Doce líricas para un nuevo mundo - Antonio Colinas - E-Book

Doce líricas para un nuevo mundo E-Book

Antonio Colinas

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Para iluminar este momento crucial de transformaciones personales y sociales, la Colección Obra Fundamental propone la lectura de los versos de doce destacados poetas contemporáneos: Antonio Colinas, Antonio Lucas, Aurora Luque, Carlos Pardo, Chantal Maillard, Clara Janés, Fermín Herrero, Jorge Riechmann, Luisa Castro, Raquel Lanseros, Vanesa Pérez-Sauquillo y Vicente Gallego. El yo mecido por la angustia del cambio y el progreso, la necesidad de encontrar sentido a la vida y a la muerte, la búsqueda de la armonía con el entorno o las dudas y temores del camino a seguir afloran en estos poemarios creados especialmente para este libro. A ellos se suma el epílogo del poeta, escritor y profesor universitario José María Parreño, sobre la destrucción del vínculo del ser humano con la Naturaleza. Incluye un código QR para acceder a las entrevistas y a los poemas recitados por sus autores en formato pódcast.

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DOCE LÍRICAS PARA UN NUEVO MUNDO

DOCE LÍRICAS PARA UN NUEVO MUNDO

¿HACIA DÓNDE CAMINA EL SER HUMANO?

Antonio Colinas / Antonio Lucas / Aurora Luque / Carlos Pardo / Chantal Maillard / Clara Janés / Fermín Herrero / Jorge Riechmann / Luisa Castro / Raquel Lanseros / Vanesa Pérez-Sauquillo / Vicente Gallego

Epílogo de

José María Parreño

Disfruta aquí de entrevistas exclusivas con cada poeta y de sus recitales:

https://www.fundacionbancosantander.com/es/cultura/literatura/doce-liricas-para-un-nuevo-mundo

Los doce corpus poéticos que integran este volumen nacen del encargo a sus autores, por parte de Fundación Banco Santander, de idear un conjunto de poemas o prosas poéticas cuyo fondo fuera una visión del futuro del mundo, que abordara la cuestión de hacia dónde camina el ser humano. Estos textos responden exclusivamente, pues, a la libertad creativa de los poetas convocados, sin ninguna participación de la Fundación, cuya responsabilidad se ciñe a la puesta en marcha de la iniciativa como editora de la obra.

COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL

Responsable literario: Francisco Javier Expósito Lorenzo

Diseño de la colección: Gonzalo Armero

Cuidado de la edición: Antonia Castaño

Imagen de cubierta: Pep Carrió, Cabeza florida, de la serie La línea infinita, 2021

© De esta edición: Fundación Banco Santander, 2023

© De los textos: sus respectivos autores

© De la imagen de cubierta: Pep Carrió

Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.

ISBN: 978-84-17264-36-9

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

DOCE LÍRICAS PARA UN NUEVO MUNDO

Antonio Colinas, Un verano en Vía Púnica

Antonio Lucas, Notas para una exploración venidera

Aurora Luque, Casandra y Afonías

Carlos Pardo, Pulsión de muerte

Chantal Maillard, Calima

Clara Janés, Trough the milky way

Fermín Herrero, Trabajos verticales sin andamios

Jorge Riechmann, Dheghom

Luisa Castro, Mudanza

Raquel Lanseros, Guido Guzmán comienza a caminar

Vanesa Pérez-Sauquillo, La sagrada tarea

Vicente Gallego, Dónde van las hormigas

EPÍLOGO

Versos que se secan, metáforas que se inundan, por José María Parreño

LOS AUTORES

PRESENTACIÓN

«Siempre la claridad viene del cielo; / es un don: no se halla entre las cosas / sino muy por encima, y las ocupa / haciendo de ellas vida y labor propias.» Estos versos del gran poeta Claudio Rodríguez nos hablan de la inspiración como parte del oficio venturoso de los poetas; ellos traen a nuestras vidas, tantas veces, bálsamos o caminos que, en época de mudanza, proponen llaves insospechadas con las que adentrarnos en las nuevas moradas construidas por estos tiempos para cada uno de nosotros en los ámbitos colectivo e individual.

Vivimos una época de cambios vertiginosos, la incertidumbre se convierte en sombra y oportunidad que nos acompaña con cada nuevo suceso. El coronavirus, la guerra de Ucrania, la crisis global sin precedentes, el cambio tecnológico y climático, y muchos otros factores animan transformaciones inauditas que nos llevarán más allá de los paradigmas conocidos. Todo deriva, sin duda, en una gran confusión. El ser humano anhela claridad.

Por eso, los versos de Claudio Rodríguez nos son aún más valiosos en estos tiempos de metamorfosis colectiva, pues la «claridad» muchas veces «viene del cielo», ese don poético que abre caminos no transitados para navegar el dolor o la esperanza del porvenir y dar a luz la palabra que expresa lo inexpresable. A través de la lírica —género literario que se caracteriza por manifestar sentimientos y emociones profundas—, el poeta nos ayuda a aclarar la nebulosa que nos confronta y a acariciar nuestras propias plenitudes y vacíos, ahondando en lo que nos conmueve desde una perspectiva insólita las más de las veces.

Esta es la razón por la que desde Fundación Banco Santander no cejamos en nuestro compromiso de fomentar la cultura y el pensamiento, conscientes de esta ola de transformaciones, convencidos de que la libertad creativa del artista resulta fundamental en la búsqueda de una literatura que sirva al prójimo desde la atalaya que alza la poesía, esa «arma cargada de futuro», como la definía Gabriel Celaya. Hace dos años, al albur de la pandemia, dimos campo abierto a doce reconocidos autores contemporáneos para que, cada uno, creara un relato original e inédito. El resultado fue Doce visiones para un nuevo mundo. ¿Hacia dónde camina el ser humano? Ahora, un año después de su lanzamiento, continuamos esta aventura editorial dando rienda suelta a doce aclamados poetas —seis hombres y seis mujeres— en este Doce líricas para un nuevo mundo.

Antonio Colinas, Antonio Lucas, Aurora Luque, Carlos Pardo, Chantal Maillard, Clara Janés, Fermín Herrero, Jorge Riechmann, Luisa Castro, Raquel Lanseros, Vanesa Pérez-Sauquillo y Vicente Gallego nutren este volumen, epilogado por José María Parreño, con sus versos y prosa poética, atreviéndose a cantar al mundo que nos aguarda mediante la poesía; un arte que, como decía Thomas Merton, resulta inocente de cualquier predicción, «porque ella misma es el cumplimiento de todas las predicciones importantes ocultas en la vida diaria».

Es un privilegio sumergirse en los ríos de versos que nos proponen estos vates de lo incognoscible, desembocar en este océano que, además de los doce poemarios, ofrece valioso material inédito en formato pódcast que se podrá descargar y escuchar gratuitamente desde nuestra web y el código qr impreso en el libro. Primeramente, entrevistas y testimonios que darán la posibilidad de indagar en el universo y sentir de los trece autores que participan en el proyecto. Otro atractivo es disfrutar de una selección recitada de los poemas en producciones dramatizadas —con la voz de los propios autores—, especialmente interesante para quienes gustan de la literatura sonora.

Desde Fundación Banco Santander damos encarecidamente las gracias a estos valientes que se ofrecieron a colaborar entusiásticamente en un encargo tan inusitado. Solo esperamos que toda la riqueza poética y personal que aquí ofrecemos —creada ex profeso para el volumen— ayude a todos los amantes de la poesía a profundizar en otra realidad y dote de fulgor a la mirada con la que, cada mañana, abrimos los ojos a este mundo que tanto necesita del sentimiento meditado y la reflexión lírica para convertir nuestra vida en una metáfora de la armonía.

Francisco Javier Expósito Lorenzo

Responsable literario de Fundación Banco Santander

DOCE LÍRICAS PARA UN NUEVO MUNDO

UN VERANO EN VÍA PÚNICA

Antonio Colinas

Estoy leyendo a Homero. Me está salvando un libro, la Odisea. Mientras, canta en los televisores la amenaza de un virus. No os vanagloriéis del presente pues esta Vía Púnica fue después Vía Romana y mañana pudiera ser la Vía de la Pandemia sin Rostro. ¿Conducirá entonces esta vía —entre las llamas blancas de los olivos y los hipogeos funerarios—, a través del mayor cementerio púnico del Mediterráneo, a la mar de la muerte o a la mar de una luz infinita? Heráclito: yo creo, como tú, que el alma mejor es la más seca, la que hoy todavía nos habla por medio de las músicas de Vivaldi, Bach o Händel. ¿Será el alma la música del mundo? ¿Hasta cuándo? Por eso, Atenea, brota del libro, canta contra la tormenta de los televisores, contra ese griterío que oculta el miedo y las noticias de la posverdad. Un programa de televisión está emitiendo multitud de colores, de gritos y de aullidos humanos al otro lado de la calle. ¿Será para que los televidentes ya no puedan pensar? (El pensar y el sentir hoy son como el disparo en la sien del suicida.) Canta, Atenea, contra el aullido de ese coche en el que, con el volumen desgarrado de su radio, su conductor cree alcanzar la sublimación del Gran Ego. No sabe que al final de esta Vía le esperan las tres mil tumbas de la necrópolis o el silencio abismal de la mar de las mares. Cántanos, Atenea, con tus ojos verdes, y posa la semilla de la sabiduría en el metal de las persianas de cada tienda cerrada, en cada trabajador en paro, en los contenedores rebosantes de basura, en esta crisis, programada desde lejanos despachos, en donde se acrecienta el sufrimiento de las pateras controladas por la usura. (Alguien está orinando esta noche sobre una lata, a la vez que su perro.) Canta, Atenea, desde el libro de Homero que tengo entre mis manos, no permitas que los pequeños Odiseos que aún resisten en el mundo abandonen la isla de Calipso y que huyan hacia el infierno o el paraíso, o el mensaje y la música de los versos de Dante. Isla mía fecunda. Isla fue esta de Ítaca o acaso de Teócrito. ¿Y esa otra isla de la cultura que es —o que ha sido— Europa? Isla mía en la mar o en el mundo: que regresen los pastores silenciosos a la fresca sombra de tus higueras, el violín de las abejas a los pinares, el ronco violonchelo de las tenaces cigarras, la miel de las colmenas resbalando en las rocas. Isla en armonía, ayer sin serpientes ni escorpiones, esos que parece que también han regresado a escarbar con sus uñas en las raíces de la cultura de Europa. Sagrada es esta tierra, roja de sangre bendita, de fuentes sagradas. Nos dijiste, Diodoro de Sicilia, que ya entonces «la habitaron bárbaros de todos los países». Muchos debieron de ser los peregrinos que ya entonces llegaron con sus lucernas a ofrendar en sus cavernas-templos. Los primeros llegaron los egipcios que anclaron sus naves al pie de los acantilados de la gruta de Es Cuieram, esa que más de dos mil quinientos años después alguien dinamitó. Luego, las imágenes que se salvaron las niñas de aquellos montes las acunaban entre sus brazos con ternura como si fueran pequeñas muñecas. Muchos debieron viajar a isla tan pequeña para que tantas fueran las ofrendas y tan extenso el panorama de las tumbas, el jardín de los muertos. Luego, en la oscuridad de las cavernas, alguien trazó en un muro áspero el signo de la cruz y se abrió luz en lo oscuro. Tosca era la piedra del ara, la pila seca para el agua bendita, la ahumada hornacina sin su llama, cuanto hallamos al excavar. Nada más encontramos cuando la cueva vomitó sus escombros bajo nuestras piquetas. Los otros dioses habían sido arrojados al fondo de una sima. Detente, Atenea, en Vía Púnica, haz llamear tu nombre que es símbolo que salva. Detente, pues aquí al lado hay otro símbolo libre del saqueo de los furtivos: un Museo. Que en él entren todos cuantos deseen aún salvar su vida interior, su libertad, quienes vienen buscando los falsos paraísos, los que no pueden ver aunque tengan sus ojos fuera de las órbitas inyectados de sangre, porque desearon ver en demasía y acabaron derrotados por el vacío de la luz del polvo blanco. Otros ojos sí vieron más lejos, aunque cerrados los tengan: son los del busto de la Gran Tanit. Ella nos enseña con sus ojos cerrados a mirar hacia dentro y a llegar a lo más hondo para aprender y en ellos salvarnos de la pandemia de los cuerpos y de la pandemia de las ánimas. ¿Aún podréis salvaros de la llegada del preapocalipsis mirando en el barro de los ojos vivos-muertos de Tanit? Tengo un libro en mis manos, la Odisea. Estoy leyendo a Homero. Por eso tengo que observar si, al final de la Vía Púnica (que en el fondo es cualquier vía para cualquier ser humano), aún pueden abrirse y estallar los ojos de la mar blanca y fogosa, los ojos de la luz. Pero ¿no era la mar de Homero, en el canto vi, del color de la púrpura, del color del vino, del color de las violetas, la mar en la que naufragó Odiseo en los brazos de Calipso? La mar cambia el color con sus mil ojos-diamantes como se dice que cambiaba el color de los ojos de Atenea y de Venus ante quien los miraba. Las dos pudieron tener glaucos sus ojos, de un verde azulado la una, de un azulado verdoso la otra. Más garzos los de Atenea, más glaucos los de Venus. Y la mar de color violáceo ¿no aparece en el canto XXII de la Ilíada, cuando Aquiles (llorando) se corta y ofrenda su cabellera al cadáver de Patroclo? Pero el libro que hoy leo no es la Ilíada sino la Odisea. Por eso, tengo que observar si al final de la Vía Púnica, que puede ser cualquier camino de este mundo, se puede fundir la mar en paz con mis ojos en paz. (Rumor de las olas, dadme vuestra música. Olas inquietas, dadme la serenidad.) Tampoco quedan ya huellas de las sirenas de Ulises para ver si estas pudieran embriagarme con sus cantos, comunicarme algún secreto. Lo cierto es que ahora, allá al fondo, arde y está temblando un fuego azul. Brilla más Afrodita que Atenea. Más lejos, más inalcanzable parece reposar en este tiempo el amor. Muy difícil ya es hoy que los últimos Odiseos puedan encontrar en la mar y en sus brillos alguna señal para salvarse. ¿Brillan los ojos de las diosas de antaño a lo lejos como relámpagos de plata o son los lomos de los últimos delfines, que vienen a morir entre los plásticos que flotan? Sí, estamos amarrados mas no a un mástil de grueso cedro sino a la ausencia de la libertad, a la amenaza y a la desinformación. Como veletas ciegas seguimos girando al impulso del Gran Poder Absoluto en la Sombra. Amarradas tenemos las muñecas al mástil con cuerdas de pequeñas serpientes enlazadas y tenemos los ojos vendados con mentiras. Sentado frente a la mar deseaba soñar que surcábamos rutas de armonía y no una mar que agoniza, pues lo nuestro es navegar deprisa sobre el asfalto, al amparo del hormigón y del cristal, con los oídos bien tapados con la cera impura de los anestesiados. No es que nuestro tiempo ya no sepa escuchar, parece no querer escuchar nunca más el mensaje de la infinitud. Es de noche. Afrodita ya duerme y tú, Atenea, sigues cantando muy suave, cada vez más suave, Que Odiseo-Ulises nunca traiga la Troya de las espadas a las islas asaltadas por la soledad de la pandemia. O que, como Dante escribió en uno de sus cantos, que se pierda la nave en las tinieblas del más extremo Occidente, por donde se desangra el sol cada tarde. Leo a Homero para que sus símbolos me salven a la espera de ver reflejados en mis ojos cansados los verdeazules ojos con música de Atenea. Ojos de lechuza: iluminad la noche, que viene cruzando los olivos y las tumbas como un escalofrío para que yo pueda regresar a mí mismo. Iluminadme, ojos de Atenea, para que aún pueda resistir; permitid que regrese al bosque de las almas extraviadas de nuestro tiempo sólo un poco de tu sabiduría. Ya en casa cierro el libro en lo oscuro y observando el mundo detrás de la persiana me responden las luces de las casas de enfrente, las que casi puedo tocar con mis dedos. Me parecen una procesión de lámparas funerarias. ¿Es que me han seguido hasta aquí en esas luces amarillas, con fiebre, los ojos de los sepultados en la necrópolis, los ojos que han sido y que serán, y los de quienes esperan ahí, en las habitaciones, fatigados en sus lechos por la humedad que funde los huesos, soñando con un sueño reparador del que acaso los derrotados por la vida nunca quisieran despertar? Vuelvo a encender mi lámpara y enciendo otra página del libro, y me parece que algo brilla en las letras del poema (ojos «brillantes», dice en puridad el griego antiguo que significan «ojos glaucos»). Me apacigua ese brillo de las letras contra mensajes falsos, contra amenazas ciertas, contra enfermedades lentas, contra enfermedades rápidas. ¿Y si fuese ese halo del alba sobre los montes el que viniese limpiando la noche de las llagas de esta calle, de la ciudad herida, del mundo enfermo? En sus días de esplendor regresaban a la isla las hijas de Yebisah, las que nunca mostraban ni sus cabellos ni sus labios. Antes llegaron las hijas de Ebusus y antes las de Ibosim. Cruzaban fugaces ante muros de aluminio y neón como en tiempos lejanos lo hicieron entre palmeras. Por eso, ensueño a las jóvenes de entonces y creo aún sentir un aroma a azahar, a cinamomo, a jazmín. Hoy, muy de madrugada, una motosierra diabólica chirría, abre en canal la luz. Ha venido feroz a talar en pleno agosto las más frondosas ramas. Algunos creen que esta fecundidad vegetal, que el regreso a las ciudades de los animales (los que la cárcel del virus han sacado de los bosques incendiados) pudieran devorar las mismas casas, entrar por las ventanas y las venas, traer espesa sombra y ternura, silenciar las noticias alarmantes de los televisores, las hileras de féretros esperando su turno en la puerta de un cementerio de Lombardía. Salvadnos, pobres símbolos, huellas humildes de la Historia: huesos blancos, delicadas cerámicas sigilatas, huevos de avestruz decorados, quebrados vidrios como lágrimas verdes, miel del ámbar de los colgantes, miel como la de los ojos de ellas, las que habitaron en los palacios de terracota del desierto, pero que en el siglo XXI se recluyen en cubículos de cristales ahumados, en gigantescos yates que arden en las noches de verano como gruesos dragones incendiados de luces. El mendigo que duerme en el portal sobre cartones, con sus barbas y sus largas melenas nevadas, se parece a un sabio, a un Tagore. ¿O será solo un ánima bendita derrotada por el alcohol? A veces demasiado grave es que un hombre quiera ver más allá de la desolación del alcohol o la droga y que al final de su vida nada desee de nadie sino solo entregarse al suelo, derrotado por el cemento sin alma de la noche. Ese hombre santo va a morir desnudo y puro como una estrella. Avión que vas y vienes incansable con el virus sobre los laberintos de acero y de cristal del mundo, tu silbido no logra silenciar esta mañana el aullido metálico de la motosierra. Otro día más al final de la Vía, al final de las vidas, nos espera la mar-obsesión. ¿O la mar-esperanza? Pero antes, cada rincón de esta calle me devuelve mi pasado: allí vivía una holandesa, cantaban frescas voces en una lejanía de cales, aquí jugaban niños en una terraza con la rueda del sol, en aquella otra casa vendían bálsamos naturales para todos los males, pero entonces nadie precisaba de ellos, pues no había enfermedades amenazadoras, ya que eran unos años de placentera evasión. Fueron también los años en los que, entre los restos de un porche hundido, encontré los trozos una gran ánfora romana. Poco a poco la he ido restaurando y hoy es para mí una esfera del universo, un firmamento apresado en su humilde barro. Donde empieza la Vía, como medroso en su rincón, había en la penumbra de los baluartes un delicioso cafetín y donde terminaba, en la misma orilla de la mar, en la terraza de otro café, una casi adolescente Concha García Campoy leía sentada un libro. ¡Quién sabe si acaso era este mismo libro que tengo entre mis manos, que ahora leo! Lo digo porque, antes de que partiera para no regresar, osé decirle que ella no había salido de la mar como Afrodita sino que siempre la veía enhiesta como un fino ciprés en una de las páginas de la Odisea