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Este libro ofrece una visión profunda y multidimensional de la figura del Apóstol Santiago, desde sus orígenes europeos hasta su llegada a América y su relevancia en los pueblos del norte de Chile. A través de sus distintas recreaciones, la autora reflexiona sobre el impacto cultural y religioso de Santiago, combinando historia, antropología y arte para ofrecer una rica interpretación de esta figura en constante transformación.
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Seitenzahl: 341
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Esta obra se coeditó originalmente en España en 2024 por el Consorcio de Santiago y la Universidad de Santiago de Compostela. Esta nueva edición, autorizada por el Consorcio de Santiago, es resultado de un acuerdo de coedición entre la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad de Santiago de Compostela y respeta en todo la integridad y contenidos de la edición original
EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE
Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural
Av. Libertador Bernardo O'Higgins 390
Tercer Piso, Santiago
lea.uc.cl
© Pontificia Universidad Católica de Chile, 2024
© Universidade de Santiago de Compostela, 2024
Diseño de cubierta
Sergio Grille García
Marta Pastoriza González
USC
Maquetación
Isabel Argüelles
Imprenta Universitaria
USC
ISBN (edición impresa) 978-956-14-3332-8
ISBN (edición digital) 978-956-14-3339-7
Diagramación digital: ebooks [email protected]
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1Las vidas y retratos de Santiago
Aclaraciones sobre una biografía
Santiago del Viejo continente
Los «retratos» de Santiago
Santiago de América
Santiago del siglo XXI
Reflexiones finales
CAPÍTULO 2Los rituales a Santiago. Desde el presente al pasado
Fiesta y rito en un rincón de Los Andes
Carácter guerrero de Santiago Apóstol
Desde España a América. Santiago en una nueva frontera
Reflexiones finales
CAPÍTULO 3Los rituales a Santiago. Desde el pasado al presente
Los protagonistas de la fiesta: la figura de Santiago y el estandarte real
Itinerario de la fiesta
Relaciones sociales en la fiesta. Cuando hay más de un protagonista
Toros para el apóstol
Una sociedad barroca se consolida en una remota colonia del Imperio
El rey impone su protagonismo
Las corridas de toro como espectáculo
¿Declive de una devoción?
Reflexiones finales
CAPÍTULO 4Los soportes de Santiago
Devociones privadas al apóstol
El caso de los pequeños retablos y de las piedras pintadas
La resignificación andina de lo «sagrado». Qué es una huaca
Reflexiones finales
CAPÍTULO 5Los hogares de Santiago
Objetos religiosos que cambian de contextos
Reflexiones finales
CAPÍTULO 6Los enemigos de Santiago
¿Quién es el que está abajo?
Confianzas
La vigencia de Santiago Apóstol. Confianzas Ibéricas
Confianzas contemporáneas o reflexiones finales
CAPÍTULO 7¿Un mundo al revés?
El de abajo ahora está arriba
¿Un mundo al revés?
Santiago, mapuche y caballos
Retóricas maniqueas
Reflexiones finales
APÉNDICE
BIBLIOGRAFÍA
La diversidad de temas reunidos por un tema mayor y de enfoques que confluyen en una visión poliédrica de la realidad figurativa hace de este libro una pieza historiográfica y antropológica de calidad infrecuente. En primera instancia, se trata de un estudio de iconografía cristiana alrededor de la figura de Santiago el Mayor, patrono de la ciudad que lleva el nombre del apóstol y es hoy la capital de Chile. Un patrono bastante olvidado, a decir verdad, en esa gran sede urbana, pero una figura central en los rituales aldeanos del norte del país, en las figuras y objetos sagrados de la Puna que se extiende de las costas del Pacífico a la vertiente argentina de los Andes y su altiplano. El punto de partida es, por supuesto, la historia del santo y su devoción en Europa desde la época paleocristiana hasta su paso a América a partir de la conquista española. Siguen luego los registros de su extraño eclipse en la ciudad que aún le está dedicada a partir de mediados del siglo XIX, de su refugio en la enorme región de Atacama, de sus metamorfosis materiales, formales o rituales y de su resurrección en la cultura woke y la imaginería contemporánea, cuya definición se nos hace difícil cuando queremos usar las categorías tradicionales de la historia del arte y aún de la antropología de la religión. Pero enseguida veremos hasta qué punto la doctora Sanfuentes ha conseguido resolver el desafío de proporcionarnos una descripción plural del fenómeno.
Según se advierte desde un principio nuestra autora desenvuelve temporalidades diversas, al modo de Didi-Huberman, que se convierten en simultaneidades y anacronismos reales a poco andar, y les suma espacialidades diferentes: fantasmas del pasado en la región central de Chile, realidades vivientes en las cordilleras y en la meseta del norte del país. La arquitecta argentina Graciela Silvestri presentó hace muy poco tiempo un trabajo parecido en cuanto a las multiplicidades témporo-espaciales, referido a las grandes llanuras fluviales de nuestro subcontinente en el libro Las tierras desubicadas. Paisajes y culturas en la Sudamérica fluvial1. Pero si bien una y otra han echado mano de la literatura como fuente, Olaya ha dado un paso más en ese terreno, muy audaz e increíblemente exitoso. Ha elegido de modelo para su retrato polifacético del Santo a través de los siglos y los países un texto bello y contradictorio en su mezcla de ficción radical e historiografía, las Vidas imaginarias de Marcel Schwob, publicado en 1867. A decir verdad, ese recurso ha funcionado perfectamente, a pesar de las prevenciones de algún positivista tardío, y lo hizo merced a otra elección arriesgada de Sanfuentes respecto del abordaje antropológico e histórico del fenómeno religioso, finalmente central en todo el trabajo, extraído de la obra de David Morgan desde La mirada sagrada de 20052 hasta La cultura material del encantamiento de 20183. Con lo cual, nuestra colega ha saltado por sobre las viejas y nuevas concepciones de lo religioso vinculado a los seres espirituales en que creemos («nuevas» sobre todo cuando se trata de la historiografía del arte, desde los epígonos de la iconología hasta David Freedberg) y se ha apoyado, en cambio, en la idea de una configuración social que apela a poderes extrahumanos mediante dos instrumentos materiales: por un lado, la práctica ritual de la cual se desprende la creencia, por el otro, la conversión de las cosas en objetos sagrados que implica una práctica de re-encantamiento del mundo.
El instrumental metodológico permite logros merced a la frecuentación de datos antiguos, esclarecedores, bellos, y de descubrimientos de asociaciones insospechadas. La convergencia de búsquedas y procedimientos llega a apasionar y encantar al lector (me refiero a un encantamiento que es científico o estético, en todo caso, pero no religioso, por supuesto, lo cual implicaría dotar a nuestra ciencia de un carácter demiúrgico al que es conveniente escapar para no caer en los espejismos posmodernos, aún acechantes). Por ello, me limitaré en cuanto sigue a enumerar aquellos datos resignificados y aquellos desvelamientos que mayor entusiasmo infunden.
DATOS
• La duplicación de Santiago en el santo peregrino y el santo militar; la continuidad entre la historia del primero y la del peregrinaje de su prédica y sus reliquias, que se narraron en el Martirologio de Floro de Lyon, en la Historia Compostelana de Diego Gelmírez, en la Leyenda dorada de Iacopo da Voragine y la Flos sanctorum de Ribadaneira ya en el filo del siglo XVII; el registro imaginario del Santiago jinete, guerrero y matamoros desde la batalla de Clavijo en el 844 hasta la fundación de la Orden militar de Santiago en 1171 y, más tarde, la toma de Granada en 1492; su traslado a la conquista de América como santo mataindios, que sería absorbido y reconfigurado por los pueblos originarios, sobre todo en las inmensidades andinas de la América meridional, asimilado a Illapa, el antiguo numen del trueno y el relámpago tal cual lo reveló Teresa Gisbert; continúan las transformaciones de su figura en los dos siglos de las repúblicas independientes: Santiago matapatriotas en manos de los realistas durante las guerras de la independencia, matachilenos entre los peruanos durante la Guerra del Pacífico y matavirus del Covid en los años funestos de la última pandemia. Dos imágenes en particular, la pintura monumental de Santiago caballero en el hastial de la catedral en la plaza de Cuzco y la ilustración de un Santiago en combate con el mapuche en el capítulo IX del libro VII de la Histórica Relación del Reyno de Chile, publicada por Alonso de Ovalle en 1646, han coronado una serie iconográfica que permite a Olaya recurrir a la categoría de la Pathosformel, elaborada por Aby Warburg, para dar cuenta del grado de penetración de la imagen militar del apóstol en la cultura visual y religiosa de los nuevos cristianos de Sudamérica.
• En el horizonte de los rituales, la descripción detallada de la fiesta más importante del Santo en la capital de la Capitanía General en tiempos coloniales, que se celebraba los 25 de julio e incluía el paseo del estandarte o pendón real, homenaje máximo al monarca español en todas las ciudades de Indias; la exclusividad de la imagen y la devoción militar en ese marco, en el que confluían no sólo los regimientos y las instituciones religiosas sino también las autoridades civiles de los cabildos para engala-nar la ciudad con luminarias y organizar, a pesar de las protestas del clero, las corridas de toros; así terminaba de configurarse el jolgorio a la manera de una festividad barroca con todos sus oropeles.
• Siempre en el campo de los ritos, otra descripción, antropológica y testimonial, de las fiestas del Santo en Belén en los Altos de Arica el 24 y el 25 de julio, hoy en pleno auge. Olaya se ha inspirado en la idea desplegada por Diana Taylor acerca de los rituales como performances, complejas e intensas, destinadas a restablecer y reforzar los lazos entre el pasado y el presente4.
DESVELAMIENTOS
• El reemplazo progresivo de la fiesta del Santo en la ciudad de Santiago por otras dedicadas a san Francisco Solano a partir de su canonización en 1737 o a la Inmaculada Concepción promovida por el rey Carlos III; finalmente, la sustitución que produjo el despuntar de homenajes a la Virgen del Carmen por parte del ejército revolucionario de 1817 en adelante.
• El examen de los «soportes» en los que se despliegan las imágenes del apóstol, sobre todo los retablos pequeños, «cajones o sanmarcos» de Ayacucho, herramientas de la catequesis desde la época barroca hasta bien entrado el siglo XX, pero también las piedras pintadas con las figuras del Santiago militar, descendientes de las illas de tiempos prehispánicos que conservan muchos de los poderes atribudos a las huacas. Además, la materialidad peculiar que los caracteriza convierte a esos objetos en portadores de significados que desafían cuanto de ellos se presupone, de lo cual la doctora Sanfuentes deduce muy bien una hibridez semántica al mismo tiempo que una puesta en evidencia del conflicto emic-etic en la etapa crucial de su explicación o desciframiento5. Recordemos a Kenneth Pike, pues: emic es el sentido de la palabra para el tiempo, el lugar y la cultura de quienes produjeron el fonema; etic es el significado del vocablo para quienes, fuera de ese contexto, lo captan fonéticamente y le asignan un contenido a partir de sus propias categorías. Emic es el sistema lingüístico de la cultura estudiada, etic es el sistema lingüístico de quienes la estudian. El trabajo del historiador-antropólogo consiste en aproximar todo lo posible las conclusiones etic a las emisiones emic. Y agreguemos que Sanfuentes lo consigue merced a su inmersión en la materialidad de las imágenes y de los rituales.
• El capítulo dedicado a los «hogares» de Santiago, es decir, los marcos arquitectónicos, urbanos, públicos, privados (templos, procesiones, museos, colecciones) de los que el Santo pareciera haberse apropiado o elegido para su manifestación, es simplemente un pasaje magistral del libro. Por cuanto tales «hogares» determinan comunidades interpretativas diferentes y alteran las expresiones de las materialidades, al punto de abrir el camino hacia la conversión de las imágenes en objetos puramente semióforos o portadores de un valor económico, mediante los procesos respectivos de la museificación y la mercantilización.
• En las últimas décadas, la semántica del Santo guerrero a caballo ha sufrido un proceso de inversión radical, básicamente en Chile a partir del estallido de 2019-2020. No sólo sus enemigos han cambiado sino que el propio militar cristiano parecería haberse desplazado hacia su reemplazo por el weichafe, el guerrero mapuche a caballo, en sintonía con el proceso de ideación de una Nuestra Señora de las Barricadas. Si bien el mundo al revés no se ha instalado, su sola presencia todavía imaginaria ha dado lugar a un vuelco cultural, religioso y civilizatorio alrededor del culto y la veneración de Santiago apóstol cuyo destino permanece abierto y desconocido.
Olaya Sanfuentes articuló este último desvelamiento a una originalísima e inesperada encuesta en el apéndice de su libro, un ramillete de opiniones de intelectuales y artistas acerca de las preferencias y las expectativas del futuro acogimiento del Santo del libro, si ha de reaparecer en su papel de guerrero o bien lo hará bajo su veste de peregrino. Mi atracción perpetua hacia las representaciones de la Cena de Emaús, en las que Cristo se dispone a partir el pan delante de sus discípulos, Cleofás seguramente, Santiago probablemente (que así lo representaron Marziale y Caravaggio), me ha llevado a pensar que sería mejor cifrar una esperanza lúcida en el regreso del Santiago peregrino por cuanto él habría visto la reaparición incomprensible, consoladora a la par de arrolladora, del gran Desaparecido del sepulcro en Jerusalén, vuelto a la vida e iluminador por unos instantes.
Buenos Aires, 4 de noviembre de 2023
JOSÉ EMILIO BURUCÚA
Academia Nacional de Bellas Artes, Argentina
De Compostela a Los Andes. Santiago vive es un libro que recoge reflexiones acerca de un personaje que ha concentrado parte de mi atención durante bastantes años. Buscando los orígenes de este interés, me encontré con la confirmación de lo que nos ocurre a los historiadores: que los intereses académicos y la vida misma se van entretejiendo en caminos que terminan por ser nuestros propios caminos. El mío era uno en que convergían la historia, la historia del arte y la antropología, disciplinas que se me hacían imprescindibles de utilizar en forma conjunta para intentar dar respuesta al mundo de las imágenes, su permanencia en el tiempo y los usos que los sujetos hacen de ellas. Junto a estos intereses académicos, estaba mi trabajo en el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR), un espacio interdisciplinario de reflexión, investigación y difusión, donde el indígena está en el centro de las preocupaciones. Mi participación en el Centro de Estudios del Patrimonio ha sido también clave en las aproximaciones interdisciplinarias a fenómenos culturales y políticos tanto a nivel chileno como latinoamericano. Por último, las amistades y relaciones académicas con historiadores e historiadores del arte marcaron asimismo los intereses y derroteros de esta investigación.
Después de haber reflexionado en un anterior libro acerca de la iconografía surgida tras el así llamado descubrimiento de América continué, durante un tiempo, pensando acerca de las estrategias europeas para la incorporación del Nuevo Mundo a la historia de Occidente. Estas prácticas adaptativas constituían algunas de las formas de la Invención de América6, título del libro y concepto acuñado por el mexicano Edmundo O´Gorman, quien proponía una filosofía de la historia y una suerte de epistemología para comprender las formas que tuvieron los europeos de identificar al Nuevo Mundo, interpretarlo e incorporarlo dentro de un relato y una geografía universales. Para comprender no solo los relatos, sino también la iconografía resultante, propuse el término develamiento de América, atendiendo a la importancia de la visualidad en el proceso de descripción y fijación de la realidad americana en las mentes del hombre occidental. Asimismo, las imágenes eran tratadas como generadoras y articuladoras de nuevos contextos. El libro en que trabajé ese concepto recibió el nombre de Develando el Nuevo Mundo. Imágenes de un proceso7, con la intención de que la utilización del gerundio dejara abierta la posibilidad a nuevos develamientos y nuevas imágenes participando del proceso.
En el plano de las estrategias de incorporación de América a un relato universal, habría que comenzar por las colombinas, aquellas que representan los primeros momentos de este proceso, cuando se desconocía la verdadera identidad de las tierras que aparecían y las interpretaciones europeas recurrían a la autoridad de la Biblia, de los textos clásicos y de los relatos populares de viajeros medievales. En cuanto a las argumentaciones surgidas de los textos clásicos, algunos pensaron que las tierras americanas eran Oriente y avalaban sus percepciones y creencias al avistar paisajes, especies y gentes tan diferentes a las conocidas y referidas hasta entonces y en la existencia de pueblos antropófagos, descritos tanto por Plinio como por viajeros medievales posteriores. Entre estos últimos, destacan las descripciones de pueblos antropófagos que hiciera el veneciano Marco Polo y las imágenes incluidas en el popular Libro de las maravillas del mundo de John Mandeville. El imaginario de aquí surgido inspiraría a Cristóbal Colón y a muchos otros que buscaban cotejar la realidad nueva con las descripciones que tenían disponibles. Las bases de interpretación de lo diferente quedaron establecidas.
La identificación colombina de este continente con el paraíso terrenal, también corresponde a estas estrategias. Marcado por un espíritu mesiánico, Cristóbal Colón creía haber sido elegido por Dios para llegar al paraíso, ubicado en algún lugar de Oriente pero a donde solo algunos privilegiados podían llegar. Así estaba descrito en los textos sagrados, cuya autoridad era indiscutible. Colón acomodó la realidad que lo rodeaba en su experiencia y descripción del Caribe –el verdor del trópico, la abundancia de frutas, el canto del ruiseñor, los vientos templados como en Sevilla en abril– a la idea fijada de lo paradisíaco.
Una vez pasado el asombro inicial y establecidos en el continente nuevo, los europeos fueron encontrándose con pueblos y culturas nunca antes vistos ni contemplados en texto alguno. ¿Cómo incorporar a estas tierras y sus habitantes en una historia de la humanidad? ¿cómo entenderlos a la luz de la historia de la Cristiandad? ¿cómo hacer calzar la existencia de estas tierras dentro del mandato de Cristo a sus apóstoles de ir y predicar el Evangelio por todas las regiones del orbe? Con estas interrogantes que surgieron y fueron medianamente respondidas en el libro anterior, es que enfrenté una nueva evidencia documental que se me presentó hace un tiempo. Me refiero a retazos sueltos pero considerables en cantidad respecto a la interpretación epocal de la existencia de un apóstol de Cristo, que habría estado evangelizando en América hace miles de años. Era un nuevo intento europeo de hacer calzar lo que se narraba en la Biblia, con lo que se veía y experimentaba en las tierras recién descubiertas; un nuevo intento por incluir y comprender lo nuevo a la luz de lo conocido y esperado.
Noticias aparecidas en crónicas europeas de los primeros años de descubrimiento y conquista de América, hablaban de un personaje que habría evangelizado estas tierras, habría construido templos, hecho milagros y formado discípulos. La presencia de cruces en América avalaría materialmente esta presencia anterior8. Tanto en el área mesoamericana como en la sur andina, los españoles interpretaron signos, historias y vestigios materiales como señales de esta supuesta evangelización temprana. En la meseta mexicana el apóstol de Cristo que se creía había cristianizado a los pueblos paganos era Santo Tomás; en los Andes, en cambio, el apóstol asociado al proceso fue San Bartolomé. En ambos casos, la identificación calzaba con héroes civilizadores de sendas culturas. En el caso de Santo Tomás, la identificación fue con el dios y sacerdote del mismo dios Quetzalcóatl. En el caso de san Bartolomé, se lo relacionó con la divinidad Tunupa.
En ambos casos, la información descrita en las crónicas fue acompañada de alguna producción iconográfica. Fray Diego Durán, por ejemplo, en su Historia de las Indias9 ilustraba sus ideas con imágenes de un personaje híbrido que, si bien parecía un apóstol de Cristo en su fisonomía, estaba circunscrito a elementos identificatorios mesoamericanos. Glifos aztecas, penachos de plumas y una flora nativa mesoamericana se confundían con hombres barbudos y túnicas occidentales. Y es que los españoles, al escuchar las noticias indígenas de Quetzalcóatl10,que se caracterizaba por su bondad, por construir templos y tener seguidores, lo asimilaron con la presencia antigua de un apóstol de Cristo. Quetzalcóatl y Santo Tomás quedaron fundidos en la mente europea. El texto y la imagen describieron y registraron esta invención iconográfica.
Preocupada por las invenciones escritas y visuales es que me re encontré –para el área andina– con el cronista indígena Felipe Guamán Poma de Ayala (1535-1616). Este incluía en su obra una representación gráfica del apóstol san Bartolomé en la zona de Carabuco, donde fue confundido con Tunupa11. Dentro de su enorme producción pictórica, Guamán Poma incluía asimismo una imagen del apóstol Santiago destruyendo indígenas. (Figura 1) Mirar esa imagen me gatillaba muchas interrogantes. ¿Por qué un indígena como Guamán Poma de Ayala aceptaba a través del título de la imagen –«Conquista. Milagro del Santo Santiago el Mayor, apóstol de Jesucristo»– y el sentido de su texto a este personaje cristiano? Uno de los objetivos que explícitamente presenta Guamán Poma al escribir su Nueva Coronica y Buen Gobierno es el de demostrar que en la zona andina había habido idolatría y la creencia en varios dioses, hasta que llegó el cristianismo en la voz del apóstol de Cristo.
Figura 1. «Conquista. Milagro del Santo Santiago el Mayor, apóstol de Jesucristo» Felipe Guamán Poma de Ayala, Nueva Coronica y Buen Gobierno, 1615.
Se lamenta, sin embargo, de que la creencia en el único y verdadero Dios se habría perdido con la llegada de los incas, quienes volvieron a imponer la idolatría y el politeísmo en los Andes. Entonces, para Guamán Poma, la historia de sus tierras era una en que el apóstol San Bartolomé había predicado el evangelio en los primeros años de nuestra era. Luego habrían venido los incas imponiendo el páganismo y politeísmo. Para el siglo XVI, la mano divina habría colocado a otro apóstol de Cristo –esta vez a Santiago– para restituir la fe perdida con la llegada de los incas. Esta era la interpretación de la historia de un cronista indio, ya inmerso en un mundo cristianizado, pero heredero de la cultura andina.
También en el siglo XVI, el dominico Bartolomé de Las Casas, en un intento por probar la racionalidad de los indígenas, concluía que ellos eran racionales porque habían llegado a entender la existencia de un solo Dios. Sin embargo, Bartolomé de Las Casas utilizaba este argumento, no para justificar el restablecimiento de una situación religiosa, sino para argüir argumentos en contra de la conquista violenta de los españoles. Se ve, entonces, que con la formación de una sociedad nueva y compleja, los argumentos para explicar y experimentar la realidad van también complejizándose y surgen diferentes voces discursivas. Este crisol de voces es el que está detrás de los diversos recursos narrativos y visuales de la cultura que se configuraba.
Detrás de estas respuestas narrativas y las invenciones iconográficas, estaban las necesidades vitales de los individuos que buscaban signos que les otorgaran certezas y ciertos elementos reconocidos y reconocibles para moverse en la incertidumbre del nuevo escenario. Por otra parte, estaban también las necesidades colectivas institucionales, necesidades religiosas y políticas que a veces forzaron la realidad para acomodarla a estrategias establecidas y fabricadas. Respecto al caso de Santo Tomás, había que buscar una forma de incorporar a este continente en la historia bíblica y el santo apóstol podía hacerlo. Pero la Corona necesitaba también una excusa para autoproclamarse como la salvadora espiritual del Nuevo Mundo. Si América ya había sido evangelizada con anterioridad, todo indicaba que los indígenas habían, con el tiempo, olvidado el cristianismo y era España la elegida entre todas las naciones para renovarles la fe. Con esta misión, la Corona española justificaba su conquista de América y Santiago los ayudaría en su empresa.
Una vez que se instalara esta explicación discursiva de tipo general, otras estrategias específicas colaboraron en la introducción de Santiago en América. Muchas ciudades, pueblos, iglesias y capillas se fundaron y bautizaron con su nombre12. A través del nombre elegido y otras estrategias políticas, estas ciudades quedaron dentro de las filas del poder español, con una identidad hispana y cristiana. Otras instituciones políticas que se relacionaban con Santiago en América, fueron la Orden de Santiago13 y el cargo del alférez real, como una proyección socio-cultural de España en el Nuevo Mundo.
A estas acciones hay que agregarle el recurso a la proclamación de la aparición milagrosa del apóstol Santiago y de la virgen ayudando a las milicias españolas. Estas supuestas apariciones quedaron registradas tanto en las crónicas españolas describiendo los sucesos de conquista en América, como en la iconografía evangelizadora proliferante. En el Perú, la obra de Juan Diez de Betanzos, Suma y Narración de los Incas (c1551) y la de Cieza de León, Crónica del Perú (1553) asentaron las bases de un discurso que ponía a la divinidad a favor de la conquista española de las Indias. No era solamente el conquistador español el que había logrado doblegar a los Incas, sino el apóstol favorito de Cristo ayudado por la misma virgen María. Esto colaboraba en la fabricación de un discurso triunfalista y mesiánico que podía ser leído por una audiencia mixta y que ponía al imperio español como depositario de los designios divinos. También podía funcionar como una narrativa dosificadora14, en la medida que comunicaba que no eran los incas -grandes militares-, los que habían sido derrotados en su poder militar, sino que era la misma divinidad la que decidía el curso de la historia. Para el caso de Chile, diversos cronistas (Mariño de Lovera, Miguel de Olivares, Alonso de Ovalle), relataron la aparición milagrosa del caballero montando el brioso caballo blanco en las batallas entre españoles e indígenas. Juan Carlos Estenssoro, en esta misma línea, explica que aplicar el recurso del milagro o de la intervención divina en la conquista, proporcionaba un matiz de enorme significación porque abría la puerta a una relación más directa entre Dios y los indios.
El discurso narrativo de la asistencia jacobea en la historia de la salvación de los nuevos pueblos incorporados a las filas de la Cristiandad, tuvo sus correlatos visuales. Un ejemplo significativo a este respecto se encuentra en el siguiente cuadro, que representa a Santiago mata-indios culminando la historia cristiana de la salvación iniciada con el árbol profético de Adán y Eva. La pintura es de la Escuela Cuzqueña, del siglo XVIII y está en el Museo Regional del Cuzco. (Figura 2)
Todo el ciclo de la salvación está representado en este cuadro. Abajo, las figuras desnudas de Adán y Eva, a la derecha e izquierda respectivamente y en un plano un poco más elevado, la figura de Santiago, con capa blanca y el símbolo de su orden de caballería. Con su brazo derecho yergue fuertemente su espada para destruir al indígena que está de espaldas. La escena es asistida por una serie de personajes celestes. En la tierra, ángeles con diversos atributos y con plumas vistosas y multicolores, muy típicas de la zona andina. Sobre Santiago, otro personaje celestial que se relaciona explícitamente con el triunfo de la iglesia sobre las idolatrías: San Miguel, príncipe de los arcángeles y paladín de la lucha del cristianismo contra el mal. No es extraño, entonces, que aparezca en esta composición asistiendo a Santiago en la lucha contra la idolatría en los Andes. No es casualidad tampoco que las figuras de los arcángeles arcabuceros, con su carácter militar, fueran una invención de la pintura andina, un verdadero aporte de Hispanoamérica a la historia del arte universal.
Figura 2. Santiago Mata-indios culminando la historia cristiana de salvación. Escuela Cuzqueña siglo XVIII; Museo Regional del Cuzco.
San Miguel, vestido de militar romano, vence al demonio, que en esta composición se representa como un monstruo alado de siete cabezas. El programa iconográfico continúa con una serie de santos que asisten en este proceso de lucha contra las herejías y la idolatría. Los personajes se van concatenando a través del recurso de la unión mística y de la institucionalidad de la Iglesia Católica, que suele representarse como un árbol con Cristo a la cabeza. Efectivamente, el árbol con flores aquí ilustrado termina en su copa rematado con la figura de Cristo y su cruz. Existía la creencia de que había una relación entre el árbol del paraíso y la madera con que habría sido construida la cruz de Cristo. Santiago de la Vorágine, en La Leyenda Dorada, relataba que Cristo habría muerto 5.099 años después del pecado de Adán y Eva y que de la madera de su cruz había brotado del tallo que el arcángel Miguel le habría entregado a Set –hijo de Adán– cuando este agonizaba. El tallo lo habría plantado junto a su tumba, que dio origen al corpulento árbol que se transformaría en el lugar de muerte del hijo de Dios. Tanto el Árbol como la Cruz se transforman en un eje vertical de comunicación entre el Cielo y la Tierra, ya que aquella sería el «...madero por donde efectivamente vino a los hombres la vida sobrenatural».
El recurso al árbol, como herramienta nemotécnica alegórica con contenido misionero fue muy utilizado por la Iglesia en América. Las órdenes religiosas proporcionaban lecturas alegóricas y proféticas de su prolongada labor misionera a través de árboles floridos15. Ramón Mujica Pinilla destaca que las metáforas bíblicas del árbol seco y del árbol florido estaban asociadas con el Paraíso Perdido y el reino de Dios recuperado mediante la cruz, que había hecho reverdecer al mundo16.
He tratado de identificar algunas de las flores y frutos representados en esta ilustración, para demostrar la naturaleza americana del problema aquí tratado. Es la evangelización concreta y precisa de la zona andina la que se despliega en este lienzo. Respecto a la flor roja donde descansa Jesús, parecida a las blancas donde se yerguen las figuras de José y María respectivamente, podríamos aventurar que es una mutisia, especie endémica del Perú. Si esto fuera así, la flor roja que corona este árbol sagrado sería una mutisia wurdakii. Respecto a las flores que siguen hacia abajo, logrando un equilibrio compositivo, creemos que son rosas que suelen utilizarse en la pintura cuzqueña, asociada a personajes sagrados. Por último, el árbol nos despliega unos frutos que parecen ser los del lupinus mutabilis, especie andina muy popular en la zona cuzqueña, que dotaba de importantes nutrientes y contenido proteico. Los indígenas lo conocían con el nombre de tarwi o chocho y había sido domesticado en períodos preincaicos. Las flores de esta especie tan preciada entre los andinos se parecen también a las de mutisia. Desde el cielo lo asiste Dios Padre, con la figura esférica del mundo aludiendo a su potestad universal y el Espíritu Santo en forma de paloma.
Lo hasta aquí descrito, es una muestra de cómo se utilizaron las imágenes en tanto dispositivos del poder en América. Antes de seguir con otro espacio estratégico del poder español, quiero incluir en este apartado sobre el milagro de la aparición jacobea, las ideas de Reinhild M. Von Brunn17. Ella argumenta que lo que era milagro para algunos, tiene que haber sido vivido como trauma por los otros. Francisco Pizarro hacía su entrada triunfal en el Cuzco en 1533, con un estandarte donde estaban bordadas, por un lado, las armas de Carlos V y por el otro, el apóstol Santiago en actitud de combate sobre su caballo blanco, con escudo, coraza y cascos de plumeros y aireones, luciendo una cruz roja en el pecho y una espada en la mano derecha. Los españoles vivieron su triunfo con orgullo, mientras los indígenas debían luchar por comprender y asumir que su mundo se acababa y una nueva realidad se imponía a costa de ellos. Este trauma sobrevive hasta el día de hoy y este libro pretende ser un pequeño aporte en la recuperación de esas memorias.
Desde la etnografía y la historiografía han surgido iniciativas de dar voz al vencido para poder recuperar su versión de los hechos y darle importancia a una memoria que en algunos lugares está viva. Un punto de quiebre en el devenir historiográfico caracterizado por el silencio y la invisibilización de la postura del indígena, lo constituye lo que Miguel León Portilla lleva a cabo a finales de los años cincuenta del siglo XX para recuperar lo que él denomina «la visión del vencido». A través de este ejercicio, el historiador mexicano dedica su obra a rescatar, especialmente, aquellas manifestaciones culturales mesoamericanas que sobrevivieron a la conquista y que muestran el impacto de esta en las comunidades autóctonas desde su propio punto de vista. Las preguntas que articulan su preocupación y consiguiente pesquisa son aquellas que se relacionan con las primeras formas indígenas de representación ante la presencia europea, el sentido que dieron a su lucha frente al enemigo y cómo habrían elaborado su derrota. Preguntas válidas, para Portilla, porque entre los pueblos mesoamericanos, existían formas de materializar su necesidad de recordar y conmemorar los acontecimientos significativos. En este sentido, considero que es representativo de una memoria que perdura en el tiempo.
Un ejercicio similar al hecho por León Portilla para el área mesoamericana es el que realiza Nathan Wachtel para los indígenas del Perú. Su libro titulado Los vencidos. Los indios del Perú frente a la conquista española (1530-1570) hace lo suyo desde la historiografía y la etnohistoria. Al igual que León Portilla, Wachtel busca respuesta a preguntas sobre cómo significaron los indígenas su derrota, cómo la interpretaron y cómo es que se ha perpetuado este recuerdo en la memoria de las comunidades indígenas. Wachtel va un paso más allá en el reconocimiento del mundo indígena ya que, a pesar de volver a utilizar el concepto de vencido, se cuestiona si es suficiente con invertir la perspectiva euro centrista, teniendo en cuenta que los pueblos indígenas se habían trazado un camino diferente del europeo. Y hace un llamado a ponernos en su lugar.
Las obras de León Portilla y de Nathan Wachtel son clave en el proceso de conocimiento y reconocimiento de los pueblos del continente americano. Darle voz al vencido fue la mejor estrategia, en su momento, para conocer la visión de aquellos que sufrieron en carne propia las consecuencias de uno de los eventos más significativos de la historia occidental, un evento que no sólo cambió sus vidas para siempre, sino que los incorporó a la categoría esencial de vencidos. Esta categoría de vencido, es uno en la serie de binomios que han prevalecido en la historia y en la historiografía de Latinoamérica.
La visión maniquea y/o dualista ha primado como concepción latente en las formas de conocer y experimentar este mundo. Los unos y los otros, los europeos y los americanos, los civilizados y los bárbaros, los cristianos y los infieles, los vencedores y vencidos. Estos binomios antagónicos son clasificaciones categoriales e identitarias históricas de las cuales el poder dominante echa mano para poder configurarse y justificar su sentimiento de superioridad y sus consiguientes acciones colonizadoras. Al mismo tiempo, estos conceptos pueden utilizarse tácita o explícitamente como categorías de análisis historiográfico. La división en vencedores y vencidos como categorías de análisis da cuenta del espíritu antagónico que ha prevalecido entre la sociedad colonial y el indígena. Con esta iniciativa, al menos, se reconocía la violencia del proceso histórico del cual el indígena había sido víctima y se evitaba dulcificar la comprensión de este período como uno de encuentro entre dos mundos. Al mismo tiempo, al recuperar las voces indígenas, una parte de la memoria se develaba y la historiografía se enriquecía, considerando una polifonía de perspectivas que colaboraban en la comprensión de la profundidad temporal de la identidad del continente.
No obstante, se volvía, en cierto modo, a invisibilizar al indígena. Por una parte, el indígena dejaba su identidad individual o en tanto miembro de uno de los pueblos originarios, para hacerse parte de un constructo esencialista y creado por Occidente para señalar a todos los habitantes de América, sin distinción. Y si se indaga en las evidencias de la conquista tanto de Mesoamérica como del Tawantinsuyu, se puede decir que no todos los pueblos indígenas se consideraron a sí mismos vencidos, en la medida que muchos de ellos se unieron al conquistador europeo para negociar con sus dominadores indígenas. Es el caso de los tlaxcalecas respecto a los mexicas o el de los Huancavelica, cañari y Chachapoyas respecto a los Incas. También es el caso de algunos linajes de mapuche –aillarehue– que se aliaron con los españoles para pelear contra otros linajes enemigos mapuche.
Por otra parte, si bien la población indígena fue colonizada, también buscó aquellos espacios para desarrollar estrategias de apropiación de aquellos elementos de poder que el sistema imperante imponía; y al hacerlo, mostraba su ingenio y libertad de llevarlo a cabo muchas veces, en las formas que él mismo elegía, como fue el caso del uso que hizo de la escritura, de la imagen visual, de algunas tecnologías y del caballo. Por último, hablar de vencedores y vencidos donde unos eran españoles y los otros eran indígenas, invisibilizaba también el proceso complejo de mestizaje que ocurrió en América a partir del año 1492 y que tiene consecuencias de todo tipo hasta el día de hoy.
Marc Bloch señalaba que los hombres no tienen el hábito, cada vez que cambian de costumbres, de cambiar de vocabulario18. Esto es extensible a las disciplinas humanistas y sociales y explica la obsolescencia de algunos conceptos. No obstante, los intelectuales deben ir observando los cambios culturales al tiempo que deben ser impulsoras de ellos, para poder no solo tener aproximaciones epistemológicas de acuerdo a los tiempos, sino también para crear conceptos que los representen y animen a una discusión con un vocabulario adecuado. En el caso de la historia, la historia de la historiografía debe ser incorporada en la investigación histórica19 y esto incluye la postura crítica frente a conceptos heredados y la búsqueda de otros que den cuenta de las complejidades obtenidas de la investigación. Los conceptos son también construcciones políticas, lo cual significa que, por un lado tienen su historia y no son naturalizables, y que también debieran ser una herramientas para promover cambios que se condigan con el sentido que ese concepto trae aparejado.
El concepto de visión del vencido no es el que mejor se adapta a las características de nuestra sociedad contemporánea ni a las necesidades de crear un lenguaje apropiado en la búsqueda del cambio cultural y un entendimiento intercultural. «No sólo la experiencia tiene un índice temporal, sino también el lenguaje que posibilita esa experiencia». Hoy en día, creemos que si bien la labor de Miguel León Portilla y luego de Nathan Wachtel fueron fundamentales para conocer aspectos de esas sociedades pre coloniales que fueron absorbidos con la conquista, clave para conocer el dolor agudo de los pueblos que vieron morir a sus familiares, pero sobre todo, que vieron desplomarse sus formas de vida y sus certezas, la realidad contemporánea exige nuevos conceptos.
Esta contemporaneidad de los asuntos resultantes del fenómeno, se concatena con el aspecto que menciono a continuación: el de los rituales a Santiago, tanto en el pasado como en el presente. La fiesta fue un espacio público del sistema colonial donde el santo fue venerado y conmemorado cada 25 de julio. En las fiestas del apóstol, el poder político y el religioso desplegaban su alianza que descansaba en el patronato regio. Este espacio de despliegue y devoción pública constituía otra de las estrategias del poder que me interesaban, pero no daba cuentas de la devoción privada y pública de diferente índole que se aprecia en comunidades andinas contemporáneas. ¿Cómo explicar esas brechas entre lo privado y lo público? ¿entre lo que ocurría antes y lo que ocurre ahora? Como señalara Luis Millones, la empresa evangelizadora implicaba reordenar la concepción del pasado, transformar la vida cotidiana y construir un nuevo futuro a millones de personas20. Estos dos últimos escenarios explican cómo se materializaron las devociones religiosas y cómo se mantienen algunas de ellas hasta el día de hoy. Estas dos afirmaciones sugieren, asimismo, que las prácticas devocionales son formas de memoria colectiva que ofrecen al investigador documentos primarios de construcción y transmisión de realidades21.
Estas ideas se relacionaban con ocupaciones y preocupaciones académicas de entonces. Respecto de las ocupaciones –y sin desligarla de las preocupaciones–, un proyecto de investigación financiado por fondos del Estado de Chile y que versaba sobre el apóstol, me llevó a incluir el plano de la devoción activa y la ritualidad contemporánea a Santiago en el Norte Grande22 de Chile. Me interesaba intentar responder la pregunta respecto a la pervivencia de la devoción de este personaje tan longevo y tan expandido por el mundo español e hispanoamericano. Una continuidad que no era homogénea, porque estaba llena de saltos, fracturas, cortes y olvidos. ¿Por qué Santiago, es celebrado con tres días de fiestas en un pequeño pueblo andino del Norte Grande de Chile que se llama Belén, al que llegan feligreses de Bolivia, Perú y ciudades del norte de Chile? ¿Por qué el apóstol ya no es tan conocido ni venerado en ciudades como la capital de Chile, que paradójicamente lleva su nombre? La hipótesis que me guió en ese entonces era que la permanencia de la devoción al santo a lo largo del tiempo en las comunidades andinas de Chile se debería a que éste ha representado un dios andino inmerso en un proceso de hibridación religiosa, vital en la subsistencia de las comunidades agro ganaderas. Como contraparte, su ausencia en la capital hoy día, estaría relacionada con el origen colonial de una devoción vinculada al poder monárquico, al ejército español y las élites, todo lo cual se desvaneció profundamente al no ser resignificada en el nuevo contexto socio político republicano. Entonces, las principales explicaciones de las diferencias estarían en que este contexto de cambio del siglo XIX no habría trastocado a comunidades andinas que se mantuvieron ajenas al proyecto nacional republicano chileno por un largo tiempo, y en que las comunidades del Norte Grande habrían logrado mantener una devoción valorada como un patrimonio vivo asociado a su identidad.
Los intentos de respuestas a esas interrogantes irán apareciendo a lo largo de las líneas de este libro. No obstante, y pretendiendo ir más allá de las preguntas y respuestas mencionadas, lo que me anima es desarrollar la idea de que Santiago es un personaje materializado en objetos cuyos usos y devociones están insertos en múltiples tiempos (el de la iconografía, el de la historia y el de lo sagrado), en un espacio dinámico (el de la geografía cultural) y encarnado en prácticas (el nombrar, rezar, ofrendar, bailar, vestir, cantar, sacrificar, peregrinar) que relacionan personas, imágenes y objetos. Lo aquí dicho significa que debo moverme en varios y variados planos y disciplinas.