Del fuego, el humo - Carolina Rudas - E-Book

Del fuego, el humo E-Book

Carolina Rudas

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Beschreibung

En una reunión de Alcohólicos Anónimos en Nueva York, una joven conoce a un escritor a quien le encarga la elaboración de un libro. Este encuentro es el origen de una extraña relación entre dos exiliados colombianos que nos va enseñando la cruda realidad de una nación asiática que vive en medio de un conflicto y la psicología de varios personajes inmersos en luchas que parecen inacabables. Novela psicológica y de aventuras con un fuerte y pulido carácter narrativo.

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Del fuego,

el humo

Rudas, Carolina

Del fuego, el humo / Carolina Rudas. -- Editor Javier R.

Mahecha López. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2015.

184 páginas ; 23 cm.

ISBN 978-958-30-5032-9

1. Novela colombiana I. Mahecha López, Javier R, editor II. Tít.

Co863.6 cd 21ed.

A1501076

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

Primera ediciónPanamericana Editorial Ltda.,

enero de 2016

© Carolina María Rudas Gómez

© 2015 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 601) 3649000

Fax: (57 601) 2373805

www.panamericanaeditorial.com

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Edición

Javier R. Mahecha López

DiagramaciónDiego Martínez Celis

Diseño de carátulaRey Naranjo Editores

ISBN DIGITAL 978-958-30-6575-0

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Carolina María Rudas Gómez

Traducción cristina ramos solís

Del fuego,

el humo

las sombras escudan el humo veloz quedanza en la trama de este festival silencioso las sombras esconden varios puntos oscuros quegiran y giran entre tus ojos mi pluma retarda el TÚ anhelante mi sien late mil veces TU nombre si tus ojos pudieran venir! acá sí amor acáentre las sombras el humo y la danza entre las sombras lo negro y yo

Alejandra Pizarnik

A mi padre, por enseñarme a viajar.

A mi madre, por enseñarme a volver.

Ojos sin luz

—Mi nombre es Sara. Mi historia no la puedo contar.

«Llegué hace poco tiempo de La Isla, un pequeño país del Sudeste asiático, donde viví por tres años. De ese tiempo solo conservo imágenes confusas, recuerdos entrelazados, retazos dispersos y carentes de sentido. Por eso estoy acá».

Al terminar de hablar, fijaste una mirada helada en el espacio vacío del centro del círculo. Parecías divagar en un lugar lejano, sin hacer el más mínimo caso a las historias de los ocho individuos alcoholizados que te observábamos furtivamente imaginando las innumerables razones por las cuales habías llegado a estar sentada como uno más de nosotros ese martes helado de Nueva York. Cuando llegó mi turno, en el cual me limité a pasar como lo hacía siempre, me miraste como

si hubieras encontrado algo perdido hace tanto tiempo que no recordabas por qué lo buscabas con tan desesperada necesidad.

A mis cincuenta y siete años, luego de pasarme media vida en correrías de lancha, a lomo de mula o a pie por las selvas colombianas coleccionando relatos de vidas y tragedias para convertirlos en personajes en mis historias, Nueva York era apenas para mí un lugar común. Una ciudad aséptica y fría donde cada rincón, cada silla del Central Park, cada bar y café, habían sido tantas veces retratados, escritos y filmados que se me antojaba imposible escribir sobre ella algo original. Al verte, joven, pelirroja y pálida, en medio del círculo de alcohólicos sin nombre, se despertó en mí una curiosidad mezclada con una gran dosis de atracción. Tus cabellos rojos encendidos y tu semblante que denotaba una tristeza sutil pero presente, me llevaron a buscarte al terminar la reunión.

Te encontré en la puerta, hurgando en el fondo de una cartera demasiado grande para ti, mientras sostenías un cigarrillo más delgado de lo normal en la mano derecha. Me apresuré a ofrecerte el encendedor alojado fielmente en el bolsillo izquierdo del pantalón y te pregunté dónde quedaba el país del cual nos

habías hablado.

—Cerca a Indonesia, al norte de Australia —dijiste echándome una bocanada de humo dulzón a la cara—. ¿Va al metro? —preguntaste.

Sin esperar mi respuesta, echaste a andar.

Como todos los martes, luego de la reunión y para saciar la sed provocada por tanta charla sobre el alcohol, mi plan era emborracharme en el bar de al lado de la universidad. Con suerte te convencería a acompañarme. Simulando estar interesado en tu historia, pregunté cómo había hecho una colombiana para llegar tan lejos.

—Envié una solicitud a una convocatoria en Internet y milagrosamente me escogieron. No lo pensé mucho. Necesitaba salir.

El tono algo amargo de tu respuesta removió una rabia vieja y persistente que creía haber anestesiado con el alcohol. Un país olvidado, odiado y a la vez amado del cual yo también me había visto forzado a salir y al cual siempre había anhelado a regresar. Seguí caminando junto a ti, en silencio, observando los

copos de nieve que formaban un tapete sucio y gris sobre la acera.

—¿Y viene a las reuniones a cazar una historia o una mujer? —disparaste sin contemplación.

—Las dos —respondí sabiéndome descubierto.

Decidí probar suerte e invitarte a un trago.

—No, gracias. Usted no está nada mal para su edad, pero estoy intentando dejar de tomar.

Al llegar al metro, sin darme oportunidad de preguntarte el teléfono para volverte a contactar, me diste un beso rápido en la mejilla y bajaste la escalera corriendo a toda velocidad. Fría y resbaladiza, como la estación.

***

Una semana más tarde te encontré nuevamente en la puerta de la reunión de AA fumando otro cigarrillo oloroso a clavo. Al verte me pareciste más etérea, más delgada y fría, como si desde la última conversación te hubieras desgastado y faltara poco para que te convirtieras en un fantasma a punto de desaparecer.

—¿Tomás?

Te miré asombrado. En nuestro encuentro anterior ni siquiera nos habíamos presentado.

—Es su nombre, ¿no?

—Sí. Tomás Quijano —dije con algo de recelo tendiéndote una mano que saqué apresuradamente del abrigo.

—Ya sé. Lo he leído —dijiste ofreciéndome tu mano helada y pequeña. Creí percibir cierto temblor en tu voz y pude ver tus mejillas coloreándose levemente.

Propusiste olvidarnos de la reunión y me invitaste a un café en el Starbucks de la esquina. Acepté encantado con la esperanza de tener todavía una oportunidad. Pediste un té y mirándome fijamente comenzaste a hablar.

—Cuando llegué, La Isla estaba en paz. Pero al poco tiempo estalló una guerra civil donde vi incendiar la mayoría de las casas de la ciudad. La mía también la quemaron.

«No puedo recordar nada de lo ocurrido en ese tiempo. Mis únicos recuerdos provienen de los correos que escribía semanalmente a mi familia contándoles cómo vivía. Al irme definitivamente de

La Isla quise armar una historia con ellos. Intenté leerlos pero era como si no fuera yo quien los hubiera escrito. Como cuando uno abre un libro que ya leyó pero es incapaz de recordar el tema, ni quién era el personaje principal y mucho menos el final».

Necesitabas ayuda profesional. Tal vez habías sufrido un trauma como el de los soldados que regresaban de Irak. Según una columna que había leído hacía un par de semanas en el New York Times, varios de ellos sufrían de una enfermedad que, entre muchos otros síntomas, les impedía recordar.

—Debe estar pensando que necesito tratamiento médico y le aseguro que estoy en ello

—dijiste.

«Pero me interesa mucho más hablar sobre usted. Sé que su última novela sobre Urabá fue publicada hace más de cinco años y desde entonces no ha escrito ni una palabra. Está en Nueva York en parte por las amenazas por la publicación de su libro y en parte huyendo del sinsabor de su último divorcio. Lleva dos años intentando terminar un curso de periodismo literario.La pareja de amigos con quien vive, su familia y el tutor del curso

creen que está alcoholizado. Para tranquilizarlos, y con la excusa de buscar material para sus historias, asiste a las reuniones de los martes donde nos encontramos. Mi teoría es que todavía no ha encontrado nada lo suficientemente interesante para volver a escribir».

No entendía cómo habías obtenido tanta información sobre mí. Debo admitir que de alguna manera me sentí halagado de que te hubieras tomado el trabajo de investigarme tan a fondo. Te seguí escuchando intrigado por saber hasta dónde querías llegar.

—He leído sus dos novelas y varios de sus reportajes. Es un escritor que investiga y no le da miedo llevar una historia hasta su verdadero final. Cueste lo que cueste. Ha caminado en la selva, montado en chalupa, lo han picado los zancudos, le ha dado malaria, se ha escondido y lo han amenazado. No puede regresar a Colombia. Escribe con dolor y rabia, con miedo e impotencia; la única manera posible de escribir sobre la guerra, creo yo. Aun así ha salido ileso.

—No tanto.

—Puede ser. El que le hayan tocado el alma lo hace aún más

adecuado para mi propuesta.

Bajé la mirada sin saber qué responder.

—Además es capaz de recrear una historia así no tenga la información completa, como estoy segura que hizo en el libro de Urabá.

Por supuesto, pensé. Soy escritor.

—Necesito que escriba mi historia.

Te miré sorprendido. A pesar de tus investigaciones solo habías logrado arañar una ligera capa de quien era yo. No sabías de las horas frente a la pantalla intentando escribir una frase, de las cientos de notas tomadas en mi libreta jamás pasadas en limpio. No imaginabas el hueco donde había caído después del exilio, las borracheras, los dolores de cabeza y la culpa en la mañana. No tenías idea de los fantasmas recriminándome cada noche el haberlos olvidado. Estabas frente a mí como una niña altiva e indiferente al infierno donde vivía. Deseé irme de una vez por todas al bar donde me esperaba un buen trago de whisky y olvidarme de ti, de tu posible historia y de tu isla.

—También está corto de dinero.

En eso tenías razón. Luego de dos años viviendo en Nueva York me había quedado sin un centavo. El dinero de la beca se acabaría pronto y entonces no tendría ni cómo pagar el escueto alquiler que me cobraban mis amigos por permitirme dormir en el sofá de su apartamento en Brooklyn.

—Pagan bien en Naciones Unidas y ahorré mientras trabajaba en La Isla. Le daré un anticipo al comienzo, un pago cada vez que me envíe un capítulo y un buen desembolso al final.

Al decirme de cuánto dinero se trataba, entrecerraste los ojos y esperaste mi reacción, segura de que no podría desechar tan fácilmente una oferta tan tentadora.

—Solo lea el material. Sin compromiso —dijiste sacando de tu enorme cartera unas doscientas páginas dobladas y sucias escritas a computador.

Acepté revisarlo intentando no comprometerme demasiado. Al fin y al cabo no tenía nada más interesante que hacer y era claro que esta vez tampoco te iba a convencer de pasar la noche conmigo. Mirar el material me daría, al menos, la oportunidad de

verte una vez más.

***

Al llegar a casa me senté con un whisky a revisar los papeles que me habías entregado. Era una recopilación de correos dirigidos a dos direcciones electrónicas, quizás a familiares o amigos. Cada correo era una pequeña historia donde se entremezclaba la sorpresa de quien llega a un nuevo lugar con la fascinación de encontrar coincidencias con aquello dejado atrás. No estaban perfectamente escritas, pero tampoco estaban del todo mal. Las anécdotas eran divertidas pero les faltaba algo de sabor. Luego de haber pasado varias páginas ya comenzaba a aburrirme e iba a dejar la lectura cuando me fijé en unas frases sueltas escritas a mano en las márgenes.

Parecían anotaciones hechas con posterioridad donde reflexionabas sobre lo escrito. Confesiones y posiblemente sueños. Clamores ahogados que conectaban con un dolor más profundo, algo que intentabas esconder pero que en realidad querías gritar. Empecé a transcribirlas en el computador y estuve un largo rato pensando en ellas. Había algo allí imposible de asir, como si la silueta de una sombra quisiera dibujarse en un charco

todavía demasiado turbio para reflejar una forma concreta y más elaborada de sí misma.

El pulso me temblaba y tuve que levantarme a servir otro trago para terminar de leer. Las frases se hacían cada vez más lacónicas y al final del texto desaparecían. Me acosté, pero pasé varias horas dando vueltas en el sofá cama con una ansiedad que no sentía hace tiempo. Cuando por fin me dormí, te soñé rodeada de gigantes armados y rubicundos, perdida en una isla desierta esperándome. Al acercarme a ti, desaparecías convertida en un humo oscuro, imposible de sujetar. El fuego se había encendido una vez más.

A la mañana siguiente, luego de tomarme el Alka-Seltzer de la mañana sin el cual no podía vivir, volví a revisar los correos. Quería saber más de ti, conocerte a fondo, saber cómo era tu vida antes de ir La Isla, por qué huías, qué querías olvidar. Esa era la verdadera historia que yo quería contar. Fueron esas frases, querida Sara, las que removieron como un azadón mi sepultado olfato de escritor. Sintiendo el pálpito en las sienes, la cabeza caliente y el cosquilleo en la punta de los dedos de cuando uno no puede hacer nada diferente a sentarse frente al computador

y teclear furiosamente una palabra tras otra hasta formar frases, párrafos e historias, te urgí en un correo encontrarnos nuevamente.

Esperé ansioso tu respuesta por tres semanas. Me distraje tratando de rastrear alguna información sobre ti en Internet. Intenté primero buscar tu nombre en el laberinto burocrático de agencias de Naciones Unidas pero no pude dar con ninguna Sara Mora, como dijiste llamarte. Del país donde estuviste, por el contrario, encontré suficiente información como para darme una idea de su historia. Había sido colonizado por Portugal en el siglo XVI. Al retirarse los portugueses en 1975 fue invadido por Indonesia. Los documentales sobre estos años eran tan escalofriantes y las imágenes de las masacres tan desgarradoras que maldije el haber estado tan absorto en nuestra propia guerra como para no enterarme de las atrocidades ocurridas durante tanto tiempo en ese pequeño rincón del mundo.

Al buscar información sobre los años en que estuviste allá, descubrí un video en youtubeen el que soldados con uniformes sucios y armados con ametralladoras, pero también con palos y cuchillos, se preparaban para el combate. A lo lejos se oían disparos y gritos en un idioma parecido al portugués. En los

informes de las agencias humanitarias que revisé se hablaba de los más de diez mil desplazados que quedaron luego de la violencia ocurrida durante la época llamada La Crisis. Imprimí un mapa de La Isla en donde se marcaban los campos y lo pegué en una de las paredes de la sala. Un día en la Biblioteca descubrí que incluso el Capitán Nemo había decidido evadir La Isla en sus veinte mil leguas viajando en submarino. En cambio tú, querida Sara, dejaste todo cuanto tenías en Colombia y te fuiste sin tomarte un momento para pensar a dónde ibas a llegar.

A la segunda semana sin tener noticias tuyas, imaginé con angustia que habías encontrado a alguien menos alcoholizado, quizás un escritor joven y con la mano fresca que había aceptado encantado tu inigualable propuesta. Te esperé cada semana después de las reuniones pero no volviste. Desencantado, me iba al bar de la universidad a imaginar principios y finales para tu historia. Recitaba tus frases. Comencé a escribirlas en servilletas, en los bordes de los libros o en cualquier pedazo de papel, hasta que decidí volver a usar la libreta.

—Está enamorado —sentenció el mesero del bar.

Había encontrado una historia. Pensé yo.

Un medio día, borracho en el apartamento, me empezó a parecer que todo era una invención mía. Te había imaginado niña, fría y pelirroja, venida de una isla del Pacífico Sur con una historia para escribir por la cual además estabas dispuesta a pagarme una suma exorbitante. Tan perfecto que no podía ser verdad. Busqué de nuevo La Isla en internet para cerciorarme de su existencia y fue entonces cuando recibí un correo tuyo citándome en un diner cercano a Penn Stationesa misma tarde. Maté la borrachera con café, me puse una camisa limpia y mi mejor pantalón, y bajé los cuatro pisos del edificio a toda velocidad.

***

La luz blanca y el olor de la grasa de las hamburguesas estaban muy lejos a como yo hubiera deseado que hubiera sido nuestro encuentro. Al verte entrar tirando una pequeña maleta roja, quise retenerte, tomarte en mis brazos y jurarte por mi honor que desenredaría el último hilo de tus historias olvidadas. Sin embargo cuando te acercaste a la mesa, te vi aún más ausente y más pálida. Como una muñeca de porcelana. Te tocabas con una mano el lado izquierdo del estómago. Me saludaste intentando sonreír y pediste un café oscuro que no probaste en toda la conversación.

Indagué primero por las frases escritas a mano que me llamaron la atención. Hablaste muy despacio, haciendo pausas entre cada palabra, como si solo pronunciar las palabras, te costara un esfuerzo descomunal.

—Las escribí en Bali después de salir de La Isla. Soy yo hablándome al oído, tratando de recordar. El ejercicio resultó muy doloroso y lo dejé sin terminar. Preferiría no hablar de eso.

—Voy a necesitar tu ayuda si decido aceptar.

—No creo que pueda ayudarle —dijiste tocando distraídamente la maleta roja a tu lado —. Además, no me interesa que escriba lo ocurrido con exactitud. Cuando dude, invente. Lo menos importante es el parecido a la realidad. Me interesa tener una historia para yo creer en ella. Mi historia.

Tú querías una historia y yo necesitaba una. Para ese momento ya estaba decidido a dejarme seducir por la posibilidad de encontrar detrás de los sucesos de La Isla algo más doloroso y profundo que tú habías decidido, consciente o inconscientemente, olvidar.

—Está bien, Sara. Lo voy a hacer. Voy a escribir tu historia.

Mientras yo me sentía deslizándome al vacío tras el conejo de Alicia por un túnel que atravesaba el mundo por el centro y llegaba a una isla en las antípodas, tú me tomaste de la mano fuertemente, quizás para sellar nuestro acuerdo o para que yo pudiera agarrarme de algo y no seguir cayendo. Te acompañé al metro en dirección al aeropuerto donde tomarías un avión hacia Colombia. Tu madre te había pedido regresar.

Al despedirnos me abrazaste durante varios segundos. Cuando nos separamos vi con asombro un par de lágrimas bajando por el laberinto de pecas de tus mejillas. Sin darme tiempo de reaccionar, tomaste tu maleta y saliste corriendo, dejándome aturdido en una esquina. Comenzaba a nevar.

Fue la última vez que te vi, hasta hoy, cuando te vuelvo a encontrar sentada en una silla de ruedas, con la mirada perdida y los ojos sin luz en la sala de este horrible hospital psiquiátrico en Bogotá. Te entrego tu escrito. No es “tu historia”, como me pediste. Es más bien una historia tuya convertida en mía y que ahora es nuestra. Por eso te busqué hasta encontrarte y estoy sentado frente a ti esperando ver alguna luz en tus ojos, un asomo de vida. Porque necesito escribir contigo el final.

Lengua para hablar

Al leer el correo con la carta de aceptación paratrabajar en una Misión de Paz de Naciones Unidas, dos lágrimas cayeron sobre el teclado del computador. Las limpiaste rápidamente y quitaste una foto de la pared del cubículo en la cual se veía un par de niños pelirrojos jugando en una bañera rosada y a lo lejos, la figura de un hombre con barba sentado en una hamaca con un libro en sus manos. Guardaste en un CD varios documentos marcados con el nombre de quienes te habían contado sus historias de desplazamientos y abandonos. Borraste, sin remordimiento, el resto del contenido del computador. Tiraste en la papelera un cerro de papeles que no servirían a nadie y miraste por última vez el mapa de Colombia lleno de puntos rojos.

Cada uno marcando un pueblo donde los fantasmas se paseaban a su antojo pues sus cuerpos se habían mudado a deambular mendigando por las ciudades sin esperanza de regresar.

Caminaste por el pasillo de la oficina. Nadie se dio cuenta de tus manos temblorosas y el rubor en tus mejillas. Solo tú podías escuchar el latir de tu corazón, como una música de acompañamiento a la mezcla de ilusión y miedo que te producía el cambiar una vida rodeada de muerte por un paraíso tropical de aguas transparentes y montañas verdes como te habías imaginado a La Isla.

Al salir de la oficina decidiste caminar por la carrera séptima hasta la casa de tu hermano donde dormirías tu última noche en Bogotá. Te entretuviste mirando la luz anaranjada del atardecer reflejada en los charcos. Al ver a una mujer con un niño en brazos pidiendo limosna, le entregaste las monedas siempre desparramadas en tu enorme bolso. Te quedaste un buen rato observando las dos montañas casi cubiertas por las nubes donde había una virgen y una iglesia que jamás habías visitado. Las lágrimas, contenidas desde cuando saliste de la oficina, salieron a borbotones dejando un rastro invisible sobre el asfalto todavía

mojado por el aguacero de la tarde.

Tu hermano, Miguel, al verte llegar con los ojos hinchados por el llanto intentó calmarte diciéndote que el contrato solo duraría seis meses y pronto estarías de regreso. Sabías que no sería así. Deseabas salir de una vez por todas de un país que había perdido la esperanza, pero bien adentro sabías cuanta falta te harían el gris verdoso y poderoso siempre presente de las montañas de Bogotá. Esa noche se tomaron una botella de ron mientras cantaban las canciones que sus padres les habían enseñado cuando niños. Brindaron recordando el tiempo en el cual el mundo era una casa de barandas verdes con buganvilias rosadas colgando por las paredes. Te quedaste dormida en el sofá.

Esa noche soñaste con un hombre de pelo blanco enfrentándose a un ángel luminoso. El ángel le gritaba al hombre que todo su poder no serviría en contra tuya. «No dejaré que la toques», retumbaba la voz del ángel en el sueño. Metía una mano en el pecho del hombre y le removía el corazón para hacerlo recordar el material del cual estaba hecho el dolor humano. El hombre juraba una venganza que caía sobre ti en forma de animal apoderándose de tu vientre. Tú eras más fuerte y resistías pero la rabia del

hombre de pelo blanco desgarraba tus entrañas.

Al levantarte te dolía la cabeza y vomitaste antes de salir al aeropuerto. Sentiste por primera vez, como una premonición, el dolor en la boca del estómago. Un dolor tan tuyo que te parecía haberlo sentido desde siempre. Antes de cruzar la puerta de inmigración, tu madre te abrazó como si no fueras a regresar.

—Uno no es río para no devolverse —te susurró al oído.

***

Saliste del avión sudando y con el cuerpo adolorido por los cuatro días de viaje. Reburujaste en tu enorme cartera buscando las gafas de sol para protegerte del resplandor reflejado en los tejados de latón de las casas contiguas a la pista de arena. No las encontraste y descendiste la escalera con los ojos entrecerrados, haciéndote pantalla con una mano. Al pisar tierra te quedaste inmóvil por unos segundos. Desencantada, te pareció por un instante que todo, la contratación y el viaje habían sido un espejismo y seguías en el mismo lugar, con el mismo trabajo, aterrizando en otro pueblo carcomido por la miseria y la guerra. Notaste entonces el olor penetrante del humo, que te hizo recordar

el fogón de leña de La Finca y te sentiste llegando a un lugar al cual jamás pensaste regresar. Como si hubieras vuelto a la infancia y tuvieras la oportunidad de volver a escribir tu propia historia, diste los primeros pasos sobre la pista de arena de La Isla.

Te recogió una camioneta blanca con grandes letras UN pintadas en las puertas. Pegaste tu cara a la ventana y con la curiosidad de una niña observaste el lecho de un río seco, los puestos de verduras y de pescados a lado y lado de la carretera, los hombres y mujeres morenos y delgados, tan parecidos a los habitantes de los pueblos de la costa colombiana. Te asombró la cantidad de ruinas. Sabías que en los veinticinco años de guerra la mayoría de las casas habían sido destruidas, pero no te imaginaste que casi cinco años luego de la Independencia se hubieran hecho tan pocos esfuerzos por reconstruirlas. Quizás las habían dejado así a propósito, como homenajes a un pasado demasiado cercano como para haber construido monumentos más apropiados para ser recordado.

Al parar en una intersección, en una de las ruinas, te pareció ver una mujer con siete niños mirándote fijamente. Un escalofrío

te recorrió la espalda y cerraste los ojos un segundo para estar segura de que no era una alucinación producto del viaje y del cansancio. Al abrirlos, habían desaparecido. El chofer conducía en silencio. No podrías decir si él también los había visto. Intentaste preguntarle pero el hombre tan solo te miró por el espejo retrovisor ofreciéndote una sonrisa sin dientes. Entendiste que iba a ser imposible comunicarse en este país con el incipiente portugués aprendido hacía tan solo tres semanas.

El coche se detuvo en un hotel pequeño y decaído, convenientemente localizado frente a la sede de Naciones Unidas. Sin reparar en las cucarachas que se aireaban tranquilamente en el sifón de la ducha, intentaste mitigar el calor y el cansancio con una larga ducha de agua fría. Encendiste el aire acondicionado y caíste en un sueño profundo. Soñaste con la mujer y sus hijos que habías visto a tu llegada. Intentaban hablarte, pero tú tenías la boca cosida con un hilo morado y no podías pronunciar palabra. Te despertaste con las mandíbulas apretadas y dolor en las coyunturas. A pesar del cansancio no lograste volver a dormir. Te juraste averiguar quiénes eran, por qué te miraban y qué hacían sentados en medio de las casas quemadas. Pero este propósito

se fue diluyendo y se fue olvidando al verte obligada a visitar, como sonámbula por el cansancio del viaje, los contenedores del complejo de Naciones Unidas pidiendo firmas a funcionarios displicentes para llenar un formulario marcado con el escueto título de “Check-in”. Necesitaste otros cinco días dando vueltas en la cama, uno por cada zona horaria de diferencia, para acostumbrarte al horario.

***

El Palacio de Gobierno donde te asignaron trabajar era un edificio de dos pisos, alto y blanco que contrastaba con las casas destruidas y la suciedad del barrio que lo circundaba. Tu jefa, la señora Cristina, era la mano derecha del Primer Ministro del primer gobierno de La Isla después de su Independencia. Ella era la encargada de su agenda, de cuadrar el horario de las interminables reuniones con asesores internacionales y parlamentarios, y sobre todo, de preparar los primeros borradores de gran parte de las leyes que el Primer Ministro debía pasar al Parlamento para su aprobación. Además de João y Leonardo, dos funcionarios que parecían siempre extremadamente ocupados mirando el mar, en el despacho también trabajaba Ana, abogada internacional y

asesora legal del Primer Ministro. Ella, genuinamente ocupada, hablaba por celular en varios idiomas y tecleaba furiosamente en un computador portátil. Al verte llegar colgó el teléfono y te saludó en español regalándote una enorme sonrisa.

—¡Te estábamos esperando! —saludó en perfecto español—. Yo fui quien pidió una especialista en derecho de propiedades. Me estaba enloqueciendo con el lío de las tierras. Tengo ya suficiente con el código penal que debemos entregar en menos de un mes.

Al escucharla, un hombre de pelo largo y blanco que no supiste de dónde había salido se acercó. Te pareció conocerlo pero no acertaste a saber dónde lo habías visto antes. Su mano ganchuda,