De libertades fantasmas o de la literatura como juego - José de la Colina - E-Book

De libertades fantasmas o de la literatura como juego E-Book

José De la Colina

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Beschreibung

Sugestivo y cautivado, José de la Colina se deja seducir por el rostro lúdico de la literatura en una serie de ensayos que, sin dejar de ser resultado de un conocimiento profundo y extenso, han eludido intencionalmente la rigurosidad académica. Dejando de lado su habitual género narrativo, De la Colina analiza todos aquellos juegos literarios que el lector gustoso no puede ignorar.

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José de la Colina, narrador y ensayista (nacido en 1934 en Santander, España; mexicano desde 1941), ha colaborado en las principales publicaciones culturales del país: La Cultura en México, México en la Cultura, Revista de la Universidad, Plural, Vuelta, Letras Libres, etc. Ha sido director de El Semanario Cultural de Novedades y guionista de cine. Ha recibido el Premio Nacional de Periodismo Cultural y el Fernando Benítez de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores Artísticos. Sus obras narrativas han sido reunidas, casi en su totalidad, en Traer a cuento (FCE, 2004), y sus ensayos, en Miradas al cine, Viajes narrados y Libertades imaginarias (Premio Mazatlán, 2002).

LETRAS MEXICANAS

De libertades fantasmas o de la literatura como juego

JOSÉ DE LA COLINA

De libertades fantasmas o de la literatura como juego

 

Primera edición, 2013 Primera edición electrónica, 2014

Fotografía del autor: Francisco Daniel / Procesofoto / DF

D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1852-8 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Al lector (si lo hay)

La Penúltima de Mallarmé

Snoopy, el Escritor

La flor del desvelo

Noctium phantasmata

Entrevista de José de la Colina con José de la Colina

¿Sherlock en carne y hueso?

El metódico soñador Hervey de Saint-Denis

La cajita de música

Manual de la lengua

El arte de Sheherezada

De libros fantasmas

La explosión bibliográfica

Aquí aparecen los libros fantasmas

El libro que desenmascaró a Said de Bagdad

El Quijote arábigo

El libro que lee Hamlet

La persona de Porlock llama a la puerta

Entra el Árabe Loco

Acercamiento a El acercamiento a Almotásim

Nabokov / Knight

Arreola, Flores y Büssenhausen

Y como conclusión

Historia casi universal de la adivinanza

Los íncipits

Los otros Quijotes de Cervantes

El hombre “de cristal”

El viejo soldado galán

El bachiller quijotizado

… Y don Miguel mismo

El Persiles: el juego de Cervantes al final del camino

Ramón, o el juego con el mundo

Cri Cri o la fiesta del mundo

De Gabilondo al Grillo Cantor

Apuntes para un diccionario de Cri Cri

¿Quién?

La invención de Pinocho

Del arte de la dedicatoria

Desarrollos

De anagramas y palindromas

“Todo será posible menos llamarse Carlos”

El contratexto y el texto definicional

Traducción a contratexto

Texto definicional

Georgina Hübner, novia fantasma

Apuntes hacia una teoría de S. E., o del escritor como El Escritor

Gregorio Samsa en 12 versiones

Lo que Hipnos me dictó

Del tartamudeo como arte

La canción mexicana de Li Po

Pistolas de sombra, pistolas soñadas

El gato, el puente, la luna

Eros / Gato (tema / variaciones / pastiche)

Aclaraciones

Tema

Variaciones

El mirón Miret

La comedia poética de Gerardo Deniz

Don Juan, es decir Drácula

Tabladurías

Los cursis, las cursis y lo cursi bueno o malo

Sinopsis histórico-etimológica

Las mejillas y las rosas

Kitsch, camp, cursi

Envío

Al lector (si lo hay)

LECTOR, tal vez tú como yo has deseado encontrar, entre los muchos libros acerca de las literaturas, uno que, desdeñando ponerse el uniforme de un tratado, una preceptiva, un texto crítico o un discurso académico, fuese como una charla de amigos y hablara de aquellos asuntos y aspectos literarios marginales o poco serios o generalmente considerados menores o de juego.

Hasta donde yo sé, un libro así no existe, por lo menos en las letras de habla castellana, y tarde o temprano debería aparecer. No es que yo me haya puesto a tal obra, pero, habiendo escrito al azar de mi trabajo en el periodismo cultural, y siempre con espíritu de juego, innumerables ensayos y artículos para diversas publicaciones, el libro fue saliendo como por su propio deseo.

Antes “de irme de esta página” y entrar en las que vienen, creo necesario aclarar el título. En alguna página de Marx, de aquellas que no frecuentaban los alegres marxistas (para no perder su religión), ni los graves grouchomarxistas (para no perder su sense of humour), se dice que el hombre vive en el Reino de la Necesidad y aspira a pasar al Reino de la Libertad. Yo, disculpándome con Karl, que tal vez creyó que tal paraíso arribaría algún día gracias a la lucha de clases, y solicitando el permiso de Groucho, que quizá tiene patentado el país Freedonia, no creo que ese superior reino pueda tener una realidad concreta, pero sí es posible que exista en la imaginación, como un reino fantasma. Cuando Cervantes intuye el Quijote en la cárcel, cuando cualquier prisionero improvisa cantando una canción de amor o de burla, entran en el reino de la libertad, es decir: ejercen las libertades fantasmas.

Quizá no existen otras.

Snoopy, el Escritor

ÍNCIPIT es una palabra derivada del latín que significa “empieza”. Suele aplicarse a la frase u oración con que se inicia un texto del género que sea: novela o ensayo o poema u obra teatral o tratado o discurso solemne… as you like it. En 1979 el admirable escritor Italo Calvino, italiano como su primer nombre lo delata, y autor de El barón rampante, El vizconde demediado, El caballero inexistente, Las ciudades invisibles, Las cosmicómicas y otras obras indicativas de una tan lúdica como rigurosa imaginación, publicó, bajo el sugerente título de Si una noche de invierno un viajero, un libro dizque propuesto como novela pero que en realidad es todo él, con sus 270 páginas de la edición española (Bruguera, 1980), un extenso íncipit, digamos un íncipit hecho de íncipits un poco a la manera de la genial Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, de Laurence Sterne, obra que una y otra vez comienza y recomienza sin querer llegar a su final… que es el nacimiento del personaje “biografiado”.

En la página 172 de las 252 de la edición española de Se una notte d’inverno un viaggiatore (hay que saborear ese afortunadísimo título diciéndolo en su lengua original), Calvino convocó a quien por gracia del historietista norteamericano Charles Monroe Schulz quizá habrá sido en la segunda mitad del siglo XX, y hasta ahora, el animal más célebre del mundo: el inteligente y simpático perrito Snoopy, que además de soñarse como un formidable aviador de la primera Guerra Mundial apodado el Barón Rojo o una especie de galán romántico al modo de Rodolfo Valentino (entre muchos personajes más), tiene una heroica vocación de escritor, pues instalado en el filo del techo de dos aguas de su caseta, y acompañado del angelical pajarito Woodstock (que suele piar signos de admiración y puntos suspensivos en el filacterio: el globito con pico que indica el habla del personaje), constantemente teclea en una maquinita de escribir las solas, las invariables, las convencionales, las trilladas y a la vez incitantes palabras con las que se iniciaría una novela de misterio:

En la pared de enfrente de mi mesa —dice el autor [¿quién?, ¿el escritor Calvino, o el novelista por él imaginado?]— he colgado un póster que me han regalado. Está el perrito Snoopy sentado ante la máquina de escribir y en el globito con letrero se lee la frase Era una noche oscura y tormentosa… Cada vez que me siento aquí leo “Era una noche oscura y tormentosa”, y la impersonalidad de ese íncipit parece abrir el paso de un mundo a otro, del espacio y el tiempo de aquí y ahora al tiempo y el espacio de la página escrita. Siento la exaltación de un comienzo al que podrán seguir desarrollos múltiples, inagotables […] y me doy también cuenta de que ese perro mitómano nunca logrará añadir a las seis primeras palabras otras seis u otras doce sin romper el encanto. La facilidad de la entrada en otro mundo es una ilusión: uno se lanza a escribir anticipándose a la felicidad de una futura lectura, y el vacío se abre en el papel en blanco.

Me disculpo por cita tan larga, pero la he creído necesaria porque no sólo ese párrafo daría voluntaria o involuntariamente el sentido, la razón de ser, la teoría de la bella aventura literaria que es la novela de Calvino (la novela como una perpetuamente tejida, destejida y retejida tela de Penélope), sino porque arroja luz sobre ese ícono, ese dibujo, ese, a final de cuentas, personaje entrañable: Snoopy, el perro que se sueña escritor, y por tanto se desea humano, es decir que es un soñador irremediable, “un ser de lejanías”, como decía Ortega y Gasset (creo que después de Heidegger).

Snoopy, heroicamente castigándose el trasero a caballo sobre el filo central del techo de su caseta, resulta así el ícono emblemático del escritor. En su reincidente intento de hacer vivir mediante las palabras a seres, actos, gestos, historias que son cosas mentales e imaginadas, el perrito vive en ese momento el drama del novelista, del dramaturgo, del poeta, del creador literario siempre en actitud de recomenzar su “tela de Penélope” en la que pretende dar a leer, a ver, el Andere Seite: el otro lado del tapiz de la realidad.

Espero que no parezca muy delirante mi interpretación del ícono de Snoopy como novelista. Ese perrito shulziano, frecuentemente aquejado por el síndrome de “la danza que sueña la tortuga” (Federico García Lorca dixit), y poseído por el deseo de vivir varias formas de ser en varios personajes, es un auténtico paradigma de escritor. En principio, Schulz ofrece una chispa de “intertextualidad”. Las palabras a la vez triviales y muy sugerentes que Snoopy infinitamente escribe y reescribe: “Era una noche oscura y tormentosa…”, el historietista las tomó del muy convencional y folletinesco novelón Los últimos días de Pompeya, realmente escrito y publicado por un autor realmente existente: Edward George Bulwer-Lytton (1803-1873), quien, igual que si fuese un grande de las letras (que no lo es), habrá conocido el drama del atrevimiento al íncipit, de la vacilación ante la primera frase que, dictada por la imaginación, hay que poner en el papel (o, ahora, en la pantalla de plasma). Es un drama que el poeta y novelista Louis Aragon, en su libro Nunca aprendí a escribir, o los íncipit (1969), supo narrar y describir perfectamente: “Para mí, la frase surgida (¿dictada?) de la que parto hacia algo que será la novela, en el sentido ilimitado de la palabra, tiene ese carácter de encrucijada, si no entre el vicio y la virtud, al menos entre callarse y decir, entre la vida y la muerte, entre la creación y la esterilidad”.

Así, Snoopy está por siempre comenzando a escribir la realidad como no es, como acaso quisiera que fuese, mientras el pajarillo Woodstock exclama los signos de admiración que le merece el amigo que intenta escribir una historia en el reverso de la Historia…

La flor del desvelo

CUALQUIER frase oída al azar, emitida por alguien que conversando con otro pasa por la calle, o captada casualmente en el periódico leído por un viajero vecino en el Metro, o recordada de un sueño revuelto y equívoco como suelen ser los sueños, u oída de una película hablada en una lengua ignorada por nosotros, puede producirnos una expansiva, vertiginosa onda de ideas e imágenes, de analogías y recuerdos, de pensamientos y ensueños que, girando en un movimiento de espiral, excitará la memoria y la fantasía, del mismo modo que a Leonardo, según dice en su Tratado de la pintura, las formas que tomaban las nubes o las manchas puestas por la humedad y el tiempo en los muros le sugerían formas y asuntos para sus obras pictóricas, o de la manera en que a Rimbaud un frívolo título de vulgar vodevil leído en un cartel callejero podía causarle escalofríos de espanto. Para no ir más lejos, un poeta coetáneo nuestro, Gerardo Deniz, cuando era niño y en un momento de la zarzuela La verbena de la paloma oía a una madre decir que su niño no puede dormir porque hace un calor arriba que sale fuego de la pared, entendía eso literalmente e imaginaba una escena atroz, quizá (imagino yo) una infernal habitación que era un horno donde un niño se quemaba en una real llamarada. De mi parte recuerdo que, también siendo niño, cuando mi madre le decía a mi padre: “Jenaro, ¡cuidado con la úlcera!”, yo imaginaba a la tal Úlcera como una bailarina de turbias, turbulentas congas en los lascivos teatros nocturnos que acaso don Jenaro frecuentaba a escondidas.

Es que en cuanto nos descuidamos (¡saludo al doctor Freud!) el subconsciente se apodera de nuestra razón dormida, y pone a las palabras a significar distinto de lo que se supone que están obligadas a significar.

Todos sabemos que el desvelo o el semisueño suelen provocar una alquimia mental que a su vez provoca una alquimia verbal, y viceversa. Puede ocurrir entonces que al escritor desvelado se le ocurran ideas geniales, desvergonzada ilusión que el alba viene a desvanecer con su fría y filosa luz crítica. Esto nos pasa, sobre todo, a escritores de inspiración pobre y mansueta en cuanto transgredimos la frontera de la vigilia, pero hay escritores trasnochados a los que el desvelo les aprovecha. A unos y otros nos ocurre a veces que las palabras nos sorprendan con un giro súbito, desplazador de su común significado. Lo cual puede suceder tanto cuando escribimos como cuando leemos. Y vaya otro ejemplo vivido por mí.

Una desvelada noche de hace ¿cuántos años? me hallaba muy fatigado transcribiendo a máquina (de escribir) una página del libro El circo para una antología de Ramón Gómez de la Serna, y apareció el párrafo siguiente: “Miramos demasiado a las piernas de la trapecista, ¡oh, ofendiéndola!, y nos fijamos en sus muslos mórbidos”. Seguía leyendo de largo cuando de pronto tuve que retroceder hacia esa palabra: ofendiéndola. ¿Qué era una ofendiéndola? ¿La péndola dorada de un gran reloj barroco, una exótica flor de belleza abigarrada, una mariposa danzante en un verano embriagador, el nombre de la figurina bailarina de una cajita de música? El pensamiento empezó a fosforescerme en una mise-en-scène que erigía cierta ondulante y profusa decoración selvática o mobiliaria, exquisitamente operática o balletística, en medio de la cual la ofendiéndola coruscaba con una luz de bisel de espejo. Acudí al diccionario, a una enciclopedia, a lexicones (que, con perdón, así se llaman) pero, pasando semidormido por el verbo ofender, no obtuve sino silencio sobre tal sustantivo, y me fui a mal dormir, con el espíritu poblado de ofendiéndolas offenbachianas en un paisaje como de algún cuadro de Max Ernst en que lo vegetal, lo animal y lo mineral se entretejen en una alucinante promiscuidad.

Y semidormí todo el resto de la noche.

Cuando al día siguiente, tras el frío duchazo, tras la taza de café, estimulantes de la lucidez, visité de nuevo la página de Gómez de la Serna, hubo un clic en mi mente y el significado de la palabra dejó de estar obturado… ¡Pero, claro: ofendiéndola! No un sustantivo, sino gerundio de ofender, en modo de enclítico; me puse un dedo en la frente, luego dos, luego tres, luego todos los de una mano (modo que según Lichtenberg y Botón Rompetacones ayuda a pensar) y reflexioné. Deduje entonces que si la palabra me sorprendió se debía en parte al desvelo, a la fatiga, y en parte a la sintaxis de Gómez de la Serna, que me permitieron resbalar desde el significado real de la palabra hacia otro supuesto y fascinante.

Enigma aclarado. ¿Pero necesito decir que tras esa aclaración me sentí defraudado, robado, despojado de esa maravillosa, aromática, exótica ofendiéndola, flor o mujer o elfa que quizá habita, multicolor, espléndida, lujosa, lujuriosa, en un jardín musical de Offenbach, o en una hipnótica pintura de Ernst?

Noctium phantasmata

A OCTAVIO PAZ y Marie-Jo, a María y a mí, don Luis Buñuel nos había invitado a cenar en su casa de la Cerrada de Félix Cuevas. En la sobremesa la conversación trataba de la actitud del cristianismo ante los “poderes oníricos”.

—Lo extraño —había dicho Octavio— es que si la Biblia desborda de sueños, en los Evangelios no se registra ninguno de Cristo. En uno de sus libros Julien Gracq dice que Breton calificaba a Jesús como un “no-soñador definitivo”.

—Es verdad —dijo don Luis—. El cristianismo y más aún el catolicismo están contra los sueños. En el Breviario latino que de muchacho casi me aprendí de memoria (porque quería que mi padre me enviara a la Schola Cantorum) hay un himno famoso: el que comienza Te lucis ante terminum.

—¡Magnífico! —dijo Octavio—. Te lucis ante terminum: “Antes de que finalice el día…”

Todos le pedimos a Buñuel que cantara el himno.

—No —dijo Buñuel riendo—. Yo recuerdo bien las dos primeras estrofas en las que se pide la protección de Dios contra los sueños, porque los sueños llevan a la lujuria, a la polución nocturna, y abren la puerta al Demonio. Pero no me pidan que las cante, con esta voz incivil mía…

—Una voz magnífica para el latín —dijo Octavio—. Hubieras sido un divo del púlpito.

—N’éxagerons rien ! —dijo Jeanne de Buñuel.

—Ah, oui, oui ! —dijo Marie-Jo de Paz—. Une voix magnifique !

Don Luis recitó con un tono alto y a la vez hondo que tanto valdría para la prédica como para cantar una jota aragonesa:

Te lucis ante terminum,

Rerum Creator, poscimus,

Ut pro tua clementia

Sis praesul et custodia.

Procul recedant somnia,

Et noctium phantasmata;

Hostemque nostrum comprime,

Ne polluantur corpora.

Le aplaudimos, y le pedimos que tradujera. Don Luis tradujo con ayuda de Octavio, y yo apuntaba en una libretita:

Antes de que termine la luz del día

te pedimos, Creador de todas las cosas,

que con tu clemencia

nos asistas y custodies.

Aleja de nosotros los sueños

y los nocturnos fantasmas;

líbranos de nuestros enemigos,

para que no manchen nuestros cuerpos.

—Sí —dijo Octavio—. Noctium phantasmata. Es Freud antes de Freud. Los fantasmas del deseo, la emisión involuntaria del semen durante el sueño, la polución nocturna…

—Yo me había propuesto —dijo Buñuel— meter ese verso: Te lucis ante terminum, como un letrero de La Edad de Oro, y no recuerdo ahora por qué no lo hice. Para mí sonaba como un famoso letrero del Nosferatu de Murnau: “Pasado el puente, los fantasmas llegaron a su encuentro”.

—Te lucis ante terminum y “Pasado el puente, los fantasmas vinieron a su encuentro” —dijo Octavio—. Magnífico.

Y estaba ocurriendo algo que se hubiera dicho que obedecía al conjuro del asunto conversado: por debajo de la mesa tanto León, el perrito blanquinegro de don Luis, y una gata amarilla, que no recuerdo cómo se llamaba, competían en restregarse tierna y lujuriosamente contra las pantorrillas de todos nosotros.

(Por llevarse un recuerdo concreto, María se robó una vacía cajita de lámina con la blanquiazul marca de cigarrillos Gitanes Blue, los preferidos de Buñuel.)

Entrevista de José de la Colina con José de la Colina

—BUENAS noches, amigo José de la Colina.

—Lo mismo digo, enemigo José de la Colina. ¿A qué debo el dudoso honor de tu visita?

—A que nuestro mutuo amigo Nacho Trejo me ha encargado que lo entreviste a usted.

—Pues fíjate que no me agrada el género de la entrevista.

—¿Por qué?

—Porque comparto aquello que alguien alguna vez dijo: “La entrevista es un artículo que yo hago y que tú cobras”.

—Pero espero que consienta usted en esta entrevista, puesto que se hará entre hermanos y tocayos.

—Tú eres mi tocayo, pero no mi hermano. Para mí, eres un perfecto desconocido, o siquiera un imperfecto desconocido. Vaya, eres un inquietante invasor de mi exigua intimidad (de la cual a veces soy un evasor) y sin duda eres además thePerson from Porlock.1

—Pero me mitiga el hecho de que soy un admirador suyo, un verdadero fan de usted.

—Ah, muy bien, se ve que tienes buen gusto y un atinadísimo criterio literario. Así pues, dispara, forastero.

—Comienzo con una pregunta de cajón: ¿Qué es para usted escribir?

—Es ejercer las libertades imaginarias.

—¿Por qué imaginarias? ¿No es usted un hombre libre?

—Nadie es un ser libre. No soy ni he sido marxista pero no puedo olvidar que en una de las páginas de Marx, de esas que los marxistas pasaban por alto para seguir profesando su religión, o sea el marxismo, se dice algo así como que el hombre está preso en el Reino de la Necesidad, y que lucha por acceder al Reino de la Libertad. Estoy en eso de acuerdo con el viejo topo Karl. Setenta y un años de experiencia personal como ser vivo2 me han convencido de que todos vivimos en el pesadillesco Reino de la Necesidad: habitamos un cuerpo y un espacio limitados, estamos obligados a comer y descomer, a trabajar para ganarnos la vida, y debemos acatar las reglas sociales y nos hallamos sometidos al terrorista sistema fiscal como parte de la atribulada tribu tributaria. ¿Qué libertades me quedan, entonces? Me quedan las libertades imaginarias, que a mi juicio son las únicas que existen. Así que cuando escribo, aun cuando sean cosas de encargo, cosas para ganarme la vida, como por ejemplo mis textos para el periódico, soy habitante del Reino de la Libertad, vivo en el tiempo y el espacio de la imaginación, y ejerzo mis derechos ciudadanos, mis plenos poderes: o sea que estoy en mi ciudad mental, en Freedonia.

—¿Fregonia?

—¡Freedonia!, como si dijéramos Libertonia. En principio, Freedonia es un país inventado por otro Marx (un Marx triple: los Brothers) en ese film tan cómico como poético, filosófico, político: Duck Soup. Pero yo tengo mi propia Freedonia, y cada noche la habito: leyendo, escuchando música, escribiendo… Ah, por cierto que esas tres acciones pueden ser una sola. Porque puedes oír música y escribir al mismo tiempo, y la escritura es lectura en un modo más físico. Uno es el primero e inmediato lector de uno mismo y, por cierto, el primer personaje que uno mismo inventa.

—¿Por qué se hizo usted escritor?

—En realidad no soy un escritor hecho. A mis setenta y un años, con sólo una decena de libros publicados pero con unas cinco mil cuartillas escritas, sigo sintiéndome un escritor que está haciéndose.

—¿Cinco mil cuartillas? ¿De veras ha escrito usted tanto?

—Sí, calculando por lo bajo, porque, como incurro en la peculiaridad de ser autodidacta, sólo veteado por seis años de enseñanza primaria en el Colegio Madrid, no tengo otro oficio, ni beneficio, que el de periodista cultural. Desde los quince años y en publicaciones periódicas de todo tipo he escrito cuentos, ensayos, crónicas, reseñas de libros, solapas de libros, artículos sobre cine, guiones radiofónicos, algunos argumentos cinematográficos, algunas páginas autobiográficas, algunos esporádicos Diarios, una biografía de mi gata Polvorilla, etc. Soy uno de los escritores más cuantiosos de mi generación, sólo que me vampirizó el periodismo. Hemingway decía que ejercer el periodismo es bueno para un escritor, siempre que acierte a dejarlo a tiempo. Y yo todavía estoy metido en él hasta el cuello.

—Cambiaré la pregunta, ya que no puedo cambiar de entrevistado. ¿Cuándo sintió usted la vocación de escritor?

—Sospecho que una vocación es más bien una especie de deriva y que no se debe a una decisión: habría un primer hecho que nos ocurre a una edad temprana y casi por azar, y ese hecho derivaría hacia otros, y así iríamos convirtiéndonos en algo que no habíamos decidido ser, pero a lo que luego tendemos a ser, y… terminamos queriéndolo ser. Aunque quizá no sea la vocación verdadera, la que implícitamente estaba en uno.

—¿Cuál hubiera sido su vocación verdadera?

—Quiero creer que sería la de músico. Porque, aunque no sé nada de técnica musical y apenas podría identificar el do en un teclado, siento la música, la necesito cotidianamente, no puedo vivir sin escuchar cada día algo de Mozart o de Schubert o de Debussy o de Mompou o de Miles Davis o de Pérez Prado o de cualquier cosa cantada en la voz sublime de Kiri Te Kanawa, etc. Comparto la famosa opinión de que la música es el arte al que aspiran todas las demás artes, y además, como cualquier citoyen moyen sensuel, me sorprendo cantando bajo la ducha “Cantando bajo la lluvia”.

—¿Cómo escribe usted?

—Yo creo que escribo lo mejor que sé y que puedo, pero acaso no sea yo quien ha de decirlo. Esa pregunta deberías más bien hacérsela a los críticos literarios.

—No me refiero a la manera de escribir en términos de técnica literaria, de forma o estilo. Quiero decir: ¿cómo escribe usted física y cotidianamente? ¿Podría describirme su día de escritor?

—Mi día de escritor suele ser mi noche de escritor. La noche es el tiempo ideal para escribir: casi se reducen a cero los desagradables ruidos cotidianos (ésos, por ejemplo, de la aborrecible mañana citadina), y no habrá timbrazo en la puerta, ni sonará el teléfono, ni habrá visitas, ni vendrá the Person from Porlock. En fin, en caso de que seas visitado en la noche, será por alguno de tus fantasmas: los del recuerdo, los del deseo, los de la imaginación, y hasta por ese pájaro no del todo bienvenido: el crítico que tiende a posarse en el hombro del escritor, etc. Pero aunque larga fuese la noche, aunque sea un largo viaje de la noche hacia el día, ella también, como éste, tiene un momento terminal. En cierto momento, cuando comienza esa ingrata luz de filo de cuchillo, la del alba, oyes que concluye el silencio nocturno, un silencio generalmente grato, que no es enteramente un silencio, sino un tejido de lejanos ruidos y leves susurros, y entonces comienza el ruido de las calles y del edificio en que vives, y pasan runflando, petardeando, tronando los autobuses y los camiones, y llega el grito del lechero o del recogedor de la basura orgánica e inorgánica y puede ser que toque a la puerta el tipo que te trae la amenaza del gang del Fisco Kid, y ya se te cortó la mayonesa y se desinfló el pastel, ya no hay nada que hacer, ya sabes y sientes que el implacable Reino de la Necesidad, el infierno de la grosera realidad de cada día, entra pisando fuerte en el nocturno santuario, en la irrisoria torre de marfil o de mandril donde habías logrado fugaz hospedaje. Es el tiempo en que la hermosamente silenciosa utopía nocturna concluye y deja el terreno a la ciudad de la realidad, la ciudad concreta, que ya se reconstruye como lo hace cada día, se rehace en monstruo multitudinario y laboral, en el Gran Ruido hecho de mil ruines y rudos ruidos y del ubicuo rock, que también es nada más y nada menos que ruido: un caos aullador, un gigantesco horror lovecraftiano, algo así como el idiota dios-monstruo Nyarlotep o Caos Reptante: el horrorrock.

—¿Escribe usted con pluma, con máquina de escribir, con computadora?

—Con pluma sólo escribo anotaciones eventuales, algunas cartas impublicables y las dedicatorias en mis libros (los cuales sólo dedico cuando se descuida el futuro lector). Con máquina de escribir sólo escribí hasta mediados de los años ochenta. Y a partir de entonces empecé a escribir en computadora.3 Pero siempre he escrito durante el acto mismo de escribir, y repentizando sobre un tema que puede estar llamando a la puerta desde hace algún tiempo o que puede ir apareciendo mientras escribo. Es decir: muy frecuentemente compongo el cuento o el ensayo y aun el artículo para el periódico, no desde días u horas antes de sentarme ante el teclado, sino durante la acción de escribir.

—O sea que escribe usted irracionalmente, hace usted una especie de escritura automática.

—Bueno, sí, hago a veces escritura automática, pero no frecuentemente, sólo a veces y como ejercicio de calentamiento, o bien cuando me descuido y empiezo a navegar por otros mares de locura. Quiero decir que cuando escribo en serio, “normalmente”, me abandono un poco al desarrollo mismo de la escritura, la dejo ir hallando su asunto, su tema, pero siempre controlando yo el trayecto. Hablando a partir de una metáfora deportiva, escribo deslizándome sobre la escritura como haciendo surf: voy sobre el movimiento de la ola, dejándola un poco hacer su voluntad, pero voy de pie en la tabla y guardando el equilibrio. Y, desde luego, escribiendo así no encuentra uno nada que no esté en realidad dentro de uno mismo, que no esté desde antes o desde ese momento buscando voz, es decir escritura.

—¿Teclea usted con todos los dedos, escribe rápida o lentamente?

—Tecleo con los índices de cada mano; es mi Sinfonía en Do, en Dos Dedos. Pero con la mayor frecuencia tecleo muy rápidamente, y creo que es entonces cuando mejor escribo.

—¿Recuerda usted la primera frase que logró en su vida?

—No la recuerdo, pero sé que tuvo que ser una frase aproximada a la que ahora te diré. Cuando tenía dos años allá en Santander, España, y alguna vez jugueteaba en el suelo de la imprenta en que trabajaba don Jenaro de la Colina, mi padre, que era cajista (no cajero), él me prestaba las grandes mayúsculas de metal y de madera y un componedor, y entonces debí componer una frase tan compleja y misteriosa como ésta: MKLASOI ERTTDFG Ç+`CLOEAWDHC NOOP JHGF. He tratado, desde luego, de imitarla simplemente pasando los dedos por el teclado de la laptop, y es decepcionante que no me haya salido ninguna palabra, pero quizá si hubiera persistido, alguna saldría. Aunque ya sabes que alguien ha dicho que sólo si cien millones de monos teclearan a tontas y a locas durante cien millones de años, o una cantidad así, terminarían acaso reescribiendo la Divina comedia.

—Y ahora otra vez la pregunta digamos ontológica: ¿Por qué escribe usted?

—Primero, porque me gusta escribir. Segundo, porque escribiendo me gano la vida. Y escribir me gusta aunque deba hacerlo de encargo, aun cuando se trate de un trabajo “alimenticio”, como llamaba don Luis Buñuel a los films que hacía “de encargo”. Pero conste: esos encargos nunca deben ir contra mi modo de sentir y de pensar. Si así fuese, no los aceptaría. No soy “negro” de nadie, salvo de mí mismo.

—¿Ha sufrido usted la Angustia del Escritor Ante la Página en Blanco?

—Yo no comprendo a esos escritores que hablan de la angustia ante la página (o la pantalla) vacía, y que si llegan a poder llenarla será con el íncipit del millonésimo e insoportable cuento de asunto muy en boga hace veinte años, el relato del escritor huérfano de inspiración, que solía ir en este tenor: “Equis se levantó, no desayunó porque la boca le sabía a moneda de cobre tras la juerga de la noche, y no se bañó, no se afeitó, y, tras mirar por la ventana el paisaje gris de los edificios de enfrente, de la colmena humana, encendió el primero de los mil cigarrillos del día, se puso a mirar desolado hacia la máquina de escribir, la terrible Underwood, en cuyo rodillo resplandecía, hambrienta, cruel, implacable, inculpadora, la cuartilla en blanco, y…” A mí la cuartilla o la pantalla en blanco me desafía, pero no me asusta, y más bien me enamora.

—Pero sí le habrá ocurrido alguna vez el famoso Bloqueo del Escritor.

—Sí, alguna vez, pero creo que ha sido cuando descubría que no me sentía a gusto con lo que estaba tecleando, que la escritura se estaba equivocando de asunto o de tema o de tono o de rumbo. Por lo general, escribiendo me siento tan a gusto como si estuviera haciendo el amor, o escuchando a Mozart o a Schubert o a Debussy o a Miles Davis o a Kiri Te Kanagua, o paseando por la ciudad, aunque sea esta Esmógico City, la impaseable. Además no puedo permitir que me ocurra el bloqueo del escritor, porque vivo de escribir. Semana en que no aparezca publicado un texto mío, semana en que me temblarán las carnes.

—Me parece usted un fatal grafógrafo (perdón, Salvador Elizondo), un prosificador maniático y narcisista, que se engolosina escribiendo en frecuentes oraciones largas, con muchos incisos que se despliegan por una página entera y hasta por varias páginas sin concederle al lector más punto que el terminal del texto. Eso se advierte en algunos momentos de sus cuentos o en algún cuento entero: “Los viejos”, “La noche de Juan”, “La última música del Titanic”, “El cisne de Umbría”, etcétera.

—Me aburre escribir en oraciones cortas. No tengo nada contra las oraciones cortas si las leo en Azorín, en Borges, en Paz, etc. Me parece muy bien que cada uno tenga su modo de respiración en la escritura. Yo hablo de mi propia escritura, e insisto: aun los trabajos de encargo los escribo à mon seul plaisir, y creo que el párrafo largo, la oración continua me da más sensación de fluencia, de seguimiento del tiempo, que la prosa de mucho punto-y-aparte y mucho punto-y-seguido. La escritura larga me permite, creo, cierta musicalidad de la prosa, quizá dar impresiones de perspectiva y volumen y diferentes ritmos y tiempos. Es como un placer sensual proseizar así, es como si la escritura adquiriera la materialidad de una tela que estás tejiendo o una arcilla que estás modelando, y eso lo sientes físicamente. Siempre he creído que los artistas plásticos, y aun los meros artesanos, nos llevan ventaja a los escritores porque trabajan con materias tangibles. Y al trabajar así con la prosa yo siento como si tejiera una tela o le diera forma a un vaso de barro o de cristal. Y, last but not least, siento que escribo musicalmente, pero procurando no hacer prosa rimada y métrica, que es una cosa abominable, propia de literatti subdesarrollados, mal rasurados y peinados con gomina. Este dizque método mío puede parecerte demasiado simple, una especie de artesanía presuntuosa, pero a mí me funciona como una incitación y hasta una provocación que surge de la escritura misma. Y, por supuesto, no soy ni el único ni el primero en escribir de este modo. La escritura de fraseo largo ya está en el memorioso duque de Saint-Simon, en Cervantes, y luego en Proust, en Faulkner, en Joyce, en Blaise Cendrars, en Corpus Barga…

—¿Quiénes han sido sus maestros en literatura?

—Maestros ya fantasmas, ya sólo existentes en libros. Además de los que acabo de evocar están Azorín, Baudelaire, Borges, Chesterton, Conrad, Gómez de la Serna, Granada (fray Luis de), Jiménez (Juan Ramón), Maupassant, Nerval, Paz, Pérez Galdós, Quevedo, Renard, Saroyan, Schwob, Stendhal, Stevenson, Valle-Inclán, y…

—¿Antes dijo usted fray Luis de Granada?… Es raro que un escritor de hoy lo mencione.

—Es el autor de mi favorita página de prosa en español. Esa página inmarcesible está en la prodigiosa primera parte de su Introducción al símbolo de la fe (título que asusta, ¿verdad?). Allí habla del mundo, con todas sus criaturas, con el mar y las tierras, y, en fin, de la Naturaleza entera, como de un inmenso y delicado Libro de Dios. ¿Quieres oír la página que digo? ¿Te la leo?

—Viene.

—Trata de la isla de Santa Elena, la misma donde recluyeron luego a Napoleón, y dice así:

En la navegación que hay de Portugal a la India Oriental (que son cinco mil leguas de agua) está en medio del gran mar Océano, donde no se halla suelo, una isleta despoblada que se llama Santa Elena, abastecida de dulces aguas, de pescados, de caza y de frutas que la misma tierra sin labor alguna produce: donde los navegantes descansan, y pescan, y cazan, y se proveen de agua; de suerte que ella es como una venta que la divina providencia diputó para solo este efecto, porque para ninguno otro sirve. Y el que allí la puso, no la habría de crear de balde. Y lo que más nos maravilla es cómo se levanta aquel pezón de tierra sobre que está fundada la isla, desde el abismo profundísimo del agua hasta la cumbre della, sin que tantos mares lo hayan consumido y gastado. Y demás desto, ¿cómo no siendo esta isleta para con la mar más que una cáscara de nuez, persevera entre tantas ondas y tormentas entera sin consumirse ni gastarse nada de ella? ¿Pues quién no adorará aquí la omnipotencia y providencia del Creador, que así puede fundar y asegurar lo que quiere? Éste es pues el freno que él puso a este grande cuerpo de la mar para que no cubra la tierra: y cuando corre impetuosamente contra el arena, teme llegar a los términos señalados, y viendo allí escripta la ley que le fue puesta, da la vuelta a manera de caballo furioso y rebelde, que con la fuerza del freno para, y vuelve hacia atrás, aunque no quiera.

—Bravo, qué bello.

—Sí, es una página aún viva, un poema en prosa avant la lettre, y parece escrito ayer mismo. Fíjate en la melodía y en el ritmo prosísticos, fíjate en esa greguería: la isla como un pezón de tierra; y fíjate en el comienzo en lenta suavidad y luego el final enérgico, casi violento. Y hay un admirable movimiento imaginativo: tenemos la isla como una gran bodega de los alimentos terrestres y luego como una teta, y tenemos al mar como una dulce bestia que lame a la isla y después como un caballo que se encabrita. Yo quisiera lograr una escritura así.

—Para concluir, ¿no ha practicado usted la poesía?

—Me da una insolación de rubor decirlo, pero he cometido algunos sonetos, sonetorpes, sonetorvos. ¿Quieres una muestra, para que cerremos de una vez este azaroso monodiálogo?

—Viene.

—Es mi Soneto a la Gripe, y va así:

La gripe me sumerge en su pantano

donde acechan febriles cocodrilos;

la gripe me aprisiona con sus hilos,

me corta sin cuchillo por lo sano.

Soldado de la gripe veterano,

paseo por dolientes peristilos,

absorto, contemplando los tranquilos

nubarrones de un cielo tan urbano.

La gripe, profesión de fe nefanda

(salió el verso, con efes, muy gangoso),

el espíritu chupa hasta las heces.

El aliento apresado en la bufanda,

los ojos en estado lacrimoso

… y la mano escribiendo estupideces.

1 Acerca de esta persona se hablará más adelante en el capítulo “De libros fantasmas”, pp. 43-63.

2 O como Inmortal del Momento, pues cualquiera es inmortal mientras no se muera.

3 Computadora es palabra que por cierto no me gusta, porque no sé qué cosa es computar. Tampoco procesador, pues no acostumbro poner proceso a nadie. Y menos ordenador, porque detesto dar órdenes o recibirlas. Deberíamos tener una palabra española adecuada para el instrumento.