Disfrutar el arte - Juan-Ramón Capella - E-Book

Disfrutar el arte E-Book

Juan-Ramón Capella

0,0

Beschreibung

El aprendizaje de la contemplación de determinadas obras de arte y la formación del gusto artístico a través de su disfrute pueden suscitar algunas preguntas. ¿Qué se sostendrá dentro de un siglo si la humanidad persiste cien años más? ¿Habrá algún canon fuera del que ordena distinguirse de los demás, de la originalidad? Los contemporáneos, ¿somos capaces de distinguir lo bello de lo bonito, la pintura del diseño? El personal recorrido de Juan-Ramón Capella da pie a reflexiones críticas como estas: sobre la mercantilización de la obra de arte convertida en objeto de inversión, los museos o las tendencias del arte contemporáneo. En su itinerario el autor deja a un lado las materias «poco gratas» a las que ha venido dedicándose (la filosofía del derecho y la filosofía política) para pensar, dice, «en las emociones que han suscitado en mí algunas obras de arte, y así rememorarlas, volver a experimentar, en lo posible, lo que sentí al contemplarlas, y compartirlo». No es este, por tanto, el libro de un especialista en las artes plásticas, sino el de un lego. Pero de un lego que «no puede soportar el mal gusto». Una invitación, en definitiva, a comprobar que no todo vale.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 263

Veröffentlichungsjahr: 2024

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Disfrutar el arte

Disfrutar el arteComentario y silencio

Juan-Ramón Capella

LA DICHA DE ENMUDECER

 

 

 

 

 

 

© Editorial Trotta, S.A., 2024

http://www.trotta.es

© Juan-Ramón Capella, 2024

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-1364-249-9 (edición digital e-pub)

ÍNDICE

 

 

 

Introducción

De Duccio a Masaccio

Piero della Francesca

Miguelángel y Leonardo

Escultores renacentistas

El Bosco y Brueghel

Durero

Tiziano

Nota sobre los puntos de vista

Martirios de san Sebastián

Caravaggio, I

Caravaggio, II. Juan el Bautista y otros jóvenes

Escepticismo acerca del mercado de arte

Lorenzo Bernini y la Victoria de Samotracia

Cosas de los museos

El sadomasoquismo en el arte cristiano y su antítesis

Rembrandt: la pintura que habla

Vermeer

Velázquez

Zurbarán y Murillo

Espacios mágicos en España

Goya

Dos pinturas francesas

La carga de Casas y el Palacio de Buenavista

Impresionistas y afines

Cézanne

Van Gogh

El escultor Rodin

Gentes de Els Quatre Gats

Los hijos de Cézanne. El cubismo

Magos: Matisse y Kandinsky

Río revuelto

Arte y esplendor

Surrealismo

Pablo Gargallo, Julio González, Alberto Sánchez

Escultura del siglo XX

Cuatro grandes pintores contemporáneos

Epílogo

INTRODUCCIÓN

Cansado de reflexionar y escribir sobre materias poco gratas, pensé en las emociones que han suscitado en mí algunas obras de arte, y así rememorarlas, volver a experimentar, en lo posible, lo que sentí al contemplarlas, y compartirlo. Al tiempo podía explorar los numerosos volúmenes sobre pintura y escultura que había coleccionado casi sin darme cuenta y casi sin leerlos a lo largo de mi vida. Lo cierto es que soy incapaz de crear nada valioso en el orden de las artes plásticas, pero me atraen todas las artes: la música en primer lugar, la pintura y la escultura, el cine, la arquitectura. El lector debe quedar avisado de que tiene entre las manos el libro de un lego. No de un especialista. Pero si hay algo que no puedo soportar es el mal gusto.

El mal gusto es casi lo primero que se puede identificar. Recuerdo mi osada intromisión, escolarcillo de dieciséis años, con un librito de Historia del Arte del bachillerato casi como todo bagaje, en una galería de arte de la principal avenida de la ciudad. Y salir asombrado del pésimo gusto de las pinturas exhibidas allí. Todas muy aparatosas, como reclamos; todas cuidadosamente enmarcadas. Pero ninguna tenía nada que decirme. Estaban hechas para adornar los salones nuevo-ricos de la burguesía del franquismo. Había algunos bodegones, pero ninguno como el que presidía un espacio —también burgués— de mi familia, que yo nunca me cansaba de mirar. Hasta las estampitas de los sanjuanitos de Murillo eran más bellas que lo que exponían allí.

El ser objetivo de la pintura y la escultura, objetos siempre idénticos para todos (a diferencia de la música, que es siempre diversa, que ha de ser objeto de interpretación por un artista intermediario), las hace las más adecuadas para ser compartidas. Muchas obras de arte del pasado han sido objeto de estudio minucioso y muy valioso por personas especializadas en la crítica artística; sobre cada obra hay una bibliografía a menudo extensa. Hay infinidad de profesores de Dibujo, catedráticos de Estética, licenciados en Bellas Artes, críticos, restauradores, etc., que pueden darle al lector informaciones muy valiosas que sin duda no encontrará en este libro. La visión subjetiva de un lego será siempre pobre, pero sus intereses son distintos de los de esos estudiosos. Quizá haber conservado, sobre todo, la espontaneidad de la percepción, y una selección de las obras basada en el gusto propio, gusto creado paso a paso por sus experiencias, tal vez, pueda servir de ayuda a otros legos. Aquí no se aspira directamente, como en el trabajo erudito, a guiar, sino a compartir, a estimular.

La intención de este libro es facilitar el aprendizaje de la contemplación de obras de arte y la formación por el lector de su propio gusto artístico. También ayudar a evitar el mal gusto.

Creo que un abordaje subjetivo, lego, por decirlo así, puede ayudar a interesarse por las artes plásticas a personas que, como me ocurrió a mí, carecen de educación al respecto o ni saben dibujar aceptablemente. Pues ha sido el propio placer experimentado —y no las opiniones o informaciones ajenas— lo que me ha guiado en mis elecciones, lo que me ha llevado a ser mínimamente un entendido: cualquiera puede serlo, de un modo no erudito, a poco tiempo que dedique a disfrutar del arte.

No hay que apreciar todas las obras de arte según el canon histórico, más o menos impreciso —véanse como ejemplo las mujeres pintadas por Rubens— de la belleza. El gusto es variable, y en este sentido el tiempo también es un artista (un gran escultor, decía Marguerite Yourcenar). El arte, sobre todo el pictórico, puede tomar legítimamente un camino que no lleva directamente a la belleza: el de causar impacto en el espectador por medio de un más o menos intenso horror. Piénsese en el Buey desollado de Rembrandt, o en los cuerpos pintados por Bacon, que conmueven de otra manera. Podemos sentirnos agredidos por este tipo de pinturas, lo cual significa que nos remueven o agitan espiritualmente. Eso es legítimo, y nuestro gusto artístico debe incorporar algo que en principio causa extrañeza, aunque solo sea como referencia. Ahora bien: una línea delgadísima como el filo de una navaja separa este arte del chabacano intento de epatar al espectador horrorizándolo. Impactar de buenas a primeras es posible por diversos medios, pero la imagen muestra en seguida su rostro de falsario al verla por segunda vez. La espiritualidad no es compatible con el mal gusto.

Aunque he ordenado más o menos cronológicamente las obras seleccionadas, ese es un criterio entre otros. Las notas sobre pintores, pinturas, esculturas y espacios, y las observaciones marginales no han sido escritas en el orden en que aparecen aquí, sino según el ansia por explicar una obra o una producción. Muchísimos grandes no se incluyen en estas páginas, o acaso solo aparecen marginalmente: Fra Angelico, el Greco, Rubens, entre los clásicos. Grandísimos que a veces me han suscitado una opinión contraria. No aspiro a historiar, sino a rememorar. La ordenación más o menos cronológica es conveniente porque la obra de unos artistas repercute casi siempre en la de otros. Pero es solamente una ordenación: nada que ver con la historia de las bellas artes, que exigiría tratamientos mucho más amplios. Los epígrafes de este libro se pueden leer en el orden que le apetezca al lector. Y aunque este puede encontrar reflexiones, lo cierto es que no tienen que ver con las teorías del arte. Teorías non fingo.

De todos modos, parece necesaria una advertencia que sí es de naturaleza teórica: en mi opinión, en el arte solo hay progreso en las técnicas y medios del artista, esto es, en algo que no es el arte propiamente dicho; y hay cambio en sus iconos, en sus temas. Si algunas técnicas no existen en determinado momento, eso no hace que las obras de ese momento sean inferiores a otras más tardías. También hay cambios en las temáticas, cambios en la iconología y cambios en las búsquedas de los artistas. Parafraseando a Picasso, se puede decir que el arte no es «la verdad», sino una especie de poema que nos permite acercarnos más íntimamente a lo ideal. Tan valioso puede ser Giotto como Cézanne, Fidias como Giacometti.

Tal vez estas líneas ayuden a unos a recordar y a otros, en definitiva, a interesarse por obras que no conozcan o que hayan visto con ojos muy distintos de los que han guiado estas líneas.

La pintura del siglo XX, más que la escultura, se adentra por caminos que a menudo le resultan a un lego difíciles de seguir. Creo que he disfrutado con algunas obras cubistas y con alguna de otra tendencia: por ejemplo, me gusta muchísimo Kandinsky, pero sobre todo el Kandinsky que no se ha internado todavía en la abstracción. Y aunque alguna pintura abstracta del propio Kandinsky me ha gustado igualmente, la pintura abstracta en general no me dice nada o muy poco. De todos modos, alguna reflexión sobre obras más cercanas a nuestro tiempo cerrará estas líneas. Para empezar, aparecen medios nuevos, como la fotografía y el cine, que pueden vehicular artes nuevas y no solo documentos e insubstancialidades. El siglo XX ha sido en escultura el siglo de algunos artistas creadores de arte verdadero. Hay cierto ‘arte contemporáneo’, en cambio, que me parece improvisado e insubstancial, e incluso encuentro mucho epigonismo y repetitividad, y sobreabundante producción hecha para el mercado y no por amor al arte.

Las artes me han aportado, esencialmente, consuelo. Son un bálsamo para el espíritu. En una época como la nuestra, caracterizada por el horror asesino del pasado inmediato, por las guerras del presente, por las migraciones debidas a la mera imposibilidad de vivir en muchos lugares de la Tierra, por las perspectivas negras de un cambio civilizatorio que ya era ecológica y socialmente urgente hace décadas y que se demora o trivializa todavía hoy, parece que el arte del presente claudica en muchísimos casos ante el paroxismo de la mercantilización. Aparece como un decorado burgués —y, como decía Pasolini, la burguesía, más que una clase social, es una terrible enfermedad contagiosa—. Mi queja es que tal arte no aporta consuelo ni reflexión, que no es arte de verdad. Ojalá este librito ayude a discernir, a poner de manifiesto la moneda falsa.

DE DUCCIO A MASACCIO

DUCCIO

Duccio Buonisegna fue tal vez el artista en quien culmina la pintura gótica sienesa (por llamarla así: pintura prerrenacentista). Vivió y trabajó en Siena desde 1255 a 1319. Su obra más importante es sin duda La Maestà, encargo popular de un retablo para la catedral (el Duomo) de la ciudad, realizado entre 1308 y 1311 por el pintor más famoso y apreciado de Siena. Se trata de un imponente retablo que no podemos contemplar en su estado original. La imagen sobre tabla(s) estaba pintada, originalmente, por delante y por detrás.

En la parte central delantera está La Maestà propiamente dicha, la Virgen con el Niño sentada en un trono sobre un estrado hexagonal, rodeada de ángeles y santos, con un fondo de diversos tonos dorados. Esa gran tabla central se apoyaba en una predela con episodios de la historia sagrada. La parte posterior contenía tablas sobre la vida de Jesús de Nazaret, que en algún momento fueron desmontadas, al igual que otras partes de la pintura, y han ido a parar a diversos museos (una de las teselas, Cristo con la samaritana, está en el Museo Thyssen de Madrid). Me temo que la imagen que aparece con estas líneas es en parte una reconstrucción del aspecto original de la obra, cuya parte principal se encuentra ahora en el Museo dell’Opera del Duomo, en Siena.

Se cuenta que cuando los sieneses se enteraron de que Duccio había terminado por fin la pintura encargada y esta iba a ser trasladada a la catedral, se interpusieron multitudinariamente ante los carreteros, se apoderaron de la obra y la llevaron en triunfo primero a la Piazza del Campo para después pasearla por las calles mientras repicaban todas las campanas, con lo que el pueblo de Siena pudo admirarla con grandes muestras de entusiasmo. Posteriormente fue paseada de nuevo varias veces, como si se tratara de un paso procesional.

No es para menos. Se trata de una pintura bellísima, grandiosa, emocionante. Duccio logra algunos efectos de relieve mediante los contrastes de colores, las gradaciones de los tamaños de las figuras y la difuminación de las más «lejanas». Cuando digo que la pintura es muy bella es porque produce un gran impacto estético en quien la ve, naturalmente al margen de sus creencias; aunque esto último se debe matizar: cualquier europeo no creyente se halla inmerso en una cultura histórica que en principio le permite comprender, al menos en parte, la iconología de la pintura, a diferencia, por ejemplo, de representaciones de la saga de Gilgamesh, de otra cultura; valdría la pena saber cómo ven La Maestà, por ejemplo, indios de la India, o los miles de japoneses que no pueden evitar fotografiarla. Por otra parte, el rostro de la Virgen María es de una rara belleza. Una belleza que me permitía decirle a mi amiga Anna Adinolfi que seiscientos años atrás había posado para Duccio, afirmación que suscitaba en ella una complacencia expresada como indignación perfectamente napolitana.

El modelo de la Virgen de Duccio Buonisegna se encuentra en muchas otras pinturas italianas posteriores, y la tabla, en su conjunto, ha ejercido una enorme influencia en el arte de la pintura.

Pero es todavía arte anterior al Renacimiento. Sin «relieve» vero pese a la enorme habilidad para simularlo del pintor, según se puede apreciar perfectamente en La huida a Egipto del mismo artista, con la Virgen llevando un manto oscuro como en La Maestà. La dificultad para representar el espacio, que solo se logra a veces y desordenadamente cuando se trata de edificaciones, arquitectura, casi desaparece en el caso de las figuras, donde los recursos artísticos son los colores y los tamaños, que no impiden la sensación de que las propias figuras están como adheridas al fondo.

La Maestà es una cumbre de la pintura, una gran cumbre, como (anacrónicamente) la música de Juan Sebastián Bach es cumbre y final de la música barroca, y cumbre, hasta ahora, de la música universal. Pero aquella es, por muy poco, casi contemporánea de la pintura de Giotto.

[Por cierto: si el lector acude a Siena a ver esa pintura, no debe descuidar la visita al Museo Cívico del Palazzo Pubblico, en la Piazza del Campo, donde hay pinturas de grandísima calidad, entre ellas algunas de Simone Martini, unos treinta años más joven que Duccio].

GIOTTO

No me resisto a hablar de Giotto (1267-1337) a partir de una obra suya que representa uno de los temas artísticos que prefiero: La huida a Egipto, la representación de unos pobres que escapan a la persecución de los poderosos, y que aquí lo hacen en compañía de otros, como suele ocurrir con todos los perseguidos. La pintura es significativa del lirismo de este pintor.

Hasta muy recientemente se ha creído que los frescos de la basílica superior de San Francisco, en Asís, eran de Giotto. Pero ha aparecido hace poco una duda, pues un especialista cree ver en ellos el pincel de otro pintor del que se conserva poca obra fuera de Asís, Pietro Cavallini, contemporáneo de Giotto. Sus argumentos son serios, sobre todo si los frescos de la basílica de Asís se comparan con los de la Capilla Scrovegni, en Padua, como el de la imagen reproducida, que sin duda son de Giotto. En Asís los colores son más desvaídos, menos intensos.

Sea como fuere, esos frescos de Asís y los indiscutibles de Giotto en Padua introducen una mutación muy importante en la pintura; una mutación aún imperfecta, pero perfectamente discernible, que les da un gran valor histórico, quizá mayor que el estético. Lo señalo así porque las pinturas de la basílica de Asís no produjeron en mí una emoción especial, sino más bien cierto aburrimiento.

Y no me produjeron especial emoción porque no supe ver lo que representan en la historia de la pintura. Basta advertir, sin embargo, en la imagen de La huida a Egipto (supra) que las figuras de las personas no son planas, como en Duccio; parecen más naturales, en actitudes diferentes, sin el hieratismo de las de Duccio; y el paisaje, aunque con grandes dificultades, se acerca a la idea de perspectiva. Desde Giotto (o quizá Cavallini) se intenta introducir en la superficie bidimensional una tercera dimensión. Con eso se inicia el período al que llamamos el Renacimiento.

Por no disminuir el valor estético de las pinturas de la basílica de Asís, he de decir que en mi memoria ha quedado la representación de un episodio de la vida de Francisco: aquella en la que se desprende de sus vestiduras ante varias personas, entre ellas, su padre, un comerciante rico, y tras él alguien trata de cubrirle con un manto. El espacio vacío entre padre e hijo expresa la distancia entre las concepciones del mundo de cada uno, y su distanciamiento, de un modo inmejorable. No es cierto del todo, pues, que no me emocionara el autor de las pinturas, pues esa imagen ha quedado indeleblemente en mi memoria.

MASACCIO

La primera vez que intenté ver los frescos de Masaccio, en Florencia, lo hice en compañía del pintor Claudio Silveira Silva, que en el camino me había explicado por qué Masaccio es un punto de inflexión en la historia de la pintura. Pero no pudimos ver los frescos: estaban en restauración y la capilla Brancacci quedaba oculta por unas lonas; apartarlas un poco no nos sirvió de nada —al menos a mí—: esos frescos han de ser contemplados desde el centro de la capilla.

A lo largo de varios años traté de ver esas pinturas tres o cuatro veces. Imposible. Siempre estaban «en restauración», aunque nunca logré ver a nadie trabajando allí, ni pude preguntarle a nadie cuándo estaría terminada la tal restauración. Mis intentos solo fructificaron, al cruzar el Ponte Vecchio, en paseos por el barrio de Oltrarno, mucho más tranquilo que el centro de Florencia; allí pude conocer la estupenda Rosticceria Lucia, en Piazza Tasso (no hacerse ilusiones: ha desaparecido) y las pequeñas tiendas de artesanía local; de allí me llevé unas sandalias de buen cuero en sí mismas tan hermosas que no las he usado jamás. Solo muchos años más tarde, con ocasión de la celebración en Florencia de un Foro Social Mundial, me acerqué sin grandes esperanzas a la Chiesa del Carmine y, oh, sorpresa, los frescos habían sido restaurados y podían ser visitados; eso sí: previo pago a la Chiesa, que le había hecho al Estado el favor de permitirle que los restaurara.

La restauración había consistido ante todo en eliminar las hojas de parra u otras que Volterra, para la eternidad «il Braghettone», había añadido a los desnudos de Adán y Eva expulsados del paraíso (y a los aún no expulsados de Masolino, al igual que haría más tarde con los desnudos de Miguelángel en la Sixtina); y también en avivar o devolver color a las pinturas, ennegrecidas por el humo de un incendio. Supongo que la restauración debió resolver otros problemas técnicos para la conservación de los frescos, pero en eso no puedo entrar.

Masaccio (1401-1428) pasó por la vida como un meteoro, pues no llegó a cumplir los veintisiete años y revolucionó la pintura. Donde mejor se muestra este punto es justamente en la Capilla Brancacci de la Chiesa de la Madonna del Carmine, que decoró junto con un pintor mayor que él, aunque menos audaz en la pintura: Masolino. La capilla fue terminada por Filippo Lippi (Lippi padre) mucho después de la muerte de Masaccio (que en realidad se llamaba Tommaso; Masaccio es un apodo). Su obra se halla sobre todo en la pared izquierda, aunque también acabando una pintura de su compañero. Masaccio y Masolino acordaron concebir las pinturas para ser vistas desde el centro de la capilla. Las pinturas, aparte de Adán y Eva en el paraíso, de Masolino, en la pared derecha, y de su expulsión del edén, de Masaccio, en el muro de la izquierda, tienen por tema a san Pedro, como pescador, o a otras escenas en las que interviene, se supone que por deseo de quien financió la capilla (la Virgen del Carmen, dicho sea de pasada, es patrona de los pescadores y por extensión de quienes viajan por mar, incluso si son comerciantes).

En la pintura de la Expulsión del paraíso, los cuerpos tienen un espesor, un volumen, que en vano se buscará en las pinturas de Giotto. Masaccio conoce perfectamente las leyes de la perspectiva y con él la pintura logra imágenes representadas en sus tres dimensiones.

Ello se aprecia incluso más claramente cuando pinta a San Pedro curando a los enfermos con su sombra, donde no solo es manifiesto el volumen de los cuerpos sino también de la calle y los edificios. En esta pintura los contornos de los cuerpos son nítidos, pero las masas de color predominan sobre las líneas. El tema, obviamente legendario, de los Hechos de los Apóstoles, tiene su gracia: Pedro camina tranquilamente por la calle sin preocuparse de que su sombra vaya curando a los enfermos.

Algunas de las personas representadas en esta pintura fueron amigos de Masaccio en la vida real; los libros dicen que el joven san Juan que sigue a Pedro es el hermano de Masaccio, apodado Scheggia; que el personaje del turbante rojo es Masolino y el de la barba blanca Donatello. Nada impide pensar que el modelo del orante de las manos juntas, recién sanado, pudiera ser el propio Masaccio.

Al pintor le preocupaba poco el dinero, la fama o su propia apariencia, por lo que se sabe. Lo que le interesaba era pintar. En la Expulsión del paraíso el juvenil cuerpo de Adán destaca sobre el de Eva, cuyo dolor por el castigo y al sentirse engañada se expresan con fuerza en los ojos y en la boca.

Con Masaccio el arte de pintar resuelve el problema de la representación de los volúmenes. El breve paso por la Tierra de este grandísimo pintor se adelantó unos años a que los tratados de Leon Battista Alberti pusieran al alcance de todos el saber sobre la perspectiva.

PIERO DELLA FRANCESCA

IGLESIA DE SAN FRANCISCO, EN AREZZO

En la semioscuridad rota por la luz de las pinturas, en aquel espacio de la iglesia de San Francisco, en Arezzo, experimenté la mayor conmoción espiritual de mi vida debida a una emoción estética. Tenía ante mí los frescos pintados por Piero della Francesca, a mediados del siglo XV, que representan La invención de la Cruz, narrada en la Leyenda áurea de Iacopo da Varazze o Santiago de la Vorágine. Pero en un larguísimo primer momento yo no me daba cuenta de eso. Mi mirada iba de una escena de batalla a otra, de la hermosa imagen de un profeta (que ni sabía que era un profeta) a las bellísimas y apacibles pinturas del viaje de la reina de Saba y de su visita al gran Salomón. Noté que mi corazón y mi respiración iban muy deprisa, de modo que traté de calmarme, de ver uno a uno, tranquilamente, los frescos. Solo conseguí ver algunos; la impresión estética fue tan intensa que me dejó agotado; saturado, comprendí que tendría que volver a Arezzo en una segunda visita. Que hice un par de meses después, con la intención de ver más, mientras quien me acompañaba experimentaba lo que yo la primera vez.

Los frescos de Arezzo fueron sagrados para quienes los vieron y los creyeron por primera vez; hoy son sagrados para nosotros, que tenemos la fortuna de poder verlos.

Mucho después de aquella primera visita, gracias a un amigo, pude hacerme con una enorme colección de reproducciones de los frescos en forma de detalladas tarjetas postales, algunas incluso fotografías en blanco y negro, y di con el magnífico libro de Kenneth Clark sobre Piero della Francesca1.

Los frescos, en la iglesia de San Francisco, no deben ser fotografiados. No se debe bombardear con los fotones de los flashes unas pinturas únicas: el visitante puede conseguir allí mismo reproducciones de muy buena calidad de los frescos sin necesidad de estropearlos. No siempre se debe hacer lo que se puede hacer: el principio ecológico básico es perfectamente aplicable aquí y ante toda obra de arte del pasado. Los frescos se hallan en bastante buen estado de conservación, dado el paso del tiempo. Son coetáneos de la invención de la imprenta, anteriores al descubrimiento de América. Las pinturas inferiores, las dos grandes escenas de batallas, han sufrido daños de cierta consideración: falta la pintura en partes de algunos caballos y hay más destrozos, seguramente producto de la humedad del subsuelo. Otros frescos situados más arriba en el ábside de la Capilla Bacci, como los que refieren las andanzas de la reina de Saba y de Salomón, también están afectados pero en mejor estado.

Cuando realicé mis visitas, algunas de las imágenes de profetas parecían algo deslucidas. Con posterioridad se ha realizado una restauración que por desgracia no he podido ver. Dado el esplendor que la restauración le ha devuelto a la Capilla Sixtina, en el Vaticano, sin duda Arezzo habrá conocido la misma maestría, sobre bases científicas, en la restauración de los frescos de la Capilla Bacci.

Creo que el visitante no debe llegar a Arezzo tan desinformado como lo hice yo, de modo que trataré aquí de hablar sobre el contenido de esas pinturas. El lector puede estar tranquilo: esto no será como contar el desenlace de una película de misterio.

LA LEYENDA DE LA INVENCIÓN DE LA CRUZ

La leyenda medieval sobre el hallazgo de la cruz de Jesús, es eso, invención. La palabra procedente del latín tiene al menos dos significados: el de encontrar y el de inventar. La invención de la Cruz, o Leyenda áurea, usa el término en la primera acepción, aunque obviamente le corresponde la segunda, pues se trata de un mito tan religioso como político. Conviene recordar que Constantino, emperador romano de Occidente, declaró al cristianismo religión oficial de un imperio a punto de desmoronarse. La madre de Constantino, Elena (luego santa Elena, que no solo es santa, sino que hasta tiene isla), viajó a Jerusalén para hallar la cruz de Jesús, crucificado más de trescientos años atrás, y reforzar la política de su hijo. La leyenda, que se verá en seguida, cuenta cómo eso, supuestamente, tuvo lugar.

Los frescos están dispuestos en el ábside (las pinturas pequeñas) y en las paredes laterales de la Capilla Bacci, según el siguiente esquema iconográfico, que como se advertirá no sigue el orden de la narración:

Cuando Adán se sintió morir, se lo dijo a sus hijos. Un ángel le trajo a Set, el tercero de estos, unas semillas del árbol de la vida, del edén, diciéndole que al enterrar a su padre se las pusiera en la boca, pues el árbol que nacería de ellas contribuiría a la redención de la humanidad (episodio I de los frescos: la muerte de Adán). Cuando la reina de Saba viaja para visitar a Salomón se detiene ante un puente de madera y lo venera, con la intuición de que la madera de ese puente —supuestamente del árbol que creció de aquellas semillitas— está relacionada con un rey de los judíos que al morir redimirá a la humanidad; luego (una columna separa los dos momentos) se produce el encuentro con Salomón (episodio II). La reina le ha contado a este que en la madera de ese puente morirá el más grande de los reyes; como Salomón da por hecho que se refiere a él, manda destruir el puente y enterrar las maderas (episodio III). El episodio IV es la anunciación de la Virgen María, con Dios Padre haciendo de mirón desde una nube.

Siglos después el emperador Constantino tiene un sueño justo antes de batallar contra su rival Majencio: un ángel le señala una cruz y le dice (en latín, por supuesto): «Con este signo vencerás» (episodio V, el sueño de Constantino). Y el ejército de Constantino vence al de Majencio (episodio VI). Santa Elena, su madre y colaboradora política, ha ido a Jerusalén y nadie sabe por dónde anda la cruz de Cristo salvo un judío que no lo quiere revelar, de modo que le echan a un pozo hasta que confiesa (episodio VII). Pero encuentran no una sino tres cruces. ¿Cuál es la del Nazareno? Para averiguarlo se recurre a lo que podríamos llamar un infalible método metafísico-experimental: hace poco ha muerto un muchacho; le tocan con una cruz, y nada; le tocan con otra, y tampoco; pero con la tercera resucita (episodio VIII). La cruz se queda en Jerusalén y santa Elena se lleva a Roma una escalera del palacio de Pilatos, pues Jesús debió subir y bajar por ella una o más veces. Como reliquia de la historia de Jesús de Nazaret, la escalera parece ser más sólida que la cruz, pero no se debe olvidar que los romanos habían destruido Jerusalén casi trescientos años antes, en el 70 d.n.e. (además ahora se sabe que santa Elena se equivocó de escalera). Volviendo a las pinturas: el rey persa Cosroes roba la cruz, pero es derrotado por los buenos en una batalla (episodio IX), y así la cruz vuelve a Jerusalén (episodio X). La leyenda termina aquí (en Jerusalén se montará un activo comercio de pedacitos de madera como reliquias de la Vera Cruz), pero en Arezzo están representados, además, seguramente para completar la decoración, los profetas Jeremías e Isaías (episodios XII y XI, respectivamente); la representación de Jeremías es muy bella.

Entre la serie de frescos, mis preferidos son los siguientes. La parada de la reina de Saba ante el puente, con sus damas, de hermosísimos trajes, con un velo la reina, arrodillada, y, muy atrás, dos mozos del cortejo, charlando junto a sus corceles, todo en un paisaje bellísimo que rezuma tranquilidad y paz; y, además, la cortesía del encuentro con Salomón, cuya imponente presencia y sencillez al mismo tiempo el pintor logra trasladar (el episodio II); La muerte de Adán, con los primeros desnudos en la historia del arte cristiano y los colores blanquecinos de los cuerpos, en una representación creíble (episodio I). Las dos pinturas de batallas, intensamente dramáticas (episodios VI, muy conseguido, y IX); el profeta Jeremías (episodio XII); el descubrimiento de la cruz, con Jerusalén al fondo representada como Arezzo (episodio VIII)… Lo que vale es sobre todo el conjunto, el esplendor del conjunto de pinturas. Un conjunto impregnado de lirismo, poesía, color, y el horror en las batallas.

Además de los frescos mencionados, en la iglesia hay otras obras de Piero: una Magdalena, con el frasco de perfume en la mano; un Federico de Anjou, obispo franciscano de Toulouse.

Si pudiera, volvería a Arezzo una vez, y otra más, y otra…

PIERO EN BORGO SANSEPOLCRO

Piero della Francesca (aprox. 1415-1492) había nacido —y murió— en Borgo Sansepolcro, localidad situada a pocos kilómetros de Arezzo; y para Sansepolcro había realizado varios encargos, anteriores unos a los frescos de Arezzo, y otros coetáneos a estos o posteriores, cuando ya era un pintor formado, que había aprendido y trabajado con Domenico Veneziano, un maestro del color, y conocido en Florencia a Fra Angelico y la pintura de Masaccio. Las pinturas de Sansepolcro fueron encargadas para la Chiesa della Misericordia, y aunque alguna aún se encuentra allí la mayoría está hoy depositada en el Museo Cívico o Comunal de la ciudad.

Lo que Piero pintó en Sansepolcro fue un inmenso políptico dedicado a la Madonna della Misericordia. Consta de diecinueve tablas, más dos florones, de diferentes tamaños. La tabla mayor es la central, una Virgen de la Misericordia cuyo manto acoge a varias figuras orantes. La Madonna va vestida de rojo, bajo el manto, y es de tamaño muy superior al de los orantes que acoge. Tiene por encima una tabla algo menor que representa la crucifixión de Jesús de Nazaret a cuyos pies aparecen la madre y Juan, el discípulo amado.