Gabriel García Márquez a 40 años del Premio Nobel - Varios Autores - E-Book

Gabriel García Márquez a 40 años del Premio Nobel E-Book

Autores varios

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Beschreibung

La entrega del Premio Nobel de Literatura de la Academia Sueca a Gabriel García Márquez en 1982 trajo para Colombia un momento de gran significación; 40 años después este libro vuelve sobre las resonancias e irradiaciones de ese acontecimiento mayor de la memoria y cultura colombianas. Los diferentes trabajos que lo componen, escritos por suecos y colombianos, abordan no sólo antecedentes y aristas de ese momento sino también temas de la narrativa del escritor colombiano desde claves de lectura contemporáneas. El libro está dividido en dos partes. La primera, "García Márquez-Suecia", contiene testimonios, análisis y perspectivas que permiten aquilatar y resignificar la atribución del Nobel al escritor colombiano; la segunda, "En coordenadas garciamarquianas", nos brinda análisis de textos particulares de la obra del colombiano en época en que decae la perspectiva magicorrealista para dar lugar a análisis que se preocupan más por los contextos literarios, filosóficos, históricos y político-culturales cuyo conocimiento permite nuevas valoraciones de esta obra literaria leída en todo el mundo.

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Vásquez Lopera, Julián

Gabriel García Márquez a 40 Años del Premio Nobel.

Lectura desde Suecia y Colombia / Julián Vásquez Lopera, Juan Moreno Blanco, Editores.

Cali : Universidad del Valle - Programa Editorial, 2022.

332 páginas ; 24 cm -- (Institucional - Estudios Literarios)

1. García Márquez, Gabriel, 1927-2014 - 2. Premio Nóbel de Literatura - 3. Cien años de soledad - 4. Historia y crítica - 5. Análisis literario - 6. Literatura Colombiana

809.3 CDD. 22 ed.

V335

Universidad del Valle - Biblioteca Mario Carvajal

Universidad del VallePrograma Editorial

Título: Gabriel García Márquez a 40 años del Premio Nobel.Lecturas desde Suecia y Colombia

Editores: Julián Vásquez Lopera, Juan Moreno Blanco

ISBN-EPUB: 978-958-507-004-2 (2023)

ISBN: 978-628-7566-68-2

ISBN PDF: 978-628-7566-69-9

DOI: 10.25100/peu.7566682

Colección: Institucional-Estudios Literarios

Primera edición

© Universidad del Valle

© Editores

Imagen de portada: Gabriel García Marquez con Artur Lundkvist, Estocolmo, diciembre de 1982. Fotografía de Patricio Salinas

Diseño y diagramación: Hugo H. Ordóñez Nievas

Corrección de estilo: Luz Stella Grisales Herrera

_______

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. El autor es el responsable del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, diciembre de 2022

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

Bogotá, 1981.

Fotografía de Hernando Guerrero.

 

PRÓLOGO

En 1982 la Academia Sueca otorgó el Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez. El escritor colombiano lo recibió el 10 de diciembre del mismo año de manos de Carlos XVI Gustavo, rey de Suecia. La ceremonia de premiación tuvo lugar en el Konserthuset, de Estocolmo. Este libro que publicamos cuarenta años después quiere celebrar el aniversario de dicho acontecimiento así como el notable lugar que desde entonces ha seguido adquiriendo la obra de Gabriel García Márquez en el devenir de la cultura literaria, dentro y fuera de Hispanoamérica.

Hemos reunido en el presente volumen trabajos inéditos y traducciones del sueco hechas para esta efeméride. La primera parte la forman textos que dan cuenta de las circunstancias históricas, literarias e ideológicas en que se tejieron, muy tempranamente, las relaciones de amistad del escritor colombiano con intelectuales y políticos suecos, más concretamente con el entonces primer ministro Olof Palme (asesinado en 1986), el diplomático Pierre Schori y el escritor, traductor y crítico literario Artur Lundkvist. Otro importante elemento contextual que abordamos en la primera parte atañe al fenómeno sociológico y literario de la recepción de la ficción del aracatero que empezó a tomar forma en el ámbito cultural sueco durante las décadas de 1970 y 1980. Sobra recalcar que dicho fenómeno aún prosigue.

La segunda parte la constituyen abordajes misceláneos, todos inéditos, sobre la escritura garciamarquiana; ellos muestran la diversidad de lecturas contemporáneas de esta obra a la vez que su perdurabilidad e importancia en el presente. Nos pareció necesario poner como preámbulo de esta conmemoración, que es también celebración de un gran momento de la memoria colombiana, una versión del texto que comenzó a escribir el escritor vallecaucano Fernando Cruz Kronfly aquel día de octubre de 1982 en que fue de público conocimiento el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura al creador del universo Macondo.

Este libro cuenta con valiosos testimonios fotográficos. Por un lado, las fotografías que el chileno Patricio Salinas tomó en la casa de Artur Lundkvist, en los primeros días de la estadía de García Márquez en Estocolmo, en diciembre de 1982. Por otro, algunas piezas del legado fotográfico de Nereo López (1920-2015); unas del García Márquez bogoteño en los años setenta, y otras tomadas cuando el fotógrafo hizo parte de la delegación colombiana que acompañó al laureado en Estocolmo. También ilustran este libro las fotos del caleño Hernando Guerrero que capturó con su cámara instantáneas del escritor entre 1981 y 1982.

La concreción del presente proyecto fue posible gracias a la coordinación de personas que en Suecia y Colombia elaboramos crónicas, traducciones y atisbos interpretativos en torno a los contextos y la significación de este Premio Nobel y este legado de la cultura escrita colombiana. Esperamos con ello contribuir a la valoración y memoria de la obra y la persona del hijo mayor del telegrafista de Aracataca.

Julián Vásquez Lopera, Universidad de EstocolmoJuan Moreno Blanco, Universidad del Valle

CONTENIDO

LA SOLEDAD DEL NOBEL

Fernando Cruz Kronfly

PRIMERA PARTEGARCÍA MÁRQUEZ - SUECIA

EL POLIFACÉTICO ARTUR LUNDKVIST EN LA CONCESIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Javier Claure Covarrubias

CIEN AÑOS EN COLOMBIA

Artur Lundkvist

RETRATO CALEIDOSCÓPICO DE UN DICTADOR

Artur Lundkvist

DOS LIBROS DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Anders Cullhed

EL DISCURSO DE GARCÍA MÁRQUEZ AL RECIBIR EL PREMIO NOBEL

Inger Enkvist

GABO Y SU DISCURSO DEL NOBEL: LA CIFRADA ARS POETICA DE SU CUENTÍSTICA

Michael Palencia-Roth

ADIÓS PAPÁ GRANDE

Lasse Söderberg

MIS PRIMEROS ENCUENTROS CON GABO Y SU AMÉRICA LATINA

Pierre Schori

ABIGARRADO

Lina Wolff

MEMORABILIA DE GABO EN EL MUSEO DEL PREMIO NOBEL

Martha Bojassen

LA PRENSA SUECA Y “GABO”: APUNTES PARA UNA HISTORIA DE LA RECEPCIÓN DE LA OBRA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ EN SUECIA

Julián Vásquez Lopera

CON GARCÍA MÁRQUEZ EN ESTOCOLMO: CRÓNICA

Julián Vásquez Lopera, María Denis Esquivel

SEGUNDA PARTEEN COORDENADAS GARCIAMARQUIANAS

LA FIGURA DEL CHIVO EXPIATORIO Y LA ERUPCIÓN DE LO OMINOSO EN LA PELÍCULA PRESAGIO

Carlos-Germán van der Linde

UNA MIRADA A LA ADAPTACIÓN CINEMATOGRÁFICA DE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA

Adolfo Cardona Guevara

GARCÍA MÁRQUEZ, DIÁLOGOS CON SUS OTRAS PALABRAS

Carmiña Navia Velasco

LA DIMENSIÓN DE LO MUSICAL EN GARCÍA MÁRQUEZ

Hernán Toro

UNA EXPERIENCIA DIDÁCTICA EN EL AULA DE SECUNDARIA PARA LA ENSEÑANZA-APRENDIZAJE DE LOS CUENTOS MORTUORIOS DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ: PROYECTO GABO WAYÚU

Esther Salazar Montiel

EFIGIE HUMANA Y FATUM EN LA LITERATURA GARCIAMARQUIANA

Juan Moreno Blanco

EL DESCUBRIMIENTO DE LO SUBLIME EN LA ESCRITURA TEMPRANA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Eric Rodríguez Woroniuk

“OJOS DE PERRO AZUL” —DIÁLOGO CON BORGES—

Ángela García

CRÓNICA DE UNA HISTORIA INCONCLUSA: LA “MUERTE ANUNCIADA” EN LA TRAYECTORIA DE GARCÍA MÁRQUEZ

Nadia Celis Salgado

HETEROTOPÍAS Y GÉNERO EN “SÓLO VINE A HABLAR POR TELÉFONO” DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Elizabeth Montes Garcés

AUTORES/AS

FOTÓGRAFOS

NOTAS AL PIE

Con el manuscrito de Crónica de una muerte anunciada en su casa de Bogotá, 1981, durante el proceso editorial de la novela cuya publicación (Oveja Negra, 1981), según varias versiones, motivó a la Academia Sueca a atribuirle el premio Nobel el año siguiente. En la pared izquierda, el autorretrato de Alejandro Obregón.

Fotografía de Hernando Guerrero.

 

LA SOLEDAD DEL NOBEL1

Fernando Cruz Kronfly

En un país como el nuestro, cuando sólo restan diez y siete años para que comience a correr la cuenta del siglo XXI y donde aún se rumora, como en los tiempos de Bougainville, que existen aves negras capaces de penetrar hasta el corazón de las ballenas para comer de él y regresar de nuevo a los manglares donde viven a ciegas, obtener un reconocimiento de dimensiones universales es un asunto que se recibe por todos con una explosión de júbilo y una algarabía de tambores y de trompetas. Fuimos colonia, desde los tiempos lejanos en que los pájaros sin patas del paraíso empollaban sus huevos sobre la espalda de sus machos en medio del mar, y todavía lo seguimos siendo de un modo aún más hondo: sin darnos cuenta. Pues, en momentos en que agoniza el siglo XX, nuestro país todavía sonríe, cándido, en el balcón del mundo, más atrás de la fila de los grandes y de los medianos, mostrando su fresca sonrisa de muchacha de boleros de tafetán y de dientes manchados de caries, debajo del gran mantel ensangrentado de la opulencia. Pues, si en el reparto de los honores universales nada, o muy poco nos había correspondido, todo reconocimiento de ese orden tiende a devenir con el agradable acento de una fundación identitaria entre los árboles vírgenes, de un paso en firme en el difícil proceso de afirmación de nuestro pueblo que duda hasta de su propia identidad cultural, si es que acaso ella existe, y que se burla de sí mismo antes de que otros lo hagan por él.

Quizás por ese motivo de pena, aquel día de octubre de 1982, cuando bajo la ducha del amanecer escuché la noticia del Nobel por la radio, de inmediato vi la imagen de Gabo coronada, la imagen del país con su guirnalda de hojas de laurel en sus sienes, nuestra propia imagen. ¡Ganamos!, me dije. Fue aquel un pensamiento limpio, espontáneo, capaz de convocar en el instante aquel viejo tumulto de imágenes ligadas desde la infancia a nuestro universal anonimato, aquel tejido de recuerdos de décadas enteras de derrotas manifiestas, tácitas, de victorias morales que nuestra generación y varias de aquéllas que nos precedieron habíamos debido sufrir. Sólo conocíamos algunos triunfos, considerados por muchos como victorias menores, tal vez parciales. Las hazañas del atleta Álvaro Mejía en la misteriosa noche de San Silvestre, cuando Iemanjá se levantó, asombrada, sobre las aguas de aquel mar de plata relleno de flores, arropada ella con sus blancos tules esponjados por el viento del verano y aquellas hazañas ya habían casi desaparecido en el olvido. Después vendría Víctor Mora, con sus ojos de indio y aquel trotecito suyo de caballo de pastizales por los páramos gélidos. Y Pambelé, chapaleando en el fango de alcohol de su corona de luces y grandes sombras, asustado él con la piel del animal de su propia gloria, temblando por él, por todos nosotros, hablando cosas lentas y hondas, casi torpes de lo lindas, de lo humanas que fueron, porque ya casi ni se escuchan sonar en la memoria de quienes estuvimos militando al lado de su labio roto, de sus arcos de flores macerados en el último combate. Y, Cochise, también, y hasta Alfonsito Flórez en la reciente Vuelta al Porvenir, respondiendo por el prestigio de hombres que un día ayudó a fundar el poderoso pedaleo de Ramón Hoyos. Teníamos campeones de un instante. Grandes victorias aisladas, a veces malogradas, hasta suicidadas en el momento de su mayor fulgor. Pero no teníamos Nobel.

Varias décadas atrás, Fernando González el de Otraparte había sido propuesto por un filósofo europeo que se encandiló con su obra sin antecedentes en nuestro medio. Sin embargo, algunos académicos colombianos sintieron pánico, adelantaron en silencio sus pies y colocaron la zancadilla. Y allá, en Estocolmo, jamás se conoció la causa. Más tarde se habría de saber que aquellos académicos de la contrapatria estaban convencidos de que el otorgamiento del Nobel convertiría a Fernando González en un peligro mayor del que ya representaba entonces. Y todo se olvidó, se silenció y entró en el olvido. A cambio, nuestros académicos sugirieron a Menéndez Pidal. Y allá, en Estocolmo, quizás pensaron que aquello era el colmo, parpadearon y olvidaron el gesto.

Entretanto, otros pueblos de América Latina habían obtenido el Nobel literario. Con justicia o sin ella —asunto que el tiempo habría de dirimir—, pero de todos modos ahí estaba el pergamino, ahí la medalla como prueba del honor. También quedó la fotografía junto a los reyes de oro, en aquel salón de candelabros, colgando en el muro de la patria para eterna memoria. Y allí, puesta en el muro, podrían verla los hijos de los hijos, mostrando, descolorida, los instantes de aquel dulce pavor que después habríamos de vivir en carne propia cuando fue nuestro turno con Gabo ahí, nosotros mismos acá, del otro lado del mundo, a un costado de los académicos con sus bolas de naftalina en los bolsillos, junto al rey de oro, observando de reojo los ojos de la reina serena, sabia en su mesura como la más cauta de todas las mujeres, plantado él. Nosotros mismos con un ramo de flores amarillas en el centro de aquella alfombra de arenas movedizas del reino.

Todo esto lo habíamos imaginado muchos, lo habíamos casi soñado para nuestro país no sabemos por qué inexplicables motivos. Tal como lo volvimos a soñar varios meses más tarde, con un tono diferente pero con idéntica profundidad, aferrados a las piernas de Patrocinio Jiménez en el paso fugaz por la más elevada de las cumbres de hielo de los Alpes franceses. Y, quizás por eso, en aquella madrugada de octubre de 1982, cuando la voz de la radio anunció al país el otorgamiento del Nobel para Gabriel García Márquez, apagué de inmediato la ducha, me envolví en una toalla y bajé al bar. Y bebí, en ayunas, una copa. Sentía frío, estupor, una especie de alegría nacional suspendida de todo y de nada. Fui de nuevo a la radio, escuché otra vez el delirio de la noticia y me vestí. Fui a la universidad, y recuerdo que ese día, cuando ya eran las ocho de la mañana, los muchachos que habían dejado sus casas con las primeras luces del amanecer, aún no conocían la noticia. Ofrecí los sesenta minutos a conversar sobre la obra de García Márquez, sobre su significado. Y vi cuando, al final, muchos de ellos besaron la frente de sus compañeras, se felicitaron con palmadas en los hombros y sintieron, así fuese de un modo adivinatorio, aquello que algunos a falta de mejor nombre suelen denominar orgullo nacional. ¡Tenemos Nobel!, dijeron. Y lo dijeron tanto aquéllos que habían leído algo de la obra de García Márquez como quienes sólo sabían de su nombre entre los gallos de la media noche. Luego fueron a la cafetería de enfrente y pidieron cervezas, rosas de maíz, salchichas enlatadas, rumbas calientes y lunas de limón para el lomo de los vasos. Bebí con ellos mi segundo sorbo del día. Alguien alzó la voz, inventó un brindis y todos bebimos con los párpados bajos. Enseguida salí para el centro de la ciudad.

Ya para entonces la noticia era un animal de frescas carnes abiertas colgando en los llares de cada esquina, en sus ganchos, bajo cada lámpara apagada. Y se percibía el espejismo conmovedor de la gente, caminando un poco más firme que ayer, sonreída por dentro, afanosa de hallar alguna mirada de retorno. Tenemos Nobel, decían hasta quienes al ir a dormir la noche anterior tenían todavía la convicción de que la literatura no era más que un oficio de bobos acorralados por el fulgor de alguna pena escondida, tarea de desocupados peligrosos, de locos perdidos. Varios amigos que tropecé me felicitaron, tanto como yo a ellos. Y por un instante de rara intuición llegué a pensar en el terror y la violencia que empezaba a crecer detrás de tanta fragancia nacional. Después supe que eso mismo había ocurrido con otros narradores literarios. Pues, de repente, se producía en la ciudad informal, y hasta en aquel segmento de la población que despreciaba o simplemente ignoraba la literatura por motivos de higiene mental, una prodigiosa inversión: los hechos acababan de demostrar, para ellos, y así fuese por la gracia de su propio espejismo, que la literatura también podía ser un camino al cielo.

No importa que se tratase de un cielo de estiércol envuelto en papel de celofán y con un ramo de flores encima, como parece que lo es en el fondo toda gloria, independientemente de cualquier intención o voluntad. Pues, lo verdadero en todo aquello era que lo imaginario volvía de repente por sus fueros, la ficción por su prestigio de siglos, en un país en el que, aún hoy, cualquier ministro desprecia a los poetas o cualquier recomendación de un cacique de vereda vale más que un pensamiento limpio. Muchos no alcanzaban a comprender, o se resistían a hacerlo, cómo un oficio consistente en contar mentiras agoreras podía desencadenar aquella algarabía, semejante júbilo de trompetas desenterradas, de tambores polvorientos. Y, cómo ese mismo oficio de locos impertinentes, de bohemios perdidos merecía el interés de una academia de notables en un país gobernado por reyes de verdad.

Perplejidad que estalló en los mismos ojos encantados de la gente incrédula varias semanas después, cuando la televisión transmitió a todos los rincones de la patria los detalles de aquella recepción exclusiva ofrecida por la monarquía vestida con zapatitos de cristal y bombachas de seda, en honor de aquel pobre hombre atortolado del Caribe triste en su gloria, abandonado y solo como ninguno otro sobre la tierra, en el espacio casi nupcial del rey y de la reina de una de las sociedades del mundo con mayor capacidad para desnudarse en público. Allá, donde las camas traquean con el dulce vaivén del amor más que en ninguna otra parte del mundo en libertad. Sin embargo, en medio de aquella perplejidad, hasta los más escépticos lograron la certeza de que los académicos suecos tenían sus motivos de peso, sus razones para consagrar en la eternidad de las letras a un colombiano, hijo de un país vestido de tafetán rosado y con sus dientes incompletos; a un colombiano de palabras sueltas, agorero y supersticioso, de opiniones políticas peligrosas y a veces hasta confusas, pero de todos modos un poeta portentoso de la lengua castellana. Para nada importaba que ese colombiano no hubiese fundado una fábrica, o un banco sostenido desde lo alto por las garras de un pájaro rapaz, ni conseguido inventar jamás un objeto de técnica o de ciencia, ni hubiese desarrollado nunca los principios de un saber positivo. Se trataba, tan sólo, de un simple narrador acerca de lo que no existe, un cantor de ilusiones escritas. Un “poética”, como lo definió hace apenas unas horas un cerdo que asomó su trompa de exministro en la pantalla de la televisión en uno de los programas de la noche. Sin embargo, ¡qué poeta! Un verdadero narrador, tejedor de hondas mentiras como lo es todo escritor que se respete. Fábulas y mitos traducidos a más de treinta idiomas, cuyo autor se convertiría, misteriosamente para muchos, en uno de los hombres más importantes del mundo, aunque fuese durante la eternidad de unos cuantos meses. Pues, independientemente de cualquier consideración ética o estética con respecto a la institución misma del Nobel Literario, o con relación a quienes lo merecieron ahora como antes, resulta innegable que ella representa un valor de máxima significación para el imaginario colectivo de occidente respecto del arte y la ciencia.

En un universo de valores prácticos dominantes, como lo es el occidental en este fin de siglo, en el que la imaginación y la fábula, la ficción y el embaucamiento de la mejor estirpe narrativa deberían para muchos ceder ante el prestigioso de lo útil concreto, de la tecnología descomunal que fascina, atolondra y desconcierta, recuperar el valor antropológico de lo imaginario, su hondo juego de cartas en lo humano, se convierte en una cuestión fundamental. El pensamiento filosófico de occidente lleva invertidos varios siglos, quizás casi todos los de su historia coronada de honores, desarrollando los principios de una falsa oposición: razón contra fábula. La adorable loca de la casa, que es la imaginación, debería para muchos intelectuales permanecer escondida, amarrada en lo oculto para no ser motivo de vergüenza con sus disparates en el aséptico salón de las conversaciones profundas. Pues, se estima, casi como un principio del racionalismo de los últimos siglos, que los productos de la imaginería no son más que desperdicios del pensamiento, alucinaciones vergonzosas, simples desvaríos.

La moderna teoría del conocimiento, con excepciones luminosas, tanto como la teoría de las ideologías y de las ciencias, no han hecho otra cosa que ayudar a construir, a sistematizar aquella falsa oposición. Sin embargo y por fortuna, inevitablemente lo imaginario sigue ahí, intacto en lo hondo de lo humano, en el ejercicio de su prodigioso don de invención, de embaucamiento, no obstante la conciencia culpable del racionalismo que recomienda esconder a la loca de la casa en el último rincón. “El pensamiento occidental —dice Gilbert Durand (1982)—, y especialmente la filosofía francesa, tiene por tradición constante devaluar ontológicamente la imagen y psicológicamente la función de la imaginación, ‘maestra de error y de falsedad’. Con justo motivo se ha señalado que el vasto movimiento de ideas que, desde Sócrates y a través del agustinismo, la escolástica, el cartesianismo y el Siglo de las Luces, desemboca en la reflexión de Brunschvicg, de Lévy-Bruhl, de Lagneau, de Alain o de Valéry, tiene por consecuencia poner en cuarentena todo lo que considera como vacacional de la razón. Para Brunschvicg, toda imaginación —aunque sea platónica—, ‘es pecado contra el espíritu’. Para Alain, más tolerante, ‘los mitos son ideas en estado naciente’ y lo imaginario es la infancia de la conciencia”.

Pensar lo imaginario como mancha del espíritu, idea en estado naciente, niñez de la conciencia, es imponer a lo humano una absurda dicotomía: razón contra imaginación, razón contra poesía. No se pretende, por supuesto, que lo uno sea idéntico a lo otro, ni estéticamente preferible ni éticamente primordial. Franjas enteras del pensamiento científico se han delineado a partir de la aventura de la imaginación, y muchas obras de arte se han construido sobre los desarrollos del pensamiento científico. La diferencia existe y reside en los códigos de su lenguaje y representación del mundo. “Reducir la imaginación a la esclavitud —como decía Bretón (1924)—, aunque se trate de lo que burdamente se llama la felicidad, es sustraerse de todo cuanto hay, en el fondo de sí mismo, de justicia suprema. Sólo la imaginación me da cuenta de lo que puede ser, y eso basta para levantar un poco la terrible prohibición. Basta para que me abandone a ella sin temor a engañarme”.

Pero el pensamiento de Bretón, de Bachelard, de Gilbert Durand, para mencionar sólo unos cuantos, forma parte de una corriente que navega en sentido contrario, decorosamente, soportando el peso de la autoridad de siglos de prejuicios racionalistas. A todo lo cual el delirante desarrollo de la tecnología, tanto de los países capitalistas como de los autodenominados socialistas, ha venido adicionando aquello que Marcuse (1968) llamaba de algún modo “la exigencia social de eficacia”.

En estos tiempos, y por virtud de esa demanda social de eficiencia y eficacia, nadie más repudiado por inútil que un ser salido del rol que le ha sido asignado. Nadie capaz de producir más envidia, más rabia que un hombre situado al margen de la programación social de la eficacia. De este modo y por doble vía, la imaginación soñadora resulta en nuestro tiempo contraria a la marcha racional del mundo, irreverente, encantadoramente subversiva en relación con la naturaleza del mundo contemporáneo, que demanda de sus sujetos sujetados no sólo positivismo, rigor en aquello que piensan, sino eficacia de resultados mensurables en aquello que hacen. Oponer lo uno a lo otro, el rigor y la eficiencia contra el arte y la imaginación, ha conducido a la permanente e indebida devaluación de lo imaginario en el pensamiento y la acción práctica de nuestro tiempo.

Sin embargo, y de modo verdaderamente paradojal, el dramático desgarramiento del hombre moderno, exigido de este modo en contra de su natural y sustancial urgencia de sueños, lo obliga de repente a volver sus ojos hacia la literatura, hacia el arte, que hoy más que nunca constituyen uno de los pocos espacios donde aún es posible la transgresión, lo lúdico. Por ese motivo resulta reconfortante que, de repente, durante las lunas de octubre de cada año, en medio del pavor de una guerra cuya posibilidad demencial siempre es inminente y actual; bajo la neblina de la fumarola industrial y cuando los pobres seres humanos de nuestro tiempo corren afanosos para llegar puntuales a sus puestos en las oficinas, en sus fábricas; hombres y mujeres exigidos por el doble motivo de la racionalidad productiva instrumental tanto como por la demanda social de eficiencia de nuestro tiempo, los académicos del país del norte decidan abrir sus cajas de pandora, hablar como sabios y pronunciar los premios de la paz, de las ciencias todas. Y, también, los premios para el trabajo sobre el lenguaje, éxtasis de la imaginación que embauca, que juega. Cada año, entonces, al menos cada año la literatura deviene como un objeto de reconocimiento universal. Importa nada qué tan oficial termine siendo ese reconocimiento. Por cuanto de todos modos, en el hondo templo escondido que es cada quien en su soledad de lector, en su instante desgarrado, la literatura anidará y recibirá siempre la bienvenida de todos los días, como ocurre con los amantes de verdad en el cotidiano de su corazón.

No interesa tampoco que el escritor galardonado sea o no el mejor, que su obra responda unánimemente o no a las llamadas exigencias de la crítica. Pues aquello que verdaderamente alcanza significado, aún a riesgo de tener que pagar el precio del ritual oficial, es que la distraída de la casa pueda hablar en voz alta sus disparates, parpadear de nuevo en el balcón sin vergüenza alguna y llena de gloria, de flores y de alcohol, con su bata hasta los muslos y sobrevolada de mariposas de colores. Entonces, así sea durante una vez en el año en la programación social de las artes, la facultad de lo posible, como lo es la imaginación, puede volver a reír en las ventanas de los diarios del mundo, en las librerías y hasta en el corazón encendido del solitario que ama la literatura como su desgarradora pasión y enfermedad maravillosa de cada día.

Con un peligro, sin embargo. Un peligro ajeno a cualquier voluntad, a toda intención: el riesgo de que los jóvenes que ahora pudiesen estar despertando a la gloria de leer, a su alegría de escribir sus primeras cosas, llegasen a confundir la literatura con el poder, con la fama y el éxito, que no son lo mismo que el prestigio y el reconocimiento. Esos jóvenes deben saber que si algo merece ser destacado en García Márquez es su inmenso prestigio, coincidente con la indiscutible calidad de su obra, aunque tal vez no su fama o su éxito. Confundidos por la forma como lo uno se superpone a lo otro, los muchachos que hoy leen y escriben literatura jamás deberían percibir el arte como canal de promoción social o camino fácil a la gloria. Más que en el éxito, el escritor debe pensar en su obra.

En la literatura, como en el arte en general, existe la ética de lo que se trabaja, que es independiente de los resultados pero que subyace como un intangible difícil de medir. El prestigio y el reconocimiento, que llegan lentamente sin promoción de prensa ni artificio alguno, en cuanto provienen del respeto por la obra que ha sido leída de verdad y por el hombre autor íntegro que la respalda con su vida y su ejemplo, jamás atentan contra la propia vida del autor, sino que por el contrario la dignifican, le otorgan sentido, la reconfortan.

La fama y el éxito, en cambio, representan para el intelectual el riesgo cierto de destruir y deformar su propia identidad, su hondo universo interior, hasta su propia vida cotidiana que es lo que cuenta. Por esta razón, la inmensa calidad estética de la obra literaria de García Márquez es, en definitiva y de modo exclusivo, aquello que los jóvenes deberían destacar. En ella se funda para nosotros como lectores su inmenso prestigio como escritor, como hombre. Lo demás, que es casi un viscoso fulgor, constituye la aventura inmanejable de toda gloria donde todo se confunde con todo, y donde hasta la misma vida del escritor adquiere la connotación de un objeto a la deriva, al servicio de otras estructuras incontrolables en cuyo interior la propia existencia se desdibuja y comienza a ser ajena aún para él mismo.

Desde su propia perspectiva existencial, que es distinta, Manuel Mejía Vallejo, nuestro otro gran escritor nacional vivo, ha decidido distanciarse del poder con sumo cariño, con demasiada comprensión y educación. Casi con ternura. Y sus discípulos y amigos, que son muchos y que no necesitan conocer su paradero secreto para poder cantar en su compañía los mejores boleros y despechos del mundo, comprendemos que en esa actitud soberana, que por algunos intelectuales de esa inmensa provincia que es Bogotá ha sido vista como un amaneramiento de pueblo, casi campesino, existe sin embargo una postura ética indiscutible, capaz de generar en torno suyo no una carnada de admiradores insoportables, de esos que el mismo García Márquez desprecia porque andan a la caza de una mención de su nombre o de un instante eterno en la fotografía de la fama, sino toda una generación de poetas y de narradores cuya calidad decidirá el paso del tiempo pero que desde ya permite adivinar ciertos destellos. Aún hoy, cumplidos sus primeros sesenta años de vida, Mejía Vallejo dirige un taller de escritores en Medellín, bebe ron con boleros y despechos al lado de sus jóvenes discípulos en los lugares públicos del viejo Medellín, de Cali y hasta de Bogotá, o allá, en ese otro bar para todos que tiene en su casa de Siruma, sin que por ello corra el riesgo del manoseo de nadie, de la fotografía matrera, del robo de una firma inmortal.

De regreso de la gloria del éxito y la fama, o en el centro de ella todavía, sabemos que García Márquez ha perdido como ser humano, aún contra su voluntad y contra su inmenso cariño por la vida y por sus amigos, cierta posibilidad de entablar relaciones sin intermediarios. Y que, en cada gesto de quien busca afanosamente estar a su lado o tener el privilegio de ser el referente concreto de su palabra, él tiene todo el derecho de sospechar la existencia de un lado oculto, de calcular otras intenciones. Ese y no otro es el doloroso precio de la fama, del éxito, hubiesen sido ellos buscados o no. Y, como consecuencia, la soledad, la desconfianza elevada a principio de la vida cotidiana. Entonces García Márquez, como ya se rumora, debe verse obligado a suspender la correspondencia con algunos de sus amigos o simples conocidos, porque de repente se entera de que sus cartas han comenzado a venderse a ciertos coleccionistas. Y debe, también, ingeniarse sus trucos para en ciertas ocasiones burlar la vigilancia de su escolta personal, puesta a su servicio aún contra su propia voluntad. En medio de esa miseria, el retorno de García Márquez a su patria y, sobre todo, el progresivo y necesario olvido de lo que un día fue la gloria de su merecido premio universal de las letras, podrán indicar en los próximos años el sentido en el cual se orienta su vida y su obra. Que deberá ser, de todos modos, el que él mismo elija. Porque su vida, a pesar de todo y por encima de todo, aún le pertenece en el mejor de los sentidos. Porque el país entero, nosotros mismos esperamos poder seguir contando con sus obras, con sus incomparables sueños escritos en ese idioma castellano suyo vuelto misterio estético, que obra en el lector como un fulgor poético. La alegría misma de leer.

El rescate del valor antropológico de lo imaginario constituye una de las empresas mayores de nuestro tiempo. Nunca, como ahora, el ser humano necesitó tanto de la imaginación. Y, no para evadir su realidad, sino precisamente para comprenderla mejor. Sin embargo, dudamos de que esto pueda conseguirse en las escuelas de literatura en nuestro medio, arrolladas por el discurso racionalista de ciertas ciencias del lenguaje y de los procesos de producción el sentido. Pues conocemos que, en muchas de esas escuelas, se trabaja con la idea de que el texto literario no es más que un cadáver abierto, cuyas leyes objetivas es posible dilucidar y conocer. De esta manera es posible que se formen fisiólogos de la literatura, más no estudiosos y lectores capaces de valorar y comprender la imaginación. Los programas de literatura deberían ofrecer formación antropológica fuerte y robusta.

No se trata de proscribir, mucho menos de desestimar el discurso analítico propio de ciertas ciencias a propósito del texto literario, no. Se trata de saber, de una vez por todas, que los poetas, los artistas y escritores en general viven un desasosiego de origen psíquico y antropológico. Además, la “vocación” hacia el “embaucamiento” tiene mayor relación con el inconsciente que con el conocimiento racional de las leyes semióticas y lingüísticas del texto. En las universidades, tener contacto con la literatura ha pasado a ser, en muchos casos, la práctica de una autopsia. A tales profesores de literatura les vendría bien un consejo de Gilbert Durand (1982): “Se impone una pedagogía de la imaginación. Nuestro deber más imperioso es trabajar en una pedagogía de la pereza, de la liberación y de los ocios. Demasiados hombres en este siglo del ‘esclarecimiento’ ven cómo se les usurpa su imprescriptible derecho al lujo nocturno de la fantasía” (407).

Que el otorgamiento del Nobel para García Márquez, unido al reconocimiento de su monumental obra literaria, contribuya al desarrollo en nuestro medio de esa pedagogía de la imaginación.

Octubre de 1983-junio de 2022

REFERENCIAS

Bretón, André. 2001. Manifiestos del surrealismo. 2.ª ed. Traducido por Aldo Pellegrini. Buenos Aires: Editorial Argonauta.

Durand, Gilbert. 1982. Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Madrid: Taurus.

Marcuse, Herbert. 1968. El hombre unidimensional. México: Editorial Joaquín Mortiz.

En Bogotá, 1981.

Fotografía de Hernando Guerrero.

 

PRIMERA PARTE

GARCÍA MÁRQUEZ - SUECIA

Con Artur Lundkvist y su esposa, Maria Wine, poetisa de origen danés, en casa de la pareja; Solna, Estocolmo, diciembre de 1982.

Fotografía de Patricio Salinas.

 

EL POLIFACÉTICO ARTUR LUNDKVIST EN LA CONCESIÓN DEL PREMIO NOBEL DE LITERATURA A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Javier Claure Covarrubias

Por sus novelas en las que lo fantástico y lo real se unen en un mundo poético compuesto de imágenes que reflejan la vida y los conflictos de un continente…

Palabras de la entrega del Nobel a GGM

La Academia Sueca aún no ha desclasificado los archivos con los documentos y las actas en donde se manifiestan las causas que coronaron a García Márquez con el Premio Nobel de Literatura. Para conocer este material y la deliberación del jurado de la Academia Sueca deben pasar 50 años. En otras palabras, se mantendrán diez años más, en secreto, las discusiones, los apuntes, las sugerencias y todo lo relacionado con el Premio Nobel otorgado a García Márquez.

Sin embargo, pese al enigmático e impenetrable archivo de la Academia Sueca, existe un sendero por donde podemos caminar para encontrar respuestas o, al menos, indicios a nuestras incógnitas. El día en que García Márquez pisó tierra sueca, en diciembre de 1982, en pleno invierno, periodistas suecos y de otros países estaban pegados a las vidrieras del aeropuerto con las esperanzas de entrevistarlo, y tomar fotos al galardonado con el premio literario más importante del mundo. Su avión llegaba de Copenhague, y García Márquez representaba la voz de América Latina en el país nórdico. Estando en el aeropuerto sentado en un sillón de cuero, una ráfaga intensa y luminosa salía de las cámaras fotográficas. Un periodista se le acercó con un micrófono y conversaron unos minutos en español. De repente García Márquez exclamó: “Perdón, tengo algo importante que hacer. Voy a visitar a mi amigo Artur Lundkvist”. Todos los periodistas que estaban ahí para sacarle algunas palabras quedaron atónitos. García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, desaparecieron por una puerta tras la cual les esperaba Lars Gyllensten, el secretario permanente de la Academia Sueca. Se acomodaron en una limusina y partieron hacia la casa de Artur Lundkvist situada en la calle Råsundavägen en el sector de Solna (Estocolmo). El escritor colombiano decía que Artur Lundkvist era su “padrino literario”. Ese mismo día, unos 45 minutos antes que él aterrizará, un avión de la compañía aérea Avianca, proveniente de París, había aterrizado en el aeropuerto de Arlanda con músicos y danzantes, personalidades de la cultura colombiana y el Ministro de Educación de Colombia.

En su crónica titulada “El sueco que ayudó a que cuatro latinoamericanos ganaran el Premio Nobel”, el poeta colombiano Víctor Rojas, residente en Jönköping desde 1984, relata, entre otras cosas, una visita que hizo a Artur Lundkvist. Cuando estaba en su casa encontró, semioculta por una perforadora de papel, una medalla tricolor. Apenas la vio, se exclamó: “los colores de la bandera colombiana”. Maria Wine, la esposa de Artur Lundkvist, se acercó, cogió la medalla entre sus dedos y le dijo: “Es un regalo que le trajo García Márquez a mi esposo. El día que le dieron el Premio Nobel vino a visitarnos y traía la medalla colgada en el cuello. Al saludar a Artur se la quitó diciéndole: toma esta medalla, te pertenece por haberme hecho mundialmente famoso” (Rojas 2014).

Artur Lundkvist fue uno de los escritores suecos más importantes del siglo pasado. Su producción abarca cerca de 100 libros entre poesía, traducciones, crítica literaria, narrativa y ensayos. Nació el 3 de marzo de 1906 en Oderljunga; una aldea situada al sur de Suecia. Hijo de un agricultor y una costurera. Creció en las tierras de su padre en un ambiente proletario y limitado. Desde temprana edad mostró su vocación literaria y, a medida que pasaba el tiempo, estaba consciente que debía abandonar el campo para aprender idiomas, tener acceso a los medios culturales y conocer a gente en el ámbito literario. Fue defensor acérrimo de la neutralidad y la paz mundial. Con tan solo veinte años se trasladó a Estocolmo, y conoció a connotados escritores como Eyvind Johnson, Ivar Lo-Johansson, Harry Martinson, Karin Boye, etc.

La capital sueca estaba atravesando por grandes cambios sociales. Dejaba de ser una sociedad agraria para transformarse en una sociedad industrial, en donde las máquinas marcaban un nuevo ritmo de vida. Estocolmo gozaba de un puerto de transbordo para el comercio con Rusia, Finlandia y los países Bálticos. En 1926 se terminó de construir el Puerto de “Frihamn” que funciona hasta hoy en día. La vida en Estocolmo lo lleva por senderos nunca antes transitados: participa en actividades literarias, empieza a leer al poeta finlandés Elmer Diktonius, a la poeta sueco-finlandesa Edith Södergran. También lee a los poetas norteamericanos Carl Sandburg y Walt Whitman. Todos ellos fueron un bálsamo de inspiración para Lundkvist. En abril de 1928 publicó su primer poemario Brasas (Glöd), en el que, con ciertas discrepancias con sus colegas, se destaca como poeta del proletariado y pionero del modernismo en Suecia. Los matutinos suecos alagaron los poemas de Lundkvist. Un crítico literario le auguraba un brillante futuro, mientras que otro comentó: “Es la carcajada de Douglas Fairbanks en la boca de Lenin” (Uriz 1973, 18). Y, según cuentan, al flamante escritor le gustó este comentario.

Esa fecha clave marca el comienzo de su deslumbrante trayectoria literaria. Lee y escribe de una manera asombrosa. Se especula que leía cientos de libros por año y escribía sin corregir. Es decir, todo lo que salía de su pulso estaba listo para la imprenta. También se dice que Lundkvist aprendió inglés, español y francés con ayuda de diccionarios y libros de gramática. Conoció a Gabriela Mistral cuando llegó a Estocolmo en 1945 para recibir el Premio Nobel de Literatura. Mistral traía cartas de presentación de varios escritores latinoamericanos y las entregó a Lundkvist. Un año más tarde, Lundkvist emprendió un periplo por diferentes países de Sudamérica.

En su libro de 1966 titulado Självporträtt av en drömmare med öppna ögon (Autorretrato de un soñador con los ojos abiertos), relata que en su primer viaje a América Latina partió en barco, en tercera clase, desde Gotemburgo rumbo a Río de Janeiro. En el barco conoció a mucha gente de Europa que buscaba nuevas oportunidades de vida después de la Segunda Guerra Mundial. Así, por ejemplo, describe que en un camarote al lado del suyo vivían dos hermanas polacas que habían sido maltratadas y violadas por los nazis. La llegada a Brasil fue un poco tormentosa porque tenía los pies hinchados, y los primeros días se los pasaba en cama descansando.

A su retorno se empeñó en introducir en Suecia a escritores de ese continente, pero también a escritores y poetas españoles como, por ejemplo, a Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya, Miguel Hernández, etc. En 1950 tradujo y publicó Vistelse på jorden (Residencia en la tierra), una colección de poemas de Pablo Neruda. Tradujo también a García Lorca, Miguel Ángel Asturias, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Octavio Paz, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Ernesto Sábato, José Lezama Lima, etc.

Artur Lundkvist se carteó con algunos escritores latinoamericanos durante mucho tiempo. De alguna manera había dejado una parte suya en América Latina. Y su alma inquieta no se contentaba con enterarse de muchas cosas desde la distancia. Quería ver con sus propios ojos ese mundo colonizado y explotado. Deseaba volver a ese continente de contradicciones, de conflictos sociales y donde la vida, a veces, parece ser surrealista. Es así que a finales de 1956 emprende nuevamente un viaje por América Latina. En Brasil se contactó con Jorge de Lima y Carlos Drummond de Andrade, dos poetas que, según él, tenían cosas en común: la atracción por el surrealismo y el radicalismo social. En México se encontró con muralistas y pintores como Diego Rivera, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y con el escritor Octavio Paz. En Quito se encontró con Guayasamín y en Bolivia con la famosa escultora paceña Marina Núñez del Prado. Recorrió América Latina de punta a punta. Pasó por Chile, Argentina, Ecuador, Perú, Paraguay, Colombia, Venezuela, Guatemala, México y en Montevideo compró una gruesa antología de Pablo Neruda. Las experiencias de este viaje se pueden leer, con lujo de detalles y fotos, en su libro Vulkanisk kontinent (Continente volcánico), de 1957.

En Argentina, cuando en 1946 entraba a un cine a ver la película Juego Celestial, del cineasta sueco Alf Sjöberg, se encontró con Jorge Luis Borges (también recomendado por G. Mistral). Esa fue la primera vez que hablaron. Luego se volvieron a encontrar un par de veces. Con Borges recorrieron las librerías y algunos barrios obreros de Buenos Aires. Viajaron juntos a una finca situada en las pampas argentinas, siempre hablando de literatura y sobre la mitología islandesa y sueca. Lundkvist (1966) ha dicho de Borges: “Hablaba un inglés perfecto y le gustaba expresarse en ese idioma. Tenía un gran interés por los idiomas nórdicos como también por la mitología nórdica, y era un gran admirador de Faulkner. Su reputación, en ese tiempo, era mala. La gente lo consideraba un alcohólico y un poeta fracasado” (187).

A Chile llegó en un otoño lluvioso. Con Neruda compartieron momentos alegres en su casa a las afueras de Santiago. Neruda recién había sido elegido Senador de la República por las provincias de Antofagasta y Tarapacá. Lundkvist también se encontró con obreros, intelectuales, periodistas, escritores y gente dedicada a la cultura; todos ellos orgullosos de los poetas del país. A menudo le preguntaban ¿conoce usted a nuestro gran poeta? Y Lundkvist contestaba: “claro, Neruda”, a lo cual le respondían: no, no, nos referimos a Huidobro; porque en aquella época unos eran seguidores de Pablo Neruda y otros de Vicente Huidobro. Pero Lundkvist tenía una gran admiración por Neruda, y dicen que se entendía mejor con Neruda que con Borges. Lo cierto es que Neruda y Lundkvist mantuvieron correspondencia por muchos años, lo cual reforzó la amistad entre ellos. Tal es así que cuando Neruda estaba de embajador en París en 1971, Artur Lundkvist y su mujer, Maria Wine, lo visitaron en su residencia antes de conocerse el fallo de la Academia Sueca. Y cuentan que Neruda bromeaba con Lundkvist diciéndole: “I know that you know that I know that you know” (Uriz 1973, 22).

Lundkvist continuó por los caminos de la literatura con una capacidad creativa admirable. Fue un gran conocedor de la realidad de América Latina como también de muchos de sus escritores y poetas. Había viajado a Cuba en 1963 y conversado con intelectuales, con escritores, con obreros y con estudiantes. De ahí, sus palabras refiriéndose al país de Fidel Castro: “Cuba se ha convertido en un foco internacional cuya importancia no puede igualar ningún otro país pequeño. Cuba saca fuerza y tenacidad del hecho de sentirse en el nudo mismo de la evolución contemporánea, como pionera de vanguardia. Esta convicción ha penetrado sutilmente en Cuba, dando a todo un amplio contenido, un significado nuevo y estimulante, que no es fácil de encontrar en ninguna otra parte del mundo” (Lundkvist, citado por Depestre 2016).

Lundkvist y Borges se encontraron por segunda vez en Estocolmo en 1964. El escritor y poeta sueco comentó este encuentro con las siguientes palabras: “Cuando volví a ver a Borges después de 18 años, en Estocolmo, famoso y ciego, no solamente me recordó, sino que continuó con la conversación donde habíamos cortado en 1946” (Lundkvist 1966, 188).

El año 1968 Artur Lundkvist, a los sesenta y dos años, ingresa a la Academia Sueca después de la muerte de Gunnar Ekelöf, traductor, poeta y escritor. El recién llegado ocupó la silla número 18. Era el único en la Academia que hablaba español. Gabriel García Márquez escribió una nota al respecto: “El único miembro de la Academia Sueca que lee en castellano, y muy bien, es el poeta Artur Lundkvist. Es él quien conoce la obra de nuestros escritores, quien propone sus candidaturas y quien libra por ellos la batalla secreta. Esto lo ha convertido, muy a su pesar, en una deidad remota y enigmática, de la cual depende en cierto modo el destino universal de nuestras letras. Sin embargo, en la vida real es un anciano juvenil, con un sentido del humor un poco latino, y con una casa tan modesta que es imposible pensar que de él dependa el destino de nadie” (1980, 12).

Al parecer García Márquez, al igual que Borges y Neruda, conservó una estrecha amistad con Lundkvist. En un artículo escrito por el autor de Cien años de soledad se puede leer:

Hace unos años, después de una típica cena sueca en esa casa —con carnes frías y cerveza caliente—, Lundkvist nos invitó a tomar el café en su biblioteca. Me quedé asombrado; era increíble encontrar semejante cantidad de libros en castellano, los mejores y los peores revueltos, y casi todos dedicados por sus autores vivos, agonizantes o muertos en la espera. Le pedí permiso al poeta para leer algunas dedicatorias, y él me lo concedió con una buena sonrisa de complicidad. La mayoría eran tan afectuosas, y algunas tan directas al corazón, que a la hora de escribir las mías me pareció que hasta la sola firma resultaba indiscreta. Complejos que uno tiene, ¡qué carajo! (García Márquez 1980, 12).

Y los libros de García Márquez, poco a poco, se fueron traduciendo al sueco. Carmen Balcells, su representante, hizo llegar al secretario de la Academia Sueca el manuscrito de la novela Crónica de una muerte anunciada, que aún no se había publicado. Lundkvist lo leyó entonces, antes de su publicación en 1981. La novela sería publicada en sueco en 1982 y ese mismo año Gabriel García Márquez recibiría el Premio Nobel de Literatura.

En realidad, a pesar del talento literario de García Márquez, existieron ciertas dudas. Algunos pensaban que no le iban a conceder el Premio Nobel. Según algunos entendidos en la materia esto se debía a que García Márquez era un acérrimo partidario de las filas de izquierda y, además, empezó a escribir una serie de artículos con el título genérico de “El fantasma del Premio Nobel”, en donde sacaba a luz algunos aspectos de la Academia Sueca. Escribe, por ejemplo, sobre los tres enigmas de la Academia Sueca. Y en uno de sus artículos se lee: “Dicen las malas lenguas que el capital de Alfred Nobel, que produce abundantes dividendos, está invertido en las minas de oro de África del Sur y que, por consiguiente, el Premio Nobel vive de la sangre de los esclavos negros” (García Márquez 1980, 11). El propio Lundkvist ha dicho que García Márquez ha estado entre los 20 candidatos al Premio Nobel durante varios años y que su candidatura estuvo, en una o dos ocasiones, a punto de fracasar.

Eligio García Márquez, periodista colombiano y hermano del Nobel, llegó a Estocolmo el 14 de diciembre de 1982 especialmente para entrevistar a Artur Lundkvist. Esta entrevista nos aclara algunos rumores que se han escuchado a lo largo del tiempo. Si se decía que no le daban el Nobel a García Márquez por su posición política de izquierda el entrevistador le pregunta por la aparente contradicción al dárselo. Lundkvist responde: “Personalmente pienso que su posición política de izquierda lo único que hace es darle más peso a su figura, es algo positivo. Pero naturalmente sus ideas políticas no se notan en su literatura, no entran en lo que escribe. Esas ideas políticas se expresan en otras ocasiones, en sus entrevistas, por ejemplo. Pero son dos cosas aparte. Y esto por supuesto no intervino en la decisión de la Academia. Le repito, la Academia solo tiene en cuenta los méritos literarios, sin pensar en consideraciones políticas ni tampoco si el escritor es conocido o desconocido” (E. García Márquez 1983, 57-58).

Acerca de su poder en la Academia Sueca, Lundkvist señala: “Son circunstancias que han hecho toda esta situación. Y que colocan sobre mí semejante responsabilidad. Lo mejor sería que no tuviera tanta. Las circunstancias me han dado mucho poder, y yo detesto el poder. Siempre he estado contra él, y por eso esta sensación no me gusta. Pero el problema es que soy el único que puedo leer a los autores latinoamericanos con matices, y con un juicio más certero por hacerlo en el propio idioma” (52). Quizá la pregunta más importante de la entrevista sea: ¿Por qué se lo dieron a García Márquez? Y Lundkvist argumenta con las siguientes palabras: “Por toda su obra, pero especialmente por Cien años de soledad que ha tenido mucho éxito también en Suecia. Pero uno de los aspectos de la fama es que cierto tipo de gente solo compra y lee este libro. Y dejan de lado El otoño del patriarca que es, sin discusión alguna, un mejor libro, y merece mucho más la atención del público. Es una lástima que ni siquiera el Premio Nobel conseguirá que la gente lea El Otoño del patriarca que es un libro que deben leer” (56). Artur Lundkvist había leído Cien años de soledad en 1967, y dio el nombre de Gabriel García Márquez a la Academia Sueca. Las sugerencias de Lundkvist tenían un carácter decisivo en las discusiones sobre el Premio Nobel. Así pues, cuando le otorgaron el Premio Nobel a García Márquez Lundkvist hizo una declaración a la prensa sueca en la que decía: “siento una alegría tan grande, quizá más grande que cuando Pablo Neruda o Vicente Aleixandre recibieron el Premio Nobel. Efectivamente García Márquez era uno de los candidatos más idóneos, solo que la Academia estaba esperando que escribiera otro libro” (53). Ese “otro libro” hace referencia a Crónica de una muerte anunciada, que se publicó por primera vez en 1981.

No cabe duda de que Artur Lundkvist, dueño de una formación literaria envidiable, fue el promotor para que García Márquez recibiera el Premio Nobel de Literatura. El nombre de García Márquez se registró, en la Academia Sueca, cinco años antes de que recibiera el Premio Nobel. El autor de El amor en los tiempos de cólera nació en el continente de dos poetas y un novelista años anteriores galardonados con el Premio Nobel de Literatura. Por eso Lars Gyllensten, secretario permanente de la Academia Sueca, señaló en la entrega del premio al colombiano: “Con el Premio Nobel de Literatura de este año concedido a Gabriel García Márquez, no se puede decir que la Academia Sueca ha escogido a un escritor desconocido. Tampoco se puede decir que ningún continente literario desconocido, o provincia es expuesta a la luz gracias a este premio” (Espmark 1986, 110). El galardón fue, en primer lugar, para Colombia; pero enorgulleció también a toda América Latina. El día en que García Márquez dio su discurso en el Banquete del Premio Nobel, las mesas estaban adornadas con flores y, por supuesto, las rosas amarillas relucían entre las copas, platos y cubiertos. Además, se escucharon cumbias y vallenatos rompiendo la seriedad del protocolo sueco. Y García Márquez con su traje blanco, típico de los llanos orientales colombianos, denominado liquiliqui, se expresó de la siguiente manera: “El premio que acabo de recibir lo entiendo, con toda humildad, como la consoladora evidencia de que mi intento no ha sido en vano. Es por eso que invito a todos ustedes a brindar por lo que un gran poeta de nuestra América, Luis Cardoza y Aragón, ha definido como la única prueba concreta de la existencia del hombre: la poesía” (G. García Márquez 1983, 16-17).

REFERENCIAS

Depestre, Leonardo. 2016. “Artur Lundkvist”. La voz del patrimonio cubano. Dic. 9, 2016. http://www.habanaradio.cu/articulos/artur-lundkvist.

Espmark, Kjell. 1986. Det litterära Nobelpriset [El Premio Nobel Literario]. Estocolmo: Norstedts.

García Márquez, Eligio. 1983. “Entrevista a Arthur Lundkvist”. En La soledad de América Latina: Brindis por la poesía, 49-58. Cali: Corporación Universitaria de Colombia.

García Márquez, Gabriel. 1980. “El fantasma del Premio Nobel”, El País, Madrid, Oct. 8, 1980: 11-12.

———. 1983. “Brindis por la poesía”. En La soledad de América Latina: Brindis por la poesía, 13-17. Cali: Corporación Universitaria de Colombia.

Lundkvist, Artur. 1957. Vulkanisk kontinent [Continente volcánico]. Estocolmo: Rydahls AB.

———. 1966. Självporträtt av en drömmare med öppna ögon [Autorretrato de un soñador con los ojos abiertos]. Estocolmo: Bonniers.

Rojas, Víctor. 2014. “El sueco que ayudó a que cuatro latinoamericanos ganaran el Premio Nobel”. Las2 Orillas. Ago. 3, 2014. https://www.las2orillas.co/el-sueco-que-ayudo-a-que-cuatro-latinoamericanos-ganaran-el-premio-nobel.

Uriz, Francisco J. 1973. “Artur Lundkvist, una vida dedicada a la literatura”. Fablas: Revista de Poesía y Crítica, n.º 49 (Dic.): 18-23.

A contracorriente de la convención que impone el frac para esta ceremonia, en liqui liqui momentos antes de la entrega del Nobel.

Fotografía de Hernando Guerrero.

 

CIEN AÑOS EN COLOMBIA1

Artur Lundkvist

Traducción de Julián Vásquez Lopera

En Colombia, allá abajo en América del Sur (como reza en una conocida frase de avisos publicitarios), hay un sinnúmero de escritores, especialmente poetas y ensayistas. Pero muy pocos de ellos han logrado salir más allá de las fronteras por no ser más que fenómenos locales. El único “clásico moderno” es José Eustasio Rivera con su única novela La vorágine, en la traducción sueca Försvunna i djungeln (Desaparecidos en la selva). Y solamente hasta en los últimos años la literatura ha sido sacudida verdaderamente en su provincianismo por un escritor de nombre Gabriel García Márquez, nacido en 1928 en un pueblo llamado Aracataca.

Con su último libro, Cien años de soledad (en sueco Hundra år av ensamhet), García Márquez ha dado su golpe decisivo. En este libro prosigue con amplio dominio y capacidad imaginativa la descripción del poblado de Macondo del que también ha escrito con anterioridad. Macondo es un pueblo grande o una ciudad pequeña, desoladamente ubicada entre ciénagas y selvas. Es una Colombia en miniatura, un concentrado de la Sudamérica tropical —por decirlo así—, leyendas de colonos, guerras revolucionarias, bananeras, auge y caída. Pero en Macondo se entreveran lo real y lo fantástico, lo concreto y tangible va desdoblándose hacia lo irreal para dar paso a los mitos ancestrales, las visiones oníricas, o lo cómico y caricaturesco.

El placer de narrar desatado por el autor arrastra consigo un enorme acontecer social, la casi inabarcable presencia de seres humanos, destinos e intrigas. Y un estilo más hacia lo lacónico, no el barroco latinoamericano a la usanza de Asturias y Carpentier. Lo voluminoso de esta obra no es producto de una narración difusa sino de la riqueza del material, en parte debido a que el autor adopta una actitud de cronista objetivo, sobre todo en el manejo de los elementos más fantásticos.

Macondo es fundado por el juvenil patriarca José Arcadio Buendía y su mujer, Úrsula, ambos a la cabeza de un grupo de gente joven. El motivo de la ruptura con su pueblo natal no es tanto un asesinato cometido por Buendía como la obstinada persecución que le hace el difunto. Detrás del crimen se esconde la negativa de la recién casada Úrsula a entregarse a su esposo por temor a engendrar niños con cola de cerdo, lo que constituiría un insulto al honor masculino, subyugado solo con acciones de sangre. Buendía posee fuerzas gigantescas y una voluntad indómita que mejor se presta a manías e insensateces. La práctica y activa Úrsula, tan propensa a una áspera moral de castidad, es, a diferencia de su marido, el núcleo unificador de la familia. Pero las cualidades opuestas de los padres reaparecerán luego en sus hijos, en algunos casos más acentuada.

Cuando Macondo recién inicia su desarrollo, Buendía es seducido por una cuadrilla de gitanos liderada por el singular Melquíades; se sumerge entonces en inventos imposibles, en astronomía y alquimia; sueña con ciudades hechas en hielo y máquinas que han de transformar la vida. Melquíades reaparece después de muerto dejándole un manuscrito que por estar redactado en sánscrito solo ha de ser comprendido años más tarde. La peste que asola a Macondo viene acompañada de pérdida de la memoria y un insomnio que dura años, que Buendía trata de enfrentar redactando descripciones de todas las cosas, hasta que el arte de leer también es olvidado. Más tarde sufre un peligroso brote de violencia, y vive el resto de su vejez encadenado a un árbol, en el patio de la casa.

Aureliano, el mayor de los hijos, comparte inicialmente los curiosos intereses de su padre, pero pronto despierta a la actividad revolucionaria; se nombra a sí mismo coronel e inicia una guerra que dura un par de décadas. A su retorno es una legendaria figura que ha perdido todas las batallas pero que ha continuado las guerras hasta sacudir todo el país; se rinde tan sorpresivamente como empezó, sin ganar nada en absoluto. Luego, simplemente se encierra a fabricar pequeños peces de oro, irreal e inasequible en su aislamiento, un ser vacío o petrificado, sin deseos de nada. Tiene diecisiete hijos con diecisiete mujeres, pero es totalmente indiferente hacia ellos, incluso cuando una compañía bananera de Estados Unidos paga para que los maten pues ve en ellos eventuales revoltosos.

La estirpe se reproduce gracias a hermanos menores, y surge un Aureliano Segundo, que se casa con la hermosa pero glacial Fernanda, aunque prefiere convivir con la sensualmente dotada Petra. Su vida sexual es tan irresistible que contagia con una enorme fertilidad al ganado haciéndole rico y capaz de mantener una casa siempre abierta a los festejos.

El cultivo del banano provoca una inflación que cambia Macondo hasta hacerlo irreconocible, ampulosas construcciones se entremezclan con tugurios, todo tipo de comercios con prostíbulos y garitos. Como líder de la huelga, un Buendía se mete en problemas con la empresa la bananera, pero al mismo tiempo tiene la suerte de escapar como único sobreviviente cuando dos mil personas son ametralladas en la plaza, subidas a un tren bananero, transportadas a la costa, y finalmente arrojadas al mar. Luego se niega rotundamente el hecho, no ha pasado nada, la resistencia simplemente ha desaparecido, y el único testigo presencial se esconde en la casa de la estirpe, viviendo allí en adelante sin ser descubierto.