Tratados de armonía - Antonio Colinas - E-Book

Tratados de armonía E-Book

Antonio Colinas

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Beschreibung

En estos Tratados de armonía el lector se sumergirá en un laberinto de reflexiones apacibles y, a la vez, reveladoras de problemas de nuestro tiempo y de siempre. Estamos ante una contemplación de la realidad en los límites. ¿Aforismos, poemas en prosa, pensamientos, páginas de diario? Meditaciones también, desde una óptica universalista, por el diálogo que en estas páginas se da entre culturas: las del espíritu mediterráneo con las de la España del noroeste, las de Extremo Oriente (Corea) con las de Medio Oriente (Jerusalén); o el testimonio de la barbarie de las ideologías extremadas en la lectura que se hace de Pasternak. Fragmentos, pues, que sanan y salvan a través de un lenguaje siempre inspirado, aunque encontremos en él algo más de lo que entendemos como un libro de «autoayuda». La reflexión metafísica y el vislumbre de lo sagrado nos llevan a una profunda meditación, a la vez realista y con sentido trascendente. Creación en estado puro que brota de la experiencia de ser. Experiencia de ser de la que brota la pura creación.

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Edición en formato digital: abril de 2022

En cubierta: imagen de Glen Carrie/Unplash

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Antonio Colinas, 2022

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19207-75-3

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRIMER TRATADO DE ARMONÍA

De la contemplación

Tratado de signos

SEGUNDO TRATADO DE ARMONÍA

La llamada de la tierra

Páginas del icono

Los caminos del tiempo

En las noches azules

TERCER TRATADO DE ARMONÍA

Retornos a la isla

Hacia el noroeste

Geometrías del fuego

CUARTO TRATADO DE ARMONÍA

Una lectura de Pasternak

Del otoño avanzado de la vida

Del cuaderno de Jerusalén

En la Montaña Kumgang

Sobre el Respirar

 

«Enseña a vivir bien, esto es, a vivir conforme a la naturaleza».

SÉNECA

«Si la especie humana no puede leer en la naturaleza, o leer la existencia, entonces ¿qué entenderá o aceptará? En otras palabras, ¿de qué sirve que las criaturas humanas inventen una narración que explique la existencia cuando las realidades de la naturaleza son, en sí mismas, una lectura lineal como es? Por consiguiente, entendamos la naturaleza leyendo la naturaleza. Lo que hay que adquirir es la capacidad de reconocer signos. Esta es la ciencia más alta».

FRAGMENTO SUFÍ

«¿Y qué es la armonía? La armonía es el acuerdo entre las fuerzas del mundo y el orden de la vida del mundo».

ALEKSANDR BLOK

«La mente y la naturaleza constituyen una realidad indivisible. Nada oculto puede deducirse por raciocinio».

C. G. JUNG

PRIMER TRATADO DE ARMONÍA

De la contemplación

Venus temblando húmeda y pura sobre el horizonte, en un cielo de un azul casi negro. Me esfuerzo por leer en su luz y de esa luz brotan, durante unos segundos, los momentos en que he sido más feliz. Algo debe de haber en esa estrella. O más allá de su luz temblorosa, muda. Allá arriba debe de estar la verdadera vida, puesto que todo lo que en nosotros está vivo no cesa de ascender: árboles, aves, miradas. Por el contrario, todo lo que muere busca la caída hacia la tierra: hojas secas, aves heridas, la mirada del hombre derrotado.

*

Hay momentos en que tenemos la certeza de que no sabemos absolutamente nada. Sin embargo, no nos desesperamos, pues sabemos que en el fondo es una idea iluminadora, feliz. Es precisamente en esos momentos cuando nuestros labios repiten: «Solo sabemos que no sabemos nada y que además no deseamos saber nada». Porque hay ocasiones en que esa nada puede ser el todo, un vacío del que brota la plenitud de ser.

*

Todo es astral, digan lo que digan las mentes más radicalmente racionalistas. El autor del Eclesiastés pareció fijarlo muy bien. Hay días para leer y días para pasear, días para penar y días para gozar, días para plantar árboles y días para quedarse inmóvil en el lecho. Habría que ver hasta qué extremo la voluntad influye en lo astral. La oscura mecánica celeste contra la no menos oscura mecánica de nuestros nervios y de nuestras sangres. Esta es la gran cuestión, la gran batalla que a veces debemos entablar cada día, cada hora.

*

Me llueven los problemas de todas las partes. ¿Qué hacer? Me he puesto a serrar leña y más leña en el bosque. ¿Qué sería de mi vida, en esta mañana, sin la sierra y el bosque?

*

Juan Ramón Jiménez habló con gran acierto de la «agria envidia amarilla» de este país, pero él, en su madurez, dejó transparentar también su acritud. Nadie tiene la verdad en exclusiva. Lo que él dijo de Machado o de Lorca cualquier lector lo podría haber dicho de Juan Ramón. Hay zonas en el comportamiento de todo autor que no nos satisfacen, así como en su obra, pero ¿por qué no expresarlo interiormente, sin agresividad? Produce una especial tristeza no encontrar este don en personas maduras y reconocidas, en personas que admiramos. Lo más difícil en este país parece ser la flexibilidad.

*

¿Cuál es la razón más poderosa para vivir? Sin duda, el respirar conscientemente. La respiración es uno de los escasísimos bienes que nos conducen gratuitamente a la armonía. Pero suele ser tanta nuestra confusión diaria que habitualmente ni siquiera somos conscientes de que respiramos.

*

El perro se pasa las horas obsesiva y sutilísimamente atento a cuanto sucede en el valle. Un rumor lejano, un silbido, un ramaje que cruje, bastan para inquietarlo. Su sensibilidad debe de ser enorme. Confío en que esa sensibilidad le sirva de goce y no de dolor. Pocas cosas hay tan amargas como el sufrir por un inútil exceso de sensibilidad.

*

¿La extremada sensibilidad es un don o una condena? ¿Es un goce o una enfermedad? A estas alturas no tengo todavía respuesta para esta pregunta. ¿No hay respuesta o acaso cabe una doble respuesta? Quizá —como la vida para el hombre— la sensibilidad sea, a la vez, un don y una condena. Pero sellemos esta unión de contrarios con la plácida respuesta del silencio.

*

Durante siglos se ha ironizado con la música de los astros, de la que hace ya tantos siglos hablaron órficos y pitagóricos. Y, más tarde, Juan de la Cruz, en hermosos versos, con su «música callada». Tanta ironía sobre los ritmos y la armonía del Universo cuando ahora la astrofísica habla, científicamente, de ese mismo sonido. Nadie se extraña hoy de que los científicos aludan al «ruido de las estrellas», a «escuchar el espacio», a la «canción radioeléctrica», al «zumbido de las galaxias». Los poetas no lo hubieran dicho mejor.

*

Todavía invierno. El valle completamente verde y en su centro el almendro florido, una gran masa blanca, una hoguera de luz. De repente, se pone a nevar. Nieva sobre el almendro florido, nieva sobre la nieve. Todo como en una estampa japonesa. Imposible describir con más detalle esta visión sin caer en el exceso, pero pruebo a hacerlo con la brevedad de un poema. Hay veces —esta es una de ellas— en las que la realidad supera con creces al arte.

*

En este año en que se celebra el centenario de la muerte de Emily Dickinson está bien recordar su imagen de que el poema verdadero respira. Ninguna sensación más hermosa a la hora de leer un poema auténtico. ¿Y qué imagen usar para el mal poema, para el falso poema? En el mal poema la palabra ni siquiera se pudre. Está seca como las hojas caídas y sin savia del invierno.

*

Al contrario que Jorge Manrique, siempre he pensado que cualquier tiempo pasado fue peor. Más allá de cualquier dolor o pesar, de cuanto hemos perdido, de los años gastados, nada se puede comparar con la dulcísima experiencia de respirar en el presente, de vivir todavía el instante de oro. En el presente respiramos la esencia de todos los goces pasados y la luz purifica cualquier posible pesar. Presente: dulce y plena experiencia de respirar la luz, de ser luz.

*

¿Existe una sola verdad o muchas verdades? ¿Todo es uno o todo es diverso? Quizá todo sea a la vez uno y diverso, como pensaban —con palabras distintas— Lao Zi y Platón. Más allá de esta dicotomía hay una corriente en el tiempo y en las culturas que arrastra a aquellos hombres que han deseado saber más o más intensamente. La sed de conocimiento solidariza a los seres humanos. Pero ¿qué decir de la otra corriente, la de quienes no desean saber? Imposible librarse de los extremos. Hoy, como ayer y como siempre, fundir armoniosamente los extremos es el gran don que perseguimos.

*

En qué pocas ocasiones, en qué pocas Poéticas, encontramos fundidas la poesía y la armonía. Recuerdo, sin embargo, unas páginas excepcionales de Aleksandr Blok sobre esta fusión, sobre el sentido equilibrado y pleno de la vida: «¿Quién es un poeta? ¿Una persona que escribe versos? No, claro que no. Se llama poeta no porque escriba en verso sino porque dota de armonía al sonido y a la palabra, porque él es hijo de la armonía».

*

¿Qué significa ese inconfundible y melodioso rumor del viento en los pinos? ¿Es el crujido de la luz? ¿Es el paso del tiempo? No. Más bien ese rumor es la solidificación de un tiempo que nunca lograremos vivir: un tiempo vacío y musical a la vez, todo él extravío inagotable, infinito. En otra ocasión, cuando puse título a uno de mis libros de memorias de infancia, El crujido de la luz, me referí a ese crujido que produce la nieve cuando la pisamos.

*

A veces, la mujer es ese resquicio por el que el mundo nos deja ver su carácter divino. El cuerpo de la mujer a nuestro lado o entre nuestras manos: el buen oro de lo misterioso fundido y solidificado, el Sueño cristalizado ¿Una prueba más de la sacralidad del mundo?

*

Pasamos los años haciéndonos desesperadas preguntas y no sabemos que, a nuestro alrededor, todo son respuestas. Ahogados en un turbión de preguntas, no queremos o no sabemos ver las respuestas continuas que la naturaleza nos ofrece. Rara vez aceptamos el mundo tal como es: como una única, grande y clara respuesta.

*

Aldous Huxley dedica casi todas las páginas de su ensayo sobre Ben Jonson a atacar al Romanticismo y a la literatura inspirada. También a aplaudir al realismo intelectual. Pero al final (quizá no muy convencido de su rigor racionalista) se contradice y escribe unas palabras que echan por tierra cuanto acaba de decirnos: «Lo cierto es que las grandes victorias del arte tienen lugar en un mundo que no es por completo del intelecto, sino que se encuentra como suspendido entre él y ese mundo inenarrable, pero de suprema realidad para quienes han penetrado en él». Moraleja: muchos escritores no llegan a lo que Huxley llama con sorna «misteriosa inspiración» no porque no quieren, sino porque no pueden. ¿Quién aguantaría, en concreto, la obra del propio Huxley si la priváramos de sus párrafos inspirados, artísticos, «misteriosos»? ¿Y qué pensar de ese profundo testimonio intelectual que fue su libro La filosofía perenne, esa antología universal de textos que remiten a la sabiduría de lo misterioso inspirado?

*

Nos esmeramos en cuidar de nuestras relaciones sociales, no cesamos de hacer planes y proyectos, buscamos incesantemente las soluciones fuera de nosotros sin saber que las obras más nuestras, más esenciales, a veces se conforman y maduran inconscientemente en nuestro interior. Incluso hay veces en que sentimos cómo esas obras se conforman y maduran en silencio. Maduran como madura la luz del otoño.

*

La prisa es una carrera hacia la muerte. La lentitud detiene el tiempo, ensancha el instante, propaga la vida en armonía.

*

Bien pudiera ser armonía una de las palabras claves para el ser. La vida, el mundo, es una armonía que nos empeñamos en vivir en desarmonía. Seguir los ciclos, las estaciones, las mutaciones naturales; observar el curso del macrocosmo y del microcosmo, y adaptarnos periódicamente a él. Vivir en plenitud; esperar con calma cuando nos asalte algún mal. Evitar, cuanto nos sea posible, la desarmonía. Esta es una de las claves del ser.

*

La irracionalidad de la vida humana —es decir, la existencia en el mundo de la enfermedad, de la injusticia, de la muerte— nos lleva una vez más a hacernos las preguntas de siempre. La irracionalidad del mundo y también su plenitud: el goce, la alegría, los ensueños. De este contraste brutal (goce-enfermedad, alegría-injusticia, muerte-sueños) nacen nuestras dudas decisivas: ¿Existe la Divinidad? ¿Existe un ser creador de la materia del universo y no existe para los actos y consecuencias graves de los humanos? ¿Creó la Divinidad el mundo y luego se retiró —o se anuló— abrumada por la complejidad de su obra? ¿No serán quizá los seres, los que ponen la desarmonía en su vida con sus actos, el caos, en un mundo que originariamente estaba bien hecho, o que simplemente era como debía ser? Pero ¿cómo comprender y aceptar la muerte de los niños, el dolor y la muerte de un solo niño, de un solo ser en el planeta? ¿Y cómo comprender que todas las ansias del hombre, sus sueños mejores, están destinados a ser convertidos en cenizas?

*

Plenitud de la noche perfecta de julio. Las estrellas puras, el viento cálido, el rumor del pinar y el canto de los grillos crean una melodía delicadísima y sublime. Nadie pondría en duda que —al menos por esta noche— el mundo está bien hecho, es extremadamente perfecto.

*

No es que en esta vida haya que ser, en principio, necesariamente malvados, pero ciertas actitudes radicales se prestan a que ciertos seres humanos así sean considerados. Porque existen momentos en nuestras vidas en que nos vemos obligados a decir que no. Hay momentos en que hay que negarse radicalmente a palabras, a actos, a personas, aunque ello produzca tensión o dolor a nuestro alrededor y aunque, por algunas razones, debiéramos decir que sí. Hay momentos en los que, simplemente, hay que decir que no para poner a salvo nuestro equilibrio, para no ser destruidos, para subsistir.

*

Para ahorrarnos muchas fuerzas y algunos disgustos hay que tener presente que al necio siempre se le convence con hechos y nunca con palabras. Y si estos hechos vienen avalados por el paso del tiempo —si el necio descubre la verdad tardíamente y por su cuenta—, mucho mejor.

*

Diógenes salió con su lámpara en busca de un hombre, de un solo hombre verdadero. Recuerdo que, a veces, en mi primera juventud, vagando por las calles de algunas grandes ciudades, no deseaba otra cosa que encontrar con ansiedad un alma, una sola alma verdadera, con la que poder intercambiar cuanto sentía dentro de mí.

*

Una vida excesivamente introvertida e intelectual suele llevar a no valorar el propio cuerpo, como si materia y espíritu no fueran una totalidad, como si el mundo no tuviera también su alma. Una hermosa frase de Tieck puede servirnos para esclarecer estas ideas: «Nuestra vida entera consiste en un doble esfuerzo: descender hasta el fondo de nosotros mismos y luego, olvidándonos, salir de nosotros mismos». Toda vida suele ser, en efecto, un continuo descenso a los infiernos. Luego —como diría María Zambrano— hay un momento en que es preciso dar la voltereta y, olvidando, como dice Tieck, salir de la situación infernal. Pero ¿cuál es el camino para esta liberación? A los labios me vienen unos versos de Pessoa: «O melhor é ter ouvidos / E amar a Natureza».

*

El confucianismo es una doctrina adecuada para moverse en sociedad. El taoísmo es la doctrina perfecta para movernos dentro de nosotros mismos. Confucio nos ayuda a «ir tirando» y a guardar las formas. Lao Zi nos ayuda a ser felices radicalmente, con todas las consecuencias, en un mundo difícil como el de hoy, que poco tiene que ver con las lúcidas teorías del sabio.

*

Nunca había oído vibrar a las cigarras con tanta fuerza. En el fondo del barranco se oye cantar a una de ellas con una intensidad y una dulzura que desconocía. Cierro los ojos y me concentro en su sonido. Me olvido de todo. Luego, cuando la cigarra calla, es el silencio lo que me invade. Y, en mi interior, este silencio se torna en dulce vibración, en armonía. La cigarra está dentro de mí. Cigarras, «tiernas como lirios» en la Ilíada. Canto de la cigarra: sonido y melopea del estío, monodia de la luz, armonía.

*

A medida que profundizamos en nuestras vidas y que maduramos, nos va rodeando un nuevo silencio: el de las personas que crecieron y progresaron con nosotros. Por el contrario, un nuevo fervor nos rodea: el de aquellos que sin suponer nada en nuestras vidas, sin tener intereses, nos muestran su atención y afecto. ¿Esta es la prueba objetiva de que estamos en otro plano de la existencia, de que no somos lo que fuimos, o que quizá hemos roto amarras que eran inútiles? Por el contrario, suele ser bien cierta la idea de que una amistad perdura siempre si es verdadera.

*

Entre el ansiar el más allá —abrazar la vía mística— y la vida puramente vegetativa, animal, existe otra senda: la del ignorante-ebrio que, al ignorarlo todo conscientemente, lo sabe todo. El ignorante-ebrio ignora los extremos, la dualidad; no persigue el cielo ni teme el infierno. El ignorante-ebrio no tiene más afán que el de respirar y gozar la luz.

*

Cuanto más arriba se asciende en la montaña de la vida (o del reconocimiento) más huracanados son los vientos que azotan. Esta es una verdad incuestionable. Pienso, sin embargo, que lo más difícil no es aguantar, impertérrito, los fuertes vientos de la cima. Lo más difícil es saber descender de la montaña a tiempo, simplemente saber descender. Y, al hacerlo, seguir, paradójicamente, ascendiendo en nuestro interior, siendo fieles a lo que debimos y debemos ser.

*

Tras la muerte de Robert Graves falleció otro grande y solitario león de la literatura: Gerald Brenan. Al parecer, Brenan murió con un único y gran pesar: el de no haber llegado a ser «un poeta auténtico». Es curioso que diga estas palabras un hombre que a principios de siglo, a sus veinticinco años, se retira del mundo con dos mil libros y se refugia en lo más intrincado de las Alpujarras. No cabe duda de que quien así se comportó tenía un alto concepto de la existencia y de la poesía. A veces, ese desmesurado deseo de fundirse con la soledad en plena juventud da la talla de ciertos poetas conocedores de sus límites, pero verdaderos.

*

Era mediodía. En el cristal del salón se oía un ligero y desesperado repiqueteo. Un petirrojo había quedado atrapado en la casa. Engañado por la luz y el verdor, el pájaro intentaba escapar golpeando desesperadamente con su cabeza el ventanal. No es la primera vez que esto sucede y que descubro un pájaro muerto en el salón a fuerza de engañarse con la luz, de golpearse contra la falsa realidad del cristal. Algo parecido sucede a veces con los humanos: atraídos por la luz, golpean y golpean la realidad —el cristal—, se estrellan contra ella hasta huir o morir en la empresa. Afortunadamente, llegué a tiempo de recoger al pájaro, de abrir la puerta y de arrojarlo al aire, a la luz que deseaba. Voló entre las ramas a una velocidad increíble. Pero ¿cuál es la mano que —sin peligro— nos puede conducir a los humanos a la plena libertad de la luz?

*

Descendí a lo más hondo del barranco, a un lugar en el que a lo largo de doce años no había estado. Allí crecían salvajes, húmedos, espesísimos, los algarrobos y las sabinas, las jaras y los abetos. Era tal la espesura que no se podía avanzar. Abrí con dificultad una senda hacia aquel enmarañado verdor. Estoy seguro de que nadie había hollado nunca ese espacio. Deseé contemplar en síntesis —como quien utiliza un microscopio— allá, en lo más recóndito del valle, la verdad de la naturaleza, la verdad de la vida. ¿Y qué es lo que en síntesis vi? Un continuo crecer y morir, un incansable florecimiento y una inagotable putrefacción. Era como si la muerte de unas plantas alimentara la juventud de otras. Había troncos enormes de algarrobo caídos y podridos junto a las nuevas y flexibles ramas, de un verdor claro, vigorosamente erguidas. Y flores brotando de la gruesa capa de humus. Crecer y morir continua y cíclicamente. No hallé otra verdad más real, más hermosa y terrible en lo más hondo del barranco.

*

Durante varios días me ha rondado (y obsesionado) la verdad descubierta en lo más profundo del valle. ¿Cómo neutralizar esa dualidad del vivir? ¿Cómo ignorar u olvidar ese ciclo perfecto de corrupciones y de florecimientos? ¿Dónde hallar una verdad intermedia? Afortunadamente, la he encontrado en la música. Una música inspirada quiebra —¿momentáneamente?— la incertidumbre que produce la dualidad. La música es el más fiel y real reflejo a nuestro alcance de la anhelada Unidad.

*

Bajando a lo hondo del torrente para recoger leña he vuelto a encontrarme con el enorme algarrobo de la vida y de la muerte, con el árbol en continuo rebrotar y pudrirse. Y en su tronco he encontrado una inesperada sorpresa: la gírgola, la más rara y exquisita de las setas que crecen en estos bosques. ¿Qué significa este hongo que brota de la vida y de la muerte del árbol, este nuevo signo? Algo hay, algo debe de haber más allá de la vida y de la muerte.

*

Decía Debussy que, a medida que pasan los años, van aumentando en el artista «la incertidumbre y la ociosidad». Quizá ambas actitudes son reflejo de la inevitable dualidad del ser. También podríamos decir que las que en realidad aumentan son la reflexión y el vacío mental consciente. Cada una de estas actitudes contrapuestas (incertidumbre-ociosidad, reflexión-vacío mental) intentan anular a la otra. Y los reflejos de ellas son infinitos: aumentan la duda y la certeza, la amargura y el placer, la oscuridad y la luz, el ser y el no ser. Ante la imposibilidad de fundir los contrarios hagamos lo posible para ser fieles a la segunda actitud: la del ocio fértil, la del vacío lleno por consciente, la de la certeza, la del placer, la del no-ser siendo, la de la luz.

*

¿Cómo explicar la finitud, la muerte? ¿La muerte sería el fin natural que una Divinidad celosa le impone a los humanos? Según El libro de los cambios, «Dios impugna al hombre en el signo de lo creativo». El deseo de saber, la creatividad humana, el Arte, deben tener un fin. De lo contrario, también los hombres llegarían a ser como dioses. Pero de esta dura idea surge otra positiva e iluminadora para una vida plena: no superar jamás los límites naturales, ponerse en todo momento en sintonía con la totalidad, parece ser la vía más justa e inequívoca.

*

Ha pasado otro año. El cielo extraordinariamente azul, el valle verde y en su centro —otra vez— el almendro cuajado de flores blancas; otra vez la permanencia de lo natural y, a la vez, algunos pequeños signos de cambio, como el erizo que ha regresado con la humedad y que ha caído y quedado prisionero en el recipiente donde el perro come. Y a los labios me vienen unos versos de Antonio Machado: «Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar».

*

Vivir en el país en el que siempre sople este viento sabroso de poniente, que alegra el ánimo y aligera nuestros miembros, que da vida. Vivir siempre las noches en que pasa este viento claro y seco de poniente que hace aún más cálidas y misteriosas las luces perdidas en la arboleda. Vivir donde no habite el viento húmedo y perturbador de levante. (Ya tenemos otra vez aquí los extremos, la obsesiva dualidad).

*

En una esquina de la terraza reposan resquebrajados los restos de la vieja ánfora romana. Su superficie está llena de conchas, moluscos y ásperas incrustaciones fosilizadas. Es solo un trozo de tierra reseca y quebrada. Y, sin embargo, la conservamos porque en sus veinte siglos de antigüedad el Tiempo se ha congelado. Lección de la simple materia que, no siendo nada, lo es todo.

*

Canto del mirlo: ¿tenaz y desesperado afán de contener en un silbo toda la belleza y la perfección del mundo?

*

El verso es la palabra originaria, fundadora; palabra que reproduce el ritmo del mundo. Por eso, al leer el verso, al respirar las palabras, respiramos el ritmo y la música del mundo. Y nuestro pecho se inflama entonces de eternidad musical.

*

La mejor educación es ejercer el ejemplo; pero un ejemplo natural, persistente, sobrehumano a veces. Un ejemplo que reproduzca las invariables constantes de la naturaleza. Que un maestro o un padre sean ejemplares para los niños como lo son los arquetipos: el otoño, el alba, el ocaso, el crecimiento del árbol, el curso del agua entre las duras rocas.

*

Cuando la Unidad se deshace o se fragmenta, al final siempre aparece lo caduco. Del único y grueso tronco del chopo surgen cuatro grandes ramas, y de cada una de estas ramas una multitud de pequeños ramajes. El final de este microcosmo, la copa del árbol, termina en una única hoja que comienza a amarillear, que pronto caerá. La infinidad de pequeños ramajes conocerá el invierno y la caducidad. Sin embargo, el único y grueso tronco originario conservará todo el invierno en su entraña la savia de la vida. Una vida que él extrae, en silencio, de lo negro subterráneo.

*

Despertarse inesperadamente en medio de la noche y sentirse sobrecogido por el silencio y por la soledad absolutos del valle. Y sentir en el rostro el soplo infinito, la vaharada azul de los astros, como el aliento de un dios mudo que desea posarse en nuestro rostro, mientras dormimos, para despertarnos del vivir rutinario, inconsciente.

*

El furor intelectual y religioso de Ramon Llull es un misterio. No es fácil comprender el sentido último de su enérgico afán. Llull es, verdaderamente, entre los humanos geniales, un caso único. Su vida y su obra son sobrehumanas. Pero esa mezcla impetuosa que en su vida se dio del ermitaño y del fanático predicador de plaza, ¿no nos permite afirmar que en él pudo más la desarmonía que la armonía? ¿No explicaría la inferioridad de su obra poética con respecto a la prosa esta derrota?

*

¿A veces, Giordano Bruno parece un imitador de Ramon Llull? Si las personalidades de ambos autores fueran dos obras pictóricas, ¿no podríamos decir con entera justicia que Bruno fue una copia de Llull? Y, sin embargo —si nos atenemos a la esencia de sus mensajes—, la heterodoxia de Bruno rehúye todos los dogmas, es —valga la redundancia— mucho más heterodoxa que la de Llull.

*

Para el escritor no existe reconocimiento mayor que el que le ofrece el lector anónimo; ese lector apartado, sin poder de ningún tipo; ese lector —dicho sea con todos los respetos— que no existe. El creador arroja su palabra nueva al océano de la noche y, en una orilla apartada, el anónimo lector recoge el mensaje, sintoniza con la palabra revelada. No otro es el fin de la creación: encontrar un espejo claro y anónimo donde reflejar la palabra inspirada.

*

He aquí el triángulo que concierta y armoniza lo humano y lo misterioso:

Música

Palabra Número

Aunque quizá podría establecerse otra versión más concreta, más dogmática, de este armónico triángulo:

Religión

Arte Ciencia

O una tercera más concreta y comprensible:

Mozart

Fray Luis Einstein

*

Casualmente descubro en un texto infantil la siguiente frase, aparentemente superficial y ligera: «Si buscas algo que no haya en este mundo, corre, ríe, canta, baila. Canta, amor, baila; baila, amor, canta; ríe, amor, corre; corre, amor, ríe». Parece solo un simple trabalenguas, pero derviches y sufíes no hubieran ejemplificado mejor con palabras la práctica del ser felices desde la absoluta despreocupación.

*

Días de vientos huracanados. En el jardín, un joven abeto se ha inclinado peligrosamente, corre el riesgo de ser arrancado de cuajo. Lo hemos sujetado a duras penas con unas cuerdas a otros troncos. Vientos fortísimos e inesperados, impotencia del árbol joven —pero mal arraigado—, desesperadas ayudas y apoyos. No puedo por menos que ver en ese árbol la vida del hombre. Otra vez la naturaleza explicando con su lenguaje de símbolos la norma y la verdad humanas.

*

Al fondo, las enhiestas montañas. Delante, todo el valle cargado de pinos. En primer lugar, tres almendros cuajados de flores, tres fogonazos de luz. Un paisaje así, tan misterioso y perfecto, me hubiera hecho llorar en mi adolescencia. ¿Qué filtro hay ahora en la pupila? ¿Qué niebla la voz? ¿Qué muro contiene en el ojo las lágrimas, la alegría? ¿Por qué, a medida que pasan los años, el mundo tiende a desacralizarse ante nuestra mirada?

*

El valle perfecto, el jardín ahogado en las flores y en los trinos de los verderones, la casa envuelta en el silencio de los libros y de la música: el paraíso. Y, sin embargo, la sangre no discurre por las venas con la tensión adecuada. El paraíso está demasiado bajo, a la altura de la mar. El paraíso existe, pero la sangre necesita ascender, subir a luces más altas. Habrá otros paraísos en la altura, pero sin duda los habitarán seres cuya sangre necesite de la bajura, de la proximidad de la mar. La sangre, la carne perecedera y la belleza del mundo solo pueden estar temporalmente en armonía. Por eso, quizá, para los humanos cualquier paraíso vivido sin consciencia puede ser una «jaula de oro». Como para Giacomo Leopardi era su palacio paterno.

*

Estrujar con la mano un puñado de frescas hojas de eucalipto y aspirar plácidamente su perfume: fundir durante unos instantes —mientras el perfume dura— el microcosmo de la hoja con el macrocosmo de nuestros pulmones.

*

El buceo, el baño en la mar, reproducen con gran fidelidad las condiciones del útero materno. Es como si se regresara a la inconsciencia y a la plenitud primeras. Sin embargo, el peso de nuestros sentimientos y de nuestros pensamientos —el peso de la realidad— nos hace caer, paradójicamente, hacia arriba, nos obliga a salir a flote. Lo que en nosotros queda del niño tira plácidamente hacia lo hondo, pero la gravedad de los años vividos tira de nosotros hacia la superficie. Esto sería una versión metafísica del conocido principio de Arquímedes. Este se hubiera asombrado de la variante de su principio, según la cual los cuerpos ascienden y flotan en el agua a causa de su consciencia y de su dolor.

*

El suicidio, por todo lo dicho anteriormente, es el más urgente y desesperado método para llegar al útero materno, es decir, para matar voluntariamente la consciencia. Quien no sube a la superficie, quien no regresa de la inmersión marina, halla —¿la halla?— la paz primera, anula la tensión entre pensamiento y sentimiento, pero deja de ser. ¿El suicida es el hombre más radicalmente niño?

*

Noche dulcísima de julio. Un año más, la mágica vibración de los grillos propaga hasta las estrellas la idea de armonía infinita. ¿Cómo traspasar esta armonía al ser? ¿Dónde la música que mantenga la serenidad de esta noche, la insondable belleza del mundo?

*

El monasterio —su claustro— achica el cosmos, resume el universo, es macrocosmo en el que feliz y en soledad se identifica el microcosmo del ser, del solitario radical, con todas las consecuencias.

*

Desde hace unos días un grillo ha entrado en la casa, y canta toda la noche entusiasmado en alguna grieta. No hemos podido dar con él. Su afán de armonía y de ritmo nos persigue y nos obsesiona noche tras noche. Y, sin embargo, nosotros seguiremos sin aprender su lección sin palabras, la lección de su música humilde.

*

La luna amarilla asomando y ocultándose continuamente tras las negras nubes. Sucesión de la luz y de la sombra en la noche. Como en la vida: el conocimiento y el temor, el saber y el ignorar en un tiempo insondable, angustioso, infinito.

*

En todo paraíso siempre habita una serpiente. Lo que se trata es de saber dónde está agazapada.

*

Escribir en la página en blanco y, al hacerlo, irnos dando cuenta de que estas palabras —estos signos— durarán más que nosotros, serán más resistentes al paso del tiempo que nuestra compleja maquinaria corpórea. Sentirse derrotados por el signo, ¿no es terrible?

*

Biblioteca: ¿el conocimiento inmortal o la muerte solidificada?

*

Hacía más de un mes que sabíamos que el perro había tenido crías. Durante todo ese tiempo hemos seguido a la madre, que subía, empapada de sudor, del barranco o abandonaba el bosque sin que supiéramos dónde escondía a sus crías. Queríamos ayudarla, pero su naturaleza se bastaba a sí misma. Al fin, debajo de la ladera del jardín, en una cueva excavada en la arenisca del torrente, hemos descubierto once perritos, once aullidos de vida que todo lo podían contra la soledad del valle.

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¿Lo amargo es verdaderamente lo mejor? ¿En lo dulce está lo fácil, lo perecedero, lo débil? Me he vuelto a plantear un año más esta duda al ver los dulces frutos caídos del algarrobo sembrados de avispas. ¿En lo dulce está lo perecedero, el peligro? No. Simplemente a lo dulce sucede lo amargo, a lo pleno y maduro el peligro. En cuanto los frutos —humanos o no— maduran, aparecen inexorablemente las «avispas».

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Las avispas me llevan a recordar una historia. Un campesino había subido al bosque para dar de comer a las abejas de sus colmenas. Salió llevando el recipiente, pero el tiempo pasaba y el hombre no regresaba a casa. Cuando al atardecer subieron sus familiares a buscarlo vieron un bulto informe y dorado, como un montón de trigo bajo el sol del atardecer, a la entrada del bosque. Era el cuerpo muerto del campesino cubierto totalmente por millares de abejas que lo ocultaban. ¿Qué consecuencia se puede extraer de este terrible hecho, del montón de abejas que el último sol doraba y hacía temblar? Acaso esta: nunca alimentes el peligro que pueda salirte al paso en tu camino.

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Inagotable lección del mundo bucólico y pastoril de El Quijote, de los espacios amenos y arcádicos en los que el ser humano reposa de sus locuras o en los que, feliz, semidesnudo, despreocupado, hace sus piruetas. El prado y el encinar, las riberas y las sierras de El Quijote, en cuya armonía el hombre amansa sus sueños, vacía de locura su corazón. La naturaleza plena como terreno neutral en el que deshacer las batallas entre la realidad y los sueños, los combates —¿inútiles?— contra los molinos de viento de la vida.

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Pensar en los momentos verdaderamente decisivos de nuestra vida, en los momentos en los que nos enriquecimos espiritualmente y nos transformamos; pensar en los escalones de la vida que nos hicieron ascender hacia la consciencia. Los instantes en los que nuestras vidas fueron a la vez dolor y goce, sombra y luz. Esos momentos en los que sentíamos cómo se rompían en nosotros nuevos «cordones umbilicales» y, al romperse, nos sentíamos re-nacer.

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Cuánto tiempo transcurrido, cuánta acumulación de conocimientos inútiles, cuántas caídas y cuántas luchas hasta aprender las cuatro o cinco verdades: que no hay que preocuparse de nada, que hay que gozar el instante, que hay que amar la calma y la libertad, que hay que imitar la naturaleza, que hay que respirar plena y correctamente. Nadie nos habló en nuestros años de formación de esas verdades. Y si alguien lo hubiera hecho nos habríamos echado a reír.

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Leve y aromado humo de las hogueras, ligeras neblinas azuladas, suaves escarchas de las madrugadas, el vapor que desprenden las hojas húmedas al alba bajo el primer sol, el perfume de la tierra caliente tras el chaparrón fugitivo. Levísimos y huidizos signos ¿de qué mundo? Fantasmagóricas señales ¿de qué vida? Belleza diluida y finita ¿de qué infinita belleza?

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Hace unos días que han abandonado la casa que hay a levante, sobre una de las colinas. Ha pasado muy poco tiempo, pero ya he podido apreciar en la casa, en el huerto, en la atmósfera del lugar, el abandono, la desolación, la falta de vida. Cada cosa —desde las piedras a las plantas— brilla feliz con el cuidado y el afecto de los seres humanos, pero cuando estos se van, tristeza y abandono lo invaden todo. Ello es prueba no solo de que ese todo está vivo y de que, al estarlo, agradece la atención y el afecto. También de que todo lugar es sagrado cuando el ser humano vive sagradamente en él. El ser humano recrea (o debiera recrear) el mundo a su alrededor con su presencia armónica.

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Lo maravilloso y lo terrible de la isla radica en sus fuerzas extremas: lo intenso y lo turbulento, lo seco y lo húmedo, lo maduro y lo corrupto, la exaltación y la depresión, lo femenino y lo masculino, Tanit y Bes. La dulce diosa de la tierra y el dios maligno de los púnicos se reparten el año solar de la isla con sus dones y con sus condenas. Tanit encanta a los corazones viajeros; Bes los arroja de aquí o los somete a pruebas extremadas. Algunos días, las almas inspiran armonía divina; otros, la carne espira oscuro dolor. En la isla de los extremos que explican el mundo —todas las islas, todas las tierras— se puede flotar como dioses y, a la vez, vivir la vida como cualquier animal.

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¿Por qué no vivimos la vida despreocupada y fugaz de la roca, de la planta, del ave? ¿Por qué no cumplimos nuestro ciclo vital con despreocupación y naturalidad? Utilizando el lenguaje platónico del Fedro, ¿por qué viven algunos seres humanos inspirados, es decir, por qué fueron iniciados? ¿Dónde o cuándo contemplaron por vez primera el rostro eterno y sublime de la Belleza, de tal manera que ya no pudieron olvidarla? ¿Por qué quedaron desasosegados, huérfanos, con sed de otra vida, con afán de ascender a lo celeste, con necesidad de recuperar la perdida Belleza? Y llamo Belleza a lo que el Pseudoareopagita reconocía como «lo bello supraesencial».

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El ciprés, como cualquier árbol, pretende unir la muerta tierra con las vivas nubes, lo negro subterráneo con la luz aérea, lo que queda con lo que pasa. Pero, tarde o temprano, el ciprés muere en su empeño. Antes, ha sembrado contra el ocaso la belleza en nuestros ojos. La belleza —la copa del árbol— no es otra cosa que un deseo de arañar la luz, lo imposible.

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El perro lucha desesperadamente con el erizo que aparece cada otoño. El erizo se ha hecho una bola y rueda de aquí para allá sin que pueda hincarle los dientes. Insiste el perro tenaz y estúpidamente en su empeño de aferrar lo imposible, el peligro. Al fin, abandona la lucha derrotado, con su lengua y su hocico heridos por las púas. Sin embargo, estoy seguro de que el próximo otoño, cuando el erizo regrese, el perro volverá a su peligroso juego: a perseguir lo que le produce dolor. Lo mismo que suelen hacer los seres humanos. Es significativo que nuestros primeros místicos (Osuna, Palma, Laredo) utilizaran esta imagen del erizo acosado, pero indestructible, para poner de relieve la fuerza del ser replegado, interior.

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Las grutas, los acantilados, los volcanes, la alta mar, las cimas de las montañas, son los límites, las fronteras que no se superan sin riesgos, los espacios que se abren al Enigma.

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Las palabras que ha emitido el físico inglés Stephen Hawking —el padre del big bang, el Einstein de nuestros días— durante una conferencia me han hecho recordar ciertas ideas del taoísmo esencial. Hawking dijo al final de su conferencia que iba a callar, a no hablar más —ni a hacer pensar más a los oyentes— para no seguir aumentando el desorden cósmico o entropía. Si hasta la palabra va contra la armonía del universo, ¿qué desórdenes no provocarán los ruidos de todo tipo, las contaminaciones, las guerras? Por ello, he pensado en la idea que el taoísmo tenía de la guerra, del caos. La guerra no surge entre los humanos porque sí, sino que es el resultado final de un proceso progresivo de palabras airadas, de odios, de tensiones: de desarmonía. Es curioso que el mayor físico de nuestro tiempo y los antiguos taoístas hayan llegado —a veintiséis siglos de distancia— a las mismas conclusiones. ¿Acaso por caminos distintos? ¡Qué importa! Lo asombroso es reparar, una vez más, en que cualquier tipo de desarmonía —comenzando por la del pensamiento y la de la palabra de los hombres— desequilibra la armonía universal. Y qué bien se comprende ahora la fértil y dura solución taoísta: el silencio (pleno).

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Comprendo a Jung cuando en sus momentos de mayor tensión intelectual, de mayor inseguridad vital, recurre al mensaje de las religiones. Todo ser humano, en sus momentos críticos, acude a esa llamada porque, en el fondo, las religiones son el más acabado intento (por radical y desesperado) de desvelar los misterios de la naturaleza y del hombre. La religión, claro está, no entendida como «opio del pueblo» (Marx), ni como sublimación de impulsos sexuales (Freud), sino como una aspiración hondísima de la Psique hacia el Enigma. Y como lo que sana.

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Caminar, soñando, con la Hembra Misteriosa. Revelación en el sueño del símbolo. Llevarla abrazada por la cintura y sentir que su cuerpo es, a la vez, de aire y de fuego. Y, caminando a su lado en sueños, sentir que uno también es de aire feliz y de fuego gozoso. Sentir su cuerpo como un fuego que no quema, como fuego de oro, como música negra. Y despertar en ese preciso instante en el que abrimos los labios para besar sus ojos cerrados.

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Las ramas desnudas del almendro llenas de gorriones. También ellos sueñan las flores, los frutos, bajo el negro chaparrón de noviembre. Los gorriones son ahora los frutos del almendro. Dentro de poco, cuando se haga de noche, los frutos del árbol serán las estrellas. Hasta las cosas más desnudas tienen y dan sus frutos.

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Pocos nos han dejado como Rilke una visión tan lúcida de la soledad y de sus frutos. El solitario puede recibir, según Rilke, de la soledad una condena y dos dones. La condena es la que le puede llegar de los enemigos de la soledad, de aquellos que no dejan de acorralarle como si fuera, nos dice, «un animal cuya caza estuviera abierta». Los dones son dos: la gloria y la santidad. La gloria es engañosa, es difícil sustraerse a ella. Con la gloria pagan al solitario los enemigos de la soledad cuando ven que no pueden destruirlo. (El cazador mitifica a la presa extraordinaria cuando observa que no le puede dar alcance). Así que la gloria es también un peligro: «No pidas a nadie— continúa Rilke— que hable de ti; ni siquiera con desdén. Y si con el tiempo oyes que tu nombre circula entre los hombres, permanece indiferente. Piensa que se ha echado a perder y recházalo. Búscate otro cualquiera, para que Dios pueda llamarte en plena noche. Y no lo digas a nadie». Es la llegada a la difícil santidad, el vivir las «grandes correspondencias». Lao Zi no escribió unas palabras tan duras y tan bellas.

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No sabía por qué estaba pasando toda la noche en vela. De madrugada, me vestí y fui a pasear por el camino del bosque. Gran silencio, aire purísimo, primer halo de luz sobre el labio del monte que se alza a levante. Cantó un gallo joven. Luego, ladraron algunos perros, que despertaron a los pájaros. Entre unas brumas rojizas se deshacía la luna llena de este mes. Quizá ella era la causa de mi insomnio.

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Repasando la biografía de Lorca reparo, una vez más, en aquellas constantes o arquetipos que se repiten en la infancia de casi todos los poetas y de las que brota el manantial de su futura inspiración: la naturaleza (ante todo); las canciones, melodías y cuentos primeros; los ritos religiosos, los enigmas arqueológicos y legendarios, la enfermedad y los muertos. A su vez, recuerdo —ya dentro del tema de la naturaleza— los siguientes subarquetipos: el arado entreabriendo la tierra fresca, las hogueras y sus aromas, las estrellas, los rebaños, el perfume de la tierra después de la lluvia, las aguas fluviales o marinas (el agua, que está siempre presente en la infancia de los poetas).

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Tiene razón Antonio Machado al decir que los primeros éxitos se producen en los sitios donde el triunfo es más costoso y resonante. (Desesperante y, a la vez, embriagadora ascensión de la primera juventud). Pero resulta curioso —por el contrario— que los últimos éxitos, los mejores y los más maduros, se produzcan en los sitios más fáciles y en silencio. No hay mayor logro que el de conocerse a sí mismo en la soledad y en el vacío de ser.

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Alcanzar en la vida el dificilísimo arte de la armonía, a sabiendas de que la vida es el reverso del arte y el arte el reverso de la armonía.

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Cada noche, plena de vivencias y de sueños, el tiempo no tiene fin. Nos llaman los astros y nos sentimos un poco seres celestes. O destinados a lo celeste. Por el contrario, de madrugada, al despertar, sentimos los miembros pesados, temor a que el nuevo día se abra con todos los pesares y sinsabores que acosan al ser que se sabe perecedero. Por la noche, velamos ebrios de sueños. De madrugada, insistimos en dormir para no sentir la herida de la realidad, que se entreabre —como nuestros ojos— con la luz.

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No perder nunca los nervios para seguir manteniéndose en lo radical, en lo difícil, en los límites. No perder nunca los nervios para mantenerse en el equilibrio, en la armonía de la propia vida, de la propia obra. Atentos siempre para evitar los riesgos que los límites comportan: la persecución, la condena, la destrucción.

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La única fuerza ante la que se sienten indefensos los poderosos es siempre de tipo espiritual. Por ello, perseverar en los valores del espíritu significa estar perfectamente defendidos frente a la saña de los más fuertes, del poder.

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En algún lugar he leído que el mal es algo fundacional. Es decir, algo que no cesa de expandirse, de proliferar, para perfeccionarse. Pensamos ingenuamente que cualquier ataque, cualquier mal, siempre son los últimos. Pero estos vuelven a repetirse, no cesan. Afortunadamente, el bien tiene las mismas características, no cesa de repetirse para aquellos que no temen los extremos. *

Un año más el petirrojo salta en la terraza, ha vuelto para picotear en los troncos cortados, muertos. Un año más, las eternas constantes transparentemente expuestas: la viva belleza y la muerte, el tiempo que pasa sin parecer que pasa, la monotonía de los ciclos estacionales. Con el comienzo del año llegan los narcisos como primer símbolo de ese eterno retorno. Luego, aparece el petirrojo. No mucho tiempo después, el almendro se lleva, con su fugitivo fulgor, a los narcisos y al petirrojo.

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En una ocasión visitaba, en compañía de otras personas, el tholos de Delfos. Vibraba en el aire ardiente del estío el canto de las cigarras, pero solo prestábamos atención a la lección de las ruinas, a los legendarios datos de la Historia. Cuando abandonábamos el lugar, un viejo que vagaba por allí entreabrió su mano sarmentosa para enseñarnos una pequeña y verde cigarra. Pero nadie prestó la más mínima atención a aquel insecto que el anciano mostraba con una sonrisa. Todos estábamos orgullosos de haber atendido a la ruinosa lección de las piedras, pero nadie parecía haber escuchado la vibración de las cigarras, el signo de la armonía plena sobre las ruinas de la Historia. Es curioso que de aquella visita hoy solo recuerde el gesto del vagabundo, el símbolo que él tenía apresado en su mano, la vibración sacra de un humilde insecto en los barrancos de Delfos, cerca de la fuente Castalia, ahora seca, muerta, sin música.

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Medianoche enlunada, fría y pura, de invierno. Paz en el aire. Pienso en lo que los maestros taoístas llamaban los «vapores blancos», los alientos septentrionales de la medianoche invernal. Respirando esta luz fría el espíritu se reconcilia con el cuerpo y el cuerpo con el mundo. Es la suprema Unidad.

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Hay palabras que, por más que se griten, no suenan, no se oyen. Por el contrario, hay silencios que, por más que se acallen, hablan a la manera del agua del manantial, la cual sortea las rocas y se expande sin cesar.

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Primeros días de calor primaveral. Me adormezco debajo del naranjo. Cierro los ojos y, progresivamente, voy captando los cantos de los pájaros. Primero reparo en los más vivos y cercanos. Luego, en los de una distancia media. Al fin, con dificultad, escucho los trinos más lejanos, los del bosque. Concentrado en estos sonidos con los ojos cerrados, sintiéndolos al unísono, la cabeza se me llena de un denso murmullo, de una música extraña. ¡Y pensar que son sonidos en los que apenas reparamos cuando abrimos los ojos, cuando miramos —sin verla— la realidad!

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Escucho por la radio las declaraciones de un condenado a muerte en los Estados Unidos, de una persona que mañana a estas horas ya no estará viva. Entre otras cosas dice: «Todo lo que el hombre necesita lo tiene dentro de sí mismo». ¡Doloroso debe de ser comprender, en sus circunstancias, esta absoluta verdad! Aunque él ha pronunciado estas palabras con una serenidad extrema.

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Ser, ante los males de todo tipo, lago sereno. Ser, en nuestro avanzar, arroyo claro. A la manera del lago sereno alejar en silencio las ondas que en nosotros provoca cualquier piedra que nos arrojen, cualquier perturbación, y volver a la calma. Avanzar como el arroyo, derramándose en los espacios libres, pero rehuyendo las rocas impenetrables. O desgastarlas suavemente, lentamente.

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Sembrar es lo que importa. Aunque, a veces, la helada o el cierzo abrasen flores y frutos. Sembrar siempre, con naturalidad, sin pensar en la cosecha, en los resultados que vamos a obtener.

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Apenas comienzan a palidecer los montes por levante y llega el primer temblor de la luz, los pájaros empiezan a cantar con ebriedad. En estos cantos primeros radica uno de los mayores misterios. Los pájaros cantan apenas ven temblar el alba y, con su canto, tiran y tiran de la luz. Mientras, el mundo aún duerme, no llego a comprender este indescifrable combate de los pájaros con la primera luz.

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Con ser hermosa y significativa la imagen del río en Heráclito, aún lo es mucho más en el pensamiento primitivo oriental: en Lao Zi, en Confucio y, por supuesto, en sus orígenes, en El libro de los cambios. El río en Heráclito se contempla, está fuera de nosotros; en los orientales, nosotros somos el río y todo a nuestro alrededor es río en la naturaleza. En cualquier caso, el tema me lleva una vez más a apreciar la oscura relación que existe entre el pensamiento primitivo griego y el oriental. Todavía no sabemos con precisión cuál fue el puente que unió ambos saberes. Y volvemos a pensar en el mito, fabulamos con la leyenda de Lao Zi huyendo hacia Occidente llevando su saber a algún ignoto punto de Asia Menor o del Mediterráneo.

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Otra vez la presencia del símbolo. Lo observo ahora fijado en esa cerámica vidriada que encontré entre los objetos inservibles de un rastro. Reposa en la estantería, junto a una de las obras que más amo: los dos tomos de los Philosophes taöistes de la Pléiade. Alguien trajo esa cerámica de Oriente. Lao Zi cabalgando sobre su búfalo en dirección a Occidente.

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Leyendo las páginas que Valerio Máximo dedica a la interpretación de los presagios en el mundo romano, me doy cuenta de su paralelismo con la lectura e interpretación de los signos del I Ching. Tanto los presagios de los romanos como los signos o trigramas de los orientales (kua) no son sino meros cauces por los que la conciencia debe dejar fluir lo que nos conviene o lo que no nos conviene. Encauzar la mente y procurarnos el bien gracias a presagios y a signos es el sentido sano y noble de estas prácticas, tan alejadas tanto de todo vacuo fanatismo como de cualquier racionalismo estéril.

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Después de doce años descubro en el valle, medio ahogado por arbustos y malezas, otro almendro. Es invierno y están secas sus ramas, pero entre la yerba aparecen las almendras, los frutos de los últimos años que nadie ha recogido. Aparentemente, su aspecto es bueno, pero al abrir sus cáscaras veo que todas las almendras están renegridas o podridas. ¿Cómo interpretar esta soledad de los frutos que durante años nadie ha recogido? ¿Acaso pensando que todo fruto producido en soledad está condenado a la corrupción, que no es aprovechable? ¿Es que acaso les aguarda mejor destino a las almendras que descansan sanas en el almacén, las que el campesino recoge cada año, una a una, con esmero? Estas tienen, sin embargo, una utilidad.

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El buen tiempo se prolonga este año anormalmente. Estamos a mediados de noviembre y aún sigue el calor. Las estaciones están trastornadas y ello repercute en las plantas. Alguien me ha dicho que ha visto ya almendros floridos. Algunos manzanos no acaban de madurar, como debieran hacerlo en estas fechas. De otros, ya han recogido sus manzanas. Manzanos y álamos siguen con las hojas verdes. Las adelfas aún tienen flores. Pero lo más prodigioso es lo que hoy me han contado: un campesino se ha puesto a regar en estos días del otoño tardío un peral y, pocos días después, el árbol se ha llenado de flores. Este año, quién lo diría, la primavera ha llegado en noviembre.

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«¿Desde cuándo se llama Can Cuco a la casa que hay en esa loma?», le pregunto a la persona que, con más experiencia, me suele hablar de este valle. «Desde siempre», me responde. Mi pregunta nace de que, durante doce años, el cuco no ha faltado a su cita y canta entre los pinos de esa loma. La naturaleza —una vez más y a través del canto del cuco— se decanta en topónimo, da nombre a la que podía ser una loma más, una loma anónima. La denominación, sin embargo, es engañosa y la palabra posee un significado que es derivación de otro originario del lugar: cucó. Pero lo cierto es que hoy esa loma ya se ha quedado con el nombre que le hemos atribuido sus vecinos: Can Cuco y no Can Cucó.

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Enero. Hay que podar apresuradamente antes de que finalice el mes. ¿Por qué estos drásticos tajos, esta agresión a las plantas vivas? Es como si la vida precisara continuamente de «cortes», de limitaciones. Con el manzano ya bien podado, pienso en el «nada en exceso». A mis pies, las varas marrones y moradas cortadas. Pero el árbol volverá en pleno verano con sus ramajes, con su esplendor.

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Con el preludio de la tormenta, con su desarrollo y con el fin de la misma, compruebo una vez más el papel que la ionización del aire juega en el proceso tormentoso. Un papel que los mismos científicos ya han observado y probado: el de la influencia de la climatología sobre el cuerpo de hombres y animales. Tras la tormenta, el aire ha quedado purificado y lleno de (buenos) iones negativos. Los cuerpos están relajados y los pájaros cantan. Sin el temor del trueno, el perro se estira feliz y abandona la casa. Y recuerdo la (aparentemente) inexplicable frase de Heráclito: «Todas las cosas las gobierna el rayo».

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El búho no ha cantado este año. ¿Por qué? Es probable que se deba a que hemos tenido un otoño y un invierno muy secos. El búho se habrá quedado, en definitiva, en otro valle más húmedo sintiendo cómo la noche llega a sus ojos. Y pienso en si esta afinidad del búho con lo húmedo no explicará algunos de los rasgos fatídicos de esta ave. Lo húmedo como presencia de lo malsano, que ya subrayaron los presocráticos. Celebremos, pues, este invierno seco, aunque el búho no cante.

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La ausencia del búho me lleva a reparar en otra ausencia más grave: hace tres años que no cantan los ruiseñores, al menos con aquella frecuencia y tenacidad de entonces a finales de junio. ¿De qué huyen? ¿Acaso de la progresiva «civilización» de la isla? ¿Se han quedado en las torrenteras o entre las ruinas del norte de África? Habrá quien diga que soñamos, que imaginamos, aquellas noches de luna en las que los ruiseñores cantaban interminablemente. Es tal el grado de descreimiento de nuestro tiempo que hasta lo más natural nos parece lo más inaudito. Esperar al mes de junio para saber si volveremos a probar lo que ahora parece un sueño. Hasta entonces, repito con Carles Riba: «... la nit dels rossinyols, / ah dolcíssima cosa certa, certa».

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La antiquísima y tan repetida unidad del ser, los borrosos límites entre materia y espíritu, la dimensión de las almas, el más allá que los seres espirituales perciben desde el más acá, el misterio de los románticos y el misterio de Einstein, la tantas veces anatematizada «cuaternidad pagana»... Todo ello me lo vuelvo a encontrar resumido en Jung. Más allá de la concepción triádica del mundo de las mentes sistemáticas (espacio-tiempo-causalidad), Jung recupera y actualiza la concepción tetrádica del mundo, como los místicos: causalidad, sincronicidad, espacio-tiempo, energía indestructible.

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Vuelvo a reflexionar sobre el paisaje que han visto las personas que regresan de los procesos de coma; un paisaje que ha recogido una buena parte de la tradición pictórica y literaria. Al final del túnel de luz, hay un prado verdísimo y en él bellas y extrañas flores. Al fondo, se ve la entrada de un bosque suave y misterioso. El prado puede estar cruzado por un río de aguas oscuras y serenas. Gran sensación de placidez. Deseos de permanecer en ese espacio. ¿Arquetipo? ¿Símbolo? ¿Sueño? ¿Realidad de qué mundo? ¿Por qué es precisamente así, y no de otra forma, ese espacio ideal que sigue o precede a la muerte?

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Había brotado este invierno una planta muy fuerte y abundante al pie mismo del tronco del almendro. Existía el peligro de que el árbol —ya muy viejo— fuese devorado por la maleza. Por eso, arranqué la planta salvaje y dejé bien limpio y cavado todo el terreno alrededor del almendro. Sin embargo, hice esta operación demasiado tarde, en los días inminentes a la floración del árbol. Es probable que al cavar haya tocado alguna raíz del almendro, haya habido alguna forma de agresión a su savia. El caso es que este año el almendro no ha florecido. Al principio pensé que era una anormalidad más de este invierno seco, alocado, que hemos tenido. Luego, al ver que todos los demás almendros han florecido, he vuelto a pensar en mi agresión, en la inoportunidad de cavarlo tan tarde. Toda agresión a lo natural conduce a la esterilidad. Este año, el almendro, sin flores, no dará frutos. Pero días después, viendo cómo brota el pálido verdor de sus hojas nuevas, consuela saber que aún sigue vivo.

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En un lugar apartado de la costa, en la casita en ruinas de un pescador, veo una estrella de mar clavada encima de la puerta. Como una prolongación de la naturaleza, se levanta este pequeño habitáculo de muros trapezoidales, muy antiguos. Con la piedra viva, la piedra muerta, la argamasa preparada con la arena gruesa de la playa, con arcilla y algas marinas sobre el entramado de sabina y cañas. Todo ello son restos de la naturaleza, despojos. Solo en esa reseca estrella de mar clavada sobre la puerta de un pescador anónimo se perpetúa el símbolo: ¿la ansiedad de ir más allá de un ser humano?

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Inspiración y ritmo: he aquí dos claves decisivas para desvelar la creación poética, dos palabras que tienen mucho que ver con la respiración. El tema está ya en el Génesis: «Y Dios sopló en las narices del hombre aliento de vida; y fue el hombre alma viva». Estas palabras se complementan muchos siglos después con las opiniones de un psiquiatra de nuestros días, Ernest Jones: «Las funciones respiratorias son el núcleo de la inspiración en su sentido literal». Ambas opiniones —tan alejadas en el tiempo— vienen a probar la universalidad y la tenacidad de la creencia en la inspiración artística. Creencia, desgraciadamente, de la que tantos hoy se ríen en nuestro tiempo desacralizado.

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Tiembla la mañana en el naranjo cargado de flores. Tiembla la mañana en el zumbido de las abejas. Aroma y sonido perfectos. El aroma entreabre la memoria de los días más gozosos. El sonido unifica en armonía nuestra vida y la de la naturaleza. Las abejas liban, en la paz que aman, el azahar y en él la esencia del mundo. «Abejas de las Musas» son las muchachas en un texto de Aristófanes.

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Los delfines saltan en el mediodía pleno sobre el lomo de la mar. Saltan de la luz a la sombra, de la sombra a la luz. Saltan de lo húmedo a lo seco y de lo seco a lo húmedo. Ellos también simbolizan la dualidad del ser en el mundo. En su salto entre dos verdades, entre dos límites, desahogan su ansiedad. En el salto y caída de los delfines en la luz fijamos (fugazmente) nuestros sueños. Que huyen hacia la infinitud del horizonte marino.

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Comunicar la muerte de una persona en estas tierras, es decir, tener la necesidad imperiosa de «dar la muerte» (la noticia) a un tercero para que la muerte no «quede» con nosotros. Práctica antiquísima y purificadora. El problema se plantea —como le sucedió a un amigo— cuando te comunican la muerte de una persona y tú ya tenías noticia de ella. ¿A quién se la traspasas si las dos personas están solas en medio del campo y no hay nadie más? ¿Cómo deshacerte de ella? La sabiduría rústica tiene remedio para todo: se comunica la muerte, de viva voz, a una planta, a un árbol o a una piedra: a un ser inanimado. Así nos deshacemos de la noticia que nos «poseyó»; así vuelve a nosotros y se mantiene el estado de armonía.

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Todo el día ha llovido. Más tarde, en medio de la noche, me despierto. No sé quién o qué me llama en el valle. Me asomo y solo veo el bosque negro, envuelto en una luz negra y como hirviendo en un negro vapor. Algo se estaba fraguando en la noche irreal, pero no logré saber qué era. El silencio absoluto que se oía no era de este mundo.

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Con los primeros calores, con las intensidades de junio, vuelvo a apreciar el sentido sagrado de vivir la naturaleza. De nuevo despierta en mí aquel afán del que Plotino hizo su testamento espiritual: «Esfuérzate por elevar lo que de divino hay en nosotros hacia lo que de divino hay en el universo». Y probando a encontrar una imagen poética con la que materializar esta sublime aspiración de Plotino, me encontré con estos versos de Saigyō: «Si saliera la luna, toda la noche /haríamos juntos /el viaje; yo por tierra /y ella por el cielo: /doble concordancia». La «doble concordancia» del poeta japonés del siglo XII conduce, sin más, a lo analógico, a la armonía.

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Gran silencio solo roto por el crepitar del fuego. Arde la reseca leña de pino. Es como si se hubiese acrecentado el rumor que el paso del viento produce en el bosque. Pienso que el fuego es un corazón que arde en el horno del pecho. Con los ojos extraviados en la llama de la hoguera recuerdo unas palabras de Moisés de León, el autor del Zohar.Libro de los esplendores: «Quien desea penetrar en el misterio de la santa unidad debe contemplar la llama».

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Una fila de espesos árboles detrás de la tapia de un huerto. ¿Solo son árboles? ¿Solo forman una línea de verdor? No. Como en ciertas páginas de Leopardi o de Proust, esa línea de arboleda vela el misterio, es reflejo y atmósfera del paraíso, de la sensación de infinitud. Recuerdo, en este sentido, unos versos del Fausto de Goethe: «¡Ah, todo es símbolo y analogía! /El viento y esta noche tan fría /