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Vehemencia y respeto con sobradas razones. José Delarra, artista que, desde hace mucho, llegó para incluirse en la extensa galería de los grandes escultores cubanos —Agustín Cárdenas, José Sicre, Rita Longa, Florencio Gelabert, Juan Quintanilla…—, vuelve a regresar junto a nosotros, gracias esta vez a nuestro amigo común, el periodista Orlando Ruiz Ruiz. Aunque, bien mirado el asunto, no pienso que José Delarra se haya marchado alguna vez. Y no es metáfora. Lo juro. Sus obras, monumentales o sobrias, están ahí para confirmar la dimensión de la poesía de su mano y para asegurarnos que no puede haber partida ni muerte para el artista que con tanta pasión las creó para todos.
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Seitenzahl: 126
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Edición: Olivia Diago Izquierdo
Diseño y realización: José Ramón Lozano Fundora
Fotos: Archivo personal de Delarra, del autor y cortesía
de Blanca y Flor de Paz
Corrección: Magda Dot Rodríguez y Arlet María Mayo Torres
Cuidado de la edición: Tte. Cor. Ana Dayamín Montero Díaz
© Orlando Ruiz Ruiz, 2020
© Sobre la presente edición:
Casa Editorial Verde Olivo, 2020
ISBN: 9789592244528
Todos los derechos reservados. Esta publicación
no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,
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Casa Editorial Verde Olivo
Avenida de Independencia y San Pedro
Apartado 6916, CP 10600
Plaza de la Revolución, La Habana
A Lissette, por el sosiego y la luz auténtica de la vida
A mis hijos
A quienes han abierto puertas a la esperanza con su sensibilidad y sabiduría
A los que son capaces de amar entre el odio del mundo
A todos los soñadores
A Flor de Paz, sin cuya colaboración no hubiera sido posible este empeño
A José Ramón Lozano, por la perfecta armonía del diseño
A Jorge Rivas y Miguel Terry, por su notable contribución
A Gizéh Rangel, por añadir forma y belleza al libro
A cuantos han honrado con su nombre y su aporte estas páginas, muchas gracias
O
Trabajar para el pueblo. ¿Qué más quisiera yo?
Antonio Machado
«Hace ya tiempo, cuando era niño, intenté hacer un bate de beisbol… y me salió una escultura. Yo creo que ahí estuvo el principio de lo que fui más tarde». La anécdota me la contó riendo el pintor y escultor José Delarra hace ya también algunos años, cuando invertimos una larga mañana en ir revelando la vida entera de este emblemático ariguanabense, quien, alguna vez, como casi todo cubano, soñó con estremecer los estadios de beisbol al compás de fildeos delirantes y batazos decisivos, aunque al final —para suerte suya y nuestra— terminó estremeciéndonos de otro modo.
Días más tarde, comencé a armar aquella jugosa entrevista en una lamentable computadora que, sin muchos miramientos, lanzó su canto de cisne, sin que yo pudiera recuperar, al menos, el disco duro donde José Delarra exhibía, a través de mi redacción y de su verbo, una existencia cargada de nítidos y espesos trazos y colores, y hasta de algunos cincelazos en carne propia, porque no fue la vida de este hombre un paseo expedi-to por la tierra. Y por no ser un paseo expedito, sino una travesía quijotesca, laboriosa y dura a tiempo completo, acabó el escultor tornándose en aquello que, con hon-rada lucidez, el poeta español Miguel Hernández llamó viento del pueblo.
Echo a caminar mi memoria en dirección al pa-sado, en dirección a aquella mañana inolvidable en la galería Servando Cabrera, en la capital cubana, donde se exhibía una exposición suya de muy criollo colorido: Entre cabagallos y espuelas, y donde Delarra y yo decidimos escurrirnos para conversar en paz, y es imposible que los recuerdos no vayan tomando cuerpo, matices, alegría… y, sobre todo, el ritmo de la aventura inagotable y fértil que fue el vivir fragoroso de ese cuba-no llamado José Ramón de Lázaro Bencomo, pero que todo el mundo conoce como José Delarra, el escultor del Che, un epíteto entrañable, pero incompleto, tal como lo irá demostrando el autor de este libro, dueño de un nombre que, a estas alturas, resulta ya imposible —casi imperdonable— seguir ocultando: Orlando Ruiz Ruiz.
Orlando Ruiz es el periodista y amigo gracias al cual accedí a esta entrevista en la galería Servando Cabrera. Periodista y amigo que, a partir de las próximas páginas, revelará mejores y más profundas aristas del artista, con quien logró compartir vivencias y espacios más íntimos y familiares que yo.
Orlando es un camagüeyano-habanero que aún no amaina su paso juvenil, a pesar de doblar ya có-modamente la media centuria. Un ser con la cabeza llena de proyectos y sueños, entre ellos este que ahora, en forma de libro acabado, tiene el lector ante sus ojos.
Delarra. Entre el viento de las plazas es un libro sustancioso, un viaje a los detalles. Cometería un error elemental si repitiera en este prólogo la historia que tan bien cuenta Orlando Ruiz a lo largo de decenas de páginas, unas sobre el Delarra joven, otras sobre el Delarra combatiente, otras sobre el Delarra de la madurez y los grandes monumentos, unas sobre el Delarra humanista… y otras sobre el Delarra pintor, aspecto que el periodista refresca sabiamente, bajo los tonos precisos, para librar de encasillamientos chatos a un creador que supo pasearse a sus anchas no solo por un único arte, sino por varios —el dibujo, el diseño, la ilustración, la cerámica…—, no importa que defendiera, una y otra vez, por encima de todo, su condición de «escultor que pinta».
Si tuviera que referir dos momentos memorables de este libro, serían, sin dudas, el espacio que Orlando dedica a rescatar el encuentro de Delarra con un grande de la cultura latinoamericana del siglo xx: el pintor ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. El lector encontra-rá en este pasaje aquella máxima martiana que asegura: «Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz». Nada de petulancias entre estos dos artistas. Nada de poses. El verbo claro, coloquial, se abre paso entre ellos, y el lector disfruta y aprende de sus palabras y de la nitidez de sus conceptos. Y el segundo momento, que pasa en apenas unos segundos, y sin embargo no me conmueve menos, está guardado en España: «Cuando vayas para Cuba, no le digas a mi familia cómo vivo», le pidió encarecidamente Delarra a la periodista Carmen Zaldívar cuando lo visitó en Madrid en 1958 y pudo observar el estado tan calamitoso en que sobrevivía el escultor. Duro momento. De este tipo de ruina macabra, solo se levantan muy pocos espíritus. El resto sucumbe sin remedio… sobre todo si una Revolución joven y vigorosa no llega en su ayuda.
Pienso que Orlando Ruiz ha disfrutado de un privile-gio excepcional —y de un placer también, por supues-to—: convertirse en uno de los cronistas de un hombre memorable, de un hombre que se fundió con lo más trascendente y auténtico de su Isla, de su tiempo, y con hombres y mujeres a los cuales —como gusta hacer el novelista mexicano Paco Ignacio Taibo con sus personajes más de abajo— siempre dio nombre y apellidos, no importa cuán humildes y despreciables les resultaran estas criaturas luminosas a los poderosos de siempre.
Orlando, con minuciosa lupa de investigador, hurgó más allá del perímetro familiar y halló, aquí y acullá, por doquier, fragmentos sustanciales que fue cotejando para conformar el retrato de un ser que admiró con vehemencia y respetó con sobradas razones.
José Delarra, artista que, desde hace mucho, llegó para incluirse en la extensa galería de los grandes escultores cubanos —Agustín Cárdenas, José Sicre, Rita Longa, Florencio Gelabert, Juan Quintanilla…—, vuelve a re-gresar junto a nosotros, gracias esta vez a nuestro amigo común, el periodista Orlando Ruiz Ruiz. Aunque, bien mirado el asunto, no pienso que José Delarra se haya marchado alguna vez. Y no es metáfora. Lo juro. Sus obras, monumentales o sobrias, están ahí para confirmar la dimensión de la poesía de su mano y para asegurarnos que no puede haber partida ni muerte para el artista que con tanta pasión las creó para todos.
Miguel Terry Valdespino
Escritor, periodista y crítico
O
Estas páginas hablan de un hombre excepcional, para algunos, mezcla de inquisidor y genio, para la mayoría, el más grande y atrevido de los escultores cubanos de la segunda mitad del siglo xx, José Delarra.
Aunque fue ciertamente incisivo y cáustico al ex-poner puntos de vista, su vida puede considerarse un ejemplo de la más auténtica ética y de fidelidad a su Patria y a la Revolución. Su obra plástica tuvo enorme trascendencia para la cultura forjada en Cuba con aliento popular a partir de 1959.
Baste decir que desde finales de los cuarenta, aún sin concluir estudios académicos, era ya un artista de cuerpo entero. Se distinguió, muy joven aún, en escultura, pintura y dibujo. A partir de 1951 hizo su irrupción con éxito en la decoración y el grabado; y en un vertiginoso desentrañamiento de los misterios del arte, aprendió con rapidez diseño y cerámica. Fue tal su empeño creativo que muy pronto se introdujo en la ilustración gráfica y el diseño industrial e incorporó a su acervo la caricatura escultórica.
Este maestro de las artes plásticas, nacido el 26 de abril de 1938 en San Antonio de los Baños, es quizás el más prolífico artista contemporáneo de esta manifestación en Cuba. Durante cincuenta años (hasta agosto de 2003) realizó más de dos mil obras dentro y fuera del país. Entre 1961 y 1972 hizo veintisiete bustos en distintos lugares del territorio nacional, especialmente en La Ha-bana.
A mediados de los setenta del pasado siglo, mate-rializó su primer gran monumento, dedicado al general Máximo Gómez, enclavado en la Escuela Vocacional de Ciencias Exactas de la ciudad de Camagüey. Esta obra fue inaugurada por Fidel. Después levantó, en el lapso de tres décadas, a partir de 1974, cerca de cincuenta grandes esculturas, entre ellas las dedicadas a Federico Engels y a José Martí, en Pinar del Río; a batallas de la guerra de liberación nacional y a hechos de trascendencia mundial, como la masacre atómica de Hiroshima y Nagasaki.
Su primera gran escultura fuera de Cuba es el mo-numento a José Martí erigido en Cancún, México, en el año 1978. En esa propia ciudad, tres años después, el presidente López Portillo inauguró un conjunto en el que Delarra atrapó en poéticas formas la historia de la nación latinoamericana y su legendaria revolución.
A estas se suman otras diez obras escultóricas en el extranjero: cinco en España, dos más en Cancún, una en Angola y otra en República Dominicana. Distribuidas en alrededor de cuarenta países hay piezas suyas de pequeño, mediano y gran formato, así como decenas de relieves, murales, cabezas, placas y tarjas.
Tras concluir en 1982 la Plaza de la Patria, en la ciudad de Bayamo, se le encomendó el proyecto del mo-numento al Che que hoy preside el complejo escultórico levantado en Santa Clara y donde descansan los restos del emblemático luchador revolucionario. A esta obra dedicó seis años de labor ininterrumpida. El 28 de diciembre de 1988 quedó inaugurado, con la presencia de Raúl Castro, el conjunto monumentario al Comandante de América.
Esta plaza es como el resumen de muchas cosas —dijo entonces Delarra—. Fue una oportunidad excepcional porque es un monumento al Che, es un monumento a una personalidad que tiene un alcance más allá de las fronteras de Santa Clara, de Cuba y de América incluso, es la obra cumbre de toda mi vida de escultor.
Al morir, el 26 de agosto de 2003, este artista dis-tinguido entre los creadores de su generación por la sencillez, talento y la entrega incondicional al proceso revolucionario, ostentaba la condición de Héroe del Trabajo de la República de Cuba y era diputado al Par-lamento nacional.
Autor
De la colección Cabagallos y espuelas, 2000. Tinta sobre cartulina.
O
El día en que fueron a izar la estatua del Che, en toda Santa Clara se escuchó un suspiro. No hubo concertación ni cita, pero ahí estaba el pueblo en vilo, como a la espera de un milagro. Entonces un hombre subió solo por el andamio; se paró a dieciséis metros de altura, justo encima del pedestal, una columna de piedras de Jaimanitas. Desde allí, con mano trémula dirigió al operador de la grúa que alzaba al Guerrillero. La gente se arremolinó en el lugar y alguien empezó a gritarle que bajara, que era una locura, que se iba a caer. Finalmente, la estatua fue ubicada en su sitio. Entonces el hombre descendió, y entre el silencio de la muchedumbre hizo un comentario casi imperceptible: «Si se cae, me caigo con ella...»1
1 G. Molina, 2002. Fragmentos como este forman parte de trabajos periodísticos publicados por sus autores en diferentes momentos y medios. Constan en el archivo personal del autor.
José Delarra es el protagonista de este suceso singular y del monumento erigido en memoria del Che; su nom-bre, sin estruendos, está inscripto en la historia de la cultura cubana como el de uno de los más importantes creadores de la plástica de la segunda mitad del siglo xx. Fue quien durante más de cincuenta años consagrados al trabajo del arte dio forma con sus manos al bronce, al acero o la piedra, para le-garnos el testimonio escultórico más valioso y abarcador sobre la historia de la nación cubana.
Momento crucial del izaje de la escultura de bronce del Che de Santa Clara, en 1988.
Bastarían los enormes complejos de las plazas de la Revolución erigidas en varias provincias del país; el memorial General Antonio Maceo, levantado en San Pedro, y el monumento al Che, de Santa Clara, para corroborar la enorme magnitud de la obra que realizó en sus sesenta y cinco años de existencia.
Pero su grandeza se asomaba ya en-tre los sueños de la juventud con que amasó el primer barro y golpeó la piedra inaugural de su oficio. Hace casi medio siglo, la poetisa matancera Carilda Oliver Labra, con sabiduría premonitoria, al referirse a este artista del pueblo, expresó:
Trabaja con avidez insaciable, vive la escultura y la belleza, cada vez con más pasión y dominio, como todas las formas del Universo. El escultor existe en él continuamente con ardor de vivir en cada instante. El joven es un profesional en el sentido más firme de la palabra. La escultura es para él una sed, un arma; es como el agua, un encuentro o una despedida de amor.
Aún adolescente, a los once años, da los to-ques finales a su primera obra.