Deconstruir las drogas - Maia Szalavitz - E-Book

Deconstruir las drogas E-Book

Maia Szalavitz

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Beschreibung

«La obra de Maia Szalavitz pone en valor las vidas de los activistas que no solo crearon y desarrollaron la idea de la reducción de daños, sino que además la convirtieron en una fuerza social y política». Este libro nos cuenta las historias en torno al activismo en reducción de daños. Desde un grupo de consumidores de drogas de clase obrera de Liverpool, quienes, ayudados por médicos y trabajadores de la sanidad pública, diseñaron los principios fundamentales de la reducción de daños, hasta un consorcio de San Francisco compuesto por rebeldes, investigadores y un guerrero enmascarado, que extendieron la idea de limpiar las agujas con lejía y salvaron miles de vidas. Y todo ello sin olvidar a la famosa trabajadora social que llegó a ser conocida como «la diosa de la reducción de daños», los «Ocho de las agujas», cuya detención y posterior juicio en el epicentro de la epidemia del sida ayudó a cambiar la ley, los activistas racializados que se alzaron frente a su propio sistema político, el hombre que ayudó a sacar de los hospitales el antídoto para las sobredosis por opioides; o la heredera y el motero que lo ayudaron a fundar la primera organización nacional importante de reducción de daños.

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DECONSTRUIR LAS DROGAS

LA HISTORIA COMPLETA SOBRE LA REDUCCIÓN DE DAÑOS Y EL FUTURODE LA ADICCIÓN

DECONSTRUIR LAS DROGAS

LA HISTORIA COMPLETA SOBRE LA REDUCCIÓN DE DAÑOS Y ELFUTURO DE LA ADICCIÓN

MAIA SZALAVITZ

TRADUCCIÓN DE CARLOS RAMOS MALAVÉ

Título original: Undoing Drugs. The Untold Story of Harm Reduction and the Future of Addiction

Esta edición ha sido publicada por acuerdo con Hachette Go, un sello de Perseus

Books, LLC, una filial de Hachette Book Group, Inc. Todos los derechos reservados.

© Del texto

Maia Szalavitz

© De la traducción

Carlos Ramos Malavé

© Next Door Publishers, SL

Primera edición: febrero 2023

Editor: Oihan Iturbide

Diseño: Ex.Estudi

Composición: NEMO Edición y Comunicación, SL

Corrección: Marcapáginas Agencia Literaria, SL

Next Door Publishers, SL

c/ Emilio Arrieta 5, entlo. dcha., 31002 Pamplona

+34 948 206 200

[email protected]

www.nextdoorpublishers.com

www.yonkibooks.com

ISBN: 978-84-126300-2-2

ISBN e-Book: 978-84-126300-3-9

DEPÓSITO LEGAL: NA 71-2023

Gráficas Alzate

El papel utilizado tiene certificado FSC y PEFC que garantizan la gestión sostenible de las materias primas y una trazabilidad completa desde los bosques de origen.

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Para Edith Springer

ÍNDICE

Nota de la autora

Introducción

1. Enfrentarse al sida

2. Deconstruir la impotencia

3. Deconstruir la adicción

4. La diosa de la reducción de daños

5. ACT UP y el Johnny Appleseed de las agujas

6. El juicio de los «Ocho de las agujas»

7. Destapar el racismo en la guerra contra la droga

8. Housing Works

9. La heredera y el motero

10. Cualquier cambio positivo

11. Pulir la reducción de daños

12. Deconstruir la sobredosis (Parte I)

13. Deconstruir el tratamiento

14. Come as You Are

15. Nada sobre nosotros sin nosotros

16. Deconstruir lo del «amor duro»

17. Deconstruir el tratamiento contra el dolor

18. Deconstruir la sobredosis (Parte II)

19. Deconstruir las divisiones

20. Reconstruir la organización

21. El desafío estadounidense

22. Reconstruir el futuro

Agradecimientos

Referencias

NOTA DE LA AUTORA

Escribir este libro ha supuesto una experiencia extraordinaria que ha implicado revisar cientos de entrevistas y miles de documentos, páginas web, películas y libros. A lo largo del proceso, he tenido muy claro que soy la primera en intentar escribir la historia de la reducción de daños en Estados Unidos, a sabiendas de lo mucho que he tenido que dejarme en el tintero para obtener un libro entretenido. La obra resultante es, en el mejor de los casos, una primera aproximación, un punto de partida desde el que otros puedan empezar a entender las raíces de esta idea, y en modo alguno pretende ser completa ni insinuar que las historias que tuve que excluir son menos importantes que aquellas que sí pude incluir. ¡Hay mucho más que contar! Necesitamos que se escriban muchas más obras especializadas, sobre todo para abarcar la historia de la reducción de daños fuera de Estados Unidos y dentro de comunidades específicas. Para ayudar a ese proceso, estoy creando un archivo de entrevistas y otros materiales, que estarán disponibles online para cualquiera que desee seguir investigando. En un principio, estará ubicado en maiasz.com y más adelante tendrá una página propia. Confío en que mucha gente lo utilice. También quiero destacar que, al ser yo misma alguien que colaboró con este movimiento casi desde el principio, esta obra reflejará de forma inevitable mi propia perspectiva y no la de una persona totalmente ajena o la de un líder del movimiento. Insisto en que me gustaría que el libro sirviera para potenciar la reflexión, la discusión y, cómo no, el debate. En ningún caso pretende ser algo definitivo o la única manera de interpretar la reducción de daños y sus orígenes.

Cabe destacar que algunas partes de este libro abordan las luchas entre los activistas de la reducción de daños y aquellos que consideran que los programas de Doce Pasos como Narcóticos Anónimos son la mejor manera de entender y superar la adicción. Esto no significa que, en sí misma, la reducción de daños sea incompatible con la recuperación en Doce Pasos, o viceversa. Muchos pioneros de la reducción de daños en Estados Unidos participaron en programas de Doce Pasos y aún lo hacen. Si bien existen conflictos entre los diferentes aspectos de estos enfoques, también hay cabida para opiniones ecuménicas, y un aspecto fundamental de la reducción de daños es abrazar la diversidad.

Por último, una aclaración lingüística. Casi invariablemente, los términos que utilizamos para hablar de drogas y adicción son estigmatizadores. De hecho, las investigaciones han demostrado que algunos pueden perjudicar de forma directa, pues hacen que los médicos clínicos se muestren favorables a adoptar enfoques punitivos. Así pues, y al igual que hice con mi anterior libro, Unbroken Brain, he intentado minimizar el uso de tales palabras y expresiones. En la medida de lo posible, utilizo un lenguaje que «prioriza a la persona» para describir a aquellos que consumen drogas o tienen adicciones, salvo cuando hacerlo cae en la redundancia. Dado que los reductores del daño siempre han preferido el término consumidor de drogas al de adicto —en parte, para demostrar que la mayoría de quienes consumen drogas no son verdaderos adictos—, he empleado ese término de esa forma al escribir este libro. Evito palabras ofensivas como yonqui, salvo cuando otras personas las utilizan para describirse a sí mismas, en citas o para ilustrar la profundidad del estigma al que se han enfrentado.

La historia de la reducción de daños es polifacética, multifactorial, multicultural y multidisciplinar. Confío en que lo que estás a punto de leer te despierte la curiosidad conforme el movimiento vaya creciendo.

INTRODUCCIÓN

No tenía ninguna intención de dejarlo. Acababa de descubrir las bondades de chutarme speedballs, una mezcla aparentemente divina de cocaína y heroína. Quería más. Pero mi amigo Dave había decidido desengancharse y estaba a punto de comprar heroína para los dos, en lo que confiaba que sería su último chute antes de la rehabilitación. Gracias a su aspecto, Dave, que era rubio y muy delgado, y vestía como un pijo de clase media, tenía menos probabilidades de que lo detuvieran al ir a pillar droga. Yo estaba en su ordenado apartamento del East Village esperando a que regresara, sentada en el sofá con su novia. Esta había ido a visitarlo desde San Francisco, donde Dave había vivido previamente, en parte para asegurarse de que llegase a entrar en tratamiento.

Y, mientras lo esperábamos, es probable que me salvara la vida. Corría el año 1986. Pese a leer habitualmente dos periódicos diarios, no tenía ni idea de que compartir agujas me ponía en riesgo frente al VIH. Es probable que Dave, que enfermó de sida poco después, ya estuviera infectado. En aquella época, al menos la mitad de los neoyorquinos que consumían drogas por vía intravenosa ya cargaban en silencio con aquel virus mortal: tus probabilidades de exposición eran del 50 %, más aún si compartías agujas en determinados barrios. Por suerte, su novia se apresuró a enseñarme cómo protegerme, cosa que hice a partir de aquel día. «No compartas aguja», me aconsejó. «Pero si no tienes alternativa, enjuaga la jeringuilla con lejía al menos dos veces y después aclárala con agua al menos otras dos veces».

En aquel momento yo no lo sabía, pero la novia de Dave practicaba una filosofía que llegaría a conocerse como «reducción de daños». Por aquel entonces, todavía no se había convertido en un movimiento político, un movimiento que en la actualidad incluye a cientos de miles de defensores activos. Por entonces, no lo respaldaban cientos de estudios ni Gobiernos como un aspecto clave para abordar los problemas con las drogas, ni se impartía como un elemento de programas de salud pública y una carrera viable dentro de la medicina, la enfermería, la epidemiología, la psicología y el trabajo social. No era una expresión que se encontrara en los artículos de opinión ni en las noticias que pedían mejores medidas para combatir las pandemias. Y, desde luego, no era —como sí lo es hoy en día— la primera amenaza y alternativa real para la prohibición internacional de las drogas y para nuestro fallido sistema actual de tratamiento de las adicciones.

Hasta ahora, nunca se ha contado la historia de la reducción de daños, ni su potencial para aliviar la crisis de opioides, mitigar futuros problemas de drogas y combatir otras pandemias. Esa es la misión de Deconstruir las drogas. Es la historia de un reducido grupo de personas comprometidas y capaces de cambiar el mundo, la historia del poder de una idea fabulosa. También es la historia de la profunda persistencia de ideas que son malas en esencia, y de lo difícil que resulta librarse de ellas cuando se han aceptado ampliamente. Trata de cómo cambian las mentes y de cómo el racismo puede arraigarse en un sistema legal hasta el punto de volverse casi invisible, incluso para aquellos que lo perpetúan. Trata de cómo las etiquetas que utilizamos para definir las sustancias moldean la identidad de las personas, y cómo eso puede deformar las leyes y las normativas, deshumanizando a las víctimas. También trata de cómo el contacto humano directo y personal, unido a una actitud amable, puede inspirar una transformación profunda.

Cuando empecé a escribir este libro, no sabía quién era la «novia de Dave». De hecho, ni siquiera sabía que era su novia, pues pensaba que no eran más que amigos. La había visto una sola vez, en 1986, y ya no recordaba su nombre de pila. De hecho, ni siquiera recordaba si había llegado a saber su apellido. Deseaba volver a verla para agradecerle que me hubiera salvado la vida, pero no sabía prácticamente nada de ella.

Sin embargo, cuando decidí que iba a intentar contar la historia de la reducción de daños, me di cuenta de que debía hacerlo. Para empezar, el hecho de carecer de información básica sobre aquella chica hacía que me resultase extraño escribir sobre mis propios orígenes dentro de la reducción de daños. Pero, además, deseaba que supiera lo agradecida que estoy y descubrir más sobre la persona que había alterado de forma tan drástica el curso de mi vida. Deseaba conocer el modo en que ella había llegado a practicar la reducción de daños desde tan temprano.

Por desgracia, apenas tenía datos con los que empezar. No recordaba su aspecto. Recordaba vagamente que era un poco mayor que yo y, si la memoria no me fallaba, que era blanca y que tal vez tenía apellido irlandés. Pero eso era todo. Cuando la conocí, no podía imaginarme que aquella conversación sería una de las más importantes de toda mi vida.

Antes de que se cruzaran nuestros caminos, yo iba bastante directa hacia la infección, pues me inyectaba drogas cada vez con más frecuencia. Ni siquiera sabía que compartir agujas me ponía en riesgo y, además, vivía en una ciudad donde existían muchas probabilidades de compartir con alguien que ya fuese VIH positivo. Pasé otros dos años inyectándome a diario antes de entender que necesitaba ayuda, buscar tratamiento y empezar mi recuperación.

Por suerte, conforme indagaba en la historia de la reducción de daños y en sus orígenes en la prevención del sida, deduje que aquella mujer debía de haber estado afiliada en cierto modo a los programas bleach and teach —«lejía y enseñanza»— de San Francisco, que en Estados Unidos supusieron las primeras iniciativas importantes para intentar frenar la expansión del VIH entre los consumidores de drogas, promoviendo el uso de lejía para limpiar las agujas. Aquello me brindó un punto de partida. Aun con lo breve que había sido nuestra conversación, me había quedado claro que ella sabía más que la mayoría sobre sida y drogas. Supuse que trabajaba en una de aquellas organizaciones —o, al menos, que conocía a alguien que trabajaba en una de ellas—, pues era la única forma de que tuviera la información específica que compartió conmigo sobre cómo protegerme.

Casi con total seguridad, era la única forma de que a alguien que estaba de visita en Nueva York para meter a otra persona en tratamiento se le ocurriera ofrecer información sobre prácticas más seguras de inyección de un modo pragmático y nada crítico. En aquella época, casi todos los consejos sobre adicción se limitaban a sermonear sobre por qué debería entrar en rehabilitación, en vez de ofrecer información práctica sobre cómo mantenerme con vida. El enfoque empático de aquella mujer marcó la diferencia. En cuanto descubrí lo de limpiar mis agujas con lejía, adopté esa práctica con la misma compulsión con la que me colocaba, lo cual era bastante para una persona que, de por sí, ya era compulsiva. Y, una vez que estuve en posesión de aquella información vital, empecé a compartirla compulsivamente con los demás. Dado que me había criado con los privilegios de la clase media blanca, me sorprendía que mi país pudiera ser tan cruel como para que, solo por intentar «enviar un mensaje» a los niños e impedir que siguieran nuestro ejemplo, permitiera que quienes consumían drogas murieran por ignorancia. Es posible que en aquella época no se me diese especialmente bien cuidar de mí misma, pero desde luego me preocupaba por mis amigos. Y no me parecía bien dejar que alguien muriera cuando aquello podía evitarse.

Sin embargo, por el mero hecho de convertirme en adicta, aparentemente me había convertido en una persona descartable. La brutalidad de aquella realidad me dejó de piedra; me enfurecía de un modo tan profundo que ni la adicción ni la depresión podían borrarlo. Aunque todavía arrastraba el autodesprecio inicial que me había vuelto susceptible a la adicción, también conservaba cierto sentido de justicia; si no por mí, al menos por que nadie se merecía estar por debajo de una consideración básica. El simple hecho de consumir drogas que la sociedad había considerado ilegales parecía convertir a mis amigos y a otros como nosotros en, como hubieran dicho los nazis, «seres vivos que no merecen vivir». Como hija de un superviviente del holocausto, sabía hacia dónde desembocaban aquellas ideas.

Por fin conseguí localizar a Maureen Gammon en 2020; tuve que realizar en torno a una docena de entrevistas a personas que trabajaban en prevención del VIH en San Francisco hasta dar con ella. Hablé con una socióloga, cuyas entrevistas de investigación de los años ochenta la llevaron a insistir para que sus jefes actuaran contra el sida en vez de limitarse a estudiar cómo se expandía. Aquel trabajo había supuesto el desarrollo del programa de la lejía, que Gammon había ayudado a crear. Hablé con una de las autoproclamadas «brujas» que habían extendido el uso de la lejía y que después habían ayudado a fundar el primer recambio de agujas de San Francisco. Me entrevisté con un epidemiólogo —en la actualidad, un pequeño viticultor— que escribió algunos de los primeros estudios sobre la lejía.

Por último, hablé con Jennifer Lorvick; en la actualidad es socióloga, pero por aquel entonces era la administradora de la cooperativa que creó bleach and teach. Otros habían sugerido que mi enigmática mujer podría haber sido la propia Lorvick o Moher Downing, otra de las primeras activistas del recambio de agujas en San Francisco. Sin embargo, Lorvick no había visitado Nueva York en la época indicada. Y Downing tenía el pelo morado, algo que difícilmente me habría pasado por alto, incluso en el estado en el que me encontraba cuando mantuve aquella conversación.

—¿Así que era una mujer y corría el año 1986? —me preguntó Lorvick en relación con la mujer a la que buscaba.

—Sí, y era blanca. Básicamente, es lo único que recuerdo —respondí.

—¿Puede que el nombre fuera Maureen? ¿Era británica? Desde luego, aquel era un nombre irlandés. Le dije que sí, que tal vez. De modo que Lorvick me ayudó a ponerme en contacto con ella. Pero, curiosamente, cuando al fin logré hablar con Gammon por teléfono, al principio no se dio cuenta de que era la persona a la que estaba tratando de encontrar.

Le conté la historia. Le hablé de la mujer a la que buscaba, cuyo amigo de Nueva York necesitaba tratamiento en 1986. Al principio, ella no recordaba tal incidente. Pero seguí con la entrevista, confiando en obtener algunas anécdotas más sobre la primera época de las iniciativas de lucha contra el sida en la costa oeste.

Sin embargo, cuando ya llevábamos un rato conversando, mencionó de pasada que había visitado Nueva York para ir a ver a un novio que tenía, y por tanto a ayudarlo a ingresar en rehabilitación. La había despistado el hecho de que yo hubiese dicho «amigo» en vez de «novio». Por entonces, ya habíamos establecido que la cronología encajaba, así que me di cuenta de inmediato. Rompí a llorar y enseguida ella también, conforme íbamos dando sentido a nuestros recuerdos. Nos sentíamos tan abrumadas que decidimos continuar con la conversación después de haber tenido tiempo para recomponernos.

Pero, de inmediato, se dio cuenta de que la nuestra era una historia de cómo se produce el cambio y de cómo, a veces, incluso las cosas más pequeñas que hacemos pueden marcar una gran diferencia. Cuando volvimos a hablar, me acordé de un cuento sobre una niña que se encuentra con miles de estrellas de mar varadas en una playa. Vuelve a lanzarlas al mar, una por una, y entonces llega otra persona que le pregunta por qué se toma la molestia de hacerlo y si de verdad cree que puede marcar alguna diferencia, cuando hay demasiadas a las que salvar. «A esta sí le importa», responde la niña mientras lanza otra de regreso a su hogar.

Aquello también me hizo recordar las enseñanzas del Talmud, que dice que salvar una vida equivale a salvar al mundo entero. Esas ideas conforman la base de la reducción de daños, que adopta la perspectiva de que cualquier vida merece salvación. El gesto sencillo y desinteresado de Maureen al enseñarme a protegerme a mí misma me permitió sobrevivir hasta ser capaz de recuperarme de la adicción; y, probablemente, me ha permitido llevar a cabo gran parte del trabajo que he hecho desde entonces. Sus acciones también me permitieron estar presente para cubrir la reducción de daños en Estados Unidos, desde sus inicios hasta ahora.

Como sucedió en los inicios del VIH, los estragos cada vez mayores de nuestra actual epidemia de sobredosis parecen inexorables. Casi un millón de personas —madres, padres, amigos, hermanos, hijos— ha muerto de sobredosis desde 1999, y varios millones más siguen corriendo el riesgo a diario. Antes de la pandemia de la COVID-19, muchos pensaban que tal vez nos encontrásemos en un punto de inflexión, pero ahora está claro que no era más que la meseta antes de otro incremento. Entre junio de 2019 y junio de 2020, las estadísticas provisionales mostraron un incremento de la mortalidad del 21 %, lo que supone un total de 81 000 fallecidos. Se trata del mayor índice de muertes por sobredosis, y los epidemiólogos sospechan que los datos del resto de 2020 son aún peores.

En la actualidad, el número de muertes anuales por sobredosis en Estados Unidos supera a las que provocan las armas, los accidentes de carretera o el cáncer de mama. Casi todas esas muertes implican mezclar drogas, que generalmente incluyen un opioide ilegal como la heroína o el fentanilo fabricado ilegalmente, aunque también se ha producido un aumento de las muertes por sobredosis de cocaína o de metanfetamina. Mientras tanto, los periodistas y los políticos se dedican a demonizar una droga tras otra, y solo ahora empieza a reconocerse la desesperación silenciosa que impulsa ese deseo de escapar de la realidad. A medida que la pandemia ha ido aumentando más aún el riesgo de adicción y de sobredosis, personas como yo, que tenemos conocimiento sobre la adicción, oímos a menudo las súplicas desesperadas de familiares y amigos. Con frecuencia, tenemos poco que ofrecerles para guiarlos. En la práctica, nuestro sistema sanitario y nuestra política judicial criminal rechazan, o al menos restringen de forma inapropiada, enfoques que está demostrado que funcionan. Gran parte de lo que hacemos no solo es ineficaz, sino además perjudicial. Por ejemplo, al reducir de manera drástica la prescripción de opioides a comienzos del siglo XXI sin ofrecer terapias alternativas, hemos aumentado la discapacidad en muchos pacientes con dolor —algunos de los cuales han acabado suicidándose— al tiempo que hemos provocado un incremento de las muertes por sobredosis al empujar a las personas adictas a probar drogas ilegales más peligrosas. A menudo, nuestras políticas empeoran las cosas.

Por suerte, la reducción de daños nos proporciona un motivo para albergar esperanza. Desarrollada y defendida por un grupo de personas marginadas que consumen drogas, así como por exconsumidores y defensores de la sanidad pública, ofrece orientación para salvar vidas. También proporciona una manera de entender la conducta y la cultura, con una relevancia que trasciende el ámbito de las drogas. La reducción de daños supone una guía importante para todo tipo de políticas. En realidad, es una filosofía para la vida.

La revolución de la reducción de daños se ha mantenido oculta a plena vista. Como los Beatles, nació en la ciudad portuaria británica de Liverpool y, con el tiempo, se hizo global. Pese a su relativa ausencia en los medios de comunicación estadounidenses, este nuevo paradigma ha empezado a abrirse camino ante el punto muerto en el que se halla la guerra antidroga.

Y, a medida que se extiende el consumo del fentanilo y de otros opioides sintéticos similares y baratos —muchos de los cuales son cientos o incluso miles de veces más potentes que la heroína—, se altera de forma irrevocable el mercado global de la droga. La reducción de daños ofrece la única guía clara para gestionar el inevitable y quizá aterrador futuro de las drogas.

El concepto resulta, en sí mismo, sorprendentemente sencillo. La reducción de daños aplica la esencia del juramento hipocrático —ante todo, no hacer daño— al tratamiento de las adicciones y a las políticas de drogas. Esto aparta el foco del consumo de drogas psicoactivas como tal, que es algo universal para la humanidad y se encuentra en diversas culturas, a lo largo de la historia e incluso en diferentes especies —la hierba gatera, por ejemplo—. En su lugar, esta estrategia se esfuerza por minimizar el daño que puede asociarse al consumo de sustancias. Al redefinir la política de drogas para centrarse en el daño, y no tanto en los colocones, los reductores del daño han popularizado ideas que antes se consideraban radicales y que han modificado para siempre el debate.

Esto se debe fundamentalmente a que, cuando el éxito se mide mediante la protección de la vida y de la salud, se hace difícil ignorar el intenso daño que la propia política de drogas provoca. Cuando las consecuencias negativas de las normativas se tienen en cuenta a la hora de evaluar su utilidad —y el éxito no solo se mide en la cantidad de drogas incautadas o en el número de personas detenidas—, es bastante difícil no llegar a la conclusión de que el daño causado por la prohibición supera con creces los beneficios que podría tener la guerra antidrogas —o la guerra contra algunas de ellas—. Y la filosofía de la reducción de daños puede utilizarse para sopesar los riesgos en otras áreas de la legislación donde la conducta humana también conforma un factor importante.

En esencia, la reducción de daños es la empatía radical. La idea básica es que, con independencia de que la gente siga consumiendo drogas ilegales o adopte otro tipo de conductas problemáticas, su vida tiene un valor. Aunque eso podría parecer evidente e incluso banal, la realidad de nuestras leyes antidrogas es que la cruzada moral contra esas sustancias ha sido siempre mucho más prioritaria que el hecho de proteger la vida y la salud. Debemos cambiar, deconstruir nuestro concepto sobre las drogas, si deseamos seguir avanzando.

En pos de «enviar el mensaje correcto» sobre determinadas drogas, durante décadas hemos encarcelado a algunas personas, las hemos separado de sus hijos, les hemos arrebatado sus propiedades y les hemos negado estudios, asistencia médica, vivienda y otros beneficios, incluida comida. Al negar el acceso a agujas limpias e incluso a información sobre cómo reducir los riesgos, hemos permitido de forma deliberada la expansión de enfermedades letales como el VIH.

Durante la ley seca, el Gobierno federal obligaba a los fabricantes a envenenar el alcohol industrial —pese a saber que estaba destinándose al consumo humano—, lo que provocó que murieran miles de personas. Las muertes eran el objetivo, pues así pretendían disuadir a los demás. Evitar que una droga maligna pudiera, en teoría, corromper a los niños era más importante que las vidas de aquellos que ya la consumían. Y en la actualidad estamos permitiendo que mueran muchas más personas a causa del fentanilo o análogos similares que se fabrican de forma ilícita, en vez de tomar medidas prácticas e inmediatas capaces de preservar la vida.

Más allá del ámbito de la droga, por supuesto, la reducción de daños tiene una historia como mínimo tan antigua como la medicina: el juramento hipocrático, cuya primera referencia se remonta al siglo V antes de Cristo, y que recalca que el objetivo principal de un médico no es curar la enfermedad. Más allá de eso, la principal tarea de un doctor es evitar que el paciente empeore. Por lo visto, desde que los primeros humanos intentaron curar la enfermedad y las lesiones, ya existían drogas, terapias y operaciones que eran peores que las dolencias que pretendían tratar, lo cual exacerbaba el problema y a veces incluso mataba al paciente.

En otros ámbitos, muchas otras estrategias pueden interpretarse en retrospectiva como reducción de daños. Utilizar escudos, armaduras y otro tipo de barreras para proteger a los soldados en la batalla es otra forma evidente de, al menos, intentar conseguir que una actividad altamente peligrosa sea menos mortal. Los cinturones de seguridad y una amplia variedad de dispositivos de seguridad automovilística son otros ejemplos muy visibles. Los médicos llevan mascarillas y demás indumentaria protectora en el quirófano; y, durante la mortífera gripe de 1918, y de nuevo en la actualidad, las llevamos para reducir el riesgo de virus respiratorios.

Las personas que participan en todo tipo de actividades o industrias arriesgadas tienen herramientas y prácticas que se emplean para moderar el riesgo; ya sean viajes espaciales, investigación química de explosivos o sustancias cáusticas, el estudio de agentes infecciosos letales o deportes arriesgados como el montañismo, el paracaidismo y el submarinismo e incluso deportes populares como el fútbol o el béisbol. En lo relativo al consumo de sustancias, campañas como la de designar a un «conductor sobrio» para evitar la conducción bajo los efectos del alcohol y emplear un «guía» experimentado para acompañar a quienes se pegaban un viaje con drogas psicodélicas fueron ideas que se desarrollaron décadas antes de que comenzara el movimiento de la reducción de daños que acabaría por apropiarse de ellas.

El concepto moderno de reducción de daños surgió en respuesta a la pandemia del sida. Fue impulsado y creado por personas que consumen drogas y por otros activistas, trabajadores de la sanidad pública y médicos que vieron el desastre que podía causar la expansión del VIH a través del uso de jeringuillas sin esterilizar. En este libro, conoceremos a activistas y grupos de todo tipo, personas que dieron forma a la reducción de daños y ayudaron a que se convirtiera en un movimiento global. Si bien existen muchos científicos y demás profesionales cuyas historias también deberían contarse, me he centrado aquí en los activistas que no solo ayudaron a crear y a desarrollar la idea de la reducción de daños, sino que además la convirtieron en una fuerza social y política. A través de sus historias, veremos qué es la reducción de daños, cómo funciona y cómo dejó atrás la marginalidad para popularizarse.

Entre ellos, tenemos a:

•Una comprometida activista puertorriqueña que promovió huelgas de hambre en el pabellón de la cárcel de Rikers Island destinado a enfermos de sida e incitó a ACT UP a participar en el recambio de agujas.

•Un consorcio de San Francisco compuesto por rebeldes, investigadores y un guerrero enmascarado, que extendieron la idea de limpiar las agujas con lejía y salvaron miles de vidas.

•Un grupo de consumidores de drogas de clase obrera de la localidad inglesa de Liverpool, quienes, ayudados por médicos y trabajadores de la sanidad pública, diseñaron y publicitaron los principios fundamentales de la reducción de daños.

•Una trabajadora social que llegó a ser conocida como «la diosa de la reducción de daños».

•Los «Needle Eight» (los «Ocho de las agujas»), cuya detención y posterior juicio en el epicentro de la epidemia del sida ayudó a cambiar la ley para los consumidores de drogas.

•Los activistas negros de la reducción de daños, que se alzaron frente a su propio sistema político.

•Un hombre de Chicago que ayudó a sacar de los hospitales el antídoto para las sobredosis por opioides y a popularizarlo en la calle; y una heredera de Land’s End y un motero de Seattle que lo ayudaron a fundar la primera organización nacional importante de reducción de daños.

•La abogada negra cuyo potentísimo libro creó nuevas e importantes coaliciones entre los movimientos de la reducción de daños, de los derechos civiles y de la reforma de la criminalística.

•Un grupo de madres que se enfrenta a la actual crisis de sobredosis, una madre que luchó por los derechos de los pacientes con dolor, los canadienses que fundaron el grupo de activistas de consumidores de drogas más exitoso del mundo y, además, los activistas estadounidenses que siguen luchando junto con ellos.

Casi todas esas personas interactuaron entre ellas repetidas veces, pese a estar desperdigadas en dos continentes, lo que hace que la historia del movimiento no sea lineal y resulte bastante difícil de diseccionar. Por desgracia, algunos de esos líderes fundamentales han fallecido, lo que hace que sea todo un desafío representar sus personalidades y sus opiniones específicas. El quid de la cuestión es que la reducción de daños es una idea colectiva y muchas personas han contribuido a dar forma a las innovaciones que plantea el movimiento. Debido a la criminalización del consumo de drogas, la historia ha borrado a algunas de estas personas porque se creía que debería protegerse su anonimato.

Confío en poder transmitir aquí los principios y los temas más esenciales de la reducción de daños y explorar la vida de tan solo algunas personas que las desarrollaron y promovieron en Norteamérica y en Europa. Cabe destacar, no obstante, que hay muchos otros en todo el mundo que resultan igualmente importantes y a quienes no he podido incluir por razones de tiempo, espacio, presupuesto o, simplemente, para evitar que el texto quede demasiado recargado.

La crisis a la que se enfrentaron estos activistas fue muy grave; y su misión, abrumadora. El mero hecho de utilizar las herramientas necesarias para prevenir la expansión del VIH entre los consumidores de drogas intravenosas supuso desafiar políticas públicas muy populares, que contaban con el apoyo incondicional no solo de ambos partidos políticos estadounidenses, sino también de los medios de comunicación y de una gran mayoría de los ciudadanos.

Ahora reconocemos el completo fracaso de la guerra antidroga, en parte debido al aumento de la reducción de daños. Pero, para entender los orígenes del movimiento, debemos recordar la popularidad de la que gozaban en la época del sida las medidas estrictas y severas contra las drogas, los traficantes y los consumidores. Cuando nació la reducción de daños, incluso la idea de legalizar el cannabis se consideraba una medida extrema y radical. En la década de los años ochenta y principios de los noventa, más de tres cuartas partes de la población se oponían a la hierba legalizada. La guerra antidroga era algo tan incontestable que periódicos como The New York Times y las principales cadenas de televisión no consideraban que aceptar fondos públicos para promover la multimillonaria «campaña mediática antidrogas» del presidente Clinton e insertar sus mensajes en las noticias y programas pudiese suponer un sesgo o utilizarse para impulsar la propaganda. Se limitaron a sumarse desde el principio (1). De forma casi unilateral, se había llegado a la conclusión —incluso entre la mayoría de la población que alguna vez había fumado hierba sin, aparentemente, haber sufrido desastrosas consecuencias— de que las drogas ilegales suponían un peligro ético y letal. Esto casi imposibilitaba que la opinión pública se mostrase favorable a aquellas personas respecto a las que preveníamos a nuestros propios hijos. Según las autoridades, la marihuana abriría la puerta a las «drogas duras». Así pues, quienes habían cruzado ese «umbral» eran seres que merecían nuestro desprecio.

Lo habitual era pensar que las personas que consumían drogas eran despreciables, desechables y merecedores de todo tipo de horrores, incluido el sida. Si bien los genocidios basados en la raza, en la etnia o en la orientación sexual se consideraban algo monstruoso, defender la eliminación de los consumidores de drogas no se veía del mismo modo. De hecho, incluso en la actualidad, una campaña para asesinar a personas sospechosas de consumir o vender drogas en Filipinas se disfraza bajo el eufemismo de una «guerra contra la droga», en vez de considerarse un crimen contra la humanidad.

Asimismo, una de las cosas que más me enfurecían antes de hacerme la primera prueba del VIH era la idea de que lo que acabaría matándome fuese mi ignorancia respecto a cómo protegerme, no solo el virus en sí. Aquello me resultaba especialmente ofensivo en tanto que se trataba de algo deliberado. No era que a las personas como yo se nos ocultara cómo protegernos por una cuestión de indiferencia o porque hubiese otros gastos más prioritarios. Se trataba de algo peor que eso: nos ocultaban la información a propósito por miedo a que, si nos permitían evitar el sida, eso pudiera alentar a algunos niños a probar las drogas. Nuestra utilidad se limitaba a que sufriésemos y muriésemos como malos ejemplos.

En 1983, el CDC (Centro de Control y Prevención de Enfermedades de Estados Unidos) ya sabía que las personas que se inyectaban drogas corrían un grave riesgo; en una época en la que yo ni siquiera había terminado el instituto y mucho menos había empezado a chutarme. Hasta que conocí a Maureen, desconocía que el VIH se expandía a gran velocidad entre quienes se inyectaban, por no mencionar que tampoco sabía cómo evitar contraerlo. Me enfureció que a casi nadie parecía importarle que estuviéramos al corriente o no de aquella enfermedad mortal que nos amenazaba. A nadie le parecía injusto o retorcido considerar a otros como seres despreciables. Como resultado, uno de los objetivos principales de la reducción de daños es intentar que el público se dé cuenta de que la vida de las personas que consumen drogas sí que tiene valor. No hay necesidad de demonizar a esas personas para proteger a los niños; ni de declarar la «guerra» a objetos inanimados.

La historia de la reducción de daños nos demuestra que se puede actuar mejor; y depende de que deconstruyamos y desmontemos todos nuestros conceptos erróneos sobre la naturaleza de las drogas y de las personas que las consumen. Todo comenzó cuando el mundo se enfrentaba a una epidemia sin precedentes.

1Enfrentarse al sida

Cuesta describir en el presente lo terrorífico que era el sida a finales de los ochenta y principios de los noventa, antes de que existieran tratamientos eficaces. Todos sabíamos que la enfermedad era mortal casi al 100 %, incluso aunque intentáramos negarlo con la esperanza de ahorrarles sufrimiento a nuestros seres queridos. También sabíamos —aunque intentábamos negarlo con la misma vehemencia— que, mientras el virus arrastraba a nuestros amigos hacia una muerte inexorable, la enfermedad en sí misma era a menudo tremendamente cruel.

El VIH sin tratar desencadena un inmenso catálogo de sufrimiento, con agonías innumerables, variadas, constantes, crueles y, a menudo, deformantes. A veces te deja ciego; a veces te mata de hambre; a veces provoca cáncer, con lesiones, grandes y pequeñas, por todas partes. Casi siempre es doloroso. El sida puede dar lugar a los peores síntomas de cualquier enfermedad vírica, bacteriana o fúngica —además de algunos cánceres—, puesto que el sistema inmunitario dañado ya no puede combatir a los «oportunistas» invasores ni a los tumores malignos que surgen. Es brutal.

Enfrentada a aquello, cuando empecé a oír hablar de la reducción de daños, me aterrorizaba hacerme la prueba. No porque me preocupara mi conducta de riesgo en los últimos tiempos. Tras conocer a Maureen, siempre lavaba con lejía mi instrumental, a conciencia y sin excepción. Sin embargo, me preocupaban mucho los riesgos que había corrido durante los pocos meses en los que me había inyectado antes de conocer a Maureen en 1985 o 1986.

Para cuando supe lo de la lejía, llevaba poco tiempo inyectándome a diario, y desde luego no me chutaba docenas de veces al día, como había hecho hasta el 4 de agosto de 1988, cuando por fin lo dejé. Pero, durante mi etapa de adicción activa, había compartido agujas al menos con una persona que después supe que había dado positivo. Se trataba del hombre que me había iniciado en la práctica de las inyecciones, utilizando su aguja —probablemente, a finales de 1985—. Poco después de aquello, contraje hepatitis, de modo que no cabía duda de que había compartido instrumental no esterilizado al menos en una ocasión. Y el amigo que me había inyectado la primera vez se había suicidado poco después de recibir los resultados de su prueba del VIH. Mi ansiedad no era solo producto de mi neurosis: tenía verdaderos motivos para estar asustada.

Así pues, me resistía a hacerme la prueba hasta saber que tenía al menos alguna probabilidad de seguir en recuperación si el resultado era positivo. Si daba positivo, sabía que habría un antes y un después, y deseaba que el antes se prolongase lo máximo posible.

Más adelante, cuando llevaba unos dos años en recuperación y tras haber hecho muchísimas propuestas a muchísimos sitios, me encargaron escribir mi primer artículo para The Village Voice. Por fin tendría la oportunidad de defender en una publicación importante el suministro de agujas limpias, desde la perspectiva de alguien que se había inyectado drogas. Por fin sería capaz de explicar por qué todos los argumentos en contra del recambio de jeringuillas eran erróneos. Al fin podría demostrar por qué las personas que consumen drogas tienen derecho a vivir, tanto como cualquier otra persona. Y quizá lo más importante: podría dar voz al menos a una de las personas que se veían más afectadas y a quienes apenas se oía en los debates televisivos centrados en la «controversia» que generaba salvarnos la vida.

Como me habían ordenado en rehabilitación, asistía diariamente a reuniones de los Doce Pasos. También acudía a reuniones semanales de ACT UP1, acrónimo de AIDS Coalition to Unleash Power («Coalición del sida para desencadenar el poder»). Aquel grupo estaba convirtiéndose con rapidez en una fuerza poderosa gracias a su estrategia de activismo radicalmente creativa. Yo quería hacer todo lo que estuviera en mi mano para combatir el sida y la adicción. Irónicamente, es probable que también me sintiera preparada para afrontar el hecho de hacerme la prueba, dado que sentía que por fin empezaba a contribuir en algo, y que tal vez eso significara que merecía vivir.

Era consciente de la paradoja que implicaba creer que todos los demás merecían la oportunidad de evitar el sida y al mismo tiempo sentir que, en mi caso, tenía que ganarme esa oportunidad. Entendía que aquello formaba parte de lo que los psicólogos denominan la «hipótesis del mundo justo», es decir, la profunda necesidad humana de ver el mundo, más allá de todas las desigualdades, como un lugar justo. Pero yo seguía bajo la influencia de aquella hipótesis. Pensaba que, como por arte de magia, quizá no diese positivo si lograba demostrar que merecía vivir. Tendría que sumergirme de lleno en el movimiento de la reducción de daños para entender lo insidiosa que puede llegar a ser la idea de que solo unos pocos son «merecedores».

Concerté una cita en una ruinosa clínica del Departamento de Sanidad de la ciudad de Nueva York que estaba ubicada en Chelsea, en la Novena Avenida con la calle veintiocho. La fecha que me dieron para extraerme sangre fue el 16 de enero de 1990. La noche anterior, había tenido una pesadilla al respecto, tras la que me desperté gritando —al menos en mi cabeza—: «No quiero morir, no quiero morir, no quiero morir». Me obligué a montarme en el metro y a presentarme a la cita. Pronto me encontré en una sala de espera empapelada con carteles sobre el embarazo y toda clase de enfermedades de transmisión sexual. Aunque saltaba a la vista que la clínica había vivido épocas mejores, el cariño del personal y la limpieza del lugar me sorprendieron favorablemente. Le advertí a la persona que me sacó sangre de que era de alto riesgo, ya que había sido consumidora de drogas intravenosas, así que le sugerí que me sacara la muestra del brazo derecho, que tenía menos venas dañadas. Un consejero me explicó los aspectos básicos sobre el VIH y me dio cita para casi dos semanas más tarde, en que me entregaría los resultados. Por aquel entonces, a los médicos les preocupaba demasiado la reacción de la gente a las malas noticias como para dar los resultados de los análisis por vía telefónica. El día después de hacerme la prueba, escribí lo siguiente en mi diario:

Faltan trece días para no tener que volver a preocuparme por esto o para estar siempre viviendo con la cercanía de la muerte y experimentar un declive lento y progresivo en la calidad de vida. Tengo miedo. Tengo miedo… La preocupación me produce náuseas. Tengo miedo. No quiero morir.

Viéndolo con perspectiva, sigo sin entender cómo logré pasar aquellos días sin sufrir una recaída.

Pero por aquel entonces —y sin importar el resultado de mi prueba—, sabía que tenía que intentar asegurarme de que otras personas que se inyectaban drogas supieran al menos cómo protegerse. Para hacerlo, debía encontrar la mejor forma de promover la seguridad y poner de manifiesto, en todos los artículos que lograra publicar, el activismo y las prácticas que ya estaban llevándose a cabo para ayudar. Tenía que descubrir de dónde venía la idea de la reducción de daños y por qué a tantos otros les resultaba amenazante.

No tenemos muchos datos sobre el primer estadounidense que se infectó de VIH por compartir agujas. Probablemente, el virus comenzó a colonizar las jeringuillas de Nueva York en 1975 o 1976, cuando Jimmy Carter se presentaba a la presidencia y «Bohemian Rhapsody», de Queen, dominaba las listas de éxitos musicales. Pero hasta ahí llega nuestra información. Dado que los hombres tienen más probabilidades de inyectarse drogas que las mujeres, es posible que los primeros en enfermar fueran varones; sin embargo, ni siquiera eso está claro. Desconocemos la edad de aquellas personas, a quiénes amaban, qué les gustaba o cómo vivían.

No sabemos si fue su primera inyección o la número quinientos, si utilizaban una jeringuilla de plástico, una de cristal o un cuentagotas improvisado; tampoco sabemos cómo descubrieron que estaban enfermos ni cómo murieron. Los investigadores sospechan que el virus se transmitió por vía sexual primero entre hombres gais o bisexuales y después pasó a otras personas que se inyectaban drogas, pero los datos ni siquiera lo confirman.

Lo único que sabemos con certeza es que, en la ciudad de Nueva York, el VIH se había extendido lo suficiente de aguja en aguja como para llegar a infectar también a tres bebés nacidos en 1977 —o bien antes de que nacieran, o bien durante el parto—. Todos esos bebés tenían madres que se inyectaban drogas (1). Sus casos solo se diagnosticaron en retrospectiva, décadas más tarde, a través de búsquedas de muestras médicas; y sus historias y las de sus padres se pierden en el tiempo.

El primer adulto conocido que podría haberse infectado a través de una jeringuilla sin esterilizar fue un hombre gay que se inyectaba drogas. Este caso también se descubrió a través de una búsqueda histórica de datos hospitalarios anónimos. Se cree que su infección tuvo lugar en 1979, pero no se sabe nada más sobre el propio hombre.

Si bien los primeros casos de sida declarados en aquella misma época en hombres gais anunciaban el inicio de lo que pronto se convertiría en una pandemia global, la expansión de la enfermedad entre las personas que se inyectaban drogas fue insidiosa. Desde el principio, se nos ignoró, se nos desacreditó, se nos minimizó y se nos descuidó. Reporteros e historiadores localizaron a algunos de los hombres gais cuya enfermedad se dio a conocer inicialmente con el lenguaje disociado de los diarios médicos. Los activistas se aseguraron desde el primer día de que las voces gais se hicieran oír. Miembros de la comunidad LGBTIQ+ contaban sus historias con todo detalle, impregnándoles un significado. Sin embargo, las personas con adicción cuya enfermedad ayudó a los médicos a definir ese nuevo trastorno permanecen en el anonimato. A menudo, incluso su activismo pasó desapercibido. Ningún actor, diseñador de moda o incluso estrella del rock amante de las drogas celebraba nunca galas benéficas de etiqueta para salvar del sida a las personas que se inyectaban drogas.

De hecho, si al principio el VIH hubiera infectado tan solo a personas que se inyectaban drogas, tal vez se hubiera expandido mucho más al resto de la población antes de que nadie se diera cuenta de que existía una nueva enfermedad infecciosa y letal. Al principio, se despreció una y otra vez a los médicos que quisieron advertir a la población de que estaban naciendo bebés infectados. En 1981, cuando un pediatra del Bronx intentó publicar informes de casos que sugerían un nuevo trastorno inmunitario en bebés cuyas madres se habían inyectado drogas, sus documentos fueron rechazados (2). De hecho, si los investigadores hubieran prestado más atención a la salud de las personas que se inyectaban drogas, quizá el virus se habría descubierto años antes. Pero, como describió un escritor en Newsday en 1988: «La compasión media estadounidense hacia la dependencia de la heroína podría caber en la punta de una aguja hipodérmica y, aun así, quedaría espacio suficiente para, digamos, un pequeño aeropuerto» (3).

Esta desidia impregnaba tanto la bibliografía científica como los medios de comunicación. De hecho, entre 1981 y 1986, se publicaron 10 veces más investigaciones sobre el sida entre hombres gais que sobre el sida entre personas con adicción. A partir de 1982, The New York Times dedicó al menos parte de su cobertura a la epidemia entre personas a las que insistía en llamar «homosexuales» (ellos preferían «hombres gais»). Sin embargo, la primera mención del sida en personas heterosexuales consumidoras de drogas intravenosas no apareció en el periódico hasta 1985 (4).

Más adelante, los datos de las muestras de sangre almacenadas de personas en tratamiento por adicción a la heroína demostraron que, entre 1978 y 1981, el virus se había expandido sin problemas, inadvertido y de forma viral, entre los consumidores de drogas intravenosas de Nueva York: alrededor de un cuarto de millón de habitantes. En tan solo 3 años, la proporción de consumidores de drogas por vía intravenosa infectados pasó de menos del 20 % a más del 50 % (5). Este ritmo puede replicarse con facilidad en cualquier lugar donde escaseen las jeringuillas limpias, dado que compartir agujas es una manera muy eficaz de transmitir enfermedades que se contagian por la sangre, con una letalidad por exposición que se encuentra tan solo por detrás de las transfusiones de sangre. En Nueva York, eso significaba que había miles de personas en riesgo elevado.

Pero a casi nadie parecía importarle. ¿Unos cuantos «yonquis» muertos más? ¿Y qué? Los políticos obsesionados con la guerra antidroga insistían en que las personas adictas elegían su «estilo de vida», junto con su elevado riesgo de mortalidad. Su cruzada exigía un elevado número de muertos por consumo de drogas para justificar las sentencias de prisión severas, la restricción de las libertades civiles, los registros invasivos, la encarcelación masiva y otras penas impuestas. Incluso grupos de recuperación como Narcóticos Anónimos se mostraban nihilistas. Un eslogan que se escuchaba a menudo era: «Unos deben morir para que otros puedan vivir».

Al mismo tiempo, quienes intentaban argumentar que la adicción es una enfermedad lo hacían en un contexto sociopolítico que aceptaba sin dudar su criminalización. Si bien los expertos solían asegurar que la adicción debía entenderse como un trastorno médico, de forma simultánea decían que convertía a las personas en mentirosas, ladronas, atracadoras y asesinas, y justificaban la amenaza de prisión como requisito para la eficacia del tratamiento. Los teóricos de la enfermedad también tuvieron que defender sus argumentos dentro de un sistema de tratamiento coactivo y altamente punitivo, que solía centrarse en conseguir que los pacientes hallaran un poder superior, hicieran inventario moral y se enfrentaran a sus «defectos de carácter» recorriendo los Doce Pasos —un enfoque clínico de lo más moralista—.

En esencia, el equivalente a una pena de muerte para personas que consumían drogas no autorizadas era algo aceptable y sin importancia antes y durante los primeros años del sida en Estados Unidos. En 1990, el jefe de Policía de Los Ángeles llegó a proponer al Senado que los consumidores de drogas «ocasionales» deberían ser «identificados y disparados» (6). A pocos les parecía extraño que otras sustancias igual de peligrosas o incluso más aún se anunciasen y se vendiesen legalmente con controles de calidad; sin embargo, era algo bueno, e incluso admirable, dejar que los consumidores de otras sustancias murieran, para así «enviar un mensaje». Desde luego, pedir que nos exterminaran de forma activa se consideraba un tanto extremo, pero no estaba tan alejado de las corrientes políticas de la época como sí lo estaría pedir el exterminio deliberado de cualquier otro grupo de personas.

Esta guerra contra determinadas drogas había comenzado en 1914, con la Ley Harrison de Impuestos sobre Narcóticos, que vetaba el consumo no medicinal de cocaína y morfina, y prohibía por completo el opio. La impulsó la administración Nixon a partir de 1971 y se extendió mucho más en los años ochenta con Ronald Reagan y George H. W. Bush. Llegada la década de los noventa, Bill Clinton la financió de forma excesiva. La guerra contra la droga solía considerarse algo totalmente justificado porque el alcohol, la cafeína y la nicotina no se percibían en absoluto como drogas. Y poner aquello en duda a finales de los ochenta y principios de los noventa era como atacar la maternidad mientras se critica la tarta de manzana. Cualquiera que lo hiciera se arriesgaba a que lo tacharan de traidor que quería que los niños estadounidenses se engancharan al veneno y destruir «el mejor país del mundo».

Los derechos de los homosexuales, que se habían convertido en movimiento y causa política mucho antes de la llegada del sida, florecieron tras los disturbios de Stonewall en junio de 1969. Sin embargo, tendría que llegar la pandemia del VIH para impulsar el activismo generalizado en favor de la humanidad intrínseca y el valor de la vida de las personas consumidoras de drogas. Ese es el mensaje clave de la reducción de daños; y los activistas que empezaron a transmitirlo lo hicieron en una época en la que los casos y las muertes por sida entre personas que consumían drogas empezaban a dispararse.

Yolanda Serrano sospechaba que la grave enfermedad que estaba viendo en sus pacientes era la misma plaga que había comenzado a devastar a los hombres gais. En 1981, trabajaba en el Hospital Universitario de Long Island (Brooklyn) (7) como consejera sobre adicción en el tratamiento con metadona. Al contrario que muchos consejeros de tratamiento con metadona, cuyos pacientes suelen acudir a las visitas a regañadientes porque están obligados a ir, Serrano gozaba de popularidad. En vez de acudir tan solo una vez al mes o a la semana, algunos de sus pacientes la veían con mucha mayor frecuencia. De hecho, las personas que tenían asignados otros consejeros a menudo solicitaban a Serrano en su lugar.

Serrano destacaba porque era evidente que se involucraba. No se limitaba a fichar en un empleo que, con frecuencia, se pagaba con poco más que el salario mínimo y estaba casi tan estigmatizado como sus pacientes. Era una consejera tan excepcional que acudía a los juzgados o a las citas de la prestación social para asesorar a la gente durante el proceso burocrático, casi siempre hostil. Se sabía los nombres de cada uno, conocía los gustos personales de estos y a los miembros de sus familias, no solo las dosis de metadona y los resultados de los análisis de orina.

Pero, más que nunca antes, las personas a las que trataba estaban enfermando y muriendo. No sufrían sobredosis ni fallecían debido a las típicas infecciones que pueden derivarse de una técnica de inyección no esterilizada. Se estaban marchitando, se debilitaban y contraían una enfermedad rara detrás de otra. A veces, apenas habían acabado de recuperarse cuando ya empezaban a recaer de nuevo. «Es difícil», le dijo a un periodista. «Ves a personas durante cinco, seis años… y empiezan a perder peso… Lo llamativo es su valentía. No he conocido a uno solo que no haya sido valiente» (8).

Serrano, que solía llevar gafas enormes y el pelo muy corto, nació en Puerto Rico pero se crio como «hija de militar», por lo que recorrió Estados Unidos entero. A los trece años, ya había vivido en Arizona, Alabama y Missouri, había tenido que acudir a beber a las fuentes para gente «de color» en el sur segregado. En 1961, su familia se instaló en Brooklyn. Sus padres eran personas muy activas: en una ocasión, su padre tuvo tres trabajos al mismo tiempo, y su madre trabajaba para la Junta de Educación de la ciudad de Nueva York mientras criaba a dos hijas (9).

Por desgracia, la propia Serrano se casó joven y tuvo un matrimonio desastroso. Cuando intentó dejar a su marido, que la maltrataba, este se coló en su apartamento e intentó asesinarla. Poco después, fue detenido, condenado y enviado a prisión. Para entonces, Serrano ya tenía dos hijas. «Fui la única de mi familia que acabó viviendo de la beneficencia», contó (10).

En cuanto pudo, empezó a trabajar mientras estudiaba en la universidad, se graduó en la de St. Francis de Brooklyn e hizo carrera en el ámbito de los servicios sociales. Antes de convertirse en consejera de tratamiento con metadona, había trabajado en la Oficina de Narcóticos del fiscal del distrito de Brooklyn y en la Agencia de Servicio a las Víctimas, con otros que, al igual que ella, habían sobrevivido a la violencia doméstica o a otros delitos (11).

Y entonces muchas personas a las que atendía comenzaron a morir en la flor de la vida. A finales de 1985, la invitaron a una serie de reuniones que se celebraron en la agencia estatal de Nueva York encargada de supervisar el tratamiento para la adicción. Bajo la dirección de un hombre latino que había superado su adicción a la heroína, esta agencia había contratado preferiblemente a muchos otros con alguna experiencia personal similar. Uno de aquellos empleados había expresado su preocupación por el hecho de que no se diera voz a las personas que se inyectaban drogas durante la crisis del sida. Sabía que una agencia estatal no podía ejercer presión, pero confiaba en fundar un grupo que sí pudiera. Invitó a proveedores de tratamiento, investigadores y otras personas en recuperación para ayudar a poner la idea en marcha. Su primera reunión se celebró en Halloween de 1985, en las oficinas estatales de la planta 67 del World Trade Center, con unas espectaculares vistas de la Estatua de la Libertad (12).

Todos, incluida Serrano, estuvieron de acuerdo en que se necesitaba un grupo de presión. Así pues, decidieron resucitar la ADAPT, o Association for Drug Abuse Prevention and Treatment («Asociación para el tratamiento y la prevención del abuso de drogas»), una organización de antiguos consumidores de drogas intravenosas y profesionales que trabajaban en el campo de la adicción. Fundada originalmente en 1979 para intentar agrupar a los defensores —a menudo enfrentados— de diferentes enfoques terapéuticos sobre la adicción, no había conseguido acercar posiciones en su búsqueda conjunta de una mayor financiación. Pero lo que quedó de la ADAPT tenía la ventaja crucial de poseer una estructura organizativa ya existente, unos cientos de dólares en el banco y la denominación de Hacienda que le permitía aceptar donaciones libres de impuestos y obtener ayudas gubernamentales. Al poco tiempo, la asociación contrató a Serrano como directora ejecutiva, y a una trabajadora social y antigua consumidora de drogas intravenosas llamada Edith Springer —¡recordemos ese nombre!— como presidenta de la junta directiva.

Llegado 1986, los miembros de ADAPT proporcionaban servicios de «colegas» a las personas enfermas, yendo a visitarlas a los hospitales, llevándoles comida y pijamas y, en general, tratando de hacer que se sintieran un poco mejor. Gracias a que uno de los líderes de ADAPT trabajaba en Rikers Island, los miembros lograron visitar la inmensa cárcel de la ciudad casi inmediatamente después de que el grupo resurgiera.

Allí se toparon con algunas de las peores atrocidades de la epidemia, así que empezaron a luchar por el cambio. Si bien el estado de Nueva York había reconocido que la crisis del sida afectaba no solo a hombres gais, sino también a personas con adicción, me temo que al principio casi todos los centros de tratamiento se limitaban a esconder la cabeza bajo tierra.

Por tanto, las personas que se inyectaban drogas se encontraban con el rechazo de casi todas las instituciones, incluidas aquellas que se suponía estaban diseñadas para salvarnos y atendernos. En un inicio, los programas de tratamiento de la adicción expulsaban o, directamente, se negaban a admitir a personas VIH positivas. Muchos grupos de apoyo de Doce Pasos acallaban las discusiones sobre el virus al considerarlo un «asunto externo» irrelevante del que no debía hablarse para poder centrarse tan solo en la adicción. En 1988 acudí a un programa de metadona donde intenté colgar panfletos sobre el uso de lejía para limpiar agujas, pero me dijeron que no estaba permitido porque aquello podría incitar a la gente a recaer. Incluso a los familiares se les animaba a rechazarnos, alegando que, supuestamente, así solo conseguirían que «tocásemos fondo». Pero, en realidad, lo que aquello suponía era que muchos muriéramos solos.

Las cárceles, en cambio, no tenían la opción de negarse a aceptar presos. El sida golpeó Rikers Island —que durante aquellos años albergaba entre diez mil y veinte mil personas— mucho antes de que se reconociera la enfermedad (13). A finales de los años setenta, en el Centro Médico SUNY Downstate de Brooklyn se habían empezado a ver casos de lo que ahora sabemos que era infección por el VIH. En 1978, el personal médico del centro ya había identificado un síndrome cuyos síntomas incluían fiebre, sudores nocturnos, nódulos linfáticos hinchados y pérdida de peso extrema. Lo denominaban «adenopatía de Rikers Island», desconocedores de que se trataba de una nueva enfermedad infecciosa (14).

Entre finales de los setenta y principios de los ochenta, la tasa de fallecimientos entre los consumidores de drogas intravenosas se disparó. En la calle, la gente hablaba de la «neumonía del yonqui» o, de forma más poética, «la consunción» (the dwindles). Los médicos especialistas en sida del Hospital General de San Francisco también recordarían más tarde unas fiebres inexplicables que habían visto a finales de la década de los setenta entre consumidores de drogas. Dado que los consumidores de drogas demacrados y enfermizos no se consideraban una novedad, tan solo años después entendieron que aquellos casos probablemente se hubieran debido a infecciones por VIH (15).

Sin embargo, cuando las autoridades por fin asumieron que había una epidemia descontrolada en Rikers, empezaron a segregar a los pacientes más enfermos. Hay que tener en cuenta que en torno a dos tercios de la población encarcelada allí no habían sido condenados por el delito por el que habían sido detenidos. El único motivo de su encierro era porque su situación de extrema pobreza les impedía pagar la fianza. Debido a sus bajos recursos, sus adicciones y, con mucha frecuencia, su etnia, la presunción de inocencia era más bien una asunción de culpa. Oficialmente, sus vidas no importaban.

En cualquier caso, cuando la opinión pública supo de las brutales condiciones de encarcelamiento, incluso los insensibles neoyorquinos defensores de la guerra contra la droga acabaron impresionados. ADAPT ayudaba a organizarse a los hombres que estaban presos en condiciones alarmantes. En mayo de 1986, comenzaron una serie de huelgas de hambre. Uno de los líderes allí dentro era Michael Yantsos, de treinta y dos años, cuyo nombre debería ser más conocido como uno de los primeros activistas del sida. Nacido en Queens, había empezado a consumir heroína a los quince años, lo que lo llevó a una serie de detenciones por tráfico, robo y falsificación de cheques. Su detención más reciente se había producido en febrero de 1986. Yantsos se convirtió en uno de los primeros activistas en marcar la diferencia en la vida de los consumidores de drogas con VIH.