Disenso y melancolía - Luis Bautista Boned - E-Book

Disenso y melancolía E-Book

Luis Bautista Boned

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En la obra de Unamuno y Ortega son bien visibles el disenso reformista y los recurrentes ataques de melancolía. En la España franquista percibimos una figuración triple del intelectual. Cada uno de estos modelos imagina, también desde el disenso, su propia versión de sociedad ideal: entre los vencidos en la Guerra Civil encontramos al intelectual liberal, que apela a valores universales, y al intelectual comprometido de izquierdas, enredado en la utopía socialista-comunista de emancipación del cuerpo social. Entre los vencedores, al intelectual nacionalista, especialmente al falangista, progresivamente crítico y desencantado con el franquismo. A partir de los años sesenta, los filósofos neonietzscheanos españoles cuestionaron la función social del intelectual, independientemente de la ideología que abanderara. En la España posterior a la transición política, en nombre del consenso, vimos al gremio intelectual justificar la democracia surgida de esta. Sin embargo, no faltaron las voces críticas, coetáneas y posteriores, que atacaron, y siguen atacando, la escasa autonomía y actitud beligerante de los intelectuales aparentemente sumisos con el poder oficial. El intelectual disiente de la sociedad en la que vive. Disiente de ella de acuerdo con un confuso ideal que anhela melancólicamente. Los orígenes modernos de la figura del intelectual y las primeras formulaciones de su melancolía se derivan de la pérdida de un supuesto orden ontoteológico debida a la progresiva interiorización de la subjetividad. La búsqueda infructuosa de ese orden ideal lo condujo al esfuerzo de depuración de pasiones y emociones, y lo situó en la esfera espiritual, desde la que imaginaba su utopía. Este ensayo aborda la historia intelectual de España en orden cronológico, desde la aparición de los primeros grandes intelectuales, Unamuno y Ortega, hasta los ejemplos más recientes, en concreto la filósofa barcelonesa Marina Garcés.

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© Luis Bautista Boned, 2022

© De esta edición: Universitat de València, 2022

Publicacions de la Universitat de València

Arts Gràfiques, 13 – 46010 València

Diseño de la colección: Inmaculada Mesa

Corrección y maquetación: Letras y Píxeles, S. L.

ISBN (papel): 978-84-9134-918-1

ISBN (ePub): 978-84-9134-919-8

ISBN (PDF): 978-84-9134-920-4

Índice

INTRODUCCIÓN

1. EL INTELECTUAL MODERNO: LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS

El sentimiento de desorden

Les mots sur les choses: el lenguaje remplaza la realidad

La interiorización definitiva de la subjetividad

Los anhelos de purificación

Filósofos y letrados en el entresiglo del XVIII y XIX.Los verdaderos protointelectuales

2. DE CAPARAZONES Y COSTRAS. EL ESTADO Y LA CONCIENCIA COMO OBSTÁCULOS EN LAS OBRAS TEMPRANAS DE UNAMUNO Y ORTEGA

El nacimiento del intelectual en España

«Vieja y nueva política» y En torno al casticismo: irreductibles nación y Estado

Nuevo mundo y «Ensayo de estética a manera de prólogo»: problemas de conciencia

3. AUTONOMÍA, COMPROMISO, DEPENDENCIA. FIGURACIONES Y FUNCIONES DEL INTELECTUAL MODERNO Y POSMODERNO EN ESPAÑA

Tipología del intelectual moderno

Las figuraciones del intelectual español. Nacionalistas, liberales y comprometidos

El lento y cuidadoso resurgir del intelectual liberal y comprometido durante el franquismo

El engañoso atisbo de una Falange liberal

Los sucesos de 1956: la primera reacción intelectual antifranquista

La crisis universitaria de 1965. Desarrollismo y oposición antifranquista: un tablero confuso

El pragmatismo como salida

Dialécticos, analíticos y neonietzscheanos. El campo filosófico entre la queja dogmática, el pragmatismo sumiso y el desafío aparentemente inane

Cultura y contracultura frente al tablero político Transición dudosamente normalizadora

Transformaciones del intelectual. Crisis de sus figuraciones y funciones modernas

4. CCT: CONTRA LA CULTURA DE LA TRANSICIÓN

Un árbol caído (2015), de Rafael Reig. Enésimo retrato agonista de la Transición

CT: la recurrente condena de la Transición

La CT en su contexto

El intelectual en su contexto

5. EL MAÑANA VACÍO. LA FALTA DE COMPROMISO LITERARIO E INTELECTUAL CON LA MEMORIA EN LA ESPAÑA DEMOCRÁTICA

El vano ayer en el mañana vacío: cuando el pasado condiciona el presente

La estrategia posproductiva de El vano ayer. De la falsificación histórica al testimonio ficticio

El vano ayer como denuncia de las continuidades del franquismo en democracia

Continuidades simbólicas y discursivas

La impostura: otro abuso de la (pos)memoria

6. A VUELTAS CON EL INTELECTUAL COMO EDUCADOR O LIBERADOR DE LA ENERGÍA DEL CUERPO SOCIAL

El enésimo retorno a la Ilustración

El cuerpo social de Marina Garcés

Contratos y precontratos sociales. La precariedad en Marina Garcés y Judith Butler

La fragilidad de la moderna tesis de la excepcionalidad humana

CONCLUSIONES

BIBLIOGRAFÍA

INTRODUCCIÓN

En 2011 Jordi Gracia escribió un panfleto titulado El intelectual melancólico, aunque él habría preferido llamarlo Panfleto contra el prestigio de la melancolía entre los intelectuales aquejados del síndrome del narciso herido (2011: 11). Apuntaba, sin dar nombres, contra la prestigiosa costumbre del mandarinato de refugiarse frustrado en la queja y en el nombre propio que todo lo sabe, todo lo adivina, pero al que nadie presta atención. La crítica, escrita en España, parecía dirigida a autores como Jordi Llovet, que nos explicó en Adéu a la universitat (2011) que había abandonado la academia porque nadie hacía caso ya de las enseñanzas que un humanista altamente cultivado pudiera ofrecer a la sociedad, en la línea de los lamentos de Javier Marías un año antes, cuando publicó en volumen una selección de artículos propios que habrían alertado inútilmente contra la crisis económica antes de que se produjera: Los villanos de la nación (2010). El intelectual sería «reserva moral» y «arcilla política» de la sociedad, un depósito de valores con los que se podría modelar al benévolo soberano dispuesto a escuchar y aplicar el consejo del sabio. Ficciones todas ellas, señaló con sorna Antonio Valdecantos en El saldo del espíritu (2014), porque seguramente no tiene las claves de mejora inmediata de la sociedad, y desde luego nadie las escucha.

Se trata en realidad de la viejísima actitud (proto)intelectual del que cree saber la respuesta, gracias a la reflexión y al bagaje cultural que le permiten elevarse por encima de la aglomeración cotidiana, como señaló Rolland (1915) hace más de un siglo. Viejísima actitud del que cree conocer la receta para crear una sociedad perfecta, pero al que nadie hace caso y debe refugiarse, frustrado, en sí mismo o en la cerrada comunidad de sus semejantes, la clerecía de los hombres de letras, su voluntaria e inalienable república. El intelectual se queja, luego existe, dijo burlonamente Valéry. O, mejor dicho, escribe su queja en primera persona, una queja que incluye con descaro cualquier asunto, como apuntó también recientemente Sánchez-Cuenca: La desfachatez intelectual (2016), y se molesta si nadie la lee ni escarmienta.

El intelectual se sitúa a la cabeza de la sociedad, de cuyo orden disiente, e intenta, sin éxito, reformarla. Y es esa falta de efectividad de sus avisos lo que lo conduce a la melancolía. Se sitúa, decía, a la cabeza de la sociedad como una luz que ha de guiar al resto hacia un destino que él mismo desconoce, porque su meta, su anhelo, se basa en la nostalgia de un orden perdido desde el inicio de la cultura occidental. Desde que Adán mordió la manzana y notó que su sangre se oscurecía, invadida por la bilis negra, por la melancolía que apagó la luz de sus ojos. Así lo explicó Hildegarda de Bingen en Causae et curae, en la baja Edad Media. Porque la melancolía parece estar en el origen del disenso intelectual y se convierte además en la meta de su ineficaz periplo reformista.

Hay un sustrato teológico en la humanidad occidental a la que apelará frecuentemente el letrado, crédulo o incrédulo, mucho antes de nombrarse intelectual. Ese sustrato inalcanzable se identifica con un orden perfecto del que se siente cada vez más alejado, sobre todo a raíz de la interiorización definitiva de la subjetividad, que lo aleja de un logos óntico (así lo llamó Taylor en Sources of the Self, 1989) o un orden onto-teólógico (Schaeffer: L’Art de l’âge moderne, 1992). La melancolía se agudiza entonces como sensación de pérdida y búsqueda incesante que genere una sociedad perfecta, que no pasa, en la mayoría de los casos, de ser una utopía imaginada en soledad.

Porque la sociedad, para el letrado, fatalista, siempre ha sido imperfecta, y por eso disiente de ella. Y pocas veces los príncipes y los gobernantes han escuchado al sabio y le han permitido intervenir para modificarla, para elevarla. Así, el intelectual se acostumbró a quejarse del mundo, y a redoblar la queja por su incapacidad de modificarlo, por culpa, normalmente, de regímenes diversos, pero casi todos ellos sordos a sus recomendaciones. Lo ha señalado Pinker en Enlightenment Now (2018), realzando con excesivo optimismo las mejoras que ha aportado el progreso a nivel global, y mofándose de la posición fatalista de letrados y científicos sociales. Pinker se acoge a la teoría de las tres culturas, desarrollada sobre todo por Wolf Lepenies (1994), que ya señaló la naturaleza doliente del letrado y la opuso al optimismo del científico.

Es una lectura reconocible en el frecuente posicionamiento del intelectual en la esfera espiritual, desligada de la realidad social, desclasada, pero desde la que aspira a intervenir para modificarla, para elevarla a su propia altura, normalmente gracias a la cultura, a la educación, que él mismo debía operar, como avanzadilla iluminada, o ilustrada, en sus conciudadanos. Sapere aude! Rezaba la premisa que Kant tomó de Horacio. Atrévete a saber… lo que yo ya sé, como intelectual, y te puedo mostrar, sería la lectura más precisa. Voluntad emancipadora, de cuño dieciochesco, a la que se ha acogido la intelectualidad hasta fechas muy recientes.

Y ese impulso legislador, o más bien de guía de la sociedad, no está únicamente presente en el intelectual tradicional, cuya genealogía es fácil rastrear hasta el philosophe del XVIII, deseoso de elevar a la masa de sus congéneres a la categoría de individuos racionales y humanos. Esa labor de guía la detectamos también en el pensador reaccionario, el antintelectual, que apela a un «pueblo» que comparte señas de identidad que deben ser esclarecidas y formuladas. E incluso en el ideólogo de izquierdas, comprometido, y con el objetivo de emancipar a las clases populares, con el término clase entendido también como identitario, pero no en sentido nacionalista o comunitario, sino internacionalista. Esa triple consideración configurará las tres versiones más reconocibles del intelectual y su función de guía: la universalista, la nacionalista y la internacionalista, aunque a la nacionalista, considerada reaccionaria, se le ha negado a menudo la etiqueta «intelectual».

El letrado ha tenido siempre una relación compleja con sus conciudadanos, por estar comprometido con su función de guía más o menos tangible, más o menos elevada sobre el resto, sabedor de que su sociedad, sencillamente, no responde al modelo de perfección que él intuye y anhela. Función legisladora, dirá Bauman (1987), pero normalmente frustrada, y que lo ha relegado a queja melancólica. Considerado como mecanismo o como organismo, el cuerpo social debe ser sancionado por la ley, modelado por la razón, o elevado por la cultura.

* * *

De acuerdo con estas ideas, este ensayo se centra en la intelectualidad española de los siglos XX y XXI, la breve historia intelectual de España. Breve porque no es un periodo excesivamente largo, y porque este volumen no pretende ser exhaustivo, sino corroborar la persistencia de esos rasgos ya mencionados a lo largo de este periodo en el que el intelectual nace como tal, entra en crisis y trata, recientemente, de recuperar su función y su legitimidad. La investigación está dirigida por esa premisa que dicta el fatalismo y la melancolía del letrado, expresada en diversos códigos epocales, y se divide en seis capítulos. Los afronto con metodologías variadas, dada la naturaleza del tema, que incluye diversas disciplinas. Mi voluntad es ensayística, aunque no rehúye la lectura precisa y rigurosa de algunos textos de especial relevancia, que abarcan la novela, la poesía y, por supuesto, el ensayo literario, filosófico, político y sociológico.

El volumen lo abre un capítulo sobre «El intelectual moderno: la melancolía del hombre de letras». Parece evidente que muchas de las quejas del intelectual a partir del entresiglo XIX-XX, cuando recibe definitivamente tal nombre, se entienden mejor si le buscamos algunos antecedentes a su figura. Haré mucho hincapié a lo largo de este volumen, y especialmente en este primer capítulo, en la interiorización de la subjetividad humana a partir del siglo XVI, con el correspondiente cambio en la concepción de la verdad, que pasa de ser hilemórfica o externalista, a representacional o interna. La incapacidad de acceder a un código estable, fijo, ontoteológico, parece condenar al ser humano al relativismo epistemológico y moral, a la melancolía de aquel que se siente desplazado de un orden divino estable, pero tan irreconocible como inalcanzable.

Ese parece ser el anhelo del letrado moderno, y lo persigue por medio del autocontrol que le permita elevarse por encima de lo meramente biológico. La verdadera eclosión de este impulso se producirá con la Ilustración, en figuras como Kant o Fichte. Solo los sabios pueden transmitir al conjunto de la sociedad, por medio de la cultura, que aúna lo concreto y lo abstracto, un sistema de valores estables y universales que harían innecesarias incluso las leyes, y a los que ellos ya habrían accedido gracias a la purificación de las pasiones y emociones. Un sistema de valores que, por otra parte, estaba ya inscrito en todos los seres humanos, aunque fueran incapaces de alcanzarlo sin ayuda del sabio depurado.

Pero en esas mismas décadas en las que escriben Kant o Fichte, y antes que ellos ilustrados como Diderot o Voltaire (bastante menos obsesionados con la pureza, todo hay que decirlo), se dibuja también otro movimiento, que apunta a valores no universales, sino locales e identitarios, que deben ser compartidos por una comunidad. Dos vías antagónicas, tal y como las ha descrito Pankaj Mishra: Age of Anger (2017), pero que avanzan paralelamente y en continua contienda desde entonces, y que tienen sus respectivos patrones en Voltaire y Rousseau. Dos impulsos utópicos, en definitiva: el universalista (basado en valores morales y racionales derivados de la excepcionalidad humana) frente al localista (centrado en lo identitario, compartido por una determinada comunidad). En todo caso, esos valores no deben ser impuestos legalmente, sino transmitidos o extraídos del cuerpo social. Prefiguraciones de los futuros intelectual y antintelectual, que en ambos casos trataba de conseguir que la sociedad funcionara de acuerdo con una serie de reglas de las que todos se sintieran partícipes.

El segundo capítulo, «De caparazones y costras. El Estado y la conciencia como obstáculos en las obras tempranas de Unamuno y Ortega», presenta una cata en la obra de dos de los intelectuales, ya nombrados así, más relevantes del entresiglo XIX-XX en España. En ambos se percibe claramente una actitud de disenso, una crítica persistente y algo fatalista al sistema en el que les tocó vivir, la I Restauración borbónica, y el anhelo de cambiarlo. Ortega ejerce primero como pedagogo que debe elevar a sus pupilos, los españoles, por medio de la educación. Por elevar él entiende explícitamente eliminar los impulsos simiescos del ser humano en «La pedagogía social como programa político» (1910). Ortega se perfila claramente como sabio depurado que intenta insuflar la humanidad por medio de la cultura en sus conciudadanos para generar una sociedad perfecta. Sin embargo, posteriormente, en el texto que analizo en detalle: «Vieja y nueva política» (1914), explica que se debe extraer del propio cuerpo social el dinamismo vital que todo sistema corrupto y mecánico asfixia. Cultura oficial frente a impulso vital del pueblo que debe ser guiado, eso sí, por el intelectual, en una línea similar a la que había expresado Unamuno en En torno al casticismo (1895). El intelectual modelando, capitaneando o concretando las aspiraciones del cuerpo social.

Se aprecia en la obra de ambos el cuestionamiento de todo sistema como esclerotizante para la vida. Y esa crítica se reafirma cuando leemos las opiniones de ambos, Unamuno y Ortega, sobre la subjetividad propia. En Nuevo mundo (1895) el vasco distingue entre alma y conciencia, y utiliza metáforas similares a la que esgrime para referirse al efecto paralizante de la Historia sobre la historia, o del casticismo sobre la casta. La conciencia es una costra que asfixia al alma. En un sentido similar se expresará Ortega, de nuevo en 1914, en «Ensayo de estética a manera de prólogo», cuando señale que el verdadero yo no es el de la conciencia, sino un complejo yo profundo al que esta se superpone.

Se adivina ya entonces la insuficiencia de ese modelo de subjetividad racionalista y depurada de pasiones y emociones a la que parecía acogerse el intelectual legislador. La oposición dicotómica res extensa frente a res cogitans está lejos de expresar de manera unívoca la posición personal y sociopolítica del intelectual. Tampoco les es aplicable a Ortega y Unamuno la oposición universalismo frente a nacionalismo. En ellos se aúna el impulso universalista del intelectual dieciochesco, pero también la remisión al nacionalismo como (re)generador del país. Lo que no varía, ni en Unamuno ni en Ortega, es el fatalismo del letrado y su melancolía, sea por no conseguir educar a sus conciudadanos, sea por no ser capaces de concretar su confuso impulso españolista.

En el tercer capítulo, «Autonomía, compromiso, dependencia. Figuraciones y funciones del intelectual moderno y posmoderno en España», centrado en el intelectual español durante el franquismo, ya están completamente dibujados los tres modelos recurrentes (aunque no unívocos) del siglo XX: universalista, nacionalista e internacionalista, y sus respectivos proyectos de intervención social. El intelectual universalista y el internacionalista tenían ejemplos destacados en la Europa de los años veinte, sobre todo Benda y Gramsci. El nacionalista, al que, por motivos históricos (tal vez por su crítica a los dreyfusards, los primeros intelectuales), se le ha negado tal nombre, mantiene su fuerza. En España es especialmente reconocible en el amplio y complejo espectro de la derecha nacional a partir de los años veinte ([ultra]católicos, monárquicos, fascistas y falangistas, entre otros). Un espectro que se enfrenta en bloque a universalistas (aunque tal etiqueta es difícilmente aplicable a los intelectuales españoles liberales, siempre a vueltas con España como problema) e internacionalistas, asociados normalmente al socialismo y al comunismo, a los que los falangistas llaman sencillamente «malos intelectuales».

La función y el anhelo de este modelo triple no varían, insisto: modelar el cuerpo social con una ideología de distinto alcance. Tampoco desaparecen el disenso ni la melancolía, causadas por un sistema, el franquista, con el que no comulgan por diversas razones, o por simple interés. Los liberales lucharán denodadamente por «reconstruir la razón», según un conocido marbete de Vázquez Montalbán; los internacionalistas o comprometidos de izquierda se verán incapaces de emancipar utópicamente a las masas; y los nacionalistas, sobre todo los falangistas, primeros ideólogos del régimen, que ellos querían orientar hacia un Estado fascista, se quejan por haber sido utilizados y desplazados progresivamente del núcleo político y cultural del franquismo. No es de extrañar que la futura democracia se fragüe en la evolución y los conflictos y afinidades de estos tres grupos (o mejor dicho su confrontación triple y cada vez más abierta contra el franquismo). Todos ellos obligados a ceder en no pocas de sus premisas. Todos ellos orientados hacia el pragmatismo que permita el regreso de la democracia, gracias a una monarquía parlamentaria que terminará condenando a muchos de ellos al puro interés o al amargo desencanto.

Esos tres grupos, representantes del triple modelo de intelectual del XX, contribuyen a la restauración de la democracia, nos guste o no, insisto, por la vía de la negociación, el pragmatismo y el provecho propio, desplazando sus propios ideales. Un triple modelo que sufrirá además una profunda crisis en su legitimidad y su función en los años sesenta y setenta, a causa de la posmodernidad y el posestructuralismo, y su desembarco en España gracias a la filosofía neonietzscheana de los Savater, Trías o Rubert de Ventós. Es entonces cuando entra en crisis definitiva, además, un determinado modelo de subjetividad, derivado de los presupuestos de la «thèse de l’exceptionnalité humaine» historiada genealógicamente por Schaeffer (2005 y 2007). Se criticó entonces, además, la existencia de valores universales o sencillamente identitarios estables, derivados en última instancia de una determinada concepción de ser humano de raíz teológica, así como la equiparación entre capitalismo y democracia, frente a la que parecía impotente toda utopía socialista-comunista.

Resurgirán viejos conceptos románticos, que son los que había reactivado Nietzsche cien años antes, por cierto, como la primacía del sentimiento sobre la razón, de la vida sobre la cultura, y del cuerpo sobre la mente, en un escenario trepidante a nivel cultural y contracultural, como es el de la España de los setenta. Sin embargo, como veremos, nos movemos en códigos antiguos, que se presentan como novedosos por la simplificación del pensamiento moderno. Ya intelectuales de la talla Ortega o Unamuno habían demostrado la vigencia y la dificultad de afrontar y superar estas dicotomías, y las habían aplicado a la función sociocultural del intelectual.

El pragmatismo de la izquierda y la derecha colaboró, pues, en gran medida en la llegada de la democracia a España tras más de treinta años de dictadura. Consenso necesario en circunstancias complejas y amenazantes, al que se sumaron los intelectuales, por compromiso y también por interés. España, siguiendo el modelo francés, se transformó en un Estado cultural, porque la cultura, especialmente la oficial y la de los mandarines adeptos al socialismo gobernante entre el 82 y el 96, permitió que se consolidaran las libertades. Con los campos político, económico, cultural y simbólico, siguiendo las teorizaciones de Bourdieu (1984), alineados, parecía haber poco lugar para la autonomía y la capacidad crítica de la intelectualidad frente al sistema. Los intelectuales, o al menos buena parte de ellos, devinieron «sacerdotes», de nuevo con Bourdieu, lector de Weber, es decir, figuras institucionalizadas que afianzaron el sistema en lugar de discutirlo.

Recientemente hemos asistido a críticas feroces contra el estamento intelectual surgido de la Transición política, sobre todo a raíz de la crisis económica de 2008, que una lectura algo reductora achaca a las democracias occidentales, arrodilladas frente al capitalismo. La ecuación es simple: la democracia se vuelve a igualar al capitalismo, y los intelectuales aparecen como legitimadores de semejante estratagema. La cultura de la España democrática en bloque se englobará en lo que se conoce como CT o Cultura de la Transición, que, además, no habría roto del todo con el franquismo. Si el consenso era la palabra mágica de la Transición y la democracia, ahora el mantra invocado es el del disenso y el ataque frontal al sistema. Un mantra, por cierto, que estaba muy presente en la (contra)cultura española desde los años setenta, y que es reconocible, por lo demás, en el enfrentamiento contra la sociedad de no pocos (proto)intelectuales modernos.

Analizo en el cuarto capítulo, «CCT, o Contra la Cultura de la Transición», ambas posturas, la del consenso (normalmente asociada a la filosofía de Jürgen Habermas) y la del disenso (relacionada con Jean-François Lyotard y Jacques Rancière), y la relevancia, los motivos e incluso la justicia de ambas posturas en determinados momentos, pero también los abusos que se han cometido desde ambos lados.

El quinto capítulo, «El mañana vacío. La falta de compromiso literario e intelectual con la memoria en la España democrática», se centra en uno de los grandes temas de la Transición y la democracia españolas: la memoria, que también puede afrontarse desde ambas posiciones, la del disenso y la del consenso. Frente al mito de la Transición como proceso ejemplar, su contramito, basado en su ataque acerado. A menudo se ha dicho y escrito que la Transición se basó en un pacto de silencio (o en la voluntad de echar al olvido, como prefiere Santos Juliá) entre los grandes partidos políticos y las instituciones principales: Corona, Iglesia y ejército, para silenciar o blanquear las atrocidades de los golpistas del 36 y del franquismo. Se habría establecido una «buena memoria», como la llamó el historiador Ricard Vinyes (2009), que no perturbara la fragilidad de la naciente democracia.

Es de nuevo una estrategia razonable, pero que se extendió quizás demasiado en el tiempo, y se rompió, igual que se había establecido, por motivos políticos en los años noventa. Los «niños de la Transición» han retomado el periodo desde la queja frente al sistema, frente a los silencios y abusos sobre la memoria predemocrática, pero se han encontrado inmersos en el universo de la posmemoria (Hirsch, 1997 y 2012). Han recibido semejante cantidad de información, ya procesada y manipulada, que se han visto incapaces de operar con ella de manera original. Se han visto limitados a la posproducción de discursos ajenos: políticos, históricos, literarios, periodísticos, legales, procesales… No debe extrañarnos que el resultado obtenido, que ejemplifico a través de una conocida novela de Isaac Rosa: El vano ayer (2002), haya sido profundamente insatisfactorio para ellos, y que su noble anhelo de generar un discurso objetivo sobre la memoria haya conducido, de nuevo, a la melancolía.

El último capítulo, «A vueltas con el intelectual como educador o liberador de la energía del cuerpo social», aborda buena parte de los trabajos de la filósofa barcelonesa Marina Garcés. La premisa de la que parte es fácilmente imaginable para el lector: vivimos en una sociedad imperfecta, mezcla de capitalismo y democracia «irreal», que nos condena a la precariedad, la vulnerabilidad y la indignidad desde un punto de vista personal y colectivo. Vivimos, en definitiva, tiempos póstumos. Nada nuevo en el campo intelectual: la letrada fatalista aspira a intervenir en su sociedad para mejorarla.

Varía ligeramente, eso sí, el código, el lenguaje, en el que Garcés expresa su queja y su esperanza. La filósofa barcelonesa decide retomar el cuerpo, el cuerpo individual y el cuerpo social, desde su precariedad y su precarización. Un cuerpo vulnerable, expulsado a los límites de la dignidad por un sistema que lo paraliza y lo asfixia, con ayuda de la cultura oficial. Es esa entidad anónima la que debe rebelarse contra la realidad que la oprime. Y vuelve a invocar la dicotomía recurrente a la que se habían enfrentado otros autores, españoles y extranjeros, con anterioridad: pasión frente a razón, vida frente a cultura, acción frente a concepto, compromiso frente a conformismo. Si la modernidad, según esta lectura, había primado el segundo elemento de cada par, los movimientos sociales actuales deberían dar prioridad al primero. Solo así se puede generar un tejido social vivo, vibrante y activo que genere una sociedad más justa. Pocas novedades, respecto a las consabidas versiones contrailustradas, desde Rousseau hasta Foucault o Deleuze. Cae Garcés también en ese peligroso discurso que ha reducido el proyecto filosófico de la modernidad a una larga época de abusos y opresiones occidentales, a la amalgama de ley y economía capitalista, y a esa subjetividad insensible y perpetradora.

La pregunta que me hago es cuál es, para ella, ahora, la función del intelectual, sobre todo a raíz del desprestigio funcional al que lo condenó el pensamiento neoestructuralista de los años setenta. La respuesta de Garcés está en la línea de su propuesta: una cultura anónima y colectiva a la que, al parecer, los intelectuales institucionalizados como ella misma solo deberían servir de portavoces o intérpretes, retomando otra premisa foucaltiana de los setenta. Sin embargo, su último libro hasta ahora vuelve los ojos, una vez más, sobre la Ilustración (también lo hizo Foucault, como tantos otros posestructuralistas, en «Qu’est-ce que les Lumières» [1984], retomando la pregunta lanzada por Kant justo 200 años antes), sobre los valores universales transmitidos por la pedagogía, como único medio de facilitar un cambio real y digno de nuestras sociedades corrompidas por el capitalismo.

Es, una vez más, un giro conocido. Un giro al que apelaban los intelectuales liberales modernos, obsesionados con una epistemología y una moral universales que transmitir al colectivo, o extraerla de su propia condición humana excepcional. Un giro al que apelaba también, recuerda Rorty (1983), la filosofía posmoderna, o la posfilosofía, como él prefería llamarla. Creamos o no en su existencia, parece inevitable para la intelectualidad, melancólica y quejosa, racional o vitalista, apelar a esos mismos valores. Solo cambia la estrategia a partir de los años sesenta. Para Habermas (1968), esos valores como la libertad, la justicia o la tolerancia, confiáramos o no en su universalidad, no debían ser discutidos ni relativizados, sino aceptados y alimentados por medio del consenso. Para Lyotard (1979) o Rancière (1995), esos valores solo podían alcanzarse por medio de la crítica insistente a las fallas del sistema, solo podíamos acercarnos a ellos por medio del disenso. Sacerdotes, los intelectuales habermasianos, frente a profetas, los partidarios de Lyotard, de nuevo según la diferenciación de Weber entre los defensores del sistema y sus críticos.

Garcés profeta. Garcés guía y emancipadora del cuerpo social. Garcés activista anónima cuyo nombre recorre las editoriales de prestigio. Garcés filósofa vitalista, pasional, emocional que se expresa a través de la racionalización y la teoría. Garcés profesora universitaria que dice no querer ser educadora ni pedagoga porque esa función no debe pertenecer a unos cuantos nombres propios. Garcés defensora de la contracultura desde las instituciones. Garcés apelando al Sapere aude! kantiano, pero remarcando su renuncia al papel de guía.

* * *

El fatalismo emerge siempre como norma y desencadenante de la melancolía y el disenso intelectual. La sociedad, siempre desordenada y caótica, parece obligar al letrado a generar una propuesta alternativa, basada en un código estable que él desconoce, que solo intuye, pero que anhela con fuerza. Una propuesta difusa y utópica, irrealizable, que parece condenarlo al punto de partida: la melancolía. Veremos este gesto a lo largo de toda la historia intelectual, independientemente del alcance, universal o local, de su impulso; independientemente de su ideología; independientemente de sus logros personales; independientemente de la legitimidad o prestigio de su función.

1

EL INTELECTUAL MODERNO:LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS

El sentimiento de desorden

La silueta del intelectual es reconocible desde su nacimiento, desde el momento en que el adjetivo se convierte en sustantivo. Ahora bien, existe también la voluntad de buscarle precedentes. Christopher Charle, autor de una monografía titulada Naissance des intellectuels: 1880-1900 (1990), vio justificado en un texto posterior aplicar la noción de intelectual a aquellos que con anterioridad a esa época quisieron ser portavoces de una causa importante para el conjunto de la sociedad (Charle, 1996: 27).

La figura del filósofo en el XVIII es tal vez la referencia más evidente para el entorno francés (Traverso, 2013: 14). La Encyclopédie lo define por comparación al resto: «Les autres hommes sont emportés par leurs passions, sans que les actions qu’ils font soient précédées de la réflexion: ce sont des hommes qui marchent dans les ténèbres; au lieu que le philosophe dans ses passions mêmes, n’agit qu’après la réflexion: il marche la nuit, mais il est précédé d’un flambeau» (Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences..., XII: 509).1 Philipp Blom supone que las de la Encyclopédie son palabras de Diderot, porque existe una idea complementaria en sus escritos. Cita, traducido, un fragmento de las Obras del filósofo: «Wandering in a vast forest at night, I have only a faint light to guide me. A stranger appears and says to me: “My friend, you should blow out your candle in order to find your way more clearly”. This stranger is a theologian» (Blom, 2004: 79). El filósofo, sin embargo, por amor a la sociedad a la que pertenece, son palabras también de la Encyclopédie, quiere desligarse por completo de la religión y actuar como avanzadilla de la humanidad movido únicamente por la justicia y la objetividad de la razón laica, que aspira a ser universal, como ha explicado con detalle el propio Blom en Wicked Company (2010). Es precisamente la razón la que le ha permitido neutralizar las pasiones, a diferencia de sus congéneres, y por eso puede guiarlos hacia una sociedad objetivamente mejor. El filósofo aúna epistemología, moral y compromiso social, lo que lo sitúa, curiosamente, al margen, por encima o por delante, de la sociedad a la que pretende guiar desde la oscuridad hacia un destino que él mismo parece desconocer… Deambula de noche por un vasto bosque con la sola ayuda de una luz tenue.

Wolf Lepenies (1969, 2007) es otro de los autores que le ha buscado precedentes al intelectual moderno. Lanzó una teoría muy sugerente que los relacionaba con la melancolía y la utopía, y la rastreó hasta los inicios de la modernidad. Melancolía, nostalgia de un lugar incierto; utopía, anhelo de otro lugar no menos incierto. El hombre de letras, desubicado y descontento, intenta crear un mundo alternativo, ordenado y justo. Lepenies desarrolla esta idea en el marco de su teoría sobre las tres culturas (1985): ciencias, letras y ciencias sociales como disciplina intermedia.2 Me interesa el tratamiento histórico que hace de las dos primeras, o mejor dicho de sus representantes: los científicos y los letrados, a los que define como «hombres de buena conciencia» y «hombres que piensan demasiado», respectivamente (2007). Ambas figuras las encarna desde los albores de la modernidad el Homo sapiens europeaus, que Carlo Linneo identifica en su Systema naturae (1735-1758) como variante superior del Homo sapiens, y lo define como levis, argutus e inventor (ágil, elocuente e inventivo).

Lepenies (2007) recurre a la teoría de los humores para distinguir estas dos variantes. El científico sería el tipo sanguíneo, que es seguro y agresivo, y quiere convencer, convertir y conquistar el mundo porque cree estar capacitado y legitimado para hacerlo sin que ello le genere conflicto moral alguno. Su figuración literaria es Fortimbrás, príncipe de Noruega en Hamlet, un hombre de acción que ofrece un futuro esperanzador para Dinamarca al final de la obra. Frente a este, descubrimos al hombre de letras. Atrapado en el pensamiento abstracto y asaltado por las dudas, encontraría en el propio Hamlet su primera gran plasmación literaria.

Hamlet representa el prototipo de homo sapiens europaeus intellectualis, inclinado irremediablemente a la reflexión y, por ello, a la tristeza, la desazón ante un mundo que considera desordenado e injusto. Este es el modelo del que derivaría el intelectual moderno. Valéry reuniría melancolía e intelectualidad en las palabras: «malheureux qui pensent», porque la felicidad es irreflexiva.3 El propio autor francés en «Propos sur l’intelligence» (1925) ya se había burlado de la especie del intelectual: «Cette espèce […] se plaint; donc elle existe» (OEuvres I: 1051).

No es de extrañar que el melancólico homo europaeus intellectualis tenga otro de sus prototipos en los utopistas del siglo XVII, entre ellos Robert Burton, autor de The Anatomy of Melancholy (1621-1651), donde, tras innumerables textos introductorios, nos ofrece una utopía, una sociedad casi militar, a decir verdad, cabalmente ordenada y en la que estaría prohibida la melancolía. El utopista es un creador de mundos alternativos, perfectos y felices, regidos por ideas de verdad, orden y justicia, que le sirven para ahuyentar la tristeza que le ocasiona el desorden que percibe en el mundo circundante, en la sociedad en la que se integra.

La melancolía, que se acentúa en el Renacimiento/ Barroco, la época en que Lepenies inicia su rastreo, era, sin embargo, una afección bien conocida desde la Antigüedad. La palabra que la nombra viene, al fin y al cabo, del griego, melaines koles, «negra bilis», en referencia al exceso de ese determinado humor en el organismo y a los desórdenes que provocaba en el individuo que lo padecía. El primer pasaje amplio sobre el tema se le atribuye a Aristóteles. Es el número 30 de sus Problemata, y el apartado dedicado a la melancolía, el primero, es el más extenso del volumen. De ahí surgirán no pocas de las citas y lugares comunes que encontraremos en textos posteriores.4

Agamben, en Stanze (1977), rastreó la relación entre melancolía y acedia en la Edad Media. La acedia parecía remitir, a su vez, a la pereza, debido a la similitud entre ambas disposiciones, pero la variación era esencial y estaba explicada ya por la teología medieval. En la Summa Theologica (parte II-IIae, cuestión 35) Santo Tomás glosa la patrística para definir la acedia como una suerte de tristeza. Tristeza, puntualiza Agamben, «guardi ai beni spirituali essenziali dell’uomo, cioè alla particolare dignità spirituale che gli è stata conferita da Dio» (1977: 10). El ser humano es una criatura excepcional, por poseer alma y ser la favorita del creador. La acedia se apodera de él al frustrarse su deseo de ver a Dios, un mal que le genera desesperación y un abatimiento similar, pero no equivalente, a la pereza:

È questo disperato sprofondare nell’abisso che si spalanca fra il desiderio e il suo inafferrabile oggetto che l’iconografia medioevale ha fissato nel tipo dell’acedia, rappresentata come una donna che lascia desolatamente cadere a terra lo sguardo abbandona il capo al sostegno della mano, o come un borghese o un religioso che affida il proprio sconforto al cuscino che il diavolo gli porge (Agamben, 1977: 12).

Se trataba en realidad de la parálisis del ánimo ante una situación sin salida. Sin embargo, a la acedia no le correspondía únicamente una consideración negativa, porque esta postración era causa y consecuencia de una búsqueda incansable motivada por el deseo insatisfecho. La acedia era en realidad una tristitia salutifera, un estímulo del alma, virtuosa en tanto en cuanto busca a Dios, aunque no lo encuentre. Es muy probable, piensa Agamben, que el descubrimiento en la patrística de esa doble polaridad de la acedia terminara siendo transferida a la melancolía, y contribuyera a preparar el terreno para la revalorización renacentista del temperamento atrabiliario.

La melancolía, sometida a un proceso gradual de moralización, se convertirá en heredera laica de la tristeza claustral del acidioso. El melancólico hombre de letras del que nos habla Lepenies sería el sucesor secular del monje que anhelaba un orden superior. Ni el acidioso ni el melancólico mostraban pereza o carencia de deseo, sino la desesperación ensimismada del que se sabe incapaz de alcanzar lo que busca.

Muchos siglos antes, Aristóteles, como señalé más arriba, ya se había preguntado por qué precisamente este temperamento era el más frecuente entre los grandes poetas, filósofos, artistas e incluso políticos. Se lo preguntaba sin llegar a ofrecer una respuesta concluyente, como sucede a menudo en los Problemata, un volumen de autoría discutible. En la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el cenáculo de Marsilio Ficino retoma la indagación del estagirita. En Theologia platonica de animarum immortalitate (1482), y especialmente De vita libri tres (1489), Ficino, que se incluye a sí mismo entre los melancólicos, explicó su propensión al recogimiento y al conocimiento contemplativo, al furor de conocimiento, que comparte con el religioso aquejado de acedia, abundando en su relación entre los dos tipos y en su doble polaridad negativo-positiva.

A nivel astrológico, el signo del melancólico estaba claro, y el propio Ficino lo certifica en De vita libri tres: Saturno con ascendente en Acuario.5 La melancolía, como había sucedido con la acedia, atenúa su condición de «complexión pésima» precisamente por el ejercicio reflexivo elevado al que se entregan los atrabiliarios, y su planeta, Saturno, hasta entonces el más pernicioso, empieza también a ennoblecerse. El melancólico, decía Ficino, posee la cualidad de la tierra, que no se dispersa como los demás elementos, sino que se concentra estrechamente en sí misma, y al mismo tiempo busca la trascendencia. Tal es también, o al menos así se pensaba, la naturaleza de Saturno, el planeta más alto y alejado, y también el más denso, en virtud de cuyo influjo, los espíritus, recogiéndose en sí mismos, se concentran en penetrar el centro de las cosas. El dios caníbal y castrador, cojo y portador de su guadaña, se convertía en el signo bajo cuyo dominio encontraba su lugar la más noble especie de los hombres, la de los filósofos, los artistas y los religiosos contemplativos, ocupados en desentrañar los más oscuros misterios. Porque Cronos es un dios de extremos. Es el señor de la edad de oro, pero también es el dios triste, destronado por Zeus y ultrajado; engendra multitud de hijos a los que devora, y termina condenado a la esterilidad; es un monstruo burlado por una astucia de Rea, pero es también un dios viejo y sabio, venerado como suprema inteligencia.

Al fin y al cabo, la relación no es tan peregrina. Saturno poseyó la visión directa del empíreo y gobernó entre los dioses tras alejar a Urano, su padre, y fue después desplazado, vencido, a su vez, por su hijo Júpiter. Saturno soberano de los dioses, Saturno exiliado. Saturno como viejo nostálgico de su anterior visión, convertido en un miserable que devora a sus criaturas. Saturno como el más contradictorio de los dioses. Saturno es el sol negro, el de la melancolía, tal y como reza un verso de Les Chimères, de Nerval, que dará título a un volumen de Julia Kristeva: Soleil noir (1987), sobre melancolía y depresión, ya en la línea psicoanalítica que identifica la melancolía con una grave enfermedad mental al menos desde Freud.

Especialmente en un conocido ensayo publicado en la Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse (vol. IV, 1917): «Duelo y melancolía». La melancolía, que reúne rasgos similares a los del narcisismo y el luto, no permite al sujeto lidiar con la pérdida, con la distancia, con el alejamiento de lo que desea, y termina refugiado en sí mismo. Son estos los elementos que habían definido tradicionalmente al melancólico: la imposibilidad de capturar el objeto de deseo y el retraimiento contemplativo. Según Freud, que se centra en lo amoroso, el problema del melancólico consiste en que su identificación con el objeto amado, o con una imagen idealizada de este, es tan estrecha que no es capaz de transferir su libido hacia otro objeto una vez que ha perdido o extraviado el original. Se había identificado tan profundamente con él que, una vez desaparecido, se retrae en su propio yo. De ahí que el melancólico, cuando creía poseer el objeto amado tratara de fagocitarlo, asimilarlo por completo a sí mismo, nos explica Freud. Cuando se vea privado de él, en cambio, el sujeto perderá por completo el apetito.6 Esa identificación entre el yo y el objeto hace imposible determinar cuál es exactamente la pérdida. Perder al otro implica también perderse a uno mismo, advertirá Butler (2004: 20-22) en su glosa del texto de Freud, porque lo que se modifica es la relación, el nudo («the tie»), que unía a ambas personas.

Una de las claves del humor atrabiliario, y de ahí su estrecha relación con Saturno, era precisamente la confusa separación de una realidad que entendíamos como superior a nosotros mismos, y de ahí parte precisamente el planteamiento psicoanalítico. Como explicó Starobinski, la melancolía es écart (2012: 172), esto es, distancia o diferencia. Separación interpretada como exilio, como el exilio al que el alma había sido condenada, como el exilio de Saturno, y que genera un proceso nostálgico movido por el deseo de volver a la situación inicial, basada en el recuerdo, la huella o el fantasma de un pasado más feliz, aunque sea difícilmente identificable.

Para los cristianos, la melancolía habría nacido, de hecho, justo en el momento en que Adán mordió la manzana. Esa sería, al menos, la idea de Hildegarda de Bingen, una de las religiosas más relevantes de la baja Edad Media, vertida en Causae et Curae. Quignard, en La Nuit sexuelle (2007), la glosa literariamente:

À l’instant de la désobéissance d’Adam, la mélancolie s’est coagulée. Elle est apparue à cet instant comme une obscurité soudaine. À l’instant même où il mordit la peau de la pomme, la belle couleur du sang du premier homme s’est assombrie […] La lumière s’est éteinte dans le premier homme, notre père. Tandis que la mélancolie se coagula dans son sang, la peur s’éleva en lui et introduisit une gêne dans sa vue, source de la tristesse qui fait désormais la part essentielle de son âme (Quignard, 2007: 51).

Para reforzar esta sensación de pérdida entre los cristianos, Agamben añade otra explicación en Il regno e la gloria (2007), donde nos habla de la economía teológica establecida en la Alta Edad Media en torno a la Trinidad. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. Si eran de naturaleza sustancialmente distinta, parecía abrirse de nuevo la puerta a la herejía politeísta. El terror cundió entre los teólogos y autores como Tertuliano, Hipólito o Ireneo ensayaron una curiosa solución al problema utilizando la palabra griega oikonomia, es decir, la administración del oikos, de la casa. Dios habría encomendado a su hijo la tutela de su creación, la casa de los hombres, sin perder por ello su unidad. Dios se había encarnado en él para gestionar la salvación y la redención humanas. Cristo devenía así economista. La estrategia era peligrosa, advierte Agamben, porque dividía teoría y praxis: ontología, el ser de Dios, y administración específica del mundo de acuerdo con semejante esencia, que se había, además, ausentado.

Este sentimiento de pérdida se agudiza en el Barroco, que es desde donde partía Lepenies en su rastreo de huellas del intelectual moderno. The Anatomy of Melancholy reúne no pocas claves. Esta suerte de enciclopedia prolija y algo caótica la firma «Demócrito júnior», el propio Burton, que se acoge a la figura del filósofo atomista de Abdera (otro de los pensadores a los que Ficino recurría para glosar el término melancolía en De vita libri tres). Demócrito preside el frontispicio del volumen, formado por diez grabados de Christian Le Blon que rodean el título, y están presentes desde la cuarta edición de la obra, de 1632. Burton, bachiller de Oxford, y monje académico, aparece en la base. A los lados, los tipos habitualmente relacionados con la melancolía: el enamorado, el hipocondríaco, el supersticioso (un monje acidioso, en realidad) y el maníaco. También vemos a los animales asociados a ella: la cigüeña y el ciervo, y las plantas que, supuestamente, la sanaban: la borraja y el eléboro.

Burton añade una glosa en verso, en la que describe así la figura de Demócrito:

Old Democritus under a tree,

Sits on a stone with book on knee;

About him hang there many features,

Of Cats, Dogs and such like creatures,

Of which he makes anatomy,

The seat of black choler to see.

Over his head appears the sky,

And Saturn Lord of melancholy.7

Sentado bajo un árbol, con un libro en las manos, y rodeado de cadáveres de animales que disecciona en busca del origen de la bilis negra («black choler»). La clave astrológica, el símbolo de Saturno, que está en la parte superior de la imagen, representa la hoz con la que segó los genitales de Ouranos para terminar su cópula permanente con Gea. El corte permitió que cielo y tierra se alejaran, y el caos y la oscuridad quedaron disueltas. Giorgio Colli, en La nascita della filosofia (1975), definió este corte primigenio como arjé, primer principio, porque permitió que la luz luciera sobre la tierra e hizo posible el principio de individuación, pero también aisló los dos órdenes, cielo y tierra, en una muestra más de la idea de separación que atormenta al melancólico.

Los abderitas, preocupados por la salud de Demócrito, que vivía apartado de sus conciudadanos, avisaron a Hipócrates, y a través de las cartas apócrifas que nos transmite su Corpus médico averiguamos su diagnóstico. Su risa y su soledad podían ser síntoma de locura, para la que el mismo Demócrito buscaba remedio, pero había un segundo factor, además de la demencia o el desorden humoral. Se aisló de su ciudad por un ejercicio de disenso, defraudado por el vicio y la corrupción humanas.

En la carta 17 de Hipócrates, dirigida a Damágeto, se narra el encuentro. Demócrito, un hombre sabio retirado del mundo, lee, estudia y analiza entrañas de animales. Lo hace para descubrir las causas de la locura, fruto del desequilibrio entre los humores, pero también el desorden que reina en su ciudad. Su soledad es, por tanto, estudiosa, pero presenta una clave nueva que relaciona al melancólico también con la preocupación social. En cuanto a su risa, es precisamente la locura universal, el absurdo de la conducta humana, la que la provoca.

Los locos, concluye Hipócrates, son los abderitas. Demócrito se preocupa por conocer y localizar la causa de la locura más allá de la opinión común, a la que se acogen los habitantes de Abdera en su juicio del filósofo. La tarea de Demócrito no solo consiste en conocer las causas biológicas de la sinrazón, sino también en oponerle un comportamiento ético: la fuerza del alma, para controlar e imponer límites a los deseos. La locura, el desequilibrio, puede ser una cuestión corporal; la salud es anímica. El médico y el filósofo se conjugan en su figura, hasta el punto de que Hipócrates, al escucharlo, deviene paciente y discípulo.

Burton se acoge también a su figura y ríe como un melancólico, mientras anuncia en su Satyricall Preface la imagen utópica de un mundo bien organizado donde la locura y la tristeza estarían prohibidas. Son la melancolía y la contemplación las que provocan la risa ante un mundo cargado de vicios y ridiculeces, y el anhelo de un orden perfecto. Sátira, de por sí un género desordenado y solo gobernado por el humor, ¿el humor negro como la bilis que atormenta al melancólico? Sátira, aclara Quignard en Albucius (1990), proviene de satura, un plato típico latino que mezclaba muchos ingredientes. El melancólico, cuando usa la sátira, mezcla burlas y veras, y se excusa en la fatalidad de su propia constitución humoral, que tiene incluso explicación astrológica: Saturno. El literato toma distancia de la sociedad, pero vuelve sobre ella para fustigarla, adoptando la figura del loco-sabio, sombrío y brillante, irresponsable de sus actos, por estar sometido médica y astrológicamente a su signo desencantado, y capaz de desnudar con humor clínico los problemas del mundo.

Les mots sur les choses:el lenguaje remplaza la realidad

Para abundar en la eclosión de la melancolía ligada al letrado a partir del siglo XVI, podemos aducir un volumen de Walter Benjamin: El origen del drama barroco alemán (redactado en 1925), en el que le dedica un largo y descriptivo apartado al conocido grabado de Albrecht Dürer: Melencolia I (1514), que nos muestra a una figura andrógina que no parece prestar atención a la realidad circundante (similar a la mujer desatenta que solía servir como representación de la acedia, como nos decía Agamben [1977]).8 El melancólico era descrito a menudo como un hombre anclado en la tierra, pero colmado de aspiraciones contemplativas. Una figura que perseguía sombras, recuerdos desdibujados, una fantasmagoría que se reflejaba con más fuerza sobre el fondo oscuro del humor melancólico, la bilis negra, depositada en el cerebro. Se suponía que este desorden humoral lo llenaba de un pesado humor frío y seco, que se relacionaba con la pereza y la tristeza. Su búsqueda de trascendencia lo convertía al mismo tiempo en un ávido rastreador de satisfacciones materiales, que tampoco eran suficientes, de ahí su extremada lujuria (el enamorado aquejado de amor hereos), su tacañería o su avaricia.

Cuando Benjamin retome el tema de la melancolía en El libro de los pasajes (1927-1940), nos hablará del «alegórico», una figuración del melancólico hombre barroco. El alegórico está convencido de que el mundo es el reflejo arruinado de una realidad superior regida por valores universales, e intenta averiguar, iluminar, sin éxito, el significado que se esconde detrás del espectáculo de los sentidos.

El Konvolut H Benjamin lo dedica a la figura del coleccionista, y en H 4 a, 1 lo compara con el alegórico:

Quizá se pueda delimitar así el motivo más oculto del coleccionismo: emprende la lucha contra la dispersión. Al gran coleccionista le conmueven de un modo enteramente originario la confusión y la dispersión en que se encuentran las cosas en el mundo. Este mismo espectáculo fue el que tanto ocupó a los hombres del Barroco; en particular, la imagen del mundo alegórico no se explica sin el impacto turbador de ese espectáculo. El alegórico constituye por decirlo así el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a iluminar las cosas mediante la investigación de lo que les sea afín o les pertenezca. Las desprende de su entorno, dejando desde el principio a su melancolía iluminar su significado. El coleccionista, por el contrario, junta lo que encaja entre sí; puede de este modo llegar a una enseñanza de las cosas mediante sus afinidades o mediante su sucesión en el tiempo. No por ello deja de haber en el fondo de todo coleccionista un alegórico, y en el fondo de todo alegórico un coleccionista, siendo esto más importante que todo lo que los separa. En lo que toca al coleccionista, su colección jamás está completa; y aunque solo le faltase una pieza, todo lo coleccionado seguiría siendo por eso fragmento, como desde el principio lo son las cosas para la alegoría. Por otro lado, precisamente el alegórico, para quien las cosas solo representan las entradas de un secreto diccionario que dará a conocer sus significados al iniciado, jamás tendrá suficientes cosas, pues ninguna de ellas puede representar a las otras en la medida en que ninguna reflexión puede prever el significado que la melancolía será capaz de reivindicar en cada una (2005: 229).

El coleccionista y el alegórico parten de la misma base; o, mejor dicho, de una base análoga: «la lucha contra la dispersión». Al gran coleccionista le conmueve la confusión y la diseminación en que se encuentra su mundo, el del XIX. Un mundo fundado no en la dignidad individual de los objetos, su valor de uso, sino en su valor de cambio. El melancólico hombre barroco, el alegórico, tampoco puede ser comprendido al margen del «impacto turbador de ese espectáculo». Benjamin recurre aquí, no por casualidad, a Schauspiel, término teatral que refuerza la sensación barroca de vacuidad del mundo.

La reacción inicial de uno y otro difiere. El alegórico ocupa el «polo opuesto» al del coleccionista. El primero quiere averiguar el significado que se esconde detrás del espectáculo de los sentidos, convencido de que el mundo es solo la ruina de un orden trascendente. La maniobra del coleccionista es muy otra, ya que no pretende desvelar el significado del mundo, sino recombinar lo que tiene ante sus ojos: «encaja lo que encaja entre sí» con el fin de generar nuevas relaciones. El coleccionista no intenta revelar una verdad oculta, sino establecer un nuevo sentido gracias a la ordenación de los objetos de acuerdo con sus afinidades, y no con su posición en el mercado. Presentan ambos, por lo tanto, dos acercamientos diferentes a un mundo arruinado, engañoso y vacuo: al mundo barroco, en el que la naturaleza ha devenido opaca, y a la sociedad capitalista del siglo XIX, que, como nos explica Buck-Morss (1989), utiliza imágenes naturales para disimular la falta de integridad de sus productos.

Ahora bien, las diferencias entre el alegórico y el coleccionista se disimulan desde el momento en que ninguno de los dos puede completar su obra. Aislados o reunidos, los fragmentos siguen siendo fragmentos; siguen estando huecos, carentes de verdadero significado. El alegórico intenta descifrar la realidad, encontrar su sentido original; el coleccionista trata de crearlo con un nuevo orden. Ninguno de los dos puede agotar el proceso. El coleccionista no puede completar la cadena de significado que ha empezado a construir, mientras que el alegórico encuentra la indefinición en la base misma de su labor, por no poder anclarla a ningún índice cierto y estable.

Benjamin recurre a metáforas asociadas a la lectura y la escritura. Las cosas representan para el alegórico entradas de un «diccionario secreto» que solo darán a conocer su significado a los iniciados. No hay un significado estable en la base desde el que acceder a la iluminación; el sujeto melancólico otorgará significados diversos y estos multiplicarán los del conjunto. No es posible descifrar el mundo, ni es posible (re)construir su significado. La labor es inestable en su inicio para el alegórico, pues remite a una escritura original ya inaccesible. Para el coleccionista, la tarea es inacabable, ya que los fragmentos y su interpretación pueden añadirse infinitamente a modo de glosas. El alegórico y el coleccionista están abocados a un proceso interminable en busca de significado.

Este fragmento resulta enigmático para el lector, que puede encontrar, sin embargo, en el sintagma «diccionario secreto» el hilo que le permita salir del laberinto. La filosofía moderna comienza cuando la base generalmente aceptada sobre la que el mundo es interpretado deja de ser una deidad, o una causa primera, cuyo patrón o modelo ha sido impreso en el universo y es legible o descifrable para el individuo. El cambio está ligado al declinar de la visión teológica del mundo, según la cual el lenguaje era considerado la denominación divina de la naturaleza. El objeto o bien era bautizado por Dios o bien su nombre derivaba del platónico reino de las esencias, universalia ante res (los universales preceden a las cosas). A partir de cierto momento, sin embargo, nada de lo que pueda ser dicho por medio del lenguaje podrá identificar que lo que está más allá del lenguaje sea idénticamente reflejado por o en el lenguaje.

Con un año de diferencia se publicaron dos libros de Foucault y Derrida que abordaron este problema: Les Mots et les choses (1966) y De la grammatologie (1967). Ambos dedican los primeros capítulos a analizar el mismo fenómeno. El epígrafe que abre el volumen de Derrida: «La fin du livre et le commencement de l’écriture», sintetiza el proceso. Ambos lo sitúan en la «época clásica» (según la periodización francesa), el tiempo aproximado en el que reconoce Benjamin la figura del alegórico, y proponen dos fenómenos entrelazados, uno relacionado con la escritura, y otro ligado a la evolución, o mejor dicho la progresiva interiorización, de la subjetividad, que produce un cambio decisivo en la concepción de la verdad, que pasa de ser hilemórfica a ser representacional, como explicaron Richard Rorty (Philosophy and the Mirror of Nature, 1979) y Charles Taylor (Sources of the Self, 1989).

El hombre barroco, el alegórico, se relaciona con un diccionario secreto, dice Benjamin, deslizando un sintagma cargado de significados complejos. El mundo de las cosas hasta el siglo XVI estaba regido por una «vaste syntaxe», según la afortunada expresión de Foucault, en la que todo estaba relacionado por convenientia, aemulatio, analogía y simpatía. Todo estaba conectado en una compleja red que no dejaba lugar al temido vacío. La epistemología medieval establecía una cadena, una red inagotable que recubría el mundo de similitudes que a su vez creaban otras similitudes (el paralelo textual eran las monótonas Summas, adiciones infinitas motivadas por el horror vacui).

En esa ordenación visible que no dejaba resquicio alguno, subyacía la escritura de Dios, que previamente había firmado el mundo; descifrarlas implicaba descubrir la relación entre lo visible (el orden de las cosas) y lo que este ocultaba (la realidad superior a la que remitía y con la que se correspondía). Porque la naturaleza poslapsaria, desde el momento en que Adán mordió la manzana, solo se presentaba directamente ante los ojos del hombre como vestigio de una imagen desleída por la culpa.9 El rostro del mundo estaba, en todo caso, cubierto de esas huellas trascendentes: «de blasons, de chiffres, de mots obscures, de hiéroglyphes» (1966: 42), de un lenguaje divino que «zumba» (bruisse, escribe Foucault), como las abejas, y había que averiguar a qué remitía. El orden del mundo era el reverso sensible de una realidad más profunda, una escritura divina, cada vez más difícil de descifrar, de la que ya estábamos separados.

Sous sa forme première, quand il fut donné aux hommes par Dieu lui-même, le langage était un signe de choses absolument certain et transparent, parce qu’il leur ressemblait. Les nommes étaient déposés sur ce qu’ils désignaient, comme la force est écrite dans le corps du lion, la royauté dans le regard de l’aigle, comme l’influence des planètes est marquée sur le front des hommes: par la forme de la similitude. Cette transparence fut détruite à Babel pour la punition des hommes. Les langues ne furent séparées les unes des autres et ne devinrent incompatibles que dans la mesure où fut effacée d’abord cette ressemblance aux choses qui avait été la première raison d´être du langage (Foucault, 1966: 51).

Hablamos las lenguas sobre la base de esa similitud extraviada. La escritura inicial, la «escritura buena», el lenguaje de Dios inscrito en el mundo, se diseminó. Derrida distingue esta escritura, la del logos infinito de Dios inscrito por Dios mismo en la naturaleza, de otra derivada, «mala» (mauvaise), sensible, que se desarrolla en el espacio, y no revela instantáneamente su sentido. Es mediación de la mediación, signo del sonido que leía la escritura original.

El privilegio del logos, de la escritura buena (en realidad, una ficción que ambos autores deconstruyen), consistía en ser signo que significa una realidad, una verdad estable, eternamente dicha y pensada en la proximidad de un logos presente (Derrida, 1967: 27). Poco a poco (Derrida lo ilustra con una serie de citas), esta escritura o libro divino inscrito en el mundo devino crecientemente enigmática, inexplicable. Solo podía ser leída por inteligencias superiores a la humana, o por iniciados (de ahí que Benjamin hablara precisamente de un diccionario secreto para los iniciados). En el mundo estaba inscrito el ser, pero el hombre solo en ocasiones escuchaba confusas palabras aisladas de la lengua de Dios. La realidad devenía manuscrito inaccesible a la lectura consciente.