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Volvemos a la encantadora Inglaterra mágica de «Media alma» con una nueva historia repleta de hadas peculiares, criados enfurecidos y malentendidos. Effie se ha enamorado de la manera más inoportuna del apuesto Benedict Ashbrooke. Tan solo hay un problema: Effie es una criada, y una criada no puede casarse con un caballero. Cuando parece que Effie se ha quedado definitivamente sin suerte aparece lord Negraespina, un hado dispuesto a ayudarla; a cambio, la joven tan solo tendrá que coser diez mil puntadas en su chaqueta preferida… Effie tiene por delante cien días (y diez mil puntadas) para enamorar a Benedict Ashbrooke, siempre que lord Negraespina no estropee las cosas antes por accidente, porque el mayor obstáculo de Effie bien podrían ser las abrumadoras buenas intenciones del hado. Nuestra edición incluye un relato protagonizado por Elias (Media Alma) y portadillas ilustradas.
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Seitenzahl: 413
Veröffentlichungsjahr: 2025
Título original: Ten Thousand Stitches
TEN THOUSAND STITCHES © Olivia Atwater, 2020
THE LATCH KEY © Olivia Atwater, 2022
Todos los derechos reservados
© de la traducción: Rebeca Cardeñoso, 2025
© de esta edición: Duermevela Ediciones, 2025
Calle Acebal y Rato, 3, 33205 Gijón
www.duermevelaediciones.es
Primera edición: junio de 2025
Ilustración de la cubierta e interiores: © inthya Álvarez
Maquetación: Almudena Mtnz Viña
ISBN: 978-84-129808-6-8
Producción del ePub: booqlab
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Cubierta
Créditos
Título
Indice
Dramatis Personae
Diez mil puntadas
Agradecimientos
La llave
Nota de la autora
Cover
Title
Start
Euphemia Reeves: criada irascible empleada en Hartfield; también una excelente costurera
Sra. Sedgewick: ama de llaves de Hartfield; enemistada con el señor Allen
Sr. Allen: mayordomo de Hartfield; enemistado con la señora Sedgewick
Lydia: mejor amiga de Euphemia y criada empleada en Hartfield
George Reeves: hermano de Euphemia y lacayo empleado en Hartfield
Cookie: cocinera de Hartfield; famosa por sus desagradables remedios caseros para las enfermedades
Prudence: doncella personal de lady Eleanor Ashbrooke
Lord Thomas Ashbrooke: barón de Culver; cabeza de familia de Hartfield
Lady Eleanor Ashbrooke: esposa de lord Thomas Ashbrooke; también conocida como lady Culver; empleadora de Euphemia; dueña de gran cantidad de vestidos
Sr. Edmund Ashbrooke: hermano menor de lord Culver
Sr. Benedict Ashbrooke: hermano más joven de lord Culver; recién regresado del continente
Sr. Herbert Jesson: próspero mercader de tulipanes; amigo de infancia del señor Benedict Ashbrooke; también conocido como señor Tulipán
Lord Wilford: barón de Wilford; cabeza de familia de Holly House
Srta. Mary Buckley: hermana de lord Wilford; mejor amiga de lady Eleanor Ashbrooke
Sr. Fudge: mayordomo de lord Wilford
Caesar: perro de lord Wilford; el mejor perrito
Lord Panovar: barón de Panovar; cabeza de familia de la mansión Bosquepinzón; conocido por sus incesantes quejas a sus cocineros
Lady Panovar: esposa de lord Panovar; rival en sociedad de lady Eleanor Ashbrooke; da empleo a varias doncellas francesas
Lord Negraespina: vizconde feérico de Negraespina; decidido a ser útil
Lady Vallebaldío: marquesa feérica de Vallebaldío; poseedora de media alma inglesa
Pulsosereno y Grisotoño: brownies; conocidos como los mejores sastres de todo el reino feérico; en la actualidad fingen ser los sirvientes de lady Vallebaldío
Abigail: hija de acogida adolescente de lady Vallebaldío
Robert y Hugh: jóvenes hijos de acogida de lady Vallebaldío; difuntos pero plenamente satisfechos
Euphemia Reeves era una joven muy irascible.
Esta afirmación sorprendería a casi todos los demás sirvientes de Hartfield; de hecho, si se le preguntara a la respetada ama de llaves, la señora Sedgewick, diría que Effie era una doncella casi ejemplar. Por lo que la señora Sedgewick sabía, Effie nunca holgazaneaba y siempre mantenía la compostura.
El ama de llaves se habría llevado un buen susto si hubiese oído las palabras que brotaban de sus labios en ese momento:
—… ¡sin ningún tipo de consideración, ni la más mínima! —siseaba entre dientes la joven mientras fregaba el suelo de madera de la entrada por tercera vez aquel día. La tarima volvía a estar embarrada tras la descuidada entrada de todos los hombres de la familia, que se refugiaban del desagradable día invernal—. ¡Debería estar prohibido por ley salir a cabalgar con este barro y esta nieve!
Lord Culver y su hermano menor, el señor Edmund Ashbrooke, no eran conscientes del espectacular desastre que habían dejado tras de sí. Effie habría recibido una buena regañina por entrar en su casa con las botas puestas, pero lord Culver (¡más de quince años mayor que ella!), estaba tan acostumbrado a que la porquería se desvaneciera por arte de magia tras él, que no le daba la menor importancia a no quitarse las botas hasta llegar a su habitación. Pronto otra pobre criada tendría que ocuparse de restregar y limpiar toda su ropa.
«No sirve de nada enfadarse —la reprendía siempre su madre—. Solo te traerá problemas. Enfádate todo lo que quieras, ¡pero esos pensamientos no deben salir de tu cabeza!»
—¡Pandilla de pavos reales presumidos y embarrados! —le murmuró Effie al cepillo—. Hasta los pájaros son más listos. ¡Por lo menos ellos se limpian las plumas!
Aquel día las palabras salían atropelladamente de su boca, era incapaz de guardárselas para sí misma. «Lo siento, mamá —se disculpó—. Se me ha vuelto a acabar la paciencia».
Normalmente, cuando se enfadaba tanto, buscaba algo que remendar; la costura siempre le había resultado muy relajante. Pero los Ashbrooke iban a dar un nuevo baile al día siguiente, y el servicio corría como loco organizando los preparativos una vez más. Lady Culver se había casado con lord Culver el año anterior en Londres, y desde su llegada la dama estaba decidida a hacerse con el mando de la casa y que todo se hiciera a su manera.
Por desgracia, la manera de lady Culver parecía consistir en despedir a cualquier sirviente que le disgustara y negarse a reemplazarlo.
«Tal como se comporta, lady Culver debe de creer que ha contratado a un grupo de magos en vez de a unos sirvientes —se lamentó Effie con cansancio—. Debería ponerlo en el próximo anuncio… ¡A lo mejor se presentaba el mago de la corte de Inglaterra a hacerle la colada!»
Ese pensamiento, por supuesto, solo sirvió para enfurecer a Effie más que nunca. Suspiró y se puso a indagar en los recovecos de su memoria en busca de una canción para niños. La cocinera usaba canciones infantiles para medir el tiempo de cocinado, y ella se había acostumbrado a utilizarlas como un último recurso que calmase sus nervios. Entrecerró los ojos y recitó con esmero mirando al suelo:
La Tarara sí,
La Tarara no,
La Tarara niña
Que la bailo yo…
La larga frustración del día se atenuó al ritmo de la rima monótona y Effie relajó un poco los hombros. Acababa de empezar otra vez el verso, enfrascada en la limpieza, cuando la interrumpieron.
—¡Lydia! ¿Estás ahí, Lydia? —La voz aguda y aflautada de la señora Sedgewick atravesó el aire hasta alcanzar a Effie en el vestíbulo—. Por el amor de Dios… ¿alguien ha visto a Lydia? ¡No tengo tiempo de perseguir a las criadas una a una por toda la casa!
Effie respiró profundamente para calmarse e intentó alisar el ceño antes de que la señora Sedgewick doblara la esquina. La severa y anciana ama de llaves apareció dando largas zancadas en su dirección, las suelas de madera de sus botines repicaban contra el suelo a cada paso. La señora Sedgewick tenía un aspecto especialmente inmaculado aquel día con el pelo oscuro recogido en un moño tirante sobre la cabeza. Llevaba el vestido negro de seda propio de las amas de llaves, por supuesto, estaba orgullosísima de él y prefería utilizarlo siempre.
—¡Effie! —exclamó—. ¿Has visto a Lydia? La señora quiere que le quite el polvo al piano de la sala de baile otra vez. Dice que todavía puede escuchar el polvo en él.
Effie no pudo evitar crisparse ante la sugerencia. «¡Ya le hemos limpiado el polvo al dichoso piano dos veces! —pensó enfadada—. Quizá alguien debería examinar el oído de la señora, no vaya a estar quedándose sorda».
—El señor Allen envió a Lydia a airear otra de las habitaciones de invitados, señora Sedgewick —dijo en voz alta en cambio.
Los ojos del ama de llaves brillaron de exasperación.
—¿Eso ha hecho el señor Allen? —comentó con frialdad—. Vaya, vaya. ¿Y desde cuando obedecen las criadas las órdenes del mayordomo?
Effie se tragó un suspiro de frustración. La señora Sedgewick llevaba en pie de guerra con el nuevo mayordomo, el señor Allen, desde que lo habían contratado. Lady Culver había despedido al antiguo mayordomo, el señor Simons, y como era imposible que Hartfield funcionara sin mayordomo, la familia de la dama había insistido en enviarle al señor Allen para que ocupara el puesto. En Londres había sido un mayordomo muy bien considerado, antes de dignarse a asumir su posición en Hartfield. Todo el mundo sabía que el único motivo por el que estaba allí era por petición de algún familiar importante. Por desgracia, la inmediata reorganización de la casa que llevó a cabo el señor Allen había enfurecido a la señora Sedgewick, acostumbrada a trabajar con el señor Simmons y muy molesta con aquel nuevo y más refinado intruso.
Solo Dios sabía quién había tenido la culpa de la pelea inicial entre el mayordomo y el ama de llaves, pero su rivalidad había ido en aumento con el paso de las semanas, hasta que incluso los mozos de cuadra se habían visto obligados a elegir un bando.
—No sé mucho más, señora Sedgewick —dijo Effie—. Pero Lydia debe estar en la planta de arriba, si la busca.
Effie se concentró en frotar una mancha de barro en el suelo, y mantuvo la mirada baja con firmeza.
—¡Dándole órdenes a las criadas! —resopló la señora Sedgewick de nuevo—. ¡Hombrecillo despreciable, esta vez se ha sobrepasado! Lady Culver se enterará de esto… ¡espera y verás!
Effie no respondió, aunque estaba segura de que la señora Sedgewick quería que lo hiciera. Había aprendido que, si no reaccionaba a las dramáticas declaraciones del ama de llaves, la mujer terminaba dándose por vencida e iba en busca de alguna otra doncella más proclive a los cotilleos.
—A este paso el señor Allen va a conseguir estropear el baile —insistió la señora Sedgewick—. Y te aseguro que no dudaré en señalarlo si lo hace.
—Sí, señora Sedgewick —murmuró Effie obediente.
El ama de llaves apretó los labios.
—Bien. Estoy hasta arriba de trabajo. No puedo estar de cháchara con las doncellas todo el día.
Lo dijo como si hubiera sido Effie quien había comenzado la conversación, y no ella misma.
—Sí, señora Sedgewick —repitió Effie cautelosa. Pero le había empezado a temblar el labio de frustración, y no se atrevió a levantar el rostro por miedo a que se le notara en la expresión.
El ama de llaves se dio la vuelta hacia el pasillo de nuevo y el repiqueteo de sus botines se esfumó tras ella. En cuanto se fue, Effie exhaló un hondo suspiro de cansancio.
—Ninguno tenemos tiempo de charlar —murmuró, dirigiéndose al cepillo una vez más—. ¡Qué ocurrencia! ¡Tiempo!
Miró de reojo el cubo de agua a su lado y suspiró una vez más, incorporándose despacio. Iba a tener que pulir todo el vestíbulo de nuevo…
La puerta se abrió de golpe.
Effie se tambaleó hacia atrás con un grito de sorpresa, se le enganchó el pie en el cubo de agua y cayó de espaldas.
—¡Dios mío! —exclamó un hombre.
Un brazo fuerte la sujetó por la cintura justo a tiempo, y unos cálidos ojos marrones la observaron desde arriba. Un aroma agradable y robusto la envolvió… «Sándalo —pensó Effie—, y una pizca del exterior». Se ruborizó al reconocer los rasgos fuertes y atractivos del señor Benedict Ashbrooke.
—¡Ah! —chilló la criada—. Lo… ¡lo siento mucho!
Benedict parpadeó. El pelo oscuro revuelto y manchado de nieve medio derretida le daba un aspecto muy atractivo. Benedict era el más joven de la familia Ashbrooke. Effie siempre había dicho que era también el hermano mejor parecido; o por lo menos lo había pensado para sí, antes de que se fuera unos años de viaje por el continente. En aquel momento, mientras el joven la observaba con una sonrisa avergonzada y la sujetaba entre sus brazos fuertes y cálidos, se quedó muda por completo.
—No hay nada de lo que preocuparse —le aseguró Benedict—. Debería ser yo el que se disculpara.
Enderezó a Effie con delicadeza… aunque sus manos se detuvieron un instante en los hombros con una ligera preocupación. La observó pensativo.
—Estoy seguro de que reconozco su rostro, señorita. ¿Nos hemos visto antes? ¿Se aloja aquí para acudir a uno de los bailes de lady Culver, por casualidad?
«¿Para el baile? —pensó Effie aturdida— ¿de qué diantres habla?».
—Imagino que me conoce, sí —respondió. No debería haberse atrevido a ser tan descarada, pero el corazón todavía le martilleaba en el pecho y se notaba sofocada y embotada por la cercanía del atractivo joven.
—Ya lo imaginaba —respondió Benedict con aspecto abatido—. Sabe, soy un desastre para los nombres… pero suelo recordarlos mucho mejor cuando pertenecen a un rostro tan bonito.
Effie abrió los ojos de par en par. «Yo ya no comprendo lo que pasa en el mundo» pensó.
—¡Benedict, santo cielo!
La voz de lady Culver llegaba de la planta superior. La señora de la casa era poco mayor que la propia Effie, pero el gesto de desaprobación que reflejaba su semblante aristocrático y elegante la hacía parecer tan vieja como la señora Sedgewick.
—¿Así que ya has vuelto de tu viaje? —preguntó impaciente lady Culver—. ¿Por qué nadie me avisó de tu llegada? Y por otra parte… ¿qué haces intercambiando frases de cortesía con el servicio?
Benedict volvió a fruncir el ceño. Miró de soslayo a Effie, que se encogió de vergüenza bajo el escrutinio. En ese momento, reparó en el bordado antiguo y deshilachado que adornaba el cuello de su vestido.
«Llevo uno de los vestidos viejos de lady Culver —comprendió Effie demasiado tarde—. Aunque, sinceramente, nadie con una pizca de sentido común debería confundirme con una dama».
—Oh. Comprendo. —Benedict se dirigió entonces a Effie con una nueva sonrisa desvalida—. Vaya. Parece que he conseguido dejarnos a los dos como unos estúpidos. Discúlpeme, por favor.
—Está perdonado, por supuesto —farfulló Effie. Fue lo único que se le ocurrió en aquel momento.
Benedict carraspeó y volvió el rostro hacia lady Culver, en lo alto de las escaleras.
—Le envié una carta a Thomas —explicó—, pero supongo que se le olvidó mencionarlo ¿no?
Lady Culver entrecerró los ojos.
—Eso parece. En fin, Benedict… has tenido suerte de que ordenara airear las habitaciones. El pabellón de caza está inhabitable ahora mismo, pero parece que dispondrás de un dormitorio en Hartfield a pesar del descuido de mi marido —hizo una pausa—. Hay un baile mañana por la noche, por otra parte. Deberás ofrecerte a bailar con las jóvenes damas o no nos dejarán tranquilos.
Benedict soltó una risita. Su risa tenía un tono cálido y sencillo que a Effie le resultó muy difícil de ignorar.
—Me gusta bailar —respondió Benedict—, no me supondrá la más mínima molestia.
Estuvo a punto de lanzarse a subir las escaleras, pero se detuvo un momento para mirarse los pies. Con cuidado, dio un paso atrás y se quitó las botas llenas de barro, primero una y luego la otra.
—No hay necesidad de darte más trabajo ¿verdad? —le dijo a Effie en tono de disculpa. Subió las escaleras antes de que a ella se le ocurriera una respuesta.
Cuando su silueta se desvaneció, un terrible descubrimiento sacudió a Effie.
—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Me parece que acabo de enamorarme.
Incluso el señor Allen piensa que lady Culver debería contratar más personal para el trabajo que nos asigna —resopló Lydia apuñalando con una aguja el calcetín que tenía en el regazo. Effie y ella estaban sentadas en sus camas estrechas, en la habitación que compartían en el sótano, mientras zurcían con calma justo antes de acostarse—. Oí cómo se lo decía a George, él no me vio porque estaba detrás de la esquina. ¡También dice que es un crimen lo poco que nos paga a los demás!
Effie sacudió la cabeza, preocupada. Su hermano George trabajaba como lacayo en la casa, y muchas veces era demasiado charlatán para su propio bien.
—George y el señor Allen deberían bajar la voz —respondió, remendando una rasgadura en el dobladillo de seda que tenía delante—. Ni siquiera las referencias elegantes del señor Allen lo salvarán si lady Culver se entera de que ha hecho el más nimio comentario negativo sobre ella.
—Pero tiene razón ¿o no? —dijo Lydia impaciente—. ¡Míranos, Effie! ¡Pasada la medianoche, y solo ahora tenemos un momento para zurcir nuestras prendas! —Frunció el ceño mientras observaba a su compañera—. Pero… Ay, no, ¿qué es eso? ¡Dime que no es el vestido de la señora Sedgewick! ¡Pero si ya lo habías remendado hace unas semanas!
Effie dejó escapar un hondo suspiro.
—Es el vestido de la señora Sedgewick. Quiere que se lo adecente para el baile, por si acaso algún invitado la viera de pasada. Dice que no se fía de nadie más que de mí para la tarea.
—Y además te ofreciste voluntaria ¿a que sí? —la acusó Lydia, y arrugó la nariz en señal de desagrado—. ¿Sabes lo que te pasa, Effie? Tienes servicialitis crónica. Es una enfermedad. Hay que llamar al médico.
Effie no estaba segura del significado de «crónico», pero sí de que Lydia debía haberlo escuchado hacía poco; a la otra criada le gustaban las palabras interesantes, y muchas veces tomaba prestadas expresiones nuevas de las conversaciones que escuchaba mientras trabajaba.
—¿Es malo tener servicialitis crónica? —masculló Effie—. Tampoco es que haga daño a nadie.
—Es espantoso —la informó Lydia sin miramientos—. Nunca le dices que no a nadie, jamás. Lo único que necesitan es decir en voz alta el problema que tienen, y ya te abalanzas a intentar resolverlo por ellos. Por eso te acabas ocupando de los remiendos de todo el mundo, a pesar de que son perfectamente capaces de encargarse ellos mismos.
Effie apretó los labios. Un poco antes, aquel mismo día, justo después del extraño incidente con Benedict, había pasado unos minutos encantadores en los que sentía que flotaba por la mansión. Pero un día entero corriendo de un lado a otro sin aliento había aplastado esa breve euforia, devolviéndola a su habitual estado de frustración y abatimiento.
—No puedo decirle que no a la señora Sedgewick —suspiró. Aplastó su frustración con mucho esfuerzo. Unas pocas puntadas la calmaron algo más, aunque no ayudaron con el incipiente dolor de cabeza que le latía detrás de los ojos—. Si la señora Sedgewick o la señora decide que quiere deshacerse de mí, me encontraré de vuelta en casa y seré una boca más que alimentar para mi madre. No puede permitírselo.
Lydia emitió un ruidito hastiado.
—¡Seguro, como que te iban a despedir por eso! —murmuró—. ¿Te acuerdas de cuando la pobre Lucy se quedó embarazada y la pusieron de patitas en la calle? Me contaron que lady Culver no le dio ni un penique… ¡ni siquiera pudo irse a casa en el carruaje! —Lydia sacudió la cabeza como para borrar un recuerdo desagradable—. Bueno… ¡imagínate ser ama de llaves! Podrías encargarle todas tus tareas a los otros sirvientes ¿a que sí? ¡Apuesto a que la señora Sedgewick está ya en la cama mientras tú le remiendas las faldas!
Una nueva punzada de ira atravesó a Effie como un rayo. Se inclinó sobre el vestido y apretó los dientes. No sirve de nada enfadarse, recordó. No puedo cambiar las cosas, así que enfadarme solo me traerá problemas.
—No vale la pena protestar —susurró Effie—. Anda, vamos a hablar de algo más agradable... ¿viste que el señor Benedict volvió a casa hoy?
—¿Eso es más agradable? —preguntó Lydia con el ceño fruncido—. Un miembro más de la familia por en medio en el próximo baile del demonio.
Effie se sonrojó.
—No es tan malo. Por lo menos alegra la vista ¿no?
—¡Ah! —sonrió Lydia—. ¿No te estarás imaginando un affaire?
Effie no había oído nunca la expresión, pero la entonación de Lydia dejaba pocas dudas sobre su significado.
—Claro que no —respondió muy envarada—. Sería una tonta.
Lydia se encogió de hombros y apartó el calcetín.
—No sé. A veces es agradable soñar. Y si hay días que no tenemos tiempo ni para dormir, por lo menos podemos soñar despiertas.
—Sí —respondió Effie suavemente, con la vista fija en el vestido en su regazo—. Supongo.
La vela solitaria que ardía en la mesa se consumió pronto, y Effie tuvo que dejar el vestido. Cuando cerró los ojos e intentó dormirse, se descubrió fantaseando con unos cálidos ojos marrones y una sonrisa agradable y cautivadora.
Effie no pudo soñar por mucho tiempo.
Pronto llegaron las seis de la mañana y se despertó con las sacudidas de Lydia, que farfullaba algo sobre chimeneas. Se apresuraron a terminar rápido las tareas diarias, con la sombría certeza de que las preparaciones de última hora para el baile las interrumpirían durante todo el día. En efecto, lady Culver no tardó en llamar a las criadas para que la ayudaran a peinarse, y la señora Sedgewick envió a Effie a bruñir todos los espejos de la sala de baile una última vez.
Cuando Lydia se reunió por fin con Effie para colocar las últimas flores, ninguna de las dos había conseguido desayunar, ni tan siquiera tomar un tentempié rápido a mediodía. Pero los invitados empezaron a llegar poco después, no era momento de descansar.
La señora Sedgewick entró con prisas en la sala de baile por una puerta lateral, y agarró a Lydia y a Effie por los hombros.
—¿Podéis ir alguna a ver cómo va Cookie? —les pidió casi sin aliento—. ¿Dónde están las bandejas con el ponche?
Lydia cerró los ojos y dejó escapar un pequeño gemido. Effie tuvo que luchar para no contestar lo que pensaba (¡a lo mejor están en el mismo sitio que nuestro desayuno!), y esbozó una sonrisa educada.
—Iré a ver, señora Sedgewick —respondió, haciendo gala de una paciencia infinita que no sentía en absoluto. «Por lo menos podré comer algo mientras estoy en la cocina».
Effie se escabulló por la puerta lateral y bajó por los pasillos que llevaban al piso del servicio. Desde arriba se colaban risas entusiastas, procedentes de la entrada en la que los invitados socializaban. Una extraña punzada de anhelo le atravesó el pecho al imaginarse a sí misma en el vestíbulo en lugar de en el sótano.
A lo mejor Benedict estaba ahí arriba, saludando a los invitados. Si Effie fuera una dama de verdad, como él había creído, podría estar allí con él, con su mejor vestido de noche… o, más bien, con un vestido parecido al mejor de lady Culver. Effie se imaginó con un precioso vestido color crema, lleno de encajes y bordados. Benedict sonreiría al verla y le preguntaría si podía guardarle un baile…
—¡Quítate de en medio, Effie! —siseó una voz tras ella.
Su hermano George le dio un empujoncito en la espalda, y la joven se dio cuenta de que se había quedado inmóvil en mitad del estrecho pasillo del servicio mientras escuchaba los ruidos de la fiesta de arriba.
Effie siguió su camino a toda prisa, sonrojada de vergüenza.
—¡Lo siento! —murmuró—. Estoy tan agotada que se me ha ido el santo al cielo…
—Como todos —refunfuñó George. Effie abrió la puerta de la cocina y se hizo a un lado para dejarlo pasar. George tosió con fuerza tapándose la boca con la mano.
—No me gusta como suena esa tos. ¿Estás bien? —preguntó ella preocupada.
—Sí —la tranquilizó George—. Solo cansado.
Effie rebuscó hasta encontrar el pañuelo y se lo ofreció, pero su hermano sacudió la cabeza y le enseñó el suyo.
—Ya tengo uno —dijo en voz baja—. Y el tuyo tiene un bordado muy bonito, no quiero estropearlo.
—Deberías descansar —dijo Effie con un suspiro.
—A lo mejor sí que debería —respondió George irónico—. Y a lo mejor deberían pagarme mejor. De hecho, a lo mejor debería haber menos bailes. ¿Crees que la señora se reunirá conmigo para hablarlo mientras tomamos el té?
—Ten cuidado con lo que dices, George —respondió la joven en tono cansado—. Acuérdate de lo que decía mamá.
—Mamá no está aquí ahora mismo —protestó él—. Llevo toda la semana levantándome al amanecer y acostándome a medianoche. Si no me quejara aunque fuera un poco resultaría antinatural. —Le dio un nuevo empujoncito, más fuerte esta vez—. Y ahora deja de retrasarme. Solo quiero que se acabe esta noche horrible.
Effie entró en la cocina y George se coló por su lado a toda prisa para evitar más regañinas.
La cocinera jefa de la casa, a la que llamaban Cookie de forma cariñosa, estaba emplatando algunos fiambres y galletas. Effie localizó las bandejas de ponche a un lado y agarró una con rapidez.
—¡Me llevo esta para arriba! —le dijo a la pobre cocinera, que parecía atribulada.
Cookie apenas asintió con la cabeza, suficiente señal de aprobación. Effie regresó a toda velocidad a la sala de baile.
Los invitados habían empezado a entrar, una de las damas estaba sentada al piano y tocaba una melodía alegre con aire distraído. Effie se acercó a los invitados con la bandeja de ponche en las manos y la mirada cuidadosamente centrada en sus propios pies. Lo último que le faltaba era tropezar por culpa del cansancio y tirarle el ponche por encima a alguna dama importante.
—Ah, cogeré una de esas, por favor.
Una mujer rubia con un vestido azul alargó el brazo para coger una copa de la bandeja. Llevaba el pelo recogido por una cadena dorada y un delicado colorete rosado en las mejillas.
—Creo que yo también.
La voz de Benedict venía del otro lado, y su sonido congeló a Effie en el sitio. Benedict cogió una copa de la bandeja y la joven levantó la vista hacia él. Iba vestido con tanta elegancia como el resto de los invitados, con un refinado chaleco dorado y chaqueta negra. Su cálida sonrisa brillaba de tal manera en ese rostro tan atractivo que Effie no pudo evitar mirarlo fijamente y que se le acelerara el corazón. Por el más breve instante, cuando la mirada de él se posó en ella, se sintió atrapada entre la ensoñación y la realidad. Una convicción irracional la invadió: ¡Benedict la había reconocido! ¿Iba a invitarla a bailar allí mismo?
—¡Duntham! —exclamó en ese momento Benedict en tono alegre. Miraba a alguien por encima del hombro de Effie—. ¿Cuántos años hace ya?
Pasó por su lado riéndose… y a Effie se le cayó el alma a los pies. «¿Qué esperabas? —pensó fatigada—. Esta vez llevo una bandeja, eso me convierte casi en invisible».
Como criada, estaba acostumbrada a pasar desapercibida. De hecho, pasar inadvertida se consideraba una habilidad crucial en su profesión, los nobles solían preferir que el servicio fuera lo más imperceptible posible. Pero, por algún motivo, que aquel caballero en particular la ignorara le dolió de forma inesperada. Si Benedict nunca le hubiera hablado con tanto encanto, pensó Effie, no se habría hecho ilusiones tan tontamente.
La desilusión y el hastío se mezclaron con la fatiga, y el sentimiento le subió del estómago a la garganta, donde se agazapó como una piedra. Notó que las lágrimas se le acumulaban en los ojos y se echó hacia atrás en busca de la pared, horrorizada.
—¡Ay, Lydia! —jadeó—. ¿Puedes quedarte la bandeja, por favor?
Lydia dejó caer los hombros.
—¡Pero si acabas de subirla! —se lamentó—. ¿No puedes repartir las bebidas un poco más?
—Estoy a punto de echarme a llorar —la informó Effie con el tono de voz más firme que fue capaz de usar—. Necesito que me dé un poco el aire, o no seré capaz de parar.
Lydia cogió la bandeja con un suspiro comprensivo.
—Oh, no. Venga, vete y quítatelo de encima. A lo mejor yo también necesito salir a llorar antes de que acabe la fiesta.
Effie escapó por la puerta lateral y bajó por el pasillo del servicio. De camino se le saltaron las lágrimas, y pronto se encontró llorando de rabia y vergüenza.
Las crisis de llanto se habían vuelto relativamente comunes entre los criados, pero Effie no tenía ningún interés en que la descubrieran gimoteando en uno de los estrechos corredores del piso de abajo. Salió al exterior, justo en la linde del enorme laberinto de setos que se extendía detrás de la mansión.
En condiciones normales, algunos de los invitados se estarían divirtiendo en el laberinto, pero aquella noche la nieve y el barro lo habían convertido en un escenario mucho menos placentero. Por ese motivo, Effie podía disponer del banco de enfrente para sí misma. Se acomodó en él, se limpió las lágrimas con las manos y se restregó los brazos. El aire frío y enérgico le templó los nervios, y respiró profundamente varias veces para serenarse.
Le llegaban las notas apagadas del piano de cola desde las ventanas. El baile había comenzado. Todos aquellos apuestos caballeros acompañarían pronto a todas las damas encantadoras con sus preciosos vestidos a la pista de baile. Seguramente en ese preciso instante Benedict invitaba a bailar a alguna.
—No tiene la menor importancia —se dijo Effie—. ¿Por qué iba a importarme lo que haga? Desde luego, nadie va a sacarme a mí a bailar —parpadeó varias veces y se obligó a reír—. ¡Ja! ¡Imposible imaginarlo!
—Caramba —dijo una voz suave y curiosa a la derecha de Effie, congelándola en su sitio—. ¿De verdad es tan difícil de imaginar? ¡Ahora me siento todavía más tentado a pedírselo que antes! ¿Me concede este baile, señorita?
Effie se levantó a trompicones. Se giró para mirar al hombre que le había hablado… y se sintió más confusa si cabe.
Era un hombre alto de apariencia ágil vestido con una elegante chaqueta de terciopelo negro. Tenía el pelo tan negro como la chaqueta, un poco fosco en las puntas. Sus ojos eran de un impactante verde esmeralda, como las hojas nuevas de primavera… brillaban un poco desde dentro de una forma que lo hacía destacar bajo la luz de la luna. No llevaba pañuelo, observó Effie, sino una rosa florecida y enroscada en el cuello que servía el mismo propósito.
—Lo… lo siento mucho, señor —farfulló la muchacha—. Nunca habría salido si pensara que podía molestar a alguien…
—¡Oh, no, no estoy molesto en absoluto! —declaró el hombre con vehemencia. Le dedicó una sonrisa y el maltrecho corazón de la joven dio un brinco cuando pensó en el atractivo que le confería ese gesto, incluso en la penumbra. Tenía unos rasgos muy elegantes, con las mejillas tan afiladas como para cortarse el dedo si las rozaba.
—De hecho, me siento muy dichoso de conocerla —añadió—. ¡Qué emocionante!
Effie tragó saliva y entrelazó las manos en el regazo. Había algo muy extraño en la forma en que el desconocido le hablaba, pero no era capaz de identificar el qué.
—Señor —dijo Effie despacio—, ¿es consciente de que soy una de las sirvientas de la casa?
No tenía el menor interés en repetir la decepcionante interacción con Benedict del día anterior.
—¿Ah, sí? —preguntó él. La miró de arriba abajo y le brillaron los ojos—. ¡Cielos, sí que lo es! —De alguna forma parecía aún más entusiasmado ante aquella revelación—. Qué circunstancia tan deliciosa e ideal. Por favor, ¿podría decirme su nombre?
Effie parpadeó. No recordaba la última vez que un noble le había preguntado su nombre.
—Pues… me llamo Euphemia Reeves, milord —respondió—. Casi todo el mundo me llama Effie.
—¡Qué nombre tan magnífico! —El caballero sonrió con tanto entusiasmo que Effie se descubrió preguntándose si alguna vez en su vida le habría disgustado algo—. Bien. Yo soy lord Negraespina. Debería repetir la pregunta… ¿me concede este baile, señorita Euphemia? —Al decirlo le ofreció la mano, y Effie comprendió que de verdad esperaba que la tomase.
«No es buena idea», pensó la joven. Más allá del hecho de que no debería bailar con los invitados, una parte de ella se había dado cuenta de que lord Negraespina era un hombre muy extraño… además, Effie nunca había oído hablar de ningún lugar llamado «Negraespina».
Sin embargo, su cuerpo había seguido adelante sin hacer caso de sus pensamientos y, para su sorpresa, descubrió que ya había aceptado su mano. Los dedos de lord Negraespina eran muy largos y elegantes, y por algún motivo exhalaba un perfume a rosas frescas a pesar de ser mediados de febrero.
—¡Creo que conozco este baile! —exclamó lord Negraespina con alegría—. ¡Vaya, lady Vallebaldío debe habérmelo enseñado la semana pasada!
El caballero sujetó a Effie por la cintura al tiempo que ella trataba de descifrar si había escuchado alguna vez hablar de un lugar llamado «Vallebaldío». Lord Negraespina hizo girar a Effie a un lado y a otro, y ella tropezó con un grito ahogado.
—Ahora, señorita Euphemia —dijo él con cariño, como si Effie no hubiera bailado con la mayor torpeza los primeros pasos—, debo hacerle una pregunta muy importante: ¿considera que está usted indefensa?
—Yo… ¿qué? —preguntó Effie aturdida.
Volvió a tropezar mientras intentaba mantener el ritmo con gran agitación, pero lord Negraespina parecía no percatarse de sus dificultades. «Algo en esa pregunta tiene pinta de ser inapropiado» pensó. Pero no fue capaz de determinar exactamente qué era lo inapropiado de la pregunta, así que respondió:
—No sé a qué se refiere, milord.
—Bueno —añadió lord Negraespina pensativo—, si tuviera que elegir ¿diría que es usted poderosa o que está indefensa?
Volvió a hacerla girar y Effie empezó a marearse. «No me parece que el baile sea así en absoluto» pensó. En ese momento, su mente comprendió el significado de las palabras del caballero y le dio un ataque de furia.
—¡Discúlpeme, caballero! —dijo airadamente—. ¡Soy lo bastante poderosa como para darle un buen pisotón si trata de propasarse conmigo!
Lord Negraespina inclinó la cabeza, aparentemente desconcertado. Al hacerlo, la joven vio que tenía las orejas puntiagudas.
A Effie casi se le salió el corazón por la garganta de terror.
«¡Un elfo! —pensó frenética—. ¡Apiádate de mí, Señor! ¡Estoy bailando con un elfo!»
—¿La he insultado, señorita Euphemia? —preguntó lord Negraespina—. ¡No era en modo alguno mi intención! Verá, en los últimos tiempos estoy investigando la virtud inglesa. Pensaba que estaba todo relacionado con botas elegantes y chaquetas caras… de lo más aburrido ¿verdad?, pero lady Vallebaldío me informó de que en realidad tiene que ver con ser amable con los indefensos y cruel con los poderosos. Por eso he estado buscando por todas partes a unos y a otros, ¡para poner a prueba el concepto!
Effie abrió los ojos de par en par.
—Yo no soy nada poderosa, señor —se apresuró a garantizarle—. ¡Al contrario, estoy de lo más indefensa!
Lord Negraespina se echó a reír, complacido.
—¡Qué casualidad! Me preguntaba cuánto tendría que buscar… ¡y aquí mismo la he encontrado! A la vuelta de la esquina, como quién dice.
Volvió a hacerla girar, pero Effie no se atrevió a cogerlo de la mano otra vez. En su lugar, rodó por el barro, gimoteando de miedo.
El barro frío y húmedo le embadurnaba las manos y le manchaba las rodillas de la falda. En otras circunstancias se habría quedado horrorizada al pensar en las coladas de más que aquello supondría, pero el pavor que le despertaba su situación actual pesaba mucho más que esa temida colada extraordinaria. Su madre le había contado muchos cuentos para advertirla sobre el pueblo bello; casi todas las historias acababan muy mal para el desafortunado panadero o zapatero o lechera que tenía la desgracia de conocer a un hada. De hecho, la mayoría terminaban con el pobre protagonista renunciando a su propia alma por accidente.
Lord Negraespina se rio como si Effie se hubiera tirado en el barro a propósito para gastarle una especie de broma. Le ofreció la mano, pero ella se quedó mirándola fijamente desde el suelo embarrado. Ante su continuado silencio, se agachó para levantarla por los brazos con una fuerza perturbadora, la colocó de pie otra vez y sacudió con delicadeza el barro de su vestido. Por supuesto, poco hizo el gesto para limpiar la tela.
—¡Excelente! —comentó lord Negraespina—. ¡Se ha manchado el vestido! Estoy seguro de que es una molestia espantosa. ¿Le gustaría que la ayudara a limpiarlo?
Effie apretó los labios, sintiéndose impotente. «En los cuentos de hadas la gente se mete en los mayores problemas por decir lo que no debe —pensó—. Si no digo nada a lo mejor se va».
Lord Negraespina parpadeó y la miró con sus ojos demasiado verdes.
—¿Se ha hecho daño? —preguntó—. Me temo que no puedo curarla, ese es un poder que no poseo. Pero… —golpeó el puño enguantado con fuerza contra su otra mano en un momento de súbita inspiración—. ¡Podría quitarle el miembro que le molesta y sustituirlo por uno nuevo!
Effie abrió los ojos de par en par, aterrorizada.
—¡No! —gritó, incapaz de contenerse—. No, no, no, eso sería… ¡demasiado generoso! ¡Por favor, no lo piense siquiera!
Lord Negraespina sopesó su respuesta.
—Pero no es generoso en absoluto. Tendría que pedirle algún pago a cambio, por mucho que me gustaría no hacerlo. Me temo que esa es, simplemente, la manera en que las hadas debemos hacer las cosas.
Effie se obligó a sonreír y se clavó las uñas en las palmas de las manos, temblorosa.
—Soy muy pobre —respondió—. No podría pagarle ni aunque quisiera, milord. Me temo que tendrá que buscar otra persona a la que ayudar.
Lord Negraespina adoptó una expresión pensativa.
—No necesito dinero. Podría quedarme con su recuerdo más feliz, o a lo mejor con una pequeña parte de su nombre. Lo cierto es que apenas echaría de menos una sílaba o dos.
«Dios mío —rezó Effie en silencio—, mantenme a salvo de este elfo y seré generosa este domingo con la limosna».
—Es muy amable por su parte —respondió muy despacio—, pero prefiero resolver mis problemas yo misma. Mi madre siempre me ha dicho que eso me hará más fuerte.
Lord Negraespina parecía tan alicaído ante su respuesta que casi le dio pena.
—Estaba seguro de que iba a funcionar a la perfección —suspiró el hado—, estaba convencido de que tenía un problema terrible que podría resolver por usted. Pero… —la miró con curiosidad— si no es indiscreción… ¿Por qué lloraba antes, señorita Euphemia?
Effie tragó saliva. Sabía que no podía salir nada bueno de contarle a un hada sus problemas, pero con esos extraños ojos verdes fijos en ella, las palabras brotaron de su garganta sin permiso.
—Me he enamorado de alguien —dijo con voz ronca—. Fue una verdadera estupidez por mi parte. Esta noche he comprendido que él jamás podrá enamorarse de mí.
Effie maldijo su boca por hablar sin su permiso. «¡No quería haber dicho nada de eso! ¿Habrá hecho magia conmigo ya?»
—¡Qué tragedia! —suspiró lord Negraespina, aunque lo dijo de tal forma que Effie no supo si se alegraba o la compadecía—. ¿Por qué no puede enamorarse de usted, señorita Euphemia? Parece usted un ser humano perfectamente encantador, y cuenta con un alma completa propia y todos los dedos originales.
De nuevo, Effie intentó guardar silencio… pero lord Negraespina se había entretenido de forma extraña en las sílabas de su nombre, y ese sonido tiró del alma misma de Effie, arrancando una nueva respuesta de sus labios.
—Es el hijo de un barón, señor —soltó la joven—, y yo no soy más que una criada. El hijo de un barón jamás se casará con una criada. Las cosas no funcionan así. —Lord Negraespina se quedó perplejo ante tal afirmación, así que Effie tuvo que añadir—: Sería como si usted me hiciera un favor sin ningún pago a cambio.
Ante esa explicación, la luz del entendimiento iluminó los ojos del hado, que asintió sagazmente.
—Comprendo. Vaya, qué problema. ¡Qué problema tan extraordinario! —sonrió con alegría—. ¡Es justo el tipo de problema que requiere la ayuda más extraordinaria!
—Me parece que no hay ayuda alguna que sirva en este caso —dijo Effie recelosa—. Está bien, de verdad. Ya me siento mejor, milord.
Lord Negraespina sacudió la cabeza.
—¡El asunto es sencillo! Dígame, señorita Euphemia… ¿con quién se casaría el hijo de un barón en condiciones normales?
Una vez más, Effie sintió una necesidad ineludible de contestar. Apretó los labios y se concentró con fiereza en no responder… pero las palabras encontraron su camino de todas maneras.
—Se casaría con alguien como él, señor —contestó sin aliento—, con la hija de un barón, a lo mejor, o… ¡demonios!
Era su nombre, comprendió Effie desesperada. Le había dado al maldito elfo su nombre antes de reconocer lo que era. Recordaba vagamente que las hadas podían hacer cosas terribles si poseían tu nombre. «Ya he dicho lo que no debía —pensó Effie mientras la invadía el terror—. ¡No es justo! ¡Era imposible que supiera lo que era de primeras!»
Lord Negraespina le sonrió por respuesta.
—¡Qué alivio! —dijo—. Eso no supone ningún problema, señorita Euphemia. Puedo transformarla en la hija de un barón sin el menor inconveniente, ¡y así podrá casarse con el hombre que ama!
Effie cerró la boca de súbito con un entrechocar de dientes.
Por un instante, todo su miedo —toda su desdicha húmeda y embarrada— se evaporó ante aquella inesperada sugerencia.
—¿Po-podría hacer algo así? —susurró. Esa vez no habló porque hubiera mencionado su nombre.
—Podría, en efecto —dijo lord Negraespina. Su afán era más que evidente, ahora que había descubierto algo que de verdad parecía haber despertado su curiosidad. Alargó el brazo para tomarle la mano y le dio unas palmaditas cariñosas—. Podría convertirla en cualquier tipo de dama inglesa que quisiera… a todos los efectos que importan para su situación, quiero decir. ¡Podría hacerlo ahora mismo! ¿Le gustaría acudir al mismísimo baile que tenemos detrás?
Las ganas de llorar le secaron la boca y le cerraron la garganta. Effie liberó su mano y se la apretó contra el pecho, desesperada.
Solo unos minutos antes, se había quedado parada en el pasillo debajo del salón de baile fantaseando con ese mismo sueño imposible. Todas esas visiones volvieron a ella en un instante… más brillantes y seductoras que nunca. Pero, esa vez, el sueño estaba tan cerca que casi podía tocarlo. Solo tenía que decir que sí, y podría entrar en Hartfield como una igual en lugar de una sirvienta.
Sí. Sí, por favor. Tenía las palabras en la punta de la lengua. Pero Effie notó el aluvión de emociones desequilibradas que traían consigo justo a tiempo, y cerró los ojos con fuerza.
—Si los deseos fueran caballos —recitó en voz baja—, los mendigos cabalgarían. Si los nabos fueran bayonetas, uno en el costado llevaría.
Effie abrió los ojos y descubrió a lord Negraespina observándola con expresión confundida. Seguía lo bastante cerca como para que el aroma de las rosas la envolviera con cada respiración.
—No lo entiendo, señorita Euphemia —dijo el hado—. ¿Está pidiendo un deseo?
—No —contestó Effie con suavidad, abrazándose—, me recuerdo a mí misma que no es buena idea desear nada. Me temo que debo volver dentro, milord. Tengo que trabajar en el baile. Si me retraso demasiado, serán otros los que deban hacer mi trabajo, y eso no sería justo.
Lord Negraespina frunció el ceño, claramente consternado.
—Ya veo —suspiró—. Ayudar a los desamparados es mucho más complicado de lo que imaginaba. ¡No me extraña que la virtud inglesa sea tan difícil de encontrar! —Sonrió con amabilidad a Effie, como si hubiera entendido algo muy distinto a lo que ella había intentado transmitir—. ¡No importa! No me rendiré ante el primer obstáculo, señorita Euphemia. Ya que ha sido tan amable de entregarme su nombre, yo le entregaré el mío a cambio. Mi verdadero nombre es Juniper Jubilee. Si alguna vez necesita algo, la cosa más nimia ¡cualquier cosa! lo único que debe hacer es repetir mi nombre tres veces y vendré a ayudarla de inmediato.
Effie parpadeó ante aquella respuesta.
—¿Juniper Jubilee? —repitió sin pensar—. ¡Qué nombre tan peculiar!
Lord Negraespina —o, más bien, pensó Effie, el señor Jubilee— le dedicó una amplia sonrisa, como si le hubiera hecho un cumplido.
—Muchas gracias, señorita Euphemia. Lo elegí yo mismo. Le sigo teniendo mucho cariño.
Effie sacudió despacio la cabeza.
—Eh, bueno, señor Jubilee —se atrevió a añadir—, ¿de verdad no le importa que tenga que volver al trabajo? No se ofenderá ¿verdad?
Lord Negraespina sonrió de nuevo.
—¿Por qué habría de ofenderme? Me ha regalado su valioso tiempo y su conversación, señorita Euphemia. Incluso ha tenido la bondad de bailar conmigo.
Effie se encogió bajo su sobrenatural mirada esmeralda. Si cualquier ser humano le hubiese hablado de esa manera, se habría sentido halagada, pero algo en aquellos ojos le había recordado lo peligrosa que podía ser cada palabra de esa conversación. Incómoda, agachó la cabeza.
—Entonces… en ese caso me iré yendo, milord —dijo. Pero, cuando levantó la vista, el elfo había desaparecido.
De no ser por el barro que le manchaba la falda, Effie se habría autoconvencido de que todo el encuentro con lord Negraespina había sido una fantasía. En realidad, seguía preguntándose si se habría dado un golpe en la cabeza, o si sería una alucinación fruto del cansancio… pero no encontró oportunidad de comentarle nada a Lydia al respecto. En el momento en que regresó al interior, tuvo que tomar prestado el vestido de repuesto de otra doncella para volver a toda prisa al baile a atender a los invitados. El resto de la noche fue tan larga y agotadora que nadie tuvo tiempo de hablar de mucho más que de las copas de ponche, los platos de la cena y la necesidad de hacerle hueco en la mesa al inoportuno primo de alguien aparecido en el último momento.
Para cuando Effie se desplomó por fin en la cama, cualquier pensamiento sobre elfos extraños había abandonado su mente. Se despertó unas pocas horas después, con las quejas de Lydia sobre las chimeneas. También las mañanas después de un baile seguían allí las chimeneas.
—Nos va a matar —murmuró Lydia mientras subían dando tumbos al piso de arriba para prender las chimeneas—. Lady Culver, digo. No podemos seguir así para siempre, Effie.
—Vamos a no malgastar fuerzas quejándonos —rogó Effie—. Hoy estoy tan cansada que creo que no me quedan energías ni para eso.
Al menos aquel día los sirvientes tuvieron la oportunidad de sentarse a desayunar en el piso de abajo mientras la familia dormía la mañana. Aunque incluso el desayuno trajo consigo una nueva y desagradable sorpresa.
—Lady Panovar mencionó a su doncella francesa una docena de veces anoche —informó la señora Sedgewick al personal con aspecto cansado—. Al final de la velada lady Culver estaba furiosa. Ha insistido en que debo encontrarle doncellas francesas de inmediato.
Lydia abrió la boca, anonadada.
—¿Qué? —rio—. ¿Así, sin más? ¿Y con lo que paga? ¿No se supone que las doncellas francesas son caras?
Que la señora Sedgewick no regañara a Lydia por su impertinencia era un signo inequívoco de lo agotados que estaban todos. El ama de llaves solía insistir en que el personal mostrara el más estricto respeto hacia la familia, aunque nadie pudiera oírlos.
—Por supuesto, no hay doncellas francesas en esta zona, y su señoría no tiene presupuesto para importar una, como ha hecho lady Panovar —suspiró la señora Sedgewick—. Así que… en conclusión… Todas debéis convertiros en doncellas francesas.
Effie parpadeó despacio.
—Señora Sedgewick —respondió con cautela—. No es mi intención ser descarada, pero… ¿eso qué significa exactamente?
—Significa que todas necesitaréis nombres nuevos, franceses —dijo la señora Sedgewick con una sonrisa tensa—. Por lo menos mientras estéis en el piso de arriba. Y también debéis practicar a poner acento francés.
—Ejem —carraspeó George—. Los lacayos no ¿verdad?
—No —dijo la señora Sedgewick resignada—. Por lo que sé lady Panovar no tiene ningún lacayo francés, por tanto, lady Culver no necesita ningún lacayo francés para sí misma. De momento puedes continuar siendo inglés, George.
—Tampoco —añadió el señor Allen con brusquedad— es que lady Culver ni la señora Sedgewick tengan ninguna potestad en lo concerniente a los lacayos, George.
El prestigioso mayordomo, de pie en un lateral, esperaba con paciencia a que la señora Sedgewick acabara de dar sus noticias para que los sirvientes de mayor rango se pudieran retirar a desayunar en una estancia diferente. Su traje estaba inmaculado a pesar de la larga noche y llevaba el bigote gris acerado perfectamente recortado. Lo cierto, pensó Effie, es que el señor Allen es de verdad el portentoso profesional que nos habían prometido cuando llegó a Hartfield.
La señora Sedgewick le lanzó una mirada furibunda, pero no le contradijo.
—Lydia, supongo que puedes ser «Marie». Y tú, Effie… digamos que ahora eres «Giselle».
Effie inspiró con fuerza. Por algún motivo aquel cambio de nombre imprevisto hacía que el maldito baile del día anterior resultara todavía más ofensivo. «Y así sin más —pensó aturdida—, de repente ni siquiera se me permite ser yo misma».
George captó su expresión y le dedicó un gesto de solidaridad.
—La familia me sigue llamando «James» —comentó—. ¿Creo que era el lacayo anterior?
—Nunca ha habido ningún James —explicó Lydia con aire sombrío—, es solo el nombre que la familia prefiere para los lacayos. Ninguno conoce nuestros verdaderos nombres. Dudo que lady Culver recuerde los nuevos nombres franceses tampoco.
—No obstante —interrumpió la señora Sedgewick con brusquedad— debéis practicar vuestro acento francés. No lo olvidéis. Examinaré a todas las doncellas a finales de la semana.
Los gemidos recorrieron la mesa, pero la señora Sedgewick no se preocupó de regañar a las muchachas. En cambio, se giró hacia el señor Allen con gesto enfadado y salió hecha una furia a tomarse su propio desayuno.
—Practicar un acento francés —farfulló con incredulidad Lydia con la vista fija en el plato—. ¿Sabes cómo suena un acento francés, Effie?