Diarios - James A. Brush - E-Book

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James A. Brush

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Xavier Mina decidió en 1817 organizar una Expedición militar internacional –una de las primeras intervenciones exteriores en un conflicto interno– en apoyo del general Jose María Morelos, jefe de la insurgencia mexicana. Pero su objetivo fundamental no era sólo apoyar la independencia de México, sino la de toda la América insurgente como pieza inicial del derrumbe del absolutismo y de la opresión en América pero también en España. Para Mina, la liberación de la América española era la condición indispensable para el triunfo de la Constitución y de la libertad en España. El Diario de James Brush, el Informe de J. M. Webb, las Memorias de John Bradburn y el Diario de campaña de Andrés Terrés y Masaguer, son cuatro piezas relatadas en primera persona que hablan del valor, la capacidad de resistencia, los sueños de libertad, la esperanza, pero también los fracasos y la derrota de esa Expedición libertadora a México. Brush, Webb, Bradburn y Terrés conocieron a Mina y contaron sus vivencias –a su lado o en el bando contrario. Edición de Manuel Ortuño Martínez.

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James A. Brush, J. M. Webb, John Bradburn y Andrés Terrés y Masaguer

DiariosExpedición de Mina México (1817)

Edición de Manuel Ortuño Martínez

Trama editorial

Prólogo

Los bicentenarios de la Independencia están permitiendo la posibilidad de llevar a cabo una importante revisión de cierto tratamiento historiográfico que se había recibido, repetido y aceptado acríticamente a lo largo de decenios. Por fortuna, el espíritu crítico y renovador de las ciencias y la actitud dialogante, respetuosa de la opinión ajena de la mayoría de quienes practican la historiografía, permite plantear alternativas, caminos diferentes, vías de análisis y comprensión de la realidad a los modos y formas de percepción y explicación del pasado. Pero sobre todo, de los momentos previos e inaugurales que conformaron el proceso cultural, social y político que dio lugar a la formación, preñada de incertidumbres y cargada de sufrimientos y convulsiones, de las nuevas naciones americanas.

Los bicentenarios, que celebran en México tanto la Federación como los Estados, ofrecen visiones globales o locales de acuerdo con las distintas líneas de pensamiento dominante en cada institución. Pero también se llevan a cabo revisiones académicas novedosas que cuestionan hechos, actitudes y soluciones con la pretensión de acercarse a una comprensión más completa de la realidad de aquel proceso. Los estudiosos de la historia, los adictos a la historiografía, gentes mayores dueñas de experiencias y saberes, pero también nuevos doctorandos inquisitivos y atrevidos, se inclinan sobre el pasado para pedir respuestas y aclaraciones sobre tantos sucesos, vulgares o extraordinarios, que vale la pena explicar y comprender con mayor amplitud.

Uno de estos sucesos es el protagonizado por Xavier Mina, un joven idealista, atrevido y utópico –seguidor de otros utópicos que también acompañaron desde sus inicios al desarrollo de la civilización hispano-mexicana–. Mina, en el momento más difícil del proceso insurgente, decidió trasladarse de Europa a América en apoyo del «generalísimo» José María Morelos y del Congreso mexicano. Fue una intervención inesperada, inédita en su época, inicio de lo que enseguida serían las experiencias internacionalistas del romanticismo liberal del siglo XIX.

Una aclaración inicial de cierto interés tiene que ver precisamente con el nombre del que pronto sería «héroe en grado heroico» de la República recién estrenada. Desde su llegada a las costas de México se le nombró Francisco Javier, cuando su nombre realmente era y siempre fue el de Xavier, la manera como firmaba en todos los casos sus cartas, manifiestos y otros escritos. No es un hecho que acaeciera exclusivamente allí. En algunos documentos españoles del momento también se le denominó Francisco Javier, aunque por su parte y en todos los casos firmó siempre como Xavier.

(Francisco) Xavier Mina no ha sido a partir de entonces un desconocido para los mexicanos; todo lo contrario. Como llegó a México acompañado por Fray Servando Teresa de Mier, el imprevisible y fogoso ideólogo y constituyente de Nuevo León, su nombre resonó enseguida en la Cámara Constituyente cuando se discutía y redactaba la Constitución republicana. Mier lo calificó de «pobre Mina», al parecer porque no había aceptado y seguido sus sabios y en ocasiones alocados consejos. Su desembarco en Soto la Marina, su triunfal recorrido por la Huasteca, San Luis Potosí, Zacatecas y Guanajuato y la visita escasamente explicada a la Junta de Jaujilla, en el lago Zacapu, Michoacán, donde se autorizó el asalto a la ciudad de Guanajuato, fue contada muy pronto por don Carlos María de Bustamante en sus famosas «Cartas», convertidas años más tarde en el espléndido y discutido Cuadro histórico de la Revolución Mexicana y sus complementos. En Jaujilla, donde conversó con gran cordialidad con el oaxaqueño doctor San Martín, a Mina se le nombró «generalísimo» de la insurgencia mexicana, a las órdenes directas del licenciado Ignacio Ayala, presidente del Gobierno Provisional con sede en Jaujilla, con la advertencia de que este nombramiento no se comunicara de momento al cura y general José Antonio Torres, encerrado en el fuerte de Los Remedios, sobre el cerro de San Gregorio, en evitación de su probable reacción.

Una de las primeras obras que describió la historia de la Expedición de Mina –eso sí, salpicada de errores y datos equivocados, lo que dio lugar a los reproches de Bustamante y más tarde de don Lucas Alamán–, fue Memorias de la Revolución de Méjico y de la Expedición del general D. Francisco Javier Mina..., de Williams Davis Robinson, publicada en inglés en Filadelfia en 1820 y traducida al castellano por José Joaquín de Mora en 1824 en Londres. Esta obra, nuevamente traducida por Virginia Guedea, sin los cortes que practicó en el texto original el traductor español, se ha publicado en México en el año 2003.

Posteriormente, las historias mexicanas, los libros de texto, las conmemoraciones centenarias, los homenajes tributados, la adjudicación de títulos y nombres (calles, avenidas, parques, ciudades incluso la de Minatitlán, ‘ciudad de Mina’ en náhuatl, aeropuertos, centros culturales, asociaciones y un barco de guerra de la Marina Nacional) han mantenido en México la memoria viva de la gesta insurgente del español. Su nombre está grabado en el interior del Palacio Legislativo de San Lázaro, sede del Congreso de la Unión, y sus cenizas reposan en los bajos de la Columna de la Independencia, en la que también se encuentra su hermosa estatua de mármol a la espalda de la de don Miguel Hidalgo y en compañía de José María Morelos, Vicente Guerrero y Nicolás Bravo.

Fue el 19 de julio de 1823 cuando el Congreso mexicano que preparaba la Constitución republicana, tras la caída del emperador Agustín de Iturbide, expidió un decreto ordenando la exhumación y el traslado a la capital de los restos de los héroes de la Independencia, lo que dio lugar a la búsqueda de los de Mina, localizados en el Campo del Tigre, junto al crestón llamado por los realistas del Bellaco, a corta distancia del pueblo de Cuerámaro, entre Pénjamo y Abasolo en el Estado de Guanajuato. Su encuentro, exhumación y traslado, con los certificados correspondientes, están recogidos en la publicación Tránsito de los Venerables restos de los Héroes de la Independencia Mexicana, de Isauro Rionda Arregui, Guanajuato 2008. En la «Oda» que se dedicó a los héroes cuyos cuerpos se habían reunido en San Miguel Allende, aparece una estrofa relativa a Xavier Mina, que dice:

De Mina ¿qué diremos pues

Con su misma vida nos agencia

Lo más que apetecemos,

Nuestra Felicidad e Independencia?

¡Ah! De este héroe de ultramar

¿no debemos sus hechos alabar?

Mina es y será siempre un personaje inolvidable para los mexicanos. Como debería serlo y seguramente lo será en un futuro próximo en Navarra y España1.

Por esta y algunas otras razones me llamó siempre la atención la lectura de un documento relacionado con Xavier Mina, cuya copia me llegó muy pronto, junto con otros documentos, desde el Archivo de Indias de Sevilla. Me refiero al informe de J. M. Webb, en original inglés y castellano, fechado el 30 de abril de 1819 y titulado Sucinta noticia de las principales circunstancias pertenecientes a la Expedición de Mina contra el Reino de Nueva España. Lo escribió un compañero de Mina, oficial anglosajón, a requerimiento del virrey Juan Ruiz de Apodaca, con la intención de enviarlo a la corte de Madrid para que en la península se tuviera un conocimiento «fidedigno» de lo que había sido la famosa expedición. Naturalmente, teniendo en cuenta el destinatario y el objeto a que se iba a dedicar, mister Webb (en alguna relación documental se le llama Hebb) lo redactó con toda mala intención, subrayando los aspectos más negativos del personaje y de sus acciones militares.

El informe de Webb es el documento escrito más cercano a los hechos, y en él se recoge no solamente la actividad del propio Mina sino los sucesos protagonizados, con posterioridad a su fusilamiento, por los demás miembros de la expedición. Un año después de la muerte del general, Webb decidió entregarse a las autoridades y de este modo relató los combates y acciones en las que había participado a las órdenes del padre Jose Antonio Torres y del coronel Jean Arago, hermano del famoso científico francés. En el informe se describe la personalidad de los jefes con los que convivió, terminando con una reflexión, claramente inducida, sobre la complicidad de Inglaterra y Estados Unidos en la determinación de destruir el Imperio español en América.

Más completo, mejor intencionado, mucho más comprensivo e interesante es el diario escrito por James A. Brush, titulado en inglés Journal of the Expedition and Military Operations of General Don Fr. X. Mina in Mexico, 1816-17, que se conserva manuscrito. Este diario fue el documento que, entre otros, sirvió de base a Williams D. Robinson para la elaboración de su obra ampliamente conocida. Brush, oficial inglés que acompañó a Mina desde Liverpool, inicia este Diario con una amplia noticia histórico-geográfica del Reino de la Nueva España, seguida de todas las vicisitudes por las que pasaron los expedicionarios a partir de su salida de Puerto Príncipe.

Es un texto que ha pasado desapercibido para la mayoría de quienes se han inclinado a estudiar la Expedición de Mina y consta de tres partes.

La primera es una introducción dedicada a describir lo que Brush llama «topografía y recursos» del territorio «comúnmente llamado Reino de México», que fue el teatro de operaciones de «la campaña del general Mina», a los que añade un bosquejo de la población y un resumen del desarrollo y progreso «de la presente revolución» en el momento de la llegada de la expedición a Soto la Marina.

A continuación, se encuentra la narración propiamente dicha, que empieza con la salida de Puerto Príncipe a finales de octubre de 1816 y termina a comienzos de 1819, cuando Brush abandonó México de regreso a los Estados Unidos. Incluye las acciones desplegadas por el general Nicolás Bravo en Cóporo, Michoacán, y la continuidad de la lucha insurgente a las órdenes de Vicente Guerrero en las Tierras Calientes.

El manuscrito termina con unas notas, interesantes y detalladas, que completan y confirman aspectos de los hechos narrados a lo largo de 14 meses. Se trata de un documento, inmediato y directo, que recoge los sucesos, el comportamiento, las actitudes y las reacciones de Xavier Mina en cada uno de los acontecimientos vividos por él y sus acompañantes; la descripción de los enfrentamientos militares y el resultado de las batallas que tuvieron que librar contra los realistas; las personas con quienes se relacionaron y los lugares y caminos que recorrieron. Lo debió escribir al llegar a los Estados Unidos, sobre la base de las notas que fue recogiendo en el curso de las campañas a las que asistió y posteriormente circuló manuscrito entre Nueva Orleans y Baltimore, pasando de unas manos a otras entre los interesados por la insurgencia mexicana.

Para completar estas dos narraciones ha resultado de gran interés el descubrimiento de otros dos relatos también contemporáneos. Uno de ellos recoge los «recuerdos de memoria» del entonces coronel John Bradburn, estadounidense incorporado desde Baltimore como uno de los mandos superiores, junto con el coronel Gilford D. Young, amigo de Winfield Scott y segundo de Mina. John Bradburn, convertido en general, se incorporó en 1824 al ejército republicano mexicano, estuvo en numerosas acciones militares en el territorio de las provincias orientales y Texas y aquí conoció al capitán Reuben M. Potter, del ejército de los EE.UU., a quien confió sus recuerdos. El capitán Potter los ordenó y publicó años más tarde en una revista militar estadounidense. El propio Potter incluyó en esta publicación algunos comentarios, expresando su admiración por el conocimiento y la capacidad del general Mina como estratega militar. En México lo dio a conocer el general, diputado y senador Luis Garfias Magaña, militar, político e historiador de gran nivel.

El último relato, una especie de «Diario de campaña» lo escribió un oficial realista, más tarde general, Andrés Terrés y Masaguer, que participó en las acciones de los ejércitos realistas, primero a las órdenes de Agustín de Iturbide y Francisco de Orrantía y posteriormente en la persecución y reducción de Mina a las órdenes de los generales Pascual de Liñán y Pedro Celestino Negrete. Llegó Terrés a Nueva España el 25 de agosto de 1812 y allí se quedó en activo, primero como realista bajo los mandatos de los virreyes Calleja y Apodaca y posteriormente adscrito a las banderas de las Tres Garantías a las órdenes de Iturbide. En el texto que aquí se publica se recoge la parte del diario que se extiende desde que Terrés tiene noticia de la llegada de Mina a Soto la Marina en mayo de 1817, hasta el mes de agosto de 1819, cuando Terrés recibió la cédula de caballero de la orden militar de San Hermenegildo.

Es un texto escueto, sobrio, diario de campaña de un oficial español que al cabo de varios años de experiencias bélicas en Nueva España, enamorado de México y atrapado por el sentido y el sentimiento de la realidad en la que se había involucrado, decidió convertirse en mexicano. Repetía de este modo el sino y el destino de tantos españoles que se anticiparon a esta profunda y hermosa conversión, como la de los muchos que posteriormente han seguido cumpliendo con este rito de transformación y «transterramiento».

Estos Diarios de la Expedición de Mina ofrecen, por lo tanto, de manera complementaria, cuatro puntos de vista, interpretaciones distintas y en algunos momentos diferentes, de los hechos que constituyeron la increíble aventura del joven liberal español que en 1815 decidió en Londres, convencido por los liberales españoles e hispanoamericanos allí exiliados tras el regreso de Fernando VII, llevar a las tierras de México sus afanes y esfuerzos por la recuperación de la libertad y la Constitución en todo el territorio de la Monarquía. Como escribió en una de sus primeras «Proclamas» al llegar a México:

«Sin echar por tierra en todas partes el coloso del despotismo sostenido por los fanáticos, monopolistas y cortesanos, jamás podremos recuperar nuestra antigua dignidad. Para esto es indispensable que todos los pueblos donde se habla el castellano aprendan a ser libres y a conocer y hacer valer sus derechos».

Manuel Ortuño Martínez

Diario de la Expedición de MinaJames A. Brush1

Introducción

Para comprender con mayor claridad el relato que se presenta a continuación, se considera necesario ofrecer una somera descripción de la topografía y los recursos de aquella parte del extenso país llamado en general el Reino de México, que fue el escenario de la campaña de la expedición del general Mina, así como un esquema de la población y del ascenso y progreso de la actual revolución en el momento de su llegada entre los independentistas.

La gente autóctona por lo general divide el país en tres grandes partes, que se distinguen de acuerdo con su clima y localización: la Costa, las Tierras Calientes y las Tierras Frías. La Costa occidental incluye una región que se extiende desde los litorales del Pacífico treinta o cuarenta leguas hasta la gran Sierra2, normalmente llamada Sierra Madre; a partir de ahí, las Tierras Calientes se extienden unas veinticinco leguas hasta las faldas de la gran Sierra del Tacámbaro donde comienzan las Tierras Frías. Los límites de las tierras orientales que bordean el golfo de México no están tan bien diferenciadas por la naturaleza como las anteriores; podría decirse que la Costa se extiende unas veinte leguas desde el mar hacia el interior, donde comienzan las Tierras Calientes, y otras veinticinco más hasta las vastas llanuras de las Tierras Frías.

El total de la parte habitada del reino no es más que una inmensa tierra elevada que asciende desde el océano, en la que se encuentra cada clima susceptible de vegetación en proporción a los diversos grados de altitud y localización. Por esa razón, en especial las Tierras Calientes occidentales, a pesar de estar infinitamente más elevadas que la Costa son por lo general mucho más calientes, ya que están situadas en una gran hondonada bordeada de sierras elevadas, lo cual evita que moderen el calor las frescas brisas marinas que enfrían la atmósfera de la Costa. Las Tierras Frías gozan por su gran elevación de un clima templado a pesar de estar situadas en la zona tórrida, y desde el mes de noviembre hasta febrero se producen fuertes heladas en las sierras y en los lugares más elevados.

Al ascender desde las Tierras Calientes a las Tierras Frías, el cambio de clima es muy repentino; un viajero podría comer en una plantación azucarera aspirando la fragancia de los naranjales que lo rodean y cenar esa misma noche entre escarchas, en una tierra cuyos únicos productos son píceas y otros árboles de bosque que sólo se suelen encontrar en las regiones polares. La vegetación es por supuesto tan variada como el clima: la Costa y las Tierras Calientes producen toda clase de árboles, frutas, granos o plantas que se encuentran normalmente entre los trópicos, pero las Tierras Frías, además de maíz y pimiento de cayena (dos artículos muy importantes en el país), producen todo tipo de árboles, frutas, granos o plantas que se cultivan normalmente en Europa. En consecuencia, los mercados están siempre abastecidos de una gran diversidad de frutas y verduras. Supongo que en ningún otro lugar se pueden encontrar, lo que causa tanto asombro como placer al visitante que no está acostumbrado a ver reunida de esta manera en un mismo lugar la producción de las zonas templadas y de las tórridas.

Las cimas de las sierras, que a menudo están al mismo nivel a lo largo de muchas leguas, suelen estar cubiertas de enormes y altos árboles de bosque, entre cuya diversidad predomina una especie de roble. Los cerros y muchos de los llanos y valles3 producen principalmente una vegetación baja de árboles espinosos y arbustos, mezclados con varias clases de nopales que dan un fruto no comestible, muy apreciado por la población autóctona del país. Todo esto, a no ser que se emplee como combustible, tiene poca utilidad, y la madera para la construcción se ha de traer desde las sierras con gran trabajo. En las pequeñas zonas de tierra llana, al borde de los ríos y de los arroyos por donde éstos desembocan en el mar, crece entre otras variedades una considerable cantidad de palmas altas y árboles de caoba.

En el Occidente, los territorios de la Costa y las Tierras Calientes consisten principalmente en vastas cordilleras de cerros de roca muy quebrados, lo que hace que sean apenas transitables los caminos, senderos en realidad; una gran proporción de las Tierras Frías, por el contrario, son inmensas llanuras bordeadas de cerros por todos lados. Muchos de los llanos muestran indicios de haber sido anteriormente el lecho de extensos lagos, llenos ahora por la continua sedimentación de la tierra que arrastran las lluvias de las montañas de alrededor. He visto algunos de estos lagos o llanuras casi completamente llenos que se secan una vez terminada la temporada de las lluvias, dejando sus lechos sin nada de agua en veinte o treinta millas. Los principales lagos que actualmente existen son los de Chapala, México y Pátzcuaro o Zinzunzan; el primero es tan extenso que sólo es inferior en tamaño al mayor de los lagos canadienses.

En una isla de este lago, los independentistas tuvieron hace unos años un fuerte inexpugnable que durante mucho tiempo sitiaron los realistas. Lo defendían sobre todo los indígenas, que frustraron todos los intentos de los sitiadores, quienes para bloquear el lugar construyeron y llevaron al lago barcazas armadas en San Blas con un coste muy grande. Si no hubiera sido por la traición del comandante general de la provincia, es probable que no lo hubieran tomado, pero aquél se trasladó con sus tropas a donde estaba el enemigo y propició que el fuerte se entregara.

Las llanuras de las Tierras Frías consisten por lo general en suelos fértiles y en la temporada de lluvias producen grandes cantidades de maíz, frijoles, cebada, etc. El cultivo de trigo está limitado principalmente a los dueños de grandes haciendas4 que pueden costear la construcción de presas5 para el riego, sin el cual no se podría producir ese grano en las altiplanicies mexicanas. La razón es que el trigo se debe sembrar a finales de octubre, cuando ha comenzado la temporada seca y no fructifica a menos que la tierra esté húmeda, lo que sólo se puede lograr gracias a las presas, ya que las llanuras de las Tierras Frías, debido a su gran altura, carecen en su mayoría de ríos y arroyos. He visto producir trigo en las sierras secas, refrescadas por la atmósfera húmeda de estas elevadas regiones, pero es de calidad inferior.

No obstante que las llanuras de las Tierras Frías tienen pocos riachuelos, no es de ninguna manera el caso en las sierras de las Tierras Calientes, ya que éstas, y podría añadir también la Costa, están regadas en abundancia por magníficos ríos y riachuelos que en su mayor parte se inician en las altas montañas que limitan las vastas llanuras de las Tierras Frías, de las que se podría decir que son sus cumbres. Los ríos no son muy largos debido a su pronunciado declive y a la brevedad de su recorrido, pero lo son suficiente para que se establezca en sus márgenes cierta cantidad de huertas y plantaciones azucareras. Estos riachuelos raramente dejan de correr; por el contrario, los pocos que se pueden encontrar en las Tierras Frías en ocasiones se mantienen durante tres meses más que las lluvias.

Entre los mexicanos generalmente se acepta la división del año en dos partes, a saber, la temporada de lluvias y la temporada seca; la primera, por lo regular, comienza en mayo; desde entonces llueve con escasas interrupciones hasta mediados de octubre, cuando comienza la segunda, y, a menos que caigan chubascos aislados en el mes de enero, a partir de esta época ya no caen más lluvias hasta la temporada siguiente. La primavera mexicana propiamente dicha comienza en junio, y los meses de marzo, abril y mayo son demasiado calientes y por lo tanto la vegetación no crece mucho debido a la sequedad de la tierra.

Poco tiempo después de que lleguen las lluvias, gran parte de los cerros del país, como también las llanuras, se cubren de exuberante vegetación, lo que proporciona el pasto para las innumerables manadas de caballos, vacas y ovejas que corren por esos lugares. Cuando cesan las lluvias, la hierba se seca y permanece en el suelo sin pudrirse, por lo que no es necesario poner a secar heno para las provisiones de invierno, y como los caballos y ganado de las grandes haciendas6 corren por ahí sin ningún control, se vuelven casi salvajes.

Es difícil imaginar que un país montañoso carezca de metales y minerales, y en efecto, según parece, no pueden encontrarse en mayor abundancia y diversidad que en México. Desde muy antiguo, las minas mexicanas han adquirido notoriedad sobre las de los demás países por su riqueza en metales preciosos como oro y plata, aunque son abundantes en otros metales más útiles como cobre, hierro, estaño y plomo, pero también se puede encontrar azogue en considerable cantidad. La corona española sólo permite la explotación de las minas de oro y plata, de las que obtiene ingresos muy superiores a los del resto de países.

Desde el comienzo de la revolución los indígenas han extraído cuantiosas cantidades de cobre, hierro, estaño y plomo sin ningún otro proceso que derretir lo que en tanta abundancia encuentran en el terreno, sin tener el problema de excavar para obtenerlo: nunca escuché que en México se explotara una mina de estos metales.

En la actualidad, los independentistas usan el cobre para fundir y moldear cañones y fabricar balas, el plomo para cartuchos de mosquetes y el hierro para espadas y lanzas; no sé qué hacen con el estaño, pues a pesar de haber visto enormes cantidades extraídas de los cerros, nunca escuché hablar que se produjeran platos de estaño en algún lugar que perteneciera a los revolucionarios. Probablemente se vende en las grandes ciudades que ocupan los realistas.

Se extrae abundante suministro de salitre de las numerosas cuevas de las montañas, donde a veces se encuentra en un estado cristalino puro; los volcanes7 –hay muchos en estas provincias– suministran cantidades inagotables de azufre, lo que permite a los independentistas fabricar toda la pólvora que utilizan, aunque no es muy buena debido a la deficiente manera de prepararla.

La Sierra Madre es una perfecta masa de metales y minerales, y las escabrosas vertientes de los cerros suelen aparecer verdes a grandes trechos debido a la cantidad de mineral de cobre que contienen. Esta mena, si me informaron correctamente los que parecen estar familiarizados con el tema, también contiene cierta proporción de oro. Hay varias minas de oro y plata en este país que permanecen intactas porque sus descubridores, sean criollos o indígenas, al no tener la esperanza de conseguir licencia para explotarlas, no dan noticia de su hallazgo a los españoles, a los que consideran sus enemigos y opresores naturales, estando resueltos a no beneficiarlos con esa información.

En la vecindad del pueblo de Silao, no lejos de León, observé rastros de carbón y no tengo la menor duda de que abunda en el país, pero sus habitantes no conocen su uso. En la mayoría de las provincias abundan fuentes minerales y termales8, muchas de las cuales visité, pero describirlas va más allá de mis límites.

La población total del Reino de México se podría dividir en cuatro clases: los europeos o españoles nativos, los criollos, los indígenas civilizados y los indios bravos o salvajes. Los criollos se pueden subdividir en tres clases más, a saber: los blancos descendientes de los europeos, las diversas mezclas de blancos (europeos y criollos) con los indígenas y la mezcla producida por el matrimonio mixto de negros africanos con indígenas.

Los negros que permanecen en la actualidad en las provincias que visité son tan pocos que casi no merecen ser reconocidos como una clase de población distinta, lo cual probablemente es consecuencia de que prefieren el matrimonio mixto con criollos e indígenas que con los de su propio color. En su mayoría, los europeos y los criollos blancos se han establecido en las ciudades, pueblos, aldeas y haciendas de las Tierras Frías; la población de las Tierras Calientes se compone sobre todo de la mezcla de blancos e indígenas, y la de la Costa de la mezcla de todo tipo con algunos indígenas. Estos últimos prefieren vivir en los cerros y las sierras, a donde se supone que muchos se retiraron poco después de la conquista española; viven en pueblos y aldeas reservados para ellos, preservando así su lengua y sus costumbres, y casi nunca visitan las ciudades y pueblos que habitan los criollos, a no ser que vayan a ofrecer el producto de su labor y de su ingenio9. Los dialectos de los indígenas de las diversas provincias son completamente distintos, y en sus aldeas el párroco y el gobernador indígena son, en general, los únicos que hablan español.

Los indios bravos o indios salvajes habitan las vastas e inexploradas regiones de la provincia de Texas, al occidente del Río Bravo del Norte, y al norte y occidente del golfo de California, y como el resto de sus tribus hermanas de Norteamérica sobreviven de la caza. De vez en cuando el gobierno de México les ha enviado misioneros españoles, pero nunca escuché que sus exhortaciones hayan tenido mucho efecto o que los haya inducido a cambiar su modo de vivir10. Lo que los sacerdotes llaman una vida civilizada, estos hombres no pueden evitar considerarla como un estado de servil sometimiento a los españoles, por lo que para resistirlos están generalmente en guerra contra el virrey de México. Los artificios que vencieron a sus vecinos más civilizados, los súbditos de Moctezuma, resultan inútiles con estos hijos del bosque que consideran las ventajas de la vida civilizada una adquisición muy cara frente al sacrificio de su independencia.

En el imperio de Moctezuma, hasta lo que he podido observar en las costumbres de la gente, los misioneros han hecho más que los militares para doblegar a los habitantes del país en favor de la corona de España.

La superstición religiosa es, sin duda, el medio más poderoso que cualquier gobierno puede emplear para dominar sobre un pueblo ignorante y en ningún otro país se ha usado con mayor éxito que en México. Los curas han fraguado aquí tan alegremente una ingeniosa fusión de la pompa de las procesiones católico-romanas con las ceremonias que antes usaban los indígenas, que a estos hombres les resulta difícil diferenciarlas. En sus procesiones de los días de fiesta cargan las imágenes de los santos de la Iglesia católica entremezclados con representaciones del sol, la luna, etc., que anteriormente eran objeto de la devoción de los indígenas; en ocasiones solemnes todavía ejecutan las antiguas danzas religiosas de los indígenas, que después de celebrar la misa realizan en el interior de las iglesias. Una vez que me tocó presenciar una procesión de este tipo, le pregunté a uno de los habitantes del lugar el significado de unas ceremonias que me parecían muy extrañas y me contestó que procedían de sus antecesores de la época de Moctezuma.

No se puede considerar maravilloso que los indígenas hayan adoptado tan fácilmente la religión de sus conquistadores, ya que aparentemente difieren muy poco de la manera propia de venerar a sus dioses. Los retablos de las iglesias españolas, sobrecargados de llamativos ornamentos, tuvieron que atraer naturalmente la adoración de un pueblo tosco, que sería inducido sin dificultad a intercambiar sus ídolos mal modelados por las imágenes cargadas de oropel de los santos. La aparición milagrosa de la Virgen de Guadalupe11, pocos años después del desembarco de Cortés, y que se declaró a sí misma «Patrona de México» y dejó su retrato, que no es una mala reproducción de la figura del sol que veneraban los indígenas, fue probablemente el momento culminante de la conversión de la nación mexicana y de sus vecinas: esta pintura sigue siendo el objeto principal de adoración tanto de los criollos como de los indígenas civilizados del reino.

Sea cual fuere la razón por la que se produjo, lo cierto es que los sacerdotes tienen más influencia en este país que los oficiales del rey; los comandantes más famosos del partido independiente siempre han pertenecido a la Iglesia.

Entre la mayoría de los mexicanos prevalece un grado lamentabilísimo de ignorancia; los pocos que saben leer y escribir obtienen muy poca ventaja de su preparación, pues casi los únicos libros que la Inquisición les permite leer son las leyendas de algún santo, una tediosa y pesada narración de los milagros que realizó alguna de las imágenes de las iglesias, o lecturas calculadas para instruir muy poco la mente.

Los principios generales del gobierno español parecen haber sido los de brutalizar el entendimiento de este pueblo desdichado, para poder privarlo de sus derechos sin que se resistan. Me he encontrado con hombres tan ignorantes de la situación geográfica en la que los ha puesto la providencia, que antes de que llegara la división del general Mina creían que sólo existían dos países, España y México, prueba contundente de la vigilancia que hasta la fecha había ejercido el gobierno español para impedir que los extranjeros pisen suelo mexicano. Incluso la topografía de sus propias provincias sólo la conocen los arrieros y comerciantes trashumantes, el resto de la gente rara vez se aventura a viajar.

La llegada de los extranjeros que formaban parte de la Expedición del general Mina, cuya noticia generalizada se ha divulgado por todo el país, les ha llevado a conocer que hay otros países como Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América.

Las causas que han producido la revolución actual en México son, sin duda, la tiranía e injusticia de los europeos y su comportamiento arrogante y despótico con los pobladores originarios del país. Los españoles europeos ocupan en cada ministerio del gobierno todos los cargos, tanto civiles como militares, de los que siempre se ha excluido cuidadosamente a la población autóctona por motivos de envidiosa precaución; a esta clase de la comunidad se le ofrece amplia oportunidad para satisfacer su avaricia o para cebar su venganza contra aquellos a quienes sus riquezas pudiera incitar a la codicia o tuvieran la desgracia de sufrir su enfado.

Como la mayoría de los españoles que emigran a las colonias son aventureros sin principios, que debido a la pobreza o los crímenes han salido de su patria en busca de fortuna, no es de esperar que sean muy escrupulosos en el uso de ciertos medios para adquirir riqueza; en consecuencia, están acostumbrados a realizar toda índole de extorsiones y fraudes contra los criollos que tienen propiedades, y no les interesan para nada los indígenas de los cerros debido a su pobreza. Sería en vano que los perjudicados se atrevieran a pedir la reparación legal de cualquier injusticia, y como era imposible esperar que un juez europeo fallase en contra de sus compatriotas a favor de un criollo, al que consideran esclavo de los españoles nacidos en España, el mexicano pobre cree normalmente que es mejor someterse con paciencia a la injusticia en vez de reclamar cualquier reparación, porque además está seguro de incurrir en un gasto considerable y de atraer sobre sí la venganza del acusado y de los jueces. A pesar de haberse visto obligados a disimular sus emociones, no se puede esperar de los mexicanos que dejen de albergar en contra de los españoles europeos una intensa y arraigada hostilidad, la que con el paso de las generaciones se ha vuelto cada vez más firme, pero es tal el temor que produce la celosa vigilancia del gobierno que hasta la revolución actual no he sabido que nunca hayan hecho el menor intento en firme para sacudirse el yugo de sus opresores12.

Tras el encarcelamiento de la familia real de España, la renuncia de Fernando VII en favor de Bonaparte y la entrada de los franceses en Madrid, todos los habitantes de México estaban a favor de su independencia; los mismos europeos, que consideraban que su país había sido conquistado, deseaban encontrar un lugar de asilo, y los pobladores nativos, que eran la parte más numerosa de la comunidad, esperaban establecer en el futuro una forma de gobierno más equitativa que les proporcionara seguridad en contra de la opresión.

Pero la armonía inicial entre ellos duró poco. No bien se anunció el establecimiento de un gobierno en España y se iniciaron los preparativos para repeler a los invasores, cuando los europeos renunciaron a toda idea de independencia, resueltos a mantenerse adheridos a su patria. Esta clase mantenía el control del ejército y tenía por ende el poder en sus manos: detuvieron de inmediato a todos los que sabían o sospechaban que eran los más activos entre los independentistas y a algunos, entre ellos el virrey Iturrigaray, los mandaron a España como castigo por insurgentes o rebeldes. Los nativos del país, al entrever que era probable que se frustraran las esperanzas de mejorar su condición, recurrieron a las armas para afirmar su independencia y formaron un ejército (si es que una multitud medio armada merece este nombre) de veinte o treinta mil hombres bajo las órdenes de un sacerdote llamado Hidalgo.

Resulta algo singular que los revolucionarios se mostraran temerosos de declarar la independencia, a la que sin duda aspiraban, ya fuera porque deseaban atraerse a algunos realistas a su partido o porque temieran los truenos de la Iglesia, pero lo cierto es que ambos partidos contendientes mantuvieron su enfrentamiento en nombre de Fernando VII y pelearon bajo la misma bandera hasta el inesperado retorno de su cautiverio en Francia, algo que los dejó sin pretexto alguno para seguir haciéndolo.

Si se considera que el ejército de Hidalgo era una muchedumbre reunida apresuradamente, sin disciplina y armada sobre todo con palos y hondas, pocas (...) lanzas o armas de fuego entre ellos, no es de extrañar que sus tropas fueran pronto dispersadas y que a él mismo lo hicieran prisionero. Hidalgo y sus seguidores fueron excomulgados solemnemente y declarados herejes, y a él lo ejecutaron más tarde en la ciudad de México. La mayoría de sus seguidores eran indios que habían dejado sus hogares más bien por estimación personal a su jefe que por la causa a la que se habían adherido, algo que en realidad no entendían, por lo que al enterarse de la captura de sus comandantes se retiraron de inmediato a los cerros. Sin embargo, pronto se extendió por las principales provincias del reino un ambiente general de insurrección, y gran parte de las ciudades y pueblos se declararon a favor de los independentistas o cayeron en su poder, pero como cada uno de los jefes actuaba de manera autónoma y no había acuerdo entre ellos, se consideró necesario establecer un gobierno general que dirigiera a todos, y que posteriormente se estableció en el pueblo de Zitácuaro.

En esta época, los independentistas disfrutaban de la razonable esperanza de que la revolución terminaría pronto a su favor, pero por desgracia para ellos la nueva Constitución que adoptó la monarquía española admitió la participación de las colonias en la legislatura, y a partir de aquel momento los mexicanos comenzaron a dividirse: algunos pensaron que habían obtenido todo lo que razonablemente esperaban, mientras que otros se unieron a los europeos por temor a su poder. Los oficiales del gobierno español aprovecharon con astucia esta división entre los independentistas y, halagando a unos y amedrentando a otros, se ganaron a un grupo importante de entre ellos.

El ánimo de desafección con la causa de independencia aumentó considerablemente con la derrota de un destacamento de las tropas nacionales, lo que causó que el gobierno fuera forzado a retirarse a Tenango, perdiendo gran parte del poder e influencia que hasta entonces poseía. Los asuntos del gobierno fueron restablecidos pronto como resultado del sitio de Cuautla, suceso que los independentistas consideraron como uno de los logros más importantes de la revolución y que dieron paso a los acontecimientos que con razón convirtieron famoso entre sus compatriotas el nombre de Morelos.

Dicho oficial, que había tomado parte muy activa con Hidalgo en el inicio de la causa de la independencia mexicana, también era sacerdote y comenzó su carrera militar con sólo cuatro viejos fusiles, pero debido a las ventajas que sus tropas obtuvieron sobre el enemigo, a pesar de estar armados principalmente con lanzas, hondas y garrotes, había conseguido reunir una fuerza aceptable cuando fue sitiado en Cuautla por un número muy superior de realistas. Sin embargo, desconcertó al enemigo con valentía y pericia en todos los intentos que hicieron de entrar en el lugar y, cuando el hambre impidió que siguiera siendo sostenible, sacó a sus tropas de allí sin pérdida alguna a pesar de los esfuerzos de los realistas.

Con posterioridad a la evacuación de Cuautla se produjeron una serie de victorias que el general Morelos obtuvo contra los realistas, en particular en Chilapa, Huacapa, San Agustín y El Palmar; ocupó el pueblo de Orizaba y con una marcha veloz de más de cien leguas llegó a la ciudad de Oaxaca, cuyas fortificaciones sucumbieron casi al instante de que llegara. Luego marchó a Acapulco, a doscientas leguas de distancia, tomando su castillo después de una breve resistencia; avanzó a Chilpancingo, donde entre los aplausos de sus conciudadanos instaló el Congreso Nacional, que estaba formado por representantes de las distintas provincias. Por éstas y otras hazañas, el nombre de Morelos quedó inmortalizado en la historia de la revolución, durante el que sin duda fue su periodo más venturoso.

Debido a la situación favorable de los acontecimientos, los amigos de la libertad abrigaron razonables esperanzas de obtener pronto su independencia, pero este radiante panorama estaba destinado a nublarse en breve. El general Morelos decidió atacar la ciudad de Valladolid, en la provincia de Michoacán, con una fuerza de siete mil hombres. El frágil y ruinoso estado de sus fortificaciones y el número reducido de su guarnición hacían pensar casi inevitable la caída del lugar, pero antes de sitiarla llegaron refuerzos en su auxilio y el hasta entonces ejército victorioso fue aplastantemente derrotado bajo los muros de aquella ciudad por una fuerza muy inferior de cuatro mil realistas. Una parte importante de las tropas al mando del general Matamoros, un oficial valiente y diestro, se retiraron a la Hacienda de Puruarán, a unas veinte leguas de distancia, donde fueron atacados y volvieron a ser derrotados. Al producirse las bajas de su jefe y de muchos de sus oficiales más importantes, las tropas se dispersaron definitivamente.

Aprovechando la consternación que produjo entre los independentistas la derrota de su general preferido y la dispersión de su ejército, pronto los realistas recuperaron Oaxaca y Acapulco; esta ciudad capituló por hambre después de que la guarnición clavara los cañones del castillo y quemara los carruajes; los independentistas perdieron en poco tiempo una parte importante de las provincias que el general Morelos había conquistado últimamente en el sur. Cuando la inquietud ocasionada por estas desventuras comenzó a calmarse, el Congreso se dedicó a recuperarse con la mayor celeridad posible. En poco tiempo se formó y proclamó una constitución para la administración del gobierno durante la guerra.

Puesto que Fernando VII había vuelto de su cautiverio en Francia y restablecido el despotismo sobre las ruinas de la Constitución de las cortes de Cádiz para esa monarquía y sus colonias, los independentistas resolvieron que las hostilidades no debían continuar en su nombre, porque la Constitución mexicana imponía expresamente la independencia de las provincias mexicanas de la corona española. Se remodeló prontamente el gobierno y se distribuyeron varios poderes de acuerdo a la Constitución, logrando que los propósitos de los independentistas consiguieran un apoyo tan considerable que se preveía ingenuamente que, aunque la revolución no iba a terminar pronto, los realistas no podrían resistir mientras se tomaran las medidas necesarias para concluirla felizmente. Entre los distintos planes pensados con esa finalidad, uno era establecer la comunicación con los Estados Unidos de América mediante el nombramiento de un ministro que se envió con ese propósito.

La persona elegida para cumplir con este importante encargo fue un sacerdote llamado José Manuel Herrera, quien se embarcó en la provincia de Veracruz con destino a Nueva Orleans. Parecía tener poca intención de cumplir los importantes objetivos que se había propuesto el gobierno que lo envió, porque después de entretenerse mucho tiempo en Nueva Orleans volvió a Veracruz, sin sentirse urgido ni por la curiosidad ni por las obligaciones de la misión que se le había confiado, que era entrar más adentro de los Estados Unidos.

Con vistas a que el gobierno estuviera a mano para informar al ministro y facilitar que alcanzara los objetivos propuestos en la negociación, se determinó que el Congreso se desplazara a la provincia de Veracruz para el caso de que pudiera afectar de algún modo el desarrollo de la causa de la independencia. El general Morelos escoltaba a las autoridades elegidas con las tropas que había reunido después del fracaso de su intento de tomar Valladolid. Se dice que había protestado por la decisión de marchar con un cuerpo tan considerable de soldados, a los que estorbaban las familias y el equipaje de los representantes, temiendo que los realistas, que eran una fuerza de gran superioridad, pudieran alcanzarlos cuando tuvieran noticias de sus movimientos; por desgracia, algunos de los miembros del gobierno rechazaron esta opinión y hubo quienes por temor o atención a su conveniencia personal no consintieron en avanzar con una escolta pequeña ni abandonar sus familias y equipajes. El resultado fue precisamente el que había previsto y entendido el general Morelos: un cuerpo numeroso de realistas los alcanzaron y atacaron durante la marcha y, mientras su destacamento se dispersaba, a él lo hicieron prisionero llevándolo a la ciudad de México donde le dieron muerte.

Se dice que podría haber escapado, pero que no lo hizo por su determinación de favorecer la retirada del gobierno, lo que le indujo a permanecer en el lugar hasta que lo abandonaron casi todas sus tropas.

La muerte de Morelos fue el mayor golpe mortal que haya encontrado hasta entonces la causa independentista; era un verdadero patriota, Generalísimo de los Ejércitos, el principal lazo de unión de los militares.

Apenas se conoció su captura, cada uno de los comandantes generales de las distintas provincias aspiró al Comando Supremo. Ninguno poseía tal preponderancia de fuerza, talento o popularidad como para tener derecho a la preeminencia sobre sus similares, pero su ambiciosa lucha por la superioridad provocó entre ellos un ánimo de intriga y animadversión, y la insubordinación al gobierno.

Las consecuencias fueron desastrosas en extremo para la causa de la revolución: el Congreso se dispersó y algunos de los representantes fueron hechos prisioneros por el general Terán, comandante general de la provincia de Puebla.

Este lamentable suceso fue el precursor de todos los incalculables males que invariablemente dan por resultado un estado de anarquía y confusión; los comandantes de las regiones, al dejar de existir una autoridad que los controlase, actuaban en sus comandos independientemente, sin sistema ni consideración al bienestar general. En vez de ocupar a sus tropas en pelear contra los realistas, su único objetivo era destruirse entre sí con miras a apoderarse de los soldados, armas y territorios de sus vecinos para tratar de gobernar sin limitaciones.

Terán no sobrevivió por mucho a la destrucción del gobierno: lo rodearon los realistas en una pequeña aldea cerca de uno de sus propios fuertes y lo hicieron prisionero junto con sus tropas. Persuadió a su hermano, que era comandante del fuerte, para que se rindiera a los realistas con la promesa de perdonarle la vida, aunque se sospecha que más tarde lo sacrificaron por el temor celoso del gobierno realista.

Probablemente, al percatarse la corte de Madrid de que el sistema de rigor ejercido desde el comienzo de la revolución, y la inmolación deliberada de cientos de miles de víctimas, en vez de intimidar a los mexicanos producía un mayor grado de odio y deseos de venganza, resolvió adoptar medidas conciliatorias13. Con eso en mente, e instrucciones con tal propósito, se entiende que el general Apodaca recibió el nombramiento de Virrey de México.

Al asumir el gobierno, se dice que ordenó a los militares que se abstuvieran de dar muerte y de saquear a los campesinos y a las personas que no portasen armas, como había sido hasta entonces la costumbre de los realistas. A los oficiales independentistas se les ofreció un cargo honorario en las fuerzas armadas del rey y un perdón incondicional con el fin de atraer sus tropas al estandarte real.

Fue una disposición muy prudente en el estado en que se encontraba la revolución, y muchos comandantes independentistas, por temor a sus vecinos más poderosos o con la esperanza de vengarse de algún insulto o perjuicio a su reputación infligidos o supuestamente infligido por un comandante afín, se entregaron con sus soldados y armas al enemigo. Otros fueron convencidos a adoptar la misma disposición, con la esperanza de disfrutar tranquilos las riquezas obtenidas gracias al pillaje de sus conciudadanos y de poder gastar en su propio beneficio los dineros públicos provenientes de sus comandancias, fondos que administraban en exclusiva después de la dispersión del gobierno.

El estado de anarquía que siguió a este acontecimiento lamentable duró casi un año, periodo durante el cual los realistas, sin apenas resistencia alguna, hicieron tales avances que parecía que por fin los independentistas se habían dado cuenta del peligro a que se enfrentaban.

En consecuencia, los jefes principales de las provincias de Potosí, Guanajuato, Michoacán, Nueva Galicia y México determinaron dejar a un lado sus aversiones y hostilidades internas y restaurar el orden mediante el establecimiento de un Gobierno Provisional en el cual depositarían la soberanía de la nación, de acuerdo con la Constitución, hasta que las circunstancias permitieran que se reuniera el Congreso.

En cumplimiento de esta determinación se reunieron en la Hacienda de Curimeo y eligieron a los oficiales del actual gobierno, que está formado por un presidente, un secretario y cuatro representantes; el presidente, el secretario y dos representantes tienen la autoridad para actuar en ausencia de los demás.

Este gobierno escogió su residencia en la fortificación de Jaujilla, en el Bajío, no lejos del pueblo de Puruándiro; no llevaba mucho funcionando y comenzaba a restablecerse cierto grado de orden entre los militares, cuando la división al mando del general Mina llegó a esta parte del país. Puesto que los acontecimientos principales mencionados en la narración que sigue y que ocurrieron después de la llegada de la Expedición del general Mina tuvieron lugar en el Bajío, donde estaban los revolucionarios, he considerado pertinente prestar brevemente atención a esta parte del país en particular.

La región comprendida bajo este nombre incluye una parte considerable de las vastas llanuras de las Tierras Frías, situadas en los límites de las provincias de León, Guanajuato, Michoacán y Nueva Galicia. En estas llanuras se sitúan las ciudades de León, Salamanca y Lagos; los pueblos de Silao, Irapuato, Santa Cruz, Celaya, el Valle de Santiago, Pueblo Nuevo, Pénjamo, Puruándiro y muchas otras populosas aldeas y haciendas.

La ciudad de Guanajuato, célebre por sus minas de plata, se encuentra en un cerro en el Bajío, región que después del Valle de México es la parte más habitada del reino.

Si se puede creer a mis informantes, la revolución actual tuvo su origen en el pueblo de San Miguel el Grande, cerca del Bajío, bajo los auspicios de los generales Hidalgo, Morelos y Allende; los dos primeros fueron párrocos generales de San Miguel y de Dolores, un pueblo pequeño en las cercanías, y el último fue un caballero civil.

Ya he tenido la oportunidad de mencionar la desastrosa suerte de Hidalgo y Morelos, pues la del general Allende fue exactamente la misma; no sobrevivió mucho después del comienzo de la revolución.

Albino García es en la actualidad el primer comandante de renombre entre los independentistas. Parece haber sido un hombre de bajo origen, sin educación y, por desgracia para la causa a la que se adhirió, el único talento que se dice haber tenido era su valentía, la que de ningún modo le faltó. No obstante que carecía como la mayoría de sus compatriotas de conocimientos y pericias militares, y que comandaba a una muchedumbre desarmada, las guarniciones realistas consistían en aquel tiempo de pocos soldados para la vigilancia, por lo que pronto se adueñó de varias ciudades y pueblos del Bajío.

Sus tropas eran una banda desordenada de criollos e indios mal armados y peor vestidos, culpables de toda clase de abusos, que saqueaban por donde pasaban, sin discriminar amigo o enemigo, en lo cual los oficiales generalmente ponían el ejemplo.

Se dice que tomaron la ciudad de Guanajuato con cañones de madera; tan ignorantes eran los indios seguidores de García del uso de la artillería, la que probablemente no habían visto nunca antes, que trataban de impedir que las piezas de artillería enemiga dispararan metiendo en las bocas sus sombreros y mantas. El ejército, o más bien la muchedumbre, con sus seguidores, atraídos por la posibilidad del saqueo, consistía en unos treinta mil, por lo cual se puede suponer fácilmente que no habrían de perdonar a nadie en la ciudad. Sin distinción, españoles europeos y criollos, amigos o enemigos, corrieron la misma suerte y, según se dice con toda credibilidad, era tan inmensa la cantidad de metálico que encontraron en el lugar, que los indios ignorantes vendieron una gran cantidad de doblones a un real cada pieza, pues suponían que eran medallas.

En el ejército de García había más mujeres que hombres, cada cual tenía por lo menos una, y los oficiales, desde el general hacia abajo, ponían el ejemplo llevando consigo un número de mujeres proporcional a su grado.

El modo normal de marchar de García era en un carruaje (que había capturado a un caballero español) repleto de mujeres, sentado entre ellas con una botella de brandy de la que hacía uso con liberalidad. Sus oficiales más importantes lo seguían a caballo rodeados de sus mujeres; después los soldados, cada tercer o cuarto hombre con una guitarra para divertirse, sus mujeres y formando la retaguardia una multitud desconcertada de mujeres e indios semidesnudos. A la mayor parte de los oficiales y soldados se les proporcionaba una botella de brandy y una baraja de cartas, y cuando el ejército se detenía, sin importar por qué o con qué propósito, tendían una manta en el suelo y comenzaba un sistema indiscriminado de juegos de apuesta, sin distinción de grado o de persona.

Puesto que los oficiales carecían de conocimientos militares en igual medida que el resto de sus hombres, no es de sorprender que no prevaleciera disciplina o subordinación alguna entre ellos; cada uno se reservaba para sí el privilegio de actuar como lo consideraba conveniente en virtud de su libertad recién adquirida. Si alguien se cansaba de la campaña se retiraba a su casa sin ceremonia alguna ni solicitar permiso a su jefe, y estos patriotas, al menos en la práctica, reclamaban el derecho de saquear a cualquier persona rica, fuera español o criollo, y darles muerte si se resistían.

Pero esto no era todo, al parecer suponían que una comunidad de mujeres era necesaria para el bienestar de la nación y se llevaban sin la menor ceremonia a toda mujer que les apeteciera, poniendo los oficiales el ejemplo en estas vergonzosas y ultrajantes escenas.

Los indios ignorantes que habían bajado recientemente de los cerros no establecían distinción entre los criollos y los españoles blancos; por regla general los mataban conforme se cruzaran en su camino, en nombre de su santa patrona, la santísima Virgen de Guadalupe, que era su consigna de guerra.

Un grupo diferente entre los criollos más respetables del Bajío, que eran verdaderos amigos de la independencia de su país, se vieron obligados a buscar asilo entre los realistas en contra de estas acciones injustas, prefiriendo un nivel más bajo de opresión a los males que les causaba su propio partido. La deserción de estos hombres hizo un daño incalculable a la causa de la revolución, al transferir a los realistas una parte considerable de la riqueza y la influencia que tenían en el país.

Semejante estado de violencia no podía ser duradero; los realistas atraparon a García y lo fusilaron14, pero la falta de disciplina y el estado de insubordinación que él permitió prevalece entre las tropas del Bajío en grado considerable, aunque sus sucesores no toleran los atropellos que permitía cometer a la soldadesca con impunidad.

La fuerza del Bajío consiste sobre todo de la caballería, los soldados son jinetes excelentes y por lo general derrotan al enemigo, siempre y cuando sus tropas consistan sólo en la caballería; los realistas son muy juiciosos y actualmente tienen cuidado de impedir que la caballería marche sin ir en compañía de la infantería.

Los españoles aprovecharon la oportunidad que les ofrecía el estado de anarquía entre sus oponentes, la que siguió a la muerte del general Morelos, para fortificar las ciudades y pueblos más importantes del Bajío, la única manera que tenían de mantener su presencia en la región.

Dichas fortificaciones, por lo general, no son más que un muro delgado y no muy alto, construido con ladrillos secados al sol, alrededor de la plaza principal en la que normalmente está la iglesia. Aunque no podrían resistir más de una hora el ataque de una fuerza de infantería regular de quinientos hombres, bastan para repeler a la caballería del Bajío, pues los jinetes pierden toda confianza en sí mismos en el momento que desmontan para ser conducidos al ataque.

Bastaría poca habilidad militar para entrar en las trincheras, donde la debilidad de las fortificaciones vuelve innecesario el uso de artillería en el ataque15; aun de esa mínima habilidad carecían los comandantes independentistas en el Bajío, y a consecuencia de ello sólo han tenido muy pocas ocasiones de éxito para desalojar al enemigo de las plazas de armas.

Todo el campo abierto pertenece a los independentistas, que no toleran que se cultive nada a menos de una legua de cualquier lugar que resguarden los realistas, por ende las ciudades y pueblos dependen de ellos para el abastecimiento de provisiones, y podrían matarlos de hambre si se pudiera imponer a los comandantes que renunciaran a la renta derivada del alquiler de las tierras, las cuales disfrutan en exclusiva.

Lejos de eso, los campesinos obtienen fácilmente pasaportes para colocar el producto de sus granjas en las ciudades ocupadas por los realistas, cuyos habitantes permanecen continuamente encerrados en el lugar sin atreverse a viajar ni una milla en campo abierto. Los realistas casi nunca abandonan sus fortificaciones, a menos que sea en partidas numerosas, cuando el hambre los obliga a salir en busca de provisiones y por lo general son molestados por la caballería independentista.

Todos los habitantes del campo abierto son del partido independentista, y aun cuando no lo sean están obligados bajo severos castigos a dar pronta información al comandante independentista de la región sobre los movimientos de los realistas; poseer un conocimiento superior de la zona les permite atacar a los realistas inadvertidos y en muchas ocasiones sacrificar a muchos de ellos.

Tal era el estado de la revolución a la llegada de la División del general Mina. El resultado de su campaña se verá en el relato que se presenta a continuación.