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Un reportaje que le llevará entre las bambalinas de las mayores investigaciones en España.
La periodista Cruz Morcillo narra la crónica negra de España a través de las confesiones y recuerdos de dos policías y dos guardias civiles que investigaron en primera línea algunos de los homicidios más mediáticos, trágicos y misteriosos de las últimas décadas. Entre ellos, el crimen del rol, el caso Bretón, el asesino de la baraja o la desaparición del niño de Somosierra. «Cuando todos nosotros desaparezcamos, nadie sabrá los trucos, nadie se acordará de aquella vuelta de tuerca que puede desatascar un tema...», dice uno de los protagonistas del libro, y de este hilo tira Cruz Morcillo para describir la coreografía caótica que se desata alrededor de un crimen, desde el levantamiento del cadáver a la, en el mejor de los casos, condena final. Spoiler: no siempre las piezas del puzle encajan. Departamento de Homicidios desvela las rutinas y anécdotas de los detectives, analiza las transformaciones tecnológicas, científicas y humanas que ha experimentado la investigación de homicidios, radiografía las complejas y fascinantes relaciones que se establecen entre los reporteros y los investigadores, y entre estos y los fiscales, jueces, abogados y forenses. Gracias a décadas de confianza mutua y muchas horas de conversaciones, la autora arma una crónica negra sutil y humana en la que se entretejen la nostalgia, el terror, los reproches, los fracasos, los miedos y los traumas. Didáctico como un buen manual, este libro se lee como quien escucha —o espía— una conversación secreta.
Descubra el talento de Cruz Morcillo para relatar hechos reales de forma impactante y emocionante.LO QUE PIENSA LA CRITICA"La periodista Cruz Morcillo da voz a cuatro investigadores en su nuevo libro, "un homenaje a todos los policías y guardias civiles que le han ayudado". -
La Nueva Espana"Gracias a décadas de confianza mutua y muchas horas de conversaciones, la autora arma una crónica negra sutil y humana en la que se entretejen la nostalgia, el terror, los reproches, los fracasos, los miedos y los traumas de todos ellos." -
ABCandalusia"El libro es una inmersión en el mundo del crimen y en la mente del criminal, pero habla sobre todo de la experiencia personal de los investigadores de asesinatos." -
El Espanol
SOBRE EL AUTOR
Cruz Morcillo (Castellar, 1973) es periodista. Desde 1997 se dedica a contar sucesos e información policial en ABC. Una década después empezó a hacerlo en radio y televisión. Colabora en la cadena COPE y en El programa de Ana Rosa, entre otros programas de actualidad de Mediaset. Ha recibido premios del Consejo General del Poder Judicial, la Policía Nacional y la Guardia Civil. Le hizo especial ilusión la Cruz al Mérito Policial con distintivo blanco. Ha escrito los libros
Palabra de Vor.
Las mafias rusas en España, premio al mejor libro de no ficción de la Semana Negra de Gijón (2011). En 2015 volvió a ser finalista del Rodlfo Walsh por
El crimen de Asunta. Ha participado también en obras colectivas como
España Negra o
Violencia de género. Claves y recursos para periodistas.
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Veröffentlichungsjahr: 2021
Cruz Morcillo
DEPARTAMENTO
DE HOMICIDIOS
Una memoria de la España negra
primera edición: mayo de 2021
© Cruz Morcillo Macías, 2021
© Libros del K.O., S.L.L., 2021
Calle Infanta Mercedes, 92, despacho 511
28020 - Madrid
isbn: 978-84-17678-67-8
código ibic: dnj
diseño de cubierta: Patricia Bolinches
maquetación: A. S.
corrección: Melina Grinberg y María Campos
Et lux in tenebris lucet
(Juan 1, 5)
A todos los policías y guardias civiles que cazan monstruos
Y a las víctimas: ojalá resplandezca la luz
Para Juan, mi anclaje en el mundo
Nota previa
Los agentes de Homicidios son policía judicial. El grupo al que pertenecieron los guardias civiles Jesús Rubio y Joaquín Palacios dependía y sigue haciéndolo de la Unidad Orgánica de Policía Judicial de la Comandancia de Madrid de la Guardia Civil. Solo existe ese.
En Policía Nacional, cuyo uniforme vistieron Carmen Pastor y Esmeraldo Rapino, las funciones son las mismas pero los nombres y la jerarquización han ido variando. También el número de grupos.
En la Jefatura Superior de Policía de Madrid el primero que se creó fue el grupo V, luego se sumó el VI y más tarde, a medida que aumentaron los crímenes en Madrid, el X. Este último desapareció y en la actualidad están operativos el V y el VI (al frente de cada uno hay una mujer). Siempre han dependido de la Brigada de Policía Judicial, dividida a su vez en unidades con el paso del tiempo. A una de ellas, la UDEV (Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta) están adscritos los policías que investigan homicidios y asesinatos. Y ese organigrama —con siglas distintas, a veces— sirve tanto para los servicios centrales de la Policía como para los territoriales, esto es, jefaturas, e incluso comisarías provinciales o locales.
Capítulo 1: Nuestro primer muerto
Jesús Rubio
Una pareja de la Guardia Civil esperaba a los recién casados a la puerta de la parroquia. «Tienes que incorporarte urgentemente a tu unidad», ordenó el mayor de los dos al novio. Así empezó y acabó la luna de miel del guardia Jesús Rubio López, que había cumplido 26 años y cambiado su pueblo extremeño por Navarra. El permiso que había pedido para casarse quedó en un papel firmado y abandonado en un cajón. Esa mañana, 11 de diciembre de 1976, habían secuestrado al presidente del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol y Urquijo, miembro de una de las familias más influyentes del país. Era la víspera del referéndum para la reforma política. Hacía un año que Franco había muerto y la crispación social y política se traducía en miedo y violencia. Argeme y Jesús tomaron un tren al día siguiente —veinticuatro horas les dio de margen el teniente— y se instalaron en Alsasua, a cientos de kilómetros de su Cáceres natal, con lo puesto.
La Policía liberó pasados dos meses a Oriol y al otro secuestrado por el grupo terrorista GRAPO, el teniente general Emilio Villaescusa, presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar, a quienes intentaron canjear, sin éxito, por presos políticos. No fueron las mejores semanas ni los mejores meses ni los mejores años para quienes vestían uniforme, fuera del color que fuera. La pareja vivió sus primeros días de matrimonio en Alsasua y allí nació su hija Sara. Se quedaron hasta agosto de 1979.
Más de treinta años después, esperando a la comisión judicial en un garaje de Ciempozuelos (Madrid), Jesús vuelve a sentir la desazón de tantas veces. A unos metros del ascensor, muy cerca de su coche, yace desmadejado el cadáver de Miguel Ángel Salgado. Es 14 de marzo de 2007 y, aunque entonces no lo sabe —Rubio, que ya es teniente, está al mando del Grupo de Homicidios de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid y ha tenido que ver decenas de muertos—, está ante uno de los casos que marcarán su carrera. Acude a la llamada solo, como casi siempre, para evaluar la situación y decidir a cuántos hombres movilizar. «Muchas veces la muerte violenta resulta ser un suicidio y entonces sobramos la mayoría», me aclara.
En aquel garaje al veterano investigador le bastó con ver el agujero en la nuca de la víctima, rematada con tino profesional, y el cristal roto de la puerta de la finca para saber que había un sicario y, por tanto, un encargo y un pago de por medio. A la mañana siguiente, el señor Salgado y su mujer, devastados, señalaron con el dedo a su exnuera —«Ha sido ella, ha sido ella»—. «Es la operación en la que más he sufrido», confiesa Jesús, con bigotón entrecano y un gesto rotundo que aparta de un plumazo su habitual tendencia a la broma. «Cuando te cuente entero el caso, entenderás por qué sufrí… Y ya sabes que el tío que para nosotros era el sicario está en la calle».
Es una afirmación sorprendente a la vista de su trayectoria, de los duros comienzos y el inevitable zigzag posterior. Los inicios se graban en la memoria y el corazón, y los suyos se ajustan a esa regla básica. «El primer cadáver que vi lo encontramos por sorpresa, yo llevaba muy poco en el Cuerpo y estaba en Pamplona, mi primer destino. Mi puesto entonces no tenía relación con los homicidios. Era guardia y hacía la escolta del tren postal Irún-Barcelona. Íbamos una pareja de vagón en vagón. Había un cadáver en las vías. Se había tirado él. Tuvimos que recogerlo en trozos y apartarlo. Estábamos somnolientos. Eran las 5:30 de la mañana. El tren debía parar el mínimo imprescindible. Apuntamos el kilómetro y la hora y llamamos al puesto siguiente para que se hicieran cargo ellos del cuerpo. Ni siquiera le vi la cara».
El tren postal Irún-Barcelona evoca otro recuerdo amargo para el que entonces era un guardia aguerrido. «Viví un episodio muy triste, de esos que estaban a la orden del día en la época. Había un compañero de promoción de Cáceres, como yo, que solía salir a darnos apoyo en Pamplona cuando íbamos camino de Barcelona. Esa mañana nos saludamos y bromeamos como siempre. “¿Cuándo pedimos para la tierra, paisano, y dejamos esto ya?”. Al día siguiente a la vuelta no le vi. Me extrañó, porque era su turno, y pregunté a otro compañero. “Oye, ¿y mi paisano, es que se ha dormido?, le dije. “Tu paisano está de cuerpo presente”. Me quedé mudo». Le había explotado una bomba que ETA había colocado en una farola y que estalló al paso del vehículo. Al colega de Jesús lo mató la onda expansiva. «Y luego tenías que oír por ahí el “algo habrá hecho” y te entraba una mala baba…».
Pasaron casi diez años de cambios profesionales y personales hasta el segundo muerto. «Ya estaba destinado en Alcalá de Henares, en 1985. Era una muchacha muy joven a la que habían machacado la cabeza con una piedra en Algete. Pobrecilla. Entonces no se hablaba de violencia de género, pero la mató su novio. De esos casos ha habido siempre».
«Los muertos no se olvidan. Casi siempre te viene un flash, estás en algún sitio y te vuelve a la cabeza un caso o algún familiar, un testigo… Te implicas mucho. Este trabajo es de veinticuatro horas», admite el capitán Rubio, que se mantiene atlético como si aún estuviera en activo. Algunos de sus fantasmas viajaban en un avión que se estrelló en Mejorada del Campo. Murieron 181 de las 192 personas a bordo. «Fue un escenario espantoso; todos carbonizados. Me tocó recoger tanto restos humanos como los enseres de los fallecidos. La mayoría estaban o enterrados o envueltos en tierra. Todavía me viene a la cabeza con horror».
La sonrisa vuelve al repasar los inicios, antes incluso de ser guardia. A los 19 años conducía por carreteras infames de su Cáceres natal un Land Rover que su padre le había comprado al Viti, torero de relumbrón de la época. Don Flores, el cura de Guijo de Galisteo, su pueblo, con el que a veces hacía de monaguillo, no le auguraba que llegara a sentar la cabeza. «Si la siento, me casa usted, don Flores, sea donde sea», retaba Jesús al sacerdote tras aquellos sermones. «Todavía no se había quitado el hombre la sotana cuando a mí ya se me había acabado la luna de miel. Cumplió y me casó, en el pueblo de mi mujer, claro».
Antes de la boda ya había estado concentrado en Bearzun, a seis kilómetros de Elizondo, en el valle del Baztán, hoy famoso gracias a la trilogía de la escritora Dolores Redondo. En la cima del monte había un cuartel aislado al que tardaban dos horas en subir. La comida se la acercaba un lugareño en un mulo. Doce horas apostados en la muga para controlar el paso de comandos y el contrabando de terneros. Tres hombres con la esclavina echada por los hombros y la capa, con frío o sueño, o ambos, agarrados uno al otro para no despeñarse. «Eso lo podíamos hacer porque éramos unos críos. El equipaje era como para haber comido bien: capa, esclavina, cetme, pistola, la cartera con la comida, prismáticos, linterna… no acababa nunca». Eran tres porque la tradicional pareja de la Guardia Civil a la fuerza se hizo más numerosa tras la muerte de Franco. Ni las patrullas ni los controles eran ya de dos personas, por seguridad. La convulsión política y social aconsejaba aumentar los números.
En Alsasua él y su familia vivieron fuera del cuartel. A veces descubrían que ese vecino tan amable con el que trataban casi a diario era un terrorista o un simpatizante de la banda. Jesús lo cuenta con la normalidad retrospectiva de cuarenta años y con la asunción del riesgo que palpaban. Las historias salen de su boca en tropel, con nombres precisos y fechas aproximadas. ETA sembrando España de cadáveres con uniforme. Ese era el contexto.
«Teníamos un teniente jefe de línea a punto de retirarse. Había un comando que iba a por él, aunque eso lo supimos después. Una noche casi lo consiguen, pero se acercaron tanto al coche oficial que estuvieron a punto de morderlos y abortaron el atentado. A los pocos días él se fue de vacaciones y a continuación se jubiló, pero el conductor y el coche oficial seguían siendo los mismos. Llegó el nuevo teniente a Alsasua, recién salido. Yo estaba de puertas esa noche.
»El nuevo jefe de línea salió del cuartel en el dos caballos para un reconocimiento. En un punto le ordenó al conductor detenerse para pedir novedades a una pareja de Tráfico. En ese momento se acercó un Simca 1200 y uno de los guardias reconoció el coche. Dos minutos antes se habían cruzado con un conocido. Les contó que le habían robado su Simca y lo habían atado a un árbol. Logró escapar pero pidió a los guardias que no dijeran nada o ETA lo mataría. Aún no habían tenido tiempo de hacer ninguna gestión cuando apareció el teniente. El de Tráfico dio el alto a los del Simca y estos huyeron».
Jesús relata la persecución y las escenas posteriores con detalles prolijos pese a las casi cuatro décadas transcurridas. Dos coches de la Guardia Civil siguieron al turismo robado a todo lo que daba el motor por curvas cerradas hacia el cerro de Urbasa, en dirección a Vitoria. El terrorista que llevaba la ametralladora, una Uzi, empezó a disparar por el cristal trasero, pero las curvas y la velocidad provocaron que se le cayera el cargador del arma. Los guardias hirieron al conductor del Simca y lograron acorralar a los terroristas, que se arrodillaron y suplicaron que no los mataran. El teniente recién llegado fue quien hizo el torniquete de urgencia al etarra herido, antes de que lo trasladaran al hospital de Pamplona. «Da gracias al que te ha hecho esto —le dijo el médico—, porque si no estarías muerto». A sus dos compinches los llevaron al cuartel de Alsasua.
«Se armó un gran revuelo. “¿Y este?”, le pregunté a un compañero al reconocer a uno de los detenidos. “Este es el que llevaba la Uzi”. Era el tío del taller eléctrico, vecino de la bajera donde guardaba yo mi Chrysler. Teníamos buena relación. Al comando le pillaron las matrículas de los tres guardias que vivíamos fuera del cuartel. Querían matar a uno de nosotros. Nunca supe si era yo. Así era la vida allí. En el 79 decidí que se había acabado y solicité el traslado. El teniente me pidió que me quedara y entonces me eché atrás, pero ya me habían dado destino y no se podía rectificar».
Años después, en Alcalá de Henares y dedicado a otros menesteres, se enteró del asesinato de aquel jefe suyo de Pamplona. El 27 de mayo de 1984, ETA colocó una potente bomba en su coche y la activó a distancia en el momento en que arrancaba el vehículo. Su mujer estaba a punto de sentarse en el asiento del copiloto. Había sido el primer teniente de Jesús en la Guardia Civil, en esa misma ciudad. «Día tras día nos repetía que nuestra misión era servir a la sociedad y que quien tuviera otro interés era mejor que lo dejara. Era un hombre recto y convincente. Un familiar suyo era simpatizante de ETA y algunos se plantearon si tuvo algo que ver».
La dureza de esos años se ha quedado impregnada en todos los hombres y mujeres que sobrevivieron al miedo y el odio. En Jesús esa secuela es pasajera, como todas las cosas negativas que él despeja con un gesto inclinando la barbilla hacia arriba y hablando hacia dentro, casi murmurando, al punto de que cuesta llegar a la última consonante de su frase. Hay una tendencia natural a desdramatizar en las palabras de los investigadores de homicidios. Hay también un reconocimiento natural de los fallos propios y los sistémicos y una compasión permanente hacia las víctimas y sus circunstancias. Esas que no aparecen en las películas y rara vez se asoman a la prensa.
—Cruz, cuando todos nosotros desaparezcamos, nadie sabrá los trucos, nadie se acordará de aquella vuelta de tuerca que puede desatascar un tema…
—Te acabas de jubilar y ya lo echas de menos. No tienes remedio —bromeé con el ataque nostálgico.
Estábamos en la sobremesa de una de esas despedidas de almuerzos bien regados en la cantina de la Comandancia de Madrid. Era la primavera de 2016 y hacía menos de un año que Jesús, nacido en 1950, se había jubilado. Andaba inquieto —y no era el único— porque a varios compañeros de homicidios de verde y de azul se les estaban amontonando casos complejos sin haber hallado al asesino o el cuerpo de la víctima.
Sus palabras me espolearon y decidí recoger el testigo. Jesús Rubio, capitán de la Guardia Civil jubilado y uno de los mejores contadores de historias que he conocido, se convirtió en el primer candidato a mi interrogatorio. Su larga carrera profesional —ingresó de guardia a los 25 años— había alcanzado los mejores momentos en esa comandancia, al mando del Grupo de Homicidios. Nos habíamos frecuentado en esos años, con la distancia roja de los secretos de sumario y la cercanía de los silencios pactados. Su conocimiento de la vida y la muerte, del crimen y sus miserias, de los que matan por cualquier motivo o sin él es indiscutible, como lo es el valor de lo que cuenta y lo que calla.
Carmen Pastor
El primer cadáver nunca se olvida. Carmen (1960), inspectora jefa, también lo recuerda con nitidez.«Hice mis prácticas en Homicidios en la provincial (la Brigada de Policía Judicial de Madrid), antes de jurar como inspectora. Mi primer muerto fue una mujer. Nos avisaron de que la habían matado en una casa en Madrid; no me acuerdo de la calle. Vimos que no era un crimen: se había ahorcado en la terraza con una cuerda de tender la ropa. Ya habían pasado unas cuantas horas y tenía guanteletes en las manos, la lengua pastosa, le había bajado la sangre, lo típico. No es el que más me ha impresionado, pero es normal que lo recuerdes». Era 1982.
En la Policía Nacional, entonces Cuerpo Superior de Policía, había muy pocas mujeres, solo dos promociones; a la Guardia Civil tardarían aún cuatro años en acceder. Y pese a la escasez de faldas oficiales, en ese caso se dio la gloriosa coincidencia de que enviaran a dos compañeras de prácticas: Carmen y Elena Palacios, hoy otra veteranísima que ha sido pionera en la protección de menores y mujeres. Elena fue la primera jefa del Servicio de Atención a la Mujer de Madrid, azote de maltratadores y violadores en serie, como el Búho. El jefe de ambas, el histórico Esmeraldo Rapino, las llamaba «astillitas». Fue el único que se atrevió con dos mujeres en una época de suspicacias y recelos ante cualquier apertura con rostro femenino.
«Llegaron a las prácticas. Cienkilos, jefe de la brigada, me dijo: “te han tocado” —cuenta Rapino—. Le pregunté a Mari Carmen si sabía escribir a máquina, porque teníamos un detenido esa tarde. Y ahí empezamos. Fue la primera de no sé cuántas veces en las que yo dictaba, o a medias íbamos comentando, y ella escribía». Casi cuarenta años después siguen siendo íntimos amigos.
Aquella muerte de una ahorcada en su terraza existió en una estadística de suicidios, no de crímenes. Una década después, Carmen, convertida ya en una inspectora experta que había pasado por varios destinos, aterrizaba en la que iba a ser su casa y donde empeñó sus mejores años profesionales: Homicidios de Madrid, la estrella de «la Pringue», como se denomina entre colegas a esa Brigada de Policía Judicial.
«Ya era hora, estabas perdiendo el tiempo en la Policía Científica, Mari Carmen». Así la recibió Rapino, que desde que la tuvo en prácticas no había parado de ofrecerle un lugar en su equipo, convencido de que Homicidios era lo suyo. No perdía ocasión cada vez que se cruzaban en el siniestro edificio de la Puerta del Sol —ahora la sede del Gobierno de Madrid— o en La Pelos, el bar que fue testigo de las confidencias y los desahogos de miles de policías. «A ti lo que te gusta es la calle. Deja ya eso y vente con nosotros», la espoleaba Rapino, consciente del potencial de esa policía menuda y tenaz, dotada de un fino instinto. Ella sabía que no le faltaba razón, que la calle la llamaba a gritos, pero su motivo poderoso para negarse eran sus dos hijas, casi bebés, además de estar casada con otro inspector tan alérgico a los despachos como ella. Dos policías operativos en casa con dos criaturas era demasiado.
El empujón que necesitaba la inspectora se lo dio un compañero y una botella de vino compartida en una pizzería de Barcelona. Los Juegos Olímpicos del 92, que llevaron a España a la cúspide de su engañosa euforia colectiva, daban los últimos coletazos. Ambos estaban comisionados esos meses como agentes de la Policía Científica, un destino tranquilo pero carente de emociones que a ninguno acababa de llenarlos. «Nos acabamos confesando. A él le estaban tirando los tejos para que volviera a Información y a mí para Homicidios». Esa noche sellaron su futuro entre copa y copa. Carmen nunca más volvió a pensar en la carrera de Farmacia que abandonó para opositar a policía.
«Ya nos arreglaremos», fue la respuesta de su marido cuando la inspectora Pastor le dijo a la vuelta de Barcelona que iba a pedir entrar en Homicidios. Las niñas tenían cinco y dos años. Era septiembre de 1992 y en ese punto empezó su verdadera carrera y su máster en cuadrar horas, días y turnos. «Toda nuestra vida giraba en torno a los cuadrantes —sonríe Carmen al evocarlo—. Los turnos de cada uno; los de la guardería, los del cole, los de nuestras madres; las libranzas de algún compañero del que podías echar mano si había una emergencia». Rapino la recibió con parabienes y con un caso atascado bajo el brazo que ella y el agente Manjón lograron resolver.
Habían asesinado al portero de una finca de la calle Velázquez porque al criminal le estorbaba para desvalijar los lujosos pisos del edificio. Una huella palmar encontrada en el chiscón y mil cotejos después pusieron al autor a disposición judicial. «Fue mi primer caso, pero curiosamente al muerto no lo vi».
El primero, de verdad, ocurrió un par de meses después. «Mataron a un hombre el 24 de diciembre. Nos llamaron como a las siete de la mañana, tenía yo el busca porque estaba de incidencias. Habíamos celebrado la Nochebuena en mi casa y estaba toda la familia. Nos fuimos directos al Anatómico a la autopsia y allí pasamos la mañana de Navidad mi compañero y yo, mientras mis hijas abrían con su padre los regalos de Papá Noel. Hubo suerte y pude ir a comer, el tiempo mínimo, claro. Por la tarde llegamos a la discoteca Salsipuedes, en la calle Puebla, donde se había producido una reyerta. Fue la primera celebración importante que se me fastidió por un crimen».
Como el humor campa entre la muerte para hacer soportable sus olores y escondites, el compañero que le tocó en ese caso, el inspector Enrique Lamelas, y ella buscaron un nombre especial: operación Feliz Navidad.
José Luis Ascurra Diéguez fue el muerto iniciático de una lista que sigue en su cabeza. Carmen, como una alumna aplicada, guarda el nombre en una pequeña ficha blanca escrita a máquina, con el número de diligencias, pegada en la parte superior de un folio. En la parte inferior, el resultado del caso cuando se publicó en prensa: cinco detenidos, tres hombres y dos mujeres. Eran atracadores y estafadores, cobraban cheques manipulados en los bancos y falsificaban tarjetas de crédito. «Se sacó pronto el tema», concluye la inspectora despersonalizando el éxito.
Repasa páginas de sus antiguos recortes, amarillentos y tan olvidados. «Mira, estos son casi una serie, de una época en la que se arrojaban cadáveres a las puertas de los hospitales. Era una manera de que los encontráramos». La vorágine de muertes, trabajo, vida familiar y prisas se llevó por delante la intención de la inspectora de clasificar sus casos y archivarlos para la posteridad. El empeño se ha reducido a unas páginas escuálidas, ni sombra de las decenas de investigaciones en las que ha participado. Falta para redondear su foto: una niña bien, elegante, aspirante a farmacéutica, junto a cualquier cadáver desmadejado en el suelo.
Entre esos pocos apuntes asoma el psicopático e inexpresivo rostro de Javier Casado, el asesino del rol.
—Yo aún estaba en la facultad y no sabía nada ni de crímenes ni de juegos de rol —le digo.
—Teníamos que turnarnos para interrogarlo porque era agotador, cambiaba hasta la voz según el policía que hubiera enfrente. Lo hacía con frecuencia. En su casa intervinimos casetes y en ellas también había grabado voces diferentes.
—Recuerdo debates interminables sobre su personalidad.
—No actuaba ni hablaba como una persona normal, ni como un asesino. Estaba en su mundo, sin ningún sentido de la culpa. La sensación era que tratabas con un psicópata sin remordimientos ni corazón.
La radiografía de la inspectora es precisa. Se le encoge la frente al mirar la desgastada página del desaparecido Diario 16 y al arrancar del pasado los detalles de aquella persecución que duró dos meses. «Siempre tienes que tener un golpe de suerte. Por mucho que hayas trabajado, pensado, dado vueltas a los hechos, el factor suerte existe y con el crimen del rol la hubo».
Mientras me enseña su álbum, compartimos una intimidad que no había existido cuando Carmen estaba en activo. Nos conocíamos hacía más de quince años, pero ella se había cuidado siempre de mantener la distancia de seguridad. Si resolvían un caso y se contaba a la prensa, me recibía y me explicaba. Antes de ese momento, optaba por no responder al teléfono o me despachaba con educadas evasivas. «Está secreto» era una de sus frases escudo. Pero en enero de 2016, después de dieciocho años investigando asesinatos, se despidió del uniforme, por decisión propia y antes de tiempo. Mandaba en la sección central de Homicidios y Desaparecidos, donde lidian con los crímenes más difíciles de la Policía, esos que se resisten y abren telediarios. Le hice su última entrevista y me quedé con mil preguntas en mi libreta. «Ahora sí podemos hablar», me contestó cuando le propuse la idea de este libro.
Esmeraldo Rapino
El comisario Esmeraldo Rapino (1947) es casi dios en el «reino» de los crímenes. Desde 1976 (dos años después de salir de la Academia) hasta 2002, cuando ascendió a comisario, los muertos y sus secretos han constituido el eje de su vida. Durante dos décadas fue el jefe de Homicidios de Madrid, con años (finales de los noventa) en los que se superó el centenar de muertes violentas. Si al joven guardia Jesús lo movilizaron el día de su boda por el secuestro del presidente del Consejo de Estado Antonio Oriol, al policía recién aterrizado en Madrid le asignaron vigilancias de ese caso y del de Villaescusa. Paralelismos que descubren cuarenta años después los que llegaron a coincidir como responsables en la misma comunidad de cada uno de sus Cuerpos.
«Nos mandaron a echar una mano a los compañeros de Información en las vigilancias de los pisos de Palomeras y Alcorcón donde estuvieron los dos secuestrados». Rapino pasó menos de dos años destinado en Barcelona y en 1976 ya estaba en Madrid, en el Grupo Primero de Delincuencia Juvenil de la histórica Brigada de Investigación Criminal, la Criminal, como se la conocía, el germen de la investigación en el Cuerpo Superior de Policía. Tenía 26 años y un sueño cumplido. Era un inspector atípico que en 1972 decidió hacerse policía sin encomendarse a nadie. Estaba en primero de Telecomunicaciones cuando echó la instancia. «Yo era matemático», sonríe al recordar aquella decisión.
Un día, al volver de la facultad, su padre estaba alterado.
—¿Qué has hecho, hijo mío? Me han llamado para decirme que tengo que ir a la comisaría.
—Nada, papá, tranquilo. Es para el informe.
Antes de ingresar, la comisaría del barrio donde vivieras (en este caso Vallecas) elaboraba un informe sobre el candidato: si era afecto al régimen franquista, con quién se juntaba, si estudiaba, cómo era su familia… A principios de los ochenta aún se seguía haciendo. Ninguno de los policías vio jamás ese documento que le abría o le cerraba las puertas de la Casa. Rapino, memoria prodigiosa, rememora cada detalle de aquella época de postulante. «Dormía tres horas. Empecé a trabajar en Correos de noche, salía a las siete de la mañana y a las diez me llamaba mi madre para estudiar. El fin de semana, Isabel, mi novia, me tomaba los temas en el Retiro. Se sabía mejor que yo el Código Penal».
El estudiante por horas aprobó y cumplió su objetivo. Eran los más jóvenes de la brigada. Investigaban robos, atracos y asesinatos… lo que entrara; de noche, sin horarios, encadenando retenes. «La delincuencia era más profesional —reflexiona—. No hacía daño porque sí. Era un modo de vida. No había tantos homicidios. Lo que más teníamos eran robos en casas y en establecimientos. Un par de asaltos a bancos al mes. A partir de 1977 más o menos se dispararon por culpa de la droga y ya en los ochenta ni hablamos. Familias y barrios enteros, todos pringados en la droga».
A diferencia de lo que cuentan sus compañeros, a su primer muerto sí lo asesinaron a conciencia. Han pasado cuarenta años. «El primero que vi fue Hugo Rueda, que apareció junto a las vías de metro de Fuencarral. Le pegaron un tiro y luego lo quemaron. Él y varios compinches se dedicaban a atracar furgones de Correos. Debió de quedarse con algo que no le correspondía y por eso lo mataron». Reconoce que no le afectó. «Iba preparado. Yo quería dedicarme a esto. Otros sí me impactaron».
Rapino, mirada suspicaz, adereza sus descripciones precisas con vozarrón de carraspera y frases desconcertantes, sello de la casa, mezcla vallecana y de la cola de quinquis que ha tenido en su puerta. «Atiende una cosa» o «calcula la cuenta», suelta al interlocutor como reclamo. «Cuando llego a la brigada, el Instituto Anatómico Forense estaba aún en la calle Santa Isabel. Las cámaras frigoríficas se encontraban arriba del todo y había un montacargas al aire por donde bajaban los cadáveres a la sala de autopsias con su mesa de mármol. Tú conoces a Miguelito —mozo del Anatómico— pues imagínatelo bajando por ahí, con aquellos golpes: ¡clack, clack! Daba miedo, aquello parecía de otro mundo. Allí fue de las primeras muertes que vi que me impactó mucho: la de una niñita. Era rubia, preciosa, con el pelo muy largo. La había atropellado un coche, le dio en la cadera y al caer se fracturó la cabeza. Uff… la tengo grabada. Yo ya tenía hijos». Cuando es mejor no seguir desgranando horrores del pasado, y no por la falta de costumbre, sino como un homenaje a la memoria de las víctimas mantenido en el tiempo, Rapino se coloca la mano cerrada o abierta cerca de la boca, como si se autocensurara sin llegar a culminar ese gesto.
«O la mexicana de Colmenar», continúa. Cuenta que apareció con un tiro en la cabeza junto a unos cuarteles. Fernando y él fueron a la autopsia porque antes de que la Guardia Civil tuviera sus grupos intervenían en toda la Comunidad. Entraron en el cementerio (entonces en los camposantos había una pequeña sala para disecciones). «Desde la puerta ya olía horrible; a partir de entonces yo perdí el sentido del olfato. Le dijimos a la forense que para identificarla nos tenía que dar la mandíbula. “Lleváosla”, nos ordenó. Era 1977 o así. Nos entregaron la mandíbula en una caja. No te imaginas el viaje, fue terrible. La identificamos, le hicieron la prueba de ADN, que entonces había laboratorio solo en Granada. La mujer vivía en Diego de León, tenía panificadoras y la mataron por dinero. Detuvimos a una amiga suya y un hijo de esta».
El comisario Rapino, Tito, como le llaman sus amigos, se jubiló en 2012, antes que Carmen y Jesús. Su último destino fue como jefe de la comisaría madrileña de Usera-Villaverde. Algunos hombres y mujeres a los que mandó en Homicidios forman una cofradía de fieles que siguen congregándose en torno a un cocido y a miles de anécdotas que harían relamerse a los guionistas de Netflix. Pese a sus chispeantes ojos azules, cuando me lo presentaron a finales de los noventa me paralizaron sus maneras y me desconcertaron sus frases de otra época. El bigote espeso que lucía no animaba a la confianza ni lo que parecía un carácter huraño. Exigente y trabajador incansable, detectaba a un gandul en cuanto cruzaba la puerta. Y lo apartaba. Con el resto solía y suele aplicar un tutelaje paternal. Pasé años sin saber casi nada de él, pero nunca olvidaré que me dio mi primera clase de muertos. Esa y las siguientes siguen grabadas en mi ADN profesional.
Joaquín Palacios
El guardia Joaquín Palacios (1958) es la memoria viva, el archivo estructurado de los crímenes resueltos y atascados de la Guardia Civil de Madrid. Pasó 22 años en el Grupo de Homicidios de la Comandancia de Tres Cantos y allí vio, vivió e investigó todas las esquinas de la maldad. Él ya estaba allí cuando encontraron el cadáver de la adolescente Eva Blanco en Algete (abril de 1997) y seguía en el mismo puesto cuando lograron detener al asesino, en octubre de 2015. Un caso especial en la memoria colectiva de ese grupo y en la privada de Joaquín.
«El mes que murió Franco yo era cabo primero del Ejército español. Me fui a examinar para sargento a la academia de suboficiales en Talarn (Lérida), aprobé las pruebas físicas y las culturales, pero resulté no apto en las psicotécnicas… El contratiempo me duró poco, entendí que valoraran la inmadurez propia de los 17 años que tenía en aquel momento. Éramos siete hermanos y teníamos una cafetería familiar en Aranjuez. Allí había una sección de reserva de la Guardia Civil y muchos guardias se acercaban por nuestro local por el ambiente militar y la buena acogida de mi padre. Yo estaba recién licenciado y un teniente le dijo a mi padre: “Este chico tiene buena planta para la Guardia Civil”. He cumplido cuarenta años en el Cuerpo. Parece que entré de rebote, pero no es así. Por un test psicológico no soy subteniente de Caballería», concluye con tino Palacios.
El Ejército era su destino lógico. Hijo de militar, buena parte de su familia pertenece al arma de Caballería. Era el gracioso en el colegio y a los quince años se presentó a unas pruebas para ser actor. Su padre, al enterarse, lo peló al cero, le dio un pescozón y lo llevó consigo a su regimiento en Aranjuez. A los 18 años podías ingresar como voluntario. Él lo hizo a los dieciséis de corneta.
Su primer destino en el Cuerpo fue en la 1.ª Comandancia Móvil, con sede en la madrileña calle Batalla del Salado. La democracia echaba a andar vacilante todavía. Los hombres de la 1.ª Móvil se ocupaban de la seguridad de embajadas y prisiones, entre otros cometidos. «Cuando nos tocaba la cárcel de Yeserías o la de Carabanchel, las presas nos llamaban y se nos ofrecían a veces con los pechos fuera».
A finales de los setenta aterrizó en el País Vasco, «el peor lugar para un guardia civil y en el peor momento. Yo no había cumplido aún los 20 años y en diez meses perdí a ocho amigos y compañeros, alguno con varios hijos. Me veo a los 19 años y como si se tratase de un sueño de principios del siglo pasado, en un servicio de escolta en el mítico tren expreso de Correos Madrid-Hendaya, pertrechado con mosquetón y capote. Con el traqueteo del convoy mi compañero y yo dimos una cabezada y a mitad del trayecto, en las proximidades de Miranda de Ebro, me desperté sobresaltado por un estruendo, pensando que descarrilábamos. Con el mosquetón en una mano y una potente linterna que medía y pesaba más que aquel, en compañía del revisor verificamos los bajos del tren. Nos quedamos perplejos tras encontrar descuartizados a varias vacas y terneros, a los que habíamos arrollado. Tras el incidente y ya al amanecer, cuando vislumbramos las primeras casas de San Sebastián, nos ordenaron extremar las precauciones, pues ETA acababa de asesinar al cocinero de la Comandancia y a su ayudante mientras hacían la compra en el viejo mercado».
«A los pocos días de tan peculiar servicio, después de una mentira piadosa a mis padres, me marché voluntario a Oñati (Guipúzcoa). Ni en los peores sueños pude imaginar el horror que viviría los siguientes meses. Los guardias no querían salir del cuartel. Eran los días de las banderas-trampa que te hacían volar por los aires o de las bombas enganchadas con hilos a los árboles. Aquello era una guerra, digan ahora lo que digan. Dormíamos con el cetme montado. Yo no quería estar allí. Pertenecía a la Móvil y en ese destino no se podía estar casado. Soco y yo, que éramos novios desde los quince años, decidimos casarnos». Y continúa: «Ríete, pero entonces se investigaba a la familia de la novia. No tardaron mucho en contestarme: “Está autorizado a casarse con la señorita Socorro”». Era 1979. A los 20 años tuvo a Esther, su primera hija.
Mientras tramitaban el cambio de destino —aterrizó en la extinta 112.a Comandancia (Madrid exterior)— le tocó otro servicio no menos peculiar: escolta de fondos del Banco de España. «“Chaval, vas a tener una suerte cojonuda”, me dijo un veterano. Iba el camión de acero inoxidable a llevar los billetes del Banco de España por toda Andalucía y detrás el Land Rover de la Guardia Civil. Antes de empezar, el interventor responsable del servicio repartió unas dietas, que eran aleatorias, pero vaya si tuve suerte… Me correspondió lo que ganaba en varios meses. Allí sentados cogiendo los sobres tenía la sensación de que estábamos repartiendo el botín de un atraco», rememora el guardia entre risas. «Le traje a mi hija, que era un bebé, un quimono rojo precioso de Ceuta».
La escolta de billetes y el reparto del «botín» le duraron cinco minutos. Antes de empezar los ochenta, la Guardia Civil formó los equipos de investigación y atestados de la Policía Judicial. La investigación en el ámbito de la delincuencia la realizaban grupos de nueva creación, pero encuadrados en el Servicio de Información, de manera que hubo que compaginar misiones de las dos secciones hasta 1988, cuando se escindieron de forma definitiva ambas especialidades. Su capitán le propuso integrarse en uno de ellos, en lo que fue el germen de la Policía Judicial del Cuerpo. Se buscaban jóvenes dispuestos a trabajar sin reloj, espabilados para actuar de paisano, algo impensable entonces. «Lo consulta usted con su mujer y nos dice», le ordenó el jefe. «Soco y yo empezamos juntos. Y hemos aguantado juntos. El secreto es el equilibrio. Te llaman a las cuatro de la mañana y claro, tu mujer se despierta… “¿Qué pasa? Nada, que ha aparecido la cabeza de una chica en El Escorial. Ah, bueno”, y sigue durmiendo».
Joaquín lo cuenta con la naturalidad que serpentea siempre en su discurso. Es uno de los fundadores de la Policía Judicial. Lo enviaron a la compañía de Colmenar Viejo. Su primer muerto, al margen de sus compañeros del País Vasco, le tocó ya destinado en ese equipo territorial, a finales de 1979. «Fue una historia triste. Se trataba de un joven, enfermo mental, que se trasladó desde un pueblo de Toledo. Eligió un recoleto parque en el centro de Colmenar, un viejo ciprés y su cinturón para colgarse».
La literatura y la precisión ronda siempre a este guardia civil, igual que los crímenes más salvajes rondan a Carmen o los más extravagantes a Jesús, que fue jefe de Joaquín en Homicidios y, como Carmen y Rapino, mantienen intacta su amistad. Otra buena razón para crear un club de cazadores de asesinos.
«Paradójicamente —sigue Joaquín—, en un extremo del parque estaba el acuartelamiento. Desde la ventana de mi grupo casi se divisaba el cuerpo del joven; en el lado opuesto, los juzgados, entonces solo uno. Creo que es la única vez en mi vida que la comisión judicial, entre la que me incluía, nos trasladamos a pie a un levantamiento de cadáver. No sentí nada especial por descolgar los restos de aquel joven, lo afronté con fría profesionalidad, dentro de lo posible. Otra cosa fue comunicárselo a los padres. Esta actitud es la que he adoptado durante casi cuarenta años». Joaquín, conocido dentro y fuera del Cuerpo, se especializó en hablar con las familias y en interrogatorios.
Los crímenes se le han ido acumulando, pero uno de ellos le sirvió de manera inesperada para descubrir su verdadera pasión y su válvula de escape: el arte. Y eso que estaba de vacaciones cuando asesinaron al serigrafista Abel Martín. En los últimos veinte años cada rato que ha tenido libre lo ha dedicado al arte, a ver una exposición o a un amigo artista. Su mujer le ha acompañado y su vida ha dado un giro inesperado. Los directores de museos, los galeristas y los artistas le consultan. En 1986 la UCO creó un grupo de delitos contra el patrimonio. Son expertos, pero se han especializado en arte sacro, antiguo y arqueología. El verdadero guardia del arte contemporáneo se llama Joaquín Palacios. Otros lo denominan «el guardia ilustrado».
A Joaquín, atildado, correctísimo, conversador exquisito, cuesta imaginarlo coronado por un tricornio pese a que ha cumplido cuarenta años en la Guardia Civil. Es más propio dibujarlo con un pañuelo de seda anudado al cuello, unas gafas de pasta modernísimas y una americana impecable comprando entradas para la ópera o paseando con un catálogo de arte que con una pistola al cinto. Lo ves sentado en su sillón con un libro en edición de lujo más que junto a un flexo atornillando con su verborrea frente a un sospechoso. Pero es el mismo. Didáctico como un buen manual y socarrón como un detective americano de literatura y de vida. Es el único de los protagonistas de este libro que sigue en activo, aunque alejado de la primera línea de fuego.
No se lo cuentes a mi madre
Yo era una niña cuando ellos ya cazaban asesinos. Y una becaria más en ABC cuando sus carreras estaban asentadas. A mi primer muerto no le vi la cara. Conté el crimen, breve y aséptico: una empresaria acuchillada en su negocio de Madrid. Lo increíble es que llegara a escribir sobre policías y criminales. Mi objetivo era especializarme en la sección de Cultura. No pudo ser. Un maravilloso azar, visto con perspectiva. Aterricé en 1997 en una redacción gigante comparada con las que había frecuentado en Jaén y Sevilla. Había dos tipos peculiares en una esquina. Ambos vestidos con traje y corbata, uno lucía incluso gemelos y tirantes, una extravagancia que atizó mi curiosidad. Fumaban sin parar. El mayor, Ricardo Domínguez, el de los tirantes, encendía un Camel con otro. El más joven, Pablo Muñoz, fumaba Habanos al mismo ritmo. Una pesadilla. Gritaban y reían a voces. «Son los de Sucesos», nos dijo el coordinador del máster; Luis Prados, señalándolos. Imponían, pero yo había venido a Madrid a comerme el mundo y nadie parecía sentir un amor a primera vista por esa sección.
—Niña, me han dicho que eres de Jaén, ¿no? O sea, terrateniente —me soltó Ricardo, que me doblaba la edad, antes de que llegara a colgar mi bolso.
—No. Mi padre es jornalero.
—Sí, claro, eso dicen todos. Y por eso estás aquí…
Pensé que, una vez más, me había equivocado de lugar. Pero no, había llegado sin saberlo a un lugar a la altura de mis sueños. No le dije a mi jefe que necesitaba un trabajo, uno en el que ganara dinero mientras cursaba becada el máster del periódico y trabajaba en la redacción por la tarde. Días después, el que ya era mi jefe me escuchó concertar una entrevista por teléfono.
—¿Dónde es la entrevista, en la calle Orense?
—Sí, no la conozco. He visto que está por el Bernabéu. Voy a poner copas en un pub por las noches y los fines de semana.
—Te llevo y te espero en la puerta hasta que termines —me dijo en un tono que no admitía negativas.
El pub que me iba a permitir quedarme en Madrid resultó ser una «wisquería», un club de alterne encubierto, como descubrí, con rabia y decepción, nada más bajar las escaleras una noche lluviosa de octubre de 1997. No hubo entrevista. Cuando salí, mi jefe me estaba esperando. Más de veinte años después no he borrado el recuerdo de mi sensación de fracaso.
—Va a ser verdad que no eres terrateniente. ¿Tanto necesitas un trabajo? —me preguntó sentado al volante en aquella calle que yo nunca había pisado.
—Es la única forma que tengo de quedarme en Madrid —le dije sorbiéndome las lágrimas.
—¿Y quieres hacer sucesos, seguro?
—No sé nada de ese mundo, pero te prometo que aprenderé.
—Estos días me he dado cuenta de que se te da bien pillar erratas y corregir. Vamos a buscarte algo de eso porque los muertos no tienen hora y nunca sabrás cuándo vas a salir del periódico. Venga, vamos a tomar una cerveza y me cuentas.
Aquella noche debuté en mi vida profesional como «sucesera»; la «nota roja» o «policiales», como la llaman los colegas suramericanos, y viví la paradoja en los siguientes meses de compatibilizar mis primeros crímenes en la calle con la corrección de libros de madrugada para una editorial. Mi jefe, con sus tirantes, su ciclotimia a cuestas y su corazón de rinoceronte, cumplió y me ayudó a quedarme en Madrid. Un club de alterne disfrazado marcó mi destino. Y un puñado de periodistas sin reloj ni más ambición que la exactitud y la verdad. Al primer muerto al que le vi la cara estaba en una cámara del Instituto Anatómico Forense. Era una prostituta y la había apuñalado un cliente. Pero eso fue meses después, cuando ya me había enamorado de los sucesos y de desgastar zapatos en la calle.
Los años de estreno
En aquellos primeros crímenes iniciáticos que cuentan los protagonistas, las herramientas de investigación eran mínimas, rudimentarias si se aplica una mirada actual. Hubo un tiempo en que las máquinas de escribir eran las compañeras inseparables del instructor de un homicidio. Un apéndice del investigador que tenía que interrogar sobre la marcha y en cualquier lado. «Yo he tomado declaración y he escrito un atestado sentado en una piedra».
El relato de Jesús Rubio nos conduce hasta un crimen vulgar y triste, una vida a cambio de 200 pesetas (un euro y pico). Ocurrió en Paracuellos del Jarama en 1985. Un hombre mudo y su compañera; ambos bordeaban la indigencia.
«En mi pueblo había un mudo, el único, y yo siempre hablaba con él; nos entendíamos bien, así que allí llegué yo a ofrecerme. Vivían en una nave medio abandonada. El hombre no sabía escribir, no había pisado la escuela y tampoco hablaba, por eso, al redactar la declaración, yo escribí en lugar de “manifiesta que…”, “quiero entender que dice que…”. Lo otro habría sido mentir. Me contó que discutieron, él se fue por ahí y al volver le pidió a ella 200 pesetas. La mujer, su pareja, se negó y él cogió una barra de hierro y la mató a golpes. Vivían de la chatarra y de la limosna. Por lo menos le tomé cinco folios de declaración por señas. Al rato apareció una testigo. Allí no había dónde colocarse, así que sobre la marcha también le tomé declaración con la máquina de escribir que llevábamos en la furgoneta y sentado en una piedra. Cuando fuimos al juzgado de Alcalá de Henares con el detenido, se pidió un intérprete de lengua de signos. Llegó, empezó la declaración, pero ni el mudo entendía al intérprete ni él al mudo. El juez estaba desesperado. “Señoría, si quiere hago yo de intérprete”; me ofrecí, y así lo hicimos. Yo creo que el juez quedó contento».
Las ocurrencias de Jesús en el día a día son legendarias en la Comandancia. «Resuelve como puedas, pero resuelve», sería su lema. En una ocasión, llevaron a cabo una redada y acabaron nada más y nada menos que con cuarenta y un chinos detenidos. Por supuesto, no había intérpretes ni forma de saber quién era quién. Jesús ordenó que los formaran a todos en el gran patio central de la corrala y entregó a cada uno un papel numerado. «A falta de nombres, las matemáticas no fallan», cuenta conteniendo la risa.
El caso del mudo no es único. La muerte banal, sin motivo, se la han encontrado con demasiada frecuencia. «Por 20.000 pesetas mataron y emparedaron a un hombre que intentaba desengancharse de las drogas. Fue muy al principio. No he podido olvidarlo porque el hedor era insoportable cuando lo sacamos de la pared en la que lo habían encajado». El 16 de febrero de 1993 los agentes de Homicidios encontraron el cuerpo de Agapito Arenas, de 31 años, enladrillado en una casa semiabandonada de Vallecas. Estaba en pijama y metido en un saco de dormir. Le habían partido la cabeza con un pico. Lo identificaron gracias a un tatuaje en el brazo izquierdo con un corazón rojo, las iniciales de los nombres de sus dos hijos (S. I.) y unas ramas con una rosa. Detuvieron a los dos compañeros de piso y correrías de la víctima, uno de ellos un camello con numerosos antecedentes: José Becerra. El otro arrestado, Jesús Vioque, contó que vio cómo el primero golpeaba a la víctima con un pico en la cabeza. Dos días después lo emparedaron en un cuarto con ladrillos y escayola y allí permaneció tres meses. Más tarde tuvieron que abandonar la vivienda ante las quejas de los vecinos por el olor que desprendía y las moscas que se adueñaron del lugar.
Cuenta Jesús que en las vidas de los investigadores, como en las del resto, las piezas se van cruzando y uno acaba volviendo a lugares o personas que creyó dejar atrás. Antes de vestir de verde, cumplió el servicio militar en la base de El Goloso (Madrid). Muchos años después, cuando le encomendaron encargarse del apoyo a la jurisdicción militar, le tocó volver a su primer cuartel. «Habían robado una metralleta, justo en la tercera compañía, la mía. Yo no puedo entender cómo un soldado es capaz de eso. Robó el arma y se la vendió a unos narcos. La metralleta la encontramos en Granada».
Ni tuvo luna de miel ni se quedó al banquete de comunión de uno de sus tres hijos. Es paradójico que a alguien a quien le gusta tanto celebrar le congelaran dos de esas fechas marcadas en rojo en cualquier biografía. «La llamada no fallaba. Si tenías un acto familiar importante, tocaba muerto. En nuestro caso, la tradición marcaba que cayera uno siempre en Nochebuena o Nochevieja. Ya lo esperábamos. No fallaba, casi todos los años cuando estabas cenando con la familia te llamaban y había que dejarlo todo. Una de las veces que más me costó levantarme de la mesa y salir pitando fue el día de la comunión de mi hija mayor; los dejé en el banquete y me fui. No se me olvidará nunca. No solo por el día tan señalado que era, sino porque mis padres, ya mayores, habían venido a Madrid para la celebración y casi no pude ni verlos». En todos sus años de servicio solo pensó en marcharse en 1999. «Estaba agotado y harto de no ver crecer a mis hijos, pero seguí. Tenía mano para esto y era lo que siempre había querido ser».