De la vanidad - Montaigne - E-Book

De la vanidad E-Book

Montaigne

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Beschreibung

"He envejecido mucho desde mis primeras publicaciones, que tuvieron lugar en el año 1580. Pero dudo que me haya vuelto una pulgada más sabio. Yo entonces y yo ahora somos por cierto dos: cuál es mejor no puedo decirlo. Sería bonito ser viejo si uno no se encaminara a otra cosa que al mejoramiento. Es un titubeante andar de borracho, vertiginoso, informe, o de juncos que el aire maneja azarosamente según los designios de la brisa." Todo es relativo. Ésa es la gran lección que sobrevuela este texto, extraído del libro III de los Ensayos de Montaigne. Pilar de un auténtico monumento literario, De la vanidad nos acerca una propuesta esencial: conservar el espíritu crítico, pues ningún conocimiento es absoluto. En un siglo en el cual reinan las guerras de religión, la miseria y la vanidad, Montaigne reclama el derecho a dudar, para defender el eclecticismo y la tolerancia. Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592) fue uno de los escritores más influyentes del Renacimiento francés. En sus escritos demuestra una asombrosa habilidad para mezclar la especulación teórica más rigurosa con anécdotas casuales y autobiográficas. Buena parte de la literatura moderna de no ficción debe su génesis a Montaigne, quien dejó su huella en autores como Shakespeare, Rousseau y Nietzsche.

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Seitenzahl: 130

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Montaigne

De la vanidad

Montaigne, Michel Eyquen de

De la vanidad. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Trazos; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-276-4

1. Ensayo Francés.

CDD 844

Traducción: Ariel dilon

Ilustraciones de tapa y contratapa: María rabinovich

Título original: De la vanité

© Libros del Zorzal, 2006

Buenos Aires, Argentina

Esta obra fue publicada con el apoyo del Centre National du Livre / Ministerio Francés a cargo de la cultura. Ouvrage publié avec le soutien du Centre National du Livre / Ministère Français chargé de la culture.

Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación Victoria Ocampo, ha recibido el apoyo del Ministère des Affaires Etrangères y del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en la Argentina. Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’Aide à la Publication Victoria Ocampo, bénéficie du soutien du Ministère des Affaires Etrangères et du Service Culturel de l’Ambassade de France en Argentine.

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

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[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Acaso no exista más expresa vanidad que la de escribir tan vanamente sobre ella. Lo que tan divinamente la divinidad nos expresó al respecto1debería ser continua y cuidadosamente meditado por las personas de discernimiento.

¿Quién no ve que he tomado un camino por el cual seguiré, sin esfuerzo y sin pausa, mientras haya en el mundo papel y tinta? No puedo llevar a través de mis acciones el registro de mi vida: demasiado abajo las pone la fortuna; he de llevarlo por mis fantasías. Una vez vi a un gentilhombre que no comunicaba su vida sino por las operaciones de su vientre: en su casa se podía ver, en exhibición, una hilera de bacinillas de siete u ocho días; aquello era su estudio, sus discursos; cualquier otra declaración le repugnaba. Éstos son, más cortésmente, los excrementos de un viejo espíritu, a veces duro, a veces flojo, siempre indigesto. ¿Y cuándo terminaré de representar la continua agitación y mutación de mis pensamientos, en cualquier materia que recaigan, si seis mil libros llenó Diomedes con el solo asunto de la gramática? ¿Cuál no será el producto del parloteo, cuando la tartamudez y el desatar la lengua ahogaron al mundo con tan horrenda carga de volúmenes? ¡Tantas palabras sólo para las palabras! ¡Oh, Pitágoras2, que no hayas conjurado también esa tormenta!

Se acusaba a un Galba de tiempos pasados de vivir ociosamente; él respondía que cada uno debe rendir cuenta de sus acciones, no de su reposo. Se equivocaba: pues la justicia conoce y reprueba igualmente a aquellos que retozan. Pero alguna coerción de las leyes debería haber contra los escritores inútiles e ineptos, como la hay contra los vagabundos y los holgazanes. Se los desterraría de las manos de nuestro pueblo, a mí con ellos y a otros cien. No es broma. La escribiduría parece ser el síntoma de un siglo de desbordes. ¿En qué circunstancia escribimos tanto como cuando nos hallamos perturbados?, ¿cuándo lo hicieron los romanos, sino en la hora de su ruina? Por otra parte, el refinamiento de los espíritus no significa su elevación en sensatez, dentro de una sociedad; esa ocupación ociosa nace de que cada uno se aferra indolentemente al ejercicio de su profesión, y con ello se envicia. La corrupción del siglo se compone de la contribución particular de cada uno de nosotros: unos proveen la traición, otros la injusticia, la irreligión, la tiranía, la avaricia, la crueldad, conforme son más poderosos; los más débiles aportan la estupidez, la vanidad, la ociosidad: yo pertenezco a estos últimos. Parece que estuviésemos en temporada de cosas vanas, cuando las perjudiciales nos apremian. En un tiempo en el que el obrar malvadamente es tan común, actuar tan sólo inútilmente es casi loable. Me consuela saber que seré de los últimos a los que habrá que echarles la mano encima. Mientras haya que ocuparse de los más urgentes, yo me impondré la tarea de enmendarme. Pues me parece reñido con la razón perseguir los inconvenientes menores, cuando los grandes nos infestan. El médico Filotimo, a uno que le traía su dedo para que se lo curase y a quien por el rostro y el aliento le reconoció una úlcera en los pulmones, le dijo: “Amigo mío, no es momento de entretenerte con tus uñas”.

A este respecto, no obstante, hace algunos años he visto que un personaje cuya memoria tengo en singular estima, en medio de nuestros grandes males, cuando no había ni ley ni justicia, ni magistrado alguno que cumpliese con su deber más que cuanto los hay ahora, fue a publicar no sé qué insignificantes reformas sobre el vestir, la cocina y los pleitos. Con tales distracciones se apacienta a un pueblo maltratado para fingir que no se lo ha dejado del todo en el olvido. Hacen lo mismo aquellos que se detienen a defender a toda costa las formas de hablar, las danzas y los juegos de un pueblo extraviado en toda clase de vicios excecrables. No es tiempo de lavarse y de limpiarse cuando se ha caído víctima de una buena fiebre. Sólo los espartanos se peinan y se acicalan cuando están a punto de precipitarse en algún peligro extremo para sus vidas.

En cuanto a mí, tengo esta otra costumbre peor: si tengo un escarpín torcido, lo dejo más torcido aún, y mi camisa y mi capa con él; desdeño enmendarme a medias. Cuando estoy de mal talante, me encarnizo en el mal; me abandono por desesperación y me dejo ir hacia el abismo; echo, como se dice, el mango tras el hacha; me obstino en empeorar y ya no me considero digno de mi cuidado: o todo bien o todo mal.

Va en mi favor el hecho de que a la desolación de este Estado se une la desolación de mi edad: soporto de mejor gana que se recarguen así mis males, y no que mis bienes vengan a turbarse. Las palabras que expreso en la desgracia son palabras de despecho; mi coraje se eriza en lugar de aplastarse. Y, al revés que los demás, me encuentro más devoto en la buena que en la mala fortuna, siguiendo el precepto de Jenofonte, aunque no su razón; y alzo más gustoso los tiernos ojos al cielo para agradecerle que para pedirle. Me esmero más en aumentar la salud cuando ella me sonríe, que en recuperarla cuando la he perdido. Las prosperidades me sirven de disciplina y de instrucción, como a los otros las adversidades y los azotes. Como si la buena fortuna fuese incompatible con la buena conciencia, los hombres no se tornan gentes de bien sino en la mala. La dicha es para mí un singular acicate de la moderación y la modestia. La plegaria me gana, la amenaza me repele; el favor me doblega, el temor me endurece.

Entre las condiciones humanas, ésta es bastante común: que nos gusten más las cosas ajenas que las nuestras, y amar el movimiento y el cambio.

Ipsa dies ideo nos grato perluit haustu

Quod permutatis hora recurrit equis.3

Yo soy de la partida. Aquellos que siguen el camino opuesto, el de complacerse en ellos mismos, el de estimar lo que tienen por encima del resto y no reconocer ninguna forma más hermosa que la que tienen ante sus ojos, si no son más avisados que nosotros, con seguridad son más felices. No envidio en absoluto su sabiduría, pero sí su buena suerte.

Esta avidez de cosas nuevas y desconocidas colabora a alimentar en mí el deseo de viajar, pero otras circunstancias concurren a ello. Me aparto de buen grado del gobierno de mi casa. Hay una cierta comodidad en mandar, aunque sea en una granja, y en ser obedecido por los suyos; pero es un placer demasiado uniforme y languideciente. Y además, por fuerza está mezclado con muchos pensamientos fastidiosos: unas veces la indigencia y la opresión del pueblo de uno, otras veces las querellas entre sus vecinos, otras las usurpaciones de las que se suele ser víctima:

Aut verberatæ grandine vineæ,

Fundusque mendax, arbore nunc aquas

Culpante, nunc torrentia agros

Sidera, nunc hyemes iniquas;4

y que en seis meses a duras penas enviará Dios una temporada con la que nuestro recaudador se contente a satisfacción, y que, si le sirve a las viñas, no arruine los prados:

Aut nimiis torret fervoribus ætherius sol,

Aut subiti perimunt imbres, gelidæque pruinæ,

Flabraque ventorum violento turbine vexant.5

Añádase el zapato nuevo y bien formado de aquel hombre de tiempos pasados, que nos lastima el pie6, y que el forastero no entiende cuánto nos cuesta y nos exige el mantener la apariencia de ese orden que en nuestra familia se ve, y que tal vez lo compramos demasiado caro.

Me apliqué muy tarde a la economía doméstica. Aquellos a quienes la naturaleza había hecho nacer antes que yo me descargaron de ello por largo tiempo. Yo había adoptado otras costumbres ya, más a tono con mi temperamento. No obstante, por lo que he podido ver, es una ocupación más absorbente que difícil: cualquiera que sea capaz de otra cosa lo será de ésta con holgura. Si yo buscara enriquecerme, ese camino me parecería demasiado largo; iría a servir a los reyes, tráfico más fértil que cualquier otro. Puesto que no pretendo ganarme otra reputación que la de no haber ganado nada, ni la de haber disipado nada, conforme con el resto de mi vida, tan inadecuada al obrar bien como al obrar mal, y que no procuro otra cosa que pasar, puedo hacerlo, a Dios gracias, sin demasiada atención.

En el peor de los casos, siempre se podrá recurrir al recorte de gastos frente a la pobreza. Es a lo que yo me atengo, y a reformarme antes de que ella me obligue. Por lo demás, he establecido en mi alma suficientes gradaciones para poder pasarla con menos de lo que tengo; quiero decir, pasar con satisfacción. Non aestimatione census, veram victu atque cultuterminatur pecuniae modus.7Mi auténtica necesidad no ocupa con tanta exactitud mis haberes como para que la fortuna no tenga dónde morderme sin dejarme en carne viva.

Mi presencia, ignorante y desdeñosa como es, le pone el hombro a mis asuntos domésticos; me dedico a ellos, aunque a despecho. Añádase que en mi hogar me ocurre que, para tirar la casa por una de las ventanas, por la otra no se ahorra nada.

Los viajes no me dañan sino por el gasto, que es grande y sobrepasa mis fuerzas; habiéndome acostumbrado a andar no sólo con el equipaje necesario, sino con el que autoriza la honradez, tengo que hacerlos tanto más cortos y menos frecuentes, y no empleo en ellos más que las sobras y mis reservas, aplazando y difiriendo, según cómo vengan. No quiero que el placer del paseo corrompa el placer del reposo; al contrario, pretendo que se alimenten y se favorezcan el uno al otro.

Puesto que mi principal inclinación en esta vida era vivirla perezosamente y más bien con indolencia que con empeño, la fortuna me ha ayudado al quitarme de encima la necesidad de multiplicar riquezas para proveer a la multitud de mis herederos. Si uno de ellos no tiene bastante de lo que yo tan abundantemente he tenido, peor para él; su imprudencia no merece que yo desee otra cosa.

Y que cada uno provea suficientemente a sus hijos, a ejemplo de Foción, que sólo los mantiene en la medida en que se le parecen.

De ningún modo sería yo de la opinión de Crates. Él dejó su dinero al cuidado de un banquero bajo esta condición: si sus hijos eran unos tontos, que se lo diese; si eran astutos, que lo distribuyese entre los más humildes del pueblo. Como si los tontos, por ser menos capaces de arreglárselas, fuesen más aptos para gastar las riquezas.

Tanto es así que, mientras tenga cómo sobrellevarlo, no me parece que el perjuicio causado por mi ausencia merezca que me niegue a aceptar, cuando ellas se presentan, las ocasiones de distraerme de tan penosa asistencia. Siempre hay alguna cosa que se atraviesa. Los asuntos de una casa u otra vienen a importunar. Todo lo alumbra uno desde demasiado cerca; la propia perspicacia nos perjudica aquí al igual que en otras partes. Yo eludo las ocasiones de fastidio, y le doy la espalda al conocimiento de aquello que anda mal; y no obstante no puedo hacerlo tanto como para no tropezar a cada momento con algo que me desagrada. Las bribonadas que más me ocultan son aquellas que mejor conozco. Las hay que, para que hagan menos daño, tiene uno que ayudarse a sí mismo a ocultar. Vanas estocadas, vanas a veces, pero siempre estocadas. Las dificultades más menudas y esmirriadas son las más punzantes; y así como las letras pequeñas lastiman y cansan más los ojos, así nos aguijonean más los pequeños asuntos. La turba de los males menudos perjudica más que la violencia de uno solo, por grande que sea. Cuanto más tupidas y delgadas son esas espinas domésticas, se nos clavan de modo más penetrante y, sin mediar amenaza, fácilmente nos sorprenden desprevenidos.

Yo no soy filósofo: los males me oprimen según lo que pesan; y pesan por su forma tanto como por su materia, a menudo más. Mi conocimiento supera el del vulgo; así que tengo más paciencia. En fin, si los males no me hieren, me ofenden. Cosa delicada es la vida, y fácil de perturbar. Una vez que mi rostro se ha vuelto hacia el pesar, nemo enim resistit sibi cum cœperit impelli8, por tonta que sea la causa que me haya llevado a él, con ello se irrita mi ánimo, que se alimenta y se exaspera con su propia agitación; atrayendo y amontonando uno sobre otro los asuntos en los que se ha de pastar.

Stillicidi casus lapidem cavat.9

Estas ordinarias goteras me devoran.

Los inconvenientes comunes nunca son leves. Son continuos e irreparables, especialmente cuando nacen de los miembros de la familia, constantes e inseparables.

Cuando considero mis asuntos de lejos y en líneas generales, encuentro, quizá por no tener una memoria nada exacta, que hasta ahora han ido prosperando más allá de mis cálculos y previsiones. Extraigo de ellos, me parece, más de lo que hay; su ventura me traiciona. Pero en cuanto me hallo en medio de la tarea, y veo caminar todas esas parcelas,

Tum vero in curas animum diducimur omnes,10

mil cosas me hacen temer y anhelar. Abandonarlas por completo me resulta muy fácil; abocarme a ellas sin causarme pesar, muy difícil. Es lastimoso encontrarse en un lugar donde todo lo que uno ve lo atarea y lo concierne. Y me parece que disfruto más alegremente de los placeres de una casa ajena, que gozo de ellos de manera más cándida. Diógenes respondió como yo, a aquél que le preguntaba qué clase de vino consideraba el mejor: el de los otros, dijo.