Derecho y justicia internacional - Hans Kelsen - E-Book

Derecho y justicia internacional E-Book

Kelsen Hans

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La paz en la comunidad internacional es para Hans Kelsen una meta alcanzable por medio del derecho. Para lograr ese ansiado fin resulta fundamental limitar drásticamente las posibilidades del uso ilegítimo, pero también legítimo, de la guerra, o mejor aún, sustituir definitivamente ese instrumento primitivo de resolución de conflictos por una jurisdicción internacional capaz de hacer hablar el lenguaje del derecho frente al lenguaje de la fuerza. En los cinco escritos recogidos en este libro se puede observar nítidamente la evolución de la apuesta kelseniana por una justicia internacional en el recorrido que va desde 1934, cuando todavía no había estallado el gran conflicto bélico, hasta 1947, pasados ya los juicios de Núremberg. El lector comprobará cómo el sucederse de los acontecimientos históricos convulsiona la teoría pura del derecho y la somete a una de sus más duras pruebas. Los juicios celebrados entre 1945 y 1946, ¿suponen la culminación de la teoría kelseniana del derecho internacional o, más bien, la constatación de su fracaso? El estudio introductorio, a cargo de Cristina García Pascual y Jose Antonio García Sáez, ofrece claves de lectura para intentar responder a esta pregunta y profundizar en la compleja relación entre Kelsen y los procesos de Núremberg.

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Derecho y justicia internacionalAntes y después de Núremberg

Derecho y justicia internacionalAntes y después de Núremberg

Hans Kelsen

Edición deCristina García PascualJose Antonio García Sáez

Traducción deJose Antonio García SáezAntoni Llorente Ferreres

COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOSSerie Derecho

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2023

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61

E-mail: [email protected]

http://www.trotta.es

Traducido con la autorización del Hans-Kelsen-Institut, Viena

© Cristina García Pascual y Jose Antonio García Sáez, edición, 2023

© Jose Antonio García Sáez y Antoni Llorente Ferreres, traducción, 2023

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub) : 978-84-1364-205-5

CONTENIDO

Estudio introductorio. Derecho y justicia internacional: la apuesta de Hans Kelsen: Cristina García Pascual y Jose Antonio García Sáez

1.  La técnica del derecho internacional y la organización de la paz (1934)

2.  Las condiciones esenciales de la justicia internacional (1941)

3.  La estrategia de la paz (1944)

4.  La regla contra la irretroactividad y el enjuiciamiento a los criminales de guerra del Eje (1945)

5.  ¿Constituirá el juicio de Núremberg un precedente en derecho internacional? (1947)

Índice

Estudio introductorio

DERECHO Y JUSTICIA INTERNACIONAL: LA APUESTA DE HANS KELSEN

Cristina García Pascual Jose Antonio García Sáez

En la imponente producción bibliográfica de Hans Kelsen, especialmente en aquellos trabajos que tienen que ver con el derecho internacional, se puede apreciar una preocupación constante, un temor más o menos explícito que vertebra muchas de sus ideas y en torno al que giran algunos de sus más conocidos posicionamientos teóricos. Nos referimos, claro está, al temor a la guerra, entendida y sentida por el jurista austriaco como el mayor de los males, el enemigo que vencer utilizando todos los instrumentos que nos ofrece la ciencia del derecho.

El mal de la guerra perseguirá a Kelsen a través de los acontecimientos que marcaran su biografía, se expresará en sus elecciones vitales, su huida al exilio y también en la selección de problemas a cuyo estudio dedicará su larga carrera. Nacido en 1881 como ciudadano del Imperio austrohúngaro, por dos veces vivirá el clima prebélico que desembocará en las grandes guerras mundiales. Por dos veces verá en Europa crecer la exaltación de la violencia, constatará la fascinación de las masas por el hombre fuerte capaz de liderar la sociedad hacia las más altas conquistas. Asistirá a la desolación, a la destrucción. Sufrirá en carne propia las heridas imposibles de cerrar que las guerras dejan tras de sí.

Como jurista testigo de uno de los periodos más sangrientos de la historia de la humanidad, Kelsen tendrá que echar cuentas con los límites del derecho ante los escenarios más extremos. Ante eso que algunos filósofos denominaron el mal absoluto. ¿Cómo pensar el derecho tras el final de la Segunda Guerra Mundial? ¿Dónde queda la teoría pura del derecho ante tal herencia de violencia y devastación? ¿No fueron las grandes guerras la prueba evidente de la futilidad del derecho positivo, de la retórica vacía de las leyes? ¿No se había hecho evidente que no hay derecho allí donde se impone la decisión? ¿No es esta la clara lección que se debería extraer de la historia?

Como es sabido, la lectura que Kelsen hará de lo acontecido no transcurre por el terreno de la claudicación o del escepticismo jurídico. Su obra está cargada de propuestas que miran hacia el futuro. Kelsen no se pliega ante lo que para otros no es más que una evidencia: la impotencia del derecho ante la hydra del poder, que por definición no acepta regla alguna. Al contrario: el padre de la teoría pura del derecho reivindica, antes y después de mayo de 1945, el derecho como el instrumento privilegiado no solo para evitar la guerra, sino también para gestionar sus consecuencias. El derecho es el medio para la construcción de la paz. O, dicho de otra manera, si la guerra «es un asesinato en masa, la mayor desgracia de nuestra cultura» (2003a, 35), el progreso del orden jurídico es el único camino hacia la paz.

Solo en el marco del orden jurídico internacional modernizado, perfeccionado a través de la instauración de una jurisdicción supraestatal, será posible resolver los conflictos entre países o pacificar las sociedades. Desde los años veinte, Kelsen reclamaba en sus escritos un tribunal internacional permanente de jurisdicción obligatoria capaz de resolver los conflictos antes de que las partes recurriesen a la violencia. Capaz, también, de establecer la responsabilidad individual de los infractores de las normas internacionales y sancionarlos penalmente cuando la violencia ya hubiese acontecido. Existe, pues, sin duda alguna, un hilo conductor entre las tesis kelsenianas expresadas, entre otras obras, en La paz por medio del derecho y los juicios de Núremberg. Sabemos que Kelsen trabajó a partir de abril de 1945 para la Oficina de Crímenes de Guerra del Gobierno estadounidense elaborando hasta ocho informes jurídicos (Olechowski, 2016, 106; García-Salmones, 2020, 189). Y, no obstante, resulta difícil calibrar exactamente lo que Núremberg, con sus luces y sombras, debe a las tesis kelsenianas y lo que esos procesos significaron realmente para el gran jurista.

Por un lado, los juicios de Núremberg ponen el punto final a la Segunda Guerra Mundial. Y lo ponen precisamente traduciendo en términos jurídicos lo que se presentaba como un problema exclusivamente político. Bajo el supuesto de que los países no delinquen, delinquen las personas, a través de los juicios de Núremberg se conseguirá determinar la responsabilidad individual de quienes habían sido algunos de los grandes criminales durante la guerra. Por otro lado, sin embargo, ese logro se consigue a costa de aceptar un proceso manifiestamente limitado en su universalidad, en la medida en que allí únicamente son juzgados los responsables de los crímenes cometidos por una de las partes en conflicto, la parte de los perdedores. Son los propios vencedores, los países aliados, quienes imparten la justicia sobre los vencidos, los países del Eje. El principio de persecución penal deviene así en algo selectivo, según sea la adscripción nacional, militar o ideológica del autor del crimen. En este sentido, cabe preguntarse si Núremberg es un triunfo o más bien un fracaso de las tesis defendidas por Kelsen. Si estamos ante una conquista de la razón jurídica o ante una nueva expresión de sus limitaciones. Los juicios celebrados entre 1945 y 1946, ¿suponen la culminación o el fracaso de la teoría kelseniana del derecho internacional? La perspectiva que nos da el tiempo, así como los nuevos acontecimientos que sacuden el panorama mundial, nos pueden ayudar a elaborar una respuesta para esta intrincada pregunta.

Con el objetivo de responder a esta y otras cuestiones hemos recogido en este pequeño libro cinco escritos de Hans Kelsen en torno al problema de la paz y el derecho internacional. Cinco escritos que sirven para estudiar la evolución de sus tesis internacionalistas en el recorrido que va desde 1934, cuando todavía no había estallado el gran conflicto bélico, hasta 1947, pasados ya los juicios de Núremberg. A través de su lectura se puede observar cómo la realidad convulsiona la teoría pura del derecho, sometida a lo que podría ser su momento más alto de tensión. Se trata de cinco textos, por otra parte, que hasta ahora eran de difícil acceso para el público hispanohablante y que aportan luz sobre el Kelsen internacionalista, que no es siempre el Kelsen más conocido, aunque sí fue el más prolífico1, y tal vez el más inspirador. Queremos contribuir de esta manera a la contextualización y al mejor conocimiento de la teoría y la filosofía kelseniana del derecho internacional, añadiendo este volumen a una lista de traducciones en castellano que todavía dista mucho de ser completa.

La paz, una cuestión técnica

El primero de los escritos que aquí se presentan, La técnica del derecho internacional y la organización de la paz (1934), deriva de la lección inaugural que Kelsen impartió al incorporarse al prestigioso Institut d’Hautes Études Internationales de Ginebra en 1933. Antes de llegar a Suiza, Kelsen había pasado tres años en Alemania, concretamente en Colonia. Se traslada a Alemania en plena crisis de la República de Weimar, en 1930, al mismo tiempo que el Partido Nacionalsocialista se consolidaba como la segunda fuerza política del Reichstag. En Colonia el derecho internacional se convierte en su ocupación principal, teniendo a su disposición un instituto de investigación y ayudantes pagados por primera vez, gracias a las gestiones del mismísimo Konrad Adenauer (Métall, 2010, 75; Olechowski, 2020, 481). En julio de 1932 es elegido decano de la Facultad de Derecho, pero su mandato se frustra en abril de 1933 cuando, al ascender Hitler a la cancillería, resulta ser uno de los primeros profesores expulsados de la universidad alemana. Es bien conocido su encuentro en Colonia con el que tantas veces ha sido considerado su absoluto antagonista: Carl Schmitt. Y también es sabido que Schmitt, pese a haber contado con el apoyo de Kelsen como decano para ser contratado en la facultad, se negaría a firmar la carta de apoyo que el claustro de profesores promovió para tratar de evitar la destitución del vienés2. Menos sabido es, en cambio, que la Cátedra de Derecho Internacional que Kelsen dejaba vacante sería ocupada en 1937 por Hermann Jahrreiss, quien ejercerá en Núremberg como abogado del nazi Alfred Jodl y quien, en representación de todas las defensas, expondrá durante el juicio las tesis de Schmitt relativas al carácter ilegítimo de la aplicación retroactiva de las sanciones (Hathaway y Shapiro, 2017, 285-288).

Centrándonos en el texto La técnica del derecho internacional y la organización de la paz, podemos ver como en él se refleja la intensa preocupación por el problema de la guerra, a la vez que se dibuja con toda nitidez una idea esencial del pensamiento kelseniano: la paz es una cuestión de técnica jurídica. Tanto es así que cualquier pacifista, cualquier amante de la paz, debería —según Kelsen— abrazarse a la idea no de un desarme de todos los países, aspiración noble pero utópica, sino a la idea del perfeccionamiento lento pero constante del derecho internacional. Estamos en 1934 y todavía podía caber alguna esperanza. Una segunda gran guerra europea no era un escenario evidente, aunque tampoco descartable. El Tercer Reich aún no había comenzado su expansión —impulsada por la famosa doctrina del Lebensraum, que tanto guardaba en común con el Grossraum schmittiano—. La Italia fascista todavía no había invadido Abisinia. Sin embargo, cientos de intelectuales judíos de toda Europa, privados de su ciudadanía, empezaban a recalar en Suiza ante el enorme movimiento que ya se había comenzado a fraguar. En octubre de 1933 Alemania había abandonado la Sociedad de las Naciones. Unos meses antes lo había hecho Japón. Tanto el Pacto de la Sociedad de las Naciones como el Pacto Briand-Kellogg eran en aquel momento dos de los instrumentos internacionales fundamentales para la preservación de la paz. De su efectividad, de que los Estados miembros fueran capaces de hacer cumplir sus previsiones, dependían la paz de un continente y las vidas de millones de personas. Pero ambos pactos internacionales parecían partir de premisas muy distintas y, desde luego, apuntaban hacia soluciones muy diferentes; incluso contradictorias entre sí. Así lo consideró Kelsen, que escribió sobre ellos extensamente, siempre con la vocación de contribuir a la pacificación de las relaciones internacionales a través del perfeccionamiento de la técnica jurídica.

La Sociedad de las Naciones, hija de la Primera Guerra Mundial, fue inicialmente contemplada por Kelsen como una muestra del constante proceso hacia la centralización de las funciones del derecho internacional. Durante su paso por Ginebra, entre 1933 y 1940, cuando la Sociedad atravesaba sus años más difíciles, pudo estar muy cerca de quienes trabajaban en ella y evaluar con detalle su funcionamiento. A propuesta del director del Institut d’Hautes Études Internationales, William E. Rappard, Kelsen realizó varios informes breves sobre las posibles vías de mejora técnica del Pacto de la Sociedad de las Naciones (Ladavac, 2012, 88)3. A partir del trabajo realizado en esos informes, Kelsen publicó la monografía Legal Technique in International Law (1939). La obra primero incluye un apartado dedicado a reflexionar sobre los principios de la técnica jurídica y, a continuación, ofrece un amplio catálogo de las posibles interpretaciones acerca de cada uno de los veintiséis artículos que componen el Pacto, proponiendo en muchos casos una redacción alternativa. Es el mismo ejercicio analítico que realizará años más tarde, y en una extensión abrumadora de casi mil páginas, con la Carta de las Naciones Unidas (Kelsen, 2000).

Tanto el libro dedicado a la Sociedad de las Naciones como el dedicado a las Naciones Unidas constituyen, ante todo, dos notables ejercicios de interpretación jurídica en el marco de la característica teoría de la interpretación sostenida por Kelsen. Cabe recordar que en el esquema de producción-aplicación de las normas jurídicas, las normas de jerarquía superior determinan el contenido de las normas inferiores. Esa determinación, sin embargo, no es completa, sino relativa. A diferencia de lo que ocurría bajo algunas posiciones del positivismo más ingenuo, o tal vez más cínico —aquellas que consideraban al juez como un autómata del derecho que aplicaba la ley al caso concreto sin que mediara una operación interpretativa—, Kelsen (2011, 102) considera que siempre resta un margen más o menos amplio de libre apreciación para el órgano competente que, al tiempo que aplica la norma superior, produce la norma inferior. Es decir, queda siempre lugar para un acto de voluntad. Y esa voluntad se expresa a través de las diferentes formas de interpretar una norma. Kelsen, en su positivismo, niega que desde un punto de vista jurídico se pueda afirmar cuál es la mejor forma de interpretar una norma. Niega, en consecuencia, que se pueda determinar la aplicación de uno u otro método de interpretación en función de criterios estrictamente jurídicos (2011, 105). De ahí que tenga sentido que en las sentencias de los tribunales, junto con el voto mayoritario, quepan los llamados votos particulares u opiniones disidentes, que recogen otras posibles interpretaciones de la norma que aplicar. La elección del criterio correcto para interpretar una norma no corresponde, entonces, a la ciencia del derecho, sino que se trata de una cuestión inevitablemente política (1939, 12). Por ese motivo, la función del jurista en los casos ambiguos —es decir, en los casos en los que la norma posibilite interpretaciones dispares— no consiste en decir cuál es la solución correcta, sino en exponer todos los significados posibles de una norma (22009b, 356), incluidas aquellas interpretaciones no previstas por el legislador pero posibles dentro del tenor literal de la norma, e incluidas también aquellas que puedan resultar políticamente indeseables al propio jurista que las muestra como posibles.

La ambigüedad —propia de las normas internacionales, pero en absoluto exclusiva de ellas— con la que estaba redactado el Pacto de la Sociedad de las Naciones facilitaba las críticas de quienes querían ver en él un mero documento político. Por eso, una tarea prioritaria para Kelsen fue defender la naturaleza jurídica del Pacto. Considerar el Pacto un instrumento meramente político era tanto como negar que las diferencias surgidas de su aplicación pudieran ser resueltas jurídicamente (por ejemplo, Morgenthau, 1946, 119); esto es, sometiéndolas a la autoridad de un tribunal —en este caso de la Corte Permanente de Justicia Internacional—. De ningún modo, argumenta Kelsen, la vaguedad y la ambigüedad que aquejan al Pacto merman su valor en tanto que norma jurídica. Se trata de una norma producida de conformidad con los procedimientos propios de cualquier tratado internacional y que establece entre sus miembros una serie de derechos y obligaciones a cuyo incumplimiento se imputan sanciones. Tampoco merma su valor jurídico el hecho de que el Pacto esté explícitamente destinado a la consecución de objetivos de naturaleza innegablemente política, tales como la promoción de la cooperación entre las naciones o el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales: «desde el momento en el que las normas [de derecho internacional] tienen carácter de reglas de derecho, no son menos jurídicas que los artículos de un código civil, por mucho que estén destinadas a obtener resultados políticos» (1939, 9).

La ambigüedad que afecta a una norma jurídica puede ser intencionada o no. Si es intencionada, sostiene Kelsen, la técnica de la ambigüedad puede ser útil en cuanto que permite la adaptación de una norma a distintos escenarios de situaciones fácticas (1939, 11). Pero si, por el contrario, no es intencionada, entonces suele ser fruto de una defectuosa técnica legislativa que acarreará problemas en la aplicación de la norma. En el caso de la ambigüedad que afectaba al Pacto de la Sociedad de las Naciones, puede decirse que se trata de una combinación de ambos factores. Se trata en parte de una ambigüedad intencionada, porque resulta propio de un tratado de las características del Pacto, con su vocación universalista, dejar un amplio margen de indeterminación en sus prescripciones para conseguir la adhesión del mayor número de Estados posible. Pero, por otro lado, se trata también de una ambigüedad en buena medida consecuencia de una mala técnica legislativa. Este defecto fue achacado por Kelsen, entre otros factores, al propio presidente Woodrow Wilson, quien para traducir sus famosos Catorce Puntos al derecho positivo se rodeó de un número muy insuficiente de juristas. El resultado fue un tratado «más que imperfecto desde un punto de vista técnico», cuyas previsiones eran extremadamente vagas e imprecisas (1939, 16). Ante esa imperfección técnica, Kelsen plantea la necesidad de proceder bien a una reforma jurídico-política, bien a una revisión jurídico-técnica del Pacto. Entre una u otra opción en realidad, argumenta, no existe tanta diferencia, puesto que una revisión técnica también es susceptible de provocar un cambio en la aplicación del derecho (1939, 18). La tarea de revisión que emprende Kelsen en su libro de 1939, cuando la organización estaba ya —por así decir— tocada y hundida, es una muestra más de su fe en el derecho4; pero no de su ingenuidad o de su desentendimiento de las circunstancias políticas reales. Prueba de esto último es que declara ser consciente de que su propuesta de revisión difícilmente llegará a tener ningún efecto sobre los líderes políticos. El motivo para no cejar en su empeño reside en que al menos su crítica pueda servir como una contribución a la técnica jurídica del futuro (1939, 24).

Entrando en algunos aspectos concretos de la crítica al Pacto, expuestos en varias publicaciones, cabe reparar en que lo que Kelsen atacó con más dureza fue el uso abusivo de la palabra justicia. Si el Pacto hubiera hablado menos de justicia y más de técnica jurídica, la Sociedad de las Naciones probablemente hubiera obtenido un resultado diverso en su fracasada tarea de mantener la paz y la seguridad. A partir de ahí, considera que el gran defecto estructural del Pacto fue el hecho de que la Corte Permanente de Justicia Internacional quedara fuera del mismo5. En su opinión, el tribunal no solamente hubiera debido formar parte del Pacto, sino que hubiera debido configurarse como el órgano central del entero sistema de la Sociedad de las Naciones. En lugar de eso, se estableció el Consejo como su principal órgano, seguido en importancia por la Asamblea General, proporcionando así la ilusión de una similitud con los poderes ejecutivo y legislativo que encontraríamos en el ámbito de un Estado.

Pero las razones para defender la centralidad de la Corte no solo tienen que ver con la exigencia de instituir un tercero que determine si se ha producido un ilícito y qué sanción procede aplicar si fuera el caso —esto es, con una cuestión técnico-jurídica—. Encontraremos que Kelsen también aporta razones estratégicas y políticas. Dado que la soberanía seguía siendo atributo irrenunciable de los Estados, no fue posible establecer el principio de mayoría en el seno del Consejo, circunstancia que lo hizo tremendamente inoperativo para adoptar las resoluciones más relevantes; es decir, aquellas que tenían que ver con el mantenimiento de la paz6. No existía la posibilidad de obligar a ningún Estado miembro en contra de su voluntad. En esas circunstancias, Kelsen considera que el único órgano cuyas decisiones acatarían los Estados sin haber contribuido a su formación es un tribunal. De hecho, «el principio mayoritario, que quedó sistemáticamente excluido del procedimiento del Consejo y de la Asamblea, sí que fue introducido sin dificultad alguna en [el estatuto] del tribunal» (1996, 186). En efecto, esta idea se confirma teniendo en cuenta que, de entre las principales tareas encomendadas a la Sociedad, solo tuvieron un éxito relativo aquellas relacionadas con la resolución de pleitos a través de la sumisión de asuntos al arbitraje o a la jurisdicción. Muy distinta fue la cuestión relativa a la protección de los Estados miembros respecto de las agresiones llevadas a cabo por Estados no miembros. Kelsen llama la atención sobre la potente contradicción existente entre la obligación impuesta por el artículo 8, relativa a restringir el armamento, y la obligación del artículo 11 de prestar ayuda al miembro de la comunidad que resulte atacado por un tercero (1939, 63). La lógica del desarme que establece el primero de los artículos parece difícilmente compatible con el mecanismo de seguridad colectiva establecido por el segundo. El desarme de los Estados únicamente sería factible si fuera acompañado por el consiguiente rearme de la comunidad internacional. A falta de este —que parecía en aquel momento muy improbable de obtener—, el desarme resulta un riesgo para el conjunto de los miembros de la organización: «estar desarmado es estar sin derechos», afirmará Kelsen una y otra vez, bajo la convicción de que apostar por el desarme sería favorecer a quienes violen el derecho internacional7.

Las deficiencias del Pacto de la Sociedad de las Naciones parecen justificar el Pacto de París, más conocido como Pacto Briand-Kellogg, firmado en agosto de 1928 por quince países que se comprometían solemnemente a renunciar a la guerra como medio para solucionar las controversias internacionales. En un interesante libro, Oona Hathaway y Scott Shapiro (2017) han sostenido que el Pacto Briand-Kellogg supuso un auténtico hito en la evolución del derecho internacional, marcando el paso del viejo al nuevo orden mundial. En el viejo orden, derivado de la Paz de Westfalia de 1648 y construido sobre los fundamentos teóricos de Hugo Grocio, la guerra era la consecuencia inevitable de conflictos entre los países y un medio válido para resolver esos conflictos. La fuerza era la medida de los derechos. Las negociaciones diplomáticas entre Estados solían estar precedidas por demostraciones de capacidad militar. Y las tierras adquiridas mediante conquista eran reconocidas por los terceros países, que se guiaban por el principio de neutralidad. Para Hathaway y Shapiro, el Pacto Briand-Kellogg, con sus tres sencillos artículos, significó el fin de ese sistema westfaliano. Por supuesto, después del Pacto siguió habiendo guerras. Once años después de su firma se declaró, de hecho, la guerra más sangrienta de la historia, con al menos cincuenta millones de víctimas mortales. Sin embargo, el Pacto no merece ser juzgado por su capacidad para evitar la guerra —capacidad que por sí misma ninguna norma jurídica puede poseer—, sino por las consecuencias jurídicas que establece frente a su incumplimiento. Es en este aspecto en el que el Pacto Briand-Kellogg resulta un remarcable hito histórico, puesto que constituyó la referencia que se tomó tras la Segunda Guerra Mundial para restituir los territorios que habían sido anexionados mediante la fuerza por las potencias del Eje. Estudios cuantitativos dirigidos por Hathaway y Shapiro muestran que antes de la firma del Pacto, en el viejo orden mundial, de media, se producía una conquista territorial en el mundo cada diez meses. Tras el Pacto, esta estadística descendió notablemente hasta llegar a la media de una conquista territorial cada cuatro años. Si antes del Pacto cada año eran violentamente adquiridos una media de 295 486 km2, la cifra se ha reducido en nuestros días a 14 950 km2 (2017, 314). En definitiva, aunque el derecho internacional se pueda incumplir —y de hecho se incumpla cada día—, estos datos pueden indicar que la entrada en vigor del Pacto no resultó inocua, sino que tuvo efectos concretos y mensurables sobre el comportamiento de los Estados en la esfera internacional.

Kelsen, desde luego, no guarda una opinión tan favorable del Pacto Briand-Kellogg. No solamente lo criticó en su texto de 1934, cuando todavía no había desplegado en Núremberg sus efectos en relación a la determinación de los llamados crímenes contra la paz, sino que lo siguió criticando, más allá de los años treinta, en la mayoría de sus obras sobre derecho internacional (2003b, 29; 2001b, 55). Y es que el Pacto, desde su punto de vista, estaba basado en un precario conocimiento del derecho internacional en particular, pero también del derecho en general. «El derecho es un orden de coerción», sostiene Kelsen con total contundencia. Lo que caracteriza cualquier orden jurídico es su capacidad de imponer sanciones, si es necesario, por la fuerza. Ese es su rasgo particular, su especificidad, lo que diferencia al derecho de otros órdenes normativos como la moral o la religión. Como cualquier derecho, el internacional tiene que ser también un orden coactivo que prescribe sanciones. No podría ser de otra manera si hablamos de orden jurídico, y lo es, así, constitutivamente, desde mucho antes de que se firmará el Pacto. Ciertamente Kelsen sabe que tal afirmación está lejos de suscitar consenso entre los prácticos y los teóricos del derecho. La naturaleza jurídica del derecho internacional se cuestiona por los propios juristas desde hace siglos. El caso más conocido tal vez sea el de John Austin (51911, 575) o, en tiempos más cercanos, el de Herbert L. A. Hart (21994, 213), aunque se pueden encontrar un abanico de posturas que, con diferentes matices, niegan la entidad jurídica del derecho internacional (García Pascual, 2015, 89). Muchos «negacionistas» pondrán en duda la existencia real de una coerción internacional institucionalizada. Negarán lo que para Kelsen no deja de ser una evidencia: que la guerra y las represalias son sanciones del derecho. La perspectiva contraria sirvió, por ejemplo, para calificar al derecho internacional como una especie de no derecho o como un derecho anárquico (Jellinek, 2000, 355; Heller, 1995, 309). Y, sin embargo, el término derecho anárquico constituirá para Kelsen un monumental oxímoron: el derecho nunca puede ser anárquico, porque la anarquía es precisamente la ausencia del derecho. Su reivindicación del derecho internacional como un orden jurídico parte necesariamente de la indubitada constatación de la existencia de instrumentos sancionadores en el ámbito de la comunidad internacional. Tales instrumentos son la guerra y las represalias8.

De manera que Kelsen afirma el derecho internacional como un orden coactivo en la medida en que bajo sus reglas una acción bélica solo puede ser entendida bien como delito, bien como sanción, tal y como queda establecido por la costumbre internacional. La afirmación de que la guerra conforme a derecho sea lo que otorga carácter jurídico al ordenamiento internacional puede ser contemplada como una contradictio in terminis si consideramos que la acción bélica, en la práctica, supone la negación de la vigencia de tantas normas jurídicas9. Kelsen es consciente de ello, pero argumenta que la aporía es solo aparente. Cualquier ordenamiento jurídico, no solo el internacional, debe estar en condiciones de hacer uso de la fuerza precisamente para que los individuos no hagan un uso particular y arbitrario de ella. Esto no implica necesariamente que el uso legítimo de la fuerza deba ser ejercido por un órgano especializado, pero sí que sea el propio ordenamiento jurídico el que determine en qué circunstancias y por quiénes puede ser ejercida la coacción. Cualquier coacción que sea ejercida fuera de las circunstancias determinadas por el ordenamiento se convertirá en un ilícito. De este modo, dentro del sistema jurídico, la coacción únicamente puede ser considerada bien como una sanción, bien como un ilícito. El derecho se vuelve así un instrumento pacificador precisamente porque al ser la coacción ejercida de un modo centralizado o, al menos, jurídicamente determinado, resultan consiguientemente prohibidos los actos de coacción que pudieran ser ejercidos por los particulares (2009a, 13). Dicho de otra manera, el ordenamiento internacional no prohíbe todas las guerras, sino solo las de agresión. Esto es, la guerra de parte del Estado que es el primero en cometer un acto hostil de fuerza, y no aquella guerra emprendida por el Estado que se defiende contra su agresor. De manera más explícita, Kelsen dirá que «la guerra y la contra-guerra están en la misma relación recíproca que el homicidio y la pena capital» (2003b, 28).

La acción bélica, pues, desde el punto de vista del derecho internacional, o es delito o es sanción. No caben opciones intermedias. O se trata de una reacción ante una violación del derecho internacional, o se trata en sí misma y directamente de una violación del derecho internacional. Una muestra evidente de que la guerra debe ser —y es— considerada por la comunidad internacional como una sanción jurídica lo constituye el hecho de que quienes han llevado a cabo cualquier tipo de acción bélica siempre se han esforzado en justificarla apoyándose en el derecho. A lo largo de la historia, afirma Kelsen, los Estados constantemente han tratado de buscar argumentos jurídicos con los que justificar sus guerras (2023a, 76)10. Se podría decir que existe la creencia compartida de que la única guerra que puede considerarse como una sanción, que puede considerase, por tanto, guerra justa o, mejor, guerra legal es aquella conforme al ius, conforme a las prescripciones del derecho. Todo lo demás será una violación del mismo, ilegalidades, crímenes.

En este sentido, Kelsen considerará que los acuerdos entre Estados, como el Pacto Briand-Kellogg, dirigidos a prohibir la guerra puede que sean positivos en el terreno político; sin embargo, en el terreno jurídico no sirven absolutamente de nada, puesto que la guerra ya se encontraba prohibida de forma general por el derecho internacional consuetudinario (1932, 135). Como sanción, qué duda cabe, es un instrumento tosco: por su carácter objetivo, la mayor parte de las veces hace pagar a población civil inocente por los desmanes llevados a cabo por sus gobernantes. Pero Kelsen insiste en que su eliminación no es únicamente cuestión de voluntad política, sino de técnica jurídica. Si se quiere eliminar la guerra del escenario internacional, hay que actuar como un cirujano que debe conocer exactamente la función del órgano que se propone extirpar del cuerpo humano para mantener y estimular la vida en ese cuerpo (2023a, 73). La eliminación de la guerra, en consecuencia, solo sería viable en el caso de que se estableciera otro mecanismo capaz de ejercer la coacción en el ámbito internacional. Ahí irán dirigidos todos los esfuerzos del jurista vienés. Pero mientras no se instituya tal mecanismo, no puede más que aceptarse la guerra en tanto que instrumento sancionador. Símbolo, si se quiere, de la situación precaria y primitiva en la que se encuentra el derecho internacional y, al mismo tiempo, paradójico fundamento de su naturaleza jurídica.

Preparando una justicia internacional

Convencido de que Suiza no podría mantenerse neutral ante la brutal escalada de violencia que estaba viviendo el continente europeo (Kelsen, 2008b, 168), en 1940 Kelsen buscará refugio en Estados Unidos. Los dos siguientes trabajos aquí presentados, Las condiciones esenciales de la justicia internacional (1941) y La estrategia para la paz (1944) se escriben, pues, ya desde Norteamérica y forman parte del proceso de evolución intelectual que concluiría en La paz por medio del derecho, publicado en su traducción española por esta misma editorial. Ambos textos coinciden en señalar la importancia que tiene la institución de un tribunal internacional en el establecimiento de una paz mundial estable. En tanto que los Estados no acepten someter sus diferencias a la autoridad de un tribunal permanente dotado de jurisdicción obligatoria, la guerra no puede ser eficazmente eliminada del derecho internacional. Varios puntos deben ser abordados para poner en su justa dimensión los fundamentos y las consecuencias de esta idea.

Cabe reparar en que la Segunda Guerra Mundial está en marcha mientras Kelsen escribe estos dos textos. La Sociedad de las Naciones y el Pacto Briand-Kellogg, definitivamente, habían fracasado en su cometido de mantener la paz. Ante ello, en lugar de adoptar una actitud derrotista, Kelsen alerta de los peligros del desánimo y redobla los esfuerzos en su trabajo teórico. Si el texto de 1941 tiene el tono de un análisis crítico, en el texto de 1944 está pensando sobre todo en la nueva sociedad que podrá surgir de las cenizas de la guerra. Está ofreciendo, de la manera más clara y sintética posible, su receta para preparar la justicia internacional del futuro. Un futuro que, todavía hoy, es nuestro presente.

Ese empeño resulta todavía más meritorio si tenemos en cuenta que su llegada a los Estados Unidos no había sido sencilla. Como tantos otros académicos exiliados, Kelsen tuvo que acudir a pedir ayuda a las oficinas de la Rockefeller Foundation, que se comprometió a subvencionar las ofertas de trabajo que recibiera (Nitsch, 2009: XXIX). Esa fue una contribución decisiva para que la Universidad de Harvard le encargara dictar las famosas Oliver Wendell Holmes Lectures en el curso 1940-194111. Estuvo un curso más en Harvard como research associate in Jurisprudence, pero en el curso siguiente la universidad que le había nombrado doctor honoris causa no renovó su contrato alegando no disponer de fondos suficientes para remunerarle de acuerdo con su prestigio académico (Kelsen, 2008b, 171). Tras un breve paso por el Wellesley College de Massachusetts, Kelsen llegaría como profesor invitado a Berkeley en verano de 1942, y allí permanecería hasta el final de su carrera académica.

Resulta destacable que el lugar de trabajo del ya sexagenario Kelsen no fuese una facultad de Derecho, sino de Ciencia Política. El enfoque de la enseñanza del derecho en el nuevo contexto era muy diferente al del Viejo Continente. La School of Law era una institución dedicada a la formación para la práctica jurídica, donde tenían un difícil encaje materias como la teoría del Estado o la filosofía del derecho que tanto habían florecido en las universidades europeas. Por el contrario, las materias propias de la ciencia política que se había comenzado a desarrollar en América, en Europa eran un asunto del que se ocupaban fundamentalmente los iuspublicistas (Losano, 2011, 256). Sobre esta circunstancia aporta datos reveladores un estudio elaborado por Alfons Söllner sobre la base de sesenta y cuatro académicos exiliados entre 1933 y 1945 que, provenientes de países de lengua alemana, acabaron obteniendo un puesto en ciencia política en universidades extranjeras. De los sesenta y cuatro académicos estudiados —entre los que se encuentra Kelsen, pero también nombres tan relevantes como Hannah Arendt, Leo Gross, John Herz, Hans J. Morgenthau, Herbert Marcuse, Franz Neumann, Gerhart Niemeyer, Leo Strauss o Eric Voegelin—, el 85 % de ellos encontraría una plaza permanente en ciencia política en alguna universidad estadounidense, aproximadamente la mitad de los cuales se dedicarían al campo de las relaciones internacionales (Söllner, 1996, 259). Kelsen, sin embargo, siempre seguirá considerándose un jurista y permanecerá fiel a su teoría pura del derecho. Junto con su dedicación al derecho internacional y sus empeños por contribuir a la paz, emprenderá la difícil —y hasta cierto punto infructuosa (Bix, 2016)— labor de dialogar con la jurisprudencia analítica anglosajona (Kelsen, 1941) y, sobre todo, de sintetizar su doctrina pensando en el nuevo contexto norteamericano, cosa que hizo en su seminal obra General Theory of Law and State (1945).