio Fernández

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Beschreibung

¿Qué posiciones toma la Iglesia sobre lo que sucede en el mundo contemporáneo? ¿Cómo percibe y afronta el proceso de secularización? El autor inicia su respuesta en el pontificado de Benedicto XV, pues coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial, clave para comprender la crisis de la cultura de la Modernidad. El siglo breve finalizaría con la caída del muro de Berlín y, por tanto, durante el pontificado de Juan Pablo II. Pero es tal la continuidad que se establece con Benedicto XVI que el autor considera imprescindible incluirle en este análisis.

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DE BENEDICTO XV A BENEDICTO XVI

© Mariano Fazio, 2009

© Ediciones RIALP, S.A., 2009

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

[email protected]

© Foto AISA

Cubierta: El Papa Benedicto XVI. Al fondo, la catedral de colonia. Colonia, con motivo del Día Mundial de la Juventud, 2005.

ISBN eBook: 978-84-321-3810-2

ePub: Digitt.es

Todos los derechos reservados.

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

 Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Índice

INDICE

INTRODUCCIÓN

Primera parte: De Benedicto XV a Pío XII

I. La restauración cristiana de la paz. Benedicto XV (1914-1922)

El pontificado de Giacomo Della Chiesa

La crisis de la sociedad vista por Benedicto XV

Encíclica Ad Beatissimi (1-XI-1914)

Pacem Dei munus (23-V-1920)

Sacra Propediem (6-I-1921)

II. PAX CHRISTI IN REGNO CHRISTI. EL PONTIFICADO DE PÍO XI (1922-1939)

El hombre Achille Ratti

El programa de su pontificado. Las encíclicas Ubi Arcano y Quas Primas

El laicismo como la quintaesencia de la Modernidad

Los medios para la instauración del reino de Cristo

III. OPUS IUSTITIAE PAX. PÍO XII (1939-1958)

Diplomático y pastor romano: Eugenio Pacelli

La encíclica programática: Summi Pontificatus

Pío XII y la Segunda Guerra Mundial

El orden internacional y la democracia

Un mundo dividido en dos bloques

La unificación europea y la descolonización

Segunda parte: Del Concilio Vaticano II a Benedicto XVI

IV. JUAN XXIII (1958-1963). UN PONTIFICADO NO DE TRANSICIÓN

De la campiña bergamasca al solio pontificio

Escrutando los signos de los tiempos

V. EL CONCILIO VATICANO II

Introducción general

La autonomía relativa de las realidades terrestres en la Gaudium et spes

La autonomía absoluta en la Gaudium et spes

La autonomía relativa de las realidades terrestres

Libertad y responsabilidad de los laicos en la sociedad

La libertad religiosa en la declaración Dignitatis humanae

VI. EL PONTIFICADO DE PABLO VI (1963-1978)

Hijo de la tradición católica democrática

Un pontificado por la paz

El difícil post-concilio

VII. JUAN PABLO II Y LAS IDEOLOGÍAS CONTEMPORÁNEAS (1978-2005)

Venido de un país lejano

La formación filosófica de Karol Wojtyla

El pontificado de Juan Pablo II en el contexto mundial

1. Juan Pablo II y la ética social liberal

La doctrina social de la Iglesia frente a la ética liberal

Los juicios magisteriales sobre el capitalismo liberal

La democracia liberal en la Centesimus annus

La antropología cristiana

2. La propuesta de Juan Pablo II de nuevo orden mundial

3. La encíclica Fides et ratio (1998) de Juan Pablo II y la vuelta a la metafísica

VIII. LA SANA LAICIDAD EN EL PONTIFICADO DE BENEDICTO XVI

Un documento de la Congregación para la doctrina de la fe

La laicidad en el pontificado de Benedicto XVI

EPÍLOGO

BIBLIOGRAFÍA

ÍNDICE DE PERSONAS

INTRODUCCIÓN

El lugar que la religión ha de ocupar en el ámbito público ha sido objeto de numerosas reflexiones en los último años. Superada la visión de los años 70 del pasado siglo, en los que se pensaba que el fenómeno religioso estaba destinado a desaparecer en las naciones occidentales como efecto de la secularización, y en las naciones de la órbita marxista como producto de la implantación de una ideología sustentada en el materialismo científico, hoy el fenómeno religioso no solo ha sobrevivido, sino que se presenta con una vitalidad sorprendente. Algunos autores hablan de una época post-secular1. Cabe añadir que el «retorno de lo sacro» presenta muchas ambigüedades, y no se identifica sin más con una vuelta a las religiones tradicionales de las iglesias institucionales.

Si nos fijamos en particular en el cristianismo, existe una tradición multisecular de toma de posiciones acerca del papel que debe desempeñar la religión en la vida pública. Me he referido a este tema en algunas publicaciones anteriores. Expondré en los siguientes párrafos un apretado resumen de lo escrito allí2.

El anuncio y la paulatina difusión del evangelio en el mundo antiguo implicó una auténtica revolución, no solo espiritual, sino también en el ámbito más restringido de la filosofía política. En primer lugar, el dualismo cristiano —es decir, la afirmación de dos órdenes distintos, pero no opuestos, el temporal y el espiritual— liberaba al hombre de la opresión que llevaba consigo la identificación del poder político con la divinidad. Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios significaba la existencia de un orden temporal con derechos propios, así como la necesidad de respetar los derechos del ámbito espiritual: lo debido a Dios.

En segundo lugar, la doctrina cristiana implicaba la superación de la identificación clásica entre fin último humano y el bien de la polis. El cristianismo funda la independencia y dignidad de la persona en una esfera de valores que está por encima de la política: son los valores espirituales de la filiación divina sobrenatural y de la semejanza divina natural. Se resuelve así de manera definitiva el nexo mediante el cual el individuo estaba orgánicamente conectado a la comunidad política, que ya no es la única dimensión que corresponde a la naturaleza humana para llegar a la felicidad. Desde la nueva perspectiva que inaugura la revelación, la sociedad política debe ayudar a alcanzar una felicidad temporal, pero el cristiano sabe que por encima de esta felicidad está la esperanza de una Patria eterna definitiva. La comunidad política no es negada, pero sí relativizada. Al mismo tiempo, respetar la dimensión trascendente de la persona llevaba consigo la necesidad de un poder político no absoluto, que tenía como límite principal —y como objetivo que proteger y fomentar— la dignidad de toda persona humana, ser uno, único e irrepetible.

A lo largo de los siglos, estas distinciones teóricas no siempre se reflejaron en la praxis de las sociedades cristianas. Frente al dualismo cristiano, basado en la distinción de los dos órdenes, sin confundirlos pero tampoco enfrentándolos, se levantan dos posiciones extremas, que irán tomando diversos ropajes en las cambiantes circunstancias históricas: el clericalismo y el laicismo. El primero parte del supuesto que con la elevación de lo humano al orden sobrenatural, y en par­ticular en el período histórico que se abre después de la Encarnación del Hijo de Dios, el orden natural ha perdido todas sus prerrogativas. En consecuencia, el poder espiritual, institucionalizado en la jerarquía eclesiástica, posee no solo el derecho, sino también el deber de guiar a la entera sociedad en todas sus dimensiones. Desde esta óptica, el poder temporal deriva del poder espiritual, al que le está subordinado. Se trata de una posición extrema, que en sus concreciones históricas ha sido muchas veces matizada, y representa una degeneración de la auténtica doctrina cristiana.

El laicismo, por su parte, establece no ya una distinción entre los órdenes temporal y espiritual, sino una radical separación. En parte como reacción a actitudes clericales, pretende considerar al ámbito espiritual como exclusivamente privado, un hecho de conciencia que no debe tener repercusiones públicas en el orden social. El orden temporal gozaría de una completa autonomía, y no tendría necesidad de ninguna referencia a un supuesto orden trascendente para organizar la vida de los hombres en sociedad. También en este caso las aplicaciones históricas del laicismo admiten diversos grados de intensidad.

Una vez establecido qué entendemos por clericalismo y laicismo será más fácil dilucidar los contenidos semánticos de otra noción muy utilizada en las últimas décadas en los análisis de la situación cultural contemporánea del mundo occidental: me refiero a la noción de secularización. Considero que la Modernidad puede ser identificada con un proceso de secularización, pero ésta tiene, al menos, dos significados esenciales. El primero de ellos equivaldría a una desclericalización del mundo medieval, a través del redescubrimiento de la autonomía relativa de lo temporal. El segundo, por el contrario, se identificaría con la afirmación de la autonomía absoluta del hombre, cortando todos los puentes con una posible instancia trascendente.

La Modernidad, por lo tanto, se presenta ambivalente: si por una parte hay una Modernidad cristiana en cuanto existe una toma de conciencia más madura de la relación armónica entre los órdenes natural y sobrenatural, por otra hay una Modernidad cerrada a la trascendencia, con pretensiones de una auto-explicación del sentido último de la existencia humana que terminará, después de la adopción de una actitud prometeica en los siglos XIX y XX, en el nihilismo contemporáneo. Dos modernidades diferentes, pues, que conviven con dificultad.

Secularización no equivale a pérdida del sentido religioso. El proceso de secularización entendido en el segundo sentido lleva, utilizando el famoso concepto de Max Weber, al desencantamiento del mundo. Durante la época moderna hay una crisis de fe que se manifiesta en la desmitificación y racionalización del mundo, en la creciente pérdida de toda trascendencia que reenvíe más allá de lo visible y aferrable. Con palabras de Kahn, se puede decir que la crisis de fe «significa pérdida de una imagen del mundo unitaria y global segura, en la cual todas las partes se relacionaban con un centro: por lo tanto se trata de la pérdida del centro. En cuanto esta imagen de un mundo con la certeza del centro era nuestra herencia, se puede hablar con propiedad de un “espíritu desheredado”, de una “disinherited mind”»3. Pero crisis de fe no es lo mismo que desaparición del sentido religioso. Si lo que desaparece es la fe en un Dios personal y trascendente, el sentido religioso inherente al espíritu humano encuentra otros centros, que se absolutizan: se sacralizan elementos terrenos que proveerán las bases para religiones sustitutivas, algunas de las cuales presentan caracteres gnósticos. Si este proceso se hace evidente en las ideologías contemporáneas, ya en la primera etapa de la Modernidad se producirá este cambio de centro. Basta pensar en la razón ilustrada, en el sentimiento romántico o en el Yo absoluto del idealismo alemán.

Si examinamos las principales corrientes culturales y las ideologías de la Modernidad, observamos inmediatamente que absolutizan un elemento relativo de la realidad, transformado en clave explicativa del mundo, de la historia y de la existencia humana. Precisamente esta explicación global ha sido la función de las religiones históricas. Por eso, las nuevas corrientes de pensamiento que abocan para sí este papel bien pueden definirse como «religiones de lo temporal» o «religiones secularizadas».

El hombre no puede vivir en un mundo sin puntos de referencia sólidos. De ahí que esta dinámica de absolutización de lo relativo o de sacralización de lo temporal obedezca a una necesidad antropológica. Las distintas construcciones teóricas de la Modernidad secularizada tienen en común el fundarse sobre un elemento importante que constituiría la parte central de la existencia humana. Elemento importante pero relativo, que es absolutizado. Nadie negará la importancia de la razón, de los sentimientos, de la libertad, del pertenecer a una comunidad cultural, de la economía, de la ciencia. Son todas ellas realidades fundamentales de nuestra vida y de nuestra inserción en el mundo. Pero al mismo tiempo nos damos cuenta que son elementos relativos; vistos desde una perspectiva integral de la persona humana, ninguno de ellos, por sí solo, puede proveer una explicación completa del mundo y de la historia.

A partir de la mitad del siglo XVIII hay una auténtica galería de explicaciones unilaterales, que se basan en la absolutización de lo relativo. El laicismo propio de los países occidentales —y más en par­ticular, del área latina, europea y latinoamericana— de los siglos XIX y XX se inscribe en este modelo cultural reductivo y absolutizador. Hunde sus raíces en la absolutización de la razón, propia de la Ilustración, y en la divinización de la ciencia, característica central del positivismo.

Pero detengámonos en el otro sentido de la secularización, que más arriba hemos identificado con un proceso de desclericalización. Desde esta perspectiva se podría decir que la Modernidad es más cristiana respecto al Medioevo, por lo menos en lo que se refiere a la relación entre el orden natural y el sobrenatural: el clericalismo de muchas de las estructuras sociales y políticas medievales, que confunde estos dos ámbitos, identificando el poder político con el espiritual, y la ciudadanía de la Ciudad celestial con la de la Ciudad de los hombres, es superado a partir del siglo XVI por una visión cristiana y no clerical del hombre, que redescubre el valor de la naturaleza humana. Según esta antropología propia del humanismo cristiano, de origen tomista, la elevación al orden de la gracia no quita ningún valor a la naturaleza, ya que ius divinum, quod est ex gratia, non tollit ius humanum, quod est ex naturali ratione (El derecho divino, que proviene de la gracia, no quita el derecho humano, que proviene de la razón natural)4.

Por lo tanto, si identificamos Modernidad con secularización, hay que subrayar la presencia de una versión de la secularización entendida como desclericalización, como distinción entre el orden natural y sobrenatural, como toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal. Esta versión de la secularización es profundamente cristiana, mucho más que el clericalismo de un cierto Medioevo. Ejemplos de esta desclericalización son las doctrinas de la segunda escolástica española —en particular, la Escuela de Salamanca fundada por Francisco de Vitoria, que aplica con valentía y libertad de espíritu la distinción de órdenes a la problemática que surge después del descubrimiento de América5—, el liberalismo moderado de los padres fundadores de los Estados Unidos a finales del siglo XVIII, la doctrina política de Alexis de Tocqueville en el siglo XIX, o las afirmaciones a favor de la secularidad en los documentos del Concilio Vaticano II, y más en concreto en la Gaudium et spes y en el Decreto Dignitatis humanae6.

* * *

La historia de las relaciones entre la Iglesia Católica y el mundo contemporáneo en lo que se refiere a la política y a la sociedad civil son complejas y cambiantes. Si nos centramos en los dos últimos siglos, sería fácil comprobar que aparentemente las tomas de posición del Magisterio de la Iglesia en estos asuntos cambió radicalmente, sobre todo a partir del Concilio Vaticano II. Pero nos engañaríamos si pensáramos que hay una ruptura sustancial. Como tendremos ocasión de explicar en las siguientes páginas, Pío IX, Pío XII, el Concilio Vaticano II y Juan Pablo II están en plena sintonía cuando denuncian la secularización entendida en sentido fuerte —como la afirmación de la autonomía absoluta del hombre—, mientras que la toma de conciencia de la autonomía relativa de lo temporal —la sana laicidad, en palabras de Benedicto XVI— va paulatinamente tomando protagonismo en el Magisterio, con la profundización de la revelación a través de una lectura atenta de las cambiantes circunstancias históricas.

Este libro se propone exponer los hitos centrales de las tomas de posición de la Iglesia sobre el mundo contemporáneo —y en particular sobre el proceso de secularización—, a través de la voz autorizada de los Romanos Pontífices. Vamos a justificar en primer lugar la elección cronológica: ¿por qué comenzamos con Benedicto XV? Porque este pontificado coincide con el inicio de la Primera Guerra Mundial, hecho histórico clave para comprender la crisis de la cultura de la Modernidad en la que estamos todavía inmersos: la Gran Guerra es un mentís al optimismo decimonónico liberal y positivista que pensaba que el siglo XX sería el siglo de la glorificación prometeica de la humanidad. En las trincheras de media Europa esta ilusión se desvaneció rápidamente. La Primera Guerra Mundial inaugura un período cultural nuevo, no tanto porque se cambian las categorías mentales, sino porque se palpan las consecuencias sociales, económicas, políticas y morales de esas mismas categorías ideológicas.

Ya es un lugar común referirse al siglo XX como el «siglo breve», entre la Gran Guerra y la caída del muro de Berlín. Podríamos también afirmar que Sarajevo es la ciudad símbolo del pasado siglo: allí comienza la Guerra, allí se sufrirán con más profundidad los desgarrones que causó la caída del régimen soviético. Si siguiéramos este criterio, tendríamos que acabar con el pontificado de Juan Pablo II. Sin embargo, es tal la continuidad que hay entre el Concilio Vaticano II, Juan Pablo II y Benedicto XVI en los temas que afrontamos, que nos pareció conveniente extender nuestra exposición hasta el presente pontificado.

En las siguientes páginas no haremos una historia de la Iglesia, sino que pondremos nuestra atención en los diagnósticos, juicios de valor y propuestas que hacen los Papas ante el mundo a ellos contemporáneo en sus aspectos políticos e institucionales, que son la manifestación de una cultura dominante en determinadas sociedades o períodos históricos. Teniendo en cuenta tanto los hechos de la historia general como de la historia de las ideas, y también las distintas sensibilidades —en continuidad con la tradición— de los Romanos Pontífices, nos ha parecido conveniente dividir el presente estudio en dos partes. La primera analiza los pontificados de Benedicto XV, Pío XI y Pío XII (1914-1958), y está precedida por una breve introducción histórica sobre el Magisterio del siglo XIX. La segunda parte se ocupa del Concilio Vaticano II, que se desarrolla durante los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI, para después abocarnos a los últimos dos Romanos Pontífices.

El presente estudio se inserta en una línea de investigación sobre Cristianismo y Modernidad, que vengo llevando desde hace años. Quien quisiera profundizar en el contexto más amplio en el que se da esta relación entre Iglesia y mundo contemporáneo puede acudir a mi Historia de las ideas contemporáneas, Una lectura del proceso de secularización, 2ª ed., Rialp, Madrid 2007. Quienes estén interesados en el pensamiento de los intelectuales cristianos de este mismo perío­do, pueden ver Cristianos en la encrucijada. Los intelectuales cristianos del período de entreguerras, Rialp, Madrid 2008. Sobre los aspectos filosóficos, se puede acudir a mi Historia de la filosofía contemporánea, escrita en colaboración con Francisco Fernández Labastida, Palabra, Madrid 2004.

1 M. BORGHESI, Secolarizzazione e Nichilismo, Cantagalli, Siena 2005, p. 25.

2 Cfr. M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas, 2a ed., Rialp, Madrid 2007.

3 L. KAHN, , Città Nuova, Roma 1978, p. 49.

4S. Th. II-II, q.10, a.10, c.

5 Cfr. M. FAZIO, Francisco de Vitoria. Cristianismo y Modernidad, Ciudad Argentina, Buenos Aires 1998.

6 Cfr. M. FAZIO, «El Concilio Vaticano II y el proceso de secularización: balance y perspectivas», en M. A. SANTOS (coord.), Concilio Vaticano II. 40 anos da Lumen Gentium, EDIPUCRS, Porto Alegre 2004, pp. 120-152.

Primera parte

DE BENEDICTOXV A PÍOXII

Son evidentes los cambios políticos, sociales, económicos, pero sobre todo culturales que trajeron consigo las revoluciones liberales de finales del siglo XVIII, denominadas por la historiografía francesa y anglosajona con el nombre de Revolución Atlántica. En este proceso se vio involucrada la Iglesia Católica, que se encontraba plenamente inserta en las estructuras políticas, económicas y sociales del Ancien Régime.

La alianza entre el Trono y el Altar, la visión orgánica de la sociedad dividida en tres estados, el intervencionismo económico, eran elementos omnipresentes en una Europa Occidental que tenía una cosmovisión cristiana de la vida. Después de los procesos revolucionarios, estos elementos desaparecieron. Para entender la relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo es necesario que el historiador, el político, el hombre de fe, se haga la siguiente pregunta: estos elementos socio-político-económicos ¿pertenecían al núcleo esencial de la Iglesia en cuanto institución divina fundada por Jesucristo, o eran elementos circunstanciales, históricos, que podían cambiar sin traicionar en nada el depósito de la revelación, que la Iglesia había recibido con el encargo de custodiar fielmente?

Las diferentes respuestas a esta pregunta nos ofrecen la posibilidad de retomar las nociones esbozadas en la introducción sobre el clericalismo, el laicismo y la secularización. Si se responde a la pregunta distinguiendo entre elementos sobrenaturales y elementos históricos accidentales, llegando a la conclusión que los elementos del Ancien Régime tan ligados a la Iglesia son del segundo tipo, se abre la posibilidad intelectual para un proceso de desclericalización y de purificación de la memoria histórica, capaz de establecer un diálogo a la vez abierto y crítico entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Si, en cambio, se responde a la pregunta negando toda distinción entre elementos esenciales y elementos históricos circunstanciales, se perpetúa el clericalismo que tiende a condenar en bloque a la Modernidad, provocando como reacción lógica el laicismo, que desearía ver a la Iglesia Católica recluida en las sacristías y en las conciencias, obstaculizando toda manifestación externa y social de la propia fe1.

Si el primer paso intelectual que se debe dar para aclarar la difícil relación entre la Iglesia y el mundo durante los dos últimos siglos es el de establecer la distinción entre depósito inmutable de la fe custodiado por la Iglesia e instituciones históricas mudables, que pueden encontrarse circunstancialmente unidas a la Iglesia en cuanto institución histórica —y nuestra posición histórica consiste en afirmar que la estructura política, económica y social del Antiguo Régimen, con sus grandes virtudes y sus grandes defectos era meramente un conjunto de instituciones históricas cambiables—, el segundo paso intelectual fundamental es el de esclarecer la relación entre las nuevas instituciones —el Nuevo Régimen— y la Iglesia en cuanto guardiana de la fe revelada.

Si monarquía absoluta, organización jerárquica de la sociedad, mercantilismo económico, etc., del Ancien Régime, son elementos circunstanciales, lo mismo se debería decir del régimen republicano, la separación de poderes, la igualdad legal, las libertades de prensa y expresión, la representación política, etc. respecto al Nuevo Régimen. En principio, estas instituciones no eran contrarias a la fe revelada. Esmás, se podría decir —como lo han hecho Guardini y Chesterton2— quelos grandes ideales de la Modernidad tienen un origen cristiano y queen un cierto sentido son consecuencias de una lectura de la tradición cristiana más coherente que la del Antiguo Régimen. La trilogía revolucionaria Liberté, Egalité, Fraternité no es comprensible fuera de un contexto cultural permeado de cristianismo.

En este trabajo imprescindible de criba entre lo divino y lo humano, entre lo sobrenatural y lo natural, ocupa un lugar de relieve la distinción entre las instituciones de Nuevo Régimen en sí mismas consideradas y el fundamento teórico que les dio origen. Aunque se pueden encontrar numerosos espíritus profundamente cristianos y abiertos a la Trascendencia en los procesos revolucionarios que conforman la Revolución Atlántica, no se puede ocultar que la fundamentación filosófica última de muchos de estos procesos es la pretendida autonomía absoluta del hombre, con la consecuencia necesaria de la libertad de conciencia entendida en sentido liberal, que en los casos más extremos niega la existencia de un orden moral objetivo. En este proceso, el hombre termina por autonombrarse árbitro de los valores.

Estudiando las distintas posiciones intelectuales de los católicos respecto a la cultura de la Modernidad durante el siglo XIX es posible hacer una clasificación, aunque corriendo el riesgo del esquematismo. Además del grupo mayoritario de cristianos que carecen de una formación específica y que se consideran plenamente fieles a las enseñanzas de la Iglesia, hay un grupo que podemos definir de sensibilidad tradicionalista, que ve en la sociedad pre-revolucionaria la forma par excellence de organizar las relaciones sociales. La violencia de los procesos revolucionarios, los ataques contra la Iglesia, contra sus ministros y sus bienes hicieron que muchos llegaran a la conclusión que la Modernidad es intrínsecamente anti-cristiana y que las libertades modernas son semper et ubique libertades de perdición. En este grupo de sensibilidad tradicionalista se podrían hacer muchas distinciones. La actitud más extrema de este primer grupo es el clericalismo que no hace las distinciones más arriba esbozadas, y que considera la caída del Antiguo Régimen como una tragedia irreparable para el espíritu cristiano. Como consecuencia de esta actitud se estrechan los horizontes culturales: según esta perspectiva, de la fe derivaría sólo una cultura católica, estructurada en torno a instituciones consideradas necesariamente ligadas a la fe, y negando por lo tanto las prerrogativas de la libertad cristiana, que se abre al pluralismo en tantos espacios sociales dejados a la libre iniciativa de los cristianos3.

Un segundo grupo de católicos son los llamados liberales, que saludan con entusiasmo la llegada de la revolución, y que consideran libertad, igualdad y fraternidad como los frutos sociales de una lectura madura del Evangelio. También aquí habría que hacer distinciones. Algunos intelectuales saben separar las instituciones liberales que salvaguardan los derechos de la persona, de la fundamentación última de estas instituciones, es decir la autonomía absoluta del hombre, que en su raíz misma era anticristiana e incompatible con una antropología de inspiración evangélica. Pero también existen católicos que no hacen tal distinción, y que aceptan el punto de partida de la Modernidad ideológica, es decir la libertad de conciencia entendida en un sentido liberal.

Los pontificados de Pío VII (1800-1823), León XII (1823-1829), Pío VIII (1829-1831), Gregorio XVI (1831-1846) y sobre todo el del Beato Pío IX (1846-1878) se deben enmarcar en este difícil contexto cultural. La primer condena pontificia del liberalismo en cuanto visión del hombre que se autofundamenta, es la contenida en la encíclica Mirari vos, de Gregorio XVI, promulgada el 15 de agosto de 1832, en la cual se identificaba la ideología liberal con el naturalismo, es decir con la afirmación de las realidades humanas como últimas, desconectadas de cualquier instancia trascendente. El Papa reinvindicaba para sí, es decir para el sucesor de Pedro, el gobierno de la Iglesia universal, rechazando los intentos de transformarla en una institución humana moderna, condenaba las doctrinas contrarias al celibato sacerdotal y a la indisolubilidad del matrimonio y el indiferentismo religioso como consecuencia de la liberal libertad de conciencia. En este contexto se coloca también la condena a la libertad de prensa, es decir a la libertad entendida como un medio para difundir doctrinas erróneas. En el ámbito político, Gregorio XVI auspiciaba un retorno a la concordia entre príncipes y sacerdotes, unidos en el servicio a la Iglesia y al Estado.

El documento pontificio más emblemático del enfrentamiento con los movimientos intelectuales de la Modernidad ideológica es el Syllabus del Beato Pío IX, que era nada menos que una condena global a todas las libertades modernas. Promulgado junto con la encíclica Quanta cura en diciembre de 1864, este documento ha sido interpretado en distintas formas, y no ayudó a su comprensión el hecho de que el Papa se encontrase en una situación política difícil, como señor temporal de los Estados Pontificios, amenazados por el proceso ya irreversible de la unidad de Italia, que habría puesto fin al poder temporal de los Pontífices en 1870. Dejando de lado circunstancias históricas particulares, el Beato Pío IX condenaba no la libertad, sino el pretendido fundamento último de la libertad moderna, que era el naturalismo o el principio tantas veces mencionado en estas páginas de la autonomía absoluta del hombre. Además hay que añadir que la estructura del Syllabus —80 proposiciones breves con referencias a más de 30 documentos del magisterio, referencias necesarias para entender el contexto de las condenas— no era la más adecuada para una fácil comprensión del texto, y las simplificaciones de la doctrina pontificia a favor y en contra surgieron al día siguiente de su publicación. El rechazo a las libertades aplicadas del liberalismo se entiende si se toman estas libertades como consecuencias necesariamente unidas al principio erróneo que estaba en su base. Cierto es que la filosofía política sostenida en las declaraciones oficiales de la Iglesia eran todavía las del pensamiento medieval, y que quizá hubiera sido deseable unamayor distinción entre instituciones concretas y fundamentación ideológica errónea. Pero teniendo en cuenta el estado de asedio mantenido contra la Iglesia durante el siglo XIX, los Pontífices no podían hacer muchas distinciones, y se imponía, desde un punto de vista estrictamente doctrinal, la condena del naturalismo antropológico, incompatible con la fe revelada.

En los últimos años del pontificado de Pío IX fue convocado el Concilio Vaticano I. En lo que se refiere a nuestro principal interés en estas páginas —el diálogo entre Iglesia y mundo contemporáneo—, el Concilio ofrece elementos de reflexión importantes. Primero de todo, la Iglesia reafirmaba, contra el espíritu de la Modernidad ideológica, la no incompatibilidad entre razón y fe, postulando en cambio la necesaria armonía que debe reinar entre ellas, porque poseen el mismo origen divino. En la Constitución Dogmática Dei Filius se afirmaba la posibilidad de un conocimiento racional de Dios, y la necesidad de la gracia para acceder a las verdades de la revelación que superan la capacidad de la razón humana. Pero esta superación no significa que la fe vaya en contra de la razón: hay algunas verdades de fe que no son alcanzables con la sola razón, pero son razonables y no absurdas. Además, el Beato Pío IX tuvo la valentía de definir dogmáticamente en la Constitución Pastor Aeternus la infalibilidad papal en materias de fe y moral cuando habla ex cathedra. Pío IX no tenía respetos humanos, y en medio de un mundo siempre más escéptico en torno a todo lo que superaba el conocimiento sensible, defendía con fuerza y fidelidad la particular asistencia del Espíritu Santo sobre la Iglesia Católica.

Contemporáneamente Pío IX perdía el poder temporal, abriendo un período difícil para las relaciones Iglesia-Estado, que se resolverá recién en 1929, durante el pontificado del Papa Pío XI.

El pontificado de León XIII (1878-1903) marca un cambio importante: distinguiendo entre la fundamentación ideológica naturalista y autónoma de la Modernidad y el proceso de cambio político-institucional en curso en Europa durante el siglo XIX, apreciará muchas de las instituciones modernas, haciendo precisiones que en las décadas anteriores eran muy difíciles de realizar.

En 1879, cuando León XIII estaba iniciando su pontificado, publica una encíclica sobre la filosofía cristiana, titulada Aeterni Patris. El Papa analizaba el panorama crítico que presentaba el mundo a finales del siglo XIX: la falta de paz social, las tensiones internacionales y la degradación moral tenían causas espirituales. Entre ellas, ocupaba un puesto importante la separación entre razón y fe, operada desde los comienzos de la Modernidad. En esta encíclica León XIII animaba a los intelectuales y teólogos a vigorizar el pensamiento cristiano, y en particular a volver a la filosofía de Santo Tomás, el cual, como Doctor Común, presentaba una síntesis armónica entre razón y fe. En dicha síntesis, la razón no perdía sus derechos; por el contrario, las verdades conocidas por la fe servían a la razón para ampliar sus horizontes y poder llegar así más lejos en sus investigaciones racionales: «No en vano Dios ha insertado la luz de la razón en el pensamiento del hombre; y lejos de extinguir o de disminuir el poder de la inteligencia, la luz de la fe la perfecciona y, aumentadas con ella sus fuerzas, la hace capaz de las cosas más grandes».

Aunque este Romano Pontífice consideraba la filosofía tomista como el máximo exponente de un pensamiento filosófico acorde con la fe, sin embargo no era su intención identificar la filosofía cristiana con el pensamiento de Santo Tomás. Por otro lado, la propuesta leonina no era un simple volver al siglo XIII: en la encíclica Aeterni Patris se decía explícitamente que había que desechar la excesiva minuciosidad de los análisis de la escolástica, y todos los elementos que con el progreso de la ciencia en los últimos siglos se habían demostrado falsos. León XIII apreciaba sinceramente los nuevos descubrimientos científicos, que en cuanto verdaderos no podían entrar en contradicción con las verdades de fe.

El documento pontificio manifestaba un interés apostólico: para crear una sociedad cristiana se hacía necesario que los intelectuales cristianos despertaran de su sopor, y se alejaran de actitudes fideístas, que estaban a la orden del día en algunas corrientes filosóficas del siglo XIX, como reacción a un racionalismo y positivismo exacerbados4.

En el vasto magisterio de León XIII se analizaron las principales problemáticas políticas: origen de la autoridad, bien común, naturaleza social del hombre, tolerancia religiosa, etc. León XIII se daba cuenta que los tiempos habían cambiado: no era ya suficiente una actitud de condena, sino que era necesaria una propuesta para el mundo moderno que superase el tradicionalismo que no quería cambiar nada. El Papa se propuso presentar a la humanidad, frente a la libertad absoluta y naturalista, la belleza de la libertad cristiana, que no sufría de las tentaciones antropocéntricas y autónomas de la Modernidad ideológica5. Aunque es verificable un cambio de tono y de talante, sin embargo el Papa Pecci se coloca en continuidad con el magisterio precedente: la condena al naturalismo ideológico rechazado por Pío IX es igualmente fuerte en León XIII.

En la encíclica Diuturnum León XIII afirmaba que la elección de los gobernantes por parte del pueblo es posible, «sin que esto sea contrario o repugne a la doctrina católica»6. El Papa «aceptaba expresamente, dentro de márgenes muy amplios, las libertades que están en la base de la vida pública de un régimen liberal, es decir la libertad de palabra, de prensa y de enseñanza, pidiendo solamente que no sean libertades ilimitadas, de tal modo que sea salvaguardada la base ideal mínima de la sociedad (…). Son perfectamente compatibles con la doctrina católica la elección popular de los gobernantes, las formas de democracia moderada, es decir una cierta ampliación de la base del régimen representativo, la participación de los ciudadanos en la administración pública, las autonomías municipales, las aspiraciones del espíritu nacional»7.

El Papa estaba convencido que el cristianismo custodiaba todos los anhelos de la humanidad. Y no le tiembla la mano al apropiarse de la trilogía revolucionaria: «Grandísima aparece siempre la fuerza de la Iglesia en el mantener y tutelar la libertad política y civil de los pueblos... La igualdad jurídica y la verdadera fraternidad entre los hombres encuentran en Jesucristo al primero que las afirmó»8. Liberté, egalité et fraternité son valores cristianos, que no han de ser condenados, sino más bien encuadrados en un orden moral abierto a la trascendencia.