Disonancias interamericanas - Varios Autores - E-Book

Disonancias interamericanas E-Book

Autores varios

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Disonancias interamericanas propone una serie de estudios interdisciplinarios sobre las discrepancias, diferencias y discordias que generan las proyecciones, afirmaciones o declaraciones de lo americano. Para subrayar la coexistencia de discursos, así como sus vínculos e interacciones, hemos recurrido a la metáfora de la "disonancia", que evoca, por un lado, aquélla, conocida, del contrapunteo como modo de articulación entre diferentes imaginarios y realidades, y por otro, el carácter constitutivo, abierta o subrepticiamente, de todo acorde dentro de un coro general. En alguno de sus escritos Mijail Bajtín, teórico de la polifonía y del dialogismo, propone que toda frase es una respuesta, una intervención más en una conversación que remonta a los orígenes del lenguaje y de las formas de socialización que conocemos. No exista quizás un público capaz de gozar el efecto global de esta performance histórica y mundial, pero sí podrá el lector, como se verá en los ensayos que ofrecemos en Disonancias interamericanas, apreciar el juego de armonías entrelazadas, a veces bien orquestado y sereno, otras veces ¿tal vez las más? bullicioso y caótico. Autores: Adriana López-Labourdette Valeria Wagner Silvana Carozzi Santiago Juan-Navarro James Cisneros Hermann Herlinghaus Agnieszka Soltysik Carl Good Giovanni Rossi Víctor Silva Echeto Rodrigo Browne Sartori Cornelia Sieber Claudia Gronemann Fernando Iwasaki

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Américas entre comillas. Crítica, cultura y pensamiento interamericanos

Esta colección propone reflexiones centradas en la pluralidad y singularidad de las Américas, sus imaginarios compartidos y divergentes, así como en aquellos espacios críticos que abren las prácticas culturales que las recorren. "Américas entre comillas" quiere promover así miradas no-polarizadas sobre y desde el hemisferio, y enfoques que resalten las dinámicas diferenciales interamericanas sin caer en la trampa del pensamiento (o)posicional. Partiendo de que ninguna entidad geopolítica es definitiva y de que es propio de los imaginarios desbordar sus límites, nos interesa alentar desde esta plataforma editorial contribuciones que conceptualicen las Américas en sus diferentes dimensiones, discursos, prácticas y proyecciones en el mundo.

Autores varios

Disonancias interamericanas

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Disonancias interamericanas.

© 2024, Red ediciones S.L.

© Adriana López Labourdette

© Valeria Wagner

© Silvana Carozzi

© Santiago Juan-Navarro

© James Cisneros

© Agnieszka Soltysik Monnet

© Carl Good

© Víctor Silva Echeto

© Rodrigo Browne Sartori

© Cornelia Sieber

© Claudia Gronemann

© Fernando Iwasaki

e-mail: [email protected]

Diseño de cubierta: Red ediciones S.L.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-466- 2.

ISBN rústica: 978-84-9007-000-0.

ISBN ebook: 978-84-9007-001-7.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra».

Sumario

Américas entre comillas. Crítica, cultura y pensamiento interamericanos 1

Créditos 4

Introducción 7

Las Américas y sus revoluciones: filosofías y vínculos interculturales 17

Bibliografía 35

La ciudad anarquista americana: Utopías libertarias en el Nuevo Mundo 39

Las utopías libertarias 45

La ciudad anarquista americana 48

Bibliografía 59

El recorrido mágico de la serpiente: Aby Warburg en las Américas. Antecedentes y disonancias para una teoría del entre 61

Introducción: primeras disonancias de rituales y de imágenes 61

Segunda disonancia: entre las Américas y el psiquiátrico 62

Bibliografía 72

Antropofagia como transgresión cultural. Una estrategia de différance (contraimperial) 75

Introducción: prohibición/transgresión 75

La différance como transgresión de las transgresiones 76

La multitud y el contraimperio 78

Transgresiones: abaporu-multitud-différance 82

Bibliografía 97

Topografía de la violencia/violencia mediática en el cine actual latinoamericano (Cidade de Deus y Amores perros) 99

Introducción 99

Bibliografía 128

Whitman en la frontera: el Álamo y la fragmentación lírica en «Canto a mí mismo» 129

Bibliografía 149

Del cuerpo eléctrico a los oscuros circuitos del deseo: Literatura queer transnacional de las Américas 151

Bibliografía 179

Ritmos urbanos. La ciudad contemporánea en el cine latinoamericano 181

Ritmos sin futuro 191

Recepción e interculturalidad 196

Bibliografía 198

Practicar espacios. Estrategias de localización e identificación en Todo Caliban, El Portero y How the Garcia Girls Lost their Accents 201

Bibliografía 223

Ningún lugar también es un lugar 225

Sobre las editoras y los colaboradores 229

Libros a la carta 235

Introducción

Japón, Nuevo Mundo, Indias, América, América Latina, Hispanoamérica, América del Norte, el Hemisferio Sur... las tierras americanas han sido una entidad múltiple y contagiosamente inestable desde que Europa tuvo a bien agregarle al mundo una «cuarta parte».1 Conocida historia que ha sido contada una y otra vez en la literatura, el cine, la crítica, la teoría cultural; novelada por historiadores, filósofos, economistas, y que ha venido a constituir uno de los mitos de origen de la Modernidad y de aquella configuración mundial que Occidente imaginó definitiva pero que hoy se cuestiona con buena dosis de vehemencia y ansiedad.

Según esta historia, antes del «descubrimiento» de América el Mundo se dividía en lo desconocido y lo conocido. El «más allá» terrestre, sede de todo tipo de alteridades, se confundía con lo celestial, engendrando leyendas en un «más acá» incierto por el miedo a represalias divinas y a la amenaza de una repentina metamorfosis del Mundo en «otro», maléfico por desconocido. Con la emergencia de un Nuevo Mundo la faz de la Tierra cambió paulatinamente hasta llegar a representarse como un todo, pleno, asequible y estable en su totalidad. Durante este proceso de reajuste cosmogónico y epistemológico, Europa se posicionó al centro del Mundo, concibiendo al nuevo continente como un reflejo especular de sí misma, que completó al Viejo Mundo y selló la nueva configuración mundial. Es así que América, como propuso Edmundo O’Gormann (1958) hace más de medio siglo, no fue descubierta, sino inventada. Fue a la vez el revés, la sombra, el otro femenino, monstruoso o idealizado de Europa, pero también su traslación geográfica, su eco pre-histórico, su utopía.

Basta, sin embargo, regresar a la multiplicidad de entidades proyectadas sobre el continente —y no olvidemos que hasta no hace mucho tiempo, «hacer las Américas» todavía se perfilaba como objetivo real para muchos inmigrantes— para constatar que el proceso de invención no fue concluyente, y aún menos pacífico, ya que lo rigieron tanto el poder violento de las armas como el no menos implacable de la representación. Frente a ellos, las Américas —las imaginadas, pero también las practicadas— han opuesto continua resistencia. Partimos, entonces, de que no hubo —como suele presuponerse tácitamente— una simple imposición de un imaginario sobre una dócil realidad, como tampoco hubo una simple imposición de modelos económicos, políticos y sociales sobre pueblos vencidos y tierras vírgenes. Y más allá de los recurrentes relatos nacionales, no hubo tampoco, lo sabemos, una resistencia heroica de pueblos unidos, que desemboca en las naciones independientes y reestablece la armonía entre auténticas identidades americanas y sus representaciones. No se trata de un proceso unilateral, limpio de antagonismos y agotado en escenarios de conflictos maníqueos u ontológicos. Más bien, estamos ante la renovada no-coincidencia entre las proyecciones normativas de América y su materialidad histórica.

Es cierto que toda proyección y representación, así como sus correspondientes discursos, implican necesariamente una «disidencia» de lo real histórico y material respecto del imaginario que trata de normativizarlo o, al menos, insertarlo en un esquema de conocimiento ya existente. Incluso podríamos decir que lo real se manifiesta de manera más contundentemente «real» a través de su resistencia a los discursos que lo producen y lo legitiman en el marco de cada sociedad. Pero si lo real siempre «discrepa», en el caso de «América» su discrepancia está continuamente tematizada e ilustrada, hasta formar parte integrante de las conceptualizaciones y representaciones de lo americano. Colón veía y escuchaba lo que no existía ni tampoco se decía; Cortés omitía en sus relaciones lo que consideraba menos conveniente; Moctezuma vio llegar a Quetzacoátl, cuando quien llegaba solo era Cortés; los indígenas creyeron (o por lo menos los españoles creían que los indígenas creyeron) que los conquistadores eran dioses... y no lo eran. En todos estos lugares comunes de los relatos inaugurales de América, la existencia histórica y material se vislumbra a través de evidentes grietas en el discurso que la genera, o de la rotunda negación del imaginario por parte de los hechos.

Uno de los ejes principales de resquebrajamiento de las Américas imaginadas, proyectadas e idealizadas fue desde un principio, y sin duda sigue siéndolo, su interculturalidad. Desde los primeros encuentros y desencuentros se han opuesto y superpuesto diferentes cosmovisiones, formas de vida, códigos sociales, modos de organizar la percepción, principios generadores de sentido. Incluso asumiendo los puntos en común y las zonas de contacto generadas en el entrecruzamiento de estas visiones y versiones de las Américas, no cabe duda de que la multiplicidad de marcos culturales no solo no ha favorecido la producción de relatos compartidos y versiones estables de los acontecimientos, sino que también ha generado sospechas en torno a toda versión fija —oficial o no— tanto de la Historia como del presente. Ambos tiempos son particularmente difíciles de aprehender en un continente donde, como se señala repetidamente, coexisten regímenes económicos y organizaciones sociales aparentemente anacrónicos y mutuamente excluyentes en incómodas concurrencias de las que los diferentes grados de modernización y sus distintas temporalidades son solo los aspectos más discutidos. Quizás haya llamado menos la atención el ritmo con que esta complejidad histórica y material de las Américas se intensifica al compás de las interacciones entre los diferentes marcos culturales que se han movilizado para comprenderla y aglutinarla, tanto desde «dentro» —en el marco de relatos nacionales de integración cultural, o en las reivindicaciones de sus grupos étnicos— como desde «fuera» del continente.2

Las perspectivas «exógenas» que han alimentado y complejizado el imaginario americano merecen un apartado especial, porque han tenido un papel determinante en los procesos simultáneos de construcción y desconstrucción de las Américas. Para empezar, la invención de América post-colombina implica la negación de las perspectivas y visiones pre-colombinas, que solo perdurarán mediatizadas por la mirada occidental —en las transcripciones de las cosmogonías indígenas, en los tratados e historias de los frailes, en el sincretismo religioso, en los discursos nacionalistas, etc.—. Al mismo tiempo, junto al proceso de desintegración del «ecosistema» cultural americano precolombino, aparecen proyectos de conversión y unificación cultural al servicio de la empresa imperial: evangelización, unificación y control de las poblaciones, formación de la mano de obra indígena bajo nuevos criterios de producción, por ejemplo. Estos proyectos generan a su vez —antes, después, durante— variados procesos de identificación con la realidad continental que poco a poco se traducen en reivindicaciones de miradas propiamente «americanas». Paralelamente, va creciendo el descontento de la élite criolla hasta cristalizar en visiones de una América ontológicamente autónoma a través de medidas radicales, como la expulsión de los jesuitas en el siglo xviii. Así, las miradas «endógenas» se alimentan de las perspectivas desde el exilio, como será el caso de los «padres de la patria» delineando los contornos del ser nacional desde el extranjero. En definitiva, a medida que lo nacional extiende su dominio sobre el imaginario americano, las Américas se construyen a partir de una perspectiva falsamente unitaria, compuesta, en definitiva, a partir de posiciones endógenas y exógenas superpuestas. Superposición que se intensifica y también se auto-revela con las tecnologías de la información y de la comunicación, la globalización de los mercados y los importantes flujos migratorios de los siglo xx y xxi, hacia y desde las Américas, que al sistematizar los tránsitos de adentro hacia afuera, permeabilizan culturas y perspectivas. Pensamos que las visiones fragmentarias y múltiples generadas por la continua migración están siendo no solo reconocidas sino también adoptadas por las culturas de origen —efecto, también, de los lazos económicos entre migrantes y sus familias—. Se trata, en nuestra opinión, de visiones (y discursos) complementarios, que, como aquellas piezas de un jarrón roto con las que Walter Benjamin ilustraba la relación entre los idiomas en su ensayo sobre “la tarea del traductor”, es preciso poner en contacto partiendo de la imposibilidad de reconstruir el objeto «original», cuya dudosa existencia solo podría conducir a que las dispersas piezas cobren sentido y valor al relacionarse entre sí.3

De lo anterior se desprende que los conflictos entre las proyecciones normativas de América y su materialidad histórica no se circunscriben a sus relatos inaugurales, sino que recorren las incontables historias del continente, desde que éste integra y reajusta la cosmogonía europea hasta la actualidad. En alternancia o superposición se han ido multiplicando los marcos culturales mediadores entre la experiencia y el conocimiento de «la realidad americana». La serie es extensa y abarca desde utopías, revoluciones, independencias y constituciones nacionales hasta los nuevos mercados y formas de gobierno; tentativas todas de disciplinar las socializaciones y formas de vida americanas que han encontrado —y todavía encuentran— no solo resistencias conscientes y organizadas, sino prácticas sociales y culturales destinadas a cuestionar la aplicabilidad de los modelos proyectados sobre las esferas socioeconómicas y políticas americanas. Más allá de la no comprobable validez de los modelos en cuestión, estas resistencias indican la existencia de varios imaginarios que pugnan por dominar sobre el resto y por llegar a gestionar lo real; o bien, para formularlo de manera menos agonística, la de imaginarios que negocian las condiciones de su coexistencia.

En la misma medida en que las tentativas de normativizar las realidades americanas han suscitado tensiones y negociaciones entre diferentes imaginarios, así también el empeño de «disciplinar» a las Américas en campos de estudios autónomos ha producido varios mapas conceptuales en compleja interacción. En el campo de los estudios literarios, particularmente, las respectivas literaturas americanas fueron estructuradas durante mucho tiempo según criterios coloniales y nacionales, asentados a su vez en modelos identitarios concluyentes de la cultura. En esta organización «colonial-nacional», las Américas se dividen a partir de las fronteras y los paradigmas culturales otrora impuestos por las potencias colonizadoras provenientes de Europa y reproducidas en gran medida después de las Independencias. Surge así un espacio interamericano fragmentado básicamente sobre un esquema de diferenciaciones lingüísticas, que supuestamente funda las identidades culturales, pero que en última instancia naturaliza las divisiones políticas del continente. Incluso los «Area Studies», originados durante la Guerra Fría y marcados por su correspondiente cosmovisión, a pesar de haber sido concebidos para reemplazar formalmente el marco colonial y nacional de las cartografías americanas, se construyeron a partir de la polarización Norte-Sur, sumando una capa más a los sedimentos identitarios anteriores. Por vías más o menos violentas, hemos aprendido, sin embargo, que tanto los criterios «coloniales-nacionales» como el eje dicotómico Norte-Sur no logran dar cuenta de gran parte de la producción cultural de las Américas, ya sea porque excluyen a grupos y actividades culturales importantes (idiomas y pueblos indígenas, culturas de los márgenes o expresiones fronterizas), ya sea porque fracasan al ser confrontadas con constelaciones identitarias y culturales movedizas, como la de los «latinos» en Estados Unidos o las formaciones nacionales caribeñas, para poner solo dos ejemplos.

A partir de los años ochenta, a medida que se van cuestionando los principios y políticas de identidad, se van afirmando concepciones diferenciales de las Américas, interesadas más en las interacciones entre los diferentes espacios culturales y políticos americanos que en constituir dichos espacios en armonía con los imperativos geopolíticos e ideales identitarios. Miradas sobre lo americano que no ignoran la vigencia de las plurales conceptualizaciones de las Américas, y suelen movilizarlas en la elaboración de un enfoque o problemática transversal. Pensemos, por ejemplo, en los estudios culturales, tal como los desarrollan Carlos Rincón, Beatriz Sarlo o Hermann Herlinghaus y también en los estudios hemisféricos, implementados por el Instituto Hemisférico de Performance y Política, en donde las categorías coloniales, nacionales pero también estéticas alimentan la reflexión crítica sobre los nexos entre estas prácticas culturales y la esfera pública en toda su amplitud. De estos enfoques, que hemos llamado «diferenciales», nos interesa su reconocimiento tanto de la importancia histórica y política de las tentativas de «disciplinar» el campo de estudios de las Américas, así como las circunstancias y condiciones de su fracaso. Todos ellos se esfuerzan por inscribirse críticamente dentro de la discordancia fundadora y productiva del imaginario de las Américas, y sobre las múltiples formas en que lo real actúa a la vez como resistencia y motor.

Disonancias interamericanas pretende contribuir a estos estudios diferenciales e interculturales de las Américas con propuestas particulares sobre las discrepancias, diferencias y discordias que generan las proyecciones, afirmaciones o declaraciones de lo americano. Para subrayar la coexistencia de discursos, así como sus vínculos e interacciones, hemos recurrido a la metáfora de la «disonancia», que evoca, por un lado, aquella, conocida, del contrapunteo como modo de articulación entre diferentes imaginarios y realidades, y por otro, el carácter constitutivo —abierta o subrepticiamente— de todo acorde dentro de un coro general. En alguno de sus escritos, Mijaíl Bajtín, teórico de la polifonía y del dialogismo, propone que toda frase es una respuesta, una intervención más en una conversación que remonta a los orígenes del lenguaje y de las formas de socialización que conocemos. No exista quizás un público capaz de gozar del efecto global de esta performance histórica y mundial, pero sí podrá el lector, como se verá en los ensayos que aquí ofrecemos, apreciar el juego de armonías entrelazadas, a veces bien orquestado y sereno, otras veces —tal vez las más— bullicioso y caótico.

Todos estos ensayos abordan de una manera u otra las disonancias producidas por los diferentes imaginarios, así como aquellas que surgen de las resistencias de lo real frente a los discursos que lo representan y lo norman. Como hemos sugerido previamente, tanto las diferencias entre los imaginarios y discursos como las resistencias que éstos generan están estrechamente vinculadas en las Américas, a su historia de relaciones interculturales, desplazamientos y disfracciones. Los autores de esta colección leen la historia de estas relaciones como procesos de diferenciación interamericana. Dentro de este marco, Silvana Carozzi propone una lectura del papel que tuvieron las teorías políticas europeas en el pensamiento independentista argentino y estadounidense, demostrando, por un lado, que estas teorías vienen a llenar un «vacío descriptivo» más que teórico, y por otro lado, que las naciones imaginadas a partir de ellas no corresponden a los efectivos impulsos revolucionarios. Junto al auge de las identidades nacionales se hace visible entonces una discrepancia fundamental entre la descripción y su objeto, así como entre la proyección y la realidad americana, que en el caso de Argentina, según Carozzi, parece apoyarse en la fe no-razonada en el poder performativo de la constitución.

Santiago Juan-Navarro prosigue con otro trazado del hiato entre proyección y articulación social efectiva en su artículo «La ciudad anarquista americana: Utopías libertarias en el Nuevo Mundo». En los casos que investiga Navarro, las tentativas de fundar nuevos cuerpos sociales y políticos (así como nuevas formas de vida) se apoyan en prácticas sociales ya existentes y no en la tácita creencia en el poder de auto-realización de las ideas. Sin embargo, los proyectos fracasarán, según Navarro, porque las poblaciones dependen económicamente de otras ciudades y naciones, cuyo funcionamiento no permite la existencia de alternativas «no alineadas». Al mismo tiempo, dichos fracasos señalan la existencia de un tejido de relaciones interamericanas que, si bien limita la autonomía de proyectos políticos puntuales y marginales, también intensifica la interdependencia e interculturalidad de los espacios americanos. En este sentido, los destinos desafortunados de los proyectos utópicos americanos no indican solo la predominancia de una lógica económica sobre regímenes políticos minoritarios, sino que también anticipan la importancia que cobrarán los procesos interculturales en el pensamiento político de las Américas y en las concepciones de la cultura en general.

Víctor Silva Echeto desarrolla este último punto en “El recorrido mágico de la serpiente: Aby Warburg en las Américas. Antecedentes y disonancias para una teoría del entre”, en el que introduce el trabajo de Aby Warburg, bibliófilo peculiar y sorprendente historiador del arte que practicó un enfoque científico interdisciplinario, inter-categorial e “inclasificable”, conocido como “la ciencia sin nombre”. En diálogo con Serge Gruzinski, Silva Echeto pone en relación la teoría del entre que, según su argumento, subyace en la ciencia de Warburg, con el conocimiento de la cultura Hopi en América del Norte y los criterios que de ésta pueden derivarse para evaluar los contactos e intercambios entre las cosmologías “primitivas” y el pensamiento tecno-científico. Como lo demuestra Silva Echeto, la mentalidad liminal —entre lógica y mágica— de los Hopi y su práctica científica “sin nombre” permiten a Warburg reconocer “la potencia esquizofrénica” de las prácticas culturales en general. De aquí, entonces, la necesidad de desarrollar metodologías y enfoques “cruzados” para entender ese particular substrato intercultural americano que cuestiona la tradicional supremacía interpretativa tradicionalmente otorgada al conocimiento occidental, en realidad muchas veces incapaz de asimilar los espacios y hiatos entre las culturas.

Rodrigo Browne Sartori, por su parte, prosigue con una teorización de la interculturalidad en su ensayo «Antropofagia como transgresión cultural. Una estrategia de différance (contraimperial)». Browne Sartori elabora el potencial radical del pensamiento antropófago, que teoriza las prácticas interculturales como formas de resistencia a los modelos económicos e ideológicos asimilados al capitalismo y al imperialismo, e incluso como fuerza generadora de prácticas sociales y económicas inéditas. En la práctica inter-cultural antropófaga, el consumo —del que dependen el Capital y el Imperio— se convierte en un proceso de absorción creativa del «otro», mediante el cual surgen «otras» Américas, alimentadas por las mismas fuerzas deshumanizantes que amenazan a la multiplicidad humana.

El análisis de la violencia en el cine latinoamericano actual que nos ofrecen Claudia Gronemann y Cornelia Sieber [«Topografía de la violencia/violencia mediática en el cine actual latinoamericano (Cidade de Deus y Amores perros)»] cobra un nuevo matiz después de la invitación de Browne Sartori a reanudar la reflexión sobre cultura, mercado, imperio y alteridad a partir de la metáfora de la antropofagia. Las películas que analiza el artículo ejemplifican la ambigüedad de los mecanismos de recuperación y asimilación del otro: ambas problematizan el tópico de la violencia que ha venido a representar la realidad cotidiana latinoamericana en el mercado del cine. Igualmente, esta vertiente cinematográfica se sirve de ella para mediatizarse y acceder al público masivo, reproduciendo incluso la experiencia de la violencia irreflexiva. Al brindarle al espectador la violencia «latinoamericana» que espera, las películas se ofrecen como un producto más que refuerza una recepción consumista en vez de crítica. Pero, al poner en evidencia, como argumentan Gronemann y Sieber, las técnicas de escenificación de la violencia usadas en los medios, también oponen cierta resistencia al consumo acrítico y marcan, a través de dicha experiencia, la polifacética alteridad de la realidad americana. Las películas se proponen, de ese modo, como objetos de consumo portadores de un remanente inasimilable que genera reflexión.

Los artículos de Carl Good y de Agnieszka Soltysik se orientan hacia la tradición literaria del continente y contribuyen a identificar el tejido intertextual de las «otras» Américas desechadas por el imaginario polarizante que se complace en dividir al continente en Norte y Sur. En «Whitman en la frontera: el Álamo y el drama lírico en “Canto a mí mismo”», Good examina el lugar del poeta norteamericano en la crítica literaria latinoamericana y pone en evidencia la dinámica de «desencuentro» que, por un lado, le impide a los críticos leer atentamente sus textos y, por otro, los obliga a consagrar la figura del poeta desde el hiato Norte-Sur. Según Good, sin embargo, la poesía de Whitman lejos de proponer una visión polarizada de las Américas establece fuertes vínculos interculturales entre los dos hemisferios. La América que Carl Good lee en el «Canto a mí mismo» de Whitman se caracteriza por su imprevisibilidad e indeterminación: es un proyecto político abierto que ni la pluma ni la visión logran capturar. Asimismo, la genealogía literaria e interamericana queer que propone Agnieszka Soltysik en su artículo «Del cuerpo eléctrico a los oscuros circuitos del deseo», sugiere que ninguna de las tantas «otras» Américas que se perfilan y se desdibujan a lo largo de nuestras lecturas se cierra sobre sí misma. Partiendo también de la figura emblemática de Whitman, Soltysik traza los diálogos y filiaciones entre poetas americanos del Norte y del Sur, y sus figuraciones de las emergentes —en tanto van cobrando visibilidad— prácticas queer. Asumiendo que la legislación de la sexualidad es uno de los ejes estructurantes de toda «forma de vida» organizada, el enfoque de Soltysik pone en evidencia la existencia de un tramado de contra-socializaciones y nuevas socializaciones que, por inscribirse dentro del marco americano, desentonan con los discursos normativos de las Américas.

Los tres últimos ensayos analizan y ejemplifican discursos y enfoques de lo que podríamos llamar la condición «post-normativa» de las Américas interculturales. Por ella entendemos la situación de coexistencia que no constituye una socialización intercultural «integrada» —basada en la comunicación y en los significados compartidos, en la idea de un futuro, de una historia común o de un horizonte de objetivos que se percibe como tal—, sino en la experiencia de un presente que elude la articulación discursiva. En esta línea se ubican las grandes ciudades latinoamericanas, que llaman la atención de James Cisneros, cuyos márgenes y periferias no entran en el modelo de la «ciudad letrada», zurcada por significados prescriptivos. Igualmente, los sujetos migrantes, cuya problemática identidad y posicionamiento en un ámbito extranjero examina Adriana López Labourdette se inscriben en esta problemática. En «Ritmos urbanos. La ciudad contemporánea en el cine latinoamericano», Cisneros resalta el interés de la metáfora del «ritmo» para dar una visión o impresión del conjunto «desfasado» que es la realidad urbana. Ciudades practicadas en una realidad investigada por Cisneros a partir de películas que, atentas a «la opacidad de la mediación entre lo actual y lo ideal», permiten vislumbrar los matices de las mediaciones y de la inmediatez que constituyen la urbe «contemporánea». Por su parte, en «Practicar espacios. Estrategias de localización e identificación en Todo Caliban, El portero y How the García Girls Lost Their Accents», López Labourdette traza el proceso de invención de espacios y tiempos interamericanos, a partir de las subjetividades de migrantes que deben situarse en tanto sujetos interculturales y cuestionar por ende la noción de identidad cultural y sus parámetros tradicionales. Cierra finalmente este compendio de voces y puntos de vista «Ningún lugar es también un lugar», de Fernando Iwasaki, una suerte de manifiesto a favor de identidades compuestas, que despertará trémulos ecos en sus lectores migrantes o en quienes, como nosotras, estén tras la búsqueda de réplicas decorosas a los comentarios sobre su involuntaria, pero también preciada, «otredad».

Adriana López Labourdette y Valeria Wagner

Ginebra, junio de 2010.

1. Véanse Edmundo O’Gorman, La invención de América [1958] (Mexico D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1995); Enrique Dussel, The Invention of the Americas: Eclipse of «the Other» and the Myth of Modernity (Continuum Intl Pub Group, 1995); y Serge Gruzinski, Les Quatre parties du monde, Histoire d’une mondialisation (París, les éditions de La Martinière, 2004).

2. En este sentido, habría que aclarar la tesis según la cual el realismo mágico se inspira en América latina de situaciones reales, en las que reina lo imprevisible e inesperado porque las instituciones que deberían preveer el futuro y controlar los acontecimientos no logran hacerlo, con un análisis de las dificultades que encuentran dichas instituciones para aprehender tanto el pasado, como el presente cotidiano. En contextos de inestabilidad política y económica, cierto, pero también de interculturalidad, los hechos parecen desdoblarse, multiplicarse, a veces claramente en competición unos con otros, las más superpuestos y confundidos unos en otros. Se entiende entonces que el futuro sea tan elusivo como los relatos que deberían controlarlo.

3. Véase Walter Benjamin, «La tarea del traductor» [1923], en Angelus Novus, Barcelona, Edhasa, 1971.

Las Américas y sus revoluciones: filosofías y vínculos interculturales

Silvana Carozzi

I. El pasado americano es una fuente inagotable de estímulos para la investigación filosófica de la política. Cierta atención puesta sobre las lecturas declaradas por los intelectuales americanos de los siglos xviii y xix, por ejemplo, nos conduce permanentemente a constatar una forma de la recepción del pensamiento filosófico político europeo que, por haber puesto en juego predilecciones, identificaciones y antagonismos, sacude cualquier interpretación elaborada desde la clave de la mera pasividad.1 Así, llama la atención la libertad que estos actores manifiestan en el «uso» de textos y conceptos en general, si con ello entendemos, por ejemplo, en nuestro campo de análisis, una apropiación retórica y persuasiva en función de objetivos revolucionarios. En cambio, no lo es si tras el muy actual recurso explicativo que alude a algo como el «uso» de los textos filosóficos por los actores, nos eximimos nosotros como investigadores de leer y analizar finamente las fuentes citadas, respaldándonos en la indudable ligereza con que se construyeron ciertos referentes conceptuales en el vértigo de una estrategia política de contenido pragmático. Entendemos al fin que, en el marco de los concretos usos de un autor filosófico en calidad de «figura conceptual»,2 el primer interrogante que deberíamos plantearnos es sobre los motivos de esa a veces estentórea voluntad de adhesión a una y no a otra doctrina, en un marco de opciones que hubiese admitido diversas preferencias.

De nuestra parte —y es la hipótesis principal que aquí manejamos— proponemos que, sobre las innegables facilidades o dificultades en la circulación de libros y papeles provenientes de Europa, y sobre el también innegable factor que agrega el conocimiento o la ignorancia de la lengua de las fuentes, los actores americanos producen una recepción selectiva, en la que también reclama un análisis el campo constituido por las ventajas teóricas que ofrecen las doctrinas y las afinidades culturales entre las fuentes y los contextos locales de aplicación (reales e imaginarios), afinidades que a su vez no siempre son solo subsidiarias de aquellas ventajas. También, y en segunda instancia, el criterio puede aplicarse a la recepción en la América hispana de textos y papeles producidos en el Norte de América. Siendo innegable el conocimiento de la lengua inglesa por parte de algunos protagonistas sudamericanos, la acogida de noticias y fuentes británicas y norteamericanas estuvo seguramente ligada a las mayores o menores afinidades e identificaciones, tanto de referencias filosóficas como de visiones referidas a los mundos sociales de pertenencia.

En el Río de la Plata, el caso que más ha despertado nuestra curiosidad es el gesto de especial preferencia por la doctrina del ginebrino Jean Jacques Rousseau que, en los primeros años de la década de 1810 y a la hora de buscar públicamente legitimación filosófica para el acontecimiento que están impulsando, realiza el que se conoce como grupo radical morenista entre los diversos actores de la revolución por la Independencia.3 No siendo la fuente roussoniana la única posible en ese clima de ideas rioplatense de las primeras décadas del siglo xix, un ingrediente de sospecha nos condujo a extralimitar las explicaciones más conocidas y proponer nuevos elementos que creemos han podido también desempeñar su papel, al estimular dicho gesto activo de preferencia. Efectivamente, que la producción política de un filósofo como John Locke, cuyo Ensayo sobre el entendimiento humano había venido cosechando un gran éxito editorial, sea tan escasamente mencionada en los inicios de las revoluciones del Sur, es un dato digno de reflexión. Lo es más si, como dijimos, el idioma inglés no era desconocido por los principales actores rioplatenses, y la obra de Locke —el probable autor de las Fundamental Constitutions for the Government of Carolina4— hubiese podido también recibirse de manera oblicua, a través de su puente norteamericano. La perspectiva que trataremos de sostener en referencia a la prioridad que mereció el roussonismo como modelo para el Sur en los primeros años de la década revolucionaria, frente a la mayor fuerza de la recepción lockeana en las tierras del Norte, intenta sumar otros fundamentos teóricos a lo que suele reconocerse como la existencia de dos modelos políticos diferentes en esa primera ruptura de la dominación colonial: uno construido sobre una forma de libertad que de manera figurada suele denominarse «francesa», y otro sobre una libertad reconocida como «inglesa» (Cf. Fernández y Fuentes, 2002: 429), diferencia que trataremos de profundizar en lo que sigue. En la complejidad de la elección de los actores revolucionarios por uno u otro modelo y por unas u otras fuentes filosóficas de inspiración está encerrada toda una visión de la revolución que están protagonizando y de su propio papel como actores políticos.

II. Comenzando por las afinidades que llamamos interculturales, las que, sin ser decisivas, seguramente han desempeñado un papel, recordemos que efectivamente los inicios del siglo xix rioplatense están intensamente marcados por el impacto de la cultura francesa.5 Entre quienes prefieren no problematizar el campo de la construcción de dichas afinidades, la razón que insisten en señalar es simplemente la mayor disponibilidad de los textos de origen galo, aunque no se trata, creemos, de una explicación sencilla. Sabemos que la prensa de la Revolución Francesa había venido llegando a España de manera oblicua pero inevitable, y sabemos también de la posibilidad de que haya sido este impacto simbólico primero en tierra hispana el que impulsa el traslado de noticias y papeles (pasquines, periódicos, libros) hacia las tierras americanas. Junto a estos datos, se acumulan empero las evidencias del celo que puso la Corona para levantar un «cordón sanitario» que impidiese la llegada de cualquier novedad a las colonias ultramarinas. Censurados y prohibidos en el Index inquisitorial, los textos de Rousseau, por ejemplo, no deben haber sido de fácil hallazgo, y su circulación no debió hacerse de otro modo que «bajo la capa»6 desde comienzos del siglo xix

En relación con la recepción de Locke, a su vez, la escasez de menciones explícitas a su obra política por parte de nuestros intelectuales de los inicios de los años diez, podría completar su explicación con un argumento brindado por la más reciente historiografía británica, que ha decidido recortar la fama del Locke político, en su propio tiempo, llegando a proponer que las repercusiones y el impacto del Segundo Tratado de 1690 no habrían ido más allá de la vida de su autor (Cf. Dunn, 1957), impacto entonces breve, si recordamos que Locke muere en 1704. Mientras tanto y tal vez desafiando la versión referida a esa presunta insignificancia europea, es notorio el impacto de Locke en el ambiente norteamericano, tanto como para que, por ejemplo, William Adams al ingresar en Yale en 1726 declare estar acompañado intelectualmente por Locke, John Adams reconozca haber frecuentado la doctrina política de Locke a la que adhiere y Thomas Jefferson declare que Bacon, Locke y Newton han sido los tres hombres más grandes que el mundo produjo (Cf. Miller, 1953). ¿A qué se debe la incomunicación de esas fuentes y esas admiraciones entre los americanos del Norte y los del Sur?

De hecho, en términos generales, el campo de la recepción rioplatense de la doctrina lockeana pone el énfasis en los trabajos gnoseológicos. Son, efectivamente, las ideas del Ensayo sobre el entendimiento humano, y no las de los Tratados sobre el gobierno (ambos publicados, más o menos, en 1690), las que aparecen más aludidas entre los intelectuales de Buenos Aires a inicios de la revolución, preferentemente además en su versión francesa (Cf. Alberini, 1966).

Efectivamente, Locke —maestro de los actores estadounidenses, mentado autor de la Constitución de Carolina de 16697— es conocido en el sur de América prioritariamente por su producción gnoseológica empirista, arrastrados los actores por el impacto del Ensayo..., pasado a su vez por cedazo francés. En relación con este último dato, valga recordar la sonora aprobación francesa de las nuevas corrientes inglesas, de la cual hay numerosos testimonios. Las Cartas filosóficas de Voltaire, por ejemplo (conocidas como «Cartas inglesas»), cuya decimotercera está especialmente dedicada a Locke, festejan la refutación empirista de la noción de ideas innatas proveniente del cartesianismo.8 Condillac es quien después, también en el xviii y totalmente imbuido por la filosofía inglesa y lockeana, produce una reflexión gnoseológica sensualista,9 repartida en libros muy leídos y aludidos tanto en España como en las españolas comarcas sudamericanas. En la Península, a su vez, es Gaspar de Jovellanos —el asturiano liberal, luego miembro de la Junta Central española, tan citado por los criollos de principios del xix— también un buen seguidor de la filosofía empirista inglesa, y de su derivación francesa.

De todos modos, para la elite intelectual rioplatense la novedad filosófica de Locke quedó circunscripta a sus planteos empiristas y no incorpora sus soluciones iusnaturalistas de los problemas de la convivencia. Así y todo, y en relación con las novedades del empirismo, el más leído será el francés Condillac, o por lo menos el que se estudia más minuciosamente. Porque, aun cuando conociesen la lengua inglesa, tratándose de Gran Bretaña optan por «beberla en vaso francés» y, en última instancia, demuestran estar más abiertos al empirismo (lockeano) que reproduce el mencionado Condillac.

Sobre la preferencia por la cultura francesa y, al revés, la reticencia rioplatense a la recepción de la filosofía política británica,10 y aunque deberíamos limitarla al círculo no masónico,11 estamos persuadidos de que la cultura francesa —en su doble función de fuente y de cedazo de las novedades filosóficas europeas— debe esa relevancia a la nada sencilla relación de nuestros intelectuales católicos de las primeras décadas con el mundo protestante. Para explicar de manera más activa aquellos gestos intelectuales de los actores rioplatenses de los esos años, esto es, para pensar esta doble situación, referida tanto al tipo de lectura que elige ser indirecta, como a sus prioridades temáticas, proponemos como criterio global algo que también hemos constatado: para los más católicos del mundo hispano, aquí americanos, la admiración por la cultura inglesa no fue algo que pudiese exhibirse sin reparos. El problema que debían enfrentar, creemos, era el de la diferencia religiosa, y en este nivel las negociaciones no debieron ser tan permitidas, o, al menos, no podían ser demasiado públicas.12

Según hemos señalado en otros trabajos, el vínculo con Gran Bretaña, en aquellos años, no podía escapar a la tensión entre la admiración declarada por su sistema político —que comparten con la Francia misma—,13 un similar entusiasmo puesto sobre las novedades filosóficas del empirismo de la misma cuna, contra una cierta prevención ideológica frente a las que eran consideradas «sectas» del protestantismo,14 recelo que aparece en los textos, a veces, y en general de modo oblicuo.15 Porque, en el ámbito de lo que históricamente había venido siendo un proyecto conjunto del Estado y la Iglesia, como era el Imperio español poscolombino,16 hasta la tarea de la Inquisición pudo ser merecedora de reconocimiento público de boca de un actor revolucionario como el Deán Gregorio Funes, cuando de lo que se trató fue de contrarrestar los riesgos del «veneno de la incredulidad» (Cf. Funes, 1944: 321-322), el mismo veneno que, sin ir más lejos, podría estar remotamente destilando algún capítulo aislado del libro de Rousseau que debió ser censurado por el Secretario del primer gobierno revolucionario, Mariano Moreno, a su vez el primer funcionario criollo que hace publicar en una imprenta oficial El contrato social para que sea leído en las escuelas de Buenos Aires. Pensado así, no solo es comprensible que la evocación gnoseológica que el abate Condillac formula de las novedades empiristas de Locke pueda ser asumida entre algunos de los nuestros17 de modo menos problemático, sino también que Moreno, tras confirmar su decisión por la «línea Rousseau», ampute en la reimpresión porteña de El contrato social el último capítulo, con la justificación de que «el autor tuvo la desgracia de delirar en materias religiosas».18

Otro hecho curioso también mencionado por la historiografía es que Moreno, interesado en las estrategias organizativas que se habían seguido en las ex colonias del Norte, realiza la traducción de la Constitución de Filadelfia y la incluye entre sus papeles privados. No suele aclararse que la traducción que Moreno realiza no procede del original inglés, sino de la versión francesa hecha por Condorcet, aunque nunca podrá saberse de manera definitiva si esto se debió a esa búsqueda de la legitimación francesa, o solo al precario manejo de la lengua inglesa por parte del Secretario.19

Concretamente sobre el tema de la censura del último capítulo en la edición porteña de El contrato social ordenada desde el gobierno por Moreno, valga agregar, como excursus, que en realidad el problema que afronta la filosofía de Rousseau no es la religión en general ni la católica en especial, el problema de Rousseau es político, y por lo tanto en ese capítulo se refiere al papel político de la Iglesia católica. Aunque reconoce entonces la necesidad de la religión para la construcción de la ciudadanía, quiere hacer pública su crítica a la competencia que la Iglesia como institución le plantea al orden en el Estado. Sabiendo, con Hobbes, que es imposible obedecer dos leyes, la del Papa y la del soberano, toma la decisión de declararse en contra de la ingerencia terrena de la autoridad de Roma. No otra cosa expresa en el último capítulo de El contrato social, el que lleva por título «De la religión civil».20

La curiosidad de esta famosa mutilación del texto salta a la vista cuando consultamos escritos privados suyos, como el que se titula «Estatua del Papa quemada en el Jardín de la Revolución, el 6 de abril de 1791» (Cf. Dürnhöfer: 55), publicado tardíamente. Moreno justifica allí la quema pública de una estatua del Pontífice de Roma, en París, y encara una crítica durísima al Papado y a los Papas, a quienes tilda de «monstruos».21 Tratándose en este caso de la confrontación de un papel privado (este último), con otro público, como lo es el prólogo a la edición de El contrato social, la única explicación viable frente a lo que aparece como una contradicción flagrante es contextual. Porque debió haber ciertas posiciones anticlericales que Moreno, aun convencido, pudo haber estimado que no convenía hacer públicas, dado que ni el complicado orden político, ni los lectores potenciales las hubiesen podido tolerar.

En síntesis y para cerrar provisoriamente este tópico, en las tierras americanas del extremo Sur, esa tal vez clandestinizada admiración política por el sistema inglés, cuando la hay, no generó —salvo menciones aisladas— ninguna lectura revolucionaria de los textos políticos de Locke, ni ninguna declaración intensa de adhesión a su justificación de la desobediencia. Como dijimos, puestos a defender la vía revolucionaria, y puestos a convocarla, los jacobinos rioplatenses de los años iniciales de la revolución optan por proclamarse roussonianos, y leer los derechos humanos no en su versión lockeana, sino en la clave de Rousseau.

III. Hechas entonces estas observaciones y puestos a trabajar sobre la recepción de Jean Jacques Rousseau en el discurso jacobino de la Revolución en el Río de la Plata (especialmente, en estas páginas, en Moreno y en Monteagudo) la labor debió dirigirse a profundizar en esos modos en que Rousseau era leído en estas tierras y las hibridaciones que resultaban de su recepción por parte de esta cultura católica de tradición intelectual suareciana, a la hora de validar el gesto de la desobediencia política.

La tarea de relevamiento de las huellas de Rousseau en el xix argentino ha recibido algunos aportes. Luego de los trabajos de Ricardo Levene (Levene, 1923), fue Guillermo Furlong, en 1952, quien se ocupó del tema, dentro de la producción de la historiografía católica de los años cuarenta y cincuenta del siglo xx. Ambos autores estuvieron poco dispuestos a aceptar que tal adopción declarada del credo roussoniano por parte, por ejemplo, de su defendido Moreno hubiese sido sincera, e insistieron en la profunda formación hispana del Secretario de la Junta. Fue Tulio Halperín Donghi, en 1961, quien matizó aquella perspectiva, y propuso una visión más verosímil, que intenta además no caer en la paradoja de desvalorizar en su verdad las declaraciones de un personaje que tanto se estaba tratando de ensalzar política e intelectualmente (Cf. Halperín, 1985). Después de los trabajos de Noemí Goldman (Cf. Goldman, 1992), el historiador José Carlos Chiaramonte ha reabierto el tema, en un libro aparecido en 2004. Nuestra investigación se propone continuar también el estudio de esa recepción, dándole un lugar mayor al análisis meticuloso de las fuentes filosóficas para no caer en la repetición de ciertos clichés que no indican otra cosa que una antigua y tradicional indiferencia por el conocimiento más profundo de dichas fuentes.

Se ha dicho que en las ideas (ilustradas, roussonianas o más) no está encerrada «la causa» de la Revolución, porque los libros no hacen revoluciones. En el caso de la Independencia rioplatense, una historiografía renovada (Cf. Halperín: 1985; y Guerra, 1993) ha demostrado que la crisis de obediencia, cuyo estallido rioplatense acontece en 1810, puede comprenderse de manera más completa si se la vincula a la crisis general de la monarquía absoluta española. Además, en estas posesiones hispanas ultramarinas las invasiones inglesas de 1806 habían dejado como saldo una experiencia de organización militar que también aportará confianza a la posterior conciencia revolucionaria, cuando decidan combatir.

Lo cierto es que llegadas a las colonias las noticias de la invasión napoleónica a España y las ominosas abdicaciones de Bayona (hecho inédito en la historia de las monarquías europeas en general),22 comienza a instalarse una atmósfera de inquietud que algunos hechos posteriores tornarán crucial. Entre ellos, la convocatoria a enviar representantes americanos a las Cortes peninsulares —y la insoportable desigualdad de número entre españoles peninsulares y españoles americanos— produce un efecto de agravio que, a la postre, habría de impactar en la política toda.

En la búsqueda de una soberanía de reemplazo a la monárquica íbera, las ideas filosóficas ofrecieron sí lo que siempre saben ofrecer: escenarios alternativos de salida para la crisis. En esta búsqueda de «lecciones de Modernidad» (Cf. Myers, 2004), los intelectuales rioplatenses decimonónicos recurren mayoritariamente, dijimos, al modelo francés, y a ese tipo de revolución total que se autocomprende como creación ex nihilo, es decir, tal como la de Dios, desde la nada. Los ilustrados en los inicios revolucionarios, en este Sur, piensan que les ha tocado ser parte de una sociedad inculta y poco consistente, donde las acechanzas de la anarquía y del despotismo son el riesgo mayor, donde no hay nación ni comunidad preexistente y donde no se podrá construir la verdadera república si no se construye a la par la virtud ciudadana. A esa mirada política que solo ve el desafío y la oportunidad del «desierto», le convendrá un modelo revolucionario que repita el gesto teológico creacionista, es decir, que decida construir una república desde la nada.

IV. Cuando intentamos recuperar la mirada rioplatense puesta sobre la solución francesa, en los inicios del xix, nos encontramos con el enorme impacto que le cupo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, que venía a sumarse a la norteamericana. Ni más ni menos que el espíritu de esas mismas Declaraciones es lo que de allí en más transformará para siempre lo político —esto es, el principio de institución de lo social— en la sociedad moderna.23

La noción de derechos humanos universales y naturales entendidos a la manera moderna24 resulta en sí revolucionaria, en tanto pone a los individuos ante una génesis imaginaria de la convivencia donde la obediencia aparece como voluntaria y cualquier forma de Estado, por ende, como artificial y derivado. En la mentalidad política de la elite intelectual morenista, la noción de Derechos (naturales) del Hombre reenvía a la doctrina de Rousseau, tal como había sucedido en el círculo del jacobinismo en su cuna francesa, y son los jacobinos rioplatenses quienes más apelan a la idea de derechos para convocar a la revolución. Porque más allá de los esfuerzos de los Borbones españoles por impedir el paso de las noticias sobre los infortunios de los parientes de París, las novedades, dijimos, llegaban clandestinamente a los dominios hispanos (Cf. Caillet Bois, 1941 y 1929) y se difundían al calor del interés que iban despertando. Tanto los esclavos de las posesiones francesas de América como los marinos y corsarios que llegaban a los puertos de ultramar, eran (por buenos motivos) sospechosos de propagar esas ideas prohibidas en este mundo relativamente tranquilo, que había sido testigo del devenir independentista de las colonias del Norte. Lo cierto es que alrededor de la consigna de libertad, ya en 1795, alguna afrancesada insurrección fue sofocada a tiempo en Buenos Aires, y sus responsables deportados o encarcelados.

En España, a su vez, iniciado el siglo xix, la familia reinante y el «preferido de la reina», Godoy (responsable precisamente de la paz de Basilea con los franceses), no eran los más indicados para resistir el poder galo —a la sazón napoleónico— y las posteriores renuncias de Bayona les dieron la razón a quienes avizoraban una defección. El año 1808 marca así el inicio de una época de acefalía que sería crucial para el mundo hispano, donde revolución metropolitana y revoluciones anticoloniales se producirían a la par, en lo que había sido una unidad política bastante homogénea (Cf. Guerra: 1993).

Es probable que, en el campo de los hechos, aquellas redes visibles o clandestinas de comunicación con las conmociones francesas sean el vehículo de llegada a América del Sur de textos explicativos o propagandísticos de la revolución. En ese nivel, la aparición en Córdoba de algún ejemplar de El contrato social en diciembre de 1810, tal como informa un autor (Cf. Caillet Bois: 1929), no requeriría más explicaciones. Lo que queda sin explicar, repetimos, no es la llegada en sí, sino los entusiasmos expresos en la adopción de la filosofía de El contrato..., conociendo además que la Revolución Francesa no estaba siendo recibida a nivel global con idénticos entusiasmos. No olvidemos que los criollos que siguieron con atención los sucesos franceses, habían interpretado como un asesinato la muerte del último Capeto, y la persecución al clero francés, obviamente, nunca hubiese podido ser mirada con ojos indiferentes por una sociedad de tradición católica como la rioplatense. En suma, estos revolucionarios de la primera década del siglo, habiendo repudiado el regicidio y el Terror, estaban además reaccionando en contra de la invasión napoleónica de 1808. Declarados lectores de Rousseau, poco tiempo después lo serán de la obra filosófica de Benjamin Constant, el pensador lausanés que polemiza con el ginebrino y uno de los primeros liberales preocupados por terminar, en Francia, una revolución que parece destinada a no permitir ninguna construcción estable del orden.

Las investigaciones dedicadas a relevar la llegada de las ideas de Rousseau a Hispanoamérica (Cf. Spell, 1935: 260-267; y 1969.), han constatado que todos sus trabajos publicados antes de 1764 entraban en las colonias sin mayores dificultades;25 de este modo, los habitantes del mundo colonial americano estuvieron en condiciones de conocer esa doctrina sin demasiados inconvenientes antes de la Revolución, visto además que los libros recién habían sido prohibidos en España, precisamente en 1764, y en Roma en 1766. Pero si, al principio, una lectura desprevenida de Rousseau entre los más liberales —o los simples amantes de la novedad— pudo haber sido tolerada por la corona hispana,26 luego de la deriva de las dos famosas revoluciones y sus respectivas Declaraciones de Derechos, su sola mención comenzó a significar una verdadera herejía. Aún así, y luego de haber ingresado en el Index, la bibliografía roussoniana siguió siendo de todos modos requerida con creciente interés y su arribo se produjo no solo gracias a los viajeros peninsulares y americanos, sino también a los contrabandistas, que obtenían ganancias nada despreciables con el negocio de los libros prohibidos.

Si venciendo esas censuras y esos reparos el credo roussoniano despertó tal entusiasmo como para que la declaración de adhesión pudiese convertirse casi en un lugar común, no podemos dejar de sospechar la identificación que pudieron establecer los actores con el horizonte simbólico de referencia del ginebrino. Es decir, como los anteriores franceses, los revolucionarios rioplatenses efectivamente concluyen, gracias a Rousseau, que solo podrían establecer una república amasando, sobre una materia social que parece impregnada de barbarie, una sociedad nueva. Como elite intelectual, no tuvieron luego dudas de que esa labor de «demiurgos» les correspondía.

Así surgen, en los periféricos mundos del Sur, figuras como Francisco de Miranda, Simón Rodríguez, y a través de Rodríguez su discípulo Simón Bolívar, tal vez el más conspicuo representante del pensamiento de Rousseau en el Sur de América.

V. Digamos entonces que el gesto activo de preferencia de los revolucionarios morenistas por el sistema del republicano Rousseau estuvo, a nuestro ver, también marcado por esos elementos teóricos adicionales, referidos a una fusión de horizontes mayor con el roussonismo que la que podía imaginarse con el sistema político lockeano. Entre dichos elementos, no es menor la ventaja teórica que otorgaba la idea de una revolución ex nihilo como la de El contrato... para pensar las reticencias de la sociedad virreinal a las políticas modernizantes de la propia elite letrada, y la «misión» que esa elite se autoadjudicaba en la forma de pedagogía pública de unos derechos que parecían haberse olvidado por efecto de los trescientos años de dominación.

Las revoluciones que señalan el ingreso27 al mundo de valores y significaciones de la sociedad moderna, se autoconcibieron todas como resultado de la reivindicación del derecho natural, reconociéndose por eso, para alguna crítica, como «revoluciones filosóficas» (Cf. Habermas, 1997). Más allá del carácter obviamente discutible de esta calificación, cierto es que el producto principal de este ciclo revolucionario —cuyos mayores ejemplos están en la Revolución norteamericana y la francesa— fueron las dos Declaraciones de Derechos, inspiradas en John Locke y en Jean Jacques Rousseau, respectivamente.

La diferencia entre ambas revoluciones (y sus respectivas Declaraciones), vistas éstas desde su matriz filosófica, es importante y una abundante bibliografía reparte sus preferencias entre una y otra, según los parámetros con los que son valoradas.28 Evaluaciones aparte, para nosotros es significativo reconocer que la diferencia fundamental se asienta en el tipo de transformación que se quiere llevar a cabo en cada caso, en conexión con el tipo de legitimación filosófica al que se apela. Para decirlo en lenguaje actual, es crucial definir cuáles son los usos que cada doctrina —la de Locke o la de Rousseau— posibilitó, y cuáles pudieron quedar pendientes, tras los que no hubieran estado disponibles en modo alguno.

Los Bills of Right y su fuente lockeana, pensados en general, nos permiten reconstruir una imagen de revolución pensada para incidir escasamente en el devenir de la vida social, la que, a grandes rasgos, funciona de tal manera que los derechos parecen estar ya instalados en el sentido común de los individuos. En ese mundo ordenado de propietarios y ciudadanos, hijos todos de la Reforma religiosa, la igualdad se expande capilarmente por el tejido social de un modo diríamos casi «natural»29 y la libertad moderada que denominábamos «inglesa» es un derecho reconocido desde antiguo. La revolución solo debe dirigirse a solucionar tensiones en el marco estricto de la dependencia colonial, provenientes en lo principal de la subordinación económica, pero donde la herencia atesorada en la tradición británica de origen es vivida como un legado social que vale la pena conservar.

Otra es la escena y otro será el destino de las revoluciones de inspiración roussoniana. Tanto Rousseau como Hobbes, en el xvii inglés, conciben en el Estado la solución de una situación de desquicio social, no importa aquí si natural o devenido: en el modelo hobbesiano, sabemos, la guerra es condición del estado de naturaleza, y en el modelo del ginebrino, la sociedad corrupta deviene de la suscripción de un primer pacto injusto. Aunque no nos detengamos ahora en detalles que pudiesen encaminar nuestro análisis hacia Hobbes (autor que fuera estigmatizado por diversas razones, en su época, en buena parte de la lectura americana e incluso europea30), vale remarcar que una solución política y social que buscase inspiración en ese modelo filosófico creacionista (de corte hobbesiano o roussoniano), debería estar sostenida en una implacable conciencia crítica, disconforme con el tipo de comunidad a la que se pertenece. De hecho, la Revolución Francesa tiene como objetivo, precisamente, no un pacto con el pasado, ni la preservación de cierta estabilidad de una convivencia tradicionalmente apacible como la de la América británica, ni el perfeccionamiento de las antiguas libertades. Su objetivo mayúsculo es el de crear, sobre un horizonte social desquiciado, contra el pasado y contra el régimen político, una nueva Ciudad para la convivencia. De la identificación en estos aspectos con esa forma de conciencia revolucionaria por parte de nuestros criollos surge un posible motivo para sumarse a la opción por la «línea Rousseau»,31 o, mejor dicho, por la versión de Rousseau ya ensayada por el grupo jacobino de la Revolución Francesa. La conciencia, no siempre declarada, de estar ante una situación de flagrante carencia de pasado y de tradición, es decir, tener la sensación de una peligrosa suma de oscura herencia hispana y esa inconsistencia social que alguna generación posterior describiría con la metáfora de desierto, pudo ser el elemento que definió la elección de un marco doctrinario creacionista como el roussoniano.32

Pensando en las facilidades locales que les ofrecía esta línea teórica, es inevitable reparar en que también les daba la oportunidad de legitimarse públicamente como elite intelectual preparada para un tipo de intervención que tomaba la forma de una pedagogía social de los derechos. Los hombres del grupo ilustrado jacobino pueden representarse así la expansión revolucionaria, dijimos, como un operativo (o mejor, como una «misión») de despertamiento de la conciencia de los derechos.