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Dos son las coordenadas que fijan la poética de Antonio Colinas. La primera es la de su diálogo continuo del origen con el sentido de universalidad. La segunda sería la de su voz personal, a la que ha sido fiel a lo largo de cincuenta años y en la que mucho pesan la emoción, la intensidad, la pureza formal, el sentido órfico de la misma, a la vez que un afán de fundir el sentir con el pensar. Manteniéndose dichas constantes, En los prados sembrados de ojos hay voces, mensajes nuevos, que responden a otros afanes de Antonio Colinas como es el de su fidelidad a los símbolos —muy destacado el de la mujer aquí— y el de continuar yendo más allá en la indagación de los temas. Este volumen se estructura en seis partes, las cuales, a su vez, podrían ser la expresión de seis voces, de ese afán de profundizar hasta llegar a los tres poemas finales en los que la música, la figura de Cervantes y el pensamiento existencial enriquecen especialmente el texto. De tal manera que, en este libro de madurez plena, Colinas lleva hasta su último extremo cuanto había deseado para el poema: que «en él se sintiese y se pensase en igual medida y radicalmente», alcanzando así una reflexión humanista en los límites del conocimiento trascendente y del sentido de infinitud.
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Seitenzahl: 76
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Edición en formato digital: septiembre de 2020
En cubierta: fotografía de Dave Hœfler / Unsplash
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Antonio Colinas, 2020
© Ediciones Siruela, S. A., 2020
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18436-03-1
Conversión a formato digital: María Belloso
DONDE EL FRÍO FUE FUEGO
La nieve en los ojos de Teresa
Anochecer de piedra
Ascendiendo al castro
Huerto de La Flecha
Tábara
El otoño avanzado de la vida
Si cerrara los ojos escucharía a Góngora
Epitafio definitivo
Yo estuve solo junto al cadáver de Azorín
Rotundo caracol marino
El límite de lo invisible
La estrella final
En lo alto del muro ha brotado una higuera
En los prados sembrados de ojos
DEL EXTREMO ORIENTE
Cinco poemas indios
Descendiendo del monasterio de Won-Hyo
El emperador le regala un caballo al poeta Li Bai
Wang Mian resume su vida
CUADROS-PARAÍSO DE ANGLADA CAMARASA3
I (Cabo de Formentor)
II (Pino)
III (Paloma de piedra)
IV (Caserío verde)
V (Samaritana)
VI (Anfiteatro del mar)
VII (Cipreses)
VIII (Bahía)
IX (Mujer-símbolo)
X (Entre las hojas)
XI (En el jardín)
XII (Una ladera)
XIII (De la naturaleza)
XIV (Una piedra)
XV (Prefiero esa música)
XVI (Frente al horizonte)
XVII (Despedida)
XVIII (La mar de Homero)
PARA UN EPISTOLARIO INACABADO
De Pound a Eliot, en el más allá
Ofrenda
Pinos de Villa Torlonia
Ladera en Toscana
Percy Shelley busca el paraíso en los jardines de su muerte
El abrazo invisible
Una conversación a medianoche
Laberintos-firmamentos de Teresa Gancedo
Tera
Un cuento de infancia
Canciones para dos cumpleaños
Como los ríos de la adolescencia
CUERPOS-MICROCOSMOS
Bajo las alas negras de los abetos
Enigma
Un ciprés de oro
Eros y Thanatos
Bajo el peso del cielo
Aparición
Solo sal
Un ruego en tiempos de pandemia
TRES POEMAS MAYORES
¿Qué fue de aquellas músicas?
Miguel de Cervantes interroga a su noche final
Poema de la eterna dualidad
A María José, más de cincuenta años después
de aquel tren, de aquel río, de aquellos álamos.
Él oculta el oro en la montaña
y las perlas en lo hondo del abismo.
Del Daooriginal I
Cuando llega por los ojos
a la profundidad del corazón
la imagen dominante.
FRANCESCO PETRARCA
El hombre cierra sus párpados
y refresca su nuca en las edades.
SAINT-JOHN PERSE
En Ávila mis ojos
Cancionero medieval
I
Ya desde niña tú querías huir
para encontrarte.
Deseaste muy pronto ir más allá,
pero la enfermedad
te abrasaba el cuerpo.
(Hasta estuviste cuatro días muerta).
Siempre el más allá al que aspirabas
te devolvía al más acá del mundo,
a sembrar las palabras
que a todos los llevasen
a poder alcanzar la plenitud.
Sabías que en Castilla
atrae doblemente lo celeste,
pues es mayor el cielo que la tierra
para el que siempre persigue horizontes
de infinitud.
Ni el barro del camino,
ni los ríos desbordados,
ni la cizaña humana
detenían tus pasos.
El cuerpo dolorido te pesaba
más que el ánimo,
y regresabas siempre derrotada
al centro de ti misma
a escuchar el mensaje de la piedra.
II
Regresabas al alba o en los anocheceres,
cuando dormían los inquisidores.
Te detenías para ver los labios
amoratados de las murallas.
Y como tú llegabas del cansancio
y de la desesperación
del mundo y los caminos,
mirando aquellas piedras tan queridas
esperabas de ellas respuestas absolutas.
Quizá fueran las piedras para ti
el mismo Dios,
el que te era difícil encontrar
obligada a tratar en el mundo
con los artífices de la persecución.
Y pensabas que allí, en aquellas piedras,
estaba el origen, la raíz
de tu vida y tus obras futuras,
pues sobre ellas nacía cada día
la luz de un conocer
absoluto,
y que allí se apagaba.
Detrás de aquellas piedras te esperaba
otra luz: el candil de una celda,
que era útero y cuna
para ti.
Y en el silencio áspero
de la cal de sus muros,
encontrabas la Nada y el Todo,
cuanto tú perseguías incansable
por caminos de frío y de sed.
III
¡Los caminos del frío y de la sed!
Entre Ávila y Alba
se cerró aquel día tu camino.
El encinar estaba nevado.
Se había tornado blanco
el negro encinar
y la alquería, hundida en la nieve,
respiraba su luz.
La nieve en tus ojos.
Ascendía el humo lentamente
desde la chimenea.
El humo,
que era el alma del fuego interior
entregándose al alma del fuego exterior,
al blancor de la nieve.
La nieve, dueña ya
del cielo y de la tierra.
La tierra,
dormida como un niño en lo profundo.
Enmudecieron los montes remotos.
Había un silencio
que deseaba transmitir su fiebre al frío
y dentro de las piedras de la casa,
esperabas, sentías en el pecho
el temporal de fuera y el temporal de dentro,
aquel que no lograbas amainar
con tu plegaria.
Ascuas rojas del fuego de la leña
acompañaban tu soledad
y tus ojos ardían en lo oscuro
contemplando
gozosamente,
más allá de la escarcha del ventano,
lo blanco de lo blanco,
la plenitud de ser en lo absoluto.
IV
Habían entrado al anochecer,
como dos furtivas,
en la ciudad de las piedras de oro.
Las doscientas campanas de los cien campanarios
volteaban tenebrosas
anunciando la Noche de Ánimas.
Frío y miedo ascendían de los chopos del río,
les salían al paso en cada esquina.
Y ella, al caminar, pensaba:
«Quizá mañana,
Día de Todos los Santos,
torne la luz a estos muros hoscos,
y a nuestros corazones».
Llegaron a la casa
de los pajares, graneros y desvanes.
Se aferraron sus manos al portón
y esperaron ateridas.
Al fin, llegó un hombre con la llave
y les dejó a las dos mujeres
dos mantas y una vela.
Y se fue.
Volteaban incesantes las campanas
de la Noche de Ánimas
en el patio de la higuera
y aumentaban sus miedos y las sombras
en aquel laberinto
de las estancias de la pobreza,
en donde aleteaban asustadas
palomas negras.
Querían sollozar.
Dieron con un montón de paja seca.
Se acurrucaron lentamente en él
y se abrazaron
como en materno útero,
esperando que el sueño o la plegaria,
el poema o el éxtasis
las apartase de aquel morir
sin morir
de la Noche de Ánimas.
Las campanas
seguían volteando a muerte.
V
Días después,
de regreso al origen,
al diamante de tus cielos de infancia,
en la otra soledad (la de la celda)
perdías el sentido,
pues abismada en el callar querías
seguir muriendo
para alcanzar la vida verdadera.
Y en llama te tornabas, ardías: levitabas.
Pero aún pesaba mucho más en ti
la carne que nos muere poco a poco,
que el venablo ardiente del espíritu.
Y caías al suelo derrotada,
y llorabas a gritos,
y quedaban tan solo en tus ojos
dos llamas;
en tus ojos,
que querían huir una vez más
hacia horizontes de infinitud.
Y decías adiós al mundo contemplando
cómo se iba extinguiendo la humilde luz
del candil y el calor de la cal de la celda.
Luego, dejabas atrás las murallas,
y sus labios de piedra amoratados,
y salías de nuevo a los caminos
del barro y de la niebla, aquellos que extravían.
Así tenía que ser hasta que alcanzases,
en la vida, la muerte verdadera:
la que vence a la carne, a la pena, a la ceniza.
Anochecer muy frío y muy morado,
en el pueblo de piedra y de altura.
¿Por qué has venido a perderte aquí?
Casi todas las puertas de las casas
están cerradas.
Bajo los soportales,
solo hay luces muy pobres
en esas tiendecitas con visillos
y mostradores propios de otros siglos.
Vas paseando y sientes
como si el enlosado de las calles
se hubiese fundido
y en él fueran hundiéndose tus pies.
Has llegado a tu meta, a la noche
del edificio de las tapias altas,
donde debiera habitar lo Secreto.
En un rincón descubres su entrada.
Ya es tarde, demasiado
tarde para acceder al silencio absoluto,
pero ves que aún se encuentra abierto
el portón, y lo cruzas.
El zaguán es muy negro y muy húmedo.
¿Qué haces aquí?
¿Por qué traspasas la línea de sombra
sin atreverte a llamar,
al torno, a posar
tus dedos
en la madera de la puerta vedada?
Ya es tarde,
demasiado tarde.
